Lo de Arthur Rimbaud es algo más que un enigma. Diríamos que
pertenece al linaje de los indescifrables. No solo en su escritura sino
exactamente en lo que da paso a la obra, que es la vida. Está su biografía tan
fuera de lo común, tan sin cálculo posible, que al final sólo él se llevó la
clave de esa parada salvaje. Arthur Rimbaud fue un niño que dejó de escribir
siendo casi niño y una vez convencido de lo que ha hecho (o de lo que no ha
hecho) rechaza entrar en el mundo grisalla de lo colectivo y desaparece.
Nació en Charleville en 1854 y falleció en Marsella en 1891. Hasta
ahí, una muerte prematura y poco más. Lo interesante es que comenzó su obra
poética adulta a los 15 años y remató su escritura poética a los 21, cuando
había roto las costuras de la poesía moderna y cuando había deflagrado el
límite de los excesos de la bohemia.
Antes y después de Rimbaud el verbo es otro. Él es otro. «Yo es
otro». Y lo demás es un deambular por lo que este muchacho hizo con todo el
hambre de extravío que un hombre acumuló cuando aún no era hombre. Hay decenas
de ediciones de los poemas de Rimbaud. Algunas de las Cartas abisinias, la correspondencia que mantuvo con su familia
desde África. Pero hasta ahora no existía una tan completa en un solo volumen
en España.
La editorial Atalanta se propuso hace unos años reunir todo lo que
se sabe de la obra de Rimbaud. Más de 1.500 páginas, en edición bilingüe, desde
las primeras traducciones del latín realizadas como alumno en el liceo de
Charleville hasta el último poema del que se tiene noticia, Saldo. Y junto a eso, material disperso
que los estudiosos franceses llevan casi un siglo intentando componer como si
el puzzle de este desafío tuviera sentido en el orden lógico del mundo.
«Para los lectores jóvenes Arthur Rimbaud sigue siendo un
relámpago», sostiene Mauro Armiño, encargado de la traducción y que ha pasado
años de convivencia con la obra del más extremado de los poetas franceses
modernos. «En él asumen, como cualquiera de las generaciones que nos hemos
asomado a su obra, el destello, la iluminación. Pero lo más interesante es la
dificultad de fijar una sola interpretación de esta escritura. Cada poema
tiene el sentido inexacto que cada lector le asesta. Es un poeta muy difícil de
unificar».
La situación es esta: un adolescente que se enfrenta a su idioma
desde un pueblo frío, que vuela las sienes a las palabras. Un adolescente a la
conquista furtiva del París parnasiano y le ciñe a la poesía un cinturón de
dinamita. Arthur Rimbaud es un arrapiezo cargado de modales vándalos, de
juventud y de insolencias. El responsable de Atalanta, Jacobo Siruela, lo resume bien: «Representa como nadie la
esencia de lo moderno, de lo nuevo, de la rebeldía del porvenir, y que arroja
al mundo, con inusitada ferocidad, una poesía que nunca perderá su juventud.
Ese es su misterio».
Hijo de una madre beata y comprimida en la devoción y el secreto
de haber sido abandonada por un capitán del ejército que casi nunca aparece por
casa, donde tres niños esperan de la vida algo más que la miseria estrecha que
la familia le ofrece. Y Arthur se rebela. O Arthur es distinto. Está dotado de
una fiebre inédita que estrella en decenas de hojas sueltas donde quiere
fundar una nueva autonomía. Quiere sentar a la belleza en las rodillas y
escupirla. Busca el desarreglo de todos los sentidos. Entiende al poeta como el
vidente de una vida nueva.
«Es el misterio más grande de la literatura», sostiene Mauro
Armiño. «Después de años fascinado con su trabajo, sigue siendo para mí un tipo
indescifrable». Es decir, todo en él queda abierto, también inconcluso. Los
primeros años de París son un desacato, una insurgencia, un deambular con Paul
Verlaine al lado. Aquel que empezó como maestro y cayó fulminado ante el
gesto cimarrón de aquel muchacho dispuesto a ser feroz. Verlaine dejó todo por
enrolarse en la causa sin causa de Rimbaud. También a su mujer y a su hijo
recién nacido. Juntos escandalizaron en las tertulias. Se amaron. Huyeron. Se
odiaron. Vivían sin porqué, que es la forma más pura y letal de pisar la
tierra. París, Londres, Bruselas, Stuttgart. La expedición consistía en
malvivir, emborracharse, arrepentirse, ir y volver a la topera familiar. No
eran felices, pero juntos eran salvajes.
Entre las aportaciones de esta Obra completa bilingüe está también el epistolario de Rimbaud.
Desde los años de excitación a las cartas absurdas de su retiro africano, donde
se enroló en el negocio de la venta de café, de armas y (quizá) de esclavos.
«Estas misivas no tendrían ningún interés si no fuesen suyas», sostiene Armiño.
«En ellas no hay ninguna referencia a la literatura. Ni rastro. Tan sólo pide a
un amigo unos cuantos libros y son manuales de ferretería, de cristalería y de
agricultura». Y es que a partir de 1876, después de un largo viaje a pie por
Europa, el chico «de las suelas al viento» (como dijo Verlaine) se enroló en un
barco a Chipre y después a Yemen, donde consiguió empleo en la Agencia Bardey.
Y más tarde a Egipto. Y luego a Etiopía.
«La soledad es una mala cosa. Por mi parte, siento no haberme
casado y tener una familia. Pero ahora estoy condenado a errar, atado a una
empresa lejana, y día a día pierdo el recuerdo del clima y la manera de vivir e
incluso la lengua de Europa. ¿Para qué sirven estas idas y venidas, estas
fatigas y estas aventuras en lugares de razas extrañas, y estas lenguas que
llenan la memoria, y estas penas sin nombre, si un día, después de algunos
años, no puedo descansar en un lugar que me guste más o menos, y encontrar una
familia, y tener por lo menos un hijo para pasar el resto de mi vida educándolo
según mis ideas, dotándolo de la más completa instrucción que se pueda dar...
Puedo desaparecer en medio de estas tribus sin que nadie tenga noticia». Lo
escribió en una carta de 1883.
En vida solo había publicado un libro, Una temporada en el infierno (1873), cuya edición costeó en
parte su madre. De los 500 ejemplares solo recogió cinco o seis. El resto quedó
en el almacén de la imprenta M. J. Poot
& Cía, donde en 1901 los descubrió el abogado Leon Lousseau. Nadie
recordaba entonces al poeta de Charleville, pero el trabucazo de aquellos
versos recobrados fue sideral. Los surrealistas le hicieron faro de costa de la
poesía nueva. Y de la causa de ser poeta. A Verlaine le confió los poemas de Iluminaciones en
el último encuentro que mantuvieron en Stuttgart para la edición de 1975 que este
y otros ordenaron a su criterio. Algunos de los textos de este conjunto están
escritos después de los de Una temporada
en el infierno. «Rimbaud los llamaba poemas en prosa. Iluminaciones va a
ser un paso más en el camino hacia una nueva armonía. Por la narratividad de
estas composiciones el poeta se convierte en una significación encriptada».
Aquí entramos en pleno enigma.
Y luego están los textos del Álbum zutista, que también recupera esta edición. «Son versos que
hizo en los cafés junto a Verlaine y otros amigos del entorno. Suelen separarse
de la obra completa, pero en aquella aventura Rimbaud firmó 18 y uno a medias
(que se conozca hoy) con Verlaine, El
ojo del culo. Están entre la grosería y la libertad total», apunta Armiño.
Este hombre fue un récord de abismos. También de soledades. Y,
sobre todo, un generador de vértigos. No hay un poeta que en el alcance de su
ambición (o de su intuición) llegue a las mismas cotas de fervor, estupefacción
y delirio. Hizo de su idioma una nueva mercancía. Fue un sujeto tasado en la
fábrica de Satán. Y qué hondo. Y qué frágil. Y qué rotundo. Alguna vez lo dijo:
«Por delicadeza perdí mi vida». Anduvo entre la pobreza y el vagabundeo. Entre
la suciedad y el desconsuelo. Pero sobre todo pisó las altas cimas de la
inteligencia. Y los umbrales de lo insólito. Amó como sólo se puede amar
lo que se odia. Y tiene algo de milagro. Y mucho quilate de imposible.
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