EN LAS EVALUACIONES sobre estos últimos años nadie parece caer en
la cuenta de la devastación que ha sufrido nuestro país en todo lo relacionado
con la educación, la cultura y el conocimiento. En los programas electorales
que van adelantándose en los simulacros de debates políticos de la televisión
tampoco parece que haya sitio para reflexionar sobre esos problemas, y ni
siquiera para mencionarlos. La política consiste sobre todo en hablar a gritos
de política. El declive de la enseñanza pública ya no es ni siquiera noticia, a
no ser que un profesor resulte gravemente agredido por un papá o una mamá que
no hacen nada por educar a su hijo, pero no toleran que la criatura se lleve el
más tenue sinsabor en el aula. Un ministro de Educación frívolo y chulesco se
fue a París con un cargo opulento dejando a otros la tarea de poner en marcha
la nueva ley inútil, confusa y no debatida ni pactada con nadie. Que la ley
borrara la Filosofía de la enseñanza no quiere decir que fuera favorable al
conocimiento científico. El analfabetismo unánime sigue siendo la gran ambición
de la clase dirigente y de la clase política en España.
Un profesor universitario de letras que acaba de jubilarse por
abatimiento me cuenta que se cansó de corregir las faltas de ortografía de
muchos estudiantes con la misma dedicación que si diera clases en Primaria;
profesores de ciencias me dicen que hay cada vez menos alumnos en las carreras
de Física o Química. En cualquier capital extranjera donde he estado en el
último año me encuentro con los mejores entre los que sí han aprendido:
descubren la sorpresa de trabajar en atmósferas favorables a la investigación y
al estudio, sin el castigo agotador de ir contracorriente; en la mayor parte de
los casos aceptan con melancolía la evidencia de que si quieren progresar en lo
que hacen, el precio será no poder regresar. Grave es que los nativos tengan
vedado el regreso, pero igual de grave es que no haya posibilidad de atraer al
talento forastero. Nada es más fácil que un gran matemático de Nueva Delhi
encuentre un puesto en una universidad de California, pero es muy probable que
ni al más brillante profesor de la Universidad de Jaén se le abra nunca la
posibilidad de conseguir una plaza en la de Murcia.
Del presidente del Gobierno se sabe que es lector del diario Marca
y de La catedral del mar. El ministro de Justicia declara que la tortura
pública del toro de Tordesillas es una noble tradición cultural. Las únicas
tradiciones culturales que se preservan son las que contienen residuos de
barbarie o de oscurantismo religioso. El ministro de Economía y el ministro de
Hacienda se aseguran de arruinar el teatro con un IVA del 21%. Las televisiones
públicas dedican sus mejores horarios al fútbol, a los chismes del corazón y al
adoctrinamiento identitario. Se dan ayudas públicas a los bancos y a los
fabricantes de coches, pero no a la industria del libro ni a las librerías. Lo
que han hecho por los libros estos Gobiernos recientes es cancelar las compras
para las bibliotecas. En las de los Institutos Cervantes no hay novedades de
los últimos años, y hace tiempo que se cancelaron las suscripciones a las
revistas culturales. El desguace de la capacidad de acción cultural de los
Cervantes y su sometimiento cada vez mayor a presiones de políticos y
diplomáticos es uno de tantos desastres ocultos de estos últimos años.
Hace unos días, en este mismo periódico, Diego Fonseca contaba la
historia vergonzosa del legado de Santiago Ramón y Cajal. Treinta mil objetos
que atestiguan la vida, los logros científicos y los intereses variados de uno
de los grandes héroes intelectuales de nuestro país están arrumbados en una
sala de reuniones en la sede del Consejo Superior de Investigaciones
Científicas: sus papeles, sus fotografías, sus diplomas, sus dibujos
prodigiosos, sus microscopios, los objetos que tocaron sus manos y formaron
parte de su vida. Entre 1984 y 1997 esos tesoros habían estado amontonados en
un sótano. El deterioro de materiales tan frágiles como manuscritos y placas
fotográficas es irreversible. Quién imagina que pudiera suceder algo parecido
en Francia con el legado de Pasteur, con el de Darwin en Inglaterra. El año
pasado Javier Sampedro informó de la desaparición escandalosa de la mayor parte
de la correspondencia de Cajal: 12.000 cartas que atestiguarían su vida privada
y sus intercambios incesantes con los mejores neurólogos de su época. El
profesor Juan Antonio Fernández Santarén, editor de esa correspondencia, ha
denunciado la cadena de irresponsabilidades, de negligencia, de pura
desvergüenza, que hizo posible tal despojo: alguien robó en 1976 unas 15.000
cartas depositadas en el CSIC. Unas 3.000 cayeron en manos de un librero de
viejo, que al menos tuvo el gesto de vendérselas a la Biblioteca Nacional. De
las demás no hay ni rastro.
He estado leyendo estos días los Recuerdos de mi vida de Cajal, en
una excelente edición del profesor Fernández Santarén. En ese libro están
algunas de las mejores páginas memoriales que se han escrito en España. Es el
relato de un largo aprendizaje, heroico en su amplitud y en su dificultad, el
de un chico travieso y rebelde de pueblo, en un país atrasado y deshecho por
convulsiones políticas, que descubre primero su amor por los animales, por la
botánica y el dibujo, y luego su vocación científica, en la que es decisiva su
curiosidad congénita y su talento de artista. Llegado a la investigación justo
después de los hallazgos formidables de Darwin y Pasteur, Cajal estableció
algunos de los cimientos sobre los que todavía se sostienen la biología y la
neurociencia. Si nuestra cultura científica no mereciera más desprecio todavía
que la literaria o la artística, seríamos conscientes de que Cajal es una de
las pocas figuras de verdad universales que ha dado nuestro país: como
Cervantes, o García Lorca, o Picasso, o Manuel de Falla, o Velázquez.
A Cajal su educación como dibujante y su sentido estético le
ayudaron a dilucidar la anatomía fantástica de las neuronas. Y su mirada de
científico le permitió juzgar con más lucidez que cualquiera de los santones
del 98 los motivos del atraso español e imaginar políticas sensatas para
empezar a remediarlo. Cajal vivió como oficial médico la primera guerra de Cuba
y no olvidó nunca los efectos terribles de la frivolidad política, la
incompetencia militar, la corrupción que enriquecía a oficiales e intermediarios
con el dinero robado a la alimentación y a la salud de los soldados, que morían
de malaria y disentería en hospitales inmundos. En su adolescencia asistió a la
hermosa revolución liberal de 1868, tan rápidamente malograda; tuvo una vida
tan larga que vio también en su vejez la otra ilusión renovadora de la II
República. Hasta sus últimos días vindicó los mismos ideales prácticos que lo
habían sostenido en su aprendizaje de científico y de ciudadano: curiosidad,
educación, esfuerzo disciplinado, ambición lúcida, patriotismo crítico. Que la
mayor parte de sus cartas se haya perdido y que su legado permanezca arrumbado
en un almacén es una calamidad y una desgracia, pero también es un síntoma de
todo lo bajo que hemos caído, de todo lo más bajo que todavía podemos caer.
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