sábado, 27 de junio de 2015

"Eructos y regüeldos" por Carlos Franz


De Cervantes se acuerdan cuatro gatos porque se los obliga a leer el Quijote”, afirmó una vez la escritora de superventas mundiales Isabel Allende. Y algo similar dijo de Borges, antes de asegurar que los escritores “se mueren y se acabaron”.
Afortunadamente, ese diagnóstico de una amnesia literaria y cultural tan generalizada era exagerado. Este año, por ejemplo, somos muchos más que “cuatro gatos” los que celebramos (voluntariamente, lo juro) que la segunda parte del Quijote cumpla cuatro siglos.
Es cierto, hoy Don Quijote de la Mancha no se vende tanto como algunos superventas contemporáneos. Sin embargo, el Quijote es algo muy superior a ellos: es un superviviente. Este libro ha sobrevivido a tantos malos augurios que uno se pregunta: ¿cuál será el secreto de su buena salud? Es probable que ese secreto —si nos fuera dado conocerlo— tenga que ver con la forma en que la obra de Cervantes se relaciona con el pasado y el futuro de las palabras.
De muestra, este pequeño botón. En el capítulo XLIII de esa segunda parte del Quijote encontramos ciertas recomendaciones higiénicas que, si las siguiéramos todos, quizás llegaríamos a vivir tan largo como ese libro. Don Quijote le aconseja a Sancho:
“Come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago. Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto ni cumple palabra. Ten cuenta, Sancho, de no mascar a dos carrillos, ni de erutar delante de nadie.
—Eso de erutar no entiendo -dijo Sancho. Y don Quijote le dijo: —Erutar, Sancho, quiere decir 'regoldar', y éste es uno de los más torpes vocablos que tiene la lengua castellana, aunque es muy significativo; y así, la gente curiosa se ha acogido al latín, y al regoldar dice erutar, y a los regueldos, erutaciones.
—En verdad, señor —dijo Sancho—, que uno de los consejos y avisos que pienso llevar en la memoria ha de ser el de no regoldar, porque lo suelo hacer muy a menudo.
—Erutar, Sancho, que no regoldar —dijo don Quijote”.
En esa escena de los eructos y regüeldos, como en tantas otras de la novela cervantina, se libra un combate —amistoso— entre el habla ilustrada, y algo rebuscada, del Caballero de la Triste Figura y aquella parla descuidada pero franca del campesino Sancho. Es un duelo que no puede resolverse en triunfo de uno u otro.
En este caso, además de ser sinónimos, eructar y regoldar tienen una prosapia semejante. Regoldar viene del latín regurgitare (regurgitar), que remite a gurges: torbellino de agua. Mientras que eructar viene de eructare que significaba vomitar y es pariente de ructus o ructare, que en latín significa rugido o rugir. ¿Y qué es esto último sino un torbellino de sonido?
Esas hermosas resonancias etimológicas hermanan a la palabra “malsonante” con la elevada. Pese a ellas, Alonso Quijano prefiere el verbo eructar porque le suena menos ofensivo al oído que el otro. Por esto, en esa misma escena don Quijote le hace una apuesta a su escudero. Le asegura que si algunos de sus contemporáneos no entienden todavía los términos erutar y erutaciones, “importa poco, porque el uso los irá introduciendo con el tiempo, que con facilidad se entiendan; y esto es enriquecer la lengua, sobre quien tiene poder el vulgo y el uso”.
El Caballero de la Triste Figura apuesta por la palabra eructo, incluso sabiendo que en el lenguaje influyen tanto la costumbre vulgar como el uso cultivado de las palabras que hace “la gente curiosa” o instruida. Aunque él es de estos últimos, Quijano admite que ninguno de los dos grupos tiene una prevalencia absoluta sobre la lengua. Por lo mismo, tampoco puede uno de esos conjuntos atribuirse un monopolio del buen o mal gusto en el habla. Don Quijote no ignora que este gusto depende de los contextos: sociales, geográficos o temporales.
Esa postura del Ingenioso Hidalgo suena equilibrada y sensata. Quizás demasiado equilibrada para alguien con el seso resecado por un exceso de lecturas. Y así ocurre, en efecto: don Quijote no se deja amilanar por su propia sensatez. Pese a ella, se desequilibra, toma partido y lanza su apuesta por una palabra.
Si don Quijote apuesta es porque cree en la importancia de la lengua y en la posibilidad de enriquecerla. Para alcanzar ese ideal suyo, el hidalgo manchego está dispuesto a batallar contra el molino de viento verbal que domina su época. Una batalla que hoy seguramente daríamos por perdida. Sin embargo, Alonso Quijano confía en que la instrucción puede influir en las costumbres generales. Y por esto le predice a Sancho que eructar —esa palabra supuestamente más refinada— llegará a imponerse sobre ese “torpe vocablo”: regoldar.
Era una apuesta arriesgada —quijotesca, en verdad—, pues en época de don Quijote cualquiera se habría jugado por lo contrario. Así es: en el Tesoro de Covarrubias —diccionario publicado en 1611— aparece la palabra regüeldo, pero no figura para nada el vocablo eruto o eructo. Ese regoldar de Sancho era una expresión mucho más común en el siglo XVII que el ideal eructo de don Quijote. Y por eso cualquiera habría dicho que el Caballero de la Triste Figura iba a perder su envite, como casi siempre le ocurría.
No fue así. Cuatrocientos años después la palabra eructo se usa mucho más que el vocablo regüeldo. El diccionario Lexicoon le da a este una frecuencia de uso de un 27%, y eso lo pone en el lugar 77.200. Mientras que eructo tendría una frecuencia de 68%.
El resultado de esa rara apuesta cervantina nos confirma que nadie conoce la lengua del futuro. Por análogas razones nadie sabe lo que leerán nuestros distantes y desconocidos descendientes. Este desconocimiento nos dificulta asegurar posteridades. Pero, asimismo, esa ignorancia del mañana desmiente a quienes anuncian un diluvio de amnesias en el que se ahogarán las obras maestras (junto con las nuestras).
Enfrentados a esa incertidumbre, podemos predicar el nihilismo cultural. O bien podemos leer como parábola ese consejo sobre los regüeldos y los eructos que dio don Quijote. Con su arriesgada apuesta, el héroe cervantino se negaba a aceptar que la amnesia fuese inevitable y se jugaba por la trascendencia de las bellas obras del lenguaje más allá de nuestra época.
Quizás sea por ello que en la batalla verbal, ya que no en las otras, don Quijote triunfó y sigue triunfando. Uno de los secretos de la salud de roble del libro de Cervantes, que lo ha mantenido vivo cuatrocientos años, es ese: su quijotesca apuesta por el futuro de las palabras.

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