martes, 26 de agosto de 2014

"Mientras haya bares" de Juan Tallón

















Cuando todo te parece una mierda, y a lo mejor lo es, o no hallas refugio contra tus fantasmas, o cuando en casa hay demasiado ruido, incluso demasiado silencio, pero necesitas seguir escribiendo, siempre te queda el bar. De hecho, mientras haya infierno y bares cerca, hay esperanza. Nada está bastante perdido si todavía puedes dar un portazo, irte de casa y bajar al café. Claudio Magris es uno de esos escritores que no puede trabajar en casa, donde te acechan la familia y los objetos cotidianos. El bar es el sitio, sostiene, “donde la soledad se verifica en medio de los demás”. Se trata de un espacio en el que “no se enseña nada, pero se aprende la sociabilidad y el desencanto”. El novelista italiano acude a escribir casi siempre al Café San Marcos, en Trieste. Está acostumbrado a su torbellino, donde nada lo molesta. En Microcosmos, uno de sus más interesantes libros, rinde homenaje a los cafés. Joya del art nouveau, se trata del mismo local en el que Italo Svevo solía empezar sus mañanas, con la segunda caja de cigarrillos del día a medio fumar. No demasiado lejos de allí, en el Café Stella Polare, Svevo recibía clases de inglés de James Joyce, que también a menudo escribía en bares. Magris necesita intimidad, y el bar es el lugar perfecto. Solo hay gente y ruido. Al parecer, son la clase de condiciones adversas que favorecen el tipo de aislamiento en el que su literatura
avanza con determinación. Porque no se trata tanto de estar solo, como incomunicado, y eso lo consigue pese al ruido de la clientela y la máquina del café. Las multitudes, y sus barullos, también arrullan. Hay un momento en Gilda (1946), de Charles Vidor, en que el individuo que limpia los baños del casino consuela al personaje que interpreta Rita Hayworth diciéndole: “Con tanta gente se siente uno solo”. Esta clase de multitud, justamente, es la que consuela a Magris y lo acuna para escribir entre el gentío. César Aira, desde las cafeterías del barrio de Flores, en Buenos Aires, también cultiva esta suposición: el bar ayuda a escribir. “Yo necesito una mezcla de concentración y distracción”, asegura, y eso solo se lo proporciona un local lleno de gente comentando trivialidades en la barra. “Si hay suerte, alguna me sirve para la siguiente novela, incluso para dar un giro a la que estoy escribiendo en ese momento”.
La literatura no siempre tiene que ver con la comodidad de una habitación con vistas, ni con la posibilidad de escribir en bata y en zapatillas a cuadros, mientras buscas la novela perfecta desde tu hogar. Hay muchas formas de comodidad, y entre ellas se encuentra el fastidio de un local ruidoso y transitado, cuando no con olor a cebolla frita en el ambiente. No es lo peor que puede haber en el aire.
En 1922, instalado ya en París,Ernest Hemingway bajaba a escribir al café que había en la planta baja de su edificio, donde se bailaba bal musette a todo volumen. Allí escribió sus primeros cuentos, mecido por el caos, incluso el mal gusto, y bebiendo ron Saint James, con propiedades aislantes. Todo el instrumental que precisaba eran la bebida, las libretas de lomo azul, los lápices y el sacapuntas. Poco después de que su primera mujer, Hadley Richardson, extraviara durante un viaje en tren la maleta con su primer manuscrito, el autor norteamericano se puso a escribir en La Closerie des Lilas FiestaEl ambiente del local le sentaba bien a su estilo. Allí plasmó también parte de Adiós a las armas.
En realidad, las cosas más interesantes, si eras un escritor floreciente, solo podían sucederte en aquel lugar. Allí, de hecho, Francis Scott Fitzgerald le dio a leer El gran Gatsby, después de conocerse, en 1925, en el bar Dingo. En aquellos años felices, entre guerras, todo lo bueno ocurría en la cama y los bares, como en la actualidad, probablemente. Aunque no se puede hablar de la generación perdida, como su madrina Gertrude Stein la bautizó —”You’re all a Lost Generation“, le dijo a Hemingway durante una de sus conversaciones—, sin mencionar el último reducto: el bar del Ritz. Casi al final de la Segunda Guerra Mundial, Ernest se sumó a las escaramuzas para liberar el local de la presencia alemana. Y una vez liberado, lo celebró como se debe. La leyenda dice que se bebió 51 dry martinis. Puede ser. En Al romper el alba confiesa, esclarecedoramente: “Por lo que contaban, Churchill bebía el doble que yo y acababan de darle el premio Nobel de Literatura. Yo lo único que intentaba era ir aumentando mi cuota de alcohol para estar a una altura razonable por si me daban el premio a mí, ¿quién sabe?”. A varias horas de vuelo del Ritz, la leyenda dice que William Faulkner redactó Mientras agonizo sentado en una piedra y apoyando el papel y la bebida en una carretilla volcada, lejos de cualquier sospecha de comodidad. Puestos a elegir, él prefería el burdel. Si eres escritor, sostenía, no existe mejor ambiente que el que te encuentras en un prostíbulo, que, en el fondo, es una evolución del bar de toda la vida. “El mejor empleo que jamás me ofrecieron —señaló en una entrevista a The Paris Review— fue el de administrador de un burdel. En mi opinión, ese es el mejor ambiente en el que un artista puede trabajar. Disfruta de perfecta libertad económica, está libre del temor y del hambre, dispone de un techo sobre la cabeza y no tiene nada que hacer excepto llevar unas pocas cuentas y pagarle una vez al mes a la policía local. El lugar está tranquilo durante la mañana, que es la mejor parte del día para escribir. Por las noches hay suficiente ambiente como para que el artista no se aburra”.
En literatura, el confort es relativo. A menudo ni siquiera resulta confortable. César Aira, en comparación, necesita mucho menos que Faulkner: una mesa, una silla y, por lo demás, estar rodeado de tipos a los que no conoce. Solo así, sitiado y solo, cobran forma sus libros. Y para eso, muy lentamente: una página al día. En realidad, necesita el bar tanto como la lentitud. En honor a la verdad, precisa el bar, la lentitud y unos cuadernos de papel lisos, sin líneas ni cuadrículas, que le provee un señor de la Casa Wussmann, que también fabrica los billetes para la Casa de la Moneda de Argentina. Con todo esto, y una estilográfica Montblanc, ha escrito un número indeterminado de novelas. Sesenta. Tal vez setenta. Quizá ochenta. Nadie sabe a ciencia cierta cuál es en cada momento la última novela de César Aira, porque aunque escribe lento, escribe corto, y eso le permite a veces publicar tres libros a la vez. Hay en Argentina cierta tradición a escribir en los cafés. En las cafeterías de la Plaza Dorrego coincidían a menudo Osvaldo Soriano y Jorge de Paola. Frente a frente, en la misma mesa, cada uno trabajaba sobre sus textos, ignorándose. En una ocasión, cuando Soriano estaba a punto de finalizar Triste, solitario y final, se quedó bloqueado. No sabía cómo cerrar la historia. Jorge tomó el manuscrito, lo leyó y dictaminó: “La novela ya la terminaste y no te diste cuenta”. Soriano lo miró con desconcierto, como cuando te habla un perro. “Escribiste un capítulo y medio de más”, precisó De Paola, y así pudo publicar Soriano su primera novela de café, El soplido del versoEl bar tiene algo, digamos, atmosférico, abrumador y feliz, sin contar la bebida. Cuanto menos selecto, a veces, mejor. Todos sabemos que, por momentos, la vulgaridad es una hamaca, y que la vida, después de todo, está compuesta de unos momentos por aquí, y unos momentos por allá. A continuación, te mueres.
Si tienes mala suerte, ni siquiera te mueres. José Hierro fue, seguramente, el último gran poeta de bar. Sostenía que la poesía “sopla” dónde y cómo quiere, así que él se encerraba en el bar La Moderna, a dos pasos de su casa en Madrid. Porque los poemas surgen “al hilo del vivir”. No había que esperarlos con ceremonia, ni siquiera recibirlos en casa, sentado a una mesa de madera noble, o en un sofá orejero. Cualquier lugar, incluido el más vulgar y anodino, valía. En su última época, con problemas incluso para respirar, los obreros y estudiantes que acudían a La Moderna por las tardes veían llegar a Pepe Hierro empujando la poesía y el carro con la bombona de oxígeno. Se había acostumbrado demasiado íntimamente a aquel ambiente, y el poema solo se acercaba a él si silbaban con desesperación la máquina tragaperras y las tazas, si se arrastraban las sillas y si la máquina de moler el café hacía vibrar las paredes, con ese ronquido tan molesto y necesario. Entretanto, sin nada de solemnidad, Pepe escribía y sorbía chinchón, como si la poesía fuese esa hora y media de partida de tute diario, durante la que te olvidas de que eres mortal, y que antes o después tendrás que abandonar tu hogar para regresar a tu casa. En alguna ocasión declaró que no es que le gustase por encima de todo escribir en el bar, pero sí que aborrecía escribir en casa. En realidad, le resultaba imposible. “Cuando mis hijos eran niños yo escribía en casa y, de repente, venía uno y te preguntaba sobre tal o cual ejercicio o te pedía dos pesetas para la lechuga. Y decidí escribir en los bares, a
pesar del ruido”. A varios cientos de kilómetros, pero tampoco muchos, Josep Marí le pide lo mismo a la cafetería Milán, en la Vía Púnica de Ibiza: que meta barullo, para abonar la profundidad del verso, como si el verso, en última instancia, saliese de la tierra. Pasados los años, el poeta ya se ha mimetizado con el local. Marí asegura no soportar los ruidos exteriores cuando está en su casa, pero “el ruido de un bar es general y confuso, un ruido que no me molesta, más bien me acompaña, de manera que siempre me ha gustado escribir en los bares”. Se confirma la existencia de cierta atmósfera atroz pero favorable. En su caso, el bar es el lugar ideal para escribir su diario. “Pero la poesía también es posible en un lugar como este, por supuesto”. En el Milán compuso los sonetos de Respira el món.
Lejos, a varias semanas a nado, y después andando, hubo un tiempo que los cafés suizos columpiaban con un ruido especial. Durante la Segunda Guerra Mundial acogieron a muchos autores perseguidos, ávidos de paz y ruido. Y dispuestos a escribir como fuese. En el Café Odeón de Zurich era habitual ver escribiendo a Thomas Mann y Bertold Brecht. Cada uno metabolizaba el asilamiento a su modo. También en Zurich, en el café Voltaire, James Joyce se empleó a fondo en el Ulises. La historia está plagada de capítulos así: escritores en bares de otra época en pos de la inmortalidad. Lord Byron y Henry James apremiando sus textos en el café Florian, en Estambul; en la misma ciudad, mucho tiempo después, Agatha Christie redactando Asesinato en el Orient Express desde una mesa del café del Pera Palace Hotel; Benito Pérez Galdós a lo suyo en el café Iberia de Madrid; Gustavo Adolfo Bécquer consagrado a sus Rimas en el café Suizo
La poesía, en realidad, brota en cualquier sitio lo suficientemente antipoético. Jaime Gil de Biedma aseguraba que algunos de sus mejores poemas los había compuesto en circunstancias tan adversas, aparentemente, como reuniones de negocios. “Los negocios son muy buenos para los negocios, pero también para el poema”, decía. En su opinión, las actividades cotidianas eran idóneas para la poesía. “Se puede estar hablando con alguien y pensando en el poema. Es, además, bueno para el poema”. Tan es así que el Felix Krull de Thomas Mann hablaba en alejandrinos cuando hacía el amor. Sartre también necesitaba el ruido de las cafeterías para escribir y pensar. El bullicio y el caos eran buenos para su existencialismo. De hecho, los bares de París favorecían casi cualquier texto, si no tenemos en cuenta a Marguerite Duras, que prefería llevarse el bar al escritorio de casa. Julio Cortázar se aproximó también a Rayuela desde las cafeterías de la ciudad. Para llegar al resultado final, necesitaba el silencio y la tranquilidad del domicilio. Pero antes, cuando no sabía a dónde se dirigía el proyecto, trabajaba en cafés. “Escribí largos pasajes de Rayuela —confesaría— sin tener la menor idea de dónde se iban a ubicar y a qué respondían en el fondo. […] Yo tenía en los cajones, encima de las mesas y demás, en París, montones de papelitos y libretitas donde, sobre todo en los cafés, había ido anotando cosas, impresiones”. Cuando eres escritor, y te dejas caer por el bar, todo puede suceder. Incluso vomitar sobre un poema recién escrito, como Dylan Thomas en la White Horse Tavern.En bella armonía con la teoría de Gil de Biedma, Juan García Hortelano escribía hablando y escuchando en la tertulia del Dickens. En una de esas maniobras simultáneas —escribir, hablar, escuchar— el joven poeta Antonio Martínez Sarrión trató de convencerlo de que los Rolling Stone eran mejores que Los Panchos. Escribiendo, y con un coñac en la mano, García Hortelano lo escuchó atentamente. Luego, sin dejar de escribir ni de beber, se dirigió a los demás miembros de la tertulia: “Miren lo que dice El Moderno”. Y Sarrión fue para siempre El Moderno.

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