martes, 5 de agosto de 2014

"Dan Brown con paperas": Quinto episodio ("El Campo dei Fiori y las sandalias de un joven alemán")


Un cierto desánimo se apoderó de Balbino. Un caso como el que se le había presentado podría irse por la alcantarilla si no actuaba con rapidez. Después de acostar al abuelo, se dedicó a diseñar un plan para el día siguiente, no podía rendirse a las primeras de cambio.
Se levantó cuando el sol ya calentaba, bajó las escaleras de su apartamento y se asomó al perfume abigarrado del Campo dei Fiori. La plaza estaba tomada por los puestos de fruta y de productos típicamente italianos, aunque también observó un aumento considerable del flujo turístico. Era principio de agosto, la fecha en que se concentraban las juventudes cristianas para homenajear al nuevo papa. Alrededor de la plaza había un trasiego constante de muchachos ataviados con los colores de su grupo en sombreros, camisetas y pañuelos. La mayoría de ellos los encabezaba un falto con una bandera bien llamativa. Curas vestidos de sport con alzacuellos y muslos rozados dirigían a esta plaga que todos los veranos llenaba Roma de adolescentes europeos con el acné rezumando cristiandad y suero a partes iguales. El comisario Balbino vio en ese desfile continuo de banderas y uniformes un aliado perfecto para el propósito de Carmelino y sus secuaces. Eran las once de la mañana y ya se sudaba con temple en Roma. Las sandalias de un muchacho de 130 kilos perteneciente a las juventudes cristianas de Francfort acababan de reventar debido a la presión insoportable de unos dedos que se habían transformado en gárgolas. Le refrescaban los pies en la fuente, mientras un vendedor de productos tradicionales italianos esperaba su turno con cara de pocos amigos.
En los puestos, los fruteros se reían sin ningún disimulo de los modelos que algunos turistas paseaban en el mercado y desnudaban a las chicas que se cimbreaban entre las sandías y los higos. Balbino no arrancaba, estaba oxidado, demasiado tiempo inactivo. Se pasó más de tres horas reflexionando, hablando por teléfono y lanzando pullas a los vendedores que conocía. Así no podía avanzar en el caso, ni trazaría ningún argumento digno de novela de suspense. Pero es que el calor y el bullicio de Roma en agosto no invitaban a otra cosa. Solo una señal divina podría salvarlo de la desidia.
Fue en ese momento de apatía cuando apareció Hermann, el muchacho de Francfort de 130 kilos. Un cura rubicundo, con mofletes de querubín se afanaba por quitarle la sandalia al muchacho alemán. Cuando estaba a punto de liberar a las gárgolas amoratadas que pugnaban por hacerle saltar las uñas, el muchacho se derrumbó y atrapó en su caída al que intentaba aliviar sus pies.Se formó un tumulto alrededor de los dos cuerpos obesos y sudorosos tumbados en la boca de la fuente. Los vendedores reían, los alemanes pugnaban por levantar a Hermann, dos carabinieri hablaban por teléfono, los relaciones públicas de los restaurantes llamaban la atención a los transeúntes para que se sentaran en sus establecimientos, los motocarros pitaban para que les dejaran pasar... Todo se fundió en un caos muy italiano de donde surgió una nueva prueba. De la mochila de Hermann salió despedida en su caída el ala macilenta de una gaviota. Tras la recuperación de los fardos alemanes y el cuestionario oportuno, Balbino supo que Hermann había hallado el ala en la iglesia de San Agustín, en la capilla donde se muestra la crucifixión de Pedro, pintada por Caravaggio. El rompecabezas del ave se iba completando, aunque el retraso de Balbino y su desorientación podía arruinar la misión...CONTINUARÁ.        

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