- El padre del esperpento vio en su relato sobre el conflicto europeo la ocasión de desprenderse del modernismo y aventurarse en un nuevo estilo literario más cercano al expresionismo
Sentado en la terraza de un café en el Barrio Latino, Valle-Inclán repetía: "El vuelo de noche ha sido una revelación. Será el punto de vista de mi novela, la visión estelar". Todos se miraban incrédulos. El representante de la Casa de la Prensa francesa, dependiente del Ministerio de Negocios Extranjeros, murmuraba: "Eso es lo malo de tomar hachís". Y Corpus Barga, que había sido su anfitrión durante los dos meses de su estancia en Francia se resignaba: "DecididamenteValle-Inclán no era un novelista bélico ni desde luego, propagandista".
En los primeros días de mayo de 1916, el diario 'Le Matin' había anunciado su inminente llegada a París creando gran expectación entre los principales escritores e intelectuales franceses, que lo consideraban el representante de la nueva literatura española. Él, según Barga, se comportó como el auténtico "nuncio espiritual" de España, entrevistándose con el jefe del Gobierno y con varios ministros y generales, que le acompañaron en su visita al frente. Nada era gratuito, claro. Como la de tantos otros intelectuales, su pluma fue requerida para cantar las glorias de la causa aliada. Lo llevaron a Alsacia, Champagne y Vosgues y su presencia no pasó desapercibida: "Llevaba capote, boina, polainas y una maquila cogida de la muñeca con la correa", relata Barga. "Por el laberinto de las trincheras se andaba con dificultad, tropezando constantemente en fila india. La falta del brazo hacía que Valle-Inclán no pudiera apoyarse en la pared izquierda y al tropezar en el suelo se cayó algunas veces".
Retirado de la vida teatral madrileña a la fuerza, tras sus continuas discusiones con María Guerrero y Pérez Galdós, entonces director de El Español, Valle-Inclán vivía en Galicia alejado de la literatura desde 1912, y allí, en Cambados, le sorprendió el estallido de la Gran Guerra. Como otros españoles, anhelantes de cruzadas y guerras civiles, vio la posibilidad de arremeter contra el Gobierno por no tomar partido en el conflicto y se puso a la cabeza de la defensa de los aliados y del ataque a los que defendían a Alemania y Austria. Para él, como para los que se prestaron al burdo juego de la propaganda, el mundo se dividió entre los defensores de la civilización y los del anti-humanismo, o dicho con sus palabras: "El francés, hijo de la loba latina, y el bárbaro germano, espurio de toda tradición, están otra vez en guerra". Resurgió en él el personaje bronco y apasionado que le llevó a perder un brazo en una discusión con su amigo el periodista Manuel Bueno en el Nuevo Café de la Montaña, y se le pudo ver, como cuenta Díaz-Plaja en 'Francófilos y Germanófilos', en el Ateneo de Madrid lanzando los céntimos que tenía en el bolsillo contra los "partidarios de Hindemburg" y gritándoles: "Tomad mercenarios". Luego en la calle del Prado "se repartieron unos garrotazos y unos puñetazos". Algunos le atribuyen la redacción del manifiesto aliadófilo publicado en 'Iberia' (revista creada poco antes con fondos franceses) el 10 julio de 1915, que inició una auténtica guerra de manifiestos en la prensa, pero Jacques Chaumié no duda de que fueron los servicios de propaganda franceses los encargados de elaborarlo. Chaumié que había sido cónsul en Málaga, era en ese momento diputado de la Asamblea Nacional y encargado de llevar a cabo misiones de Estado en España, razón por la que sería detenido en el verano de 1917 acusado de estar implicado en la huelga revolucionaria, según cuentan Eduardo González Calleja y Paul Aubert en Nidos de espías. Pero antes de esto, había sido traductor y amigo de Valle y fue él quien le organizó el viaje a Francia, fruto del cual publicó 'Un día de guerra (visión estelar)' en 'Los Lunes del Imparcial', en dos partes: 'La media noche', en el otoño de 1916 y recopilada en forma de libro en 1917 (con el título de 'La media noche. Visión estelar de un momento de guerra'), y una segunda parte, en el invierno de 1917 con el título de 'En la luz del día'.
En el texto de Valle, del que no quedará muy contento ("he fracasado en el empeño, mi droga índica en esta ocasión me negó su efluvio maravilloso", escribirá, confirmando las sospechas de Barga y sus 'amigos' franceses), se mezcla un nuevo lenguaje, que va dejando atrás el modernismo, para él muerto ya en ese 1916 en el que murió Rubén Darío, y se adentra en un expresionismo que muchos de los que conocen su obra consideran la antesala del esperpento. Como si las contemplara desde el aire, marcado como quedó de sus vuelos nocturnos sobre el campo de batalla, describe el horror de las trincheras: "Son zanjas barrosas y angostas. Amarillentas aguas de lluvias y avenidas las encharcan. Se resbala al andar. Los ratones corren vivaces por los taludes, las ratas aguaneras, por el fondo cenagoso y ráfagas de viento traen frías pestilencias de carroña (...) Ante los dos fosos enemigos se tienden campos de espinosas alambradas y hay esguevas donde los muertos de las últimas jornadas se pudren sobre los huesos ya mondos de aquellos que cayeron en los primeros días de la invasión". Y destaca, sobre todo, su exaltación guerrera: "¡Qué cólera magnífica!, ¡qué chocar y rebotar, qué mítica pujanza tiene el asalto de las trincheras! y ¡qué ciego impulso de vida sobre el fondo de dolor y muerte! (...) La guerra tiene una arquitectura ideal que sólo los ojos del iniciado pueden alcanzar y está llena de misterio telúrico y de luz. En ninguna creación de los hombres se revela mejor el sentido profundo del paisaje y se religa mejor con los humanos destinos. Por la guerra es eterna el alma de los pueblos (...) Sólo la amenaza de morir perpetúa las formas terrenales, sólo la muerte hace al mundo divino... La Muerte es la divina causalidad del mundo".
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