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martes, 17 de junio de 2014
La PAEG y el amor (Crónicas desde la "indocencia")
¡Cuánta pasión había puesto en ese examen!, ¡cuánto amor!, seguro que los correctores se lo reconocerían.
Cuando leyó los temas del examen de Lengua se quedó igual que cuando su madre le preguntó por las vueltas del dinero que le había dado para la cena de Graduación. No se acordaba de nada, no es exacto, no sabía nada, porque nunca había leído ese tema, o eso creía. Ni siquiera durante el curso. Era el primer examen y se empeñó en sacarlo adelante, a pesar de su ignorancia. El texto del comentario parecía estar escrito en suajili y a la oración no se le veían los verbos. Se resolvió a solucionar el problema con una iluminación divina, esperó el fogonazo, y llegó. Diez minutos después de recoger el examen, comenzó a escribir sin pausa, como si conociera a Alberti, a Lorca y a Cernuda de toda la vida. Solo se acordaba de estos nombres, aunque también le sonaba Garcilaso, al que citaría en último extremo. Si no había escuchado mal, el amor era un tema que recorría cualquier época poética. Se centró en él y contó la obsesión que lo idiotizaba, su aventura con la muchacha que lo había rechazado cinco veces ese mismo año y que la noche de la Graduación lo había besado como quien descorcha una botella. Su impresión había sido tan traumática que desde entonces solo veía la lengua retorcida de la chica enredándose con la suya. No la había vuelto a ver desde esa noche. Le dijo que tenía que estudiar, no quería distracciones y después de diez largos días la vio aparecer entre los que esperaban la llamada del presidente del tribunal como un espectro salido del fondo de los libros. Quiso decirle algo, pedirle reclamaciones por las noches perdidas, por las noches en vela, por haber arrasado con su memoria y con cualquier otra idea que no fuera la de su boca absorbiéndolo como una bellísima aspiradora.
No podía hablar de otra cosa, cuando llegó la iluminación comenzó a escribir en los tres folios por las dos caras un poema sin rima en el que se desbocaba toda la pasión amordazada desde el día de la Graduación. Derramó tantas imágenes visionarias, tantas metáforas irracionales, tantas sinestesias, tanto verso libre que se sintió inmensamente satisfecho al ver los folios en blanco tintados con una pasión que lo llevaba acongojando más de diez días. Solo quedaba atinar con el autor: la iluminación parecía haber huido, agitó el bolígrafo con el azogue de un enajenado, golpeó el pupitre con él hasta que le llamaron la atención y se decidió por fin. Firmó el poema, el que le daría la nota necesaria para cursar la carrera..., ¿qué carrera?..., cualquiera que lo llevara junto a ella. Lo firmó, sin dudar, intentando imitar la rúbrica de un gran escritor: Alberti, no; Cernuda, tampoco, Lorca, menos; Garcilaso de la Vega, epígono (le sonaba bien esta palabra) del 27. Colocó una tilde de lujuria sobre la esdrújula mientras contemplaba la nuca de hielo de quien le había descorchado la desesperación.
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