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domingo, 18 de diciembre de 2016

"La impotencia y la inocencia" por Enric González


Habrá tal vez quien recuerde Heimat. Lo suyo sería no recordar esa película-serie, uno de los productos más celebrados de la industria audiovisual alemana, porque versaba sobre la memoria de un país y su director, Edgar Reitz, sostenía que lo más importante de la memoria son los olvidos. La serie, estrenada en 1984 y emitida por Televisión Española en 1988 y 1989, contaba la historia de un pueblecito del Rhin entre 1919 y 1982. En esa historia de la Heimat (un término alemán que abarca desde «patria» a «terruño») filtrada por la memoria, el auge del nazismo aparecía como una época vibrante y próspera y se reflejaba en la construcción de una autopista cerca de Schabbach, el imaginario e idílico pueblecito. De esos tiempos felices (1938) se pasaba a tiempos dolorosos (1943) en los que miles de jóvenes alemanes eran víctimas de la crueldad comunista en el frente ruso.
La tesis explícita, reiterada por Edgar Reitz, consistía más o menos en que los alemanes tenían buenos recuerdos (pasajes en color), malos recuerdos (pasajes en sepia) y unas cuantas cosas que se negaban a recordar. Cosas como Auschwitz. La tesis implícita podría resumirse con la palabra «impotencia». Las cosas pasaron sin que los alemanes pudieran resistirse. Los alemanes siguieron trabajando y se dejaron llevar. Los alemanes, en resumen, fueron inocentes,  y no tienen otra opción que borrar de su memoria colectiva unos horrores que les son ajenos.
Los episodios de Heimat saltaron por encima de 1942, el año en que murió Stefan Zweig, muy lejos de la heimat pangermánica. Ahora cuesta hacerse una idea de la celebridad de Zweig, que en los años veinte y treinta del siglo XX era uno de los escritores más populares de Europa. Si en una casa había un libro, era de Zweig. Y, sin embargo, Zweig se suicidó junto a su esposa en Petrópolis (Brasil) abrumado por la impotencia. Las fotos de los dos cadáveres abrazados, él con el nudo de la corbata escrupulosamente ceñido, siguen siendo conmovedoras.
El escritor dejó una carta en la que citaba la reciente caída de Singapur en manos japonesas como señal de que el mundo estaba condenado a la tiranía y él, una de las cabezas más cultas de su época, no podía ya hacer nada. Su última obra, más o menos autobiográfica, llevaba precisamente el título El mundo de ayer. Una reciente biografía (Las tres vidas de Stefan Zweig, de Oliver Matuschek) sugiere que Zweig temía que afloraran episodios de su pasado que le avergonzaban (nada terrible: actividades masoquistas y algún flirteo homosexual) y que, tras una vida sexualmente muy activa, soportaba mal su impotencia física.
Lo esencial, sin embargo, tuvo que ser la sensación de fracaso histórico. Nacido en plena edad de oro de Viena (1881), millonario y con raíces judías, intelectual y cosmopolita, enemigo de los nacionalismos y de las pasiones irracionales de las masas, convivió con el nazismo (fue libretista de Richard Strauss) hasta que en 1936 sus obras fueron prohibidas en Alemania. Entonces comenzó su exilio. Pero cualquiera que lea sus Momentos estelares de la humanidad entenderá que Zweig llevaba muchos años obsesionado con la pasividad, y la impotencia, del hombre decente. En el capítulo dedicado a las jornadas posteriores al asesinato de Julio César(44 a. C.), quizá los días más cruciales en la historia occidental, condena a Cicerón: justo, sabio, inteligente y dispuesto a morir para salvar la República, pero en último extremo incapaz de asumir su responsabilidad cívica y enfrentarse a los tiranos. En el capítulo dedicado a Waterloo, la impotencia se encarna en un hombre leal, eficaz y sin duda valiente, el mariscal Emmanuel de Grouchy: enviado por Napoleón a perseguir a los prusianos, se escuda en las órdenes recibidas para no acudir al campo de batalla, donde la presencia de sus tropas habría sido decisiva.
Para abundar en las obsesiones de Zweig resulta también recomendable su Castellio contra Calvino, conciencia contra violencia. Como es de esperar, vence el fanático Calvino.

Nuestros tiempos no son demasiado estelares, pero el material humano es el de siempre. Muchos se sienten impotentes ante lo que ocurre. Sobre la gran mayoría se podrá hacer, en algún momento del futuro, una serie como Heimat: no sabemos, no podemos, y ocurra lo que ocurra nos sentiremos inocentes.

martes, 13 de diciembre de 2016

"Alegato a favor de la explayación" por David Araújo


La primera intención era titular este artículo «Alegato a favor de la dilatación de los textos literarios, la sentencia larga y el discurso elaborado. Compatibilidad de la longitud del escrito con la amenidad del mismo», pero resultaría demasiado extenso, ahora que la brevedad se ha convertido en sinónimo de virtud y que parecemos estar seguros de que la concisión nos abrirá de par en par las puertas del cielo. Bendita concisión, siempre que sea fruto de la conveniencia o la necesidad y, sobre todo, de la libertad de elección. Lógico es huir del charlatán y necesaria la censura de la perorata tediosa. Pero tan criticable puede resultar el extender por extender el discurso como el reducirlo porque sí. Me irrita este entusiasmo por la síntesis, esta entrega incondicional a la reducción, este frenesí por lo corto. En definitiva, este dámelo ya.
Y me encrespa especialmente que esta cláusula de la brevedad se imponga en el lenguaje literario. Conocidos son los ejemplos con los que Machado criticó el retoricismo y la palabrería hueca del barroco. Claro que resulta ridícula, en casi todos los contextos imaginables, la construcción «los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa» para referirse a lo que pasa en la calle; u ofrecer a alguien una pera con un «Darete el dulce fruto sazonado del peral en la rama ponderosa». Pero postularse a favor de simplificar semejantes cachivaches gramaticales no puede servirnos de coartada para buscar la proclamación del Estado Universal del Laconismo en cualquier forma de comunicación.
Cuando escribimos disponemos de unos segundos adicionales, respecto a cuando hablamos, para elaborar el discurso. ¿Por qué molesta tanto que el emisor aproveche esta ventaja para permitirse mimar su modo de expresarse? ¿A qué viene ese empeño por menoscabar el esfuerzo dedicado a embellecer las palabras para convertirlas en algo más que meros códigos de comunicación? ¿Por qué no puede sacar partido el lector a ese plus temporal para recrearse en la comprensión, aunque sean más complejas las frases que ojea que las que percibe acústicamente? Esta incondicional exigencia de brevedad y sencillez al escritor podría llevarnos a inferir que el que lee pretende dedicarle poco tiempo a tan noble actividad haciendo el mínimo esfuerzo de comprensión; y yo quisiera pensar que la lectura es la mayoría de las veces un placer y no un trámite o una pose autoimpuesta.
Demos gracias a que Cervantes vivió hace cinco siglos, porque hoy se le hubiera presionado para que empezara el Quijote con algo parecido a «Ocurrió en la Mancha. No tengo un buen recuerdo de aquel lugar. Allí vivía un hidalgo». Y es que necesitamos abarcar con la mirada fragmentos cuya longitud nos permita columbrar signos de puntuación (preferiblemente los redonditos) en lo escrito. Son nuestro balón de oxígeno. Inconscientemente miramos de reojo para cerciorarnos de que un punto y seguido alentador está cerca. Amigos de la frase corta, treinta y tres palabras tardó Miguel de Cervantes en escribir el primer punto y seguido en su novela de novelas. El núcleo del sujeto de su primera frase —«hidalgo»— no aparece hasta después de la mitad de la oración, cuando la mayoría de los lectores actuales ya se han desorientado por no disponer de una palabra que le sirva como báculo y brújula para peregrinar por ese laberinto literario, un verdadero entuerto a desfacer. «Pero entonces bailaban por las calles como peonzas enloquecidas, y yo vacilaba tras ellos como he estado haciendo toda mi vida, mientras sigo a la gente que me interesa, porque la única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas». ¿Quién osaría recriminar a Kerouac la utilización de casi un centenar de términos sin que haya un solo punto entre ellos? Y, próceres utilitaristas, hostiles a la anáfora y a otros recursos literarios con fines estéticos, decidme: ¿tan inoportuna os resulta la continua repetición de palabras como «loca» o «gente» en este texto? ¡Ah, la repetición, esa villana del estilismo, que tiene en la redundancia su máxima expresión de la mediocridad literaria! Especialmente desde que hemos aprendido la palabra «pleonasmo» nos dedicamos a señalar de manera acusadora toda agrupación de vocablos con indicios de reiteración. Yo nunca me enamoraría de una redundancia, pero la compadezco por la condición injusta de paria a la que la hemos abocado.
Por supuesto que lo conciso puede ser bello. Pero algo es bello por ser bello, no por el simple hecho de ser conciso, y algunas veces lo hermoso armonizará con lo breve y otras con lo extenso. Aludíamos a la archiconocida primera frase de el Quijote, pero hay también comienzos escuetos dignos de ser gozados, como el que nos regala Rafael Sabatini en Scaramouche: «Nació con el don de la risa y con la intuición de que el mundo estaba loco. Y ese fue todo su patrimonio». ¿Qué más se puede añadir a esto o al sublime principio de Lolita, un monumento a la sucesión de frases cortas bien hilvanadas? Qué efecto tan maravilloso producen los sucintos versos de Salinas «Tus besos son ofrecerme los labios para que los bese yo», pero también qué placenteramente larga resulta la definición de «tu boca» de Cortázar en su Rayuela. Qué inspirador es El Principito y con qué amargura puede uno darse cuenta de que ha llegado a la última de las más de mil páginas de Fortunata y Jacinta, el otro gran «Quijote» de nuestra literatura, porque querría que le quedasen todavía otras mil para seguir entre los Arnaiz-Santa Cruz.
Más allá de los debates sobre el número de páginas de los libros o de la exaltación de la frase corta en la literatura, esta tendencia tiene una mayor repercusión en la «otra literatura»: los artículos periodísticos, los blogs, los correos electrónicos o las respuestas de los exámenes. No tengo nada que objetar a los límites establecidos, y justificados, en función del tiempo o del ahorro económico, por ejemplo cuando hablamos del gasto de papel. Pero no se me negará que subyace la idea de que el lector prejuzga un texto por su extensión antes de empezar a leerlo y, aunque disponga de todo el tiempo del mundo y el coste monetario derivado de la impresión le sea indiferente, su predisposición será mejor cuanto menos espacio ocupe.
La exagerada buena reputación de lo breve en lo escrito es el reflejo de esta ansia universal por palparlo todo aunque sea a costa de no pararse a acariciar nada. Ocurre cuando viajamos, como bien expuso Gila en una de sus más famosas disertaciones sobre esos tours frenéticos por diferentes lugares del mundo. Hoy el objetivo es hacerse el selfi —una especie de ritual equiparable al de poner la bandera— en todos los lugares posibles. Es la filosofía del picoteo de las experiencias. Recuerdo una conversación con un amigo en la que contabilizábamos los países que habíamos visitado e intentábamos poner un requisito restrictivo: ¿se tenía en cuenta una simple escala en un aeropuerto; atravesar un país por carretera cuando vas rumbo a otro; valía con hacer noche aunque apenas vieras el lugar a la luz del día…? Él decía que solo se podían contar los sitios en los que hubieras hecho de vientre. Lo consideré un argumento ridículo, pero ahora me apropio de su razonamiento para darle un sentido metafórico: los lugares hay que digerirlos. Las cosas no se han de hacer siempre para conseguir cuanto antes el resultado previsto. ¿Por qué las pipas peladas no han llegado a desplazar a las que vienen con cáscara? Este es el mejor ejemplo de que recrearnos en los procesos, aunque se retrase el resultado, puede también proporcionar satisfacción.
Y aunque, como hemos apuntado, la concisión tiene más razón de ser en la comunicación oral que en la escrita, digo yo que tampoco hay por qué fomentar esa especie de apremio para que el que está hablando termine de hacerlo cuanto antes. Cada vez lo paso peor cuando veo en la televisión o escucho en la radio una entrevista. Me pone nervioso la actitud de urgencia que el entrevistador muestra hacia el entrevistado, que ha de tener la sensación tan pronto como abre la boca de que está molestando. Ya puede ser una señora con un cáncer terminal la que esté comentando su angustiosa situación, que habrá un periodista interrumpiéndola y azuzándola para que acabe las frases cuanto antes. Pareciera que el riesgo de tedio resultara un asunto más delicado que el desahogo de una persona enferma y que hubiera que ser especialmente cuidadoso con lo que se va a decir para que el que escucha (verbo optimistamente empleado) no se aburra.
Si buscamos la forma precisa, exacta y concreta de expresarnos acabaremos todos diciendo lo mismo. Y cuando hablamos no solo enviamos un mensaje con lo que decimos; el cómo lo decimos es otro mensaje, que muchas veces habla de nosotros mismos, de nuestro estado de ánimo, de nuestra forma de ver la vida y de nuestra actitud hacia los demás. En resumen, hablando nos definimos y nos realizamos, y podemos hacer ostentación de la capacidad que mejor nos singulariza como seres humanos, como homo loquens que somos. ¿Sabéis quiénes practican una perfecta concisión en su forma de comunicarse? Las abejas. Unos cuantos bailes para guiar a sus congéneres hacia la fuente de alimento es todo lo que necesitan, en materia de transmisión de información, para sobrevivir: la danza en círculo y la danza de la cola es todo lo que tienen que «contarse». Otros que también se muestran poco amigos de los ripios y van al grano son los cercopitecos, primates que emiten unas precisas señales de alarma especializadas en función del grado de peligro por el que se ven amenazados. Y como los cercopitecos no pueden estar equivocados en este ejercicio de la concisión, en este hermetismo de la sencillez, yo os pido que, en caso de incendio, evitéis oraciones como «hay flamígero elemento que pone en riesgo la existencia de los presentes, por ello se hace menester huir» y os concentréis en ser precisos para alertar. Poned toda la atención en que la única palabra que tenéis que gritar, «¡fuego!», sea entendida, sin adornos. Pero si os pregunto «¿qué tal te va la vida?» sabed que, al menos en lo que a mí respecta, sois muy libres para responder tanto con un «bien», «mal», «sin novedad» o para, si el ánimo ese día os incita a ello y yo no tengo nada urgente que hacer, contarme todos y cada uno de ingredientes con los que habéis cocinado el pato laqueado.
Hablemos sin tantas restricciones y relajemos los corsés a los que nos somete el imperio de la brevedad, cuando este deriva de la dictadura de la prisa y no de la del buen gusto; no excluyamos deliberadamente nada, ni aceptemos deliberadamente nada, como decía Neruda en su defensa de una poesía impura como un traje, como un cuerpo, con manchas de nutrición y actitudes vergonzosas, con arrugas, observaciones, sueños, vigilia, profecías, declaraciones de amor y de odio, bestias, sacudidas, idilios, creencias políticas, negaciones, dudas, afirmaciones, impuestos. En definitiva, no coartemos la libertad de expresión, expresión (valga la repudiada redundancia) que utilizamos de manera poco precisa.

(1) Y tanto que necesita un alegato la explayación. Para empezar, la RAE —que sí contempla «concisión», «brevedad» o «concreción»— no reconoce este sustantivo, aunque sí el verbo explayar.

lunes, 12 de diciembre de 2016

"En las profundidades del bosque alemán" por Sergio Molina


«Voces de una amabilidad indescriptible me hablaron desde arriba, desde los árboles: “No llegues a la oscura conclusión de que todo cuanto hay en el mundo es duro, falso y malvado. Ven a vernos a menudo; al bosque le gustas. En su compañía encontrarás salud y buenos ánimos de nuevo, y abrigarás más elevados y preciosos pensamientos». El escritor Robert Walser daba cuenta de este singular paseo berlinés en uno de sus artículos publicados en la prensa alemana y recogidos en el libro Berlin Stories. A Walser, que sería internado en un psiquiátrico años más tarde, pasear por el bosque le apaciguaba el alma. El silencio y la presencia imponente de los árboles, como columnas, «como en el interior de un templo», le transmitían la paz y serenidad que no parecía encontrar en otras partes. Que apareciera muerto en un campo helado el día de navidad de 1956, tras un paseo por el bosque cerca de su psiquiátrico de Herisau en Suiza, no deja de ser un oscuro y poético desenlace. El bosque, en Alemania, arroja luces y sombras. Alimenta mitos, rinde leños a las leyendas contadas al calor de las hogueras y acompaña con su frondosidad la turbulenta historia del país. En pocos sitios puede tomarse mejor el pulso de la historia y el mito alemán que en las profundidades del bosque.

La emboscada de Teutoburgo
Deutschland? Aber, wo liegt es? Ich weiss das Land nicht zu finden
(¿Alemania? ¿Pero dónde está? No sé dónde encontrarla)
Se lo preguntaba Schiller, retóricamente o no, en uno de los poemas recopilados en Xenien, junto a Goethe. No era una pregunta gratuita, pues la Alemania de entonces era un territorio históricamente «desgarrado y dividido», en palabras de Hölderlin; dividida en unidades políticas de distinto tamaño y complejas lealtades, como las múltiples partes de un puzle imposible; desgarrada por los contratiempos europeos; y unida, tal vez, con el idioma como única brújula de un destino común. En ese contexto, tal vez la pregunta más acertada, entonada al ritmo de las canciones patrióticas, la formuló Ernst Moritz Arndt: «¿Qué es la patria alemana? ¿Es Prusia? ¿Es Suabia? ¿Es el Rin, donde florece la vid?». Para remontarse a los mitos fundadores de la nación, hay que viajar lejos, adentrarse en la maraña del tiempo y la espesura de los campos, donde crecen los árboles a voluntad.
«Los árboles son santuarios», asegura Hermann Hesse en su libro Árboles: poemas y reflexiones, «aquellos que sepan cómo hablarles y escucharles, encontrarán la verdad». Si los árboles del bosque de Teutoburgo hablaran, contarían la historia del intrépido guerrero Arminio —rebautizado con el germánico nombre de Hermann en crónicas posteriores— que se enfrentó a las legiones de Roma en el año 9 a. C. Era la primera vez que los árboles se ofrecían como escenario para la forja del mito alemán. Como recuerda el exdirector de la Galería Nacional de Londres, Neil MacGregor, en su libro Memories of a nation, «en el bosque de Teutoburgo hay coníferas, hayas y robles. Es inmenso, verde y denso, aterrador y oscuro, con confortables cabañas de madera y alarmantes animales salvajes. Si uno se pierde, tal vez no vuelva a ser visto nunca más». Precisamente de la espesura del bosque se sirveron Hermann y sus guerreros con el objetivo de frenar el avance de los soldados del general Quintus Varus. Allí murió el general, de hecho, emboscado él y sus tres legiones por aquellas tribus salvajes de las que antes había llegado a decir que «nada humano tenían salvo la voz y las extremidades». Según Will Vaughan, profesor emérito del Birbeck College de Londres, «cuando Hermann derrotó a los romanos en el bosque de Teutoburgo, fue casi como si el bosque hubiera estado de su lado». El bosque se erigía así en un personaje más de la historia y la leyenda, usurpando incluso el papel protagonista, como la isla de Perdidos jugando con los destinos de sus desorientados supervivientes. Tal es el impacto de Teutoburgo que sus huellas sobrevivirían al paso de los años, cabalgando los siglos hasta hacerle sombra al nazismo. De este modo, la desolación causada por el bombardeo de las ciudades alemanas durante la Segunda Guerra Mundial se convertía en «el resultado definitivo de esta nueva batalla del bosque de Teutoburgo, que deja grandes extensiones de ciudades alemanas en ruinas», a ojos de W. G. Sebald, en Sobre la Historia Natural de la Destrucción.

Noche y Niebla; Tormenta e Ímpetu
La importancia del bosque le debe mucho a la mitificación que vino de la mano del romanticismo alemán, a finales del siglo XVIII; un romanticismo que proporcionó refugio sentimental a escritores y poetas alemanes ante el imparable avance de las tropas napoleónicas, mientras las tropas de liberación alemanas se refugiaban literalmente entre los árboles. Lo atestigua el cuadro En el puesto del centinela, del pintor Georg Friedrich Kersting en 1815. «¿Dónde está nuestra patria ahora que los franceses se ciernen sobre nosotros?», parecía preguntarse la confusa nación. En un tiempo en el que Francia lucía fuerza y centralismo, el antiguo Sacro Imperio Germánico parecía un amasijo de hierros a los pies de los caballos. La reacción a este complejo de inferioridad alemán, patente en distintos momentos de la historia europea, se serviría de las armas que les ofrecía el romanticismo: una introspección tendente a la melancolía, la exaltación de un pasado que nunca sucedió como tal y el cobijo del carácter nacional a buen recaudo bajo la sombra de un roble. El roble constituye, de hecho, la unidad de medida básica en la larga relación entre el bosque y el pueblo alemán. Para Will Vaughan, el roble ha estado siempre en su imaginario colectivo, como símbolo de fuerza y resistencia, ya fuera contra los romanos o contra Napoleón. Hasta el punto, como recuerda MacGregor, de que las hojas de roble aparecieron, no solo en la condecoración prusiana de la Cruz de Hierro otorgada por Prusia en 1813, sino también en las monedas de la Alemania posterior al nazismo. El cuadro del pintor Caspar David Friederich, El árbol solitario, es otro testigo de esta incondicional relación.

El romanticismo ha sido siempre en Alemania un arma de doble filo. Esta tesis no es nueva, pero pocos la ilustran con tanta brillantez como el filósofo y ensayista Rüdiger Safranski en su libro Romantik, en el que traza una sombría línea genealógica que une a Hölderlin y Hitler como vástagos del mismo padre. Sturm und Drang! Nacht und Nebel! (¡Tormenta e Ímpetu! ¡Noche y Niebla!). No, no se trata de los hechizos del último libro de J. K. Rowling. Estas dos fórmulas, puestas de lado, ilustran las dos caras del Romanticismo: la primera corresponde al nombre del movimiento artístico que lo precedió y con el que se pretendía dar una respuesta a la Ilustración francesa mediante un viraje de la razón hacia los sentimientos; la segunda, extraída de uno de los diálogos de El Oro del Rin de Richard Wagner, fue la fórmula eufemística con la que se conoció la orden del Tercer Reich, en 1941, de eliminar a todos los oponentes políticos del nazismo en los territorios ocupados. La sombra de Wagner y sus nibelungos del bosque, como la de Hitler, está siempre presente cuando la épica chispea al calor de las hogueras.
También junto a la hoguera, los hermanos Grimm fueron otros de los que protagonizaron largas noches con el bosque como telón de fondo. Blancanieves Hansel y Gretel son solo algunos de los cuentos que transcurren allí y que marcarían la adolescencia de generaciones enteras de alemanes. Los cuentos de los Grimm —que editaban además una revista cultural llamada Altdeutsche Wälder (Bosques alemanes antiguos) y en la que recopilaban las costumbres alemanas— cobraban, como la historia de la nación, una tonalidad u otra en función de la misión a la que servían. En los hogares burgueses, los cuentos de los Grimm se leían al abrigo de una manta y una chimenea, en un entorno confortable y apacible, mientras la cálida voz de la madre acompañaba a su hijo como guía en esas primeras ediciones, más oscuras, todavía sin el filtro de Disney. Los cuentos, sin embargo, hallaron también a unos admiradores inesperados en los nazis, que veían en sus escenas una fuente para curtir el espíritu nacional de las generaciones venideras.
Como recuerda Christopher Hitchens en su ensayo Imagining Hitler sobre el Führer —su sombra planeando de nuevo—, «[su] película favorita era la versión de Disney de Blancanieves y los siete enanitos, su actriz favorita Shirley Temple y, musicalmente, prefería la opereta kitsch». Hitler, además de su predilección por Wagner y las boscosas aventuras de los Grimm, decidió instalar su residencia de verano en lo alto de la localidad de Berchtesgaden tras ver el cuadro Der Watzmann de Caspar David Friedrich; un paisaje con los alpes bávaros de fondo, alzados sobre una esplendorosa masa verde. Los nazis se veían a sí mismos como hombres de los bosques, frente a los judíos, un pueblo que venía del desierto. Y si el bosque dejó su huella en el nazismo, el nazismo también dejaría su huella en el bosque: en 1938, los nazis se internaron en un pinar frondoso de la región de Brandenburgo, abrieron la masa forestal trazando una forma irregular y plantaron hileras de alerces, una especie de árbol nórdico de amarillo intenso. Como en una especie de ofrenda a los dioses, la forma y el color trazado por los nuevos árboles conformaba una esvástica enorme que solo podía verse desde el aire. No fue hasta 1992 que se descubrió.

La mitificación de la masa arbórea va más allá de Wagner, Hitler o los Grimm. Elias Canetti aseguró una vez que si bien «el ejército era el símbolo de masas alemán, el ejército era algo más que un simple ejército: era un bosque andante». Es difícil no acordarse en este momento de Walser y Hesse conversando con los árboles, como si se tratara de los ents de Tolkien o el bosque de Macbeth.

El Caminante
Brujas y hechiceros, troles y espíritus no tienen lugar aquí; Fausto y Mefistófeles ya no deambulan alrededor […] hay postes y letreros marcando los kilómetros para cualquiera que quiera ir de Schierke a Elend […] El misterio se ha desvanecido y, con ello, la inquietud, la inspiración.
Las anotaciones corresponden a uno de los viajes a las montañas del Harz de Cees Nooteboom, eterno candidato al Nobel con el permiso de Murakami, en su libro Roads to Berlin. Nooteboom, que hace gala de un lirismo que en la literatura de viajes solo ha sido igualado por Colin Thubron o Jan Morris, se lanzó a recorrer la célebre cordillera siguiendo los pasos literarios y vitales de Goethe; literarios, porque allí, en la alta montaña del Brocken, Goethe recordó en Fausto cómo las brujas se reunían cada 1 de mayo en la ladera de la montaña, inaugurando una tradición alemana que se ha celebrado hasta hoy —celebrada por el ciudadano, no por las brujas, entiéndase—; vitales, porque el propio Goethe, cuya capacidad multidisciplinar está más que probada, se lanzó a recorrer estos parajes, en su calidad de jinete, de escritor, de apasionado por la geología y hasta de alto oficial de la corte de Sajonia-Weimar-Eisenach. Nooteboom, por su parte, no pudo más que echarse la mochila al hombro en calidad de ser humano, seguir su ejemplo y adentrarse en el camino: «Los bosques son buenos para el alma y tengo la imagen de los viajes de Goethe en el ojo de mi mente». El paisaje que encontraría, sin embargo, distaría mucho de ser tan mágico.
La figura del caminante, reflejada en el concepto del Wanderung o excursión a pie, tiene una larga tradición en la cultura alemana; desde los clásicos de la literatura (Heine, Fontane, Hessel, el propio Walser) hasta la pintura (de nuevo Friedrich con el célebre El caminante sobre el mar de nubes) pasando por el cine (Werner Herzog recorrió el trayecto entre Múnich y París para visitar a una amiga enferma), el caminante está anclado, junto al paisaje boscoso, en el imaginario colectivo. En su libro Keeping up with the germans, el corresponsal de The Guardian en Alemania, Philip Oltermann, que vivió gran parte de su vida en Inglaterra, ahonda en las peculiaridades de esta costumbre alemana y en las diferencias con la aproximación inglesa. Según Oltermann, mientras los ingleses utilizan la expresión «we are going to the country for the weekend» (vamos al campo este fin de semana), los alemanes optan por la fórmula «wir gehen in die Natur/ins Grüne» (vamos a la naturaleza/vamos al verde), lo que en su traducción al castellano tiene una connotación mucho más poética y abstracta. Sin embargo, no es una divergencia conceptual sino empírica. Para Oltermann, la actitud de los ingleses hacia «el campo» siempre ha sido muy diferente a la alemana. «El rasgo definitorio de Gran Bretaña no es su paisaje, sino las masas de agua junto a sus orillas. Cuando los británicos cuentan historias sobre ellos, miran al mar y a sus ríos». Desde los poemas de William Wordsworth dedicados al río Támesis («Upon Westminster Bridge»), pasando por los cuadros de Turner, hasta las legendarias aventuras de ultramar (desde Drake a Joseph Conrad), el ruido del oleaje sustituye en el colectivo inglés al ruido de las hojas sacudidas por el viento.

Probablemente mucho tenga que ver en ello, no solo la situación geográfica —Ignacio Peyró recordaba a J. G.Ballard hablando de las islas como «un estado del alma»— sino también la limitada presencia de masa forestal en el paisaje insular. El hecho de que Gran Bretaña tuviera que importar madera desde fuera —la del Imperio era considerada entonces de mala calidad— y la reina Victoria contratara a tres expertos forestales alemanes como asesores (uno de ellos establecería el primer Instituto Británico Forestal) ilustra hasta qué punto no había comparación en materias madereras. Ni que decir tiene que, a diferencia de Gran Bretaña, la masa forestal en Alemania no solo no se había visto amenazada por el crecimiento demográfico o la ganadería, sino que se había mantenido estable en un 30% del total del territorio, lo que más tarde explicaría la notable evolución del partido Los Verdes en la arena política nacional.
«La costa es el lugar al que, en la imaginación inglesa, la nación marcha a combatir a sus enemigos y a recargar sus baterías», asegura Oltermann. El joven Patrick Leigh Fermor, sin embargo, no zarpó para combatir a nadie. El escritor británico, un prodigio de la literatura de viajes, abandonó las islas en 1933 para lanzarse solo a la aventura. Los ecos de Schiller («¿Alemania? ¿Pero dónde está? ¡No sé donde encontrarla!») también debieron resonar en su cabeza mientras el barco de vapor surcaba las olas, dejando el Puente de la Torre al fondo, abandonando el cauce del Támesis y adentrándose en el continente. ¿Existiría realmente aquella Alemania reflejada en las hojas y los cuadros? ¿Aquellas colinas frondosas pobladas de enanos como los de las óperas de Wagner? ¿Existiría realmente el Wels, el Kraken, el Grendel del Danubio?

Cuando Leigh Fermor por fin pisó Alemania, desplegó el mapa, alzó la vista y suspiró:
¡No hay más que ver lo que les sucedió a las legiones de Quintilio Varo a ciento sesenta kilómetros al noreste! Eran aquellas unas regiones inciertas, en absoluto similares a las riberas del brillante Rin: la Frigund del mito alemán, una espesura que proseguía al cabo de dos meses de viaje y el acoso, cuando los unicornios desaparecieron para ocupar su lugar en la fábula, de lobos, alces, renos y bisontes europeos. Cuando llegó la Edad Media no encontró luces que extinguir, pues ninguna había brillado jamás allí.
Más tarde, durante el camino, Fermor surcaría el río junto a los riscos que se ciernen sobre el Rin, allí donde la leyenda de Lorelei, como la de las sirenas del ancho mar, llevaría a los marineros a su perdición; allí donde, según Wagner y los cantores de antaño, el oro del Rin aguardaba a su nibelungo. Lejos le quedaría el Walhalla, el templo erigido en honor a los grandes héroes de la nación alemana, a las afueras de Regensburg, en Baviera; o la cueva de Barbarroja, en Sachsen-Anhalt, en la que, según la leyenda, el antiguo emperador espera que, cada mil años, un cuervo irrumpa en las profundidades de la cavidad para informarle de que Alemania ha sido unida por fin. El mismo cuervo, tal vez, que aparece solitario en el cuadro de Caspar David Friedrich, El cazador en el bosque.
Herfried Münkler, profesor de la Universidad Humboldt de Berlín, asesor de Merkel y autor del libro Los alemanes y sus mitos, recuerda el filo hilo que une el mito y la realidad cuando señala que Hermann Göring comparó la derrota del ejército nazi en Stalingrado con la quema del Hall de Etzel en El anillo del Nibelungo de Wagner; a su vez, la infame teoría de que los judíos estuvieron tras la Puñalada por la espalda, evoca al Sígfrido cuyo único punto débil en el cuerpo era, precisamente, allí dónde la sangre del dragón no le había hecho invulnerable: en la espalda. Así es la historia en Alemania. Un lugar en el que realidad y leyenda se trenzan a lo largo de los tiempos: para dar esperanza a una nación desorientada ante Napoleón; para llenar de épica las mochilas de los hombres echados a caminar; para llevar a la civilización entera a un Teutoburgo total. «La gente que sufre gusta de visitar los bosques», escribió una vez Robert Walser tras uno de sus innumerables paseos. «Para ellos es como si el bosque sufriera con ellos en silencio, como si este comprendiera cómo sufrir y estar tranquilo y orgulloso en su sufrimiento».

martes, 6 de diciembre de 2016

"El País" y "El Mundo" suspenden en comprensión lectora


Nuevo informe PISA y en las cabeceras de nuestros periódicos nacionales se recogen los resultados en el mismo tono de siempre. Según mi parecer, el dichoso informe no es más que un recurso estadístico para equiparar la educación con un mundial de fútbol y elaborar así clasificaciones de países que tanto gustan a los periódicos y al público en general. Hace años, en un reportaje que elaboramos sobre los ejercicios de PISA, comprobamos que, para valorar la comprensión lectora, los alumnos no debían escribir nada, solo responder a unas preguntas tipo test. Sería demasiado costoso corregir redacciones y comentarios de texto y, además, no es necesario. Porque el objetivo último del informe PISA es extraer con facilidad unos números para plasmarlos con escándalo en los medios de comunicación. La fiabilidad de estos datos para evaluar el estado de la enseñanza nos pareció nula. El análisis de un sistema educativo no se puede reducir a unas simples tablas estadísticas basadas en ejercicios desprovistos de fundamento.
Y el hecho de que este tipo de clasificaciones no tengan demasiado sentido no obsta para constatar que en nuestra enseñanza fallan muchísimas cosas: la metodología, la formación del profesorado, el apoyo de los padres, la Administración... Es incuestionable. Y habría que ejercer la crítica en cada uno de estos aspectos con estudios de mayor calado.
Lo que me parece pueril es que salga este informe y los periódicos nacionales le dediquen su cabecera y ¡de qué manera! Según esa clasificación mundialista, España está en la media de la OCDE, hemos progresado en lectura y estamos igual en ciencia y matemáticas. Pero a los medios lo que le interesa es la sangre, la carnaza y titulan así sus artículos: "Asia consolida el podio en educación" ("El País"); "Los alumnos españoles de 15 años están a un curso escolar de los de Finlandia en el informe PISA" ("El Mundo"). Bien, "El País" trata a la educación como si de una carrera de trotones se tratara y "El Mundo" incide en la distancia con Finlandia, cuando países como Reino Unido, Francia o Dinamarca están igual que nosotros. Se ha progresado en lectura y estamos mejor situados que en 2012, pero estos titulares no venden periódicos. Conclusión: como me dicen poco estas clasificaciones (ya sean positivas o negativas), me centro en el análisis que de ellas hacen estos dos medios.
Una vez revisados los datos, la consecuencia es evidente: o los periodistas de "El País" y de "El Mundo" no han sabido leer las cifras o, si lo han hecho, hay mucha demagogia o populismo en sus titulares. Nuestros periódicos son populistas, sí, y poco reflexivos. Es perentoria una labor de afianzamiento de la comprensión lectora dirigida a los que dictan titulares de periódico (y todavía no han aparecido los columnistas que tienen en la yugular de la educación un alimento diario). Si las empresas que los dirigen no pueden pagarles una escuela finlandesa, en la pública los acogeremos con gusto.

domingo, 4 de diciembre de 2016

"Amar por ver amar" por Marcos Ordóñez


Álvaro Tato, que firma la versión de El perro del hortelano en la Comedia, habla de Billy Wilder. A mí me hizo pensar en Preston Sturges, en la rueda enloquecida y cínica de Un marido rico, desde el caos nocturno del comienzo, cuando Teodoro y Tristán soliviantan la casa de Diana. Y pensé también en aquella Fausse suivante que montó Chéreau en 1985, con Jane Birkin, Didier Sandre y Michel Piccoli, agitándose en un caldero de engaños y desdenes. ¿Lope anticipa a Marivaux? No es la primera vez que lo pienso ni soy el primero que lo dice. Elegancia formal, turbiedad moral. El amor que teme mostrarse, las maquinaciones que genera. Las barreras sociales y el anhelo de saltarlas. La condesa Diana (Marta Poveda) desea a su secretario Teodoro (Rafa Castejón) al verle deseado por la criada Marcela (Natalia Huarte). Teodoro planta a Marcela tan pronto olfatea el deseo de Diana (y la posibilidad de trepar: “O morir en la porfía o ser conde de Belflor”). Marcela promete amores al criado Fabio (Álvaro de Juan) para vengarse de Teodoro, al que sigue amando. Y el conde Federico (Pedro Almagro) y el marqués Ricardo (Paco Rojas), aspirantes al corazón de la condesa, encargan la muerte de Teodoro, su rival. La cosa no acaba en tragedia porque Lope no lo quiere. Las sirvientas Dorotea (Alba Enríquez) y Anarda (Paula Iwasaki, en alternancia con Nuria Gallardo) parecen las únicas sensatas, pero no les dan mucho papel.
¿Cómo conseguimos interesarnos por esta detestable peña? Por la fuerza de sus pasiones, que les sobrepasan. Por la distancia entre lo que dicen y lo que sienten. Y por el modo en que se percatan de sus sentimientos. Todo ello tiene una enorme potencia teatral y permite una fenomenal gama interpretativa. Mi escena favorita, ultrasofisticada, es un bombón francés con una doble almendra shakesperiana en el centro: Diana y Teodoro se narran mutuamente sus deseos ocultos bajo el intercambio epistolar de una amiga a su amado. Dos sonetos: el envoi de la condesa y el retorno del secretario. Los sonetos cumplen aquí (y, en general, en la comedia palatina) la función de apartes reflexivos, como las canciones en un musical bifronte: libreto frívolo, cantables amargos. Sonetos como perlas en un generoso collar de redondillas, romances, octavas: pura fiesta del lenguaje. Fiesta con fiesta se viste. La escenografía de Sánchez Cuerda, cercana a la de La vida es sueño que también montó Pimenta: un palacio desnudo, con múltiples puertas que rozan el vodevil; el lujoso vestuario de Moreno y Garrigós; las luces de Gómez Cornejo. Todo delicadísimo, detenido a un paso del exceso. Y es buena idea llevarlo al Nápoles dieciochesco: vale, quizás no sea imprescindible, pero realza la anticipación de Lope y traza puentes con la atribulada comedia de boudoir (y de bulevar) que vendrá.
La puesta del clásico exhala ritmo, donaire, complejidad, alegría. Las escenas se encadenan, pisándose los talones, trazando sucesivos torbellinos, cuerpos y voces sacudidos por el vendaval de la pasión. A veces, para mi gusto, la velocidad es un poco mareante, pero los actores echan el freno a tiempo, con el virtuosismo de unos funámbulos verbales. Dan ganas de ver una y otra vez la función (o de atesorarla filmada) para apurar todos los matices de decir y encarnar el verso.
Muy bien y muy conjuntado todo el reparto, en el que destaca el cuarteto protagonista. Poveda y Castejón sirven aquí, para mi gusto, sus mejores trabajos. Marta Poveda está volcánica, enorme. Su gran reto y su gran logro es hacer próxima y vulnerable a un ave rapaz. La miraba y veía un juego de espejos, cambiando a cada giro. Veía a Lizzy Caplan en Masters of sex, adulta feroz y niña desarmándose ante sus propios tropiezos. La escuchaba, con esa voz divinamente oscura, y pensaba en la donna della voce rauca que inflamó a Pavese. Si no es gitana merecería serlo: cuánto poderío y cuánto arte.

Rafa Castejón es un actor al que siempre cuesta reconocer, de puro transparente. Rostro neutro, cambiante, enigmático, en el que se pintan todos los colores de la pasión. Un orfebre disfrazado de artesano. Nunca ensucia el trazo, nunca revela demasiado: naturalidad, limpieza y misterio son sus principales bazas. Natalia Huarte es una Marcela luminosa y clara: me gusta verla desde que la “descubrí” en La noche toledana. Joaquín Notario es Tristán, un Trivelin napolitano, pícaro fabulador y falso matasiete. Consigue hacer simpática la escena en la que engaña a un pobre viejo, el conde Ludovico (Fernando Conde, de la mejor vieja escuela), persuadiéndole de que ha encontrado a su hijo perdido. Una pega, con todo mi respeto a Alberto Ferrero, que encarna al amor ciego: creo que le han encomendado un rol innecesario.

domingo, 27 de noviembre de 2016

"Un ser puro" por Manuel Vicent


La mujer adúltera permanecía arrodillada en medio de un círculo de fariseos airados y cada uno de ellos tenía una piedra en la mano. Según la Ley de Moisés esa mujer debía ser lapidada como castigo a su pecado y así estaban dispuestos a hacerlo aquellos fariseos cuando en ese momento vieron que se acercaba un joven profeta al que tentaron con estas palabras: “Dinos, maestro, si debemos ejecutarla, como manda la Ley de Moisés, o perdonarla”. Por toda respuesta el joven profeta en silencio se puso a escribir en tierra con el dedo unos signos misteriosos y sin volver el rostro dijo: “Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”. Y luego siguió escribiendo en el polvo hasta completar su sentencia. Los fariseos comenzaron a hurgar en su conciencia y todos excepto uno encontraron en ella algún motivo para sentirse culpables de pecados cometidos en el pasado, así que dejaron la piedra de lado y se fueron alejando. Pero hubo uno que permaneció frente a la adúltera humillada porque se sentía puro, libre de culpa, propietario de la verdad absoluta y con autoridad suficiente para ejecutar el castigo. Lleno de ira levantó el brazo y descargó la piedra sobre la mujer adúltera. Los exégetas han discutido hasta la neurosis qué clase de enseñanza pudo haber escrito el joven profeta sobre el polvo, que fue de inmediato disuelto por el viento. Pudo, tal vez, haber escrito este duro pronóstico: a lo largo de la historia la figura de ese fariseo falto de piedad adoptará diversas formas teológicas, morales y políticas, de modo que adondequiera que vayas habrá un inquisidor que podrá acusarte contra toda justicia, un juez de la horca decidido a condenarte sin pruebas, un fanático dispuesto a degollarte. En cualquier caso siempre será el mismo personaje: alguien que se cree puro, exento de culpa y por eso mismo incapaz de perdonarte.