miércoles, 30 de marzo de 2022

Mi opinión sobre la huelga de transportistas

Uno de los camiones que más me ha impresionado de todos los que he visto por esas carreteras del mundo fue aquel en el que destacaba el siguiente lema: "LA MÁKINA DEL AMOR", así, en letras mayúsculas sobre el parabrisas, en tipografía roja fuego. La puerta del conductor la adornaba una muchacha espectacular en paños menores y con la lengua fuera. Ayer mismo, después de la vuelta del transporte pesado, tuve la oportunidad de disfrutar de otro camión si cabe más estremecedor que el anterior. Estaba dedicado al transporte de animales y en su parte trasera había una gran fotografía donde dos lechoncitos sonreían alegremente sentados en un aula antigua con pupitres de madera. ¿Puede haber algo más enternecedor? La imaginación vuela y se te va a esos lechones recién sacados del horno, engrasados, apetitosos y vestidos con babero de rayas. ¿Dos lechones o dos tiernos niños de ocho años?, qué importa, ahí está la gracia y el arte publicitario de esa fotografía gigante. Por favor, no paréis más, no nos privéis del arte naïf de autovía.  

"Elogio de los libros que odias a los 15 años" por Javier Rodríguez Marcos




1 El futuro siempre tiene razón. Y dice: alguien de 75 años puede hacer una transferencia en un cajero automático, pero alguien de 15 no puede leer un texto escrito en su propio idioma.

2 Prueba de examen: A. “Te quiero ride como a mi bike / hazme un tape modo spike / yo la batí hasta que se montó / segundo es chingarte / lo primero Dios”. B. “El amor faz sotil al omne que es rudo; / faze le hablar fermoso al que antes es mudo”. ¿Cuál de ellos parece más medieval?

3 El texto A, los menores ya lo han adivinado, es de Rosalía. El B, tal vez lo recuerden los mayores, del Arcipreste de Hita. El primer disco de la cantante ―Los ángeles― incluye una versión de Aunque es de noche, de san Juan de la Cruz. El Arcipreste, por su parte, ha sido invocado como antecedente por una de las escritoras más contestatarias de la actualidad, Cristina Morales, autora además de una novela feminista titulada Introducción a Teresa de Jesús, redactada en un castellano que remeda el del siglo XVI. Cuesta creer que se hayan roto los puentes con el pasado. Por mucho que incomoden las películas en versión original. O en blanco y negro.

4 Hércules y Spiderman son lo mismo: superhéroes.

5 Un reciente estudio sobre la enseñanza de la literatura señala la torpeza de seguir utilizando como criterio la cronología y la nacionalidad. Muy cierto. Sobre todo si se le suma el regionalismo autonómico ―un poeta cacereño en lugar de Cernuda― y se insiste en obligar a los alumnos a memorizar nombres y títulos que olvidan cuando aprueban la EBAU.

6 A eso, nos dicen, hay que añadirle tres problemas: el aislamiento asociado al acto de leer, la longitud de los textos y su antigüedad. No es un tema menor: ahora parecen defectos lo que antes se consideraban virtudes.

7 “Fue escrito por un Balzac medieval. La guerra es para él, ante todo, una empresa financiera. Dado que la guerra es costosa, esta debe ser rentable. La cabeza del caballero, hasta que alguien se la corta, estaba siempre llena de cálculos”. Así analiza Wislawa Szymborska el Poema del Cid en sus Lecturas no obligatorias. Tal vez Balzac necesite una nota al pie, pero la interpretación “polaca” de la Reconquista no tiene desperdicio.

8 Lo obligatorio es anatema. Sin embargo, a cierta edad lo son las matemáticas y las espinacas. Todo depende de cómo se cocinen.

9 El dilema es este: formar estudiantes para los clásicos o reformar clásicos para los estudiantes. Es cuestión de grados: también Mozart tuvo su Luis Cobos.

10 El pasado siempre es sospechoso. Por eso nos empeñamos en decir que los fenicios eran como nosotros y que Velázquez retrata a la perfección la sociedad actual. Tal vez resultaría más interesante subrayar lo mucho que les debemos y lo poco que nos parecemos a ellos. Como los seres humanos de 15 años respecto a los de 75.

viernes, 25 de marzo de 2022

El pañuelo de Marlon Brando



Marlon Brando llevaba un pañuelo al cuello en la película El rostro impenetrable que cayó en manos de Chiquito de la Calzada. Uno de los aficionados japoneses al cante flamenco más ricos del mundo asistió a una actuación de Chiquito en Tokyo antes que este fuera humorista famoso. Tanto se emocionó con los jipíos del cantaor que Haruki (así se llamaba el millonario japonés) le regaló el pañuelo de Marlon Brando. Se lo entregó con la cabeza gacha en señal de absoluta admiración: "Esto es lo que más aprecio de la cultura occidental. Tú lo debes tener porque nadie me ha emocionado más con una canción". Chiquito no sabía qué hacer con el pañuelo de Marlon Brando. Se lo puso en una de sus películas "Aquí llega Condemor, pecador de la pradera", calificada con estrella y media por Filmaffinity, donde actuaba junto a Bigote Arrocet. Arrocet se salvó de una estampida de caballos en esa misma película y atribuyó su suerte al pañuelo que ese mismo día le había dejado su amigo Chiquito. Sabedora del poder mirífico del pañuelo, Leticia Sabater le robó el amuleto a Bigote, quien le había dicho a Chiquito haberlo perdido en el hospital. La suerte no tardó en visitar la casa de Leticia. Pronto le llegó el contrato de azafata de la Vuelta y el salto a la fama. Su éxito con la "Salchipapa" avisaba de que todavía obraba en su poder el pañuelo de Brando en 2016. Aún en 2019, su canción, "18 centímetros, papi", es indicio seguro de que no había perdido su talismán. El pañuelo de Marlon Brando se vio por última vez en el coche de Pedro Sánchez, al poco de empezar su gira para convencer a los afiliados del PSOE de que era el candidato ideal para presidir el partido. Si lo tiene él todavía o si lo perdió a manos de Trump en una famosa timba que organizó Putin a finales del 2019, nadie lo sabe. Muchos son los buscadores de tesoros que andan tras él, muchos los ufólogos, pediatras y cantantes de ópera que suspiran por poseerlo y más numerosos aún los periodistas de televisión que rezan por encontrarlo. Según se dice en algunos mentideros, es una fuente inagotable de historias que luego serán galardonadas en los Premios Primavera, Planeta y Nadal. Otros aseguran que es Bertín Osborne quien lo tiene, por qué si no iban a darle a este señor un programa en televisión. Aunque es un argumento muy endeble, si miramos con detalle la parrilla televisiva de nuestras cadenas.      

domingo, 20 de marzo de 2022

La edad de la tonsura

Estoy entrando en la edad del sorbete y la papilla. La edad de la barriga cervecera, de la tonsura, del peligro en la bañera, del oído corto y la larga carraspera. Sí, la edad en la que, si estornudas fuerte, se te sale la hernia y si te desperezas, se te montan varios músculos del costado y uno en la entrepierna. Esa edad en la que ingresas en el colectivo LGTB porque la sexualidad no es ni de una ni de otra acera, sino algo etéreo, de fuera. Esa edad en la que, al entrar a clase, hay tanta distancia entre uno y los alumnos que parecen de otra especie, una bandada de patos, una jauría de hienas...Esa edad de las canas, la tonsura y melenas en las orejas. Esa edad grosera, de linimento, omeprazol, barrillos en la piel y vista de madera. Esa penuria de hombre con talegas. Esa edad de la decadencia: la cercanía de la tierra. 

miércoles, 16 de marzo de 2022

Distopías

En un país europeo llamado Uspania ha sido elegido como presidente un botarate de inclinaciones nacionalistas y populistas. La mitad de los habitantes de la región de Catabás, al norte de Uspania, se siente distinta al resto, son mucho más ricos, tienen otra lengua y esto anima a sus políticos regionales, con ambiciones nacionalistas y populistas, a azuzar la bicha del independentismo. Se organizan manifestaciones y referéndums no autorizados para proclamar la independencia de Catabás. El presidente de Uspania, enfervorecido también con el espíritu del fanatismo nacionalista, decide actuar militarmente contra Catabás. El ejército bombardea poblaciones de la región independentista y provoca muerte y destrucción. Al cabo de unos años, lo único que ha prosperado es el veneno del odio. 

El país frontero con Uspania y con Catabás elige a un presidente megalómano, con tendencias imperialistas, nacionalistas, populistas y un tanto tarado. Frusia, que así se llama este imperio, es un país mucho más poderoso que Uspania, incluso dispone de armamento nuclear. El presidente de Frusia, aprovechando la trifulca nacionalista y el conflicto bélico del país vecino, apoya las reclamaciones de los políticos independentistas de Catabás y denuncia el comportamiento del presidente de Uspania. Sin más reflexión y sin tener en cuenta las consecuencias de que un país nuclearizado comience una guerra imprevisible, se lanza militarmente no solo en apoyo de la región de Catabás, sino contra todas las ciudades importantes de Uspania y provoca más muerte y más destrucción. El odio se extiende y ramifica como una enfermedad terminal. Otros países, asustados unos y ambiciosos otros, amenazan con entrar en el jolgorio de la muerte y la destrucción.  

Los dioses, desde el Olimpo, imbuidos también de carácter nacionalista, populista no, imperialista y caprichoso creen que el presidente de Frusia les va a privar de erigirse en adalides del apocalipsis. Azuzados también por la ambición y la megalomanía, arrojan un asteroide contra la Tierra. Están satisfechos, aunque un regusto amargo queda en todos ellos, ya no podrán divertirse con las aventuras nacionalistas y populistas de esos líderes políticos tan estrambóticos.    

domingo, 13 de marzo de 2022

Alumnos inquietantes

 No sé si recordáis al alumno que me dijo que estaba más fuerte que un Barreiros, pues bien, dos días más tarde de decirme esto, lo ingresaron en el hospital por un ataque de apendicitis. Afortunadamente, ya le han dado el alta y no sabéis lo que lo he echado de menos. Sí, estos alumnos, díscolos, inquietos, imaginativos, espontáneos, indescifrables, provocan reacciones contrapuestas de odio y amor a partes iguales y, cuando faltan, se nota su ausencia tanto que los disgustos que te dieron se difuminan en el éter de los días iguales. El lunes lo pienso recibir con los brazos abiertos y con una sonrisa sincera, es posible que se me borre a los dos minutos de tenerlo otra vez conmigo, pero la alegría de verlo de nuevo, aunque sea muy efímera (que lo será), no me la quita nadie. La ESO es así, no la he inventado yo (Sandro Giacobe dixit).

lunes, 7 de marzo de 2022

Realismo sucio I: retratos de profesores según sus alumnos



En el servicio de caballeros alguien ha tirado de la cadena. Podría apostar de quién se trata, a pesar de conocer a más de 60 profesores del instituto (la mitad de ellos varones). Se abre la puerta del excusado y aparece la figura de quien esperaba, ¡bingo! El oráculo de Delfos lo tenía más difícil que yo. La taza del váter, seguro, está regada de sus “golden pearls” (así las llamaría él). La señora de la limpieza está encantada de rebañar el zumo dorado (se lo he oído comentar). Lo veo alejarse con parsimonia pasillo adelante, con un sobre importantísimo entre las manos (exámenes de la evaluación final). Se los ha pedido el director a instancias de dos padres que han solicitado verlos. El cultivador de las “golden pearls” no tiene como costumbre enseñarnos los exámenes, entre otras cosas porque no tiene tiempo de corregirlos. Él sabe perfectamente qué nota va a sacar cada uno de nosotros y poco va a ganar revisándolos. El resultado numérico que aparecerá en las actas será el mismo, los corrija o no. Hoy está feliz porque el Atlético de Madrid ganó su partido de Champions y lo comenta con el conserje animadamente. El sobre sigue en sus manos. Sabe que debe garrapatear el examen antes de que el padre se presente a por él, pero una buena charla sobre fútbol le pierde. Su cabeza pétrea se mueve con el mismo ritmo que sus piernas, apenas gesticula, y los brazos no parecen estar del todo articulados. A primera vista, es un hombre de lo más normal, pero esconde muchas más “golden pearls” de las que aparenta. Habla con una cadencia sosegada, con gravedad de sabio griego, aunque la mirada ovina y el contenido de lo que dice desmontan enseguida la potencial profundidad de sus palabras. Se acerca una y otra vez al jefe de departamento, al jefe de estudios y al director para plantear dudas un tanto chocantes: “¿Se firma encima o debajo del nombre?”. Esta pregunta trascendental la hace a todos los compañeros con los que se encuentra a su paso. No sabemos si está elaborando una encuesta o si necesita un quórum de diez personas para tomar una decisión tan trascendente. 
Lo veo aproximarse hacia nosotros quince minutos tarde, con el sobre entre las manos. Llenar la botella de agua en el baño más alejado del aula cuesta lo suyo. No se consigue así como así. Hay que colocar la boca del recipiente en el grifo y esperar pacientemente a que se llene. Si rebosara, habría que vaciar el contenido y proceder otra vez a llenarla para que no gotee en el pasillo. Si de camino a clase, te topas con alguien a quien no has preguntado sobre el lugar en el que hay que firmar, debes hacerlo para no quedarte con la duda. Cuantas más opiniones, mejor, para dedicar tiempo a reflexionar sobre tan interesante cuestión. Las gafas de pasta no le restan profundidad a su rostro. Mira desde lejos como quien no ve bien el horizonte, y abre los ojos, como si tuviera miedo de que se le fueran a pegar los párpados. Casi está ya en el aula, pero no se decide a entrar. El escándalo dentro es considerable. Han transcurrido veinte minutos desde que sonó el timbre de cambio de clase. El asunto de la firma no le ha quedado claro y vuelve sobre sus pasos en busca del secretario, a quien todavía no le ha preguntado. Conforme se aleja de nosotros, el bullicio se va amortiguando y él se tranquiliza. Qué lástima que el Atlético no tenga una defensa tan firme como la del año pasado. Podríamos ganar la Champions. La carpeta ya no la lleva entre las manos, seguramente se ha quedado en el baño. Habrá que volver a por ella.

"Volver la vista atrás" de Juan Gabriel Vásquez



Estoy leyendo una muy buena novela, escrita con mano firme y de prosa rica y fluida. Cuando esto ocurre, uno se embebe en la historia y le cuesta salir de las vidas de los personajes, se las lleva al instituto, le rondan por la cabeza mientras da clase y se incrustan en algunas de las anécdotas que se cuentan a los alumnos. Volver la vista atrás de Juan Gabriel Vásquez es una de esas narraciones de las que cuesta despegarse. Todavía no la he terminado y me queman los dedos por hablar de ella. La trama tiene todos los ingredientes para hacerla atractiva, sin embargo, el gran acierto, como siempre, reside en la habilidad literaria de su autor, en el manejo de una prosa que no apabulla, que no cansa, sino todo lo contrario, es golosa y apetece rebañarla con los dedos. No había leído nada hasta ahora de Juan Gabriel Vásquez y me alegra descubrir nuevas voces (aunque no sean tan nuevas para otros). 

El preciosismo de muchos narradores latinoamericanos se pierde a veces en la inanidad de los argumentos o en una ausencia de peripecia que, a menudo, vuelven tediosas sus creaciones. No ocurre así con Volver la vista atrás. El narrador recoge lo mejor de Vargas Llosa y de autores americanos como Philip Roth. De hecho, en algunos momentos de la historia he pensado en la distopía (esta palabra hay que incluirla siempre en cualquier reseña actual que se precie) de Roth, La conjura contra América, pero no. Vásquez solo relata hechos contrastados con la realidad y no por eso es menos meritoria su narración. Todo hecho real hay que transformarlo en literatura si queremos que sea atractivo para el lector. Partir de lo real o de la imaginación a veces lleva al mismo camino, a la habilidad para cautivar o no al receptor. Los protagonistas de esta novela, el director de cine Sergio Cabrera y su hermana Marianela, se convierten en personajes literarios redondos porque van evolucionando a lo largo de las peripecias (innumerables) en las que se ven envueltos. No sé si se corresponden o no con los de carne y hueso (la verdad es que me trae al pairo), pero ya tienen vida propia en la historia de Vásquez.   

jueves, 3 de marzo de 2022

Chéjov y el pueblo ruso

Chéjov es uno de mis autores de cabecera, sobre todo por sus cuentos. La ironía, la inteligencia, el buen humor, la ausencia de juicios morales, la piedad y la sencillez con que están construidos sus relatos son razones de peso para tenerlos siempre cerca del regazo. Dostoievsky es de otra pasta, es profundo y angustioso, agudo y descarnado. Los cuentos de Chéjov eran del gusto de Tolstoi, el pope de la literatura rusa del XIX, pero no su teatro. A mí me ocurre algo parecido. La brillantez de su prosa breve no la veo en sus dramas, aunque bien es verdad que solo una vez he visto el teatro de Chéjov representado sobre el escenario(y no con la mejor técnica). 

Maiakovski, Turguéniev, Pushkin, Gógol, Gorki, Pásternak, Bulgákov, Ajmatova... son autores rusos con los que he mantenido relaciones literarias de calado, todos ellos apasionados, azorados por una suerte de maldición que ha rondado siempre sobre su pueblo, asolado por regímenes sanguinarios y sufridor como pocos en Europa. A partir de la lectura de todos estos autores y, sobre todo, a partir de la lectura de Chéjov, se ha imprimido en mi imaginario un estereotipo del pueblo ruso: triste, abrumado por sus gerifaltes, de espíritu profundo y de ojos tan transparentes como enigmáticos. Como todos los estereotipos, seguro que es falso y seguro también que si hubiera olido de cerca su realidad borraría este dibujo inmediatamente. 

En Guerra y paz, Pierre Bezújov me provoca una lástima intensísima, la misma lástima que me provoca ese pueblo ruso, apaleado, zarandeado, señalado por el mal fario. Los pueblos, por supuesto, no son sus dirigentes, es más, hay algunos pueblos que han sufrido especialmente a sus gobernantes, todos los padecemos. Los artistas, los escritores (sobre todo los rusos) han sabido plasmar en sus obras el producto de ese individuo golpeado y machacado por la realidad, por la consciencia y por el poder. Raskólnikov padece el fuego interno del arrepentimiento; los Karámazov, la maldición del padre enfermo; los personajes de Chéjov, una insatisfacción nihilista no exenta de bondad. Una tristeza pavorosa, indiscernible, ronda constantemente a los personajes de la literatura rusa. Se entregan al alcohol, al sexo, a la muerte porque la vida no les ofrece escapatoria. Chéjov veraneaba en Crimea, murió de tuberculosis, era un hombre bueno, solidario, que sintió de cerca la pobreza del campesino e intentó aliviarla. Chéjov, para mí, siempre será Rusia. Otra cosa es todo esto. 

lunes, 28 de febrero de 2022

Benicia y Putin

"Benicia tiene los pezones como castañas", así empieza Mazurca para dos muertos de Camilo José Cela, creo. La lluvia pega recio en Galicia y el refugio de las ubres de Benicia es tan agradable como una habitación caldeada con estufa de leña. En esa novela, si no recuerdo mal (y no voy a consultar Google), se van dando las nueve señales del "hijoputa". Una de ellas es ser pelirrojo y de pelo ralo; otra, la mirada huidiza; otra más, las palmas de las manos sudorosas...  No he forzado nada, miro a Vládimir Putin a través de la televisión y veo al personaje de Cela, completo, como si se hubiera basado en él para construir su definición de "hijoputa". Mientras tanto Benicia y su amante retozan entre las sábanas calientes, ven la lluvia arrugando los cristales y es posible que oigan, allá al fondo, el retumbar de los truenos o de los misiles, quién sabe.      

Putin y su ama de llaves



Putin y su ama de llaves antes de la crisis ucraniana.

SEÑORA.- Perdone, señor Vládimir, no quedaba "Hemoal" en la farmacia. Le he comprado estos supositorios. Me han dicho que es lo mejor contra las almorranas. Pero, ¿por qué llora, alma de cántaro?

PUTIN.- Se nos acaba de morir Irina, ¿no la ves flotando? ¡Qué vamos a hacer ahora!

SEÑORA.- Espere, que a lo mejor no es nada, espere que le cambie el agua. Ya verá cómo revive, no me llore usted que se le pone muy cara de alcachofa... ¡Huy, pues no!, parece que ha muerto de veras, no se mueve.

PUTIN.- ¿Qué voy a hacer ahora, Olga, qué voy a hacer? Irina era la única en la que confiaba, la única que se alegraba de verme cuando llegaba a casa, la única que me tiraba besitos desde la pecera. Siempre que la miraba, siempre. Este mundo no merece la pena sin ella. 

OLGA.- (Acariciándole la calva sudorosa) No se preocupe, señorito, podemos comprar cien irinas, mil irinas, para que le echen besitos desde el fondo de la pecera.

PUTIN.- No, Olga, no. Me ocurrió lo mismo cuando se murió Antón, mi caballo percherón. Nunca más he podido montar a otro. Soy hombre de tradiciones férreas e inamovibles, ya me conoces. No sé qué voy a hacer ahora. La vida no tiene sentido sin ella. Me pasaba el día en el Kremlin pensando en el recibimiento que me haría al volver, ¿ahora qué?, nada, es el fin. Pásame el mapa mundi, a ver si me consuelo... 

OLGA.- ¿El antiguo o el moderno?

PUTIN.- El moderno, el moderno. Dime una letra del abecedario, Olga, la primera que se te ocurra.

OLGA.- No sé, señorito, ¿la "U" por ejemplo?

PUTIN.- Me sirve, esa está bien y no está muy lejos de Moscú. Con algo nos tendremos que aliviar los grandes mandatarios.  

martes, 22 de febrero de 2022

Kafka y la bomba atómica

El día 2 de agosto de 1914 Kafka escribió lo siguiente en su diario: "Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, he ido a nadar". Hoy, aún más que en ese siglo XX, tan aciago, sería más fácil que nunca encontrar declaraciones de este tipo si en Ucrania, uno de estos días, estallara una guerra de destino bastante predecible. En cualquier estado de Facebook o de Instagram o de Twitter podríamos, un día de estos, encontrar afirmaciones parecidas a la de Kafka: "Rusia le ha declarado la guerra a Ucrania. Por la tarde me hice un selfi. Se vienen cositas". Lástima que esas "cositas" puedan ir desde una fiesta de pijamas a una guerra atómica. La frase de Kafka es un testimonio fiel de que nuestra vida cotidiana parece transcurrir al margen de los hechos históricos, pero no es así. Nuestra vida depende de las decisiones de los hotentotes que nos gobiernan (y estoy insultando a un pueblo indígena inocente, lo sé, pero "hotentote" contiene una carga fonética irresistible y monstruosa). Decía que nuestra vida depende, por desgracia, de jerarcas ridículos, ahítos de poder y locura, y de qué manera. Aterra pensar que, después de desayunar o al salir de clase, tras decirle a un alumno la tarea que debe entregar al día siguiente, nos enteráramos por el móvil que una guerra mundial ha comenzado y que, posiblemente, mañana, ese chico no podrá completar el trabajo, no porque su perro se lo haya comido, sino porque la onda expansiva de una bomba de hidrógeno lo ha disuelto en nada. Y, a pesar de la noticia terrible de la guerra, muchos no podríamos dejar de caer en la tentación de escribir en Facebook: "Rusia apunta sus misiles atómicos contra las capitales europeas de la OTAN. Por la tarde, leo el trabajo de A. sobre Macbeth".   

lunes, 21 de febrero de 2022

"El simulador más potente del mundo" por Rebeca García Nieto



El primer artículo que publiqué en Jot Down trataba del suicidio. Quería hablar de un tema que, pese a ser una realidad cotidiana —en España se suicidan diez personas al día—, sigue siendo tabú. Y quería hacerlo fuera de los foros especializados: el suicidio nos atañe a todos, y si solo hablamos de él en revistas científicas, difícilmente vamos a acabar con el estigma que lleva asociado. Poder hacerlo en un medio que desde el principio ha apostado por la divulgación y los contenidos de calidad, procurando, además, que el lector pase un buen rato leyendo, era todo un lujo. El artículo tuvo muy buena acogida, también entre los profesionales de la salud mental; no obstante, hubo algún compañero de profesión que cuestionó algunos aspectos. Uno dudaba que una revista cultural fuera el medio más apropiado para hablar del suicidio. Otro criticó los autores en los que basaba mi «aproximación»: Ramón Andrés (autor de Semper dolens. Historia del suicidio en Occidente), Simon Critchley, Primo Levi, Marek Bienczyk, Sylvia Plath, Peter Handke… «Ese Ramón Andrés, ¿qué estudios tiene?», me preguntó un compañero. «Es ensayista, poeta… Publica en Acantilado». «Pero no es psiquiatra, ¿no?».

También hubo quien dijo que el artículo estaba bien, aunque era «muy literario». Sospecho que estos peros superficiales eran una forma de criticar el artículo sin entrar a debatir el fondo de la cuestión. En el texto aportaba una perspectiva histórica, humanista, del suicidio, pero también cuestionaba la postura que mantiene buena parte de la psiquiatría actual, que defiende que detrás de cada suicidio, salvo en muy contadas excepciones, hay siempre una «enfermedad mental». Tras esas objeciones, había, además, muchos prejuicios.

Han pasado cinco años desde aquel artículo, y ahora que vuelvo a recordarlo, no puedo evitar preguntarme: ¿cómo hemos llegado a esta situación?, ¿desde cuándo que algo sea literario es un defecto? Hubo un tiempo en que médicos y filósofos recurrían a la literatura para apuntalar sus ideas. Uno de los textos más conocidos de Freud trataba de Dostoievski; Derrida no dudó en combinar la lectura de Hegel con la de Jean Genet; la forma de escribir de Lacan recuerda por momentos a Mallarmé… Pero, sobre todo, hubo un tiempo en que no había un abismo de distancia entre «las ciencias» y «las letras». La división entre ciencia y humanidades, además de artificial, solo contribuye a aumentar nuestra, de por sí preocupante, estrechez de miras.

En 1933, Walter Benjamin publicaba un artículo en el que afirmaba que una nueva forma de indigencia había «caído sobre el hombre». Coincidiendo con una época de «enorme desarrollo de la técnica», el ser humano se había vuelto más pobre en experiencias, así como en la forma de hablar de ellas. Pese a los innegables avances tecnológicos, el ser humano estaba perdiendo parte de su humanidad por el camino: «Nos hemos vuelto pobres. Hemos ido entregando una porción tras otra de la herencia de la humanidad, con frecuencia teniendo que dejarla en la casa de empeños por una centésima parte de su valor, y ello para que nos den a cambio un poco de la calderilla de lo “actual”».

No es casual que Benjamin vinculase la riqueza de nuestras vivencias con el lenguaje. Antes, los mayores contaban historias a sus hijos y nietos, pero «¿quién encuentra hoy personas capaces de narrar como es debido?», se lamenta en un momento del artículo. El filósofo escribió este texto tras la conmoción que produjo la Primera Guerra Mundial. En las trincheras el hombre se quedó sin palabras. Y después llegaron el hambre, la hiperinflación y la pobreza. Tal vez por pura supervivencia, el ser humano fue perdiendo la costumbre de hablar en profundidad de los temas que siempre le habían preocupado. Las divagaciones sobre la muerte, el suicidio, el alma, la culpa, etc. pasaron a ser temas más propios de las novelas del siglo XIX que de las conversaciones habituales.

Por supuesto, por mucho que anhelemos liberarnos de las experiencias internas, como decía Benjamin, la culpa, el miedo a la muerte, etc. siguen estando ahí, en el fondo de nuestras mentes. Lo que ocurre es que ahora, debido a esa tiranía de lo actual que ha reducido nuestro horizonte al «aquí y ahora» de una forma dramática, tendemos a buscar «soluciones» fáciles e inmediatas a nuestro malestar. A Benjamin le llamaba la atención que, pese al enorme desarrollo de la técnica de la época, hubiera un auge de la astrología, la quiromancia o el espiritismo. Algo similar ocurre ahora con los negacionistas, los terraplanistas o la pseudociencia. Hace poco un «experto» aseguraba que había resuelto el problema de la mortalidad. Según él, en un par de décadas todos seríamos inmortales y la muerte dejaría de ser inevitable para convertirse en una elección personal.

En el ámbito de la psicología, la «calderilla de lo actual» se manifiesta en la irrupción del coaching y, en buena medida, el mindfulness. Esta psicología barata, que se conforma con la calderilla, tiene su correlato en una literatura que está al mismo nivel. Lo que está ocurriendo con la poesía es un buen ejemplo de ello. Mi compañera Bárbara Ayuso escribió un fantástico artículo en esta misma revista donde decía que «la poesía ha sido la disciplina más rápidamente devorada y bastardeada por este coaching de lo artístico». Esta «bastardización», claro está, no es exclusiva de la poesía. La gran mayoría de las novelas que se publican en la actualidad son totalmente prescindibles. Mircea Cărtărescu afirmaba en una conferencia que el noventa y nueve por ciento de los libros que se publican ahora «son libros escritos por dinero, leídos por voyerismo y arrojados luego a un túmulo tan alto como el Gólgota». Simple y llanamente, son libros de usar y tirar. Para el gran escritor rumano, vivimos «la ruina de una civilización, quizá la propia ruina del hombre», entre otras cosas, porque ya no sabemos leer —la lectura literal se está convirtiendo en la variante dominante de lectura— y pronto no sabremos ya escribir. Pese a ello, concluye, la literatura debe continuar.

Y lo hará. La literatura es un poco como el ataúd de Moby Dick: no solo se ha salvado de todos los naufragios hasta la fecha, sino que además ha ayudado a que muchas personas se mantengan a flote. Para explicar esta supervivencia de la literatura contra viento y marea, hay dos aspectos que Cărtărescu menciona de pasada en su conferencia y que para mí son claves.

Uno es esa alusión al placer voyerista de la lectura (más adelante volveré a este punto). Y el otro es el hecho de que la literatura, y en especial la ficción, permite al lector vivir una experiencia única, una experiencia aumentada, por así decir, que se opone a esa experiencia empobrecida de la que hablaba Benjamin. El libro tiene más en común con una película o un videojuego de lo que pensamos. Para Cărtărescu, «un libro es una hiperpelícula, porque de él no emanan imágenes pasivas, sino que estas son creadas por tu cerebro a partir de tus recuerdos, tus sensaciones, tus sueños y tus lecturas». También Gonzalo Suárez, excepcional escritor y cineasta, ha dicho en alguna ocasión que «la literatura será siempre la más extraordinaria realidad virtual, porque la imagen no la condicionará nunca». La imagen del «simulador» es algo más que una idea bonita apuntada por dos escritores geniales. Quien tenga curiosidad puede leer los estudios de Keith Oatley, profesor de Psicología Cognitiva en la Universidad de Toronto que ha publicado varios artículos sobre el funcionamiento de este «simulador de realidad social».

Pero, además, esta peculiar forma de vivir a través de otros es muy placentera. Cărtărescu hablaba en su conferencia del voyerismo implícito en la lectura: «Leemos para descansar tras largas horas de trabajo, para satisfacer el vicio de la aventura, el voyerismo social o erótico…». Cărtărescu no critica —y yo tampoco— esta forma de leer por puro placer. Al contrario. Pensamos que está presente en todos los lectores, incluidos los escritores «literarios», y lo está porque satisface una necesidad humana básica. Hay otros placeres asociados a la lectura —el que produce leer un texto bien escrito, el que se deriva del propio lenguaje, los juegos de palabras…—, pero ese placer primario siempre está ahí y me atrevería a decir que es la base de todos los demás.

No creo que leer nos haga necesariamente mejores personas, ni que las personas que leemos literatura seamos superiores en ningún sentido a los que no leen. Pero sí creo que la ficción ofrece un espacio único, y absolutamente libre, para pensar. Y, sobre todo, creo en el placer de la lectura. El hecho de que una revista como Jot Down, que lleva diez años cultivando ese placer, siga al pie del cañón me hace pensar que no estoy ni mucho menos sola. Como decía Lope, quien lo probó lo sabe.

jueves, 17 de febrero de 2022

Escribir sin medida

Voy a ir contracorriente y no de forma intencionada. Lo que quiero comentar nace de una impresión real y del cotejo de datos, poco tiene que ver con conjeturas y, menos, con la tendencia, irresistible a veces, de llevar la contraria por el mero capricho de llamar la atención. De un tiempo a esta parte vengo observando en los alumnos una habilidad cada vez mayor para desenvolverse con la creación de diálogos o con la elaboración de textos dramáticos propios. Este año lo he comprobado en diferentes niveles, 3º de ESO y 1º de bachillerato. Cada vez les cuesta menos recrear una conversación, meterse en la piel del personaje o desarrollar una historia inventada. Se está demonizando constantemente y, a veces con mucha razón, el abuso del uso del móvil y del ordenador. Es más, no se puede negar que cada vez nos cuesta más prestar atención durante un tiempo prolongado (algo que no solo le ocurre al alumnado juvenil). Ahora bien, el hecho de escribir continuamente (con mayor o menor corrección), en guásap y en las redes sociales, seguir "hilos", comunicarnos por escrito mucho más que antes, está despertando en los alumnos, creo, mayor habilidad para desenvolverse en el diálogo escrito y en la creación literaria. Otro día hablaré de la sintaxis.  

miércoles, 16 de febrero de 2022

El miedo

En Macbeth se oye el miedo, se saborea, se ve, respira en la nuca, clava alfileres en la punta de los dedos y en el centro del cerebro. El miedo nos acompaña desde la infancia, a través de la oscuridad, de lo desconocido, de la casa extraña, del matón del colegio, de la figura de un padre agrio..., qué sé yo. El miedo nos abraza en la adolescencia como un compañero traidor, siempre apegado a la duda, al titubeo, a la indecisión, a la exposición pública, al qué dirán, a la soledad. El miedo de la madurez, el miedo a la pobreza, a la incuria, al rechazo, a la intemperie, al despiadado paso de los años. El miedo a la enfermedad, al otro, a mí mismo, a la pérdida de la vitalidad, al dolor, a la conciencia de estar vivo, a la desaparición, a la inanidad de la existencia, a la eternidad. El miedo, aun sin la viscosidad de la sangre, sabe rancio y huele a noche, cruje entre los dientes como una tortilla de ceniza y brasas encendidas.