lunes, 14 de febrero de 2022

"El oficio de leer" por Andrea Calamari



«Alguien escribe su vida cuando cree escribir sus lecturas», dice Ricardo Piglia.

Barthes dice que hay libros para leer en el escritorio y libros para leer en la cama. Tener los pies en alto, dice Calvino, es la primera condición para disfrutar de la lectura.

La lectura puede medirse en páginas, en capítulos, en poemas, en minutos o en horas. La lectura veloz apareció alrededor de la mitad del siglo XX cuando la maestra estadounidense Evelyn Wood popularizó y vendió su método para leer hasta cinco mil palabras por minuto cuando lo normal son trescientas.

A razón de trescientas palabras por minuto, se calculan las horas que lleva leer cada novela: Lolita: 6:26, Madame Bovary: 8:43; El amante: 1:00; Guerra y paz: 32:63.

Shakespeare leía en latín porque el inglés estaba prohibido. Walt Whitman iba al aire libre y se tiraba sobre la hierba cada vez que sentía ganas de leer a Shakespeare.

«Desocupado lector». Así empieza el Quijote, que es un libro sobre leer y escribir. El protagonista no es solo el hidalgo ingenioso de un lugar de La Mancha, sino también el narrador que no quiere acordarse del nombre de ese lugar de La Mancha.

En el mundo de Tlön se lee lo real perturbado y contaminado por la ficción. Erik Lönnrot, detective, solo cree en lo que lee y, porque no conoce otro modo de acceder a la verdad que la lectura, se equivoca y va hacia la muerte. Borges, que pensó a Tlön y también a Lönnrot, prefiere leer a escribir.

Virginia Woolf leyó todos los libros de la biblioteca de su padre, en su casa, mientras sus hermanos iban a Cambridge.

«No es apropiado que las niñas aprendan a leer y a escribir a menos que deseen hacerse monjas, porque, de lo contrario, al alcanzar la mayoría de edad, podrían escribir o recibir cartas de amor», escribió Felipe de Novara en el siglo XV.

La única referencia a la escritura que hay en Homero está en el canto VI de la Ilíada, entre los versos 165 y 170. Es una acusación contra un hombre por escribir: «Lo envió a Licia y le entregó luctuosos signos, mortíferos la mayoría, que había grabado en una tablilla doble».

Se supone que Dante empezó a escribir el Infierno en 1304, el Purgatorio en 1313 y el Paraíso en 1316. No hay evidencia. Tampoco queda una sola línea escrita por la mano de Dante, aunque dicen que tenía «una delgada y exquisita caligrafía».

Petrarca les escribía cartas a los escritores muertos. Uno de los que más le respondía era san Agustín.

Stendhal pasó diez años sin escribir. Esperaba la inspiración.

Cuando Barthes trabajaba en el campo, se distraía y no lograba la misma concentración que en su estudio en la ciudad: «Las distracciones que me suscito cada cinco minutos son las siguientes: vaporizar una mosca, cortarme las uñas, comerme una ciruela, ir a mear». A estos devaneos Barthes los llamaba mariposear.

Robert Walser escribía que no se podía escribir.

Fernando António Nogueira Pessoa publicó un solo libro en toda su vida: Mensaje. Su biografía dice que no dejó descendientes ni bienes ni testamento. No tuvo mujer ni casa ni diploma. Su certificado de defunción decía «escritor». Para ahorrarse el esfuerzo y la molestia de vivir, Pessoa inventó escritores que escribían por él: Álvaro de Campos, Bernardo Soares, Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Vicente Guedes.

Gustave Flaubert pasó toda su vida haciendo frases. Las escribe, las corrige, agota semanas buscando la forma exacta. Sueña con escribir un libro acerca de nada, sin pretextos exteriores, que se sostenga en pie solo por la fuerza del estilo.

John Ashbery no corrige sus poemas; sería una pérdida de tiempo, dice. Los poemas, para Ashbery, no son sagrados y entonces los ensucia.

Kafka soñaba que leía a Flaubert. Describe el sueño en su diario: está en una sala colmada de gente en un podio, toma un ejemplar de La educación sentimental y lo lee completo en voz alta. No hay una sola interrupción.

Kafka pidió que nunca bajo ninguna circunstancia se represente con imágenes el insecto Ungeziefer en el que se convirtió Gregor Samsa.

Vladimir Nabokov es aficionado a la entomología e intenta dilucidar en qué tipo de insecto se ha transformado Gregor Samsa. Concluye que es un artrópodo. Nabokov fue siguiendo las pistas de la narración —múltiples patas, abdomen convexo, caparazón, mandíbula, espalda redondeada— hasta terminar con un boceto del insecto, una especie de escarabajo.

Gregor Samsa nunca llegó a saber que tenía alas bajo la cubierta dura de su espalda.

Después de leer Ulises y Finnegans Wake, Samuel Beckett sufrió un caso de angustia de influencia. Dejó de escribir en inglés y se pasó al francés para no tener que tocar el mismo instrumento que Joyce.

Virginia Woolf leyó a Joyce, pero no le gustó demasiado, aunque se ocupó de publicarlo en Londres. Cuando leyó a Proust se sintió desanimada: después de eso a ella no le queda nada bueno por escribir. Se cartea con Katherine Mansfield y compiten en silencio. Con Eliot compiten en voz alta.

Los amigos de T. S. Eliot hicieron una colecta para que él pueda dejar su empleo en el Lloyds Bank de Londres y se dedique a escribir. Entre sus amigos estaban Virginia Woolf, James Joyce, Ezra Pound.

Pound ayudó a Joyce con la escritura de Retrato del artista adolescente y a Eliot con La tierra baldía, un poema collage hecho de citas, referencias, restos y pedazos de otras cosas. A Ezra Pound le gusta el saqueo literario.

Los escritores amigos de Pound testificaron que estaba loco para salvarlo de la horca a la que se había acercado demasiado por su devoción a Mussolini. Vivió doce años en un manicomio, escribiendo.

William Faulkner fue piloto durante la Gran Guerra, Ernest Hemingway y John Dos Passos conducían ambulancias, Francis Scott Fitzgerald participó del desembarco del Día D.

Entre los antiguos celtas, cuando dos ejércitos libraban una batalla, los poetas de ambos bandos se retiraban juntos a una colina y allí discutían la lucha, cavilosamente.

Terminadas las guerras florecen los poetas. Natalia Ginzburg dice que después de la guerra todos en Italia creían ser poetas, pero confundían el lenguaje de la política con el de la poesía, que son dos lenguajes bien diferentes.

En la libreta de apuntes de Walt Whitman encontraron restos de su sangre, testimonio de su trabajo como voluntario durante la guerra.

Desde 1925 Adolf Hitler, en su declaración de impuestos, en el casillero de la profesión ponía: «escritor». Había publicado Mein Kampf, fue un best seller, pero con los años el autor cambió de profesión y dejó de escribir.

Albert Einstein escribió un poema en el que las estrellas, sin preocuparse por la teoría de la relatividad, siguen su camino de acuerdo con los planes de Newton.

A los treinta y un años Herman Melville llegó a la conclusión de que había fracasado como escritor.

Rimbaud dejó de escribir a los diecinueve años.

Rilke le escribió al joven poeta que solo debe escribir si la perspectiva de no hacerlo se correspondiera con la muerte: «Si tendría que morirse en cuanto ya no le fuese permitido escribir».

El joven René Guy Cadou soñaba con ser escritor, vivía obsesionado con la vida de los escritores, pero de su pluma no salía una sola línea decente. Antes de morir tomó la precaución de dejar escrito su propio epitafio y esas palabras se convirtieron en sus obras completas.

Durante el Renacimiento, Lodovico Castelvetro diseñó una máquina para estructurar argumentos a partir de cualquier premisa dada. Tenía cuatro ruedas con distintas posiciones: la rueda de los sujetos, la de los predicados, la de las relaciones y la de las preguntas. Cada punto de cada rueda podía convertirse en el punto inicial de una nueva búsqueda. La llamaban la máquina retórica.

En el siglo XV lapuntuaciónseguíasiendoerráticalaspalabrasseescribíansinseparación y las Mayúsculas se usaban de Forma incoherente.

Según los registros históricos, el 11 de marzo de 105 e. c., el eunuco Cai Lun le presentó una novedad a su emperador He de Han: el papel.

«Si, en el momento de sentarse a leer, se suspendiera la publicación de libros, [un lector] necesitaría trescientos mil años para leer los ya publicados. Si se limitara a leer la lista de autores y títulos, necesitaría casi veinte años», dice Gabriel Zaid en Los demasiados libros.

Los lectores de Fahrenheit 451 habían memorizado los libros y resistían en el bosque a la espera de momentos más propicios para la literatura.

Pessoa escribía fragmentos y dejaba espacios entre ellos para rellenarlos después con palabras, frases o párrafos enteros. Los fragmentos fueron encontrados en un baúl y los espacios los completó todos el lector, que es uno y es múltiple.

«Leer, por lo pronto, es una actividad posterior a la de escribir: más resignada, más civil, más intelectual», escribió Borges en 1935.

A Borges le gustaban las enciclopedias. A Wystan Hugh Auden le gustaba leer el diccionario, decía que sería el libro perfecto para llevarse a una isla desierta. Ricardo Piglia, en cambio, creía que el único libro útil en una isla desierta sería un manual con las indicaciones para construir una balsa.

Alonso Quijano se volvió loco de tanto leer.

Cuando David Markson leyó Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, se creyó loco: estaba seguro de haberlo escrito él mismo. Se obsesionó, se hizo amigo de Lowry y se mudó a México para imitar al personaje protagonista.

«No se inventa nada. Solo pequeñísimas variaciones de lo ya dicho, visto, oído, leído, escrito, olvidado», dijo Augusto Roa Bastos.

Markson pasó gran parte de su vida en bibliotecas y librerías, acumulando citas. Con eso escribió una novela que no es una novela. Su cita preferida era de Jules Renard: «Escribir es la única profesión en la que nadie te considera ridículo si no ganas dinero».

Cuando Pierre Menard se puso a escribir un libro no quería uno cualquiera, quería el Quijote. Lo quería idéntico, palabra por palabra. Para lograrlo, emprendió la tarea de olvidar todo lo acontecido entre 1602 y 1918. Y así le salió el Quijote, como si fuera Cervantes, pero sin copiarlo.

"Cuando las putas vuelven a la ciudad" por Manuel Recio



Una ciudad que rinde homenaje a sus putas es una ciudad que pervive en la memoria colectiva: al fin y al cabo, estamos hablando de la profesión más antigua y duradera de la humanidad. Por algo será. Nos adentraremos en la historia del Padre Putas, guardián de la Casa de Mancebía y remero ocasional, del jolgorio estudiantil, del desenfreno báquico y pernicioso, del pícaro buscón y de las alegres meretrices que dieron origen a una de las fiestas populares más peculiares e indecorosas que aún hoy pervive: el Lunes de Aguas, en Salamanca. Tal vez la única efeméride «oficial» que rememora el regreso de las prostitutas a la urbe para el disfrute poblacional. Casi nada.

Putas en sobrado, galápagos en charco y agujas en costal no se pueden disimular.

Puta ventanera no está ociosa por buena.

(Refranero popular).

Una garganta desnuda, que precede a un pecho escotado y voluptuoso, se contonea insinuante desde lo alto del balcón al paso de unos desprevenidos estudiantes que, carpeta en mano, deambulan ajenos a cualquier estímulo externo. Discusiones presocráticas, socráticas, platónicas o aristotélicas se ven interrumpidas. Cuando se percatan de la elevada presencia femenina se vuelven todos epicúreos y olvidan sin reparo la reciente lección aprendida en el aula para dejarse hipnotizar por los encantos mundanos de la poderosa Afrodita. Bueno, más que de diosa griega, se podría hablar de deidad andrajosa: las mejillas y los ojos pintarrajeados de mala manera apenas consiguen disimular la falta de benevolencia del creador que no puso en ella especial esmero para obsequiarla con el don de la belleza. Ya se sabe el dicho latino Quod natura non dat, Salmantica non praestat («Lo que la naturaleza no da, Salamanca no lo presta»). Y, a ese respecto, la Salamanca medieval podía prestar efímeros placeres terrenales en correteos nocturnos a cambio de unos maravedíes, pero poco más.

… porque los maestros que muestren sus saberes, é los escolares que los aprendan, vivan sanos en él, é puedan folgar é rescibir placer en la tarde cuando se levanten cansados del estudio.

(Alfonso X el Sabio)

Cuando el rey Alfonso X el Sabio en 1254 dicta las normas para conceder el título de Universidad al Estudio General de Salamanca —fundado en 1218 por su abuelo Alfonso IX de León— establece que el lugar ha de ser «de buen ayre y fermosas salidas». En las estribaciones occidentales de la meseta central, casi lindando con el reino de Portugal, Salamanca se alza con la condecoración, usurpando el ya existente Estudio General de Palencia. Se convierte, por tanto, en la primera universidad peninsular (por aquel entonces España era aún un constructo lejano) y una de las primeras de Europa, tras Bolonia, París y Oxford. Título de «ciudad universitaria» que llevará como una losa a sus espaldas desde entonces. Difícil dilucidar a qué se refería exactamente el monarca con «fermosas salidas» o «rescibir placer en la tarde» y el motivo último por el que eligió Salamanca en detrimento de la capital palentina. ¿Acaso era el rey sabio ya conocedor del dicho popular «En Salamanca la que no es puta es manca» y eso le influyó a la hora de tomar su decisión? Los legajos conservados no dejan claro este punto. El caso es que Salamanca se transformó por completo y unió su historia para siempre a la de su universidad, tanto para los magnánimos acontecimientos trascendentales del ser humano como para erigirse en cuna del saber y la sapiencia universal. Y de la fornicación: donde había estudiantes y juventud abundaban, cómo no, las prostitutas…

Ya en el siglo XVI, uno de los de mayor apogeo de la universidad, de los veinticinco mil habitantes con los que se cree contaba la ciudad, alrededor de ocho mil eran bachilleres. Si lo comparamos con los once mil habitantes de Madrid, uno puede imaginar sin problema el ambiente bullanguero que se respiraba en las calles. Tabernas, tascas y mesones repletos de jóvenes estudiantes y sopistas despreocupados, que no solo se instruían en los saberes del intelecto, sino también en los de Baco. Además, se veían pícaros, buscavidas, buhoneros, feriantes, lavanderas, alcahuetas y celestinas junto a clérigos, nobles y rectores. Y, por supuesto, putiferio, mucho putiferio. Estamos hablando de la Salamanca literaria que inspiró obras de calado como el Licenciado Vidriera de Cervantes, la Celestina de Fernando de Rojas, o el célebre Lazarillo de Tormes. La picaresca en todo su esplendor.

Como en otras muchas ciudades de la época, en Salamanca existían burdeles públicos. Cuentan los cronistas que, junto con Valencia, la Casa de Mancebía charra era uno de los mayores prostíbulos del reino. Por eso de guardar las formas, en lugar de ubicarse en pleno centro se llevó allende el río Tormes, pasando el solemne puente romano, en una zona conocida como el Arrabal (hoy en día aún se llama así ese barrio). No se podía haber elegido mejor ubicación y nombre, desde luego: «Extramuros y alejada, en un extremo del arrabal del puente, exenta de viviendas cuyos vecinos se escandalizasen por la presencia de mujeres públicas o pudieran ser indiscretos testigos de la llegada de clientes», cita el historiador Vicente Martín Hernández en su libro Fragmentos de una historia sociourbanística de la ciudad de Salamanca.

Sin embargo, una de las características del lupanar salmantino, que lo diferenciaba del resto, era que estaba custodiado por un clérigo: el padre de Mancebía. Nombrado por el Consistorio de la ciudad, en cierto modo también para explotar los pingües beneficios de la carne, el páter tenía como misión primordial rentar la casa a las mujeres, asegurarse de que todas las candidatas gozaran de buena salud y de que no estuvieran casadas o fueran mulatas. Asimismo, entre las funciones del eclesiástico estaba mantener las instalaciones a punto: las estancias debían tener cama de dos colchones, almohadas, manta, silla, candil, botica y estera. Entre las más curiosas, velar por su vestimenta: nada de guantes, sombreros o mantos largos, solo mantillas amarillas cortas. El color amarillo, junto con un cintillo pardo en el borde de la falda, las distinguía del resto de féminas decentes. He ahí el origen mismo de la expresión «irse de picos pardos». En definitiva, en Salamanca la madame del burdel —o «mesón del infierno», según se decía en el Licenciado Vidriera— llevaba sotana y crucifijo, no era una elegante señorita, sino un hombre de Dios al que todo el mundo conocía como Padre Lucas o Padre Putas. Pero aún no hemos hablado de la más importante de sus encomiendas, independientemente de que en algún momento dado el sacerdote quisiera probar en persona el servicio antes de ofrecérselo al cliente…

Semana Santa recojan a todos los poetas públicos y cantoneros y

se les aplique tal norma como a las malas mujeres.

(El Buscón, Quevedo)

Cuenta la leyenda que su majestad Felipe II, que a la sazón sería rey del mayor imperio español, llegó a la docta y culta Salamanca, a mediados del siglo XVI, esperando encontrar una ciudad recia y austera donde desposarse con la princesa María Manuela de Portugal. Nada más lejos de la realidad. En su lugar halló una urbe desenfadada y entregada por completo a los placeres de la carne, a la algazara y al barullo, más que al estudio y al recogimiento. A pesar de la juventud del monarca —apenas dieciséis años—, su recta fe, su profunda religiosidad y su gusto por las buenas costumbres le llevaron a tomar una medida drástica: prohibir la prostitución durante el tiempo de Cuaresma. El Padre Putas pensó que podría tomarse unas vacaciones, pero en realidad le iba a tocar hacer horas extra.

«En días de Fiesta, Cuaresma, cuatro témporas y vigilia, no estén las mujeres ganando en la mancebía, bajo pena de dejarle el costillar hecho trizas»: las Ordenanzas de la Casa de Mancebía, que Felipe II instauró en Castilla para el tiempo de Pascua, no se andaban con chiquitas. Desde el Miércoles de Ceniza hasta el fin de la Semana Santa, las meretrices debían abandonar la ciudad y era obligado el cese de toda actividad en el prostíbulo. Para evitar tentaciones, toda carne fresca, mancebía o fresquera era enviada lejos. No parecía de recibo practicar el milenario arte de la fornicación en los días precedentes a la Pasión y Muerte de Cristo. Como reza el refrán: «antruejo buen santo; Pascua, no tanto».

El Padre Putas adquirió, pues, una nueva misión divina, nunca mejor dicho: debería acompañar a sus concubinas a las afueras de la ciudad, en concreto al poblado de Tejares, a unos kilómetros de distancia siguiendo el curso oeste del Tormes. Remos a punto, el Padre Putas atravesaba las aguas tormesinas para emprender la excursión del exilio con coimas y alcahuetas a bordo. No hay registros del número de viajes que tuvo que hacer el buen hombre, pero seguro le quedaron fornidos brazos. Empezaba el periodo de abstinencia. Los desolados fornicarios y amancebados bajaban hasta la orilla para despedirlas y augurarles un pronto regreso. Y ese regreso —convertido en eternidad para algunos— se producía el Lunes de Quasimodo o, lo que es lo mismo, el Lunes de Pascua que sigue al Domingo de Albillo, segundo lunes justo al concluir la Semana Santa con el Domingo de Resurrección.

Para celebrar la vuelta de las cantoneras, los enfervorizados mozos vestían sus mejores galas, envueltos en danzas y cánticos, y se dirigían hasta la ribera del río, bota de vino en mano. Sobraban los motivos para el festejo. Manjares y licores hacían más llevadero el último tramo de la espera. En lontananza se adivinaba el hábito del Padre Putas, rema que rema, acompañado de sus fieles damiselas. Lo que es la vida: él, que había hecho los votos para servir a Dios, y al final reducido a un díscolo —quién sabe si también pecaminoso— proxeneta. Algunos aventurados estudiantes, presos de la impaciencia, se embarcaban en esquifes engalanados para recibirlas en las mismas aguas del río. Toda una flota de embarcaciones adornadas con ramas de árboles, ramos y remos —la expresión de ramera aparece por primera vez en la Celestina— se alineaban por el Tormes en señal de calurosa bienvenida. El cachondeo era infinito, la juerga monumental y tremendísima la bacanal. Los duros tiempos de Cuaresma habían concluido. Ya hay constancia de este hecho cuando un noble estudiante florentino de nombre Girolamo da Sommaia recoge en su diario el «di di passar las aguas» el 18 de abril de 1605.

Esa actividad tan salmantina de recibir rameras a pie de río se convierte en tradición. Con el transcurrir del tiempo, el paso de las aguas se da en llamar Lunes de Aguas. De origen profano o religioso —los historiadores no se ponen de acuerdo en este aspecto— año tras año, durante el Lunes de Pascua, el ínclito Padre Putas de turno devuelve la carne a la mancebía. A partir de ese momento, la fiesta del Lunes de Aguas se recoge en citas y documentación de la historia de la ciudad. Lo mismo aparece en un tratado sobre evolución urbanística salmantina que en coplillas y canciones populares. También en la literatura. Por ejemplo, el poeta y jurista Juan Meléndez Valdés, estudiante de Derecho en Salamanca, escribe en el siglo XVIII una carta a José Cadalso titulada La gran fiesta del Lunes de Aguas: a la gran borrachera.


A la gran borrachera

de Lunes de las Aguas

primer fiesta de Baco

de nuestra Salamanca

y solemnidad ilustre

que ella tan solo guarda

en todas las aldeas

que el claro Tormes baña

donde salirse suele

a la campestre estancia

con opíparas mesas

de corderos de Pascua

y en espumantes copas

del nieto de las parras

dar a la primavera

mil bacanales salvas

brindome el capricho

tras siesta abochornada

y al punto a puto el postre

eché a correr de casa.

Pelanduscas, prostitutas, hurgamanderas, coimas, damiselas, meretrices, cantoneras, busconas, tusonas, gorronas, zorras, zurronas o rameras. El diccionario castellano es generoso en las denominaciones de la prostitución. De ahí a honrarlas en una fiesta oficial hay un trecho. En Salamanca se sigue haciendo, hasta el punto de que el Lunes de Aguas, junto con la Semana Santa, están considerados como Fiesta de Interés Turístico. Ya nadie sale en barca a recibir al Padre Putas. La efeméride se ha convertido en una excursión campestre donde se degusta un arma de destrucción masiva culinaria llamada hornazo, empanada hecha a base de lomo, chorizo y huevo. La carnaza de ahora sustituye a la carne de otrora. La borrachera no difiere mucho. Se juntan estudiantes y pensionistas, locales y foráneos, niños y abuelos vestidos con el traje charro tradicional. Charangas, charradas, dulzainas, tamboriles, bailes, vino y el susodicho hornazo ponen el resto.

«¡A por el Padre Lucas! ¡A por el Padre Lucas!» gritan hoy los niños y jovenzuelos que corren, desaforados, por las callejuelas que van a dar a la plaza Mayor los días de ferias y fiestas. Saltan, brincan, ríen y se burlan de un gigante cabezudo al que siguen los pasos muy cerca. Este se da la vuelta y con fino palo de madera propina algunos ingenuos golpes a la chiquillería. El Padre Putas sigue presente entre los habitantes a través del Padre Lucas, personaje estrella de los pasacalles de todas las fiestas patronales de la ciudad. Los más ancianos del lugar incluso llaman padrelucas a los cabezudos. Aunque todo el mundo conoce su origen, pocos hay realmente que se atrevan a comentarlo en público. No vaya a ser que alguien se escandalice. La verdad es incorrecta. El Lunes de Aguas queda como testigo inerme y enmascarado de que en la meseta también sabemos pasárnoslo bien.

sábado, 5 de febrero de 2022

"La cumbre de este día" por Antonio Muñoz Molina




En un capítulo crucial de Ulises hay una referencia a Cervantes, una intuición de algo que surge y desaparece en el gran torrente verbal: “Le recuerdan a uno a Don Quijote y a Sancho Panza. Nuestro poema épico nacional todavía tiene que ser escrito… Un caballero de la Triste Figura aquí en Dublín… ¿Y su Dulcinea?”. El capítulo es una conversación tumultuosa y a ratos exasperante en la Biblioteca Nacional de Dublín, una de esas diatribas de gandules charlatanes que atraviesan la novela, centrada en este caso en la teoría del joven Stephen Dedalus sobre Shakespeare y Hamlet, sobre la autoría y la paternidad. En la conciencia de Dedalus, sus propias divagaciones tortuosas se confunden con las voces de quienes le rodean; su brillantez intelectual, inseparable de la arrogancia juvenil, contrasta con un estado de penuria absoluta, zapatos con agujeros, calcetines rotos, pantalones prestados. Stephen Dedalus es muy pobre, muy inteligente, muy pedante. Por eso los pasajes de la novela narrados desde su punto de vista son con frecuencia los más difíciles, irritantes incluso, de la manera en que puede ser irritante una persona joven muy centrada en sí misma, embriagada de su propia agudeza verbal, recreándose siempre en el más difícil todavía de sus elucubraciones. Mientras Stephen Dedalus deja embobados a sus interlocutores con sus acrobacias eruditas, en las que sin embargo hay siempre un hilo de verdad, una figura aparece y desaparece, igual que la referencia cervantina: ha pasado por esos despachos de la Biblioteca Nacional alguien a quien se menciona pero no se nombra, una visita que el lector atento reconoce, el señor Leopold Bloom, con quien el joven Dedalus va a encontrarse muchas horas más tarde, aunque ahora ninguno de los dos lo sabe. “Ahora” son poco más de las dos de la tarde, en este 16 de junio, y el encuentro de Dedalus y Bloom sucederá bien entrada la noche.

“Los hechos futuros proyectan antes sus sombras”, dice Joyce. Gracias a esa referencia a Don Quijote comprendemos que es Bloom el caballero de la Triste Figura que anda por Dublín vestido de negro: ha ido esta mañana al entierro de un conocido, y no puede volver a casa a cambiarse de ropa porque sabe que este es el día en que su mujer se ha citado en ella con un amante: Dulcinea tan carnal como Aldonza Lorenzo y Penélope infiel, pero no por eso menos amada o deseada, invocada a cada momento en recuerdos de una ternura antigua malograda por la pérdida de un hijo y tal vez por el simple desgaste del tiempo.
El Ulises no es un ejercicio cerebral y también impenetrable de experimentación literaria, al alcance exclusivo de escritores y críticos selectos y profesores universitarios de máxima erudición. Ulises es una novela tan populosa de personajes como Don Quijote de La Mancha o los Pickwick Papers, tan llena de voces y de peripecias como ellas, tan volcada en la celebración de lo real, aunque con una desvergüenza carnavalesca a la que Dickens nunca pudo atreverse, y en la que Cervantes se complacía como Rabelais y como Bruegel. El hiperintelectual Stephen interrumpe su paseo por la playa y sus divagaciones literario-teológicas para sacarse un moco y pegarlo en una roca. Desde la escena cervantina en que Sancho Panza, abrazado a las piernas de Don Quijote, muerto de miedo y de frío en la noche de los batanes, se afloja el cinturón y aprieta los dientes queriendo aliviar sin ruido lo que no puede esconder al olfato, no ha habido otro momento tan gloriosamente escatológico en la literatura como el de la visita del señor Bloom al retrete, llevando consigo una hoja de periódico que le sirve primero de lectura y luego como auxilio higiénico. En las bodas de Camacho, Sancho Panza se entrega a un éxtasis de la mirada y de la gula contemplando las ollas rebosantes de todo tipo de carnes sabrosas. El señor Leopold Bloom, tan moderado en sus apetitos, empuja la puerta de un restaurante barato en Dublín y queda abrumado por la densidad de los olores y por el espectáculo visual, sonoro y olfativo de los comensales que mastican, que sorben, que fuman, que escupen, que dejan en los lavabos una pestilencia de orina de cerveza.

Las palabras adquieren en sí mismas una consistencia de masticación. El estilo se modifica a cada momento según la materia que se está contando. Ulises es la novela de las vidas plebeyas y los oficios y diversiones y desventuras populares. Joyce, como Cervantes, ama todas las formas del habla y todas las de la literatura, y se complace en su parodia y en su acumulación, en la misma medida en que se complace en todo el espectáculo de los seres humanos, en este caso concentrados en el microcosmos estrafalario de Dublín, en algo menos de 24 horas, “la cumbre de este día”, dice el poema de Borges. Ulises es una novela cómica, una novela social, una novela radicalmente política desde casi la primera página, en la que la denostación del despotismo británico sobre Irlanda no es menos vigorosa que el rechazo del nacionalismo irlandés, de su sumisión a la Iglesia católica, de su estrechez identitaria. Bloom, judío errante en su propia ciudad y caballero de la Triste Figura, es uno de los personajes más llenos de sensatez y de bondad en toda la literatura de ficción. Tiene algo del Pierre Bezújov de Tolstói, algo de un caballero andante del sentido común que defiende a los débiles y corrige injusticias, que permanece tan alerta al dolor de los seres humanos como al de los animales. En medio de la miseria y el desvarío, de su propia agitación interior, Bloom confía en la racionalidad y se fija siempre en los remedios prácticos posibles que mejoren la vida. Gran parte de la novela la escribió Joyce durante la carnicería de la guerra en Europa, y con el recuerdo del levantamiento irlandés de 1916 y la sanguinaria represión británica. Muchos capítulos son de una claridad diáfana. Otros ofrecen grados distintos de dificultad, que se alivian gradualmente manejando buenas ediciones críticas y familiarizándose con otros libros de Joyce: Dublineses, Retrato del artista adolescente. La escritura está siempre cerca de la poesía: puede ser ardua, a veces revelarse poco a poco, y no agotarse nunca. Merece ser leída en voz alta. A veces una frase revela su belleza después de un estudio tan atento como el de un músico concentrado en la interpretación de un pasaje difícil. A mí lleva acompañándome toda la vida, de esa manera en que casi solo me acompañan Proust y Cervantes.

martes, 18 de enero de 2022

"Proust (2)" por Jesús Ferrero



Mientras me licenciaba en Historia, estuve trabajando de portero de noche en el hotel Marigny de París, cerca de la Madelaine. En ese mismo hotel Turgueniev había escrito Nido de nobles, en 1857, y allí iban a visitarle a veces Tolstoi y Nekrassov. Más de medio siglo después, Abert Le Cruziat, lacayo del príncipe Radziwill, transformó el Marigny en un burdel de chicos, ayudado económicamente por Proust. Muy pronto el escritor convirtió el hotel en el teatro íntimo de sus ceremonias sádicas, y fue en los sótanos del Marigny donde Proust llevó a cabo el ritual de las ratas laceradas con agujas.
Cuando yo trabajaba en el Marigny, el establecimiento distaba mucho de ser el Templo del Impudor, como llegó a ser llamado en tiempos de Proust, pero algo quedaba de su antiguo esplendor. Un alto porcentaje de sus clientes habituales eran homosexuales, y a menudo acudían prostitutas: unas eran chicas de bulevar, que abordaban a los transeúntes junto al café de la Paix y el Olimpia, y otras procedían de agencias dedicadas a la prostitución de lujo y venían acompañadas de ejecutivos de Arabia Saudita. Solían ser chicas muy hermosas, y tanto ellas como sus clientes buscaban la máxima discreción: en el Marigny la tenían asegurada. Era la norma de la casa: el que pierde palabras pierde amigos, me decía el amable y hermético propietario del establecimiento, que me trataba como a un hijo y que me dio grandes lecciones sobre el arte de vivir. Era un hombre católico pero de mentalidad luterana y estaba obsesionado con el ahorro, si bien conocía “el arte de la generosidad comedida.”
Había leído a Proust pero no sabía que el establecimiento del que era propietario había estado muy vinculado a uno de los escritores más asombrosos de todos los tiempos. Vivía en la ignorancia y estaba libre del fantasma de Marcel, tan presente todas las noches, y tan ausente.
La noche es el verdadero alambique de las pasiones, que destila lo mejor y lo peor de nosotros mismos, y es de noche cuando mejor se ve la rueda del deseo. Desde esa perspectiva, la recepción del antiguo hotel de Proust se convertía, con el caer de la noche, en el mejor mirador para observar al animal humano de la frondosa jungla de París. También era un buen lugar para desplegar tus armas psicológicas, si las tenías, y si no las tenías era el mejor lugar para adquirirlas rápido. En el Marigny vi toda clase de combinaciones posibles entre cuerpos y personas: parejas, tríos, juegos de cuatro y de cinco, relaciones escandalosamente edípicas, incesto. Se trataba de asuntos a veces trasparentes y a veces no, que te ayudaban a comprender mejor el ambiguo tejido del mundo y su alto contenido de deseo.
La imaginación se despegaba porque a menudo la mecánica de la noche la podía superar. Bastaba con tener los ojos abiertos para derivar de esa noche deseante las mejores creaciones de la imaginación, las más audaces y trasparentes, y también las más despojadas de esa mezquindad y esa falta de miras en la que a menudo ha caído la literatura realista. Todo lo dicho no convertía la noche del Marigny en una sucursal del infierno de Dante. Muy al contrario, las noches en el Marigny eran suaves como el aire de algunas novelas de Fitzgerald, y se respiraba una gran tranquilidad unida a una intimidad muy especial y a la vez muy parisina.
Proust adornó algunos espacios del Marigny con totografías y muebles de sus familiares, de modo que se sentía como en su casa, junto a la butaca de su padre y la imagen de su madre. A veces le encantaba que los chicos del hotel insultasen a algunos de los personajes de sus fotografías y los calificasen de gente degenerada y lasciva.

lunes, 17 de enero de 2022

"La pedagogía de los clásicos: alegoría del amor desinteresado" por Rafael Narbona



La pedagogía y la literatura parecen incompatibles. Sin embargo, Homero, Píndaro, Arquíloco y los grandes trágicos (Esquilo, Sófocles, Eurípides) utilizaron la poesía y el teatro para transmitir una determinada idea de la cultura. Homero fue el educador de los pueblos de la Hélade, a los que hoy llamamos griegos. La llíada y la Odisea inculcaron una constelación de valores en sucesivas generaciones, incitando al valor, la prudencia, el ingenio, el honor, la fidelidad. Dejemos de lado las polémicas sobre la identidad de Homero, quizás una mera leyenda que encubre la autoría colectiva de dos poemas separados por un siglo. Quedémonos tan solo con que fue un gran poeta y un gran educador. No es posible deslindar esas facetas, sin desfigurar su actividad creadora. Podemos decir algo semejante de Esquilo, Sófocles y Eurípides, que plantearon –entre otros dilemas- el conflicto entre la moral privada y las obligaciones ciudadanas. La conmovedora historia de Antígona, que sepulta el cadáver de su hermano Polinices, desafiando a Creonte, rey de Tebas, sigue atrayendo poderosamente la atención casi dos mil quinientos años después. ¿Quién no piensa que el afecto a un ser querido está por encima de la ley? Edward Morgan Foster afirmaba que si tuviera que elegir entre traicionar a su patria y traicionar a un amigo, escogería traicionar a su patria. Las historias de Prometeo y Medea también nos continúan planteado agudos dilemas. ¿Acaso no hemos sentido alguna vez que el anhelo de poder o venganza ofuscada nuestra razón? ¿Quién no ha experimentado alguna vez una ira ciega o una ambición insensata, olvidando las objeciones morales?

Los clásicos griegos se habrían quedado muy desconcertados si hubieran conocido la doctrina del arte por el arte. Supuestamente, esa teoría emancipó a la creación literaria de servidumbres morales, pero lo cierto es que la exaltación del arte por el arte no es una filigrana amoral. Simplemente, expresa otra moralidad, según la cual la vida solo se justifica como fenómeno estético. Esa perspectiva atribuye a la forma una trascendencia paradójica, pues si la existencia solo es juego y devenir, una obra es tan efímera y frágil como una pompa de jabón. ¿Por qué atribuirle importancia si su destino es desaparecer sin dejar huella?

Al igual que los poemas homéricos, la Comedia de Dante es una obra con una intensa vocación pedagógica. Dante es un poeta y un maestro. Sus tercetos endecasílabos en bellísimo toscano no se limitan a encadenar imágenes o tejer metáforas, puliendo las palabras hasta obtener su tono más arrebatador. Su intención última es averiguar el camino de la salvación. En nuestra época descreída, esa intención se menosprecia o se pasa por alto, alegando que la mentalidad del siglo XIV aún chapoteaba en el cieno de la superstición, pero lo cierto es que la Comedia perdería su hondura si quedara reducida a meros hallazgos verbales o a un asombroso ejercicio de la imaginación, capaz de describir regiones inexistentes. Dante no pretende cartografiar el más allá, sino interpretar su época y clarificar el sentido de la existencia. Su descenso al Infierno intenta mostrar la impotencia del ser humano cuando sucumbe a la lujuria, la pereza, la ira, la avaricia o la violencia. Los suplicios de los que se dejaron arrastrar por estas pasiones solo son escenificaciones de las tempestades acontecidas en el interior de la conciencia. Los castigos que narra Dante no son fantasías barrocas, sino representaciones simbólicas de la infelicidad que produce el mal. El júbilo que inunda el Paraíso muestra la dicha que se desprende de actuar de forma ética, sin transigir con las penumbras que nos acechan. Dante es el poeta de la esperanza, el educador de una humanidad desbordada por las pasiones, el maestro que aplaca los impulsos dañinos y desordenados. Su Comedia es una pedagogía de la vida, una lección de amor que encauza nuestra sed de absoluto.

Como Dante, Shakespeare no se conformaba con entretener. Sus obras de teatro y sus sonetos reflexionan sobre el poder, el amor, la traición, la templanza, los celos, la lealtad, el mal. Macbeth nos muestra el abismo por el que se despeñan los traidores. El asesinato del rey Duncan abre las puertas del infierno, reduciendo la existencia a un vendaval de furia. Otelo nos revela que los celos no nacen del amor, sino de la posesividad y por eso prefieren la muerte del ser amado a la posibilidad de la pérdida. Hamlet nos enseña que concebir la vida como una sombra o una ficción paraliza nuestra capacidad de decidir, sumiéndonos en la angustia existencial. Shakespeare es un humanista acosado por la melancolía. Su sensibilidad mórbida y crepuscular nos adentra en los páramos del nihilismo. Embriagado por la tristeza, nos advierte que la felicidad no es algo sobrevenido, sino un imperativo ético que nos saca de la apatía. Shakespeare dedicó mucho tiempo a explorar el tema del mal, construyendo personajes inolvidables: Ricardo III, lady Macbeth, las hijas desleales del rey Lear, Cayo Casio, Calibán. Todos acaban sus días de forma trágica o indigna. No son castigados por la providencia, sino por la misma perversidad de sus acciones, que se revuelven contra ellos. La pedagogía de Shakespeare invita a obrar el bien, pero advierte que ser justo no conduce necesariamente a la felicidad. Monarcas ecuánimes, inocentes doncellas, hijos que honran a sus padres, jóvenes amantes, vasallos leales, mueren de forma cruenta y vejatoria. Cuando se sufre injustamente y no hay forma de evitarlo, solo cabe afrontar la desdicha con entereza. Es la única alternativa que no pueden arrebatarnos. Shakespeare parece ajeno a la moral cristiana. Su filosofía está más cerca del estoicismo, quizás porque vivió una época de guerras y epidemias, donde la muerte imponía un tributo desmesurado.

Cervantes tal vez inició el Quijote con el simple propósito de entretener, pero enseguida trascendió ese horizonte. Viejo, pobre y fracasado, había renunciado a sus ambiciones de juventud. El humor se perfilaba como el único refugio donde cabía cobijarse, sin caer en la hiel del desengaño. Cervantes empezó a escribir hilando bufonadas, pero enseguida surgió esa mirada humanista de inspiración erasmista que impregna toda su obra. A diferencia de Shakespeare, su contemporáneo y, en algunos aspectos, su espejo, Cervantes sí es un cristiano convencido. Se aflige con el dolor de los más vulnerables y piensa que el cielo algún día reparará los agravios, reconfortando a los inocentes y castigando a los réprobos. A lo largo del Quijote, Cervantes reflexiona sobre los clásicos griegos y latinos, el buen gobierno, la honra, la amistad, el amor, la poesía, la historia. Su sabiduría, serena y nada superficial, descansa sobre una enseñanza amarga: el idealismo está abocado al fracaso. La realidad siempre derrota a los sueños. Sin la perspectiva de la justicia ultraterrena, Cervantes quizás se habría dejado arrastrar por el pesimismo.

Los clásicos son nuestros maestros. Por utilizar una expresión de George Steiner, podemos decir que su magisterio es “la alegoría del saber desinteresado”. A pesar de los reparos que nos suscita la pedagogía cuando la vinculamos a la literatura, sería ingrato no reconocer que durante siglos los escritores han sido los educadores de la humanidad. ¿Podemos aventurar que los autores de hoy han renunciado a esa tarea? Pienso que no. Quizás son más individualistas, pero siguen alumbrando reflexiones que sirven de paradigma moral. Citaré solo tres casos, tres autores que ya pertenecen a la selecta galería de los clásicos. Coetzee ha dedicado su obra a reparar las heridas que abrió en el apartheid en Sudáfrica y ha denunciado la crueldad del hombre con el resto de las especies. Sebald ha meditado sobre la Shoah en sus libros, mitad novela, mitad ensayo, abordando aspectos poco comentados de esa tragedia, como el sufrimiento del pueblo alemán, cuya complicidad con el régimen nazi hizo que nadie lamentara los salvajes bombardeos de los aliados, ni los desplazamientos forzosos de la posguerra. En su última novela, Tomás Nevinson, Javier Marías plantea el dilema de cómo deben responder los gobiernos democráticos al desafío del terrorismo. ¿Es lícito matar al que ha destruido vidas inocentes para imponer una idea? ¿Es el hombre verdaderamente libre o se deja arrastrar por el torrente de la historia? ¿Podemos vivir al margen de los problemas morales o siempre acaban atrapándonos, obligándonos a adoptar al menos una posición de aquiescencia o repudio?

Los grandes escritores de hoy no han abandonado ese propósito pedagógico que advertimos en Homero, Dante, Shakespeare o Cervantes, pero como sus egregios predecesores evitan el moralismo explícito. Sus enseñanzas están hábilmente mezcladas con los hechos que relatan, componiendo un tapiz sin estridentes contrastes que afecten al equilibrio del conjunto. Pienso que la literatura es un hecho moral y estético. Busca la verdad y la belleza. Primo Levi, Wolfgang Koeppen, Virginia Woolf o Michel Tournier, por citar a un puñado de maestros modernos, han cumplido una función similar a la de Homero, promoviendo valores que han considerado apropiados para nuestro tiempo, como la libertad, la solidaridad, la igualdad entre clases y sexos, el espíritu crítico o la memoria de las víctimas. Pocos autores de genio han cantado a la guerra, el individualismo o el desprecio por la inocencia. Cuando leemos Tempestades de acero, de Ernst Jünger, Los sótanos del Vaticano, de André Gide, o Madrid, de corte a cheka, de Agustín de Foxá, admiramos su perfección formal, pero sentimos frío en el alma. Personalmente, reivindico el magisterio de Galdós, Gabriel Miró y Miguel Delibes. Cada vez que me adentro en sus libros, pienso que el ser humano, imperfecto y a veces miserable, merece ser celebrado, pues ha inventado la literatura, un taller que nos ayuda a educar nuestras emociones y exorcizar nuestros demonios.

lunes, 10 de enero de 2022

La contrahecha realidad

 La vuelta a clase ha resultado ser mucho más tranquila de la que yo y todos los medios de comunicación, que me habían puesto los testículos entre los dientes, habíamos previsto. En mi centro no faltaba ningún profesor y tan solo ha habido una ausencia de los casi 80 alumnos a los que imparto clase. No, no ha sido necesario forrarse las meninges con felpa ni hemos tenido que asistir a montones de chicos sin cencerro (léase profesor). No sé en otros sitios, pero en el nuestro ha ocurrido lo habitual cuando se predice una hecatombe: que no sucede. Las "filomenas" nos pillan desprevenidos porque no están anunciadas en toda su virulencia, porque nadie se las espera. El cierre de los centros en marzo de 2020 y el confinamiento consecuente nadie lo había previsto, fue algo sorpresivo. La vuelta al cole después de Navidad se presentaba caótica y, seguramente, debido a ese anuncio reiterado, la realidad se encapricha en no seguir los malos augurios. La realidad es contrahecha, como un niño caprichoso, malcriado. Solo cumple los peores augurios cuando no están anunciados. Le gusta llevar la contraria.   

martes, 21 de diciembre de 2021

"Instrucciones para leer un clásico" por Rafael Narbona



Los clásicos literarios desafían a los dioses, pues evidencian que un ser humano puede crear un universo. Por eso muchos pueblos han considerado que los libros deberían arder. En 'Los teólogos', un cuento de Jorge Luis Borges incluido en El Aleph, los hunos entran a caballo en una biblioteca monástica y queman todos sus libros, pues entienden que blasfeman contra su dios, que es una cimitarra de hierro. ¿Cómo acercarnos a unas obras que desprenden el terrorífico resplandor de lo sagrado? ¿Cómo adentrarse en un territorio que los siglos han convertido en un recinto misterioso y a veces hermético? Pienso que el primer paso es leer esas obras que han sobrevivido a la implacable criba del tiempo y no cesan de ser estudiadas, anotadas y comentadas.

Pese al fervor y los honores que se les tributan, lo clásicos son grandes desconocidos. España es el país del Quijote, pero muchos españoles no han leído la novela, disuadidos por su extensión, sus arcaísmos y la sensación un poco humillante de que ya no es posible un juicio adverso. Para vencer esos reparos, recomiendo adoptar una actitud irreverente. Los clásicos no son ídolos que esperan genuflexiones, sino textos que nacieron muchas veces con la intención de entretener a un público poco selecto. Cervantes celebró que el Quijote se leyera en ventas. No me parece una mala idea frecuentar sus capítulos con la misma expectación que concita una buena serie. La solemnidad sobra. Si Cervantes hizo todo lo posible para arrancar carcajadas, ¿por qué escatimarlas ahora? Shakespeare no pretendía que los espectadores de sus tragedias y comedias asistieran a las representaciones con la seriedad de un filósofo escolástico, sino con el espíritu del que se halla dispuesto a dejarse asombrar. La literatura no es solo entretenimiento, pero eso no significa que excluya el entretenimiento, el goce, el placer. Me produce perplejidad que alguien pueda aburrirse con el Quijote o con Romeo y Julieta, el mejor melodrama de todos los tiempos.

El segundo paso para leer a los clásicos debería consistir en hacerlo desde la perspectiva de su época. Si leemos la Ilíada con los valores de nuestras sociedades democráticas, nos parecerá una oda a la barbarie. Los aqueos y los troyanos se matan con ferocidad, despreciando cualquier forma de compasión. Apiadarse del enemigo abatido es un gesto de cobardía. El valor exige atravesarlo con la espada o la lanza. Homero, Virgilio, el Antiguo Testamento, la Canción de Roldán, los libros del ciclo artúrico, Garcilaso de la Vega y Cervantes celebran la guerra y no podemos juzgarles con la óptica de nuestros días. La humanidad necesitó mucho tiempo para repudiar la violencia, lo cual no significa –por desgracia- que haya desaparecido.

Guerra y paz, de Tolstoi, está más cerca de nuestra mentalidad que la llíada, pero en los dos casos se trata de obras extraordinarias. La violencia de la guerra de Troya no impide que a veces aparezca la piedad. Aquiles devuelve el cadáver de Héctor a Príamo, su padre y rey de Troya. Príamo agradece el gesto, besando las manos que han sido el instrumento de la muerte de su hijo. La escena nos conmueve profundamente, en especial si reparamos en las costumbres de la época, donde era frecuente ejecutar a los vencidos y esclavizar a sus familias. Los clásicos más antiguos exigen un ejercicio de comprensión que solo será posible poniendo en suspenso nuestros valores.

Calificar de machista La fierecilla domada, de Shakespeare, nos impide apreciar sus diálogos chispeantes, la hábil caracterización psicológica, el ritmo vertiginoso de las escenas, los golpes de ingenio. Además, no nos deja advertir que Shakespeare no hace en ningún momento una apología de la violencia contra la mujer. Petruccio nunca responde a las agresiones de Catalina, que se comporta como un basilisco. Simplemente, remeda grotescamente su conducta, mostrándole que actúa de forma injusta e irracional. Su forma de “domar” a una mujer tan insoportable como la Jantipa de Sócrates, que cocinaba de mala gana y le vaciaba el orinal en la cabeza, consiste en utilizar la parodia, una eficaz pedagogía que obliga a la “fierecilla” a mirarse en el espejo. Catalina no soporta la imagen que Petruccio le devuelve de sí misma y decide cambiar.

Anthony Burgess sostenía que “los movimientos de liberación de la mujer debían considerarse, principalmente, como la elevación del mal genio a categoría de virtud resplandeciente”. Frente a ese mal genio, que alardeaba de llamar “cerdos” a los hombres, Burgess elogiaba la pedagogía del amable Petruccio, que lograba transmutar la agresividad de Catalina en cortesía y racionalidad. Hablé de poner en suspenso nuestros valores, pero no sería menos deseable someterlos a un examen crítico que nos permitiera averiguar su fondo último. En nombre de la libertad, se han cometido los peores abusos o, como es en el caso de La fierecilla domada, se ha desfigurado el significado de una obra.

El último paso para leer a los clásicos es reconocer que la literatura es lenguaje, estilo, artificio, una forma de decir las cosas que elude lo fácil e inmediato. O que llega a lo fácil e inmediato después de un largo rodeo. El falso debate entre fondo y forma ignora que la literatura siempre es un fondo modulado por una forma. Separar esos ámbitos es un ejercicio de miopía. ¿Es posible imaginarse la Ilíada bajo otra forma que el hexámetro? ¿Podemos concebir la Comedia de Dante sin los tercetos encadenados que trazan la topografía del más allá? ¿Soportaría Paradiso, de Lezama Lima, una clarificación cartesiana que desmontara sus piruetas neobarrocas?

Para leer a un clásico, hay que educar el oído hasta adquirir esa sensibilidad que nos permite apreciar la sensualidad de las palabras acoplándose como bailarinas de un coro. Eso no significa que la literatura solo sea abundancia y pirotecnia. Quevedo y Góngora pulen su estilo hasta lograr efectos casi mágicos, demostrando que el lenguaje, con unas pocas reglas y fonemas, puede ser la matriz de infinitas variaciones. En cambio, Hemingway desnuda el lenguaje hasta despojarlo de adornos y contorsiones, logrando que la lectura apenas difiera de una mirada filtrada por un cristal de exacerbada transparencia. Flaubert aborda el lenguaje como si fuera una catedral, convirtiendo las frases en contrafuertes y arbotantes que sostienen el edificio. Joyce, en cambio, destruye la sintaxis y conspira contra la lógica para demoler el lenguaje, transformando las ruinas en un paradójico prodigio.

¿Cuál es mejor escritor? Es una pregunta absurda. Ambos son grandes y disímiles literatos. Madame Bovary y Molly Bloom son personajes devorados por la misma inquietud: no pasar por la vida sin experimentar esas pasiones que rompen la rutina, alumbrando instantes de plenitud. Saben que su anhelo esconde la semilla de la autodestrucción, pero no pueden interrumpir su vuelo, como esas polillas fatalmente atraídas por la luz. La literatura es una sinfonía de palabras. Si no se afina el oído, su rumor pasa desapercibido. Para leer a los clásicos, hay que amar las palabras, disfrutar de su sonido y su tacto, dejarse embriagar por ellas y no exigirles la precisión de los números, que no conocen la ambigüedad y el espíritu lúdico. Dicho de otro modo: la literatura es música, una melodía semejante a la de las sirenas que intentan arrastrar a Ulises al abismo. Debemos dejarnos seducir por su canto y no lamentar que nos lleve a regiones remotas y extrañas.

Los clásicos literarios han dilatado el mundo. La buena literatura siempre es poiesis, creación. No me refiero a la mera creación formal, sino al milagro de incorporar al ser cosas nuevas cuya excelencia garantiza su perdurabilidad. Como dice Javier Marías, vivimos en una época que ha liquidado el concepto de posteridad. Sin embargo, en esa posteridad viven los clásicos. Podría decir que nos necesitan, pero creo que es al revés. Somos nosotros los que los necesitamos a ellos. Sin Homero, Dante, Cervantes y Shakespeare, la historia de la humanidad quedaría brutalmente mutilada y terriblemente empobrecida. Un porvenir sin el Quijote, El rey Lear, la Comedia o la Odisea se parecería a uno de esos pueblos abandonados, donde la existencia solo es una mezcla polvo, tedio y miseria. No me gustaría conocerlo

martes, 7 de diciembre de 2021

"George Orwell y el triste oficio de reseñar libros" por Rafael Narbona



Los críticos literarios se han convertido en anacronismos vivientes, como las cintas de VHS o los coches sin GPS. Ya no se reconoce su autoridad y sus opiniones han dejado de ser influyentes. El crítico literario debería ser el árbitro de lo nuevo y el centinela del pasado, pero ya solo es un cachivache anticuado, como las viejas enciclopedias y los álbumes de fotografías. Su decadencia no es un fenómeno aislado, sino una consecuencia de la crisis del concepto de cultura. Shakespeare se ha vuelto mucho menos influyente que cualquier youtuber, por efímero que sea. Muchas personas ignoran quién es Rodin y jamás han pisado una pinacoteca, pero se pasan largas horas delante de una pantalla de plasma gigantesca contemplando cómo se increpan los concursantes de un reality-show. El House, un estilo de música electrónica que recuerda los espasmos de una taladradora, ha desbancado a Mozart y Bach.

Yo llevo escribiendo reseñas más de veinte años. Si miro hacia atrás y hago un cálculo realista, descubro que he reseñado cerca de mil libros. Mis artículos flotan por internet, pero eso no significa que hayan adquirido la condición de textos imperecederos. Más bien se parecen a las piezas de un vasto desguace. Solo son restos que algunos aprovechan para completar un trabajo universitario o la entrada de un blog. No son muy diferentes de esos neumáticos de segunda mano que se compran para hacer un apaño. Seguirán ahí cuando yo no esté, pero en ningún caso me proporcionarán la inmortalidad. Al revés, pondrán de manifiesto la precariedad de la vida y el escaso interés de los vivos por los difuntos.

George Orwell también escribía reseñas. Evidentemente, no se le recuerda por ellas, sino por sus libros. En un artículo titulado “Confesiones de un crítico literario”, que apareció el 3 de mayo de 1946 en el Tribune, describía la rutina de los que nos dedicamos a comentar libros. El crítico literario casi siempre es un hombre de mediana edad que ha envejecido prematuramente. Dado que pasa mucho tiempo en su estudio, un lugar pequeño, frío y mal ventilado, descuida su higiene y su apariencia, poniéndose todos los días el mismo batín apolillado. Su mesa está llena de libros y colillas. Siempre deja para el último momento las reseñas, limitándose a leer las primeras cincuenta páginas. A fin de cuentas, suelen pedirle seiscientas palabras y, en ese espacio, se puede decir poca cosa. Con un poco de imaginación y cierta destreza, no es difícil engañar a los lectores. Vive aterrorizado porque alguien descubra su artimaña, pero gracias a ella sus artículos siempre llegan a tiempo.


No actuó así desde el principio. En sus primeros años, intentó ser riguroso y honesto, pero la obligación de escribir dos o tres artículos a la semana, le ha maleado, convirtiéndole en un impostor. Orwell le disculpa, pues sabe que “la reseña prolongada e indiscriminada de libros es un trabajo excepcionalmente desagradecido, irritante y agotador”. Entre otras cosas, “conlleva elogiar basura” y leer libros por los que no se siente ningún interés. Orwell opina que una reseña debería tener al menos mil palabras. Por debajo de eso, un texto apenas merece la calificación de apunte.

Dado que llevo más de veinte años en este oficio, puedo confirmar que la caricatura que esboza el autor de 1984 se parece bastante a la realidad. Yo no tengo un estudio frío y mal ventilado, pero algunas mañanas me he dejado llevar por la pereza y no me he quitado la bata hasta la hora de comer. Creo que no he envejecido de forma prematura y no fumo, pero me agobio a menudo, pues a veces me han pedido reseñas con un plazo ridículo: tres o cuatro días, incluso menos. No me he limitado a leer las primeras cincuenta páginas, pero cuando escribía la reseña y una publicidad inesperada me forzaba a mutilar el texto, me preguntaba si había merecido la pena el esfuerzo.

En una ocasión, hice un experimento. Leí el libro por encima, saltándome párrafos y páginas enteras. No le dediqué más de dos o tres horas, aunque se trataba de una novela-río, casi con la extensión de La montaña mágica o el Ulises. Escribí la reseña y la archivé. Toda la operación me ocupó una tarde. Después, leí la novela entera, con un lápiz en la mano, subrayando y anotando en los márgenes. Al finalizar, escribí la reseña, unas mil palabras. Esta vez empleé casi una semana. Comparé los dos textos y el primero me pareció mejor. Estuve a punto de enviarlo, pero estimé que no era honesto. ¿Por qué era mejor el primero? Quizás porque era más imaginativo y menos académico. Un profesor siempre tiende a ser algo solemne y yo he pasado veinte años en las aulas. Ahora que ya no soy un joven docente, sino un hombre en el umbral de la vejez, me tomo las cosas menos en serio. Espero que la muerte aún me conceda un par de décadas, pero saber que me acerco a ella, lejos de ensombrecer mi ánimo, ha excitado mis ganas de ironizar sobre todo. El sentido del humor es el mejor invento del ser humano. Nace de la fusión de la inteligencia y el optimismo. Los tiranos casi nunca sonríen, lo cual confirma que no he dicho una tontería.

¿He leído libros que no me interesaban? Muchos. ¿He elogiado basura? Ay, sí. Por ejemplo, escribí una reseña muy elogiosa de Serotonina, de Michel Houellebecq. A veces, me pesa. Me dejé llevar por la expectación que había despertado la obra y por el talante provocador de su autor. Siempre he sentido debilidad por los tipos raros y chiflados, particularmente si cultivan la extravagancia para esconder su vulnerabilidad. He vuelto a leer la novela y me parece abominable. La escena que recrea los abusos sexuales perpetrados por un adulto perverso con una menor es indigna y repulsiva. Nada que ver con Lolita, de Nabokov, poética e inquietante. Serotonina es una novela vulgar y morbosa, con una insoportable carga de misoginia. Flirtea con el catolicismo, pero desde una perspectiva preconciliar, rebajando la experiencia religiosa a mera superstición. No sé si el día del Juicio Final, me pedirán cuentas por elogiar el libro. Si es así, me apropiaré de las palabras de Orwell, explicándole a Dios que “la reseña indiscriminada de libros es un trabajo excepcionalmente desagradecido, irritante y agotador”. He omitido “prolongada” porque lo cierto es que me gusta mi oficio. En cambio, subrayo lo de “indiscriminada”.

Sería un ingrato si no admitiera que El Cultural suele reservarme las novedades más interesantes, pero tengo que darle la razón a Orwell: reseñar indiscriminadamente no es bueno para el carácter. Y creo que tampoco para el espíritu. Afortunadamente, tengo este espacio, donde puedo reencontrarme una y otra vez con los clásicos. Eso sí, no ignoro que soy algo tan anómalo como una vieja postal, una pajarita o un Christmas. Por cierto, El Cultural enviaba antiguamente Christmas. Era un bonito detalle, pero ya no lo hace. En su lugar, manda una felicitación electrónica. Verdaderamente, vivimos un tiempo de decadencia y los críticos literarios somos quizás una de las notas cómicas de esta hecatombe. No me importa. Prefiero este papel al de villano, algo reservado a los corifeos de la cultura de masas, los políticos que recortan horas a la filosofía y los artífices del lenguaje inclusivo.

lunes, 29 de noviembre de 2021

"Poros" por Irene Vallejo



Nuestro órgano más grande, la piel, es un enorme archipiélago de poros. Somos criaturas agujereadas, aunque nos gusta imaginarnos tersas, firmes y esculturales. Alimentamos esa fantasía con filtros y cremas, retoques fotográficos o quirúrgicos. Como escribe Byung-Chul Han en La salvación de lo bello, “lo pulido, liso e impecable es la seña de identidad de la época actual. Es lo que tienen en común las esculturas de Jeff Koons, los iPhone y la depilación. Lo pulido encarna la actual sociedad positiva. Sonsaca los ‘me gusta”. Encumbrar las superficies brillantes y bruñidas, sin defectos, significa apostar por una estética anestesiada.

Hace más de medio siglo, la literatura de ciencia ficción anticipó esta obsesión por las superficies impecables. Un joven llamado Ray Bradbury, que se ganaba la vida vendiendo periódicos por la calle, solía refugiarse al acabar la jornada en sus adoradas bibliotecas. Allí, con una máquina de escribir alquilada, escribió Fahrenheit 451, un vibrante alegato sobre el valor del arte, ambientado en un mundo totalitario —esas invivibles sociedades perfectas— donde los libros están proscritos y deben ser quemados. En un conmovedor capítulo, un profesor de Literatura privado de su puesto se pregunta: “¿Por qué los libros son odiados y temidos? Muestran los poros del rostro de la vida. La gente comodona solo desea caras de luna llena, sin poros, sin pelo, inexpresivas”. El personaje recuerda que 40 años atrás se quedó sin trabajo al cerrar la última universidad de humanidades. Un día, sentado en un banco del parque, mientras acaricia un libro de poesía oculto en su chaqueta, su posesión clandestina, le escuchamos describir con palabras de cadencia musical el cielo, los árboles y la exuberante naturaleza. “No hablo de cosas, señor. Hablo del significado de las cosas. Me siento aquí y sé que estoy vivo”. La belleza de la poesía es porosa, ambigua, imperfecta, peligrosa.

En torno al año 400, un poeta de Alejandría llamado Páladas, contemporáneo de la sabia Hipatia, dejó constancia de sus penalidades: “Soy profesor de letras. La cólera de Aquiles fue para mí causa de funesta miseria. Me matará el hambre fiera. Para que otra vez Paris raptara a Helena, yo me he hecho mendigo”. Me gusta imaginar al profesor cesado de Fahrenheit en aquel mismo parque, charlando con Hipatia y el viejo Páladas, mientras recitan poemas y comparten penurias. Al poco, se uniría una curiosa pandilla de profesores de la Universidad de Oxford: primero llegarían envueltos en una nube de humo, pipas en ristre, Tolkien y C. S. Lewis, ambos filólogos empedernidos; después, el matemático Lewis Carroll, tal vez acompañado de la pequeña Alicia, hija de un especialista en griego clásico. La fantasía de este estrafalario trío de enamorados de las lenguas antiguas creó personajes literarios y sagas inolvidables que hoy generan colosales beneficios y un rentable imperio económico. A Páladas le hubiera divertido saber que el amor a Homero, además de mendigos, puede forjar con el tiempo inesperados millonarios. La creatividad es un laberinto de pasadizos sorprendentes.

Cada vez más encerrados en nuestras cápsulas herméticas, pasamos por alto la belleza imprevista, espontánea, sin precintar. En 2007, el periódico The Washington Post llevó al metro de Washington al célebre violinista Joshua Bell, que interpretó obras de Bach con un valiosísimo stradivarius. En plena hora punta, miles de personas pasaron de largo con total indiferencia. Dos días antes había llenado un teatro a 100 dólares la butaca, pero esa vez Bell solo recaudó 32 dólares y no llamó la atención de más de seis espectadores, la mayoría niños. Como sabían el maestro de Bradbury y la Alicia de Carroll, la literatura y el arte son madrigueras que comunican nuestra imaginación con el mundo. Quienes enseñan humanidades abren cada día pasadizos. Sin su labor, nos arriesgamos a perder la valiosa imperfección del mundo: lo bello resbalaría sin empaparnos. Frente a pieles etiquetadas y envasadas al vacío, la filosofía, la música y las lenguas antiguas todavía respiran, manteniendo viva la esperanza de ser porosos.

sábado, 20 de noviembre de 2021

"Tiempos de sinrazón" por Antonio Muñoz Molina



Cuanto más rico y profundo es el conocimiento parece que se vuelve más contumaz la ignorancia. Nunca como ahora ha sido más accesible el saber, y nunca la ciencia y la tecnología habían sido tan eficaces a la hora de investigar la naturaleza de un virus letal y de idear vacunas y tratamientos contra él: pero da la impresión de que cuanto mayores son los avances, mayor es también el efecto reactivo del oscurantismo. Un estudio estadístico citado hace poco por The Economist ha revelado una correlación, en Estados Unidos, entre la defensa del derecho a llevar armas de fuego y la creencia en una lucha cósmica entre el Bien y el Mal y en la existencia del demonio. En Estados Unidos, y sobre todo en el sur, con su religiosidad bíblica y apocalíptica, la compra de armas de fuego se multiplicó durante la pandemia. Llevar pistola debe de ser una medida sanitaria más eficaz que ponerse una mascarilla, sobre todo si en la otra mano se lleva la Biblia. Pero en la Europa laica, rica y culta el negacionismo de las vacunas nos hace vulnerables de nuevo, y en muchos de los responsables científicos y de salud pública se nota un desaliento que les agrava la extenuación de una lucha ya tan larga: es el desaliento ante esa propensión incorregible de muchas mentes humanas a no aceptar los datos de la realidad y a no ejercitar el raciocinio, a no ver lo que se tiene delante de los ojos, a recelar de las personas dotadas de conocimiento y credenciales contrastadas y entregar al mismo tiempo su confianza a estafadores, brujos, videntes, echadores de cartas. En otras épocas la miseria y el atraso hacían tal vez inevitable la primacía de la superstición. Cuando no se sabe nada de las leyes de la naturaleza y se carece de defensas contra las enfermedades y las catástrofes, cualquiera puede creer en el mal de ojo y confiar en conjuros y milagros. Ahora, al menos en nuestra parte del mundo, la educación vuelve accesibles los conocimientos fundamentales a la inmensa mayoría, y casi en cada momento de la vida cotidiana puede comprobarse la fiabilidad de los saberes científicos y de las tecnologías que se derivan de ellos.

Lo peor no es que el oscurantismo niegue la ciencia y la racionalidad: es que las vuelve a su servicio. Hace ya muchos años, antes de los tiempos de internet, me llamó la atención una noticia que leí sobre las comunicaciones que establecían con la Tierra los cosmonautas rusos que pasaban meses en la estación espacial. Aparte de con sus familias, resulta que se comunicaban sobre todo con sus brujos y astrólogos personales. Hacían compatibles la astrofísica y la astrología, del igual modo que varios siglos antes Isaac Newton había seguido practicando la alquimia al mismo tiempo que dilucidaba algunas leyes fundamentales de la física. También Galileo Galilei, padre del método experimental, explorador de los cráteres de la Luna y de la aceleración de los cuerpos, era devoto de la Virgen de Loreto, y peregrinó una vez a su santuario, dando vueltas de rodillas a la casa natal de la Virgen María, transportada milagrosa y oportunamente desde Belén a Italia por los ángeles, cuando estaba a punto de ser derribada por unos impíos sarracenos.

Cuando irrumpió internet, los profesionales del optimismo tecnológico auguraron que se abría una nueva época como de ilustración universal, libre ya de la presunta tiranía de los poseedores tradicionales del saber, así como de la necesidad de cualquier esfuerzo, aprendizaje o disciplina: no harían falta ya periódicos, porque gracias a internet cualquiera podía ser periodista; los profesores ya eran superfluos, porque muchos eran mayores y torpes y lo que ellos pretendían enseñar o era inútil o los estudiantes, nativos digitales, ya lo aprendían por su cuenta; y ni siquiera era necesario estudiar ni aprender nada —esos temibles y desdeñados “contenidos”— porque cualquier información que uno necesite la tiene al alcance de un clic en la Red. Es como decir que no hace ninguna falta esforzarse en aprender un idioma, si cualquier palabra o cualquier frase pueden encontrarse traducidas al momento en la pantalla del teléfono. La alianza ya antigua entre psicopedagogos y comisarios políticos había tenido efectos devastadores en la enseñanza: ahora se han sumado a ella los idólatras felices de la tecnología, que tan buenos servicios prestan a esos tres o cuatro monopolios que ahora dominan el mundo.

Durante la pandemia hemos descubierto, por si no lo sabíamos, el valor de la sanidad pública. Pero igual de decisivo es el de la instrucción pública, porque estamos viendo que el oscurantismo militante causa contagios y muertos, y nos vuelve tan vulnerables al virus de la covid como al de la demagogia y la irracionalidad, que son los equivalentes políticos del esoterismo, del curanderismo, de las pseudociencias. Se vota a un demagogo populista por la misma depravada confusión mental por la que se acude a un tarotista o a un astrólogo, buscando remedios mágicos a problemas reales o a fantasías o delirios. En internet hay artículos de gran seriedad que enseñan cómo distinguir a un tarotista riguroso de un impostor. En Barcelona, cuenta en este periódico Jesús García Bueno, una mujer ha denunciado a una tarotista célebre por haberla amenazado y acosado después de cobrarle más de 30.000 euros con la promesa de que iba a ayudarla a salir de sus apuros económicos. Cuando la mujer acudió a ella, el diagnóstico de la tarotista fue terminante: “Tienes mal de ojo, llevas un muerto a la espalda y tus perros van a morir”. El remedio a aquellos apuros incluía la intervención de un “abrecaminos”, que rezaría diariamente durante varias horas para disipar el maleficio, así como el viaje de un exorcista a Jerusalén, a fin de enterrar allí unos collares de los perros y unos calcetines de esta mujer. Como su cuenta en el banco estaba bloqueada, para pagar a la tarotista acudió a su propio fondo de pensiones. Pero esta mujer no es una pobre ignorante: tiene la carrera de Derecho y trabajó como profesora hasta su jubilación. Dice que estaba tan desesperada que si la tarotista le hubiera pedido 100.000 euros, habría sido capaz de robar para conseguirlos. Hasta el organismo más vigoroso puede ser vencido en poco tiempo por el ataque de un virus. La mente humana es tan propensa a la sinrazón que es preciso fortalecerla sin reposo con la disciplina del sentido común y del conocimiento, con los anticuerpos de la libertad de espíritu agudizada por el continuo aprendizaje de lo racional y lo real.

martes, 9 de noviembre de 2021

Lírica medieval

Lírica medieval Presentación sobre la lírica medieval para Literatura Universal.