miércoles, 10 de marzo de 2021

"Cuando Chéjov salió a buscar el infierno" por Andrea Calamari



Antón Chéjov tenía treinta años, una credencial de periodista, popularidad como escritor y los pulmones destruidos por la tuberculosis cuando emprendió un viaje a la isla Sajalín, una colonia penitenciaria en el lugar más inhóspito y hostil de Rusia.

«Hacía tanto tiempo que no bebía champaña». Las últimas palabras de Antón Chéjov son famosas, su penúltima frase la había dicho en alemán: Ich sterbe, «me muero». Cada biógrafo cuenta la escena de manera diferente, también lo hace Olga Knipper en sus memorias, la actriz con la que se casó hace tres años, y la cuenta también el médico que llegó sin chances a la habitación de un hotel alemán. A mí la versión que más me gusta es la de Carver, porque no es verdad. Raymond Carver era admirador de Chéjov y, en un libro de cuentos, escribió uno —«Tres rosas amarillas»— que tiene al ruso como protagonista y cuenta esa noche. Con la literatura pasan esas cosas y ahora hay biografías que incluyen detalles sobre Chéjov muriendo por la tuberculosis que solo están en ese cuento. Tiene la evidencia que le da la ficción.

Una vez, cuando estaba en Niza, un editor le pidió que escribiera un relato «sobre un tema tomado de la vida en el extranjero»; quería una crónica de viaje, unas apostillas o comentarios del gran escritor ruso, pero él rechazó la propuesta con un argumento que define su escritura: «Solo soy capaz de escribir de memoria, nunca escribo directamente de la vida observada». La esposa y el médico estaban en ese cuarto y vieron los hechos, Carver escribió de memoria.

Antón Pávlovich Chéjov había nacido hace cuarenta y cuatro años en el Imperio ruso, hace veinte que escupe sangre y ahora acaba de morir en una habitación de un hotel en el Imperio alemán adonde había llegado con la esperanza de superar los ataques de tos con baños termales. Todos sabían que tenía los días contados.

Siempre fue un personaje chejoviano: se pueden ver sus acciones, ahí están sus relatos y todas las cartas que escribió, pero no sabemos nada más, eso es todo; en los cuentos de Chéjov no conocemos las motivaciones de los personajes, hizo de la concisión un estilo. Cuando ya era un escritor de renombre, el editor V. A. Tijónov le pidió que redactara una autobiografía para su revista y la respuesta de Chéjov se condensó en unas doscientas palabras donde muestra algunas cosas: su título de médico, los relatos que escribió y no mucho más; porque lo importante, como en cualquier relato de Chéjov, es lo que no se dice. En otras ocasiones resumía aún más su autobiografía: decía que su vida se dividía en dos etapas, entre el tiempo en que su padre lo golpeaba y el tiempo en que había dejado de hacerlo.

Decía que, para escribir, no hay que tener miedo de parecer tonto. Los biógrafos buscan en sus notas y en sus cartas las motivaciones del escritor (por qué se mantuvo soltero casi toda su vida, cuál fue la verdadera relación que mantuvo con su esposa, por qué vivían separados, cómo se llevaba con sus amigos, cuánto admiraba o no la escritura de Tolstói), algo que Chéjov retacea en cada uno de sus personajes. Como si fuera uno de ellos, cuando tenía treinta años, fama como escritor y una tuberculosis que lo volteaba en la cama por días enteros, Antón Chéjov, sin motivo aparente, decidió atravesar el continente y recorrer más de seis mil kilómetros en un viaje incómodo, inútil, inverosímil, hasta la isla Sajalín.

En un relato, la vida de un hombre puede resumirse en un par de escenas; las de Chéjov podrían ser la de su muerte y aquel viaje a Sajalín.

Sajalín es una isla grande y alargada que se extiende sobre Japón, parece su continuación hacia el norte, interrumpida por el mar. Perteneció a China, perteneció a Japón, fue disputada y compartida, pero ahora es de los rusos, aunque en los mapas japoneses sigue figurando como «tierra de nadie». Lo cierto es que desde 1875 el Imperio ruso está a cargo y ha convertido el territorio en una gran colonia penitenciaria: el clima y la geografía son los barrotes. «En una isla separada del continente por un mar tormentoso no parecía difícil fundar una gran prisión». Sajalín es un lugar imposible; ya lo dice la leyenda: cuando los rusos ocuparon la isla y empezaron a maltratar a sus habitantes nativos —los guilakos—, un chamán la maldijo, sentenciando que ningún provecho saldría de ella.

De Chéjov siempre se dijo que le gustaba andar solo, las mujeres lo codiciaban pero él, en caso de casarse, solo lo haría si tenía la garantía de que cada uno de los dos podría seguir haciendo su vida como hasta entonces. Con Olga lo va a lograr, pero faltan años para conocerla, ahora está alistándose para ir a los confines de un imperio extenuado pero persistente. Necesita una excusa y usa su título de médico para conseguir una autorización de la Dirección General de Cárceles para viajar por intereses científicos y literarios: observará las condiciones de vida, va a hacer un censo, va a hablar con la gente del lugar y después va a escribir un libro. Nadie sabe por qué decidió hacer ese viaje, no es lógico: tiene fama, buena posición económica y está enfermo desde hace años, ese clima lo va a matar. Dijo que lo hacía porque quería moverse.

Los preparativos del viaje le habían llevado más de un año: consultó obras y documentos, leyó códigos, reglamentos, artículos periodísticos, memorias de viajeros; leyó historia y geografía de la isla, también se compró un mapa. «Paso todo el día sentado, leo y tomo apuntes. En la cabeza y el papel no hay nada, solo Sajalín». Cuentan que, mientras estaba preparando su viaje, un artista (N. es el modo en que se lo nombra) quiso acompañarlo, pero a Chéjov le gusta viajar solo, dice que ese el único modo concebible de viajar y le pide ayuda a un amigo para sacárselo de encima: «No he tenido el valor de negarle mi compañía, pero viajar con él sería una auténtica desgracia. Sea mi benefactor, dígale a N. que soy un borracho, un timador, un nihilista, un pendenciero, que es imposible viajar conmigo, que un viaje en mi compañía sólo conseguiría disgustarlo».

El 21 de abril de 1890 Antón Chéjov se sube a un tren en Moscú con un equipaje que incluye ropa de abrigo, mapas y notas de la isla y su maletín de médico. Después del tren vendrán tramos en carruajes, barcos y a pie. Lo que en el Sahara es el desierto o en la Antártida es la nieve, en Siberia es la taiga: un revoltijo enmarañado de ramas, agua y frío que no deja avanzar.

—¿Por qué en esta Siberia de ustedes hace tanto frío?—, pregunta. —Así lo quiere Dios—, le responde el cochero.

«La medida humana común no tiene valor en la taiga», dice Chéjov con el barro hasta el cuello.

En unos meses llegará a Sajalín y se convertirá en la única persona en ir ahí por voluntad propia. El lugar es digno de la maldición del chamán: los pasos de los condenados arrastrando las cadenas, los carros con caballos, los presos encadenados a carretillas, los trabajos forzados en el bosque, los intentos de fuga a ningún lugar, niños engrillados, mujeres libres que se encierran con sus hombres, niñas prostituidas, desterrados, funcionarios; más el hambre, las chinches, las pestes, la miseria y el clima.

Pero en Sajalín no hay ningún clima, solo mal tiempo. Dice Chéjov que cuando Dios creó ese lugar «lo que menos tenía en mente era al ser humano». Los poblados no parecen tales, los habitantes no están ahí reunidos por su propia voluntad, es como si todos fueran «náufragos de un barco»; quedaron así, amontonados. Es toda gente que parece innecesaria, como si hubieran sobrado de algún otro lugar.

Dos años antes del viaje, en 1888, había publicado su primer gran éxito, una novela corta: La estepa, historia de un viaje, un relato que transcurre en una época de extremado calor y sequía. Mientras lo escribía reflexionaba sobre su propia escritura —lo hizo toda su vida en sus notas y en sus cartas— porque no encontraba el tono y se lamentaba por no decir todo lo que debería decir, sin embargo siente que no puede escribir de otra manera. Chéjov va a descubrir que la condensación es su modo de escribir: eso que llaman estilo. Tiene miedo de no ser tomado en serio como escritor aunque ya es un profesional que vive de lo que le pagan por sus relatos. Siempre decía que la medicina era su esposa y la literatura era su amante, sin embargo se dedicó profesionalmente a escribir y atendía enfermos en sus momentos libres. Cuentan que, cuando llegaba a su casa de campo —pasaba mucho tiempo en Moscú y en San Petersburgo— hacía izar una bandera para que todos supieran que el doctor había vuelto y atendía gratis a los pacientes que llegaban a su casa.

Cuando fue a Sajalín, sin embargo, prefirió llevar con él a la esposa y no a la amante; aunque tenía la intención de escribir un libro sobre el viaje, no iba a hacer literatura con él, va a primar su formación científica. Por eso no elige la ficción: la contundencia del lugar le va a impedir hacer literatura.

Entre julio y octubre de 1890 recorre y conoce la isla que es también una cárcel; habla con presos, funcionarios, colonos, soldados, aborígenes; escribe sobre geografía, clima, flora, fauna, historia, higiene, alimentación, instrucción, religión. También hace un censo que nadie le pidió: completa unas ciento cincuenta fichas por día en jornadas de catorce horas.

Habla con todos: va descubriendo los modos de organización del lugar en medio, aprende que cuando los presos terminan su condena pasan a ser colonos, años después podrán ser propietarios y luego campesinos; también que todos sueñan con volver al continente y que solo podrán hacerlo si tuvieron una conducta intachable y no tienen deudas con el Estado (pero nadie logra no deberle algo a un Estado omnipresente): casi nadie consigue el permiso. Las mujeres que llegan «son mujeres de temperamento, condenadas por delitos de carácter novelesco» y son distribuidas entre los hombres teniendo en cuenta juventud y belleza. Las muestran como mercancía: «la mujer es asignada al colono tal, en la colonia tal, y el matrimonio civil está cumplido».

En Sajalín hay dos instituciones subsidiarias: la cárcel y la colonia. Rusia necesita de los presos para colonizar y poblar ese lugar, entonces «la cárcel cede todas las mujeres a la colonia» para que les den hijos a los funcionarios. Chéjov dice que en la isla las mujeres tienen un lugar «por debajo incluso que un animal doméstico» y que el peor castigo que tienen (peor que el hambre, peor que la tisis, peor que las chinches) son sus concubinos. «A causa de la enorme demanda, no obstaculizan el ejercicio de la prostitución ni la vejez, ni la fealdad, ni la sífilis en su tercera fase».

La prisión de Sajalín es muchas prisiones. Está, por ejemplo, la de Due: la más vieja, la más sucia, la más pobre, la más peligrosa. Ahí, cuando reina el silencio, se puede escuchar el canto del «loco de Due», un prisionero que, desde su llegada, se niega a trabajar en las minas de una empresa con sede en San Petersburgo y no hay celda de castigo o azote que lo haya doblegado «¡Igual no voy a trabajar!», se le escuchaba decir y al final los guardias lo dejaron en paz. Ahora, el loco de Due, camina por las calles y canta. De todo va a tomar nota para después escribir su libro porque Chéjov quiere que todos en el continente sepan lo que Rusia hace con los desterrados en este lugar «donde una fuga solo puede ser soñada».

De los obstáculos que hay que vencer para una fuga, el más terrible no es el mar, antes están la taiga, la niebla, los osos, el hambre, los mosquitos, el invierno: un hombre mal alimentado y agotado por la vida carcelaria no podrá recorrer más de cinco kilómetros por día sin saber a dónde ir. La mayoría de los fugados mueren unas semanas después, agotados. Otros vuelven con sus últimas fuerzas y ruegan ser encontrados por un vigilante. ¿Por qué siguen escapando? Porque «su conciencia de vida aún no se ha colmado». Si uno es un hombre no puede no tener deseos de escapar, dice Chéjov. El preso Altújov tiene unos sesenta años y su procedimiento de fuga es conocido: toma un pedazo de pan y se aleja unos quinientos metros del puesto de vigilancia. Cuando llega a una colina, se sienta a mirar el horizonte y vuelve después de unos días. Hace años lo azotaban cada vez que volvía, pero ya no. No es el único que se escapa sin escaparse: algunos disfrutan una libertad de un mes, de una semana, a otros les alcanza con un solo día. Peor no puede ser, parecen decirse, y entonces se fugan porque nadie puede quitarles eso. «Me parece que, si yo fuese un preso, necesariamente huiría de aquí, sea como fuere», escribe Chéjov.

En la isla la autoridad policial administra tanto la justicia como los castigos, que son ejecutados tras un breve examen médico que determina cuántos latigazos puede soportar el reo en cuestión. Chéjov pide ver un castigo: serán noventa latigazos; cuando van por el número cuarenta y tres siente que no puede seguir viendo, sale a recuperar el aire, vuelve a entrar, vuelve a salir y otra vez dentro. «Por fin noventa», escribe. «Eso fue por el asesinato, por la fuga recibirá aparte, me explican cuando estamos regresando».
Después de tres meses en la isla emprende un regreso que le tomará ocho meses: va a volver en barco dando la vuelta por el Índico. Antón Chéjov recorrió en pocos meses una distancia equivalente a la mitad del círculo terrestre en todo tipo de transportes en dudosas condiciones para un intelectual tuberculoso que se movía como un héroe de acción. Aunque todos en su entorno le habían alertado sobre los riesgos de un proyecto suicida, él dijo que ese «viaje al infierno» le había mejorado la salud. «Es algo extraño. Tanto en el viaje de ida a Sajalín como en el de vuelta me sentí perfectamente bien, pero ahora, en casa, el diablo sabe lo que me está pasando».

Volvió a su vida entre el campo y la ciudad, a los ataques de tos y a la escritura. El libro de viaje tardó en aparecer: entre 1893 y 1894 fue publicando crónicas breves en un periódico y al año siguiente publicó el libro La isla Sajalín (De mis apuntes de viaje) sobre el que no tenía ninguna clase de expectativas literarias: lo veía como un tratado de ciencias naturales y sociales. Lo cierto es que darle forma le llevó más de cinco años de escritura a un hombre que resolvía sus relatos en cuestión de días.

La explicación es que era el libro de un científico y no de un literato. No hizo arte con él: le dejó paso a la contundencia de la realidad y se convirtió en un sirviente de las cosas del mundo que, para Chéjov, no son las que se usan para hacer literatura. Eso es raro, porque el desprecio por la lírica en sus relatos puede hacernos creer que la materia prima de su obra es la realidad, pero el meollo de sus textos está en la elipsis, en esas historias que, como él quería, no tienen trama ni final y parecen empezar en la segunda página.

La escritura de los relatos le llevaba unas semanas, las obras de teatro le llevaban meses, («¡ay! por qué habré escrito teatro», se lamentaba), con Sajalín quiere contarlo todo y la escritura le demanda años. Lo que en sus ficciones muestra con unas pocas pinceladas muy precisas, en su reportaje sobre la isla le lleva páginas y páginas porque está pensando en lectores específicos: aquellos que no quieren —y deberían— ver lo que el Estado ruso está haciendo con esos condenados que envía cada año a Sajalín, ese infierno.

Este es su único libro de no ficción y definitivamente no es la más célebre de sus obras, tampoco sabremos cuánto influyó el viaje en su vida porque el cronista se limitó a contar los hechos. El año en que lo publicó fue también el de su capitulación ante la idea del matrimonio. Había resuelto casarse, todavía no sabe con quién pero sí cómo debe ser la mujer para él. Tiene treinta y cinco años, faltan tres para conocer a la que será su esposa y le escribe a un amigo:

Muy bien, me casaré si usted quiere. Pero con las siguientes condiciones: todo debe quedar como antes, es decir, ella tendrá que vivir en Moscú y yo en el campo; yo me encargaré de visitarla. No puedo soportar esa clase de felicidad que dura día tras día, de una mañana a otra. Cuando alguien me habla un día y otro de las mismas cosas y en el mismo tono de voz, me enfurezco… Prometo ser un marido maravilloso, pero deme una mujer que, como la luna, no aparezca todos los días en mi cielo.

Como si fuera una biografía por encargo, lo que sabemos de la vida de Chéjov podría ser resumida en unas doscientas palabras:
El padre le daba unas palizas descomunales y dejó de hacerlo cuando él se convirtió en jefe de familia gracias a su trabajo de médico y escribiendo relatos humorísticos con seudónimo. Su letra era pequeña. Confiaba en el progreso, decía que el problema de Rusia es que es un país sin hechos pero repleto de opiniones. Dejaba a sus personajes en paz, dándoles voz propia. No los juzgaba. Nunca escribió moralejas. Tosió y escupió sangre durante más de veinte años, viajó a la isla Sajalín y le contó al mundo lo que vio en un libro que le costó más trabajo que cualquier otra línea que escribió en su vida (tenía la obligación de la verdad). Tolstói lo admiraba y también decía que caminaba como una muchacha, las mujeres lo seguían, se casó en secreto con una actriz y la mayor parte del tiempo había miles de kilómetros entre ambos.

Olga está con él en una habitación de hotel, el médico que lo atiende lo conoce por sus relatos y ahora está al pie de su cama, escuchándolo delirar: dice algo de unos marineros y de los japoneses (tal vez se acuerda de las disputas por Sajalín). Unos minutos después dice que se está muriendo, el hilo de voz es tenue, no sabemos si escucha y entiende cuando el médico toma el teléfono para pedir una botella de champaña y tres copas. Antes de morir, antes del último aliento, antes de tenderse de lado, antes de beber un sorbo, antes de llevarse la copa a los labios, dice: «Hacía tanto tiempo que no bebía champaña».

lunes, 8 de marzo de 2021

"Rosalía rima con poesía" por Martha Asunción Alonso



La primera vez que escuché a Rosalía aún no sabía que sus canciones vuelan lejos de ser solo canciones y que requieren por eso ojos como platos. De modo que los cerré como suelo hacer cuando escucho música. En absoluto esperaba que aquella voz trenzada de oscuridades a medias me devolviera los grafitis en los soportales noventeros de mi barrio, como flechas indicando sueños de salida de un laberinto invisible. No confiaba tampoco en recuperar, por espacio de dos minutos y veintinueve segundos, a mis hermanas adolescentes esperando el tren del viernes por la noche, con el eyeliner ligeramente corrido, licra y plataformas para tensar y hacer temblar el andén —la galaxia— a su paso: asustar para sentir menos miedo.

Aquellos acordes motores, los rumores en la escalera, la voz en penumbra y el cristalito crujiendo me acertaron, como a millones de fans, en el centro de la diana. Al abrir los ojos e ir penetrando en la selva de imágenes que constituye el universo Rosalía, la afinidad, el entusiasmo y la emoción no hicieron más que acrecentarse. Tratando desde entonces de ahondar en el porqué, he llegado a esbozar algunas conclusiones.

La primera de ellas tiene que ver, valga la redundancia, con esa primera vez. El primer contacto ciego con las muchas voces dentro de la voz de Rosalía Vila Tobella.

Los entendidos ahora lo llaman beat, aunque ya existía en todos los descansillos de cualquier adolescencia estándar de extrarradio: madres y abuelas que venían de campos del sur meneaban la cabeza preocupadas al ver marchar a hijas y nietas rumbo al chundachunda. Suspiraban. Se santiguaban. Golpeaban el rodapié con la escoba. Palmeaban, repetían refranes y entonaban estribillos que a esas hijas o nietas les seguían zumbando en los oídos, aunque no lo quisieran o supieran, cuando entraban —entrábamos— fingiendo inmunidad en las discotecas de moda. En ese ritmo familiar, la memoria del corazón intercala además los pasos por el aula de todas las maestras de escuela que nos recitaron poemas con los ojitos brillantes. Me consta que no soy la única que en Rosalía volvió a percibir, sin esperarlo, algo muy parecido a ese beat que fuera canción de cuna. La vocación de aprender a respirar entre lo arcaico y lo futuro, lo mamífero y lo eléctrico, ellas y nosotras.

1. Rosalía lorquiana y hernandiana

Basta aguzar el corazón cuando Rosalía canta Que no salga la luna para escuchar de nuevo a aquellas madres y abuelas canturreando coplas, a aquellas maestras explicándonos el significado de los símbolos en la tragedia en verso Bodas de sangre (1931) de Federico García Lorca. El mal augurio de la luna brillando como el filo de un arma traicionera. La corona inmaculada de la novia virgen que, al dirigirse al altar, se arroja sin saberlo hacia un abismo de dolor.

La novia de Lorca, recordemos, avanza tocada de flores blancas de azahar. En el capítulo 2 (Boda) de El mal querer (2018), la de Rosalía lo hace coronada de brillantes y de perlas igualmente blancos.

Esa pureza alarmante del color blanco, esa luna mortal y los destellos metálicos resultan, en efecto, arteriales tanto en la poética lorquiana como en el universo simbólico de Rosalía. En Que no salga la luna nos deslumbra el fulgor amenazante de esta en anillos, puntas de navaja, hojas de cuchillos y esclavas de plata. También, si se mira con detenimiento, en todas y cada una de las visiones convocadas en este álbum nocturno bañado, desde el principio hasta el fin, por su sutil luz; y en pasajes capitales de ese periplo oscuro hacia un resquicio de claridad que es el disco Los Ángeles —escúchese y véase, por poner un único ejemplo, De plata—.

A veces, no se sabe bien si esa luna es la verdadera “o es un anuncio de la luna”, como escribió otro gran poeta andaluz, Juan Ramón Jiménez. Mas no importa, mientras alumbre.

Luna, luna.

La misma que nos vigila, además de en Bodas de sangre, desde textos lorquianos tan de todos como el Romance de la luna, luna, muchas veces musicado:

En el aire conmovido mueve la luna sus brazos

y enseña, lúbrica y pura, sus senos de duro estaño.

Huye luna, luna, luna.

Si vinieran los gitanos, harían con tu corazón collares y anillos blancos.

Niño, déjame que baile.

Cuando vengan los gitanos,

te encontrarán sobre el yunque con los ojillos cerrados.

En estos versos, tiembla la tierra bajo los cascos desbocados de los caballos de los gitanos acercándose a la fragua. Los caballos, en Lorca, a menudo se asocian con el deseo sexual arrollador y con la violencia de cierta masculinidad. Volvemos a presentirlos y a temerlos, por ejemplo, en la Nana del caballo que no quiso el agua o Nana del caballo grande intercalada en la ya mencionada Bodas de sangre (acto I, cuadro II). Camarón de la Isla la versionó magistralmente en su mítico La leyenda del tiempo, del año 1979. Contó entonces con el talento del músico flamenco Jesús Bola para los arreglos. Casi cuarenta años después, el mismo Bola ha sido el arreglista de la seguiriya Reniego (cap. 5: Lamento) de El mal querer.

El original de Lorca y la reinterpretación de Camarón duelen hasta tal punto que “el caballo se pone a llorar”. En Rosalía, sobrecoge el grito de auxilio de una mujer que “ríe por fuera” y llora “por dentro”. Ambas versiones, como si de dos caras de la misma moneda de plata se tratara, lanzan al aire un mismo gemido estremecedor, capaz de romper el corazón en infinitos espejos —los vemos reducidos a añicos, por cierto, en el videoclip del tema de la artista—.

Pero ¿y los caballos? ¿Dónde y cómo trotan, galopan y relinchan los caballos lorquianos en Rosalía, si es que lo hacen? Lo hacen. Son eléctricos. Supersónicos. Motores. Tuneados. Coches, motos y camiones: para ganar carreras, algunas veces; para fingir que se deja ganar y conceder la ilusión de una relativa ventaja, otras. En cualquier caso, sabemos por el tema Con altura que siempre arrancan con “Camarón en la guantera” y que embisten, como la Kawasaki de A palé, “por seguiriyas”.

O como el miura de dos ruedas que derrapa en Malamente. Al hilo del videoclip de este tema plagado de metáforas visuales —los capotes urbanos o el nazareno en monopatín, por citar tan sólo dos—, cabe, por supuesto, seguir teniendo presente a Lorca. Su fascinación por la liturgia del toreo, por la religiosidad y por la cultura popular bien lo permite. No obstante, resulta casi imposible evocar la simbología taurina sin reivindicar la huella del alicantino Miguel Hernández, miembro de la Generación del 27, “poeta del pueblo” en cuya obra el toro sintetiza lo bello y lo terrible tanto del ser humano como del devenir español: amores, deseo, belleza, nobleza, furia, valor, dolor, destino, infortunio, muerte.

Observamos todos esos rostros de la vida, que a su vez nos observan fijamente, en Rosalía. Detengámonos a continuación en el último de ellos.

2. Rosalía elegíaca y matrioska

La muerte parece, sin lugar a dudas, el tema principal de Los Ángeles (2017), que podría por lo tanto clasificarse de trabajo eminentemente elegíaco. La austeridad de su estética en blanco y negro, su asociación con el Guernica de Picasso en una de sus puestas en escena más memorables y la sobriedad sonora —la voz de la artista acompañada en exclusiva por la guitarra española de Raül Refree— parecen subrayar esta dimensión elegíaca.

El título mismo nos remite a las ideas de fe y de tránsito divinos. La ópera prima de Rosalía se abre, de hecho, con el sonido angelical de una voz infantil recitando titubeante a la Niña de los Peines: “Toma este puñal dorado / Y ponte tú en las cuatro esquinas...”. No es en absoluto casual la elección de ese niño o de esa niña para el primer corte del disco. Con su presencia nueva, recién estrenada, nos situamos en el edén perdido, antes de todos los pecados y de la invención misma del llanto. Al inicio de la Odisea. En el nacimiento del río. Muy lejos aún de “ese mar que es el morir”, en palabras del poeta medieval Jorge Manrique en las celebérrimas Coplas a la muerte de su padre (1483).

Para arribar a la absolución del limbo que nos aguarda a todos por igual en la desembocadura al océano —en este disco, se corresponde con las pistas undécima y duodécima: Redentor y I See a Darkness, respectivamente—, hemos de explorar cada recodo del camino. Teniendo en cuenta el potente caudal de simbolismo religioso que contiene el número doce, no parece arbitrario que dicha senda discurra precisamente por una docena de temas. Doce eran los apóstoles de Jesús, doce los Frutos del Espíritu Santo y doce las puertas de la Jerusalén celeste, custodiadas por doce ángeles que esperaban a las doce tribus nacidas de los doce hijos de Israel, abocadas a vagar por los desiertos.

A lo ancho de una docena de temas, pues, confirmamos que en el viaje se suceden la aspereza implacable de la llanura y los oasis. Afectos y soledades, encuentros y pérdidas, guerras y treguas, árboles y aves que, a pesar del llanto, se obstinan en seguir cantando ocultas en “la verde oliva”. Verde esperanza, andaluz y lorquiano, una vez más.

El mensaje de ese color, sumado a la mención del olivo —árbol longevo donde los haya—, permite regresar al influjo hernandiano y descubrir que Los Ángeles, contrariamente a lo que pueda parecer en un primer momento, en realidad no versa en exclusiva sobre la muerte. Porque la muerte nunca existe por sí sola, sino hondamente imbricada en la vida. De modo que lo que vertebra el álbum son los tres grandes temas de toda creación o las tres heridas existenciales que cantara el poeta de Orihuela:

Con tres heridas yo:

la de la vida,

la de la muerte,

la del amor.

Hablando en plata —nunca mejor dicho—, Los Ángeles trata tanto de la vida como de su pérdida, y del amor: de aprender a vivir y de lograr amar incluso en la muerte o en su inevitable cercanía.

Y Rosalía los aborda proponiendo su personal actualización de una serie de cantes flamencos antiguos —alegrías, fandangos, tangos, saetas...— o, dicho de otra manera, de un conjunto de poemas cantados de honda raigambre popular.

Resulta, pues, lógico que la métrica de las reinterpretaciones de Los Ángeles recoja con soltura el testigo folklórico de las formas populares comunes del cancionero clásico flamenco y español. Encontramos, por ejemplo, sextetas o cuartetas. El tema Por mi puerta no lo pasen ofrece un emocionante ejemplo de este último tipo de estrofa, compuesta por cuatro versos octosílabos con rima consonante de esquema ABAB:

Ya yo he dicho que a tu entierro

No lo pasen por mi puerta

Porque mirarte no quiero

A la carita ni viva ni muerta.

Más acá de los aspectos formales —merecerían un análisis exhaustivo por sí solos, que dejaremos para otra ocasión—, lo capital parece comprender que Los Ángeles vibra poéticamente en un plano retórico y simbólico. También El mal querer. Resulta posible e interesante rastrear una poeticidad común a ambos trabajos, que constituyen de este modo los cimientos de un sólido universo poético con nombre propio, engarzado de tradición e innovación.

Aletean querubines, por ejemplo, en ambos discos. En el debut de Rosalía, se trata de una presencia marcadamente polifónica. Se acierta a escuchar un coro de voces seráficas doliéndose a las puertas de la muerte, propia o tan cercana que afecta como tal. Destacan el joven dueto de los huérfanos de madre en Nos quedamos solitos, el “hermanico” querido que asciende al cielo en Día 14 de abril o la joven hija de Juan Simón en la pista 10.

En el capítulo 9 de El mal querer resuenan de algún modo ecos de ese coro celestial, convertido en estremecedora Nana al hijo perdido y entonada por una madre rota por el luto cuyas lágrimas lava la lluvia: “Detrás de cada gota, te mira un ángel”. La fatalidad de la muerte sobrevenida en la flor de la vida o el peso de la vida aún por vivir, aspirando a cierta ligereza y a la lumbre a pesar del trauma de la muerte tempranamente descubierta, se nos muestran desnudos en ambos trabajos.

Algo similar ocurre con la reflexión amorosa, pluralmente entendida. Hay en Rosalía amores románticos, destructores como ciclones; amores filiales, amores espirituales y, por fin, amor propio.

Para llegar a este último y experimentar el renacimiento, el empoderamiento, la libertad y la metamorfosis íntima, en definitiva, que el amor propio procura, se aborda la necesidad de padecer primero el calvario y los múltiples barrotes del amor tóxico. En la apertura de Preso (cap. 6: Clausura), la voz de la actriz Rossy de Palma lo resume como sigue:

Bueno, yo por amor, uf, bueno, hasta bajé al infierno

Eso sí, como subí con dos ángeles

(Duele, duele, duele, duele)

Pues, no me arrepiento de haber bajado

Pero bajar, bajé, ¡eh!

Bajar, bajé

(Duele, duele, duele, duele).

Las imágenes del infierno y de la prisión se relacionan con tópicos literarios cuyos orígenes se remontan a la Francia medieval y a los preceptos del amor cortés, que volveremos a evocar en el epígrafe 3. En la tradición poética clásica, las composiciones que juegan con la alegoría del amor como prisión se denominan “carceleras”. En efecto, ese bagaje queda patente en composiciones como Di mi nombre (cap. 8: Éxtasis), donde se contorsiona la amante literalmente encerrada y esposada; o como A ningún hombre (cap. 11: Poder), que nos sitúa en el momento exacto de la asunción con estos versos:

Hasta que fuiste carcelero

Yo era tuya, compañero

Hasta que fuiste carcelero

La estación central del vía crucis, del purgatorio o de la peregrinación desde la cárcel de amor a la liberación serían los celos, explorados con lucidez por la artista catalana en ambas propuestas. Los ojos-puñales que hienden el pecho del amante celoso en Pienso en tu mirá (cap. 3: Celos) acechaban ya en Los Ángeles, en el tema Día 14 de abril:

Cuando me miras, me matas

Y si no me miras más

Cuando me miras, me matas

Son puñales que me clavas

Y los vuelves a sacar

Y los vuelves a sacar.

Ocurre que, en El mal querer, esta metáfora —popular, flamenca y lorquiana donde las haya— se moderniza visualmente de forma radical, como ya lo hicieran toros y caballos. Los ojos-puñales se trocan, por arte de celos, en modernas armas de fuego, porras y armas blancas de todo tipo esgrimidas en un paisaje industrial hecho de hormigón, remolques, palés y containers.

Quizás haya que buscar una de las claves del éxito rotundo de la retórica de Rosalía justo en esa antagonía, en esa oposición, en esa mudanza de elementos variados de la tradición añeja al horizonte contemporáneo, urbano, obrero y poligonero. A muchas ese decorado nos recuerda dónde permanecen enterradas nuestras raíces.

En mi barrio, cuando empecé a adentrarme en los milagros de la poesía, aún donde no llegaba el metro y los libros de texto, nos enseñaban a buscarla quietecita en una torre de marfil. Pero el vuelo, en cuanto las niñas nos dábamos media vuelta o fingíamos cerrar los ojos para hacernos las dormidas, iba además —sobre todo— por lejanos derroteros. La poesía sobrevolaba nuestras ciudades dormitorio, los descampados, los hangares, las grúas, las fábricas y los pasos elevados, tambaleándose sobre las carreteras de circunvalación.

Encuentro que hablar exclusivamente de música al hablar de Rosalía sería como considerar solo la parte esperada de aquel vuelo. Negar lo salvaje y que la mariposa poética, se pongan como se pongan los académicos, se las arregla para lograrse a sí misma donde y como nadie la aguarda.

La poesía —la buena poesía— sorprende. Brinca. Se disfraza. Aletea con igual brillo donde le da la real gana: en la flor o en el barr(i)o. En un endecasílabo o en un videoclip. En el Palace o en el chino. Decirle dónde debe hacer un alto equivaldría a disecarla.

Reducirla a estrecheces canónicas implicaría afirmar que solo entre las altas murallas inmaculadas de los grandes mu seos cabe el arte o que la música resuena exclusivamente en los refinados escenarios de las óperas. Artificialidad. Taxidermia. Haría falta caminar bajo este sol con el corazón hermético para pensar así. ¡Qué difícil, latiendo sangre, respirar de ese modo!

Defiendo que la obra de Rosalía Vila Tobella, también en ese sentido, rebosa poesía. Me acuerdo, tecleando esta última frase, de una polémica antología de poetas aragonesas que se publicó ya hace algunos años en Zaragoza. La cantante Eva Amaral estaba incluida en la nómina de autoras. Personalmente, me pareció un gran acierto. ¿Qué pasará cuando a alguien se le ocurra la osadía de incluir a Rosalía en una antología de poesía reciente española? ¿Les quedarán a los puristas vestiduras que rasgarse? El argumento que con mayor vehemencia esgrimen en sus juicios es tan manido como soporífero: la pureza. ¿A quién ángeles le importa la pureza? ¡Muera la pureza y sigan los puristas pasando fríos! Existen pocos poemas más hermosos que un uniforme hecho trizas.

Esa pulsión de desgarro recorre la totalidad del trabajo de Rosalía. Tiene que ver con el movimiento de la mirada que se desborda a sí misma: vertical, ancha, porosa y elástica. Ojos que todo lo cuestionan, devoran y redefinen. No entienden de prejuicios. O tal vez sí, pero escogen en su lugar la alegre desmesura. La sorpresa en construcción. La poeticidad del contraste. La hermosura de la adulteración. Los extremos. La hibridación abierta. El sincretismo. El reciclaje. La permeabilidad. El mestizaje. La mixtura. La impureza. Lo plural. Lo cosmopolita. Lo charnego. Lo criollo. El viaje, en fin, por lo abisal de las cuatro esquinas del mapa: por esos cuatro angelitos de la guarda que nos velaban la cama cuando, recién inventadas, aprendíamos a aprender a cantar y, lo que es más importante, a jugar a reinventarnos. Así, en mayúsculas.

En los espejos que Rosalía juega a ponernos ante los ojos cerrados se dan la mano infinitas mujeres. Hijas, madres y abuelas, como ya sabemos. También brujas negras de los juicios de Salem. Inmaculadas azulinas de Murillo. Barrocas Marías Magdalenas esculpidas por Pedro de Mena. Dolorosas sevillanas. Majas goyescas. Gitanas de Julio Romero de Torres. Nazarenas con tacones. Diosas que Miguel Ángel se olvidó de pintar, al otro lado de la mano extendida de Adán, en los frescos de la Capilla Sixtina. Adolescentes anudándose el hiyab a la puerta del instituto. Fridas con la doble columna rota en mil pedacitos de noche llena.

La artista ensambla una poética que desbarata toda lógica jerárquica y logra aunar, en un eficaz caos creativo, un enjambre de apariciones y ecos de muy diversas latitudes. El resultado es una fiesta de los sentidos, como ocurre con todo buen poema. Esa celebración nos habla también de la esencialidad de la poesía. Incluso cuando golpea o desgarra, la lírica se alza en brindis. Levantar la copa cuando más duele es comenzar a curarse. Por eso, al pensar en grandes poemas o en las mejores canciones de Rosalía, algunas vemos esa trenza laaarga por donde se escapan las princesas cautivas de los cuentos.

Y pensamos en conjuros donde retumban palabras como palimpsesto o crisol. En vestidos que se ensanchan para que todas quepamos dentro. En ese prodigio poético que son las muñequitas rusas. Eso es: como en una matrioska. Exactamente así se imbrican en el poema de Rosalía los compases todos, desde el pop a lo sacro, pasando por los ritmos sintetizados, latinos, raperos, traperos, callejeros; la literatura, las artes plásticas, la performance, la fotografía, la interpretación, la escenografía, la danza, la moda, el folklore...

¿Qué hay más poético? No sobra recordar, llegadas a este punto, la etimología del término poesía, pues insinúa sendas posibles donde ensanchar aún más la respuesta al interrogante: no es ningún secreto que ποίησις proviene del verbo griego ποιεῖν, cuyo significado apela a crear. Construir. Y, sobre todo, hacer.

3. Rosalía mística y cortés

Es cosa sabida que el amor se hace. Para los poetas místicos, el amor se hace retirándose al silencio, desapegándose de los placeres mundanos, manteniendo viva la llama de la fe hasta confrontar la “noche oscura del alma”, estremecedora y perfecta, donde el hombre se une al fin con Dios. Rosalía homenajea esta tradición revisitando en Aunque es de noche uno de los poemas cumbres del místico castellano San Juan de la Cruz, ya versionado por el flamenco Enrique Morente en los años ochenta. ¿A nadie más le parece un milagro que millones de personas de todo el mundo entonen con fervor, seis siglos después, la plegaria iluminada del santo de Ávila?

Que bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche.

Aquella eterna fonte está escondida, que bien sé yo do tiene su manida, aunque es de noche...

Aproximadamente dos siglos antes de que San Juan de la Cruz rezara estos versos en una cárcel toledana, allá por el año 1578, manos anónimas escribieron en lengua occitana esa novela anónima, en verso, en cuya heroína —la desdichada Flamenca— sabemos que se inspira El mal querer.

El peregrinar amoroso de Flamenca no se comprende sin el contexto de los tratados poéticos medievales sobre el «fin’ amors», los amores “de lejos” o “de oídas” y, en fin, los preceptos del amor cortés o buen amor. Es preciso pensar, para entender a Flamenca, en juglares y en trovadores, en un mundo donde la poesía irrigaba todas las artes. De modo especial, se impone recordar al primer trovador conocido en lengua occitana, Guillermo IX de Aquitania, para quien el buen querer pasaba por crear, construir, hacer canciones-poemas “non er de mi ni d’autra gen”, es decir, “ni de uno mismo ni de los demás”. Versos entonados “durmiendo a lomos de un caballo”, que trataran “sobre el infierno de nuestro amor y sobre el paraíso de nuestro amor”, “dulces y dañinos” por igual. Así lo abrevia Loquillo en un curioso tema repleto de guiños a la composición más célebre del duque de Aquitania —con letra del poeta Luis Alberto de Cuenca—. Y, por supuesto, hay que evocar a la reina Leonor de Aquitania, nieta de Guillermo IX: mujer, poeta, guerrera, mecenas, amante, poderosa, herida, juzgada, libre...

4. Rosalía criolla y caníbal

No diré nada nuevo, pero igualmente me autorizo a pronunciarlo: Rosalía, al metabolizar desde la frescura todas estas —y otras— influencias heterogéneas, democratiza poesía, flamenco y creación en general. Arranca el cercado de los cotos vedados de la tradición. Sostiene que la ortodoxia, lo castizo, lo selecto y lo inmaculado valen poco. Seamos cristalinas: nada. Lo que se impone como importante, en cambio, es desguazar las puertas del templo para quienes no nacimos dentro. Invitarnos a entrar con los zapatos que traigamos de casa, o incluso con los pies descalzos. Pero entrar. Pasearnos por los altares con los ojos muy abiertos, sin mapa, las manos extendidas; y, sobre todo, sin temor a quebrar las estatuas al rozarlas.

De este modo, siguiendo libre de culpa las miguitas eléctricas de pan, se puede ir llegando, como acabamos de ver, a Lorca, Hernández, Juan Ramón, San Juan de la Cruz, Guillermo IX, Leonor de Aquitania, Camarón de la Isla, Manuel Vallejo, Tomás Pavón, Pepe Marchena, Rafael Farina, La Repompa de Málaga, Gabriel Macandé, Enrique Morente... Poco importa que se llegue tarde, mientras se llegue bien, con ánimo de quedarnos a comprender.

Desde los acelerones o frenazos que se escuchan en muchos de sus temas es imposible no deslizarse a los milagros del cajón, el zapateo que exorciza toda pena y el lirismo del palmeo. Descubrir que no hay emoción comparable a la sentida cuando la bailaora se golpea el pecho o el muslo, zapatea, da palmas; que el sonido y el oscilar del cuerpo —la más primitiva y sublime de las percusiones— conmueven como el soneto más perfecto. Encontrar intacto bajo los samples ese quejío antiguo del verso que pugna por encontrar un idioma para lograrse. Cuerpos para tiritar.

En el temblor se advierte, por cierto, tanta fragilidad como punta de lanza. La explicación poética, por ejemplo, a esas uñas kilométricas decoradas con manicuras vertiginosas, en apariencia siempre a punto de quebrarse. Menos mal que las apariencias engañan. En lugar de romperse, centellean con el brillo de mil cotas de malla. La joya, ante el miedo, se torna arma capaz de rasgar y clavarse como las garras o los colmillos de un animal amenazado.

El imaginario de Rosalía, una vez desbordada la angostura del concepto mismo de poema, se sostiene sobre esa verticalidad siempre perseguida, pero de inagotable resiliencia. Erguirse a pesar de todo y de todos. Como el bambú que tiende hacia el cielo y tal vez se inclina, mas se niega a romperse bajo el vendaval. Sabe aprovechar la violencia del medio, llegado el caso, para volverse daga.

Es justo aclarar que el hallazgo de esta potente imagen de la mujer-bambú inquebrantable, guerrera, en constante pugna contra la horizontalidad de la derrota y del victimismo, se la debo a un poeta antillano de expresión francófona: el guadalupeño Daniel Maximin.

La heroína Rosalía encaja en ese arquetipo de la “mujer bambú”, enraizada en la fragilidad pero capaz de crecer hasta ganarse el nombre de potomitan. Con esta palabra fascinante se refieren en criollo de Haití al pilar central e inquebrantable que sostiene los templos vudúes, lugares por excelencia del culto a lo híbrido.

La matriz de la criollidad amplia y ricamente entendida esconde otra llave maestra para esclarecer la maraña que envuelve el fenómeno Rosalía. Para recordar que nunca escribimos, pintamos, dibujamos, danzamos, componemos, fotografiamos, cantamos, representamos o esculpimos —o todo a la vez— desnudos de genealogía, sino siempre saltando entre islas. O, mejor dicho, con las islas a cuestas.

Toda creación, pues, conlleva cierta apropiación. Alquimia. Asimilación. Masticación. Nutrición. Que la digestión sea buena o mala, al igual que ocurre en la mesa, depende de multitud de factores: el hambre, el plato, la(s) mano(s) que cocina(n)...

En Rosalía, fascinan sobremanera el apetito voraz, pantagruélico; la capacidad de nutrirse al tiempo en los mercados populares y en las cocinas de palacio; la pericia para sazonar en la medida exacta de picante lo agridulce, de salado lo amargo y viceversa; la intuición para propinar los bocados adecuados en el momento preciso, metabolizándolos siempre en nueva avidez poética.

¿En el momento preciso? Quizás sería más apropiado escribir “en el lugar preciso”. Continúo pensando —deformación filológica— en las literaturas caribeñas criollas. Más concretamente, en el Manifiesto antropófago, un ensayo poético firmado por el poeta brasileño Oswald de Andrade (1890-1954) en los años veinte del siglo pasado y que sirvió de inspiración a la novelista caribeña Maryse Condé para escribir un libro apasionante sobre la forja en libertad de una mujer artista: Histoire de la femme cannibale (2003).

El Manifiesto propone un antídoto brillante contra la mediocridad creadora, un método infalible para desbordar la rigidez opresora de los moldes impuestos. Sugiere al artista emular metafóricamente a los indios tupíes, adaptando al proceso creativo una peculiar costumbre: el canibalismo selectivo. Los tupíes, al parecer, creían que cocinar el corazón de sus opresores los volvía mejores: más aguerridos, nobles, inteligentes, bellos, ¡gigantes! Ante la imposibilidad artística de partir de la tabula rasa, la solución creadora para el oprimido pasaría, según de Andrade, por explorar incluso los polos más opuestos con apetito de saborear cada mendrugo de fuerza y de hermosura posibles.

En Rosalía, en fin, nos vive una poeta tupí a quien felizmente sólo le interesa explorar eso que no es del todo suyo. Ni de nadie.

Tupi or not tupi, that is the question.

sábado, 6 de marzo de 2021

Tebeos




Cuando era chico

leía tebeos,

los devoraba.

Iba con ilusión

al quiosco de Mecherete

y con dos reales

alquilaba un Tiovivo

o un Pulgarcito.

Aún recuerdo

la emoción

de leer un ejemplar

desconocido,

sin mancha,

recién sacado de la imprenta.

No era verdad,

todos esos tebeos,

andaban ya muy manoseados,

pero si no los habías leído.

los abrías como nuevos,

como regalos de los dioses.

Mortadelo, Carpanta, Zipi y Zape,

Rompetechos, 13 Rúe del Percebe,

Agamenón, las hermanas Gilda,

Rigoberto Picaporte, solterón de mucho porte,

Pepe Gotera y Otilio,

Gordito Relleno,

doña Urraca, don Pío,

el botones Sacarino,

don Pelmazo, la familia Ulises...

No hay delincuente mayor que la memoria,

te da el cambiazo.

Te usurpa tu verdadero pasado,

agrio, de pantalón corto y rodillas ensangrentadas,

de temores y orines que escuecen,

por otro de historias cómicas,

detectives ridículos, gemelos gamberros,

hambrientos con bigote, viudas con paraguas,

muchachos con uniforme...

No, la vida en el pueblo, no era de papel.

Para conservarla,

hacían falta los bloques de hielo de Gilete

y para tragarla,

el vino a granel de la cooperativa.

Bebíamos muy jóvenes,

porque la matanza del cerdo

era difícil comprenderla serenos.

Los padres eran muros de piedra

que arreaban las costillas al menor indicio

de rebeldía.

Las madres, mujeres silentes,

sometidas a la maldición

del matrimonio.

Sacarino y Otilio

sabían

cómo ocultar el miedo

en el sótano.

Agamenón,

con su 54 de pie,

me hacía reír

y sepultaba a la mujer de las inyecciones

en un agujero del campo.

Todo eran miedos, bicicletas y pelotas de fútbol.

La infancia no fue como la recordamos,

por suerte (o por desgracia),

los tebeos han adulterado la memoria

de tal forma,

que ya no sé si mi madre cocinaba el pollo de Carpanta

o si las patillas de Pantuflo Zapatilla eran las de mi padre.

Por el fin de las humanidades

En El hijo de César de John Williams leo el texto siguiente, puesto en boca de Livia, la hija del emperador Octavio Augusto: "Atenodoro y yo solíamos hablar acerca del desdén que los romanos sentían por cualquier tipo de aprendizaje que no condujera a un fin práctico, y me contó que en una ocasión, más de cien años antes de que yo naciera, se había promulgado un decreto en virtud del cual se expulsaba de Roma a todos los profesores de literatura y filosofía, pero que no pudo hacerse efectivo". Es decir, en el siglo II a. C., los romanos ya intentaron deshacerse de las humanidades en las escuelas en favor de una enseñanza de las tecnologías y las ciencias prácticas. La polémica de la paulatina desaparición del griego y del latín en nuestros institutos no es nada nueva. Esa idea empresarial y pragmática que se intenta imponer en detrimento de las humanidades ha estado siempre presente en el entorno escolar. Yo, por supuesto, quiero seguir enseñando veleidades que no sirvan para nada.  

jueves, 4 de marzo de 2021

La sintaxis no sirve para nada

Los días de sintaxis son tan plúmbeos como un confinamiento con un diputado. Por suerte, no les veo el gesto completo a los alumnos. Están callados, a la espera de que una fuerza invisible penetre en ellos y les descubra cómo se identifica un complemento de régimen o un complemento predicativo. Nada me indica que estén muriéndose de aburrimiento o de frustración, lo presiento. Es una sensación similar a la que tengo cuando, en un documental de la 2, la gacela Thomson corre libremente hacia su perdición. Late su angustia, pese a la aparente despreocupación de su zancada. Ella sabe que la acecha un guepardo o una leona hambrienta o una jauría de hienas. Sabe que va a morir, como mis alumnos. En primera fila observo a cuatro chicos, saben que no saben. Ni siquiera han delimitado con corrección el sujeto del predicado. Saben que van a ser devorados por la espesura de la gramática. 

¿Para qué sirve la sintaxis? ¿Para qué sirve la gramática? Para tejer palabras, para crear, por ejemplo, un poema. Para nada. ¿Y para qué sirve la poesía? Para nada, ahí reside su misteriosa atracción. Sin palabras, sin gramática, sin poesía, sin verdadera poesía (no esa cosa inane de Defred o de Marwan) no se vive, se vegeta. Ellos no me creen, yo a veces tampoco me creo, pero me gustaría creerme. Lo digo con convicción. La belleza, el aire, no sirven para nada, solo se respiran. Necesitamos respirar, necesitamos la belleza y para comprobar que están ahí es necesario, de vez en cuando, contener la respiración; ver el mundo asfixiados, en blanco y negro, sin gramática, sin poesía, para comprender que no es humano vivir sin aire y sin el tejido de las palabras.   

sábado, 27 de febrero de 2021

C. Tangana es el nuevo Juan Ruiz

¿Es C. Tangana la reencarnación de Gonzalo de Berceo? Esta pregunta me ronda la cabeza desde que he escuchado con mucha atención la letra de una de sus últimas canciones. La genialidad del poema monorrimo al estilo de la cuaderna vía parece decirnos que sí, que este muchacho sin duda es Gonzalo de Berceo o Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita. Y esa mezcla de la segunda y la tercera persona nos confirma la arriesgada apuesta de contar una historia desde el perspectivismo múltiple. Sin palabras me he quedado. Una nueva gloria de las letras españolas asoma desde el trap. Os dejo disfrutar de la lírica en estado puro:


Esto no es más que otro sarao

en el que te has cola'o

con un traje alquila'o

ni siquiera me han nomina'o

cuando paso a su la'o

¿Qué coño me ha pasa'o?



miércoles, 24 de febrero de 2021

"Poesía" de Lee Chang-Dong

A pesar de su edad, Mija mantiene la alegría y la espontaneidad de una adolescente. Su deseo más firme es escribir un poema. La vida, mientras tanto, se encargará de intentar estrangular la ingenuidad de la abuelita y de apagar los colores vivos de su atuendo. Una sucesión de vilezas y corrupciones se precipita, inmisericorde, sobre ella. Y, pese a todo, Mija sigue persiguiendo la belleza. El alzheimer la acecha. Primero olvidará los sustantivos, luego los verbos. Debe apresurarse para escribir una poesía, pero es tan difícil. Mija conoce la simbología de los colores, de las flores. Mija abriga un poema dentro y sabe que solo la muerte podrá liberarlo.  

martes, 23 de febrero de 2021

Escribir o conducir

"¿Qué esperas para convertirte en escritor?" Me angustia este anuncio del periódico digital, me hace pensar; bueno, elucubrar; bueno, divagar. Eso, ¿a qué espero?, ¿a no cometer faltas de ortografía ni de puntuación?, ¿a tener suficiente vocabulario?, ¿a leer lo suficiente?, ¿a interpretar la realidad de una manera personal?, ¿a aprender a transmitir con una sensibilidad propia?, ¿a dedicar cuatro o cinco horas a desentrañar mi yo desconocido?, ¿a ser sincero?, ¿a desesperarme por no saber si lo que hago merece la pena?, ¿a saber escribir?, ¿al tranvía de medianoche?, ¿a la musa?, ¿al ratoncito Pérez?, ¿a un padrino influyente? 

Con el desasosiego de Pessoa, sigo leyendo el periódico y, por suerte, otro anuncio me libra de la congoja: "¿A qué esperas para conducir tu Mercedes?" Mucho más sencillo y con unas facilidades de pago cojonudas. 

lunes, 22 de febrero de 2021

"Dante y Shakespeare, locos por el conocimiento" por Marilena De Chiara



De’ remi facemmo ali al folle volo» / «Though this be madness, yet there is method in it.

La locura fascina porque es saber.

(Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica)

1. Manía (μανία) y furor

Toda palabra es palimpsesto, huella y memoria de su origen, de sus usos, de su recepción. Las capas de historia y de historias se alternan y se confunden, removidas por el conflicto entre definición e interpretación. Todo lenguaje está vivo, sometido a la paradoja de esta esquizofrenia que llamamos hablar. Y sin embargo «no se puede no comunicar», defiende Paul Watzlawick en el primer axioma de Pragmática de la comunicación humana, donde desde una perspectiva sistémico-relacional analiza la normalidad como mito y reconoce que la dicotomía entre normalidad y locura supera el campo de la psicología para insertarse en lo social, en lo político, en lo literario. La locura como patología de la comunicación, como delirio del lenguaje, de la gramática y de la fisiología, como escribiría Foucault. Es decir, el comportamiento del sujeto que se autodefine o es definido como «loco» podría interpretarse como la única reacción posible ante un contexto de comunicación perturbado. Para los teóricos de la Escuela de Palo Alto, una perturbación comunicativa se genera cuando no está clara la distinción entre el contenido de la comunicación y la modalidad o el tipo de relación entre interlocutores. Pensa, lettor (escribiría Dante), piensa en las interferencias que estoy diseminando en nuestro diálogo silencioso. ¿Estaré acelerando tu locura?

«Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real», nos recuerda Borges en su cuento «El inmortal». Ya lo sospechaban los griegos del siglo V: lo dionisíaco es el alma enloquecida de la tragedia griega, la herida del δαίμων, la divinidad que impone la locura y libera al individuo de sus máscaras sociales. Venganzas, celos, arrebatos de los dioses despiertan la μανία. Los héroes se autodefinen locos: el Áyax de Sófocles, el Orestes de Eurípides. Manchados por la ύβρις, la arrogancia humana, anhelan reconquistar la φρόνησις, la unión lógica de intelecto y espíritu. Y, sin embargo, la αφροσύνη, la locura de Antígona es su fuerza: más allá de la norma, renuncia al reconocimiento social, despiadada en su decisión, inevitablemente condenada a la muerte social y consagrada a la muerte humana. Su culpa ha sido querer atravesar el umbral que separa lo humano y lo divino.

Será también el error del Edipo de Sófocles. Su tragedia vibra en la alternancia de visión y ceguera: Edipo no comprende, porque no ve, no observa las señales, no es capaz de descifrar los códigos sociales y lingüísticos. Quien ve es Tiresias, el adivino ciego: «ήδ’ημέρα φύσει σε καί διαφθερεί / este día te hará nacer y morir», le dice al rey que, desesperado, sigue preguntándole la identidad del asesino de Layo. En los diálogos —con su esposa/madre Yocasta, con su cuñado/tío Creonte, con el Coro— Edipo desplaza constantemente el nivel de significación, mueve sus intervenciones en un campo semántico opuesto al de sus interlocutores. Es esta su locura. No quiere comprender, no quiere saber, no quiere conocer. Precisamente él, que solucionó el enigma de la Esfinge, no sabe acoger una verdad reveladora y ya trágicamente revelada. Sófocles describe con precisión fotográfica el delirio final de Edipo: en el suelo, las puertas abatidas de la habitación matrimonial; en el aire, los gritos ante Yocasta suicida; en las manos, las hebillas doradas del traje de su madre/esposa. En los ojos, aquellas hebillas que, cegando el presente, revelan el pasado y el futuro.

El cuerpo del loco adquiere el rol de narrador existencial de su locura, en la confluencia de afectividad (los modos de percepción del mundo interno) y cognición (los modos de evaluación del mundo externo), a partir del lenguaje. Es el furor de la tragedia romana. El Hércules de Séneca es furens, su locura sigue siendo de naturaleza divina, la de Medea está alimentada por el deseo de venganza y Fedra arde por la pasión amorosa.

Hipócrates fue el primero que atribuyó las alucinaciones a desequilibrios internos (su teoría de los cuatro humores permaneció inalterada durante siglos). Y Plutarco, Cicerón y Lucrecio siguieron buscando. Explicaciones, causas, curas. Hasta que llegó el cristianismo con su agua bendita. En la Edad Media el loco es, sobre todo, un personaje, sujeto y objeto de representación artística y alegoría, prueba de la falta de sentido de la condición humana y vasija de los miedos de sus contemporáneos. La época clásica exprime esos miedos, y el loco se convierte en el mensajero de una palabra que predice la verdad oculta, que anuncia el porvenir y ve con ingenuidad lo que la supuesta sabiduría de los demás no es capaz de detectar, como dice Foucault en El orden del discurso. La palabra del loco es la palabra del lenguaje sobre sí mismo: su folle volo, su loco vuelo.

2. L’ardore ch’i’ ebbi a divenir del mondo esperto / Mi deseo ardiente de conocer el mundo (Dante, Comedia, «Infierno», XXVI, vv. 97-98)

Si el lenguaje determina los límites del conocimiento (nos enseña Wittgenstein), la locura del Ulises dantesco vibra toda en la expansión del limen, que es límite y posibilidad a la vez. El limes romano marca la propiedad, la frontera, sobrepasarlo a través de la lengua es acceder a la propiedad —la identidad— ajena, es decir: a otro lenguaje. Ulises busca un territorio que no sea limitativo (libre de fronteras) ni limitante (expuesto a las fronteras): el conocimiento, su textura lingüística, el acceso a lo decible. Verlo para poder nombrarlo. Y narrarlo. Y aquí Dante dialoga con Homero, con el Ulises de la Odisea que, en los cantos VI y VII cuenta su viaje, en el espacio físico y simbólico del relato que es el palacio de los feacios. Ulises seduce con su palabra, encarnando la capa originaria del palimpsesto (del latín ducere, guiar), teje la complicidad del relato mágico y mítico. La magia del canto poético y el mito de fundación. Su odisea —que será la misma del Ulises de Dante y de Joyce— es viaje a través y más allá de la palabra, Ítaca como horizonte sin fronteras.


«O frati», dissi, «che per cento milia

perigli siete giunti a l’occidente,

a questa tanto picciola vigilia

d’i nostri sensi ch’è del rimanente

non vogliate negar l’esperïenza,

di retro al sol, del mondo sanza gente.

Considerate la vostra semenza:

fatti non foste a viver come bruti,

ma per seguir virtute e canoscenza».

«Oh, hermanos», dije, «que tras mil peligros

estáis en el confín del Occidente,

no renunciéis, en el escaso tiempo

que nos queda de vida, a la experiencia

de conocer el mundo no habitado

que a la espalda del sol está esperando.

Pensad en vuestro origen, que no fuisteis

hechos para vivir como animales,

sino para seguir virtud y ciencia».

El Ulises dantesco no quiere volver. Ni la dulzura de su hijo Telémaco, ni la piedad por su viejo padre, ni el amor hacia la devota Penélope pueden vencer su deseo de conocer el mundo, así le explica a Dante. Su lengua está en expansión: es λóγος y τέχνη, relato y técnica, viaje y crónica de viaje. La tecnología del lenguaje. De la misma forma Dante es poeta y personaje a la vez. Ya en el Paraíso, se acuerda de su interlocutor Ulises: «Sì ch’io veda di là da Gade il varco folle d’Ulisse / Vi más allá de Cádiz el trayecto insensato de Ulises» («Paraíso», XXVII, vv. 82-83).

Al folle volo de Ulises, Dante contrapone su alto volo («Paraíso», XV, v. 54). El deseo de Dante es deseo intelectual, y sin embargo, loco: reinventar la lengua, la poesía, el relato. La operación lingüística de Dante es extraordinaria, implica la expansión semántica a través del lenguaje de la poesía, en su forma (el terceto de rima encadenada) y contenido (el viaje por los tres reinos). Con manía y furor, humanos esta vez, se propone refundar la correspondencia entre sentido y significación: «Nomina sunt consequentia rerum / los nombres son consecuencia de las cosas», escribe en la Vita Nova, citando a Justiniano. Y contestará Lacan (Nomina sunt consequentia rerum será el título de su Seminario número 24): «No se puede hablar una lengua más que en otra lengua».

«Aguzza qui, lettor, ben li occhi al vero / A la verdad aguza bien los ojos, lector» («Purgatorio», VIII, v. 19). Hay otros locos en la Comedia, locos por y para el amor. Son Francesca da Rimini y su cuñado/amante Paolo Malatesta, asesinados por el marido de ella/hermano de él. Están en el segundo círculo del Infierno, el de los lujuriosos. Su locura no es el furor de Fedra, sino que nace por el descubrimiento del lenguaje amoroso, el código compartido que la lectura y el beso sellan («Per più fïate li occhi ci sospinse quella lettura e scolorocci il viso / La lectura juntó nuestras miradas muchas veces y nos ruborizamos», «Infierno», V, vv. 130-131). Porque «las palabras no están jamás locas (a lo sumo son perversas), es la sintaxis que es loca: ¿no es a nivel de la frase que el sujeto busca su lugar —y no lo encuentra— o encuentra un lugar falso que le es impuesto por la lengua?», así Roland Barthes en sus Fragmentos de un discurso amoroso. Y te pregunto: ¿no es a nivel del lenguaje que buscamos nuestro lugar —y no lo encontramos— o encontramos un lugar falso que nos es impuesto por la norma, la ilusión de normalidad? Y nos volvemos locos.

3. The lunatic, the lover and the poet are of imagination all compact / El lunático, el enamorado y el poeta son todos ensamblados de imaginación (Shakespeare, Sueño de una noche de verano, V, I).

Lear es hombre/padre/rey. No ve y no entiende. Solo en su locura experimenta y asume sobre sí mismo la potencia de la pasión contra la racionalidad del pensamiento impuesto. Y así siente profundamente el destino trágico de la vida: «O matter and impertinency mixed, reason in madness / Ah, sustancia y despropósito mezclados. Razón en la locura» (Rey Lear, IV, VI).

El Fool, el bufón de corte, es la locura en el espejo, conciencia y sabiduría. Se expresa con metáforas, ve lo que la mirada oculta, escucha lo que las palabras no dicen. En la noche de tempestad, la locura de Lear se personifica en la invocación a la naturaleza, a la humanidad, al propio (sin)sentido de la vida. Una vez más, el lenguaje propicia el paso a la locura: la tragedia se abre con Lear, quien convoca un concurso de elocuencia entre sus tres hijas. El tema: el amor filial. La batalla dialéctica se construye a partir de exageraciones, se eleva sobre la mentira. Cordelia permanece anclada a la veracidad de su lengua y por eso es excluida del círculo oratorio. La comunicación se convierte en paradoja. Así transita Lear hacia la locura socialmente reconocible. Y no se reconoce: «Does any here know me? This is not Lear. Does Lear walk thus, speak this? Where are his eyes…? Who is that can tell me who I am? / ¿Alguno de vosotros me conoce? Este no es Lear. ¿Anda Lear así, habla así? ¿Dónde están sus ojos?» (I, IV). Su vocabulario está circunscrito por la fragmentación, la laceración, la caída, la fractura. Cae el nombre, cae el rol, caen las máscaras: totus mundus agit histrionem / todo el mundo es un escenario, según la inscripción del lema del Globe Theatre, el teatro de Shakespeare en Londres. Por eso «when we are born we cry that we are come to this great stage of fools / Al nacer lloramos por haber llegado a este gran tablado de locos» (IV, V). Todos estamos locos. Nuestra locura se disuelve en el lenguaje, en la ilusión de realidad y de comunicación.
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Hay un recuerdo que conservo muy vivo: año 2002, Roma, Teatro Valle, la puesta en escena de Rey Lear de la directora Serena Sinigaglia, LEAR: Ovvero tutto su mio padre. Los actores interpretan por turnos al viejo rey, Lear es uno y son (somos) todos. La señal para el público: una chaqueta dorada y el rostro de la actriz o del actor cubierto de maquillaje blanco, el color que fusiona todos los colores, la máscara del clown. Y la escenografía la conforman unas telas rojas que son palacio, bosque, tempestad. En el último acto, Lear está llorando mientras sostiene a Cordelia sin vida en sus brazos y las telas se convierten en una tienda de circo: los actores se despojan de sus trajes de escena, se quitan el maquillaje. Han sido Lear en el espacio y el tiempo del arte, vuelven a esta vida con el destello de aquella locura en la mirada y en la lengua.

Para explicar el teatro de Baudelaire, Roland Barthes escribió que la teatralidad es «espesor de signos y sensaciones que se edifica en la escena a partir del argumento escrito». Sinigaglia generó este espesor de signos en aquel espacio privilegiado de la palabra y del silencio que es el escenario, allí brota la sangre en las manos de Fedra y en las de Lady Macbeth, con Eurípides y Shakespeare que transforman la penuria del lenguaje ante la autoconciencia en fluido biológico, en aquella sangre —nuestra sangre— que es vida y muerte.

«E per le note di questa comedìa, lettor, ti giuro / Y por los versos de esta comedia, yo, lector, te juro» («Infierno», XVI, vv. 127-128) que he estado buscando una lengua que hablara de otras lenguas, que volviera visible mi locura —la nuestra— mientras hablamos y leemos y escribimos, ensamblados de imaginación como somos. Pero yo, como el Enrique IV de Pirandello, «estoy curada, señores, porque sé perfectamente que estoy haciendo el loco (la loca), aquí; y la hago, ¡quieta! El problema lo tenéis vosotros que la vivís agitadamente, sin saberla y sin verla, vuestra propia locura».

Las traducciones de los versos de la Comedia son de José María Micó (Dante, Comedia, Acantilado, Barcelona, 2018); la traducción de Sueño de una noche de verano es de Agustín García Calvo; y la de Rey Lear de Vicente Molina Foix (William Shakespeare, Obra completa, Debolsillo, Barcelona, 2012).