domingo, 14 de junio de 2020

"Marco Aurelio tiene la vacuna" por Francesc Arroyo


Estatua de Marco Aurelio en Roma.

Poco antes de morir el emperador Marco Aurelio escribió: “Se buscan retiros en el campo, en la costa y en el monte. Tú también sueles anhelar tales retiros. Pero todo eso es de lo más vulgar, porque puedes, cuando te apetezca, retirarte en ti mismo”. Para él, como para sus maestros estoicos, la felicidad y la libertad se hallaban en el interior del hombre, en aceptar una vida conforme a la naturaleza. Una naturaleza, creían, que es racional, aunque no siempre el individuo sea capaz de la visión global; de ahí que interprete algunos hechos como un mal. Quizás la voluntad de serenidad de los estoicos sea una de las razones para que, durante el confinamiento, muchos hayan acudido a sus textos. En los países anglófonos la venta de sus escritos ha aumentado un 28%, según explicaba el editor de Random House a The Guardian; en España, Gredos (principal editorial de clásicos) también ha notado una subida de la demanda, sobre todo de uno de los autores: Marco Aurelio.

El estoicismo nació en Grecia hacia el años 300 antes de Cristo y mantuvo su vigencia hasta la caída del imperio romano, aunque su influencia se alcanza a Montaigne, Spinoza o Kant. Toma su nombre del pórtico (stoa en griego) bajo el que se reunían para aprender y charlar. Era un edificio situado cerca del Ágora. El primer estoico fue Zenón de Citio, nacido en Chipre y que se instaló en Atenas poco después de las muertes de Alejandro el Magno y Aristóteles (323 a. C.) y Demóstenes (322). La desaparición de estas figuras certificaba el fin de una época, la de las ciudades Estado, y el inicio del llamado periodo helenístico, que se prolonga en Roma. Los ciudadanos de Atenas o de Corinto se habían sentido dueños de sus destinos, capaces de influir con la palabra o la escritura en la organización de la convivencia, en la búsqueda de la felicidad, en la regulación de las costumbres. Y eso había terminado. El nuevo poder era ahora lejano, inabordable. Nada tiene de extraño que intentaran adaptarse. Las nuevas escuelas filosóficas buscaron la felicidad en lo individual, elaborando una ética a la medida del individuo. A veces al margen de la sociedad (cínicos) o creando pequeñas comunidades (epicúreos). Los estoicos intentaron una síntesis que conciliara individualismo y colectividad.

La vía intermedia que suponen los estoicos entre el escepticismo y el dogmatismo que en su día representaban aristotélicos y platónicos, guarda cierto paralelismo con la búsqueda hoy de camino intermedio entre una posmodernidad relativista, cercana a los escépticos, y las dogmáticas de algunas escuelas analíticas.

Los hombres de los siglos III al I a. C. sentían el poder político tan lejano e inalcanzable como el hombre de hoy siente lejanos los poderes económicos globales y los políticos que se les someten (o lo parece).

Pero el hombre no sólo está sometido a la política, lo está también a una naturaleza cuyas leyes parecen determinar a todos (en la medida en que todos pertenezcan al mundo) y no siempre son fáciles de comprender. Y ello a pesar de los esfuerzos de David Deutsch por casar la mecánica cuántica de múltiples universos y el libre albedrío.

Los estoicos ofrecían una visión del mundo que permitía conciliar el sometimiento a la naturaleza, la aceptación de las leyes y la libertad individual, aportando, además, la posibilidad de una vida serena. “No pretendas que los sucesos sucedan como quieres, quiere los sucesos como suceden y vivirás sereno”.

Asumieron que la naturaleza tiene un orden racional en el que no hay efecto sin causa. Así pues, el estudio de la física era paralelo al de la lógica y sus conectores. El azar, fuente de incertidumbre, quedaba fuera del universo. Lo azaroso es lo que no se comprende. Esto dibuja un mundo en el que el individuo se ve arrojado a un destino regido por una providencia universal. Pasa lo que tiene que pasar. El hombre es libre para aceptarlo o rechazarlo, pero su rechazo sólo conseguirá turbarlo. Quien interpreta lo que le ocurre como un mal no se da cuenta de que, para la naturaleza, no lo es. El mal (la muerte, el dolor corporal, el sufrimiento) es sólo una interpretación parcial de la realidad, una visión que no percibe la armonía global. Anthony Long, en su estudio sobre la filosofía helenística, lo resume citando a Pope: “Toda discordia, armonía no comprendida; todo mal parcial, bien universal”. Además, con frecuencia esos males son ficticios: no existen más allá de la imaginación, contribuyendo a aumentar tribulaciones y pesares. “Fuera del albedrío no hay nada ni bueno ni malo; no hay que adelantarse a los acontecimientos, sino seguirlos” (Epicteto).

Hay algunas diferencias entre los primeros estoicos, en general afincados en Grecia, y los del periodo romano. Los primeros no dudaban en proponer el ideal del sabio. Cicerón, Séneca y Marco Aurelio prefirieron hablar de la tendencia a la sabiduría y el bien, reconociendo las dificultades de lograrlo siempre, por eso Marco Aurelio habla de la conducta “oportuna”. Para Séneca, el suicidio puede ser aceptable en determinados casos, pero no como norma.Los estoicos preferían hablar de sabios e ignorantes que de buenos y malvados. El conocimiento lleva a elegir el bien, a dominar las pasiones: el placer, la tristeza, la depresión de ánimo, el deseo, elementos externos que no dependen de uno mismo. Como la ira, la peor de todas, que imposibilita la serenidad. La libertad consiste en no depender del exterior. El hombre no es responsable de su entorno, pero sí de cómo reacciona al mismo. Debe ignorar la vanagloria, pues el elogio no forma parte de uno. Lo bello lo es en sí y las alabanzas en nada lo mejoran, dice Epicteto. Tampoco hace mejor al hombre lo que de él opine otro. “Mira la piedra”, sugiere, “insúltala”. ¿En qué le afecta?

Los estoicos aceptaron participar en los gobiernos. La sociedad forma parte de la racionalidad natural. El hombre es un ser natural y social, sometido a las leyes físicas y políticas. La vida social es parte del mandato natural y racional. Pero el individualismo estoico es también cosmopolita y defensor de la igualdad del género humano, Para ellos, el hombre acepta promover su supervivencia, y conecta luego con la familia, los amigos, los conciudadanos, la humanidad. La división de la tierra en naciones es para ellos un absurdo, aunque reconozcan que los vínculos pierden fuerza con la distancia. Una idea que reaparece en Richard Rorty (La justicia como lealtad ampliada) al tratar de la lealtad.

Preferir el bien está relacionado con la voluntad de una vida serena libre de las amenazas exteriores. El camino hacia el bien es el estudio y la práctica. “No hemos de hacer caso al vulgo que dice que sólo a los libres se les ha de permitir la instrucción, sino más bien a los filósofos, que dicen que sólo los instruidos son libres”, decía Epicteto.

Sus textos han llegado hasta el presente y, traducidos al inglés, al francés, al castellano, siguen sirviendo de enseñanza y consuelo. Siguen invitando a mirar al interior de uno mismo y, como Marco Aurelio, a preguntarse, “¿Me despreciará alguien? El verá. Yo, por mi parte, estaré a la expectativa para no ser sorprendido como merecedor de desprecio”. Para lo cual era óptimo practicar la benevolencia serena y lograr la imperturbabilidad, la situación menos alejada de la felicidad. Habla una vez más Epicteto: “Estás descontento. Si estás solo, a eso lo llamas soledad (,...) bastaría que le llamaras tranquilidad y libertad”.

jueves, 11 de junio de 2020

"Una semana de lluvia" de Francisco García Pavón



No hace mucho que he descubierto a Plinio, el guardiacivil de Tomelloso creado por Francisco García Pavón, y estoy disfrutando como en barra de bar estas novelas negras rurales. Lo mejor sin duda es el tratamiento lingüístico con que aborda el costumbrismo: originalidad, sorpresa y lenguaje poético siempre teñido de ironía y buen humor. Las sentencias, juicios, consejos y análisis de la sociedad en general son de una sencillez y profundidad admirables. Teñidos siempre con el dejo inconfundible de la sabiduría popular, pasada por el tamiz de un lenguaje poéticorural propio, muy característico. Son mucho más interesantes las situaciones de costumbres y los diálogos que la propia peripecia de la investigación policial.  

Lo último que he leído de Plinio es Una semana de lluvia de 1970. El detective-guardiacivil investiga el ahorcamiento de dos mujeres (una de ellas preñada) y el asesinato a navaja de un emigrado a Alemania que solo visitaba el pueblo en vacaciones. Todo sucede durante una feria en Tomelloso malograda por la lluvia. 

Es sobrecogedor (desde el punto de vista de un aficionado a la cerveza) cómo García Pavón capta el ambiente gris del exterior de la plaza con un contrapunto lírico-humorístico:

"Ante el ambiente plomo de la plaza que se veía tras los ventanales, la cerveza era un consuelo de luz". 

Y más homenajes poéticos a la cerveza, riego de gaznates tomelloseros y única luz de la triste feria lluviosa:

"-La cerveza es hermosa -dijo Recinto el exiliado alzando la jarra- porque siempre es mucha; es líquido de grandes tragos. Rubia de muchas hechuras que no cansa, hace la boca espuma, y riega muy bien toda la fisiología". 

"-La cerveza es vino hembra".

Mirad qué manera tan sencilla y tan escatológica de expresar la melancolía del exiliado:

"-Cuando estaba en América, siempre que imaginaba el pueblo lo veía con sol.

-Coño. ¿Y eso?

-Claro, igualico que los enamorados, que nunca se representan a la novia en cuclillas y haciendo fuerza, sino con los ojos tiernos y la boca húmeda".

Un juicio sobre la mujer castellana, un tanto contradictorio, porque, para alabar su fidelidad, las adjetiva con reciedumbre:

"Las mujeres de aquí, castellanas resecas, tienen poca afición a salirse de lo legal".

Una velada crítica al imperio moral de la Iglesia, aunque el cura en parte era un visionario. Hay que tener en cuenta que estamos en 1970, a punto del boom de las películas "S":

"-No crea. El cura don Simón ha dicho hoy algunas indirectillas por el micrófono. Y que hay que prevenirse, que una ola pecadora amenaza. 

-Los curas siempre están pensando en lo mismo." 

También podemos encontrar una crítica literaria contra la narrativa contemporánea de la época. ¿Se referiría al boom latinoamericano, a los experimentos de la novela europea?:

"La novelería se da más en la vida que en los propios libros... Sobre todo ahora que se escriben esas novelas tan aburridas".

Reflexiones filosóficas de alcance con el lenguaje propio del pueblo. Todo ocurre por mímesis social:

"Las cabezas humanas son alcancías de rarezas, que se lían y centuplican al chocar cada día con las cabezas de los otros".

Y una crítica social de certera aplicación en todo tiempo y siempre lejos de la pedantería y de la sentencia cargante:

"Es ley de vida, según parece en los siglos que van, y ya son muchos, que unos cuantos, llámense reyes antiguos, nobles menos antiguos, negociantes o empresas, vivan a costa de los demás, apoyados en la mano de obra de otros."

"A mí no me molesta que haya ricos. Lo que me jode es que los hay porque otros no comen.Que no crecen los ricos por arte de milagro, sino por el de llevarse lo del prójimo."

Un lamento sentido y precioso del paisaje castellano, casi noventayochista:

"Aquellas tierras de Castilla, tan dejadas de Dios y su natura, lloviendo encima, y con cipreses puestos, eran espejo del escalofrío ibérico, la contracara de la frivolidad. El mar tan lejos, el cielo tan alto, el suelo sin rebordes y la tierra pobre, componen un escenario de mucha melancolía y desesperanza. De una belleza patética y purgatoria."

Y, cómo no, juicios sobre el vino y consejos para mejor beberlos:

"-Estos vinos naturales, sin otra manipulación que el fermento, hay que beberlos sobre el terreno. Embotellados siempre resultan artificiales."

"-La gente no sabe que los vinos buenos son los del año. Así que les caen encima dos inviernos, ya son otro licor."

Un contrapunto humorístico a Machado, las dos Españas del fin de los sesenta, además de un anuncio de lo que va a ser la España vacía:

"Desde que llegó la invasión extranjera, invasión con soldados y soldadas en bañador, se entiende, resulta que hay dos españas. La España marítima y playera, y la España del interior: la del romero, la jara, la viña, el olivo y la paramera. En la España turística, como a la hora de la verdad ni moral ni leches, que lo que importa son los cuartos, se ha levantado la veda del conejo. Las costas españolas están preparadas para que medio mundo venga aquí a darle gusto al vientre.Y por el contrario, es esta otra España, la España quiñonera, sigue la moral antigua, y el que no fornica con su señora esposa o con algún planecillo subterráneo, pues ya lo sabe, a pasar hambre. ¿Y qué pasa? Que como las rastrojeras de aquí se enteran por los cines, los periódicos, la televisión y algún veraneo que otro, que por el Mediterráneo se pasa tan ricamente, tienen envidia y aspiran, es natural, a la liberación de sus partes (...) Y la revolución va a venir (...) Y toda esta Castilla y Extremadura, La Rioja, Aragón y otros parajes sombríos y agrios, quedarán vacíos como una plaza de toros en lunes. Ruedos infelices, habitados si acaso por viejos y mastines (...) España, de verdad, lo único que produce en abundancia es sol, y cachondeo. Y es lo que hay que explotar, es lo que estamos explotando ya."

Otro alegato social contra los "señoritos" y la Iglesia, esta vez en copla:

"Cuando los señoritos salen de misa,

los pobres dicen con contrición:

"Tienen los cuartos, 

tienen las viñas,

tienen las vírgenes, 

tienen los santos,

las cofradías

y el primer puesto 

en la procesión.

Es imposible

la revolución."

Y por último el silencio de las comadres, la maledicencia:

"Cuando Plinio iba por la calle de Socuéllamos adelante, camino de su casa, llegó ante un corro de mujeres, que al verlo se callaron."



sábado, 6 de junio de 2020

Cubierta de "La muerte en bermudas"



Ya tenemos portada, diseñada por mi hija Alma. La fotografía es de Andrés Rubio. La editorial sevillana, "Platero Coolbooks", apuesta por esta historia ácida, amortajada en el páramo castellano. ¿Qué puede salir mal?, la cubierta yo creo que no; la fiesta de puesta de largo, tampoco; el resto, lo dejo al arbitrio de vuestro buen gusto.

viernes, 5 de junio de 2020

"Guerra y paz (en casa de los Tolstói)" por Rafael Ruiz Pleguezuelos



«Todas las familias felices son iguales; cada familia infeliz lo es a su manera». La célebre apertura de Anna Karenina constata una de las grandes verdades del estudio de la literatura: muchos de los grandes autores no solamente han producido obras inmensas por su valor y trascendencia, sino que de una manera consciente o inconsciente han dejado en ellas una especie de libro de instrucciones con el que interpretar su legado. Asumiendo que esto es así, el trabajo de los que estudiamos la literatura (o de aquellos que la adoran hasta el punto de perder el tiempo interpretándola) es desentrañar esa especie de libro de claves discontinuo que han dejado oculto en la profundidad de sus textos. Cuando a principios del siglo XX algunos críticos quisieron alejar el estudio de la literatura del biografismo, amparándose en la idea de que eso haría que sus resultados fueran más científicos (como si eso fuera bueno en su totalidad), no se daban cuenta de que la mayor parte de los escritores —yo me atrevería incluso a sugerir que los mejores— componen con lo que les sobra o falta de sus vidas, de modo que entrar en contacto con su biografía supone conocer mejor los ladrillos y el cemento de sus construcciones literarias.

Los estudios culturales y feministas, en su afán por revisar la historia y poner los mitos patas arriba, han colocado en las bibliotecas un aluvión de estudios, algunos irrelevantes y miopes, pero también resulta indudable que han aportado mucho en la gestión de los mitos. Uno de sus mayores aciertos ha sido la demostración a partir de biografías entre revisionistas y justicieras del dolor que estos genios infligían a su entorno, mayormente a sus parejas. En definitiva, con nuestro cambio de mentalidad hemos aprendido a medir la genialidad del autor solamente en su campo artístico, y no caer en la tentación de extenderla de manera automática a su persona. Cada vez se toleran menos ciertas monstruosidades realizadas bajo el amparo de la genialidad. Vivimos inmersos en la moda necesaria de la creación de biografías de mujeres que han sufrido a grandes artistas, y por este rodillo de tinta y papel han pasado ya artistas como Dickens, Picasso o Rodin, y otros muchos esperan a ser pasados por la criba.

La vida de Sofía Tolstói es uno de esos ejemplos de mujeres abnegadas que vivieron el infierno en la tierra aguantando a un genio literario. Madre de trece hijos, el peso de sus tareas en Yásnaia Poliana, la finca familiar de los Tolstói, fue verdaderamente inhumano durante grandes etapas de su vida, algo que además su marido nunca pareció compensar, al menos en lo afectivo. Por si las tareas domésticas fueran poco, a lo largo de su vida Sofía vivió una especie de castigo de Sísifo en la obligación de pasar a limpio cada manuscrito del autor, en ocasiones hasta cinco veces, teniendo con frecuencia que utilizar una lupa para desentrañar la difícil letra de su marido. En un tiempo en que se encontró enferma y postrada en la cama, idearon un artilugio de madera para que pudiera seguir escribiendo desde esa posición.

Pero lo que me lleva a escribir este artículo no es revelar cuánto sufrió Sofía Tolstói, un tema que requeriría bastante más espacio y del que existen precedentes muy bien realizados (mi favorito es el libro de Alexandra Popoff, editado en español por Circe), sino compartir con el lector la fascinación que me produce el hecho de que Tolstói se crease un sistema de vida en el que todo estaba de una manera u otra controlado y regido por la escritura. Para entender bien el proceso, hay que recordar que el gran narrador ruso fue peculiar incluso para digerir la fama: al contrario de lo que ocurre a la mayor parte de los artistas, con el éxito de Guerra y paz y Anna Karenina dejó atrás gran parte de los vicios que le lastraban, haciéndose cada vez más espiritual y convirtiéndose paulatinamente en una especie de gran chamán de moral exclusiva, en la que el contacto con la naturaleza y la vida sencilla eran los pilares fundamentales.

En un momento de su vida abrazó un pacifismo absoluto (que el gobierno ruso de la época siempre vio con recelo) e intentó llevar una vida tan austera que se cuenta que llegó a fabricarse sus propios zapatos. Cuando nos referimos a León Tolstói, no solemos recordar que esa paz sobria llegó después de una juventud plagada de excesos, que acabó cuando la escritura entró plenamente en su vida. Para conseguirlo el autor ruso ideó y puso por escrito una larga lista de reglas que debían gobernar su comportamiento a partir de ese instante, máximas encaminadas a evitar que volviera a caer en la vida disipada que había conocido hasta que cumplió los treinta y tantos. Al tiempo que dejaba que estas normas gobernaran su vida, se acostumbró a escribir un preciso y pormenorizado diario de ocupaciones, en el que apuntaba cuanto hacía casi minuto a minuto, incluyendo cada debilidad moral que hallaba en su comportamiento. En definitiva, su escritura actuaba como una especie de policía de sí mismo. Hay que reconocer al escritor ruso que tuvo la fuerza necesaria para cumplir la mayoría de estas normas, y las reglas funcionaron el resto de su vida como una especie de gran cárcel en la que Tolstói encerró sus vicios. Repasar dichas normas hoy es un ejercicio divertido, pues incluyen desde cuestiones prácticas (evitar el azúcar, dormir durante el día no más de dos horas y estar en cama a las diez y despertarse a las cinco), éticas (ayudar a los pobres, no tener en cuenta ninguna opinión de los demás que no esté basada en la razón) hasta algunas bastante llamativas (no dejar volar la imaginación más que cuando sea necesario, no visitar un burdel más de dos veces al mes).

Como una prueba más de que León Tolstói tenía más confianza en lo que escribía que en lo que era capaz de verbalizar, siempre he disfrutado otra anécdota suya relacionada con los diarios en la que se cuenta que la noche previa a contraer matrimonio con Sofía (ella tenía entonces dieciocho años y él treinta y cuatro), León Tolstói obligó a su mujer a leer todos sus diarios de juventud, en los que daba detalles explícitos de todas las correrías previas a conocerla. El contenido no debía ser poca cosa, pues dos semanas después de su lectura, el 8 de octubre de 1862, Sofía escribía en su diario que «el pasado de mi marido es tan horrible que no creo que pueda aceptarlo nunca».

Pero de entre todos los textos en los que uno puede hurgar para recrear la existencia del escritor y las relaciones con su entorno —ese libro de instrucciones al que me refería al principio—, no hay ninguno que proporcione una sensación de realidad más escalofriante que la que ofrece el diario del matrimonio, hasta el punto de que bucear en sus páginas con frecuencia parece más una violación de la intimidad que un proceso de lectura legítimo. No es exagerado afirmar que conocer las fuerzas internas del matrimonio de León Tolstói con Sofía Behrs a través de su diario supone realizar una especie de viaje al subconsciente de ambos, dado el grado de detalle, aparente sinceridad y hasta violencia con el que realizaban cada entrada. Hablo de ambos diarios como si fueran uno porque durante gran parte de su vida en común los Tolstói compartían diario, y además utilizaban las entradas de cada día para comunicarse cuestiones que no habían sido capaces de decirse cara a cara o no habían encontrado el tiempo para verbalizar. Como una bella paradoja más en esta historia de dominio de lo escrito sobre cualquier forma de comunicación, encontramos el hecho de que dos personas que vivían en una finca aislada del mundo se comunicaban mediante un cuaderno, mostrando hasta qué punto en Yásnaia Poliana se había sublimado la comunicación escrita.

Si uno revisa los diarios, obtiene con frecuencia una especie de repertorio de quejas conyugales, que ilustran mejor que ningún biógrafo el deterioro de la pareja: al parecer, según el carácter de Tolstói se hacía más elevado en lo espiritual, perdía interés en lo que la relación con su familia pudiera aportarle. Aun asumiendo la diferencia cultural de un periodo histórico tan alejado del nuestro (estamos estudiando con ojos del siglo XXI un matrimonio de finales del siglo XIX y principios del XX), la relación de León Tolstói con su esposa es una muestra modélica —por lo desgraciada— de lo que los estudiosos del comportamiento llaman poder negro, y que es nombrado popularmente como la cara oculta del genio. Las quejas de Sofía presentes en los diarios normalmente van dirigidas a la frialdad con la que León la trataba. Hay un momento desgarrador y que viene muy bien para ilustrar esa difícil convivencia del genio y la persona a la que me refería anteriormente, cuando Sofía menciona que «si tuviera conmigo una pizca de la comprensión psicológica que demuestra en sus novelas, habría entendido el dolor y la tristeza en la que vivo» (2). Uno vibra al leer en más de una ocasión a Sofía mencionando el suicido (en diario compartido, no lo olvidemos) como una salida a su matrimonio. Tolstói, normalmente más alejado en su diario de las cuestiones domésticas, también dedica de cuando en cuando alguna entrada a quejarse abiertamente de su mujer, como en la entrada del 8 de enero de 1863: «Por la mañana, su ropa. Ella me desafió con que objetara algo, y entonces lo hice, y a partir de ahí, todo lágrimas y explicaciones vulgares. […] No estoy nada contento conmigo en esas ocasiones, especialmente con los besos —son parches falsos…—. Siento que estoy deprimido, pero ella más. […] Ella me dice que soy amable. No me gusta que me lo digan».

En los diarios hay además un dato curioso que refleja el progresivo distanciamiento entre ambos: en algún momento de su relación, Sofía deja de referirse a su marido en estos textos privados como Lyova (término entendido como familiar o cariñoso) para nombrarle a partir de ese momento Lev Nikolaevich, con el distanciamiento que conlleva la referencia del nombre completo. La aventura del diario en común no duró toda su vida matrimonial. En algún momento de su vida, el autor ruso pareció aburrirse del juego de la información común, y después de veinte años de diarios compartidos, Tolstói comenzó a esconderlos de Sonia, y se cuenta que durante mucho tiempo ella los buscó de manera incesante y casi paranoica, sin dar con ellos.

Prácticamente todos los biógrafos de la pareja coinciden en afirmar que el periodo más feliz del matrimonio entre Sofía y León Tolstói fue la época en la que el escritor trabajaba en sus dos obras maestras, Guerra y paz y Anna Karenina. A partir de este hecho podríamos pensar, dejando volar algo nuestra imaginación, en una plenitud artística que empapara la personal, o al revés. El escritor murió en la estación de tren de una pequeña localidad llamada Astapovo de la complicación de una neumonía. Tenía entonces ochenta y dos años, y acababa de abandonar a su esposa tras cuarenta y ocho años de matrimonio. Antes de marcharse, como no podía ser de otra forma, le dejó una nota escrita. En ella contaba en un tono de escritura aparentemente sereno, casi gélido, que «Estoy haciendo lo que los hombres de mi edad suelen hacer: dejar la vida mundana para pasar los últimos días de mi vida en soledad y silencio».

lunes, 1 de junio de 2020

La vida como un poema medido


El lenguaje poético tiene su base en las coincidencias, en las correspondencias, en el ritmo de las repeticiones. Hay veces que la vida misma se vuelve lírica y establece coincidencias, correspondencias y ritmos, como si un autor travieso y omnipotente jugara a ser poeta con nuestras trayectorias. Sentir la vida como carne lírica, sentirla como si uno fuera un poema al que alguien añade referencias y rimas no es muy habitual, pero cuando ocurre, un escalpelo te rasga la piel siguiendo la trazada del espinazo. 
Hoy me ha abordado en la calle un señor en silla de ruedas. Se ha bajado la mascarilla y me ha contado una sucesión de historias (ahora sí voy a utilizar el tópico) que me han erizado el vello (el que dice vello, dice también cerdas como alambres) y me han hecho pensar que nuestras vidas, a veces, muy pocas veces, son carne lírica. El hombre parecía salido de un libro de Galdós, patillas entrecanas unidas al bigote y ojos azules profundos, con reflejos de entusiasmo. Me confiesa que se ha leído mi última novela publicada y que se la está leyendo también su hermana, que, ¡oh, casualidad!, vive en Clermont Ferrand. La trama de Te negarán la luz comienza junto a la catedral de Clermont: el papa Urbano II lanza desde allí la proclama que desencadenaría la primera cruzada.  
Pero ahí no queda la cosa, el personaje de Galdós también leyó mi segundo libro, Bilis, inspirado en la estancia de mi abuelo Urbano en la cárcel durante la posguerra. Su abuelo (seguimos con las correspondencias emocionales) también pasó parte de esa etapa en otra cárcel, San Miguel de los Reyes. Hace poco transcribí el diario de un preso que vivió una fracción de su vida carcelaria en este penal. 
Y, por si fueran pocas coincidencias, me informa de que su otra hermana hizo una exposición artística el año pasado en la Fundación Antonio Pérez de San Clemente. Yo he pasado 13 años de mi vida profesional allí y la novela que voy a publicar este mes, La muerte en bermudas está inspirada en parte en ese pueblo manchego. 
Y el estrambote del poema, la coda final, es que el señor es de mi edad, y me conoció hace muchos, muchos años en Alcalá de Guadaira. Estaba yo cumpliendo el servicio militar y me saludó al pasar al cuartel cuando estaba haciendo guardia. Los dos coincidimos en Sevilla en 1981.
Quien sea amante de la poesía sabe que el ritmo lo impone la sustancia emotiva del poema, el devenir de los versos lo marcan las correspondencias de las sensaciones. Así la vida, en contados episodios.     

sábado, 23 de mayo de 2020

El fuego y la literatura

En estos días más caseros, enciendo la lumbre muy a menudo. Como ya no compro periódicos de papel, he prendido el fuego con viejos exámenes de Literatura Universal. Es triste ver arder la neurastenia de Madame Bovary, el arrepentimiento de Crimen y castigo, el desafuero de Rimbaud, las pasiones de Ana Karénina, la sabiduría de Falstaaf... Antes de hacer una bola con el examen, los he releído por encima y he recordado los rostros de las alumnas y alumnos que los pergeñaron, también con añoranza. He estado a punto de rescatar de las llamas un comentario sobre el Rey Lear, porque sabía de la habilidad analítica de la alumna que lo escribió, pero ya era imposible. El fuego, como el tiempo, es inexorable. 
Ahora, hay que ver cómo estaban las patatas y el tocino asados y aromatizados por el humo de Faulkner y Joyce. Esto sí que es paladear la narrativa, literalmente. Forma y fondo, todo uno. Cuerpo y espíritu arracimados por la hoguera.      

jueves, 21 de mayo de 2020

La revolución espontánea


Se avecina una revolución. No como la que pretendieron Trotski o Bakunin, no, esta va a ser de generación espontánea, y si no, al tiempo. Si, debido al confinamiento, nos acostumbramos a no frecuentar los bares, la mayoría tendrá que cerrar, y esto cambiará nuestro modus vivendi. Los empleados y propietarios de cafeterías, pubs, tabernas, etc., deberán buscarse la vida en otros sectores y cambiará la idiosincrasia económica del país. Nos convertiremos en centroeuropeos o, lo que es peor, en nórdicos. Comeremos a las 12 de la mañana, nos acostaremos a las 8 de la tarde, ascenderemos en la clasificación de PISA, subirá el índice de suicidios, nos volveremos más rubios y llevaremos calcetines blancos con sandalias. Nuestra sociedad cambiará radicalmente. Donde ahora hay chiringuitos de playa, tras la revolución se construirán saunas y gimnasios; donde hay plazas de toros, mañana se habilitarán fosos de petanca; donde chabolas, viviendas unifamiliares; donde hay iglesias, habrá iglesias; donde hay bancos, habrá bancos; donde tablaos flamencos, mañana falansterios... Los carriles bicis superarán en extensión a los de los coches y el silencio se adueñará de las calles, sin embargo, dormiremos peor y habrá que echar mano de ansiolíticos y pastillas para dormir. Tendremos más tiempo de ocio y no sabremos en qué gastarlo, porque no estamos habituados a leer ni a conversar sin alcohol, lo que nos llevará a buscar bares. El aumento de demanda hará que se abran nuevos negocios  de restauración y alcanzaremos los mismos niveles etílicos y acústicos que antes de la revolución. Nos quitaremos los calcetines blancos, volveremos a los horarios antiguos, bajaremos en el informe PISA, volverán los chiringuitos, se nos oscurecerá el pelo, los fosos de petanca se usarán para hacer botellones y los carriles bici vendrán muy bien para ampliar las terrazas. El problema fundamental y aquí quería llegar es ¿qué hacemos con los falansterios? Pues está claro, macrodiscotecas. 
¿Que a esto no se le puede llamar revolución?, bueno,"Ariel" tampoco creo que revolucionara la colada y así se proclamaba en todas las televisiones del país. No seáis tiquismiquis.      

miércoles, 20 de mayo de 2020

"Iván Turguénev, espejo de las contradicciones rusas" por Andrés Seoane



«Uno de los principios más básicos de la vida es el enlace entre los tiempos, la transmisión patrimonial de valores. Un mundo sin tradición crea huérfanos». Haciendo honor al espíritu de su frase, recordamos en el 200° aniversario de su nacimiento la figura del escritor ruso Iván Turguénev (1818-1883), perfecto reflejo del complejo siglo XIX en un Imperio zarista plagado de irresolubles contradicciones y de grandes figuras literarias. Noble terrateniente partidario de la emancipación de los siervos, liberal a dos aguas dividido entre el conservadurismo y el anarquismo y ferviente europeísta en una sociedad eslavófila, el escritor siempre se posicionó en las grandes polémicas políticas de su tiempo. Caducas ya muchas de estas luchas que poblaron la vida de Turguénev, dos siglos después nos queda su literatura, marcada por el arte de la descripción, en el que brilló como pocos.
De origen noble, nació el 9 de noviembre de 1818 en Oriol, al sur de Moscú, y se crió en el latifundio de su madre, la acaudalada terrateniente Varvára Petrovna Turguéneva, donde tuvo contacto directo con el campesinado ruso que fue central en su obra. Su padre, un coronel de la caballería imperial empobrecido que se desentendió de su familia en favor de múltiples aventuras amorosas, moriría durante su infancia, dejándolo a merced de una madre tiránica que, no obstante, le infundió el amor por la literatura rusa y extranjera. Otra de las personas que desempeñó un papel importante en la formación de Turguénev como escritor fue uno de los siervos de su madre, que sería el prototipo de uno de los personajes principales de su relato Punin y Baburin, recientemente editado por Nórdica, donde narra el fin de la Rusia zarista y esclavista.
Tras acabar la escuela elemental, su familia se mudó a Moscú, donde Turguénev entraría en la universidad para estudiar Letras, especializándose en los clásicos, literatura rusa y filología. Al año siguiente, con 16, y ya en San Petersburgo, ingresó en la Facultad de Filosofía. En la capital imperial Turguénev, influido por escritores como Pushkin y Gógol comenzó a escribir poemas románticos. Durante su educación, las ideas liberales, en boga en esa época, calaron en su mente juvenil, más aún cuando cinco años después, en 1838, viajó a Berlín con el objetivo de estudiar la filosofía de Hegel. En la capital alemana intimó con varios pensadores que le aproximaron al anarquismo, especialmente cuando conoció a Mijaíl Bakunin, con cuya hermana vivió un apasionado romance. Turguénev se impresionó con la sociedad centroeuropea y volvió a su país occidentalizado, pensando que Rusia podía progresar imitando a Europa, en oposición a la tendencia eslavófila que imperaba en el Imperio zarista.
Saltar del papel a la vida
Los primeros intentos literarios de Turguénev, incluyendo poemas y esbozos, mostraron su genio y recibieron comentarios favorables de Belinski, por entonces el principal crítico literario ruso. Todavía en su época de estudiante, escribe unos cien poemas, algunos de ellos publicados en la revista El contemporáneo, fundada por Pushkin en 1836, un año antes de su muerte, donde publicaría en años posteriores su serie de relatos Memorias de un cazador (1847), El prado de Bezhin (1851) y Rudin (1856); y donde también vieron la luz textos de otros grandes de las letras rusas como el propio Pushkin, Gógol, Iván Goncharov o Tolstói. Con el objetivo de escribir con mayor libertad que la que ofrecía la Rusia de Nicolás I, viaja a Francia, donde se convierte en involuntario testigo de la revolución en 1848. Allí se encuentra con Alexander Herzen, ideólogo de la revolución campesina rusa, de quien era amigo íntimo cuando eran estudiantes.
Espantado con la idea de la revolución, regresa a Rusia en 1850. Dos años después, al morir su madre, Turguénev hereda una inmensa fortuna. Ya en el puesto de amo, mejora la situación de sus siervos, pero no los libera, algo que sólo llegaría en 1861 con una ley del zar Alejandro II. A pesar de su inacción real, su decidida defensa de la abolición de la servidumbre y su condena del nivel de vida del campesinado ruso se trasluce en sus Memorias de un cazador, una serie de cuentos concatenados cuyo común denominador son los sucesos de la vida rural. Según Dostoyevski, Turguénev es incapaz de dar el salto del papel a la vida real, y se trata de la obra de un hombre acomodado, poco comprometido con la situación social de su país, para el que solo existe la vida bucólica del campo de Rusia.
Sin embargo, su trabajo no es del agrado de la censura zarista, que trata de poner obstáculos, prohibiendo o recortando las obras del escritor. La oportunidad de vengarse les llega tras escribir Turguénev un elogioso obituario dedicado a Gógol, que es usado como excusa para recluirle exiliado en su finca familiar. Gracias a la intervención de Tolstói, dos años después, a Turguénev se le permitió vivir en la capital, pero se le impuso una prohibición estricta para la publicación de nuevos relatos. De hecho, muchas de las obras maestras del escritor se publicaron en Rusia solo tras la muerte en 1855 de Nicolás I, como por ejemplo, Nido de nobles (1859), En vísperas (1860) o Padres e hijos (1862).

Solo contra el mundo

En 1855 Alejandro II se convirtió en zar, y el clima político se tornó más relajado, permitiendo la publicación de todas estas obras, donde trata temas como la frustración vital, los amores fallidos, critica la vida rusa y las promesas de los revolucionarios y reflexiona sobre las nuevas ideologías. De hecho en la última de ellas, Padres e hijos, reconocida como una de las novelas más importantes del siglo XIX, utiliza por primera vez y populariza el término nihilismo, surgido en esa convulsa Rusia del XIX, donde las revueltas campesinas, los atentados y el bandolerismo estaban a la orden del día. El talento narrativo de Turguénev, por encima de la finura de sus retratos psicológicos y de su buen oído para los diálogos, reside en la limpieza y la contención de sus historias, donde bajo un toque melancólico, todos los elementos encajan a la perfección y cada descripción es de una precisión quirúrgica.
Sin embargo, esta etapa de madurez y plenitud creativa se ve sacudida por fuertes desavenencias ideológicas con muchos de sus antiguos amigos. La principal razón fue la cierta discrepancia entre las ideas que impregnaron todas estas obras del escritor y su posición civil. Para muchos, Turguénev solo estaba a favor sobre el papel de que hubiera cambios significativos en Rusia, pero estaba en contra del hecho de que se hicieron de una manera revolucionaria. Por eso rompió en 1862 con sus queridos amigos de juventud, Alexander Herzen y Mijaíll Bakunin.
Fuertes desavenencias tuvo también con Tolstói. Su complicada amistad con Tolstói alcanzó tal animosidad que en 1861 este lo retó a duelo. Si bien luego se disculpó, estuvieron sin hablarse diecisiete años. También se las tuvo tiesas con Dostoyevski, conservador y eslavófilo, que en novelas como El idiota y Los demonios advertía que los liberales pervertirían a Rusia y la llevarían a su destrucción, y aconsejaba a los rusos conservar su propia vía y la fe ortodoxa. Sus ideologías diametralmente opuestas les llevarían a dedicarse lindezas como «Dostoyevski es un grano en la nariz de la literatura cuya profundización en los lúgubres abismos del alma humana es un moqueo psicológico que deja un tufo agrio y hospitalario». Por su parte, el autor de Crimen y castigo recomendó a Turguénev, en aquel momento residente en Francia, que se comprara un telescopio «de lo contrario, le será difícil mirar a Rusia» y le parodió en su novela Los demonios a través del personaje del novelista Karmazínov. A pesar de todo, en 1880, el famoso discurso de Dostoyevski en la inauguración del monumento a Pushkin versó sobre su reconciliación con Turguénev.
Desde 1863, el escritor se mudó a vivir al extranjero, donde tomó parte activa en la vida cultural de Europa. Entre sus amigos se encontraban escritores famosos como Charles Dickens, Émile Zola, George Sand o Victor Hugo, pero siempre recordó sus raíces e hizo de puente entre las literaturas rusa y occidental llevando a cabo algunas traducciones y promocionando a sus compatriotas. A principios de 1882, llegó a Rusia la noticia alarmante sobre la enfermedad mortal del escritor, un cáncer de médula que se lo llevaría a la tumba al año siguiente. En su lecho de muerte exclamó, refiriéndose a Tolstói: «Amigo, vuelve a la literatura». Con tal inspiración, se dice que Tolstói escribió obras como La muerte de Iván Ilich y La sonata Kreutzer. A pesar de los años lejos de su patria, el cuerpo de Turguénev fue trasladado siguiendo su expreso deseo a San Petersburgo, donde reposa en el cementerio Vólkovskoie.

martes, 19 de mayo de 2020

"Manifiesto por un arte revolucionario independiente" por André Breton y León Trotski


Puede afirmarse sin exageración que nunca como hoy nuestra civilización ha estado amenazada por tantos peligros. Los vándalos, usando sus medios bárbaros, es decir, extremadamente precarios, destruyeron la antigua civilización en un sector de Europa. En la actualidad, toda la civilización mundial, en la unidad de su destino histórico, es la que se tambalea bajo la amenaza de fuerzas reaccionarias armadas con toda la técnica moderna. No aludimos tan solo a la guerra que se avecina. Ya hoy, en tiempos de paz, la situación de la ciencia y el arte se ha vuelto intolerable. En aquello que de individual conserva en su génesis , en las cualidades subjetivas que pone en acción para revelar un hecho que signifique un enriquecimiento objetivo, un descubrimiento filosófico, sociológico, científico o artístico, aparece como un fruto de un azar precioso, es decir, como una manifestación más o menos espontánea de la necesidad. No hay que pasar por alto semejante aporte, ya sea desde el punto de vista del conocimiento general (que tiende a que se amplíe la interpretación del mundo), o bien desde el punto de vista revolucionario (que exige para llegar a la transformación del mundo tener una idea exacta de las leyes que rigen su movimiento). En particular, no es posible desentenderse de las condiciones mentales en que este enriquecimiento se manifiesta, no es posible cesar la vigilancia para que el respeto de las leyes específicas que rigen la creación intelectual sea garantizado. No obstante, el mundo actual nos ha obligado a constatar la violación cada vez más generalizada de estas leyes, violación a la que corresponde, necesariamente, un envilecimiento cada vez más notorio, no solo de la obra de arte, sino también de la personalidad “artística”. El fascismo hitleriano, después de haber eliminado en Alemania a todos los artistas en quienes se expresaba en alguna medida el amor de la libertad, aunque esta fuese solo una libertad formal, obligó a cuantos aún podían sostener la pluma o el pincel a convertirse en lacayos del régimen y a celebrarlo según órdenes y dentro de los límites exteriores del peor convencionalismo. Dejando de lado la publicidad, lo mismo ha ocurrido en la URSS durante el período de furiosa reacción que hoy llega a su apogeo. Ni que decir tiene que no nos solidarizamos ni un instante, cualquiera que sea su éxito actual, con la consigna: “Ni fascismo ni comunismo”, consigna que corresponde a la naturaleza del filisteo conservador y asustado que se aferra a los vestigios del pasado “democrático”. El verdadero arte, es decir aquel que no se satisface con las variaciones sobre modelos establecidos sino que se esfuerza por expresar las necesidades íntimas del hombre y de la humanidad actuales, no puede dejar de ser revolucionario, es decir, no puede sino aspirar a una reconstrucción completa y radical de la sociedad, aunque solo sea para liberar la creación intelectual de las cadenas que la atan y permitir a la humanidad entera elevarse a las alturas que solo genios solitarios habían alcanzado en el pasado.

Al mismo tiempo, reconocemos que únicamente una revolución social puede abrir el camino a una nueva cultura. Pues si rechazamos toda la solidaridad con la casta actualmente dirigente en la URSS es, precisamente, porque a nuestro juicio no representa el comunismo, sino su más pérfido y peligroso enemigo. Bajo la influencia del régimen totalitario de la URSS, y a través de los organismos llamados organismos “culturales” que dominan en otros países, se ha difundido en el mundo entero un profundo crepúsculo hostil a la eclosión de cualquier especie de valor espiritual. Crepúsculo de fango y sangre en el que, disfrazados de artistas e intelectuales, participan hombres que hicieron del servilismo su móvil, del abandono de sus principios un juego perverso, del falso testimonio venal un hábito y de la apología del crimen un placer. El arte oficial de la época estalinista refleja, con crudeza sin ejemplo en la historia, sus esfuerzos irrisorios por disimular y enmascarar su verdadera función mercenaria. La sorda reprobación que suscita en el mundo artístico esta negación desvergonzada de los principios a que el arte ha obedecido siempre y que incluso los Estados fundados en la esclavitud no se atrevieron a negar de modo tan absoluto debe dar lugar a una condenación implacable. La oposición artística constituye hoy una de las fuerzas que pueden contribuir de manera útil al desprestigio y a la ruina de los regímenes bajo los cuales se hunde, al mismo tiempo que el derecho de la clase explotada a aspirar a un mundo mejor, todo sentimiento de grandeza e incluso de dignidad humana. La revolución comunista no teme al arte. Sabe que al final de la investigación a que puede ser sometida la formación de la vocación artística en la sociedad capitalista que se derrumba, la determinación de tal vocación solo puede aparecer como resultado de una connivencia entre el hombre y cierto número de formas sociales que le son adversas. Esta coyuntura, en el grado de conciencia que de ella pueda adquirir, hace del artista su aliado predispuesto. El mecanismo de sublimación que actúa en tal caso, y que el psicoanálisis ha puesto de manifiesto, tiene como objeto restablecer el equilibrio roto entre el “yo” coherente y sus elementos reprimidos. Este restablecimiento se efectúa en provecho del “ideal de sí”, que alza contra la realidad, insoportable, las potencias del mundo interior, del sí, comunes a todos los hombres y permanentemente en proceso de expansión en el devenir. La necesidad de expansión del espíritu no tiene más que seguir su curso natural para ser llevada a fundirse y fortalecer en esta necesidad primordial: la exigencia de emancipación del hombre. En con secuencia, el arte no puede someterse sin decaer a ninguna directiva externa y llenar dócilmente los marcos que algunos creen poder imponerle confines pragmáticos extremadamente cortos. Vale más confiar en el don de prefiguración que constituye el patrimonio de todo artista auténtico, que implica un comienzo de superación (virtual) de las más graves contradicciones de su época y orienta el pensamiento de sus contemporáneos hacia la urgencia de la instauración de un orden nuevo. La idea que del escritor tenía el joven Marx exige en nuestros días ser reafirmada vigorosamente. Está claro que esta idea debe ser extendida, en el plano artístico y científico, a las diversas categorías de artistas e investigadores. “El escritor –decía Marx– debe naturalmente ganar dinero para poder vivir y escribir, pero en ningún caso debe vivir para ganar dinero... El escritor no considera en manera alguna sus trabajos como un medio. Son fines en sí; son tan escasamente medios en sí para él y para los demás, que en caso necesario sacrifica su propia existencia a la existencia de aquellos... La primera condición de la libertad de la prensa estriba en que no es un oficio.” Nunca será más oportuno blandir esta declaración contra quienes pretenden someter la actividad intelectual a fines exteriores a ella misma y, despreciando todas las determinaciones históricas que le son propias, regir, en función de presuntas razones de Estado, los temas del arte. La libre elección de esos temas y la ausencia absoluta de restricción en lo que respecta a su campo de exploración constituyen para el artista un bien que tiene derecho a reivindicar como inalienable. En materia de creación artística, importa esencialmente que la imaginación escape a toda coacción, que no permita con ningún pretexto que se le impongan sendas. A quienes nos inciten a consentir, ya sea para hoy, ya sea para mañana, que el arte se someta a una disciplina que consideramos incompatible radicalmente con sus medios, les oponemos una negativa sin apelación y nuestra voluntad deliberada de mantener la fórmula: toda libertad en el arte. Reconocemos, naturalmente, al Estado revolucionario el derecho de defenderse de la reacción burguesa, incluso cuando se cubre con el manto de la ciencia o del arte. Pero entre esas medidas impuestas y transitorias de autodefensa revolucionaria y la pretensión de ejercer una dirección sobre la creación intelectual de la sociedad, media un abismo. Si para desarrollar las fuerzas productivas materiales, la revolución tiene que erigir un régimen socialista de plan centralizado, en lo que respecta a la creación intelectual debe desde el mismo comienzo establecer y garantizar un régimen anarquista de libertad individual. ¡Ninguna autoridad, ninguna coacción, ni el menor rastro de mando! Las diversas asociaciones de hombres de ciencia y los grupos colectivos de artistas se dedicarán a resolver tareas que nunca habrán sido tan grandiosas, pueden surgir y desplegar un trabajo fecundo fundado únicamente en una libre amistad creadora, sin la menor coacción exterior.

De cuanto se ha dicho, se deduce claramente que al defender la libertad de la creación, no pretendemos en manera alguna justificar la indiferencia política y que está lejos de nuestro ánimo querer resucitar un pretendido arte “puro” que ordinariamente está al servicio de los más impuros fines de la reacción. No; tenemos una idea muy elevada de la función del arte para rehusarle una influencia sobre el destino de la sociedad. Consideramos que la suprema tarea del arte en nuestra época es participar consciente y activamente en la preparación de la revolución. Sin embargo, el artista solo puede servir a la lucha emancipadora cuando está penetrado de su contenido social e individual, cuando ha asimilado el sentido y el drama en sus nervios, cuando busca encarnar artísticamente su mundo interior. En el periodo actual, caracterizado por la agonía del capitalismo, tanto democrático como fascista, el artista, aunque no tenga necesidad de dar a su disidencia social una forma manifiesta, se ve amenazado con la privación del derecho de vivirla y continuar su obra, a causa del acceso imposible de esta a los medios de difusión. Es natural, entonces, que se vuelva

hacia las organizaciones estalinistas que le ofrecen la posibilidad de escapar a su aislamiento. Pero su renuncia a cuanto puede constituir su propio mensaje y las complacencias terriblemente degradantes que esas organizaciones exigen de él, a cambio de ciertas ventajas materiales, le prohíben permanecer en ellas, por poco que la desmoralización se manifieste impotente para destruir su carácter. Es necesario, a partir de este instante, que comprenda que su lugar está en otra parte, no entre quienes traicionan la causa de la revolución al mismo tiempo, necesariamente, que la causa del hombre, si no entre quienes demuestran su fidelidad inquebrantable a los principios de esa revolución, entre quienes, por ese hecho, siguen siendo los únicos capaces de ayudarla a consumarse y garantizar por ella la libre expresión de todas las formas del genio humano.

La finalidad de este manifiesto es hallar un terreno en el que reunir a los mantenedores revolucionarios del arte, para servir la revolución con los métodos del arte y defender la libertad del arte contra los usurpadores de la revolución. Estamos profundamente convencidos de que el encuentro en ese terreno es posible para los representantes de tendencias estéticas, filosóficas y políticas, aun un tanto divergentes. Los marxistas pueden marchar ahí de la mano con los anarquistas, a condición de que unos y otros rompan implacablemente con el espíritu policíaco reaccionario, esté representado por José Stalin o por su vasallo García Oliver. Miles y miles de artistas y pensadores aislados, cuyas voces son ahogadas por el odioso tumulto de los falsificadores regimentados, están actualmente dispersos por

el mundo. Numerosas revistas locales intentan agrupar en torno suyo a fuerzas jóvenes que buscan nuevos caminos y no subsidios. Toda tendencia progresiva en arte es acusada por el fascismo de degeneración. Toda creación libre es declarada fascista por los estalinistas. El arte revolucionario independiente debe unirse para luchar

contra las persecuciones reaccionarias y proclamar altamente su derecho a la existencia. Un agrupamiento de estas características es el fin de la Federación Internacional del Arte Revolucionario Independiente (FIARI), cuya creación juzgamos necesaria. No tenemos intención alguna de imponer todas las ideas contenidas en este llamamiento, que consideramos un primer paso en el nuevo camino. A todos los representantes del arte, a todos sus amigos y defensores que no pueden dejar de comprender la necesidad del presente llamamiento, les pedimos que alcen la voz inmediatamente. Dirigimos el mismo llamamiento a todas las publicaciones independientes de izquierda que estén dispuestas a tomar parte en la creación de la Federación internacional y en el examen de las tareas y de los métodos de acción. Cuando se haya establecido el primer contacto internacional por la prensa y la correspondencia, procederemos a la organización de modestos congresos locales

y nacionales. En la etapa siguiente deberá reunirse un congreso mundial que consagrará oficialmente la fundación de la Federación internacional.



ANDRÉ BRETON Y TROSKI (FIRMADO TAMBIÉN POR DIEGO RIVERA), 25 de julio de 1938.

miércoles, 13 de mayo de 2020

La educación en el mundo del dinero

El capitalismo, amigos, siempre el capitalismo. No sabemos cómo va a ser el curso que viene. No sabemos ni siquiera si vamos a tener alumnos. Las autoridades no saben cómo afrontar el problema de meter 30 o 40 adolescentes en una clase, porque las medidas sanitarias lo prohíben taxativamente. Se recomienda un máximo de 15 por aula y las administraciones se están quebrando la cabeza porque se les ha privado de la potestad de hacinarnos. 
Desde hace mucho tiempo, los docentes reclamamos unas ratios razonables para que el sistema de enseñanza tenga éxito, para que se logren los objetivos que, con tanta burocracia, nos instan a cumplir sin excusas. No, no es lo mismo recluir seis horas al día a quince chicos de 14 años en un espacio reducido que a 30 o 40. Lo hemos reclamado de todas las formas posibles, pero siempre aparece la misma excusa, "no hay dinero para contratar a más profesorado, no hay dinero". Habría que invitar (lo hemos hecho) a esos que gestionan el "dinero" a ver el desarrollo diario de una clase de 2º de ESO o de FP Básica con más de 25 alumnos. Con esa edad, en la que siempre se incluyen alumnos con especial conflictividad social o familiar (tres o cuatro mínimo), no se puede esperar que aprendan mucho, ni siquiera se puede pretender que se los atienda con el mimo que merecen. Ahora, las urgencias sanitarias obligan a prever una reducción drástica del número de alumnos por clase, y se desnucan buscando una fórmula que no suponga contratar a más profesorado. Me espero lo peor. 
En esta sociedad capitalista, la escuela, el instituto y hasta la universidad, se han convertido en almacenes de niños y jóvenes que permitan desarrollar la actividad económica de sus padres. Se les adoctrina en esas mismas pautas del emprendimiento y del consumo y se les saca al mundo laboral para que sean partícipes de este régimen alienado y deshumanizado. El instituto sirve para mantener a la rebeldía adolescente estabulada mientras los padres cumplimos horarios estrictos de adocenamiento. Al poder no le importa la educación y menos una educación que nos haga conscientes de nuestra situación. En esta sociedad todo tiene un valor y la educación no lo tiene tan alto como para sufragar los gastos de unas aulas racionales en cuanto a número de alumnado. Si se puede ahorrar un sueldo de profesor metiendo 10 alumnos más en clase, se hace, porque en realidad el instituto es un almacén de adolescentes, no un organismo donde se generen espíritus críticos. 
Las administraciones educativas están nerviosas porque las administraciones sanitarias les van a obligar a hacer algo que por higiene social se debería haber hecho hace muchos años y que las administraciones económicas han vetado sin descanso. Y no les quepa duda de que se van a quebrar la cabeza para no dedicar más dinero a la educación. Y no les quepa duda de que nos van a sorprender con medidas que nos sacarán de quicio y que poco aportarán a la mejora de la enseñanza (y si no, al tiempo). Porque la inercia hacia la idiocia es imprescindible para formar clientes que no se cuestionen su forma de vida.

martes, 12 de mayo de 2020

"Romance del romance" por Carlo Frabetti



La vocación narrativa del romance es evidente desde el principio, es decir, desde su nombre. En francés, le roman es la novela, y en italiano también: romanzo, y en otras lenguas romances: en portugués, en rumano… Sin embargo, en castellano no es sinónimo de novela este término, ¿por qué? Porque la propia importancia que en España tuvo y tiene el romance ha mantenido su significado indemne. O casi: también se llama romance al idilio breve; pero si hablamos de géneros literarios, se mantiene el sentido original de este término, que es este:
Un romance es un poema de arte menor donde riman los pares en asonante (quiere decir que terminan con las vocales iguales), y los impares se libran de rimar, son versos libres. Los versos son de ocho sílabas, aunque hay algunas variantes, como el del duque de Rivas que se pone como ejemplo, en muchas antologías, de romance endecasílabo o heroico, ese que decía que «Entran de dos en dos en la estacada…». Poesía popular por excelencia, con vocación narrativa, de cadencia sosegada, rica y a la vez sencilla, adoptada y adaptada por la lengua de Castilla.
Ramón Menéndez Pidal aplicó al Cantar de Mío Cid un poderoso y nuevo método histórico-crítico, que le llevó a propugnar su neotradicionalismo, según el cual los romances tienen su origen antiguo en fragmentos de cantares de gesta que, al repetirlos oralmente muchas veces, se volvieron conocidos de todos, formando parte del acervo colectivo, y luego, en el siglo XV, se comenzó a transcribirlos, surgieron los romanceros, como se llamó a los libros de romances, por ejemplo, el de Hernando del Castillo, y otro fechado en el año 1525.
El romance más antiguo del que noticia se tiene, copiado en un cartapacio en 1420, es el que empieza diciendo por boca de una mujer: «Gentil dona, gentil dona, / dona de bell paresser, / los pies tingo en la verdura / esperando este plazer». Unos años posterior, el Cancionero de Rennert, que está en el British Museum, en sus páginas ofrece las versiones manuscritas de algunos romances breves. Ya en el siglo XVI, en su año 47, se publica el Cancionero de Romances en Amberes, que propició que surgieran, en el siglo XVII, los poetas romancistas, que llegaron hasta el XX.
Juan Ramón y Federico García Lorca, Machado y Unamuno, entre otros, el romance cultivaron. Es mundialmente famoso el Romancero gitano («El jinete se acercaba / tocando el tambor del llano», escribía Federico en su Granada), y Machado, en su Campos de Castilla, tiene un romance llamado La tierra de Alvargonzález, que es su poema más largo, porque, como buen romance, más que poema es relato («En la laguna sin fondo / al padre muerto arrojaron. / No duerme bajo la tierra / el que la tierra ha labrado», nos cuenta con la voz llana del pueblo Antonio Machado).
Y aunque algunos piensen que la rima está superada y el verso libre se impone, se impone la rima blanca, el romance sigue vivo, hoy, en la copla cantada: la cuarteta de romance con ropaje musical y fuego en las entretelas, en la que lo popular y lo culto se confunden en una misma sustancia. Como dice otro Machado, Manuel, en versos del alma:

Procura tú que tus coplas
vayan al pueblo a parar,
aunque dejen de ser tuyas
para ser de los demás.
Que, al fundir el corazón
en el alma popular,
lo que se pierde de nombre
se gana de eternidad.

¿Has observado, lector o lectora, que este artículo es un romance apaisado? Al leerlo de corrido, no se nota; sin embargo, si lo leyeras con ritmo, haciendo cada ocho sílabas una pausa, un corte fino (/), se volvería un poema sin alterar su sentido. Lo que demuestra —o lo muestra, cuando menos— cuan vecino el romance es de la prosa, su talante narrativo. Y nos ayuda a entender la razón del formalismo de escribir las poesías en columnas. Esto dicho, te dejo, caro lector o lectora, me despido con la esperanza de que al menos te hayas reído.

miércoles, 6 de mayo de 2020

"No habrá ningún regreso a la normalidad" por Slavoj Zizek



INTRODUCCIÓN

NOLI ME TANGERE

“No me toques”, según Juan 20:17, es lo que Jesús le dijo a María Magdalena cuando ella lo reconoció después de su resurrección. ¿Cómo he de entender yo, un ateo cristiano confeso, entender estas palabras? En primer lugar, quiero asociarlas con la respuesta de Cristo cuando sus discípulos le preguntan cómo sabrán que ha vuelto, que ha resucitado. Cristo les dice que estará allí donde haya amor entre sus creyentes. Estará allí no como una persona a la que se puede tocar, sino como el vínculo de amor y solidaridad entre la gente. De manera que, “no me toques, toca y relaciónate con los demás en el espíritu del amor”.

Hoy en día, sin embargo, en mitad de la pandemia de coronavirus, a todos se nos bombardea precisamente con llamamientos a no tocar a los demás, sino a aislarnos, a mantener una distancia corporal adecuada. ¿Cuál es el significado de esta prohibición de “no me toques”? Las manos no pueden acercarse a la otra persona; sólo desde el interior podemos acercarnos unos a otros, y la ventana hacia el «interior» son nuestros ojos. Durante estos días, cuando te encuentras con una persona cercana a ti (o incluso con un desconocido) y mantienes la distancia adecuada, una profunda mirada a los ojos del otro puede revelar algo más que un contacto íntimo. En uno de sus fragmentos de juventud, Hegel escribió:

El ser amado no se opone a nosotros, es uno con nuestro propio ser; nos vemos a nosotros solo en él, aunque ya no es un nosotros: es un acertijo, un milagro [ein Wunder], algo que no podemos comprender.

Resulta fundamental no leer estas dos afirmaciones como algo opuesto, como si el ser amado fuera en parte un «nosotros», parte de mí, y en parte un acertijo. ¿Acaso el milagro del amor no es que formes parte de mi identidad precisamente en la medida en que sigues siendo un milagro que no puedo comprender, un acertijo no solo para mí, sino para ti? Por citar otro conocido pasaje del joven Hegel:

El ser humano es esta noche, esta nada vacía, que lo contiene todo en su simplicidad: una riqueza interminable de muchas representaciones, imágenes, de las cuales ninguna le pertenece, o que no están presentes. Se puede ver esta noche cuando uno mira a los seres humanos a los ojos.

Ningún coronavirus nos lo puede arrebatar. De manera que existe la esperanza de que esta distancia corporal incluso refuerce la intensidad de nuestro vínculo con los demás. Es solo ahora, en este momento en que tengo que evitar a muchos de los que me son próximos, cuando experimento plenamente su presencia, la importancia que tienen para mí.

Llegados a este punto, ya puedo escuchar una cínica carcajada: muy bien, a lo mejor experimentaremos esos momentos de proximidad espiritual, pero ¿cómo nos ayudará eso a enfrentarnos con la catástrofe en curso? ¿Aprenderemos algo de ello?

Hegel escribió que lo único que podemos aprender de la historia es que no aprendemos nada de la historia, así que dudo que la epidemia nos haga más sabios. Lo único que está claro es que el virus destruirá los mismísimos cimientos de nuestras vidas, provocando no solo una enorme cantidad de sufrimiento sino también un desastre económico posiblemente peor que la Gran Recesión. No habrá ningún regreso a la normalidad, la nueva «normalidad» tendrá que construirse sobre las ruinas de nuestras antiguas vidas, o nos encontraremos en una nueva barbarie cuyos signos ya se pueden distinguir. No será suficiente considerar la epidemia un accidente desafortunado, librarnos de sus consecuencias y regresar al modo en que hacíamos las cosas antes, realizando quizá algunos ajustes a nuestros sistemas de salud pública. Tendremos que plantear la siguiente pregunta: ¿qué ha fallado en nuestro sistema para que la catástrofe nos haya cogido completamente desprevenidos a pesar de las advertencias de los científicos?

COMUNISMO O BARBARIE, ¡ASÍ DE SIMPLE!

Mucha gente de la derecha y la izquierda, desde Alain Badiou hasta Byung-Chul Han, pasando por muchos otros, me han criticado, e incluso se han burlado de mí, por haber sugerido de manera repetida la llegada de una forma de comunismo como resultado de la pandemia de coronavirus. Las ideas recurrentes de la cacofonía de voces eran fácilmente predecibles: el capitalismo regresará todavía más fuerte, utilizando la pandemia para tomar impulso; todos aceptaremos en silencio el control total de nuestras vidas por los aparatos del Estado al estilo chino y como una necesidad médica; el pánico supervivencialista es eminentemente político y nos lleva a percibir a los demás como amenazas mortales, no como camaradas en una lucha. Han añadido algunas precepciones específicas de las diferencias culturales entre Oriente y Occidente: los países desarrollados de Occidente reaccionan de manera exagerada porque están acostumbrados a vivir sin auténticos enemigos. Al ser abiertos y tolerantes, y carecer de mecanismos de inmunidad cuando surge una amenaza real, se dejan llevar por el pánico. Pero ¿es el Occidente desarrollado realmente tan permisivo como afirma? ¿Acaso todo nuestro espacio político social no está permeado de visiones apocalípticas: amenazas de catástrofe ecológica, miedo de los refugiados islámicos, defensa histérica de nuestra cultura tradicional contra los LGTB+ y la teoría del género? No hay más que contar un chiste verde e inmediatamente sentirás la fuerza de la censura políticamente correcta. Nuestra permisividad hace años que se ha convertido en su opuesto.

Además, ¿no implica este aislamiento forzado un apoliticismo supervivencialista? Estoy mucho más de acuerdo con Catherine Malabou, que escribió que «una epojé, una suspensión, un paréntesis en la sociabilidad, es a veces el único acceso a la alteridad, una manera de sentirse cerca de toda la gente aislada de la Tierra. Por esta razón intento ser lo más solitaria posible en mi soledad». Se trarta de una idea profundamente cristiana: cuando me siento solo, abandonado por Dios, soy como Cristo en la cruz, absolutamente solidario con él. Y hoy en día, lo mismo se puede decir de Julian Assange, aislado en la celda de una cárcel, sin poder recibir visitas. Ahora todos somos como Assange y más que nunca necesitamos figuras como él para evitar peligrosos abusos de poder justificados por la amenaza médica. Estando aislados, el teléfono e internet son nuestro vínculo principal con los demás, y ambos están controlados por el Estado, que puede desconectarnos a su voluntad.

¿Qué sucederá, pues? Lo que anteriormente parecía imposible ya está teniendo lugar. Por ejemplo: el 24 de marzo de 2020 Boris Johnson anunció la nacionalización temporal de los ferrocarriles británicos. Tal como Assange le dijo a Yanis Varoufakis en una breve conversación telefónica: «esta nueva fase de la crisis está dejando claro, como mínimo, que todo vale, que todo es ahora posible». Naturalmente, todo fluye en todas las direcciones, de lo mejor a lo peor. Nuestra situación actual es, por lo tanto, profundamente política: nos enfrentamos a opciones radicales.

Es posible que, en algunas partes del mundo, el poder estatal se medio desintegre, que los señores de la guerra locales controlen sus territorios en una lucha por la supervivencia estilo Mad Max, sobre todo si se aceleran amenazas como el hambre o la degradación medioambiental. Es posible que los grupos extremistas adopten la estrategia nazi de «dejar morir a los viejos y los débiles para reforzar y rejuvenecer nuestra nación» (algunos grupos ya están alentando a aquellos de sus miembros que han contraído el coronavirus a propagar el contagio a los policías y a los judíos, según informaciones recabadas por el FBI). Una versión capitalista más refinada de dicho regreso a la barbarie ya se está debatiendo abiertamente en los Estados Unidos. El domingo 22 de marzo, el presidente de ese país escribió un tuit en mayúsculas: «NO PODEMOS PERMITIR QUE EL REMEDIO SEA PEOR QUE EL PROBLEMA. AL FINAL DEL PERÍODO DE 15 DÍAS TOMAREMOS UNA DECISIÓN ACERCA DE EN QUÉ DIRECCIÓN QUEREMOS IR». El vicepresidente Mike Pence, que encabeza el grupo de trabajo de la Casa Blanca contra el coronavirus, había dicho ese mismo día que el lunes siguiente los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades federales publicarían unas directrices para permitir que la gente ya expuesta al coronavirus pudiera regresar al trabajo cuanto antes. Y el consejo de redacción del Wall Street Journal advirtió que «las autoridades federales y estatales tienen que comenzar a ajustar ya su estrategia antivirus para evitar una recesión económica que hará palidecer la que tuvo lugar en 2008-2009». Bret Stephens, columnista conservador del New York Times, al que Trump sigue atentamente, escribió que tratar el virus como una amenaza comparable a la Segunda Guerra Mundial «es algo que hay que poner en entredicho de manera agresiva antes de que se impongan soluciones posiblemente más destructivas que el propio virus». Dan Patrick, vicegobernador de Texas, apareció en la Fox News para argumentar que prefería morir antes que ver cómo las medidas de salud pública perjudicaban la economía estadounidense, y que creía que «muchos abuelos» de todo el país estarían de acuerdo con él. «Mi mensaje: volvamos al trabajo, sigamos viviendo, seamos inteligentes, y aquellos que tenemos más de 70 años sabremos cuidaremos».

La única ocasión, en los últimos años, en que tuvo lugar algo parecido fue, que yo sepa, en los últimos años del gobierno de Ceausescu en Rumania, cuando los hospitales simplemente no aceptaban el ingreso de jubilados, fuera cual fuera su estado, porque no eran considerados de ninguna utilidad para la sociedad. El mensaje de dichos pronunciamientos es evidente: la elección es entre un número sustancial, aunque incalculable, de vidas humanas y el «modo de vida» americano (es decir, capitalista). En esta elección, las vidas humanas pierden. Pero ¿es esta la única elección? ¿No estamos ya haciendo algo diferente, incluso en Estados Unidos? Naturalmente que es imposible mantener indefinidamente cerrado todo un país, ni por supuesto el mundo entero…, pero se puede transformar, reiniciarse de una nueva manera. No tengo ningún prejuicio sentimental: quién sabe lo que tendremos que hacer, desde movilizar a aquellos que se han recuperado y son inmunes, para que mantengan los servicios sociales necesarios hasta conseguir que haya píldoras para permitir una muerte indolora en aquellos casos perdidos cuya vida no es más que un absurdo y prolongado sufrimiento. Pero no tenemos una sola alternativa, sino que ya estamos planteando opciones.

Por eso es un error la postura de aquellos que ven la crisis como un momento apolítico en el que el poder estatal debería cumplir con su deber y nosotros seguir sus instrucciones, con la esperanza de que en un futuro no muy lejano se restaure algún tipo de normalidad. Deberíamos seguir aquí a Immanuel Kant, que escribió en relación con las leyes estatales: «¡Obedeced, pero pensad, mantened la libertad de pensamiento!». Hoy en día necesitamos más que nunca lo que Kant denominaba el «uso público de la razón». Está claro que las epidemias regresarán, combinadas con otras amenazas ecológicas, desde sequías hasta plagas de langostas, de manera que es ahora cuando hay que tomar decisiones difíciles. Esto es lo que no comprenden los que afirman que se trata simplemente de otra epidemia con un número relativamente pequeño de muertos: sí, no es más que una epidemia, pero ahora vemos que las advertencias anteriores acerca de estas epidemias estaban plenamente justificadas, y que no van a tener fin. Naturalmente, podemos adoptar una «prudente» actitud resignada actitud de «han ocurrido cosas peores, no hay más que pensar en las plagas medievales…». Pero la mismísima necesidad de esta comparación ya dice mucho. El pánico que estamos experimentando da fe de que está ocurriendo algún tipo de progreso ético, aun cuando a veces sea hipócrita: ya no estamos dispuestos a aceptar las plagas como nuestro destino.

Ahí es donde aparece mi de «comunismo», no como un sueño inconcreto, sino simplemente como el nombre para lo que ya está sucediendo (o al menos lo que muchos perciben como una necesidad): medidas que ya se están contemplando, e incluso haciendo entrar en vigor parcialmente. No es la visión de un futuro luminoso sino más bien de un «comunismo del desastre» como antídoto del «capitalismo del desastre». El Estado no solo debería asumir un papel mucho más activo, reorganizando la fabricación de los productos más necesarios, como mascarillas, kits de pruebas y respiradores, requisando hoteles y otros complejos de vacaciones, garantizando el mínimo de supervivencia a todos los desempleados, etc., sino hacer todo esto abandonando los mecanismos del mercado. Solo hay que pensar en los millones de personas, como los que trabajan en la industria turística, cuyos trabajos, al menos en algunos casos, se perderán y ya no tendrán sentido. Su destino no se puede dejar en manos de los mecanismos del mercado o de estímulos puntuales. Y no nos olvidemos de los refugiados que todavía intentan entrar en Europa. ¿De verdad cuesta comprender su desesperación cuando un territorio bajo confinamiento por una epidemia sigue siendo un destino atractivo para ellos?

Hay dos cosas más que están claras. El sistema sanitario institucional tendrá que contar con la ayuda de comunidades locales para que cuiden a los débiles y a los ancianos. Y, en el lado opuesto de la escala, habrá que organizar algún tipo de cooperación internacional eficaz para producir y compartir recursos. Si los Estados simplemente se aíslan, comenzarán las guerras. A todo esto me refiero cuando hablo de «comunismo», y no veo ninguna alternativa que no sea una nueva barbarie. ¿Hasta dónde llegará? No sabría decirlo: lo único que sé es que es urgente se dé cuenta, y, como ya hemos visto, lo están llevando a la práctica políticos como Boris Johnson, que desde luego no es ningún comunista.

Las líneas que nos separan de la barbarie son cada vez más claras. Uno de los signos de la civilización actual es que cada vez más gente comprende que la prolongación de las diversas guerras que recorren el planeta es algo totalmente demencial y absurdo. Y también que la intolerancia hacia las demás razas y cultura, y hacia las minorías sexuales, resulta insignificante en comparación con la escala de la crisis a la que nos enfrentamos. Por eso, aunque hacen falta medidas de guerra, me parece problemático el uso de la palabra «guerra» para nuestra lucha contra el virus: el virus no es un enemigo con planes y estrategias para destruirnos, es sólo un estúpido mecanismo que se autorreplica.

Esto es lo que no comprenden aquellos que deploran nuestra obsesión con la supervivencia. Hace poco Alenka Zupančič releyó un texto de Maurice Blanchot de la época de la Guerra Fría acerca del miedo a la autodestrucción nuclear de la humanidad. Blanchot muestra que nuestro desesperado deseo de supervivencia no implica la postura de «olvidémonos de los cambios, procuremos mantener el estado actual de las cosas, salvemos nuestras vidas desnudas». De hecho, es más bien lo contrario: solo mediante nuestro esfuerzo para salvar a la humanidad de la autodestrucción crearemos una nueva humanidad. Sólo a través de esta amenaza mortal podemos vislumbrar una humanidad unificada.