domingo, 30 de junio de 2019

"Palabras de Fernando" por Antonio Muñoz Molina

Fernando Fernán Gómez se ponía entero a sí mismo en cada cosa que hacía. Es una cuestión de integridad, no de egocentrismo. Fernán Gómez hizo excepcionalmente bien muchas cosas muy distintas, por pura vocación y también por necesidad, por ganarse la vida, y porque su talento tenía la facultad de manifestarse con una asombrosa variedad expresiva. En cada campo al que se dedicó, Fernando dejó al menos una obra indiscutible. Como actor, algunos de los personajes y de los momentos más estremecedores de nuestro teatro y de nuestro cine se deben a él. Pero fue también autor teatral y escribió una obra maestra tan perfecta como Las bicicletas son para el verano. Con ella hizo Jaime Chávarri una gran película, pero hay que leer el texto original, o haberlo visto sobre un escenario, para darse cuenta de toda su altura literaria, dramática, testimonial. Las bicicletas es a la vez autobiografía y fábula: el niño desgarbado y aturdido que tiene la mala suerte de entrar en la adolescencia al mismo tiempo que estalla la guerra es sin duda el propio Fernando; pero ese padre íntegro, republicano, protector, destinado al infortunio no es un personaje real, sino un modelo de padre imaginado y añorado por un muchacho que creció con su madre y su abuela porque su padre verdadero no quiso hacerse cargo de él. La memoria, la añoranza, la melancolía profunda de Fernando Fernán Gómez se desbordan en Las bicicletas son para el verano igual que en ese gran libro de memorias, El tiempo amarillo, otra de las obras supremas que él iba dejando en cada género, en cada tarea. En la literatura memorial española, tan mezquina muchas veces, tan propensa al impudor de la vanagloria más que a la honrada confesión, El tiempo amarillo ocupa un lugar tan incomparable como Las bicicletas en la escritura dramática, o como La vida por delante y El extraño viaje en el cine, o El viaje a ninguna parte en la novela y en el cine, porque Fernando la escribió primero como narración por entregas para la radio y luego la convirtió él mismo en una película, y además de escribirla y dirigirla la protagonizó con una de las mejores interpretaciones de su madurez.

En el cine y en el teatro, Fernando, desde muy joven, había hecho de todo, y lo había conocido todo, porque era un hombre con una conciencia muy aguda de la precariedad de su oficio, de las variaciones crueles de la fortuna en un país como España y en una época como la que le tocó vivir. Fernando tuvo éxitos tremendos y terribles fracasos, y supo arreglárselas para sobrellevar los unos y los otros con un escepticismo semejante que, si le vedó casi siempre el pleno entusiasmo, también le sirvió como antídoto contra la amargura. En los años cuarenta, en los cincuenta, en aquel cine entre patriótico y menesteroso, Fernando apareció en innumerables películas, muchas de ellas malas, o mediocres, o detestables por su beatería castrense o catolicona, o las dos cosas a la vez. Él aceptaba cualquier trabajo porque el miedo a la pobreza y al hambre no se le quitó nunca. Y en cada papel, por absurdo o inverosímil que fuera, disfrazado de cura o de legionario o de futbolista o de torero, Fernando nunca dejaba de poner una parte de sí mismo, una verdad que era la suya, un estupor, una inocencia, una fragilidad, una predisposición al encantamiento o al desengaño, a la triste aceptación de las cosas. Las pocas veces que se le presentaron oportunidades verdaderas las aprovechó memorablemente, aunque después no tuvieran reconocimiento, aunque pasaran a toda velocidad de la indiferencia pública al completo olvido. Una comedia tan delicada como La vida por delante habría merecido al menos una parte de la atención que se dedicaba a las películas italianas a las que se parecía, pero nadie se fijó en ella en su momento. El extraño viaje no llegó a estrenarse y resurgió por un azar fugaz, en un cine de barrio de programa doble, a finales de los años sesenta.

Fernando se acostumbró a ir creando sus obras mejores a la vez sin mucha esperanza y sin desánimo, con la obstinación de quien no sabe dejar de hacer lo que hace, aunque nadie se lo pida ni se lo agradezca. Era un personaje popular y al mismo tiempo un desconocido, un actor de brillo y de éxito que llevaba por dentro los escozores de muchos desengaños, un hombre muy cariñoso y muy huraño, un anarquista comodón que hacía compatible una especie de candidez sin remedio y un escepticismo melancólico. Haberlo conocido, haber tenido amistad con él, ha sido uno de los regalos de mi vida.

Era actor y figura pública y no había en él ni una brizna de impostura. También en la conversación se ponía entero a sí mismo, con su fragilidad y su aspereza, con su bondad cordial de hombre tímido, con aquella voz tremenda que sin embargo no buscaba imponerse. Su manera de hablar, de recordar en voz alta, de ir de una cosa a otra, sin disimular la incertidumbre, la reconozco leyendo los artículos que publicó en los últimos años de su vida, en Abc y La Razón, recogidos ahora y editados por Manuel Ruiz Amezcua en un volumen de la editorial Huerga & Fierro con un título que a Fernando sin duda le habría gustado, Variedades. En estas páginas su voz es más reconocible todavía porque Fernando aspiraba a lograr una escritura que tuviera la naturalidad del habla: de un habla, desde luego, como la suya, educada y serena, de conversador a la antigua, adiestrado en las tertulias de los cafés de cómicos, dotado de un patrimonio inagotable de experiencias y de historias, de chismes sabrosos de otras épocas. Fernando se pone entero en cada artículo que escribe, contando como nadie aquel mundo que fue suyo, que ya estaba en trance de desaparición cuando él lo vivía, el que convirtió en literatura y en cine haciendo El viaje a ninguna parte. Uno va escribiendo artículos semana a semana y sin proponérselo, si lo hace con algo de entrega verdadera, acaba esbozando una poética, una confesión, una autobiografía. A principios de este siglo, en una ancianidad a la que su voz, sus ojos clarísimos y su barba selvática otorgaban una envergadura legendaria, Fernando Fernán Gómez escribía sobre sus mundos desvanecidos de la posguerra, del teatro y el cine de su juventud. Parece mentira que hayan pasado ya 12 años desde que murió. El mundo nuestro en el que lo conocimos ya es también muy lejano.

domingo, 23 de junio de 2019

San Juan de la Cruz: "Dios excede al entendimiento" por Rafael Narbona



Juan de Yepes y Álvarez nació en 1542 en Fontiveros, una aldea situada a mitad de camino entre Ávila y Salamanca. Su padre, Gonzalo de Yepes, era hijo de un próspero comerciante de seda de Toledo, pero se casó con Catalina Álvarez, una muchacha pobre y huérfana, que se ganaba la vida como tejedora. El gesto le costó perder su herencia y la ruptura con sus tíos, que ocupaban importantes cargos eclesiásticos (cuatro canónigos, un arcediano y hasta un inquisidor). Se ha especulado que se trataba de una familia de “cristianos nuevos” o judeoconversos, pero no hay pruebas. Gonzalo murió prematuramente, dejando a su mujer y tres hijos en una desoladora pobreza. En 1551, la viuda se trasladó a Medina del Campo y, al carecer de medios, internó al pequeño Juan en un orfanato, el Colegio de la Doctrina, donde aprendió a leer y escribir. Gracias a su afición a la lectura y a su carácter piadoso y humilde, se dispuso su ingreso en un colegio de jesuitas. Al finalizar los estudios, se le ofreció ser capellán de un hospital, pero prefirió vestir los hábitos en el convento carmelita de Santa Ana, con el nombre de fray Juan de Santo Matía. Su formación era insuficiente para ordenarle sacerdote y se le envió a la Universidad de Salamanca. Es tentador pensar que asistió a las clases de fray Luis de León, pero no hay ningún dato al respecto.

En 1567, conoció en Medina del Campo a Teresa de Jesús. En esas fechas, había acumulado un profundo descontento con la relajación de su orden y se había refugiado en la soledad y la vida contemplativa. Teresa de Jesús apreció de inmediato su honda espiritualidad y le consideró el más indicado para reformar el Carmelo: “Aunque es chico, entiendo que es grande a los ojos de Dios”. Los restos óseos del carmelita han revelado que su estatura apenas superaba el metro y sesenta centímetros, lo cual explica que santa Teresa –una mujer de buena talla- le llamara “medio fraile”, con más afecto que malicia. Esa estima se refleja repetidamente en sus libros y en su correspondencia. En El Libro de las Fundaciones, escribe: “Era un hombre tan bueno que por lo menos yo podría haber aprendido más de él que él de mí. Sin embargo, no lo hice y me limité a mostrarle cómo viven las hermanas”. En noviembre de 1568, se funda en Duruelo, Ávila, el primer convento de carmelitas descalzos. Fray Juan de Santo Matía, que había cumplido veintiséis años, se convierte en san Juan de la Cruz. Promete con otros dos frailes vivir según la regla primitiva establecida por san Alberto en 1247 y se viste con un sencillo hábito tejido expresamente para él por Teresa de Jesús, que entonces tenía 52 años.
En 1572 acude al Convento de la Encarnación de Ávila y permanece allí hasta 1577, ejerciendo de vicario y confesor de las monjas. Viaja con la reformadora, colaborando en las nuevas fundaciones de conventos de carmelitas descalzas. El 3 de diciembre de 1577 los carmelitas calzados detienen a Juan de la Cruz y le confinan durante nueve meses en un convento de Toledo. Encerrado en un diminuto calabozo, le invaden los piojos, pues no le permiten mudarse de ropa ni asearse. Le azotan y le humillan a diario. Su alimentación consiste en mendrugos de pan y alguna sardina. Contrae disentería y adelgaza hasta quedarse en la piel y los huesos. Teresa de Jesús escribe a Felipe II, pues ignora su paradero y confiesa que preferiría saber que lo han secuestrado los moros y no los calzados, “pues aquellos tendrían más piedad”. En esas condiciones tan penosas, Juan de la Cruz compone las primeras estrofas del Cántico espiritual, varios romances y algún poema. Gracias a la ayuda de un carcelero que se apiada de su estado, logra huir y, con el auxilio de las carmelitas descalzas, se esconde en el Hospital de Santa Cruz.

Durante los años siguientes, ocupa cargos de importancia creciente y realiza fundaciones en Baeza, Segovia y Alcalá de Henares, pero en 1590 cae en desgracia y pierde todos sus privilegios. En 1591 enferma y se le traslada a Úbeda. Muere la noche del 13 al 14 de diciembre, rodeado de frailes que recitan el De Profundis y el Miserere. Pide que le lean unos versos del Cantar de los Cantares. Sus últimas palabras fueron: “Hoy estaré en el cielo diciendo maitines”. Sus restos corren la misma suerte que los de santa Teresa de Jesús. Convertidos en reliquias, se dispersan hasta encontrar reposo en Segovia. Fue canonizado en 1726 y Pío XI le nombró Doctor de la Iglesia en 1926.

San Juan de la Cruz es el místico más fascinante y enigmático de las letras españolas. Santa Teresa de Jesús clama con admiración: “No lo entiendo. Espiritualiza hasta el extremo”. El Cántico espiritual es su obra cumbre y en sus versos resuena el Cantar de los Cantares y las figuras literarias de la lírica mística musulmana, que explotan el contraste entre la luz y la oscuridad. Se ha dicho que trasfunde el versículo hebreo al castellano, trascendiendo cualquier equivalencia idiomática. Los tratados en prosa (Subida al Monte Carmelo, 1583 y el inconcluso Noche oscura, 1579) solo profundizan el misterio: “Dios excede al entendimiento”. La razón solo aparta de Dios. Por eso, san Juan de la Cruz juega con la yuxtaposición, la indeterminación, el deliro, la alusión y la analogía. Juan Ramón Jiménez considera que se trata de una “poesía simbolista” y nunca está de más recordar la advertencia del propio san Juan de la Cruz: “Entreme donde no supe”.

Hay infinidad de estudios y ediciones de la obra del carmelita descalzo. Me voy a permitir recomendar la bellísima y esmerada edición de la Biblioteca Castro, que ha lanzado una caja con dos tomos, donde se recoge la obra de santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz. No es una feliz conjunción, sino una conjunción necesaria, pues ambos místicos se iluminan mutuamente. Los dos buscan la unión con Dios y luchan contra las limitaciones del lenguaje, adoptando soluciones distintas e inevitablemente insatisfactorias, pues lo inefable es una ladera infinita, un camino que solo puede recorrerse hasta el final con la fe. En el excelente prólogo de Francisco Javier Díez de Revenga, se apunta que el Cántico espiritual es “un poema erótico […] de un alto calado íntimo”. Díez de Revenga cita la inspirada edición de Gerald Brenan, según el cual no hay “palabras superfluas u ornamentales” en el místico, pues el erotismo que se despliega no es el de la experiencia sexual, sino el del Amor a Dios, con su palpitante y misteriosa belleza. Dios parece un cachivache inútil en el siglo XXI, pero la literatura, la filosofía, la ciencia y el arte no cesan de dialogar con la única alternativa capaz de neutralizar el pesimismo y abrir la puerta a la esperanza.

Marcela y la libertad de amar


Mucho antes de que existieran los movimientos feministas, allá por nuestros Siglos de Oro (que para la mayoría fueron de plomo), la pastora Marcela ensarta un discurso en la primera parte del Quijote, que para sí lo firmaran las más intrépidas mujeres de nuestros tiempos. Grisóstomo, otro pastor, se ha muerto a causa de los supuestos desdenes de Marcela y todos la acusan como su asesina indirecta. Ella se defiende de esta guisa (don Quijote lo hará después):

"-No vengo ¡oh Ambrosio! a ninguna cosa de las que has dicho -respondió Marcela-, sino a volver por mí misma, y a dar a entender cuán fuera de razón van todos aquéllos que de sus penas y de la muerte de Grisóstomo me culpan; y así, ruego a todos los que aquí estáis me estéis atentos, que no será menester mucho tiempo ni gastar muchas palabras para persuadir una verdad a los discretos. Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa, y de tal manera, que, sin ser poderosos a otra cosa, a que me améis os mueve mi hermosura, y por el amor que me mostráis, decís, y aun queréis, que esté yo obligada a amaros. Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es amable; mas no alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama. Y más, que podría acontecer que el amador de lo hermoso fuese feo, y siendo lo feo digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir: «Quiérote por hermosa: hasme de amar aunque sea feo». Pero, puesto caso que corran igualmente las hermosuras, no por eso han de correr iguales los deseos; que no todas hermosuras enamoran: que algunas alegran la vista y no rinden la voluntad; que si todas las bellezas enamorasen y rindiesen, sería un andar las voluntades confusas y descaminadas, sin saber en cuál habían de parar; porque, siendo infinitos los sujetos hermosos, infinitos habían de ser los deseos. Y, según yo he oído decir, el verdadero amor no se divide, y ha de ser voluntario, y no forzoso. Siendo esto así, como yo creo que lo es, ¿por qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más de que decís que me queréis bien? Si no, decidme: si como el cielo me hizo hermosa me hiciera fea, ¿fuera justo que me quejara de vosotros porque no me amábades? Cuanto más, que habéis de considerar que yo no escogí la hermosura que tengo: que, tal cual es, el cielo me la dio de gracia, sin yo pedilla ni escogella. Y así como la víbora no merece ser culpada por la ponzoña que tiene, puesto que con ella mata, por habérsela dado naturaleza, tampoco yo merezco ser reprehendida por ser hermosa; que la hermosura en la mujer honesta es como el fuego apartado o como la espada aguda, que ni él quema ni ella corta a quien a ellos no se acerca. La honra y las virtudes son adornos del alma, sin las cuales el cuerpo, aunque lo sea, no debe de parecer hermoso. Pues si la honestidad es una de las virtudes que al cuerpo y al alma más adornan y hermosean, ¿por qué la ha de perder la que es amada por hermosa, por corresponder a la intención de aquél que, por sólo su gusto, con todas sus fuerzas e industrias procura que la pierda? Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos: los árboles destas montañas son mi compañía; las claras aguas destos arroyos mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado y espada puesta lejos. A los que he enamorado con la vista he desengañado con las palabras; y si los deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado alguna a Grisóstomo, ni a otro alguno, en fin, de ninguno dellos, bien se puede decir que antes le mató su porfía que mi crueldad. Y si se me hace cargo que eran honestos sus pensamientos, y que por esto estaba obligada a corresponder a ellos, digo que cuando en ese mismo lugar donde ahora se cava su sepultura me descubrió la bondad de su intención, le dije yo que la mía era vivir en perpetua soledad, y de que sola la tierra gozase el fruto de mi recogimiento y los despojos de mi hermosura; y si él, con todo este desengaño, quiso porfiar contra la esperanza y navegar contra el viento, ¿qué mucho que se anegase en la mitad del golfo de su desatino? Si yo le entretuviera, fuera falsa; si le contentara, hiciera contra mi mejor intención y prosupuesto. Porfió desengañado, desesperó sin ser aborrecido: ¡mirad ahora si será razón que de su pena se me dé a mí la culpa! Quéjese el engañado; desespérese aquel a quien le faltaron las prometidas esperanzas, confíese el que yo llamare; ufánese el que yo admitiere; pero no me llame cruel ni homicida aquél a quien yo no prometo, engaño, llamo ni admito. El cielo aún hasta ahora no ha querido que yo ame por destino, y el pensar que tengo de amar por elección es excusado. Este general desengaño sirva a cada uno de los que me solicitan de su particular provecho, y entiéndase de aquí adelante que si alguno por mí muriere, no muere de celoso ni desdichado, porque quien a nadie quiere, a ninguno debe dar celos; que los desengaños no se han de tomar en cuenta de desdenes. El que me llama fiera y basilisco, déjeme como cosa perjudicial y mala; el que me llama ingrata, no me sirva; el que desconocida, no me conozca; quien cruel, no me siga; que esta fiera, este basilisco, esta ingrata, esta cruel y esta desconocida, ni los buscará, servirá, conocerá ni seguirá en ninguna manera. Que si a Grisóstomo mató su impaciencia y arrojado deseo, ¿por qué se ha de culpar mi honesto proceder y recato? Si yo conservo mi limpieza con la compañía de los árboles, ¿por qué ha de querer que la pierda el que quiere que la tenga con los hombres? Yo, como sabéis, tengo riquezas propias, y no codicio las ajenas; tengo libre condición y no gusto de sujetarme; ni quiero ni aborrezco a nadie; no engaño a éste, ni solicito a aquél; ni burlo con uno, ni me entretengo con el otro. La conversación honesta de las zagalas destas aldeas y el cuidado de mis cabras me entretiene. Tienen mis deseos por término estas montañas, y si de aquí salen, es a contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma a su morada primera".

sábado, 22 de junio de 2019

"La zapatilla ardiente" por Manuel Vicent


Miguel de Unamuno vuelve a estar de actualidad. Primero el actor José Luis Gómez llevó sus agonías a escena. Ahora Alejandro Amenábar ha realizado una película, que se estrenará en septiembre, sobre su tragedia personal, pero es la convulsión actual de la política española la que está poniendo de moda su angustiada figura, aunque la moda hoy solo sea esa pegatina con que se adorna la puerta del frigorífico.
Unamuno fue un intelectual que desangró su inteligencia entre las paradojas y contradicciones a las que le llevaban su carácter agónico y atrabiliario. Su indiscutible talento fue zarandeado por el oleaje de unas pasiones políticas, que se debían más a enconos, afrentas y envidias personales que a arraigados principios ideológicos. Cobrar un duro más que Ortega por cada artículo era su obsesión y de Azaña decía: “Cuidado con él, porque es un escritor sin lectores y por resentimiento es capaz de hacer la revolución con tal de que lo lean”.
José Luís Galbe, fiscal general de la República durante la Guerra Civil, exiliado en Cuba, cuenta en sus memorias que, siendo fiscal en Ávila, un día el Gobernador Civil de la provincia, Manuel Ciges Aparicio, le invitó a ir a Salamanca a visitar a Miguel de Unamuno. Quedaron con él en el café Novelty de la Plaza Mayor. Con Giges iban varios gobernadores civiles y funcionarios, “todos intelectuales y escépticos, como buenos republicanos”.
“Don Miguel hablaba ex cátedra, más bien pontificando. En este caso la víctima era Azaña, a quien, entre otras cosas, acusaba hasta de ser homosexual. Yo era el más joven de todos y el de menor importancia, mejor dicho, no tenía ninguna. Pero marqué ostensiblemente mi disgusto cogiendo mi café y mudándolo a la mesita de al lado. Era un derecho constitucional. Pero don Miguel, que me dio la impresión de ser muy soberbio, agarró mi taza y la restituyó a la mesa, interpelándome muy sarcástico. ‘¿Qué pasa, joven? ¿No está usted de acuerdo con lo que digo?’. Eran ya ganas de buscarle tres pies al gato y le repliqué muy concreta y judicialmente: ‘Mire usted si no estoy de acuerdo, que si en vez de decir esto aquí, que estoy fuera de mi jurisdicción, donde no pinto nada, lo hubiera dicho usted en Ávila, lo hubiera metido preso’. No dijo una palabra. Se calló y hubo un enojoso silencio general. Por cierto, a todos aquellos gobernadores civiles los fusiló Franco”.
De un bando a otro. Primero contra Primo de Rivera y la Monarquía, después a favor de la República, luego contra el Frente Popular, después a favor de Franco, luego contra los militares alzados en armas. Exaltado por unos, denostado por otros, desposeído y repuesto en sus cargos, no cesó de dar bandazos sin encontrarse a sí mismo. Después de su famoso enfrentamiento con el espadón Millán Astray en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, el 12 de octubre, Día de la Raza, Unamuno fue expulsado de su cargo de rector y quedó secuestrado en su propio domicilio. En la puerta había un falangista de guardia que no dejaba entrar a nadie. Cuenta el periodista Luis Calvo que un día consiguió romper esa barrera y se encontró con Unamuno dando puñetazos en la mesa, fuera de sí. Soltaba imprecaciones contra los falangistas que lo tenían amordazado y no paraba de gritar que una noche se iba a ir a pie por una carretera de segundo orden que él conocía muy bien hasta Portugal y desde allí embarcaría a América para decirle a todo el mundo que los nacionales estaban fusilando en Salamanca a muchos de sus colegas y que cometían más animaladas que los rojos. Había que imaginar a este rebelde ibérico con la cabeza perdida cabalgando su propia locura por campos polvorientos de la patria hacia ninguna parte.
Otro falangista amigo suyo, Bartolomé Aragón Gómez, solía acudir a su casa para darle conversación alrededor de la mesa camilla, disimulando así su arresto domiciliario. Una tarde, mientras la criada Aurelia estaba planchando, Unamuno vaciaba su cólera contra los desmanes de Mola, de Millán Astray y de Martínez Anido, aunque no contra Franco, al que había visitado inútilmente para salvar de la muerte a algunos de sus conocidos. Al final de su larga invectiva guardó silencio e inclinó la cabeza. El amigo pensó que se había dormido, pero en ese momento la habitación comenzó a oler a chamusquina. Una babucha de don Miguel estaba ardiendo con el fuego del brasero de cisco. Había muerto. Era el 31 de diciembre de 1936. En ese tiempo, como la zapatilla de Unamuno, también ardía España entera.
Había pasado la vida luchando contra esto y aquello, pero en el fondo no había peleado más que contra sí mismo, sin otra obsesión —nada menos— que la de ser inmortal frente a la divinidad. Ese fue su destino. Total, para nada. Pero Unamuno ha vuelto a la actualidad porque el olor a chamusquina se ha apoderado del aire. El odio, los enconos y las banderías irredentas arden ahora como la babucha de Unamuno en el brasero de cisco de la política española.

sábado, 1 de junio de 2019

Pound y Machado en Medinaceli


Manuel Vilas escribía hace no mucho sobre dos poetas que tenían diferencias de bulto y un vínculo común: los dos están enterrados fuera del país donde nacieron. La patria, a menudo, está a la greña con la poesía. Dos cumbres de la lírica castellana, Antonio Machado; e inglesa, Ezra Pound, rebozan sus huesos con tierra distinta a la que les vio nacer. 
En un pueblo castellano, Medinaceli, de no más de 700 habitantes, a Ezra Pound y a Antonio Machado les une otro vínculo. Los sorianos rinden homenaje a los dos poetas sin tener en cuenta la lengua en que escribieron, ni la patria de origen, ni si estuvieron locos o no. Solo se homenajea a los autores de Campos de Castilla y de Personae. Es sorprendente que un pueblo castellano tan pequeño se preocupe así de la cultura. En su Plaza Mayor se anuncian óperas de Verdi y sus calles, habitadas por el silencio, la piedra restaurada y las casas rurales, dedican placas al Cid, a Gerardo Diego, a Antonio Machado y a Ezra Pound. Sí, estamos en España, en el corazón de la España abandonada, y ni rastro de fútbol, vírgenes, santos ni toros. Solo ópera, piedra, silencio y poetas. Seguro que no es la realidad del pueblo, seguro que sus habitantes no se mueren por las palabras de Machado y menos por las de Pound, ni escuchan a Verdi en la cocina,  ni dedican las horas de ocio a la lírica, o sí. Pero ilusiona, de todas formas, ver (aunque sea solo exteriormente) el despoblado páramo castellano señoreado por la cultura más alta, abierto al mundo y no alienado, sin la infección habitual de fanatismo y costumbrismo medieval. Si Unamuno levantara la cabeza..., envidiaría a los dos cadáveres, o no.  

domingo, 26 de mayo de 2019

El Gambitero 2019

Hemos publicado "El Gambitero 2019". Pincha sobre el enlace para leer la versión en papel y la digital:




viernes, 17 de mayo de 2019

No leas


No leas.
Serás un apestado,
un raro,
un hierbajo en el asfalto.
No leas.
Es el tiempo de la imagen,
del desdén;
el tiempo de los ojos entregados
al vértigo,
a la sumisión.
No leas.
Te saldrás del camino marcado,
serás un apestado,
un raro,
un apedreador de iconos,
un violentador de convenciones.
No leas, contente.
No te contagies con el virus
de las palabras.
Nadarás con esfuerzo y amarás la soledad,
avanzando con lentitud
a través de la imaginación,
proceloso mar de las entrañas.
No leas.
Serás uno,
apartado de la masa.
Negarás la procesión de los alienados
y lo pasarás mal,
angustia
por defender la dignidad
de los distintos,
de los no inscritos.
No leas.
¿Para qué?
Es más cómodo sentarse,
mullido, aturdido, distante,
y dejar que el tiempo pase
rápido, diligente,
como una tarde de domingo en el fútbol.
No leas.
Te revolverás contra los tuyos,
al verlos desnudos,
sin encanto,
adocenados,
masa informe
sin levadura.
No leas.
Al fin y al cabo,
todos moriremos
y la tumba nos acogerá
como un sofá vespertino
acostumbrado al bulto inane de los huesos.
No leas, no vivas.
Las palabras, la vida,
son lujo de esforzados
que hacen hervir las bubas
de los leprosos.
No leas, no vivas.
La muerte no necesita instrucciones de uso,
leer, vivir,
es un trabajo sin destino.

lunes, 13 de mayo de 2019

Un poema de José Hierro



Así era

Canta, me dices. Y yo canto.
¿Cómo callar? Mi boca es tuya.
Rompo contento mis amarras,
dejo que el mundo se me funda.
Sueña, me dices. Y yo sueño.
¡Ojalá no soñara nunca!
No recordarte, no mirarte,
no nadar por aguas profundas,
no saltar los puentes del tiempo
hacia un pasado que me abruma,
no desgarrar ya más mi carne
por los zarzales, en tu busca.

Canta, me dices. Yo te canto
a ti, dormida, fresca y única,
con tus ciudades en racimos,
como palomas sucias,
como gaviotas perezosas
que hacen sus nidos en la lluvia,
con nuestros cuerpos que a ti vuelven
como a una madre verde y húmeda.

Eras de vientos y de otoños,
eras de agrio sabor a frutas,
eras de playas y de nieblas,
de mar reposando en la bruma,
de campos y albas ciudades,
con un gran corazón de música.

Un poema de José Ángel Valente



Cuando el amor

Cuando el amor es gesto del amor y queda
vacío un signo solo.
Cuando está el leño en el hogar,
mas no la llama viva.
Cuando es el rito más que el hombre.
Cuando acaso empezamos
a repetir palabras que no pueden
conjurar lo perdido.
Cuando tú y yo estamos frente a frente
y una extensión desierta nos separa.
Cuando la noche cae.
Cuando nos damos
desesperadamente a la esperanza
de que solo el amor
abra tus labios a la luz del día.

miércoles, 8 de mayo de 2019

Propuesta de una educación diferente por el compañero Alberto Sacido

A partir de la elaboración de un periódico, el profesor Alberto Sacido nos propone, a través de sus alumnas, cómo darle la vuelta al asunto de la educación.



martes, 7 de mayo de 2019

"Pandemia" por Manuel Vicent

Según Richard Dawkins, biólogo evolucionista, el término lingüístico meme es una unidad básica de información cultural que se transmiten unos a otros los individuos y los grupos sociales. El meme opera con la misma carga trasmisible y replicable de un gen. Media humanidad lo expande hoy con los móviles a través de tuits, whatsapps, facebooks e instagrams, sin saber que alberga una adicción obsesiva semejante al más potente de los opiáceos. Los memes se propagan como una pandemia de modo incontrolado y su capacidad de réplica y acumulación genera estructuras que se insertan en el cerebro humano en forma de teorías, religiones, fobias, filias, rechazos, banderas, patrias, nacionalismos y pasiones deportivas. Los memes acaban creando una nueva realidad ajena al conocimiento empírico y científico, compuesta de unidades elementales, que en su mayoría son chistes, bulos, ocurrencias, mentiras, calumnias e insultos. Estos sencillos mensajes se clavan en el encéfalo del receptor y allí se multiplican saltando a todos los que entran en contacto con el infectado. En política los memes replicantes constituyen un arma letal, rápida y con una capacidad de difusión similar a los virus y durante las campañas electorales crean un ambiente febril y convulso que llega a su clímax en el momento del recuento de votos. Así ha sucedido en las recientes elecciones generales. Así sucederá en las autonómicas, municipales y europeas que se avecinan. Sobre ellas se abatirá una nueva epidemia de memes sin que el recuerdo del anterior fracaso produzca cierta inmunidad, ya que el virus mutará y no habrá vacunas que prevengan la próxima infección. A un adolescente le quitas el móvil y comienza a berrear como cuando de bebé le quitabas el chupete. Así sucede con el resto de la humanidad, que enganchada a esta droga se está volviendo idiota.

lunes, 6 de mayo de 2019

"Baudelaire en el siglo XXI" por Andreu Jaume



El 31 de agosto de 1867, hace ciento cincuenta años, murió en París Charles Baudelaire. Desde que se había caído en la iglesia de Saint-Loup de Namur, en la Bélgica que tanto detestó, no había recuperado el habla y tan solo acertaba a decir “¡Non, crénom!”, una contracción de “Sacré nom de Dieu” (“sagrado nombre de Dios”). No era casual, en quien había vivido su catolicismo con tanta seriedad, que su última vinculación con el lenguaje fuera una blasfemia, un residuo de lo sagrado escupido a la muerte como última negación. En el hospital religioso de Bruselas donde se le habían tratado los primeros síntomas de afasia y hemiplejia, las monjas agustinas, cuando el poeta por fin se marchó, exorcizaron la habitación que había ocupado, escandalizadas por su comportamiento. Su madre se lo llevó entonces a París, donde lo ingresó en la clínica hidroterapéutica del doctor Émile Duval. Allí le visitaron unos pocos amigos como Sainte-Beuve o el fotógrafo Nadar y las esposas del novelista Paul Meurice y del pintor Manet acudieron a tocarle al piano fragmentos de Tannhäuser. Cuando murió estaba en brazos de su madre, que contó cómo había sonreído a sus caricias. La imagen es una pietà moderna, casi inverosímil de tan perfecta.

En sus escasos cuarenta y seis años de vida, Baudelaire se expuso a todos los males de su tiempo, se dejó llevar por el alcohol y las drogas, contrajo la sífilis, experimentó toda la sordidez imaginable en su relación con Jeanne Duval –la actriz mulata y probablemente lesbiana, reverso de la Beatriz de Dante– y bordeó la indigencia, pero a todo ello le opuso siempre una terrible lucidez, tanto en verso como en prosa, observándose a sí mismo, diseccionando cada una de sus emociones y sin dejarse llevar nunca por el desvarío, hasta que en enero de 1862 anotó en su diario que por primera vez había sentido pasar a su lado “el aleteo de la locura”. Apenas setenta años antes, Hölderlin había podido escribir todavía que los poetas, con la cabeza descubierta, recibían el rayo del dios como niños, con corazones puros y manos inocentes. El Baudelaire que murió en brazos de su madre era todavía ese niño, pero el rayo que le había fulminado ya no venía de lo alto. Como observó Walter Benjamin, el crítico que en las primeras décadas del siglo XX sacó a Baudelaire del panteón de los clásicos y lo puso a trabajar para entender las claves de la vanguardia y del mundo contemporáneo, en Las flores del mal el cielo está vacío, apagado por el resplandor de la ciudad.

Todo lo que vio constituye para nosotros un origen, puesto que desde su muerte no ha dejado de crecer y extenderse. Internet ha transformado a todo el orbe en una urbe, en un inmenso pasaje, unos grandes almacenes cuyo flâneur –convertido, como profetizó Benjamin, en hombre anuncio– es hoy el internauta, mercancía de sí mismo en los mares de la publicidad. Las ciudades son ahora nuestras verdaderas naciones y la multitud que describió Baudelaire es el precedente de las masas que fluyen entre ellas para ser vendidas o masacradas. Cuando ensalzó a un pintor menor como Constantin Guys –en detrimento de Manet–, estaba en realidad detectando la nueva velocidad de la calle, presagio de la actual metástasis de la imagen y de la progresiva ceguera que conlleva. Aun más que en sus versos, en la prosa desnuda de El Spleen de París puso en tela de juicio los nuevos mitos surgidos de la revolución de 1789, como la igualdad, modelo de la dictadura de lo políticamente correcto. Y seguramente fue uno de los primeros en darse cuenta de que la ley moderna solo puede ser apariencia de ley y por tanto inevitablemente arbitraria y lábil.Es muy extraña la pervivencia de la gran poesía. A casi nadie parece importarle y casi nunca produce actualidad literaria, pero en cambio tiene mayor capacidad de resistencia y de visión que cualquier otra disciplina. Mantiene el lenguaje en alerta y es siempre, sobre todo en tiempos de penuria, uno de los últimos refugios del pensamiento. Baudelaire es ya un tópico de la cultura europea y, como tal, ha vivido cientos de vidas, desde su consagración póstuma hasta su metamorfosis en distintas lenguas a lo largo del siglo pasado. T. S. Eliot dijo que la inmensa deuda que había contraído con él podía resumirse en dos versos: “Fourmillante cité, cité pleine de rêves / Ou le spectre en plein jour raccroche le passant” (“Hormigueante ciudad, ciudad llena de sueños / donde a pleno día el espectro agarra al transeúnte”), con lo que venía a decir que Baudelaire había sido el primero en cartografiar poéticamente esa nueva naturaleza que es la ciudad. Toda la literatura urbana es inevitablemente baudeleriana, hasta tal punto que nuestra lectura de muchos poemas de Las flores del mal está distorsionada por el influjo que ejercieron, convirtiendo en copia al original. Pero volver a su obra, ahora que ya estamos en el siglo XXI y podemos vislumbrar cuál va a ser nuestro horror, es un ejercicio de preparación imprescindible. Del mismo modo que Shakespeare desapareció tras su muerte para volver en el siglo XVIII y entrenarnos para la crisis del romanticismo, Baudelaire, cerrado el paréntesis ilusorio que se abrió tras la segunda guerra mundial, regresa para abrirnos los ojos al abismo de nuestro tiempo.

Como poeta, Baudelaire se atrevió a violar la melodía del alejandrino francés con todo el ruido del París del Segundo Imperio, preparando a la poesía para su destierro agónico en el ámbito de la prostitución, la publicidad y el periodismo. En uno de sus mejores poemas en prosa, identificó a un viejo saltimbanqui, solo a las puertas de su barraca, contemplando con mirada profunda e inolvidable a la multitud que a su alrededor se divierte, con “el viejo poeta sin amigos, sin familia, sin hijos, degradado por la miseria y por la ingratitud pública”. Y en un párrafo estremecedor de sus diarios se preguntó: “¿Qué tiene que hacer el mundo de aquí en adelante bajo el cielo? La mecánica nos habrá americanizado de tal modo, el progreso habrá atrofiado tanto en nosotros toda la parte espiritual, que nada, entre las fantasías sanguinarias, sacrílegas o antinaturales de los utopistas, podrá compararse a sus resultados positivos". Un siglo y medio después de su muerte ya sabemos cuáles fueron esos resultados, algo que de ningún modo debe impedirnos mantener viva la petición que hizo a continuación: “Pido a todo hombre que piensa que me muestre lo que subsiste de la vida”. Ese sigue siendo, hoy incluso más que ayer, el cometido de la literatura arriesgada.

sábado, 4 de mayo de 2019

"De copas con James Joyce, Samuel Beckett y John Ford" por Rafael Narbona



Las últimas palabras de Dylan Thomas fueron: “He bebido dieciocho vasos de whisky. Creo que es todo un récord”. Los primeros rumores sobre su prematura muerte –solo tenía treinta y nueve años- afirmaron que una severa intoxicación etílica había provocado una hemorragia cerebral. El examen del patólogo desmintió esa versión, aclarando que la letal inflamación del cerebro se debía a una neumonía. ¿Debemos quedarnos con la realidad o el mito? Una neumonía solo produce desolación y tristeza. Por el contrario, el mito del poeta ebrio ejerce una poderosa fascinación, pues vincula la creatividad con una espontaneidad irracional e ilimitadamente libre. El artista solo logra convertirse en un genio, aboliendo la represión ejercida por la razón y la moral. La poesía es una pirueta del inconsciente, no un frío ejercicio de una mente serena y despejada. No creo que ese razonamiento sea completamente falso, pero tampoco afirmaría que expresa una verdad absoluta. Un buen poema no irrumpe en medio de una borrachera monumental, pero sí puede surgir de una moderada embriaguez. Creo que el vino y la cerveza son estimulantes más eficaces que bebidas como el vodka o el ron, que sumen al cerebro en un estupor improductivo. El oído del poeta ebrio se afina hasta escuchar “el despertar amarillo y azul de los fósforos cantores” (Rimbaud), pero cuando su cerebro zozobra en el coma etílico estalla como una quilla que choca contra los arrecifes, extraviándose en “la noche del alma” (Georg Trakl).

En Las bacantes, la gran tragedia de Eurípides, Tiresias atribuye a Dioniso la invención del vino, gracias al cual la existencia resulta más grata y placentera: “Calma el pesar de los apurados mortales […] y les ofrece el sueño y el olvido de los males cotidianos”. Una ligera embriaguez no es una forma de ofuscación, apunta Nietzsche en El origen de la tragedia (1872), sino un éxtasis que nos permite experimentar la “unidad mística” del ser. La “divina comedia de la vida” sólo se revela al que sabe liberarse temporalmente del yugo de la razón y el lenguaje. Nietzsche afirma que la esencia de lo dionisíaco aún perduraba en la Edad Media, cuando grandes muchedumbres rodaban de un lugar a otro, cantando, bebiendo y bailando. En esas fiestas imbuidas de saludable paganismo, “lo subjetivo se desvanecía hasta llegar al completo olvido de sí”. Los apologistas de la mesura socrática desprenden un hedor cadavérico. Invocando la salud del espíritu, desvían la mirada cuando la vida pasa rugiendo a su lado. Son “los predicadores de la muerte”, incapaces de soportar la creatividad desordenada e imprevisible del mundo. Jamás entenderán que “cantando y bailando manifiéstase el ser humano como miembro de una comunidad superior: ha desaprendido a andar y a hablar y está en camino de echar a volar por los aires” (traducción de Andrés Sánchez Pascual).

Tierra de santos y poetas, Irlanda ha engendrado a grandes bebedores, como James Joyce, Samuel Beckett o John Ford. James Joyce afirmaba que necesitaba el alcohol para sentir en su cerebro la chispeante electricidad sin la cual no avanzaba su caudalosa y feraz prosa. El Ulises puede leerse como una inmersión en las aguas del inconsciente. Quizás por eso su lectura produce la impresión de viajar por una región dominada por el caos. No creo ser el único que ha finalizado el trayecto con una reconfortante embriaguez. La frustración que produce el Ulises nace del prejuicio de justificar cada experiencia con argumentos y no con sensaciones. Joyce escribía bajo la influencia electrizante del whisky, pero no lo hacía de forma arbitraria o caprichosa, sino con la perspectiva de un moralista que intenta alumbrar una nueva imagen del mundo basada en los hallazgos del lenguaje cinematográfico, el impresionismo pictórico, la libre asociación de la terapia psicoanalítica y la filosofía trágica de Nietzsche. Joyce no podría haber escrito su asombrosa recreación de la Odisea, si hubiera afrontado la página “en sus cabales y repugnantemente sobrio”, como Leopold Bloom en “Eumeo”, parte III, capítulo 16, donde la belleza se manifiesta como un licor capaz de dinamitar el cerebro más ecuánime. Samuel Beckett, discípulo y amigo de Joyce, prolongó la ceremonia de la confusión, deplorando que las palabras demandaran un significado. El lenguaje es una anomalía, mero ruido entre el silencio y la nada. Cada palabra es una mancha que solo se redime mediante el humor. Un verdadero poeta canta al absurdo, nunca a la razón, el bien o la belleza. Con unas copas de whisky, sus creaciones adquieren la dolorosa clarividencia del canto dionisíaco, que celebra la finitud, mofándose de cualquier forma de trascendencia. Frente a esa “indecencia ontológica” que llamamos Dios, el poeta ebrio debe pulir sus palabras para adentrarse en la Nada, única realidad incontrovertible. Beckett y Joyce no son ajenos a la alegría, pero su risa está lastrada por el nihilismo. Como grandes bebedores, transitan una y otra vez de la euforia a la melancolía.

John Ford no nació en Irlanda, sino en Cape Elizabeth, Maine, pero era hijo de emigrantes irlandeses. Su familia prosperó gracias al contrabando de alcohol en la época de la ley seca. En sus películas, casi nunca falta un borrachín elocuente, como el periodista Dutton Peabody (Edmond O’Brien) en El hombre que mató a Liberty Valance, Michaleen Flynn (Barry Fitzgerald), cochero, casamentero y chismoso incorregible en El hombre tranquilo o “Doc” Boone (Thomas Mitchell), médico y vagabundo de alma inquieta en La diligencia. Ford transmite humanidad a sus personajes mediante gestos y detalles que evidencian su nobleza y simpatía. Michaleen Flynn no necesita tirar de las riendas de su caballo para que éste se detenga delante de la taberna del imaginario Innisfree. Cuando sucede algo que considera épico y asombroso, siempre lo califica con el mismo adjetivo: “homérico”. “Doc” Boone ofrece su brazo a Dallas (Claire Trevor), una desdichada prostituta, cuando es expulsada de la ciudad por las odiosas señoras de una liga de moralidad. Su afición al alcohol le sume en estados deplorables, pero en los momentos importantes sabe actuar como un perfecto caballero. Dutton Peabody se tambalea por las calles y, en ocasiones, farfulla, pero planta cara a “Liberty Valance y sus mirmidones”, escribiendo valerosos artículos sobre la libertad y la democracia. Quizás el borrachín más entrañable de Ford sea su hermano Francis, que siempre interpreta papeles secundarios, exhibiendo una garrafa de whisky o bebiendo una pinta de Guinness tras otra. Cuando en El joven Lincoln le preguntan: “¿Bebes? ¿Dices palabrotas? ¿Te gusta haraganear? ¿Mientes a menudo?”, contesta afirmativamente con la cabeza, bajando la mirada con la picardía de un niño que ha sido sorprendido cometiendo una fechoría. “Un perfecto ciudadano”, comenta Lincoln, por entonces un modesto abogado de Springfield. John Ford, un alcohólico sin mala conciencia, se autorretrató en los borrachines de sus películas. Siempre pensó que las flaquezas humanas favorecían la indulgencia y la tolerancia. En cambio, desconfiaba de la virtud, semillero de intransigencia y fariseísmo.

En Cadena perpetua (Frank Darabont, 1994), el infierno de una prisión queda suspendido durante unos instantes gracias a unas cervezas. El astuto Andy Dufresne (Tim Robbins) logra que un celador violento y corrupto suministre tres botellines por cabeza a una cuadrilla de presos encargados de impermeabilizar una azotea con alquitrán. A cambio, le ahorrará los impuestos de una herencia mediante una argucia legal. Por unos instantes, los desdichados convictos se sienten hombres libres, olvidando que aún les quedan largos años de encierro. Ese clima se repite cuando Dufresne hace sonar un breve dueto de Las bodas de Fígaro en el patio de la prisión, utilizando el sistema de megafonía de los celadores, lo cual le costará dos semanas en una celda de castigo. No me parece una herejía equiparar a Mozart con la cerveza, pues tanto uno como otra “respiran el triunfo de la existencia, un exuberante sentimiento de vida” (Nietzsche). Red (Morgan Freeman) comenta al escuchar el dueto: “No tengo ni la más remota de lo que cantaban aquellas dos italianas y lo cierto es que no quiero saberlo. Las cosas buenas no hace falta entenderlas”.

Pienso que Dylan Thomas se equivocó. Dieciocho vasos de vino o de cerveza no habrían acabado con su vida, si es que realmente fue el alcohol lo que le mató. En su “Soneto al vino”, Borges escribe: “En la noche del júbilo o en la jornada adversa / exalta la alegría o mitiga el espanto”. Una leve embriaguez es un ditirambo, una arrebatada expresión de goce. Una ebriedad descontrolada, un canto fúnebre. Dionisio nunca quiso que se le honrara con poemas sombríos, sino con estrofas que nos enseñaran el arte del buen vivir.

miércoles, 1 de mayo de 2019

La comunión y el porno


Hay una relación inmediata entre el hecho de que los niños comiencen a ver porno a edad muy temprana y el regalo de moda en las comuniones, el móvil. Es una relación perversa y, a priori, paradójica: el regalo de moda de un ritual religioso sirve para pecar sin pausa a partir de nueve años. Pero si lo pensamos detenidamente, la paradoja no es tal. Y me explico. Las religiones exhibicionistas y el porno tienen más puntos en común de los que podríamos pensar. 
Un católico practicante se debe a sus imágenes y a sus rituales: romerías, paseos en andas de vírgenes y santos, misas multitudinarias, procesiones con todo tipo de lujos y trajes estrambóticos, sacramentos (bautizo, comunión, confirmación, boda...). Sí, es cierto que muchas de estas celebraciones comunales no provienen de la propia religión, sino de ritos atávicos en los que a los pueblos les gustaba conmemorar sus hábitos y su vida en común. La religión católica los ha absorbido y los ha hecho suyos a base de siglos, miedo y poder. Se celebra la vida y, sobre todo, la muerte: hay una especial delectación en la representación de la cruz, del sepulcro, de los martirios, del sufrimiento. La gente se disfraza, se cuelga sus mejores galas, para ver pasear imágenes e iconos o para cargarlos a hombros. Todos los ritos basados en la ficción y el exhibicionismo.
Pues bien, ¿cuáles son las cualidades más apreciadas por los directores de porno?: saber exhibirse y una buena... ficción. Sí, criaturas, los personajes del porno son exhibicionistas por naturaleza. Les gusta pasearse en bolas y mostrar sus atributos de ficción, como si de iconos procesionales se tratara. La historia de una película porno es muy simple y va dirigida a un fin exclusivo: la captación de pornoadictos. También las historias de las vírgenes y santos son muy simples y tienen una finalidad única: la captación de fieles. El consumidor de porno, como el de procesiones, ama el espectáculo, le gusta participar de un placer que no sabe explicar, que le resulta inefable. Cuántas veces he oído en una procesión, como en el clímax de una escena porno, esta coletilla (y no va con segundas): "Quien no ha vivido esto, no sabe lo que se siente". Y tanto los poderes religiosos como las productoras de porno se aprovechan de lo mismo: de nuestros impulsos humanos. 
Pues sí, son muchos más los puntos de unión entre el porno y la religión exhibicionista que las diferencias. El porno es una ficción del acto sexual como una procesión de Semana Santa es una ficción de la muerte y de la comunión popular. Son expresiones del placer que nos transmite la relación con el otro. Ficciones que atraen con un "no sé qué que queda balbuciendo". San Juan ya sabía esto, pese a que no conociera el porno (o sí, no sé). Su poesía erótico religiosa deja muy clara esta confusión. Por eso no me parece tan paradójico que comunión y porno estén unidos en un ritual. Lo que ya no tengo tan claro es que con nueve años se pueda asimilar tanta imagen y tanto entrar y salir de miembros y santos.       

domingo, 21 de abril de 2019

"Sueño con mujeres que ni fu ni fa" por Rafael Narbona


El fracaso casi siempre reserva una cita para los escritores. Samuel Beckett (Dublín, 1906-París, 1989) no consiguió editor para su primera novela, Sueño con mujeres que ni fu ni fa (Dream of Fair to Middling Women), concluida hacia 1932. El manuscrito se publicó póstumamente, tres años después de su muerte. Ahora aparece en español, cuidadosamente traducido, revelando la poderosa inspiración de un autor que desde sus inicios exploró los límites del lenguaje y nunca ocultó su pesimismo sobre la condición humana. Sueño con mujeres que ni fu ni fa narra las peripecias de Belacqua, un joven poeta que vagabundea por París y Dublín, dividido entre su vocación artística y una dolorosa educación sentimental. 

El parentesco entre Belacqua y Stephen Dedalus, protagonista del Retrato del artista adolescente, es innegable y tal vez deliberado. No hay que olvidar la relación de amistad y colaboración entre Beckett y Joyce. Ambos trabajaron conjuntamente en las investigaciones que desembocaron en Finnegans Wake(1939), un texto hermético y deslumbrante, que sólo puede abordarse como una experiencia onírica, donde la creatividad y el ingenio subvierten las convenciones sobre el sentido y la racionalidad. Belacqua no es un personaje, sino un hilo que discurre por el laberinto del lenguaje, alentado en un principio por la temeraria ilusión de transformar el desorden del mundo en algo inteligible, pero que descubre la impotencia de la razón y la escritura. Después de extenuar las palabras, Belacqua intuye que lo más honesto sería optar por el silencio. Aunque Samuel Beckett utilice un lenguaje exuberante, joyceano, repleto de neologismos, citas literarias o palabras en otros idiomas, ya apunta hacia su madurez: “La experiencia del lector tendrá lugar en los intervalos, no en el término de los enunciados”. Su resistencia a publicar su primera novela cuando el reconocimiento había disipado todos los obstáculos, refleja su evolución posterior, tan alejada de las piruetas estilísticas y metalingüísticas. 

Beckett nunca concibió la obra de arte como el producto de una subjetividad exasperada. El artista sólo es el cauce de una fatalidad preestablecida. Es absurdo hablar de creación, pues la obra preexiste a su autor como una ley de la naturaleza. Beckett se considera un traductor, no un demiurgo. A pesar de su contacto con la psicología de Jung, no atribuye ningún poder curativo a la palabra o el arte. Ser el artífice de una revelación no convierte al artista en un genio. 

En el romanticismo nace la miseria de un yo hipertrofiado. Belacqua refleja aspectos biográficos de Beckett, pero no pretende ser un relato autobiográfico, sino una epopeya de la odisea humana. Belacqua no es un pedagogo ni un reformador, pero nos enseña que la vida es tedio, banalidad, insignificancia. Al igual que Vladimir y Estagon en Esperando a Godot, sospecha que existir es litigar con una falsa expectativa, una incertidumbre que ya está presente en el útero materno. Samuel Beckett sostenía que conservaba recuerdos prenatales y atribuía un significado simbólico al hecho de haber nacido un Viernes Santo. 

En la trama difusa -pero no inexistente- de esta primera novela ya se encuentran todas las claves de su poética: la tensión con el lenguaje, el nihilismo, un lirismo desbordante, que sin embargo apunta hacia una escritura minimalista. Los “renglones se hinchan”, las palabras se precipitan unas sobre otras, como “eyaculaciones de espuma y claridad”, la poesía convierte el cuerpo en “una laguna de amaranto”, pero “la belleza está más allá de las categorías”. 

Ser poeta significa utilizar las palabras como un trampolín hacia la nada, pues la belleza no es nada, salvo un vacío perfecto. Al igual que Nietzsche o Wittgenstein, Beckett entonó las exequias del lenguaje, pero sin renunciar a él. Belacqua pretende ser el Cézanne de la palabra, tutelado por Goethe y Leibniz, pero la realidad, además de ser irrelevante, es grotesca. Samuel Beckett siempre cultivó el humor. Admirador de Buster Keaton y los hermanos Marx, describe a sus personajes con una perspectiva irónica y deformante que recuerda el esperpento valleinclanesco. 

Sueño con mujeres que ni fu ni fa es un prodigio verbal que responde a una profunda meditación sobre el arte, el hombre y el ser. No es una narración convencional, sino una antinovela donde convergen el aliento poético y la especulación filosófica. Beckett no escribe para entretener, sino para mostrar que el destino del hombre es el fracaso y la pérdida. “Cada palabra es una mancha innecesaria en el silencio y la nada”. ¿Podemos salvar algo? Sí, la pereza, la única pasión honesta en un mundo “cloroformizado” y previsible. Beckett pudo ser un segundo Joyce, pero prefirió ser Beckett, aceptando la paradoja de anhelar el silencio y no lograr callar.