miércoles, 29 de junio de 2016

De la Toscana a Venecia: III Bolonia y Padua


A Bolonia todavía no han llegado los bárbaros. En sus calles se respira el aire decadente del ocio dominical. El sosiego, el silencio, el rumor del agua de una manguera cayendo sobre las losas de granito ayudan a disfrutar de los sólidos edificios universitarios. El pasado y el presente se concitan al pie de las dos torres inclinadas (sí, también aquí se tuercen las alturas medievales como lacayos rindiendo pleitesía). En la plaza Mayor está todo dispuesto para celebrar un festival de cine. Las sillas de plástico blanco contrastan con la reciedumbre de la piedra antigua como la gran pantalla rodeada de edificios medievales en los que el mármol no pudo conquistar por completo las fachadas. El adobe rojo muestra los músculos de la catedral, despellejada de la piel de mármol hasta su mitad. La morosidad del domingo permite disfrutar de la belleza y del pasado sin el enervante tráfago de las riadas de bárbaros.
Bajamos por una calzada romana cuyas losas aguantan sin inmutarse los cantos festivos de nuestros muchachos (del himno del Sevilla a la canción de Marco, pasando por el costumbrismo religioso). La gente observa divertida y abochornada la procesión.
Recorremos unos cuantos kilómetros en autobús, pero al bajar parece como si hubiéramos cruzado la frontera de otro continente. Las cúpulas orientales de la basílica de San Antonio de Padua recuerdan a Constantinopla. También la abierta plaza cruzada por canales y puentes. Es la fiesta de San Antonio. Las imágenes religiosas franquean la entrada de la basílica y estremecen por su patetismo: una mezcla de ninots falleros e ídolos mexicanos. Dentro, dos largas colas rinden culto a la superstición: en una se espera para venerar la tumba de san Antonio; en la otra, para besar las reliquias del santo. Un tránsito al Paraíso, la última posta antes de saborear la delicia de Venecia.  

domingo, 26 de junio de 2016

De la Toscana a Venecia: II Florencia


Cuando llegamos a Florencia la estaban arrasando los bárbaros. Los bárbaros (nosotros incluidos) rapiñamos su comida, los calzoncillos del David, las jarras de Bruneleschi, los calendarios de curas, los capuchinos de 5 euros... Robamos con nuestros aparatos diabólicos la armonía de la Academia y el equilibrio de los Uffizi. Todo lo vulgarizamos y lo sometemos al desgaste de la prisa y el hacinamiento. Las hordas se apiñan en la piazza de la Signoria, en la de la Paja, en el ponte Vecchio, frente a las puertas del Paraíso (por supuesto sin esperanza de que nos dejen entrar)... En la Academia, un chino ya maduro sopesa, gracias a los milagros de la perspectiva, los testículos del David de Miguel Ángel. En la plaza de la Paja dos jóvenes cabalgan el jabalí de bronce y besan su hocico, pulido por los bárbaros. Alemanes con la mirada muerta apagan la Primavera de Botticelli. Dos japoneses intentan enderezar las serpientes que atrapan al Laocoonte. Muchachos en galeras arrasan vociferantes los mármoles de la catedral y la cúpula de Bruneleschi. Es un plan muy bien diseñado: a los florentinos se les ha convencido de que los bárbaros somos su alimento, cuando está bien a la vista que somos nosotros quienes estamos devorando a los pobladores de esta ciudad y a su pasado sin piedad y con pocos escrúpulos.
Por otro lado, si a uno se le ha soltado el cuerpo, es difícil apreciar la grandeza del arte. Y a consecuencia de este estado me asalta una revelación: no pienso visitar más ciudades que aparezcan en los circuitos turísticos; de ahora en adelante, solo viajaré a lugares que estén reconocidos por el mal gusto de sus construcciones y por no albergar museos de renombre (como mucho el de tortura). Me niego (con mi indecente gastroenteritis) a volver a formar parte de las hordas de bárbaros que desalman ciudades eternas, las devoran y las convierten en productos comerciales.
PD.: Seguro que en cuanto mi estómago recupere el sosiego me olvido de este propósito de enmienda y vuelvo a fotografiar a mis alumnos desparramados a los pies del David, como si ellos fueran las víctimas y no el gigante.

sábado, 25 de junio de 2016

De la Toscana a Venecia. I Pisa y Lucca


Pisa es el paraíso de los "selfies" y las fotos engañosas. El arquitecto del campanile sí sabía que su construcción se inclinaría con el paso de los siglos y también sabía que las costumbres sociales degenerarían hasta el gregarismo más estúpido. El espectáculo arquitectónico del Campo de los Milagros no es el objeto de las visitas, sino la afición malsana por las cucamonas, las cabriolas y las contorsiones imposibles cuando a uno le toman una instantánea. La turba de turistas se afana, se enfada, se apiña y hasta llega a las manos si es necesario por conseguir una fotografía que refleje cómo él y no otro es el que sujeta la Torre de Pisa para que no caiga. Los secretos de la perspectiva ya no lo son. Los maestros del Renacimiento caerían muertos ante tanto avanzado. Todo el mundo es experto ya en los misterios del delante, detrás, derecha, izquierda, cerca y lejos.
Los españoles y los japos somos mayoría. No hay quien nos venza en el arte del turismo de eyaculación precoz. Aún no hemos pasado por el baptisterio, cuando ya estamos en otra ciudad. Eso sí, pertrechados con un buen arsenal de imanes de escayola y camisetas de la torre.
Lucca, aquella ciudad tranquila, de calles frescas, sin tráfico, enlosada con grandes lápidas de granito, con sus torres medievales jalonando las callejuelas, ha sucumbido (como todas) al fútbol en estos días de Eurocopa. El escándalo de los aficionados aplasta los restos del sosiego y convierte la ciudad serena en un hervidero de gritos fanáticos y locutores desaforados. Italia y Suecia juegan en las calles de Lucca. Los futbolistas patean los adoquines y hacen temblar la estampa lírica de la plaza del Anfiteatro.
Por la noche lo de siempre: salgo de la habitación, echo una bronca a los alumnos y, cuando me doy cuenta de que no son de nuestro grupo, vuelvo a la cama y pienso que, o estoy perdiendo vista o estoy ya mayor para andar de pueblo en pueblo (como los cómicos de la legua) paseando adolescentes por todos los rincones del mundo.
El hotel de Montecatini se llama "Villa Rita". Esperemos que el nombre se haya puesto en honor de la hija de Miliki y no para venerar a la musa de la ruta del "caloret".

domingo, 12 de junio de 2016

"Antonio Muñoz Molina, una poética en calzoncillos" (sobre Como la sombra que se va) por Íñigo F. Lomana



El multipremiado y academizado Antonio Muñoz Molina publicó el pasado mes de noviembre Como la sombra que se va, su última novela hasta la fecha. Inmediatamente después dio comienzo la estruendosa salva de panegíricos, ditirambos y lametones con la que el periodismo cultural español suele saludar este tipo de fenómenos editoriales. Gracias a El País hemos podido saber que el autor es un “militante de la sencillez” que posee no sólo una “rigurosa transparencia narrativa”, sino también “un fraseo medido para indagar entre las brumas”. Es un hecho cierto que el autor de Úbeda vive en un territorio narrativo cubierto por una espesa niebla. Sin embargo, resulta muy discutible que su fraseo pueda considerarse “medido”. En un alarde de profundidad teórica, un reseñador de El Cultural nos informaba de que el académico jienense se ha decantado en su madurez por “enfocar los grandes temas desde los mecanismos del estilo propio”. Estoy seguro de que los eruditos del futuro tendrán mucho trabajo analizando esta arriesgada aseveración. El siempre sagaz Pozuelo Yvancos puso el broche de oro a este festival afirmando en las páginas de ABC que a Muñoz “este libro le ha salido tan bueno porque el lector lo siente verdadero”, lo cual nos recuerda aquello que decía Nabokov de que cuando oímos a un crítico hablar de sinceridad, o es tonto el crítico o lo es el autor. Con la unánime aprobación de los mandarines, Como la sombra que se va acabó encaramándose al podio de las diez mejores novelas de 2014 (muy bien acompañada por Así empieza lo malo de Javier Marías y El impostor de Javier Cercas).
Los poderosos sensores creativos de Antonio Muñoz Molina captaron el primer chispazo compositivo de Como la sombra que se va durante un viaje a Lisboa en el año 2013. Eso es al menos lo que aseguran las glosas promocionales que escoltaron al libro hasta las tiendas. Al parecer, el académico se acordó entonces de algo que había leído unos años atrás: en 1968, después de asesinar a Martin Luther King en Memphis, James Earl Ray pasó cerca de diez días escondido en un sórdido hotel lisboeta. Esta palpitante sustancia literaria pedía a gritos un fino estilista que le diera forma. Pero Muñoz quería hacer de su nueva novela algo muy picante y sofisticado. Limitarse a narrar la huida de Ray estaba muy por debajo de su talento. Así que se puso a atar cabos. Después de hondas cavilaciones se dio cuenta del asombroso póquer de casualidades que tenía entre manos. No sólo había reparado en las andazas del asesino de Luther King en Lisboa precisamente durante una estancia en Lisboa, sino que además él era autor de un libro titulado El invierno en Lisboa, ¡para escribir el cual tuvo también que viajar a Lisboa a mediados de los ochenta! Delante de sus narices parpadeaban nada menos que cuatro Lisboas y cuatro planos temporales diferentes: el sueño de cualquier escritor contemporáneo. Entonces, ¿por qué no aprovechar esta increíble conjunción de tiempos y espacios para escribir un libro que fuera al mismo tiempo el relato de un famoso atentado, la autobiografía literaria de un escritor en ciernes y una profunda reflexión metanarrativa sobre la gestación de El invierno en Lisboa? Claro que sí: ¡por qué no! Al poeta de Mágina se le presentaba una oportunidad única para hablar de lo único para lo que está verdaderamente dotado: su insondable ego.
Nace así una novela pretenciosa, cursi y llena de sonronjantes clichés (todo el mundo en ella ríe a carcajadas, come a grandes bocados y tiene sensaciones sordas) en la que su autor se ha propuesto, entre muchas otras cosas casi todas ellas fallidas, darle a la ficción metanarrativa un refrescante toque personal. En la tradición metaliteraria previa a la publicación de esta obra, los escritores solían detener sus digresiones a las puertas del cuarto de baño. Allí despedían al lector y se retiraban a la sagrada soledad de sus váteres con un ejemplar de Narratología para seguir documentándose. Muñoz Molina considera este pudor innecesario. Con un gesto de franca complicidad nos invita a que le acompañemos hasta el retrete, desde donde tiene cosas muy importantes que decirnos sobre la vocación de escritor. Al fin y al cabo, ¿qué lector de El invierno en Lisboa no se ha preguntado alguna vez cómo le olía a su autor la primera meada del día? ¿Qué fan del académico no ha deseado ser testigo de una de sus diarreas? En Como la sombra que se va estas inquietudes han quedado satisfechas con un grado de detalle que le resultaría embarazoso hasta incluso al más fanático de los exhibicionistas.
Va a ser muy incómodo para mí reproducir el siguiente fragmento, pero les ruego que disfruten de las evidentes similitudes con T. S. Eliot: “Vomité a chorros en el suelo de la bañera” –nos confiesa el Premio Príncipe de Asturias de las Letras– “en el lavabo, en la taza del váter, en el espejo en el que no reconocía mi cara. Debajo de mis pies descalzos, el suelo era un charco de vómitos. Su hedor agrio de alcohol me provocaba más arcadas y me hacía vomitar más (…) Mi cuerpo zarandeado y aterido expulsaba inmundicias por todos sus caños. Había alcohol en el sudor, en los orines, en las heces, en el aliento”. Después de leer esta increíble marranada uno se pregunta, ¿qué función cumplen estas singulares confidencias en la trama o propósito general de la novela? ¿Qué relación guardan con Martin Luther King, con Lisboa o con el arte de escribir? El propio Muñoz Molina ha reconocido en una entrevista que su novela “no tiene esa metaliteratura que lleva al escritor al estrellato”. Por muy pedestre que resulte esta frase, nos sentimos obligados a darle la razón. La suya es más bien el tipo de metaliteratura que hace descender a su responsable hasta las más inquietantes simas del ridículo.

Hace tiempo ya que la metaficción dejó de ser un simple ejercicio experimental. Lo que John Barth llamó una vez literatura del agotamiento se ha transformado en nuestros días en una grotesca estrategia de marketing editorial que actúa desde el interior de las obras mismas. Cuando una novela es elevada a la condición de arte al margen de sus cualidades, necesita acudir a algún tipo de referente legitimador para proclamar su condición literaria. En el caso de Como la sombra que se va, su autor se esfuerza por convencernos de que la elección del punto de vista es en realidad un homenaje al prodigio narrativo de El gran Gatsby. Podemos afirmar con rotundidad que no es así, aunque tenemos que reconocer que el punto de vista elegido por Muñoz Molina logra también crear su propia atmósfera de inquietud y misterio. Durante cientos de páginas el lector tiene la impresión de que Ray es un retrasado mental, un caso clínico de oligofrenia. Sin embargo, el narrador que está filtrando los pensamientos del asesino nos revela en un determinado momento que  su “coeficiente intelectual” es de 108. ¡Cómo! −exclama el lector con el corazón encogido−. Entonces, ¿por qué teníamos la impresión de estar siendo interpelados por un idiota? ¿Quién era el borderline que nos hablaba? No estamos seguros. Pero intuimos que, además de Muñoz Molina, alguien más debe haber estado enredando con las voces narrativas. Un académico de la lengua jamás escribiría “coeficiente intelectual”.
El jurado que el pasado mes de marzo concedió a Como la sombra que se va el Premio de la Crítica de Andalucía ha destacado en su fallo que la obra contiene “sugerentes consideraciones teóricas sobre la novela”. ¿Ah, sí? Pues, ¡echémosle un ojo a alguna de esas valiosas aportaciones! Lo primero que su autor nos dice al respecto es que “la literatura se hace con lo que existe y con lo que no existe”. Inmediatamente después añade que el acto de escribir es “dejar cosas no dichas” y también “envolver a las personas y a los lugares en un celofán de belleza ilusoria”. ¿Sólo eso? ¡Que va!  La literatura consiste principalmente en “ir desde lo que no se sabe hasta lo que se sabe”. Generaciones enteras de artistas se zambullirán en este pozo de sabiduría para aprender del maestro. Pero Muñoz Molina tiene también importantes consejos que darnos acerca de cómo deben titularse las novelas. Presten atención: un título tiene que ser como “una llama encendida de lejos que alumbra apenas un material desconocido, una dudosa claridad de luna en un paisaje nocturno”. En ocasiones tenemos la impresión de estar leyendo un sencillo cuento infantil o un tosco manual para pacientes con taras neurológicas severas.
De la imaginación se afirma que “no puede predecir nada” ni tampoco “simular lo inesperado de la vida”. Vaya, parece que la imaginación no sirve para nada. Debe ser que se ha quedado sin fuerzas, como todos nosotros, al ser informada por el académico de que “el porvenir puede ser muy largo”. Sin embargo poco después nos enteramos de que “en el laboratorio de la imaginación se sintetizan experiencias beneficiosas igual que se sintetizan vitaminas en un laboratorio”. Esto hace que recuperemos un poco la confianza en el poder de la imaginación, ¿no? A continuación, Muñoz Molina aparta de un empujón a Gerard Genette y afirma con autoridad que “en lo que consiste una historia es en el progreso imparable hacia una conclusión (…) Una historia exige un final”.  Y, ¿qué es un final? Pues muy sencillo, “es una raya en el tiempo. El gesto puede ser tan rotundo pero en el fondo tan irrisorio como una raya trazada en el agua”. ¡Una raya trazada en el agua! “Oír a alguien llamarse a sí mismo escritor” –concluye el Premio Nacional de Literatura en 1988– “me sonaba tan embarazoso como oírlo llamarse poeta”. A mí también me pasa esto a veces, don Antonio.
La crítica ha señalado que la novela ofrece una “desasosegante memoria literaria de Lisboa”. No estoy seguro de que pueda hablarse en sentido estricto de una memoria literaria, pero puedo garantizarles que lo que se dice de la capital portuguesa es muy desasosegante. La Lisboa de Muñoz Molina está habitada por “hombres renegridos que enseñan sus pústulas al sol o se arrastran con las piernas cortadas”. ¿Quién no sentiría una profunda desazón al encontrarse con mendigos que serpentean por las calles cargados con sus miembros amputados? También merecen nuestra atención los maniquíes de la ciudad, de los que cabe destacar, entre otros asombrosos atributos, “sus miradas perdidas”. En esto deben diferenciarse, supongo, de los maniquíes de Boston que lo desarman a uno con sus ojazos llenos de intensidad. Y, ¡qué no decir de esas prostitutas asomadas a los balcones “con los pechos estallando por las camisas desgarradas”! Imagínense el pasmo del caminante que va escuchando estas deflagraciones mamarias mientras enfila las endemoniadas cuestas de Alfama. El lector debe tener claro que ha ingresado en un espacio literario a medio camino entre Mad Max El castillo de Otranto; una extravagante anti-tierra en la que, para colmo, se habla un idioma –el siempre exótico portugués– que produce en quien lo oye “una embriaguez acústica de promesas” y es “tan molesto como un jarabe”.
Después de mucho jadeo y mucho ahuecar los sobacos, alcanzamos por fin las últimas doscientas páginas. Lo primero que nos llama la atención es lo negligente que se ha vuelto la corrección del texto. De repente la sintaxis se hace juguetona y caprichosa. Las palabras empiezan a repetirse hasta tres y cuatro veces en la misma página, y a menudo también en la misma frase. En este tramo final, todos los seres humanos con los que nos encontramos son “pálidos”, lo cual es bastante comprensible dado que apenas existe un solo lugar que no esté en “penumbra”. Llegados a este punto, empieza a sorprendernos que la novela tenga sólo medio millar de páginas. A juzgar por el profundo desconocimiento que el escritor tiene tanto del noble arte de la elipsis como de los más básicos rudimentos de la ficción, bien pudiera haber abarcado trece volúmenes. Para Muñoz Molina narrar consiste en soltarnos todo lo que ha leído acerca de un asunto y adornarlo con cientos de “generalizaciones chorridentas”, como diría Manuel García Viñó, y montañas de infantiles metáforas. La crítica más indulgente ha definido esta práctica novelística como morosidad acumulativa. Con todo, la extensión de la obra cumple una función esencial: aturdir al lector para que pierda los puntos de referencia. A partir de un determinado momento uno tiene muchas dificultades para distinguir lo ridículo de lo normal; lo banal de lo relevante. Una función similar cumple la propia novela (y todas las que juegan en su misma liga) dentro del panorama de las letras españolas contemporáneas. Gracias a ellas lo mediocre se ha convertido en cima, facilitando así el trabajo de los duendes del marketing editorial que tienen a su merced a un público desorientado y entumecido.

Una vez acabada la novela, tenemos la certeza de que lo único que realmente le importaba a su autor era contarnos cómo cambió su vida tras la publicación de El invierno en Lisboa. En realidad el asesinato de Martin Luther King es una mera excusa para ventilar una serie de obsesiones personales relacionadas con el éxito, el ascenso social y el reconocimiento público. James Earl Ray no es más que un personaje secundario en la Gran Autobiografía de Antonio Muñoz Molina; la contrafigura de un fracasado por contraste con la cual debe brillar la fulgurante trayectoria intelectual del autor. Para que veamos cómo de saneada está la contabilidad del académico, se nos presentan algunas facturas e informes. Nos enteramos así de que el “dinero inesperado y como milagroso” de las ventas de El invierno en Lisboa le permitió abandonar su vida de “funcionario raso” en Granada. Lloramos de alegría cuando declara orgulloso que en lugar de coger el tren ahora se desplaza en avión. Tampoco escribe ya a máquina, en la actualidad pilota un potente Macbook Air. La irrelevancia de todos estos chismes es sobrecogedora.
La felicidad  que el éxito y el dinero han proporcionado a nuestro autor es tal que ha dejado el alcohol (y también la ocasional rayita de coca con la que lo acompañaba). Ahora escribe “bebiendo té, o agua fresca, o nada” porque “las mismas palabras fluyendo de los dedos y deslizándose por la pantalla del ordenador liberaban sus propias sustancias euforizantes”. ¡Sublime decisión! Las cosas le van tan bien que incluso ha dejado a su mujer –¡y eso que tenía una plaza de profesora “en propiedad”!− por una exuberante periodista de veintiocho años. Irrumpe así en la narración la coqueta Elvira Lindo. Como se pueden imaginar, los enamorados están consumidos por una pasión loca. En la cama el asunto echa chispas. En este paraíso erótico, el escritor descubre algunas verdades esenciales sobre la vida que, con su habitual generosidad, no tarda en compartir con nosotros. “La felicidad sexual” −afirma− “acentúa los colores en los sueños”. Nos preguntamos si existe algún límite para lo grotesco en esta novela  Finalmente la pareja se despide del lector. El amor que se profesan es maduro, sensato y  tiene algo de lucrativa joint venture. Fruto de este glorioso vínculo no sólo ha nacido Como la sombra que se va, sino también un volumen de fotografías −el intrascendente Memphis & Lisboa, escrito por la propia Elvira Lindo−  en el que se nos explica cómo compuso Antonio Muñoz Molina su última e inmemorial novela. Esperamos con impaciencia que se cierre pronto este bucle metanarrativo con una obra en la que el académico nos cuente cómo tomó su mujer esas fotos.
Con todo, lo más sorprendente de la última novela de Antonio Muñoz Molina no es su absoluta falta de cualidades literarias, sino el estado de trance que parece haber inducido en la mayor parte de la crítica española. Si nuestros suplementos culturales fueran algo más que meras maquinarias promocionales al servicio de intereses comerciales, cualquier obra con las carencias que ésta tiene habría sido sometida a un brutal escarnio público. Quizá no podamos exigirle a un autor que se eleve por encima de su talento (aunque sería deseable ver cómo se amplían los límites de éste de cuando en cuando). Pero lo que no podemos tolerar es que quienes se han arrogado el papel de árbitros del gusto –aduciendo para ello cuestiones de preeminencia intelectual– hagan su trabajo de una forma tan deshonesta y mercenaria. Tendemos a pensar que la corrupción es una suerte de anti-milagro que sucede en ámbitos de decisión alejados de lo cotidiano. Sin embargo, se trata de algo mucho más contaminante. Es eso que ocurre cada vez que las leyes del dinero se imponen sobre los deberes de la responsabilidad.  

sábado, 11 de junio de 2016

martes, 7 de junio de 2016

"Guerra y paz"


El deleite de la obra de arte acabada con perfección. El gusto de que te alejen de la morosa cotidianidad. El poder de abandonar los sentidos con un único fin: la contemplación, la enajenación. Con productos televisivos me ha pasado pocas veces. Me dije (antes de verla): otra recreación de una obra literaria a la que le faltará el alma del genio que la escribió, como ocurre casi siempre. Confío en la BBC. He visto series de una calidad excelente, pero esta adaptación es otra cosa. No sé por qué. Puede ser el momento en el que la he visto. Puede ser también por la frustración que sentí al leer la novela (se trataba de una mala traducción y preferí dejarla a mitad de la lectura).
La veo otra vez para comprobar si esa primera sensación no fue fruto de lo circunstancial. Con el miedo de que me defraude (como tantos otros productos televisivos, tan impactantes como faltos de sustancia para aguantar un segundo pase). Estoy en el tercer capítulo, completamente convencido de la calidad auténtica de esta obra de arte. Los actores transmiten una emotividad especial, la fotografía te desnuda, la música te eleva todavía más (cuando creía que no podía estar más arriba) y los diálogos, las pausas, la puesta en escena es tan delicada, se han cuidado tantos detalles que me parece estar leyendo (ahora sí) a la vez que veo las imágenes. No había tenido una experiencia similar con ninguna otra serie de televisión. Con el teatro sí. Estoy deseando ver el capítulo cuatro de nuevo y el cinco y el seis y el siete y el ocho. La maldad, la bondad, la guerra, las relaciones sociales, la hipocresía, el gran mundo, las amistades, el amor..., en definitiva, el cincel de la vida y de la muerte esculpiendo unos personajes que ya forman parte de mis pasiones. Me suena extraño cuando me lo digo: quiero leer esta novela bien traducida, quiero comprobar si me produce algo parecido a lo que estoy viviendo con la serie. En cierta manera, me asalta el temor de que una gran obra de la literatura universal me defraude. Pero no creo que vaya a ser así. Espero que me ocurra lo mismo que al ver por segunda vez la serie. El placer está siendo todavía mayor. Las obras bien construidas no se deshacen en la anécdota, tienen la solidez de las catedrales góticas y su ligereza aérea. Su poder de encantamiento va mucho más allá del interés de la trama. Cada uno de los personajes evoluciona con su propia experiencia. Los vemos madurar. Tengo la impresión de contemplar vidas reales a cámara rápida. Como si tuviéramos el poder de los dioses y se nos otorgara el don de contemplar desde el aire las peripecias de los simples mortales, sabedores de nuestra eternidad y de la efímera existencia de nuestra creación. Un lector, un espectador construye las vidas de los creadores y las hace suyas si éstas son dignas de ser contempladas. No me demoro más. Os revelo el título de esta maravilla. No tengo miedo de dar mi opinión, porque pocas veces he estado tan convencido de los placeres que me está proporcionando esta serie. Es lectura en imágenes y me hace muy feliz. Guerra y paz de León Tolstoi, o no. Guerra y paz de Andrew Davies. La expectación que me ha creado hacia la novela bien traducida es tan alta que he vuelto a la adolescencia. 

domingo, 5 de junio de 2016

"La comunión" por Manuel Vicent


A partir de los siete años se desarrolla en el cerebro humano el neocórtex donde anida la inteligencia y para celebrar ese acontecimiento en la religión católica los niños toman la primera comunión. La llegada del neocórtex supone el fin de la inocencia. De hecho esas criaturas vestidas de marineritos y princesitas, que después de la ceremonia religiosa reciben tantos regalos, en realidad están siendo expulsadas del paraíso, como lo fueron, según el Génesis, nuestros primeros padres. La Iglesia enseña que a partir de los siete años con el uso de razón si ese niño muere en pecado mortal se va para el infierno. Hasta esa edad estas criaturas estaban gobernadas por el cerebro límbico, que los seres humanos comparten con algunos mamíferos superiores. En ese cerebro se inscriben durante la infancia los sentimientos, los símbolos, los dogmas, las creencias, los terrores, la autoridad del padre, del maestro, del clérigo, los primeros sabores, caricias, aromas, canciones, paisajes. En el paraíso de la infancia, como sucede con cualquier animal, el niño se siente inmortal puesto que no tiene conciencia de la muerte. Ese cerebro límbico es el que reclama la Iglesia en propiedad para inocularle su doctrina porque sabe que todo lo que se grabe en su mucosa desprotegida de la razón no se olvidará jamás. Es lógico que al niño lo vistan de marinero, ya que expulsado del paraíso, deberá iniciar la azarosa travesía de la vida. En cambio, con el traje de novias infantiles a las niñas se las reserva el sueño machista del permanente cuento de hadas. Esta ceremonia rememora aquel estado de la evolución en que al pie del árbol del paraíso, al morder la manzana, se inició nuestra conciencia, que nos convirtió en seres mortales y en estos domingos de primavera con el niño recién comulgado las familias llenan los restaurantes para celebrarlo.

sábado, 4 de junio de 2016

Presentación de "Te negarán la luz" en el diario Levante.

En las páginas de ocio del diario Levante se hacen eco de la presentación en la FNAC de "Te negarán la luz". Justo debajo de una propaganda sobre la ruta del gintónic. ¿Casualidad?, ¿los hados?, ¿el destino que me persigue? No lo sé, es un misterio.

Presentación de "Te negarán la luz". Diario Levante.

lunes, 30 de mayo de 2016

"Solo proteína, sin conservantes ni colorantes" por Manuel Vicent (retrato de Juan Marsé)


En efecto, este escritor de origen biológico incierto, que según la leyenda fue adoptado sobre la marcha por un taxista, no tiene los ojos azules ni un hoyuelo en la barbilla, como le hubiera gustado; en cambio, gracias a su esfuerzo la vida le ha regalado un rostro digno de figurar en un cartel de Wanted junto a los atracadores del tren de Glasgow. Imagino a Juan Marsé tumbado en una hamaca en Copacabana, relamiéndose de gusto como un gato después de semejante hazaña, convertido en un Pijoaparte internacional en busca y captura, dicho sea con toda la admiración. Aunque ha nacido en Barcelona en 1933, no se siente cobijado por ninguna bandera bicolor o cuatribarrada; esos trapos suelen estar sucios de polvo y de sangre, de falsos juramentos o, lo que es peor, de poemas infames de juegos florales. Cualquier clase de nacionalismo le parece una carroña sentimental y en esta fobia incluye también a la iglesia católica oficial, que tantos crímenes ha bendecido con mano anillada en oro. Hay que tener mucho cuajo para pensar y hablar así, pero Juan Marsé posee el don de envolver sus invectivas con un humor cáustico, de anarquista irredento, entre la retranca y el cabreo consolidado, que le exime de cualquier vilipendio y lo convierte en un simpático gruñón, con licencia incluso para disparar sobre el pianista y vaciar el cargador haciendo saltar en añicos toda la botillería del mostrador de la cantina. Este escritor pertenece a esa clase exclusiva de personajes que son solo proteína, sin un gramo de grasa ni de excipientes, conservantes ni colorantes. A la hora de hacer literatura también tiene un espacio y un tiempo propio, poblado de personajes perdedores que van y vienen en su memoria de chaval durante la postguerra en los barrios del Guinardó, del Carmelo y de Gràcia, siempre iguales y en cada novela distintos, como agua de un manantial inagotable. Lejos de escribir de estructuras sociales, asigna a cada héroe su respectiva chepa, aunque por el fondo de la trama tejida con palabras corrientes discurre una poesía envasada que nace a medias del rencor y la nostalgia. Escribe sin verbosidades ni sonajeros, siempre desde una garita propia. A Juan Marsé también le hubiera gustado tener de joven el juego de cejas de Clark Gable cuando en la oscuridad del cine Roxy de Barcelona soñaba con los mismos fantasmas que después cantaría Joan Manuel Serrat. La fantasmagoría cinematográfica ha sido un caldo de cultivo de su literatura y si no ha tenido suerte en tantas novelas suyas que han pasado a la pantalla no es por su culpa. Un rebote más con que cargar en la mochila, un motivo más para blasfemar. Era un joven subalterno, empleado de una joyería, que iba para perdedor, con las manos en los bolsillos en las tardes desoladas de posguerra en Barcelona, pero lo salvaron las lecturas, los héroes literarios. Ya había hecho varias tentativas de relatos con que ganó algunos premios cuando le vinieron a ver en sueños un charnego desclasado, ladrón de motos, un tal Manolo, de apodo Pijoaparte y una rica muchacha progre del barrio de San Gervasio, llamada Teresa. Esos lances literarios solo suceden cuando un ángel se sienta en tu hombro. La historia de las últimas tardes de este tipo con esta chica cayó en manos de aquel grupo que tomaba whisky en la trastienda de la editorial Seix Barral jugando a ver quién era más moderno, cáustico y decadente, el propio Carlos, Gil de Biedma, Castellet, Joan y Gabriel Ferrater. Aquel escritor desconocido que había mandado ese original había dado en el clavo. Resulta que ese joven no tenía estudios, pero se parecía a Steve McQueen. Es lo que faltaba a la estética de aquel grupo, un escritor sin desbravar, con talento, que empleaba un lenguaje sin más identidad que la extraída a primer sonido de la calle, de los colmados, del taller, de las películas estadounidenses, de los lances de las chicas de Pedralbes que pasaban por su lado sin mirarle, de una especie de venganza contra el pasado, la dictadura, de la falsedad del cartón piedra de la política oficial y de la realidad inventada por la ficción como una necesidad para sobrevivir. La ficción es todo lo contrario a la falsedad. La parte que inventaba era la más auténtica. Juan Marsé es ese escritor con chancletas que acaricia un perro en casa sentado junto a la mesa de la cocina y también ese señor disfrazado con un chaqué que recibe el premio Cervantes de manos del rey de España. Entre estas dos imágenes está la playa de Calafell, las hamacas en el jardín de Nava de Asunción con Gil de Biedma, los oscuros peluches de Bocaccio, los garitos de Tuset Street, los martinis secos en la barra de la botillería Boades, la redacción de la revista Por Favor, la sombra protectora de Carmen Balcells. Ha aceptado los honores, premios, medallas y demás metralla, con una sonrisa a medias de conejo y de impostor. Ha declinado la invitación de ingresar en la Real Academia de la Lengua, por lo mismo que Groucho Marx rechazaba hacerse de un club que lo aceptara como socio. Marsé da la sensación de no acabar de creerse lo que la vida le ha deparado. Tal vez piensa, como Rafael Azcona, que un día llegará a su casa un individuo de negro investido de autoridad y le pedirá que lo devuelva todo, que el éxito no ha sido más que una broma.

sábado, 28 de mayo de 2016

"Cómo crear el político perfecto" por Javier Bilbao


«Son las paradoxas monstros de la verdad», decía el ilustre jesuita aragonés Baltasar Gracián, y si a un político cualquiera —que ya de por sí tiene algo de mostrenco— le añadimos el adjetivo «perfecto», se nos queda más bien en criatura mitológica. Sus defectos nos resultan evidentes entre otras cosas porque nos asaltan constantemente desde todos los medios, sermoneándonos sin descanso un día tras otro en una campaña electoral más insistente que el día de la marmota. La imposibilidad de responder directamente a sus falacias lógicas, a su tergiversación de los hechos y, en definitiva, a su empeño en tomarnos por tontos, hace que aumente la frustración: de ella surgen los ríos de bilis que pueden ver contra uno u otro en las redes sociales y en los comentarios de noticias y artículos. Y sin embargo puede que la expresión «político perfecto» contenga, pese a todo, su fondo de verdad. Para Gracián desde luego lo tenía, pues en su obra titulada precisamente El Político supo a quién colgarle la etiqueta: «El claro sol que entre todos ellos brilla es el Católico Fernando, en quien depositaron, la naturaleza prendas, la fortuna favores y la fama aplausos. Copió el Cielo en él todas las mejores prendas de todos los fundadores monarcas, para componer un imperio de todo lo mejor de las monarquías».
Pero no hemos venido aquí a ensalzar o cuestionar a este mandatario en concreto sino a describir cómo debería ser uno ideal. Para ello nos ofrece muchas pistas la obra de este astuto jesuita nacido a comienzos del siglo XVII, maestro de Schopenhauer y Nietzsche, pues además del libro citado, encontraremos en El Héroe, El Discreto, El oráculo manual y en Arte de ingenio una larga lista de consejos en torno a la vida en la corte, la mejor manera de medrar en política y, en un sentido amplio, a manejarse en eso tan complicado que son las relaciones sociales. Juntando todas las piezas lograremos montar nuestro particular Frankenstein tan amoral como efectivo, aunque también resultará interesante ver como cada una de ellas por separado nos recordarán a determinados políticos…
Comenzaremos por el discurso XIII del Arte de ingenio; nos habla de la importancia de repartir apodos: «Unas semejanças breves y prontas: relámpagos del ingenio, que en una palabra encierran mucha sutileza». Precisamente una de las novedades que ha traído el arrollador éxito de Donald Trump es su afición a colgar motes a aquel que se cruce en su camino. Pocas veces un candidato ha insultado tanto y tan bien a sus adversarios, tiene para todos al mejor estilo losantiano: Low Energy Bush, Little Marco, Lying Ted, Crooked Hillary, Crazy Bernie, Goofy Elizabeth… Los bautiza atribuyéndoles un término poco usado en el discurso político convencional que llama la atención y que generalmente alude a un defecto físico o psicológico del sujeto, de esa manera se fija en la memoria de la audiencia y a continuación los millones de seguidores de Trump lo repiten sin cesar… y a los aludidos desde luego les escuece. La periodista Megyn Kelly fue etiquetada por él como Bimbo (que en la jerga urbana alude a una rubia atractiva pero sin cerebro) y poco después cambió apreciablemente su aspecto quizá queriendo espantar ese mote, mientras que el supuestamente favorito Jeb Bush se disolvió en el aire tras su choque con Trump en el primer debate republicano. Desde entonces era oírle hablar con su tono desganado e inevitablemente recordar aquello de «Low Energy». Estaba condenado.
No obstante, algún político podría pensar que es buena idea imitarle. Craso error. El libro El Héroe está dividido en veinte capítulos, llamados cada uno «Primor». Pues bien, el séptimo se titula «Excelencia de primero» y en él nos explica: «Hubieran sido algunos fénix en los empleos, a no irles otros delante. Gran ventaja el ser primero; y, si con eminencia, doblada. Gana, en igualdad, el que ganó de mano. Son tenidos por imitadores de los pasados los que les siguen; y, por más que suden, no pueden purgar la presunción de imitación». Algo así le pasó aMarcos Rubio cuando intentó seguir su estilo mencionando el, en su opinión, pequeño tamaño de las manos de Trump para a continuación preguntarle con malicia: «¿Sabes lo que dicen de los hombres con las manos pequeñas?». El comentario no le dejó en muy buen lugar y tenía algo de intento desesperado por imitar la genuina vulgaridad de su rival. Otro ejemplo más cercano podría ser la plataforma del Partido Popular «Qveremos», mejor que busquen otro nombre porque solo suena a triste copia…
Gracián es a su vez buen político y lo mismo que dice una cosa, a continuación defiende otra que podría parecer opuesta. En el Primor XVIII, titulado «Emulación de ideas», nos cuenta: «Carecieron por la mayor parte los Héroes, ya de hijos, ya de hijos Héroes; pero no de imitadores: que parece los expuso el cielo más para ejemplares del valor, que para propagadores de la naturaleza. Son los varones eminentes, textos animados de la reputación, de quienes debe el varón culto tomar lecciones de grandeza, repitiendo sus hechos y construyendo sus hazañas». ¿Les suena? Yo al menos veo a Rivera intentando tomar de ejemplo a Suárez.
«Que el Héroe platique incomprehensibilidades de caudal». Así se titula otro primor, que detalla cómo «gran treta es ostentarse al conocimiento, pero no a la comprehensión; cebar la expectación, pero nunca desengañarla del todo (…) Excuse a todos el varón culto sondarle el fondo a su caudal, si quiere que le veneren todos. Formidable fue un río hasta que se le halló vado». Es decir, no ser del todo claro, mantener cierto enigma, quizá recurrir a cierta pedantería como el pulpo a la tinta. No se me ocurre ahora mismo un ejemplo concreto de político cuyo núcleo pueda irradiar palabrería abstrusa con la que pretendiendo revelar mucho no acabe diciendo nada. Pero alguno habrá.
El número XVI tiene por nombre «Renovación de grandeza» y dice así: «Amanezca un Héroe con esplendores del sol. Siempre ha de afectar grandes empresas; pero en los principios, máximas. Ordinario asunto no puede conducir extravagante crédito, ni la empresa pigmea puede acreditar de jayán. (…) Alterna el sol horizontes al resplandor, varía teatros al lucimiento; para que en el uno la privación, y en el otro la novedad, sustenten la admiración y el deseo. La mayor perfección pierde por cotidiana, y los hartazgos della enfadan la estimación». Este diría que es el punto más frecuente en la clase política, pues hace falta tener una magnífica opinión de uno mismo para considerarse la persona más apta en dirigir un país. Basta que le pongan un micrófono delante a uno para que proceda a jactarse de su desbordante potencia mental y física, bien aludiendo a sus matrículas de honor, a su capacidad de correr diez kilómetros en cinco minutos y veinte segundos, a creer a la manera deSaparmurat Niyazov que el libro que ha escrito garantiza el ingreso al paraíso si se lee tres veces o bien destacarse no por la calidad sino por la cantidad de la obra, como el difunto líder norcoreano que afirmaba ser el autor de dieciocho mil libros, entre otras increíbles proezas. Pero, como bien dice Gracián, los hartazgos enfadan la estimación, así que entre un ser humano y Kim Jon Il hay un término medio virtuoso, que es Putin.
Concluiremos este breve repaso a El Héroe precisamente por la manera que propone de retirarse de la vida pública. «Que el Héroe sepa dejarse, ganando con la fortuna» es el primor X: «Gran providencia es saber prevenir la infalible declinación de una inquieta rueda. Sutileza de tahúr, saberse dejar con ganancia, donde la prosperidad es de juego, y la desdicha tan de veras (…) porque tan gloriosa es una bella retirada como una gallarda acometida». Lamentablemente muy pocos saben irse en el momento justo, cuando están en la cresta de la ola. Y menos aún saben ser discretos como expresidentes.
Pasaremos ahora a tratar El Oráculo manual, el arte de la prudencia. Un brillante compendio de trescientos aforismos que escribió años después de las anteriores, recogiendo y ampliando la sabiduría de tantos años de estudio y de su propia experiencia como cortesano. Todo en ellos es cálculo, autocontrol, apariencia y manipulación: es el manual del perfecto psicópata. Leyéndolo la imagen que uno se monta es la de que hay que ir siempre con segundas y hasta terceras intenciones en un mundo que tiene algo de partida de póquer en la que calcular la jugada propia en función de las rivales, de representación teatral en la que fingir siempre un papel y de selva en la que no puede esperarse piedad, lealtad o franqueza. Parece que así es la vida y así es la política.
«Conocer a los afortunados para escogerlos, y a los desdichados, para rechazarlos». He ahí la primera regla para trepar en cualquier jerarquía y que no le pase a nuestro político modélico como a aquella actriz tan tonta que para conseguir un papel se acostó con el guionista. «Conocer las insinuaciones y saber usarlas» es otro de los aforismos, que encuentra su justo complemento en «ser un buen entendedor». Muy razonables, aunque más fáciles de enunciar que de poner en práctica. A diferencia del más concreto «no compartir secretos con el superior», dado que quien cuenta a otros una confidencia se hace su esclavo. Por ello otro similar es «no confiar a otro la reputación sin tener la suya como garantía», pues si todo el mundo recibe su sobre nadie destapará la liebre. «No es necio el que hace la necedad, sino el que, una vez hecha, no la sabe encubrir». Este es bueno, no olvidemos que el llamado efecto Streisand recoge aquellos ejemplos de ocultación frustrados, pero no aquellos que tuvieron éxito… «Actuar siempre como si nos vieran» parece particularmente valioso para estos tiempos en los que de todo queda constancia grabada y una y otra vez acaban siendo noticia conductas que se creían privadas.
En línea con ese constante disimulo tenemos también el de «no descubrir el dedo malo», reverso a su vez de «encontrar el punto débil de cada uno». El cual puede reformularse en otro aforismo: «Convertir los premios en deudas de gratitud». Para lo que el erario público resulta servir siempre de caja sin fondo. Y hablando de corrupción y enchufismo, si tuviéramos que explicar los motivos del deterioro institucional que hemos vivido en los últimos años y de la profunda mediocridad de las cúspides de tantos partidos políticos, tal vez no encontremos mejor respuesta que: «No acompañarse nunca de alguien que le pueda deslucir». Una estrategia eficaz para la supervivencia individual, que en nuestro país se ha utilizado muchísimo, pero que colectivamente termina provocando el colapso.
«Hacer y aparentar. Las cosas no pasan por lo que son, sino por lo que parecen. Valer y saberlo mostrar es valer dos veces». Nunca tan pocas palabras han definido mejor la función política que esta. Proponer pactos de Estado, campañas de sensibilización, observatorios, instar mociones de condena de acontecimientos ocurridos en otros países o épocas… Casi nada de ello termina teniendo el más mínimo impacto en la realidad, pero aparenta resolver algo y eso vale. Otra forma de aparentar es «saber desviar a otro los males». Ya saben, la herencia recibida, el contexto internacional, la Merkel y Madrit.
Aunque Gracián no pensaba en el político de una democracia que tuviera que manejarse con la opinión pública, varios de sus consejos parece que tuvieran esto en cuenta, como «divulgar algunas cosas: para valorar su aceptación, para ver cómo se reciben, especialmente cuando se duda de su acierto o agrado», es decir, la clásica estrategia del globo-sonda. También tenía presente la dictadura de las mayorías cuando recomendaba «antes loco con todos que cuerdo a solas», que tantas veces nos hace sospechar del oportunismo con el que surfean olas de indignación ciudadana sin que realmente se crean lo que están diciendo y asumiendo en su fuero interno que es, simplemente, lo que toca decir para llegar al poder o mantenerse en él. Un cinismo —o realismo, según se mire— que encuentra su colofón en una enseñanza de enorme sabiduría con la que concluimos y que debería ser escrita en el BOE, en el Título Preliminar de la Constitución y esculpido con grandes letras en el frontispicio del Congreso de los Diputados: «Tontos son todos los que lo parecen y la mitad de los que no lo parecen».

"Petrarca el seductor" por Emma Rodríguez


“Nadie por ser joven dude en filosofar ni por ser viejo de filosofar se hastíe. Pues nadie es joven o viejo para la salud de su alma”, escribió Epicuro en Carta a Meneceo. Su consejo parece haber llegado a los impulsores del Instituto de Humanidades Francesco Petrarca, en Madrid, un espacio de encuentro y formación donde la media de edad se sitúa en 58 años, el alumno más joven tiene 18 y el mayor está al borde de los 90. “Tenemos hijos y padres, incluso abuelos, asistiendo a la vez a nuestros cursos”, señala la directora, Cristina Alonso, a quien tres años de andadura le han demostrado el interés que despiertan las humanidades, cada vez más denostadas en los planes educativos.
“Compartir aprendizajes con mis padres es muy motivador. Como si nuestro mundo se hubiera abierto. Tenemos más temas de conversación y el tiempo que pasamos juntos ha ganado en calidad”, asegura Elena Guisado, de 35 años, ingeniera de Caminos, igual que Francisco, su padre. Los dos acudieron al centro impulsados por Concha, la madre, licenciada en Filosofía. La cultura clásica, la historia, la neurolingüística, el pensamiento, son puentes que les unen. “En mi caso, conocer el pasado me lleva a comprender el presente. Ahora disfruto más cuando viajo, entiendo mejor la política nacional e internacional. Tengo una visión panorámica e integradora de las cosas. Estoy más en el mundo, y eso me ayuda en la relación con mis hijos”, explica Elena.
Su perfil de profesional de ciencias que busca cubrir el vacío en los ámbitos de letras es muy común en el centro, al que también acuden empresarios, banqueros y ejecutivos que quieren desconectar de sus actividades; periodistas que desean ampliar sus conocimientos sobre realidades tan complejas y de tanta actualidad como la del islam; mujeres mayores con inquietudes culturales, veteranos médicos o abogados que “aportan su conocimiento, su sabiduría, incluso a los profesores, que suelen ser más jóvenes”, señala Cristina Alonso.
La formación integral de la persona y el diálogo generacional son los signos distintivos del Instituto Petrarca. Huir de la banalidad y la información tóxica, adquirir una cultura más profunda para tener criterio propio a la hora de interpretar el mundo, son algunas de las motivaciones de quienes llaman a su puerta. “Las preguntas sobre el sentido de la vida no han variado mucho desde la época de los griegos”, argumenta la directora, aunque constata que ahora hay mayor interés por la neurociencia e inquietud por el futuro al que nos está conduciendo la técnica, por todo lo que estamos perdiendo por el camino.
“A veces los alumnos llegan estresados. Les decimos que se quiten de encima la rigidez del trabajo y los agobios, que apaguen el móvil y se dispongan a cambiar de siglo”, dice Alonso. Es lunes por la tarde y cerca de 50 personas –un cuarto de ellas de pelo blanco– toman notas y plantean preguntas sobre Stalin dentro del curso Personajes malditos impartido por Bruno Pujol.
Profundizar en otra época, en cierto autor, en un periodo de la cultura, es una forma de resistir al exceso de actualidad, de parar y hacerse preguntas, de recuperar la contemplación. Algo muy necesario, indica el pensador coreano Byung-Chul Han en su ensayo El aroma del tiempo. Estudiar, no para aprobar exámenes, sino como fuente de enriquecimiento, es un placer para quienes consideran que crecer y evolucionar es un proceso permanente, sin edad, y que la existencia es mucho más que tiempo para la productividad y el rendimiento.

lunes, 23 de mayo de 2016

Kafka y Muñoz Molina en Youtube según mis alumnos

Como ejercicio final en la clase de Literatura Universal, mis alumnos de 2º de bachillerato han elaborado unos vídeos que hemos colgado en Youtube. Son comentarios de animación a la lectura de las novelas La metamorfosis de Kafka y Plenilunio de Antonio Muñoz Molina. Nada que ver con los ´booktubers` que circulan por ahí. Mis alumnos son mucho más originales y más profundos. No os perdáis el resultado. Gracias por la colaboración de David Beas, Víctor Rubio, Marina Cabrera, Jennifer Tierno, Eva Luis, Arancha Álvarez, Ana María Rubio y Elena Hortelano.











viernes, 20 de mayo de 2016

"El día que Pardo Bazán y Galdós se juraron sexo eterno" por Carlos Mayoral


A doña Emilia Pardo Bazán le ha dado por fumar en estas últimas tardes del siglo XIX. No lo hace tanto por gusto, pues el aroma no le resulta demasiado agradable. Es más una cuestión de rebeldía. El tabaco, ese vicio reservado al hombre, es visto entre sus manos como una frivolidad de cuya imperfección no tiene derecho a jactarse. Pero ella había venido a provocar, a despertar en la moral española la justicia que había podido palpar durante sus distintos viajes por Europa. El tacto de la hierba liada sobre sus labios le permite concentrarse en los momentos finales de, probablemente, la época más agitada de la historia política española.
En torno a esa agitación puede apreciar cómo se arremolinan una serie de personajes que tienden a hacer suyo el cortijo de la literatura decimonónica. Todos son hombres y todos desprecian a la Gertrudis Avellaneda o a la Concha Arenal de turno. Ella los observa con el colmillo afilado. No ha dejado que nadie marque su camino, así que no hará lo propio con aquella jauría. El último que lo había intentado había sido su marido, quien al leer uno de sus textos naturalistas le había exigido una rectificación inmediata. Ella rectificó, sí. Pero en lugar de renegar de la obra renegó de él. Resultado: una obra maestra a la luz y una separación conyugal a la sombra.
Pero a la España literaria del XIX le falta muy poco para pasar del incendio controlado a la catástrofe desbocada. En concreto, la chispa sale de aquel cigarro que la condesa sostiene sobre la comisura de su boca. De la mera observación pasa a la acción: lleva la voz cantante en las tertulias, ocupa el primer plano en los estrenos teatrales y publica las críticas literarias más mordaces. Es un terremoto. Una mujer con un temperamento inigualable, algo que le valdrá una enemistad enconada con aquellos que le afeaban su actitud fumadora. Pero ella continúa y, ya con alguna obra maestra a sus espaldas, busca ese reconocimiento reservado para hombres («cómo habría cambiado mi vida de haberme llamado Emilio»). No hay Academia tampoco para ella, como no la hubo para Concha o para Gertrudis, pero esta vez no hay silencio ante la injusticia. En una reunión a cargo de la docta institución, alguien le ofrece una silla: «No, gracias. Ya conseguiremos que una mujer se siente por méritos propios».
Los dueños del cortijo, por supuesto, no pueden permitir esta intromisión. Entre los que desfilan por las tripas de esta enemistad encontramos, por ejemplo, a José María de Pereda, maestro del realismo: «Padece la comezón de meterse en todo, de entender de todo y de fallar de todo». También quiso lapidar a gusto el ínclito Juan Valera: «Así, lastrada por la lactancia y el embarazo, no puede entrar en la Academia». Incluso algunos apuntaron a su físico a la hora de arrojar la piedra. Fue el caso de Baroja: «Es de una obesidad desagradable». El epílogo a esta triste retahíla lo puso Clarín: «El día que se muera, habrá fiesta nacional».
Sin embargo, uno de los personajes que también puebla los pasillos del recinto deambula ajeno al glamur y al codazo, a la piedra y al insulto. Es un tipo solitario e introvertido. Cuentan algunos que compra billetes de tren sin importarle el destino, solo pone como condición que el asiento pertenezca al vagón de tercera. En él se mezcla con la capa baja de la sociedad española: ladrones, usureros, maleantes y toda clase de seres marginales. Conversa con ellos y de ahí extrae algunos de los personajes que más tarde poblaran sus novelas. Se deja ver por el ambiente literario, a veces incluso formando parte de la seductora escena, pero su corazón está en otro sitio. Algunos buscan la confrontación, pero él escapa de ella a lomos de ese vagón de tercera que no le lleva a ninguna parte. Su nombre es Benito Pérez Galdós, y está a punto de toparse con la condesa de Pardo Bazán.

Un encuentro epistolar
Las pupilas de Benito y Emilia chocan en el momento en el que ambas estrellas brillan con más fuerza. Él ya ha publicado varios títulos que le han convertido en la referencia novelística del país y ella ha introducido el citado naturalismo en la península a través de La cuestión palpitante. El mejor reflejo de su relación se percibe a través de la correspondencia que mantuvieron entre ellos. Correspondencia que aún hoy, siglo y pico más tarde, sigue escandalizando a más de uno. Pero vayamos por partes. Ella es una mujer rebelde y ambiciosa. Él, un tipo tímido y desdeñoso. Ambos tienen una opinión, digamos, abierta de lo que suponen las relaciones sexuales. Todo aquel que ha agitado estos ingredientes en la coctelera sabe que la mezcla puede pasar de una delicia a una bomba en cuestión de segundos. Y algo de todo esto se aprecia en la evolución que la relación entre Pardo Bazán y Galdós habría de mostrarnos.
En un primer momento, la relación se torna amistosa, con una admiración patente en las primeras fórmulas con las que la condesa recibe a Galdós. Ella lo ve como un maestro, término que utiliza en algunas de las misivas. También se adivina un cierto coqueteo previo al estallido del amor, como si ella lo hubiera deseado de una manera maternal. Él era un hombre enfermo y triste, que siempre transmitía la necesidad de ser ayudado. Ella, por el contrario, es la gran dama aristócrata que no necesitó a ningún hombre para fortalecer su posición. Con un erotismo que se puede masticar detrás de cada párrafo, intenta aprovechar su indefensión como así demuestran algunas cartas.
Antes de que me conocieses, cuando no nos unía sino ensoñadora amistad, ya me figuraba yo (con pureza absoluta, que ahí está lo más sabroso de la figuración) las delicias de un paseíto ensemble por Alemania. Los que habíamos dado al través de Madrid me tenían engolosinada, y pensaba yo para mí: «Qué bonito será emigrar con este individuo. […] Parece delicado de salud: le cuidaré yo que soy robusta; me lo agradecerá: me cobrará mucho afecto, y ya siempre seremos amigos». […] En otras cosas no pensaba, palabra de honor. Tu aparente frialdad, el respeto que te tenía, tu aspecto formal y reservado, me quitaron esa idea enteramente.
Pero pronto empieza a calentarse el tono. Ya hemos dicho que Galdós era un hombre bastante mujeriego, puede que algo sapiosexual a juzgar por los nombres que le acompañaron en su periplo erótico, y quizás por esto vio en Pardo Bazán una presa perfecta con la que saciar su hambre. Algo parecido pasa con doña Emilia. Siente que el hombre que tiene al otro lado de la correspondencia le estimula no solo carnalmente, sino que gracias a él también resulta trasladada a un punto intelectual nunca antes visitado, y esto le resulta más tentador si cabe.
Es así como empiezan a intercambiar información literaria con el único afán de impresionar a la persona que hay al otro lado de la carta. Galdós le explica los argumentos de sus novelas, información que no comparte con nadie más que con su condesa («¿y a quién vas a contar sino a mí los argumentos de tus novelas?», pregunta ella en una de las cartas). Pero la gallega también hace partícipe a su amante de los quehaceres literarios que le atormentan, buscando afianzar un camino que, hasta entonces, estuvo plagado de bandazos. Ella es lo que hoy etiquetaríamos como una intelectual: publica artículos políticos, ensayos, críticas literarias… pero no goza del talento narrativo que exhibe don Benito. Se retroalimentan, se desmenuzan y se critican. Es una relación que acaricia con una mano la literatura mientras, con la otra, disfruta del sexo.
Por el camino he pensado una novela, pero no se titula El hombre; se tiene que titular (a ver si te gusta) Tili Carmen. Es la historia de una señora virtuosa e intachable; hay que variar la nota, no se canse el público de tanta cascabelera […] ¿Qué opinas?
Pero, apenas dos renglones más tarde, la conversación literaria da paso al cariño:
No me destierres al fin de ese corazón mío.

Eternamente acostados
Los encabezados de las páginas van cambiando poco a poco. El «maestro» va dando paso a «miquiño», y en cada palabra que doña Emilia le escribe al ilustre canario se puede percibir el erotismo al que ya se habían abrazado con fuerza. No obstante, ambos siguen ocultando el romance quizás por miedo a lo que la opinión pública pueda pensar al respecto. Ellos, pioneros en el uso del lenguaje, utilizan un término para referirse a esta forma de vivir el amor: «maquiavelístiquidisimuliforme».
Él declara en el homenaje a Jacinto Benavente: «Sin mujeres no hay arte, son el encanto de la vida». Ella ya se ha acostumbrado a vivir con sus hijos reclutados a medio camino entre A Coruña y Sanxenxo, así que prepara el viaje que habrá de reforzar sus pasiones. El destino elegido es Alemania, cuna del Romanticismo que les hubo precedido. Y allí estallan. El amor y el sexo les persiguen, pero ellos prefieren dejarse alcanzar solo por el segundo. Así son felices. Doña Emilia, siempre fogosa, refleja su deseo de sexo eterno así:
Sí, yo me acuesto contigo y me acostaré siempre, y si es para algo execrable, bien, muy bien, sabe a gloria… porque tienes la gracia del mundo y me gustas más que ningún libro.
Pero a pesar de haber intentado ocultar el amor detrás de la actividad sexual, el sentimiento de pertenencia estaba ahí. No tanto por parte de la condesa, que aceptó con cierta elegancia los escarceos de Galdós con Lorenza, una joven inculta pero de físico imponente a la que Galdós veía como complemento perfecto a la docta capacidad de Emilia. Ese lujo que el canario ya no ocultaba, necesitando del amor hoy lujuria, mañana conversación y pasado quién sabe, fue aceptado por ella a través de la triste resignación que el machismo del XIX inculcaba.
Sin embargo, todo cambia cuando, en Barcelona, la Pardo Bazán decide cerrar la Exposición Universal del 88 arropándose con la misma sábana que Lázaro Galdiano. Don Benito no puede tolerar esta infidelidad, pues alimenta los estómagos hambrientos de aquellos que tachaban a la condesa de mujer obscena y libertina. Se lo hace saber a su amante, y esta contesta con unos párrafos que tanto tienen de arrepentimiento como de moral intacta.
Nada diré para excusarme, y solo a título de explicación te diré que no me resolví a perder tu cariño confesando un error momentáneo de los sentidos […] Deseo pedirte de viva voz que me perdones, pues aunque ya lo has hecho, y repetidas veces, a mí me sirve de alivio el reconocer que te he faltado y sin disculpa ni razón.
Aquella traición espontánea y aquel perdón templado desembocaron en algún personaje infiel que pasó a poblar la obra galdosiana (las mayores pruebas se pueden palpar en los títulos La incógnita y Realidad) pero, sobre todo, en el ocaso de una pasión que, meses atrás, parecía no tener fin. Las patadas que Galdós notó en el vientre de Lorenza hicieron el resto. Para cuando quiso disfrutar de su paternidad en Santander, Emilia ya lloraba la muerte de su padre, probablemente el hombre más importante de su vida. Se acerca el fin.

De la mano hasta el final
Ya con el siglo XX entrado en años, Galdós espera tranquilo a que la tertulia que ha de celebrarse en su casa comience. A sus setenta y dos años hay tres situaciones que ya no tienen vuelta atrás. La primera, su ceguera, que ya es total y, además, amenaza con destruir el poco ánimo que le queda. La segunda, su capacidad creativa. Apenas le queda espacio literario por abarcar y, para colmo, su viejo bastón ya no es capaz de mantener en pie aquel cuerpo ajado en sus largos paseos por el suburbio (principal fuente argumental de su obra). Y, tercero, es consciente de que morirá soltero, sin un corazón al que agarrarse cuando la muerte se le aparezca una mañana cualquiera.
En dicha tertulia, Margarita Xirgu, la veinteañera que cumple con el papel de estrella teatral del momento, le habla de una condesa gallega, robusta, indestructible. Él disfruta escuchándolo. Le cuenta cómo de aquella mujer han salido algunas de las voces más insistentes a la hora de exigir un Nobel para el escritor canario. Le relata, a su vez, la importancia que el voto de aquella condesa tuvo a la hora de cumplir con el reconocimiento más emocionante a la carrera de don Benito: la estatua que poco antes había podido acariciar entre tinieblas.
Él asiente con orgullo. Sabe que la ceguera nunca podrá borrar la forma de aquella caligrafía que, carta a carta, se fue grabando con fuerza en su memoria. Tampoco, por mucho que lo intente, la enfermedad podrá acabar con el sonido de algunos párrafos inolvidables que ahora escucha claramente.
Triste, muy triste […] me quedé al separarme de ti, amado compañero, dulce vidiña […]. Hemos realizado un sueño, miquiño adorado, un sueño bonito, un sueño fantástico que a los treinta años yo no creía posible.
Al otro lado de la península, en A Coruña, doña Emilia agota sus últimas horas antes de volver a Madrid para ocupar su cátedra de Románicas en la Universidad Central. Ya se ha convertido en un símbolo del feminismo en España, con hitos como, precisamente, convertirse en la primera catedrática del país. Su reconocimiento literario ha llegado, aunque no ha sido capaz de ocupar el ansiado sillón académico por su condición de mujer. No le preocupa, ha sido feliz.
A pesar de encontrarse fuerte y sana, pocos meses después de la muerte de Galdós se verá obligada a acompañarlo tras una extraña complicación gripal. No hubo fiesta nacional, como auguró Clarín, pero sí la sospecha de que dos almas tan unidas no podían alejarse tanto. Quizás doña Emilia, en su lecho de muerte, todavía escuchara los ecos de una correspondencia inolvidable, de unos renglones geniales. Al fin y al cabo, el testimonio de su amor no podría haber permanecido entre nosotros de otra manera que no fuese bajo su propia prosa. Y es que ellos, maestros en la materia, lo supieron mejor que nadie: una palabra vale, a veces, más que mil imágenes.
Pues bien: yo no quiero que me dejes. No; tú eres para mí. Para mí tus besos todos, todos.

domingo, 15 de mayo de 2016

"Ética y estética en el ´Quijote`" por Rafael Sánchez Ferlosio

Entre las cosas que halló Cervantes con el Quijote está la de que todo juicio estético guarda alguna relación con una antigua ética. Así, ya el mismo Don Quijote es figura paródica de un viejo personaje heroico y, por lo tanto, ético, socialmente periclitado, o sea al que no le queda nada que hacer en este mundo nuevo, ni, particularmente, con las armas nuevas a las que impone plantar cara, y cuyo lenguaje es una anticuada jerga literaria sobreactuada o sobrecargada de adjetivos laudatorios que encarecen la nobleza y esplendor de su pintura.
Para Don Quijote “poner en efecto su pensamiento” consistía en actuar al dictado de un texto escrito en el futuro, pero con el lenguaje, ya en su tiempo anticuado, de los libros de caballería.
“Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero iba hablando consigo mesmo y diciendo: ¿Quién duda si no que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, desta manera?: Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus harpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante, y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel”.
Si la aventura de Don Quijote consiste en una ficción lúdica y gratuita como la que acabo de transcribir, me parece que habría que reconocerla como una aventura estética o, incluso, literalmente, artística. Y si reparamos ahora en la simulación paródica del lenguaje anticuado que redunda como ficción interna, ficción de ficción, esta aventura lúdico-artística, en cuanto tal parodia no puede ser paródica más que de una aventura ética. Para hacerle el debido contrapunto ético tendríamos así pues que buscar alguna aventura ética no paródica. Como emprendiéramos ese camino llegaríamos a apelar, por ejemplo, al Cantar de Mío Cid, que es, efectivamente, un texto ético pero no paródico; por eso nos conformaremos con la noble y bellísima solución del propio Don Quijote: recurrir al simple encarecimiento de un ayer éticamente digno de añoranza:
“Bien hayan aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos de la artillería, a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando el premio de su diabólica invención con la cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero, y que sin saber cómo o por dónde, en la mitad del coraje y brío que enciende y anima a los valientes pechos, llega una desmandada bala de quien quizá huyó y se espantó del resplandor que hizo el fuego al disparar de la maldita máquina, y corta y acaba en un instante los pensamientos y vida de quien la había de gozar luengos siglos”.