domingo, 24 de abril de 2016

"Kafka: literatura y prostitución" por Carlos Mayoral


Kafka ya se había percatado de que el siglo XX se despertaba convertido en un monstruoso insecto cuando el resto de mortales seguía empeñado en sacarle brillo a las desgastadas poltronas novelísticas del XIX. Porque el eco de estas voces encargadas, durante años, de convertir a la prosa en la reina de todos los intelectos rebotaba ya a esas alturas en las paredes de la «Shakespeare & co», desembocando en un nuevo modelo de novela que, por medio de los Joyce, los Proust o los Faulkner, mezclaba en un mismo cóctel la metafísica alemana, el monologue intérieur, la durée bergsoniana y quién sabe cuántos recursos más a medio camino entre la distinción y la horterada. Como por arte de magia se multiplicaban los pesados e inabordables tomos. Los vanguardistas europeos se empeñaban en resaltar la calidad de estas creaciones, aunque muy pocos se preocuparan por apurar hasta el último párrafo. Mientras, el ego de los protagonistas se elevaba por encima de los tejados del París de la época, que seguía siendo una fiesta antes de apolillarse con el influjo de las grandes guerras. Estos egos nos legarían célebres episodios como aquella cena entre los ya citados Joyce y Proust, donde cada uno se centró en hablar de sí mismo sin reparar en los desconocidos argumentos del contrario.
Ante semejante panorama, era cuestión de tiempo que nuestro querido Franz buscara algún antídoto que le permitiera escapar de aquella claustrofóbica habitación. Pero no sería fácil encontrar la fórmula para un chaval que exhibía nombre de emperador austro-húngaro y figura enclenque de orejas enarboladas y que apenas contaba con un empleo que lo ahogaba y un desamor propio sorprendentemente palpable. Todas estas características, incluidas el nombre imperial y su orejuda genética, habían sido maceradas lentamente por el apellido Kafka. Su padre, un judío no demasiado adepto, ejercía de patriarca con una mano tan dura que sus golpes se pueden apreciar en cada renglón escrito por el obediente hijo. Su madre había cogido las riendas de la creatividad de Franz, espoleada por unos ancestros bastante bohemios (perdón por el nefasto juego de palabras) y una mentalidad más afable. Las hermanas habían desempeñado el papel de amigas y confidentes, ofreciéndose como apoyo cuando Franz parecía caer, algo que, de manera literal, ocurría muy a menudo por culpa de sus frecuentes mareos. Más tarde, el apellido se consumiría en Auschwitz, donde las hermanas descubrirían que a veces no hay mundo más kafkiano que este que pisamos cada día. Pero, como decíamos, en estas llegó el bueno de Franz Kafka. Deshecho y atormentado. Áspero. Insociable.

Sobre antitodos y antídotos

Si repasamos los prolegómenos del artículo, notaremos que se ha puesto especial atención en colocar sobre la mesa tanto el ambiente familiar como el ambiente literario que envolvían la figura de Kafka. Para escapar de ambos contextos, el genial escritor elige un año: 1912. Será durante este año cuando descubra las dos vías de escape que le hagan olvidar. Estas vías consisten en, por un lado, poner sobre el papel toda la literatura que hasta entonces había saboreado solo como lector y, por otro, acudir de manera más o menos habitual a los distintos burdeles de Praga. Para comprender la situación debemos, necesariamente, adentrarnos en el mundo kafkiano que él mismo se empeñó en crear. La cualidad que mejor define a Kafka es la indefinición. Al leerlo, uno se siente preso de los sentimientos del protagonista, por mucho que este sea un bicho o un tipo que ha sido procesado sin motivo aparente. De ahí vienen las diferentes lecturas que se han hecho de su obra. Yo he visto cómo identificaban al bicho de la Metamorfosis con el fascismo, con el proletariado, con el fracaso sexual, con la caída del imperio y con el auge del gin-tonic. Porque todos y ninguno somos Kafka y nunca se define de una manera clara la frontera entre quién es el personaje y quién el lector. Así, todos hemos ocupado el lugar de Samsa o el de Josef K. desde la barrera, disfrutando a la vez de su sufrimiento, que era el nuestro, y de la escasa distancia que nos separa de ellos. Bien, pues resulta que esto mismo me ocurre al visualizar la vida de Kafka, pues la empatía con el protagonista es tal que ya no se sabe dónde empieza la vida de Kafka y dónde termina la del biógrafo de turno.
¿Cómo no fundirse con nuestro orejudo protagonista cuando, con el corazón en un puño, le escribe estas líneas a su eterno amigo Max Brod?
Ayer, de pura soledad, me llevé a una prostituta a un hotel. Era demasiado vieja para seguir siendo melancólica. Y solo le apenaba que los hombres no fueran tan cariñosos con las prostitutas como lo son con sus amantes. Y no la consolé porque ella tampoco me consoló.
Es la crónica de un ánimo desgarrado. Una mente que sufre y en la que no resulta difícil introducirse. A estas alturas del artículo debemos reseñar que, a medida que los años transcurrían, Kafka se iba volviendo cada vez más antitodo. Había manifestado su interés por el socialismo por una supuesta capacidad solidaria que más tarde rechazaría. Se había vuelto vegetariano, en contra del sentir familiar. Cómo olvidar aquella escena en la que, mientras observaba una pecera junto a su novia, Kafka conversaba con los peces: «tranquilos, ya no os comeré más». Este naturismo excesivo tendría fatales consecuencias ya que, según todos los expertos, la tuberculosis que acabó con su vida pudo ser contraída después de beber leche sin pasteurizar. La evolución religiosa que experimentó ya en sus años de juventud desembocaría en un ateísmo borroso («el Mesías llegará cuando ya no sea necesario»), tendencia que también contradice la tradición de la familia Kafka. Es, por tanto, un espíritu empeñado en encontrar el camino opuesto al que se le ha marcado.
Dicho esto, volvamos al año 1912. Kafka ya ha visitado algunos burdeles durante sus viajes puntuales por Europa. Su cultura literaria se ha forjado con las lecturas de Flaubert y Cervantes. Nos acercamos a la fórmula de la que hablábamos párrafos atrás, ¿qué ocurre a partir de este año que hace que Kafka escriba, probablemente, la mejor literatura del siglo XX y se obsesione, a la par, con el extenso abanico de prostitutas praguenses? Muy fácil. Kafka deja de creer, de un plumazo, en su capacidad literaria y en su capacidad amatoria.

Kafka, el amor y la prostitución

En 1912, Kafka escribe su primera obra de renombre a la vez que comienza su primera relación sentimental seria. Se abren, por fin, los dos caminos. No perderemos mucho tiempo en hablar de su fracaso literario, pues ya es de sobra conocido. Solo publicará un puñado de relatos y la falta de estima que él mismo tiene hacia su obra le lleva a formular un postrer deseo antes de morir: sus escritos han de ser quemados hasta el último folio. Este fracaso cierra la primera vía de escape. Pero aún le queda una última bala en la recámara. Conoce a Felice Bauer, con la que mantendrá un romance de cinco años. La correspondencia entre los amantes, publicada y muy recomendable, habla por sí sola. Son cinco años de relación turbulenta, inestable. Casi siempre a distancia. Felice va perdiendo la perspectiva kafkiana y la relación se extingue. «Mi barca es muy frágil», sentenciaría él. Es su primer fracaso pero no el único. Milena Jesenská o Dora Diamant sufren también su falta de tacto con las mujeres.
¿Pero por qué se da en él esta incapacidad amatoria? Los argumentos ya se han desarrollado a lo largo del artículo. El primero, la misma indefinición que se manifiesta en sus textos. Kafka no se conforma con adoptar un único papel en la obra. En las cartas con Bauer se puede observar cómo Franz va mutando, escapando de la realidad que Felice le plantea. Ella no entiende esta metamorfosis que lo acompaña, esta forma de huir con argumentos que mezclan, como en su obra, la realidad con el disparate de la manera más natural. Felice se lo confesaría a Brod: «No sé por qué, pero el caso es que Franz me escribe bastante, pero sin embargo, sus cartas no logran tener sentido. No sé de qué se trata». El segundo argumento no es otro que el rechazo a lo establecido, a todo aquello que le recuerde a su familia. Sin carne, sin sinagogas, sin núcleo familiar. Kafka ha conseguido lo que pretendía, convertirse en un ser que representara todo lo contrario a lo que representó su padre.
Como ya hemos comentado, Kafka había contactado con el mundo de la prostitución durante su juventud. Con dieciséis años, su padre le había instado a contratar los servicios de una meretriz para adquirir la educación sexual que él no había podido darle. A la repulsa inicial le sobrevino la inquietud que todo joven siente por lo moralmente incorrecto. Junto a su amigo Brod, visita los prostíbulos de aquellos países por los que viajan. Es a partir del manido 1912 cuando la inquietud se convierte en pasión. Y no hablo de una pasión tan lasciva como pueda parecer («paso por los burdeles como quien pasa delante de su amada», llegó a decir). Kafka encuentra en la figura de la prostituta la espontaneidad que busca en su literatura. La novedad y el descenso a lo tenebroso le atraen. Durante los cinco años en los que se empareja con Felice, los vaivenes de la relación consiguen que Franz visite los prostíbulos cada vez que el compromiso se rompe. Su casa natal en la esquina de la Maisselgasse, curiosamente, se ubica junto a uno de ellos. Es el destino. Recorre las calles observándolas. Observa sus rostros. Sus piernas sugerentes. Según algunos testimonios, se pregunta si es una bajeza codiciar su cuerpo. Después, indica que solo lo hace de manera inocente, aunque, con su indefinición habitual, confiesa que es lo mejor que ha conocido. Como apunta Daniel Desmarquest en su libro Kafka y las muchachas, en un fragmento suprimido del Diario, Brod lo deja claro: «la única apta para él es la mujer sucia, mayor, completamente desconocida, con muslos ajados».
Es su viejo vicio, ese del que solo podrá alejarse cuando la tuberculosis se acentúe. Pero la clave está ahí, el mejor escritor del siglo XX encuentra en estas mujeres una puerta a ese mundo tenebroso e ignoto que también buscó en su literatura. Sus páginas se pueblan de personajes femeninos dispuestos a utilizar su cuerpo. Personajes rudos, puntuales, difuminados. No hay que olvidar que Kafka es un hombre apuesto. Mide 1,80 m, casi veinte centímetros por encima de la media de la Praga de la época. Las mujeres se acercaban a él, como demuestran las numerosas aventuras que mantuvo con la camarera de enfrente o la dueña de la mercería de la esquina, qué más da. A él le gusta revolcarse en el fango de la oportunidad perdida, amar a aquella persona que ha sido apartada. Porque si de algo habla su obra es de la soledad. O, mejor dicho, de convertir el sentimiento atroz que acompaña a la soledad en algo natural, reconocible e incluso amable. Y la prostitución es eso, soledad. Por eso, en la relación entre una prostituta y su cliente podemos ver reflejadas todas las relaciones entre los personajes de Kafka y el propio Kafka. ¿Qué son Samsa y K. sino personajes prostituidos por su propio destino?
Es el punto de encuentro entre esas dos vías de las que hablábamos al principio. Había que escapar de ese siglo XX, de ese monstruoso insecto. Había buscado un antídoto y, sin ser consciente de ello, lo había encontrado. Literatura y prostitución. Prostitución y literatura. Pero dejemos que sea el propio Kafka quien despida estos párrafos con un fragmento de su propio mundo, esta vez de El Castillo (1926):
Se abrazaron y el pequeño cuerpo ardía en las manos de K. Rodaron sumidos en una inconsciencia de la que K intentó en vano liberarse; unos metros más allá chocaron con la puerta de Klamm provocando un ruido sordo. Allí yacieron sobre un charco de cerveza y rodeados de otra basura de la que el suelo estaba cubierto. Transcurrieron horas, horas de un aliento común, de latidos comunes, horas en las que K tuvo la sensación de perderse o de que estaba tan lejos en alguna tierra extraña como ningún otro hombre antes que él, una tierra en la que el aire no tenía nada del aire natal, en la que uno podía asfixiarse de nostalgia y ante cuyas disparatadas tentaciones no se podía hacer otra cosa que continuar, seguir perdiéndose. Y para él, al menos en un principio, no supuso ningún susto, sino un consolador amanecer, cuando alguien llamó a Frieda desde la habitación de Klamm con una voz profunda, entre indiferente y autoritaria. 

miércoles, 20 de abril de 2016

"La prostitución en el Madrid de Cervantes" por Jaime Noguera


En el siglo XVI  Madrid es el mayor lupanar de Europa. Según el libro de Néstor Luján, La vida cotidiana en el Siglo de Oro español, existen numerosos prostíbulos situados en la calle de Francos (curiosamente, Cervantes tuvo su última residencia en la calle del León esquina con Francos), donde acuden a desfogarse los hombres de clase alta; o en la calle Luzón, más visitados por los comerciantes y los turistas de la época. Las clases más populares se entregan al pecado en la bulliciosa Plaza del Alamillo y la peor clientela, la más peligrosa, hacen lo propio en la calle Primavera. Al menos hasta que tanto escándalo y tanto desenfreno hace a los alcaldes de Felipe II trasladar buena parte de aquellos puticlubs a las más discretas barriadas de San Martín y San Juan.
Todo está regulado y las arcas del Imperio donde no se pone el sol son generosamente alimentadas por esta profesión a la que se ven abocadas muchas mujeres por culpa de la pobreza y la necesidad.

Licencia para ejercer la prostitución

Ni estas desdichadas escapaban a la alambicada burocracia imperial. Si se quería ejercer la prostitución legalmente, debías:
-Ser mayor de doce años.
-Haber perdido la virginidad.
-Ser huérfana o de padres desconocidos o haber sido abandonada por la familia, siempre que esta no fuese del estamento noble.
Una vez satisfecho este apartado, la desdichada candidata a trabajadora sexual debía pasar una ceremonia ante un juez. El funcionario de turno pronunciaba un monótono sermón en el que sugería a las postulantes que cejasen en sus planes laborales. Una vez rechazado este punto, el juez les hacía acto de entrega de un documento que las autorizaba a hacer la calle. Esto, claro, cumpliendo una serie de estrictas reglas sanitarias y aceptando someterse a las inspecciones gubernamentales de las casas de lenocinio. Estaba prohibido mantener relaciones sexuales en caso de tener enfermedades venéreas. De incumplirse este punto, la infractora era castigada con una pena de cien azotes, la pérdida de todos los enseres o con el destierro de la ciudad.
Una vez en la calle, según tu clientela, tu edad o tu forma de vestir, podías recibir alguno de esta serie de epítetos:

Devota: Trabajaba fundamentalmente con gente de la Iglesia. Podía tratar con sus clientes en régimen de concubinato o estar a cargo de unos cuantos clérigos.
“Cada cual, como aquellos diezmos de Dios, así le venían luego a registrar para que mirase yo y aquellas sus devotas”. La Celestina (Fernando de Rojas).
Escalfafulleros: Prostituta “de baja calidad” que obtenía a su clientela de entre los fulleros, rufianes y valentones.
Gorrona de puchero en cinta: Mujeres que se prostituían a cambio de comida.
Lechuza de medio ojo: Puta callejera, tapada “a medio ojo” por el manto.
“¿Tú te comparas conmigo
que peco de mar a mar
si lechuza de medio ojo,
vas de zaguán en zaguán?”  (Francisco de Quevedo)
Marca godeña: Ramera principal que vestía ropas de calidad y ganaba hasta cinco ducados al día.
Maleta: Acompañaba a los soldados. Hacia 1640 se limitó su presencia a un ocho por ciento de la proporción de soldados. Se les llamaba también soldaderas.
“En la compañía éramos cerca de cincuenta…y con cinco mozas que llevábamos en el bagaje”. Vida y Hechos de Estebanillo González
Mujer de manto tendido: Moza joven que usaba como tapadera diversos oficios al tiempo que se prostituía por cuenta propia.
“Violante de Navarrete:
moza de manto tendido,
la bandera de rodete,
entre hembras luminaria
y entre lacayos cohete”. (Góngora)
Pandorga: Prostituta “grande, madura y fondona”. Conocidas también como “pandorgas de la lujuria”
“Porque sobre los Trigueros
pandorga de la lujuria,
respeto que fue de un tiempo
de Benito el de la Rubia”. Cancionero. (John Hill)
Piltrofera: Prostituta a domicilio que dormía en muchos piltros o camas.
“Mira qué vieja rasposa por vuestro mal sacáis el ajeno: puta vieja, cimitarra, piltrofera. Soislo vos desde que nacisteis”. La lozana andaluza (Francisco Delicado)
Trin tin y batín: Así se llamaba a las que cobraban en dinero contante y sonante. El nombre era una imitación del sonido de las monedas.
Trotona: Callejera.
Trucha: Prostituta muy joven y de cierta clase.
“Si llegamos a Alcalá, le tengo que servir allí…con un par de truchas que no pasen de los catorce, lindas a mil maravillas y no de mucha costa”. Quijote de Avellaneda.
Zurrapa: Prostituta “de muy baja calidad”.
“Las putas cotorreras y zurrapas,
alquitaras de pijas y carajos,
habiendo culeado los dos mapas
engarzada en cueros y en andrajos
cansadas de quitarse capas.
llenaron esta boda de zancajos”. La boda de la Linterna y el Tintero. (Francisco de Quevedo).

martes, 19 de abril de 2016

Cervantes y Shakespeare

Un recorrido vital y literario de Shakespeare y Cervantes: El viaje de los genios
Representaciones relacionadas con los dos genios de la literatura: Cervantes y Shakespeare en Broadway

domingo, 17 de abril de 2016

"William Shakespeare, el inagotable" por Marcos Ordóñez


PETER ACKROYD, QUE ESCRIBIÓ una vivaz (y voluminosa) biografía de Shakespeare, le describe como una esponja que absorbía todo lo que estaba a su alcance. Aprendió de las reacciones del público y de los actores, de las historias escritas hacía varios siglos (las célebres Crónicas de Inglaterra, Escocia e Irlanda, de Holinshed, publicadas en 1577, su libro de cabecera) y de lo que acababa de estrenarse, los diálogos cortesanos de John Lily y las tramas sangrientas y enloquecidas de George Peele, y sobre todo de las exuberantes tragedias de Christopher Marlowe, su primer ídolo. “Amplió y profundizó enormemente su léxico”, cuenta Ackroyd, “a medida que experimentaba con las diversas formas del arte dramático. Estaba en total sintonía con el lenguaje que le rodeaba —los poemas, las funciones, los panfletos, los discursos, el habla de la calle— y devoró cuanto se le puso por delante. Tal vez no haya existido mayor asimilador en la historia del teatro”. Una de las grandes preguntas: ¿de dónde sacó Shakespeare los muchos conocimientos que aparecen en sus obras? Es cierto que no pisó la universidad, pero las escuelas isabelinas, según T. W. Baldwin, “proporcionaban un formidable saber lingüístico y literario: se estudiaba allí retórica y elocuencia, se interpretaban obras clásicas, se improvisaban discursos y exposiciones orales. Shakespeare, casi con toda seguridad, sabía leer latín, francés e italiano”. A juzgar por sus textos, parece haber leído muchísimo, pero de manera singular. Ackroyd averiguó que citaba “muchos comienzos” (de libros bíblicos y de Ovidio, sobre todo) pero “escasas conclusiones”: lo que podríamos llamar “síndrome del lector vago”, pero, desde luego, con mucho aprovechamiento.
Me gusta la imagen del joven Shakespeare llegando a Londres tras sus “años perdidos”, todavía hoy por documentar. Una ciudad juvenil (la mitad de la población tenía menos de 20 años), violenta y acosada por la muerte: en 1594, 15.000 londinenses cayeron víctimas de la peste. No es extraño que escribiera a gran velocidad. Ni que eligiera el teatro, esa forma de vida agudizada, intensificada. Y rentable, como pudo comprobar: acabó siendo copropietario del Globe y del Blackfriars, un teatro abierto y otro cubierto; adquirió tierras y escudo de armas, la gran obsesión de su padre, y una gran casa en Stratford.
En Londres encontró a su nueva familia, una pandilla de cómicos, la Lord Chamberlain’s Men, creada y protegida por Henry Carey, barón de Hunsdon, responsable de los espectáculos palaciegos, y dirigida por Richard Burbage, el actor (junto con Edward Alleyn) más popular de su época y el mejor amigo de Shakespeare. La band of brothers estaba integrada, entre otros, por Burbage, John Sinclair, Augustine Phillips, Nicholas Tooley, Henry Condell y John Heminges (que compilarían el Primer folio de la obra shakespeariana), así como Will Kempe, el bufón más famoso del reino, y el propio Shakespeare, por supuesto. Lideraron, bajo el patronazgo de la reina Isabel y luego del rey Jaime, la compañía más longeva de la historia teatral británica: de 1594 a 1642, un periodo de casi cincuenta años. Fueron, según Ackroyd, “un grupo de compañeros con intereses y obligaciones comunes: vivieron en el mismo barrio y se casaron con hijas, hermanas y viudas de sus respectivas familias, que a su vez se unieron a la troupe”. Y, dato importante, formaron una cooperativa para repartirse los ingresos y reinvertir en nuevas producciones. Se convirtieron en una auténtica factoría: en dos o tres semanas montaban una obra y realizaban 15 estrenos por temporada.
Por lo que parece (en la vida de Shakespeare hay mucho de especulación) fue actor y también director. Desde luego, conocía bien el oficio y las sutilezas de la puesta en escena, como prueban las famosas Instrucciones a los cómicos de Hamlet, quizás el primer texto en el que vemos a un auténtico director en acción, y que aquí resumo: “Te ruego que recites el pasaje con soltura y de manera natural. No cortes demasiado el aire con las manos, pues en el mismo torbellino de la pasión has de mostrar templanza y suavidad: que la acción responda a la palabra y la palabra a la acción, poniendo especial cuidado en no traspasar los límites de la sencillez de la naturaleza, porque todo exceso traiciona la intención del teatro, que no es otra que colocar un espejo ante la vida: mostrar a la virtud y al vicio sus propios rasgos, y a cada época, su forma y su sello”.
A la hora de construir un verbo poético y dramático, tomó posesión del pentámetro yámbico y lo hizo resonar como nunca hasta entonces. Los versos le marcan al actor, sin indicaciones, un ritmo esencial: cómo ha de respirarlos, dónde están los galopes y los momentos de reposo. Y mucho más que un ritmo: Jordi Balló y Xavier Pérez señalan en El mundo, un escenario de qué modo “construye la imagen en el oyente y cómo se hace visión aunque no llegue a visualizarse”, y cómo brota la conciencia del personaje, nunca tan claramente plasmada hasta entonces, una conciencia que “habla mientras piensa y se escucha a sí misma”. Parecía convencido (y así lo demostró) de que todo, absolutamente todo, podía mostrarse en un escenario desnudo. Nadie igualó en el teatro su ambición narrativa ni la amplitud de su mirada.


Para algunos, Shakespeare nunca existió. La controversia no descansa: que si fue Edward de Vere, que si Marlowe (falsamente muerto, claro), que si Bacon. Se comprende: su mera existencia puede ser una afrenta para el resto de los mortales. En su estupendo ensayo La calidad de la misericordia, Peter Brook desmonta las reiteraciones de los negacionistas con dos o tres argumentos muy sensatos. Uno: Londres no era lo bastante grande (y el mundo del teatro, “el peor ambiente para guardar un secreto”, señala), como para que la presunta impostura de Shakespeare no hubiera salido a la luz. Dos: un hombre que encontró su lugar en una familia de cómicos no podía ser un aristócrata. Y tres: un genio puede brotar en el entorno más humilde, como demuestra Leonardo da Vinci, hijo ilegítimo de un notario y una campesina. Hablar de Shakespeare, como se ve, es asunto inagotable. Como bien escribió Borges en Everything and Nothing, “nadie fue tantos hombres como aquel hombre que, a semejanza del egipcio Proteo, pudo agotar todas las apariencias del ser”. 

"Martutene" de Ramón Saizarbitoria


Un hallazgo literario muy interesante: la novela del autor vasco Ramón Saizarbitoria, "Martutene", tan voluminosa como refrescante. De un sabor proustiano muy natural, que ya no se lleva. Un extracto en el que se define la vejez: "...un hombre que no se siente obligado a nada, que tiene ya la sensación de no deberle nada a nadie en este mundo, asustado de la creciente desafección ante sus amigos, de su creciente indiferencia ante los acontecimientos públicos, de su creciente libertad. Eso es lo que convierte a alguien en viejo y no el hecho de necesitar bastón".

sábado, 16 de abril de 2016

"Shakespeare no es Cervantes" por Alberto Manguel


NUESTRA APTITUD PARA VER constelaciones de estrellas distantes entre sí y por lo general muertas se vuelca en otras áreas de nuestra vida sensible. Agrupamos en una misma cartografía imaginaria hitos geográficos disímiles, hechos históricos aislados, personas cuyo solo punto común es un idioma o un cumpleaños compartido. Creamos así circunstancias cuya explicación puede ser encontrada solamente en la astrología o la quiromancia, y a partir de estos embrujos intentamos responder a viejas preguntas metafísicas sobre el azar y la fortuna. El hecho de que las fechas de William Shakespeare y Miguel de Cervantes casi coincidan hace que no solo asociemos a estos dos personajes singulares en obligatorias celebraciones oficiales, sino que busquemos en estos seres tan diferentes una identidad compartida.
Desde un punto de vista histórico, sus realidades fueron notoriamente distintas. La Inglaterra de Shakespeare transitó entre la autoridad de Isabel y la de Jaime, la primera de ambiciones imperiales y la segunda de preocupaciones sobre todo internas, calidades reflejadas en obras como Hamlet y Julio César por una parte, y en Macbeth y El rey Lear por otra. El teatro era un arte menoscabado en Inglaterra: cuando Shakespeare murió, después de haber escrito algunas de las obras que ahora universalmente consideramos imprescindibles para nuestra imaginación, no hubo ceremonias oficiales en Stratford-upon-Avon, ninguno de sus contemporáneos europeos escribió su elegía en su honor, y nadie en Inglaterra propuso que fuese sepultado en la abadía de Westminster, donde yacían los escritores célebres como Spencer y Chaucer. Shakespeare era (según cuenta su casi contemporáneo John Aubrey) hijo de un carnicero y de adolescente le gustaba recitar poemas ante los azorados matarifes. Fue actor, empresario teatral, recaudador de impuestos (como Cervantes) y no sabemos con certeza si alguna vez viajó al extranjero. La primera traducción de una de sus obras apareció en Alemania en 1762, casi siglo y medio después de su muerte.
Cervantes vivió en una España que extendía su autoridad en la parte del Nuevo Mundo que le había sido otorgado por el Tratado de Tordesillas, con la cruz y la espada, degollando un “infinito número de ánimas,” dice el padre Las Casas, para “henchirse de riquezas en muy breves días y subir a estados muy altos y sin proporción de sus personas” con “la insaciable codicia y ambición que han tenido, que ha sido mayor que en el mundo ser pudo”. Por medio de sucesivas expulsiones de judíos y árabes, y luego de conversos, España había querido inventarse una identidad cristiana pura, negando la realidad de sus raíces entrelazadas. En tales circunstancias, el Quijote resulta un acto subversivo, con la entrega de la autoría de lo que será la obra cumbre de la literatura española a un moro, Cide Hamete, y con el testimonio del morisco Ricote denunciando la infamia de las medidas de expulsión. Miguel de Cervantes (nos dice él mismo) “fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo. Perdió en la batalla de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa”. Tuvo comisiones en Andalucía, fue recaudador de impuestos (como Shakespeare), padeció cárcel en Sevilla, fue miembro de la Congregación de Esclavos del Santísimo Sacramento y más tarde novicio de la Orden Tercera. Su Quijote lo hizo tan famoso que cuando escribió la segunda parte pudo decir al bachiller Carrasco, y sin exageración, “que tengo para mí que el día de hoy están impresos más de doce mil libros de tal historia; si no, dígalo Portugal, Barcelona y Valencia, donde se han impreso; y aún hay fama que se está imprimiendo en Amberes, y a mí se me trasluce que no ha de haber nación ni lengua donde no se traduzca”.
La lengua de Shakespeare había llegado a su punto más alto. Confluencia de lenguas germánicas y latinas, el riquísimo vocabulario del inglés del siglo XVI permitió a Shakespeare una extensión sonora y una profundidad epistemológica asombrosas. Cuando Macbeth declara que su mano ensangrentada “teñiría de carmesí el mar multitudinario, volviendo lo verde rojo” (“the multitudinous seas incarnadine / Making the green one red”), los lentos epítetos multisilábicos latinos son contrapuestos a los bruscos y contundentes monosílabos sajones, resaltando la brutalidad del acto. Instrumento de la Reforma, la lengua inglesa fue sometida a un escrutinio severo por los censores. En 1667, en la Historia de la Royal Society of London, el obispo Sprat advirtió de los seductores peligros que ofrecían los extravagantes laberintos del barroco y recomendó volver a la primitiva pureza y brevedad del lenguaje, “cuando los hombres comunicaban un cierto número de cosas en un número igual de palabras”. A pesar de los magníficos ejemplos de barroco inglés —sir Thomas Browne, Robert Burton, el mismo Shakespeare, por supuesto—, la Iglesia anglicana prescribía exactitud y concisión que permitiría a los elegidos el entendimiento de la Verdad Revelada, tal como lo había hecho el equipo de traductores de la Biblia por orden del rey Jaime. Shakespeare, sin embargo, logró ser milagrosamente barroco y exacto, expansivo y escrupuloso al mismo tiempo. La acumulación de metáforas, la profusión de adjetivos, los cambios de vocabulario y de tono profundizan y no diluyen el sentido de sus versos. El quizás demasiado famoso monólogo de Hamlet sería imposible en español puesto que este exige elegir entre ser y estar. En seis monosílabos ingleses el Príncipe de Dinamarca define la preocupación esencial de todo ser humano consciente; Calderón, en cambio, requiere 30 versos españoles para decir la misma cosa.
El español de Cervantes es despreocupado, generoso, derrochón. Le importa más lo que cuenta que cómo lo cuenta, y menos cómo lo cuenta que el puro placer de hilvanar palabras. Frase tras frase, párrafo tras párrafo, es en fluir de las palabras que recorremos los caminos de su España polvorienta y difícil, y seguimos las violentas aventuras del héroe justiciero, y reconocemos a los personajes vivos de Don Quijote y Sancho. Las inspiradas y sentidas declaraciones del primero y las vulgares y no menos sentidas palabras del segundo cobran vigor dramático en el torrente verbal que las arrastra. De manera esencial, la máquina literaria entera del Quijote es más verosímil, más comprensible, más vigorosa que cualquiera de sus partes. Las citas cervantinas extraídas de su contexto parecen casi banales; la obra completa es quizás la mejor novela jamás escrita, y la más original.
Si queremos dejarnos llevar por nuestro impulso asociativo, podemos considerar a estos dos escritores como opuestos o complementarios. Podemos verlos a la luz (o a la sombra) de la Reforma uno, de la Contrarreforma el otro. Podemos verlos el uno como maestro de un género popular de poco prestigio y el otro como maestro de un género popular prestigioso. Podemos verlos como iguales, artistas ambos tratando de emplear los medios a su disposición para crear obras iluminadas y geniales, sin saber que eran iluminadas y geniales. Shakespeare nunca reunió los textos de sus obras teatrales (la tarea estuvo a cargo de su amigo Ben Jonson) y Cervantes estuvo convencido de que su fama dependería de su Viaje del Parnaso y del Persiles y Sigismunda.

¿Se conocieron, estos dos monstruos? Podemos sospechar que Shakespeare tuvo noticias del Quijote y que lo leyó o leyó al menos el episodio de Cardenio que luego convirtió en una pieza hoy perdida: Roger Chartier ha investigado detalladamente esta tentadora hipótesis. Probablemente no, pero si lo hicieron, es posible que ni Cervantes ni Shakespeare reconociese en el otro a una estrella de importancia universal, o que simplemente no admitiese otro cuerpo celeste de igual intensidad y tamaño en su órbita. Cuando Joyce y Proust se encontraron, intercambiaron tres o cuatro banalidades, Joyce quejándose de sus dolores de cabeza y Proust de sus dolores de estómago. Quizás con Shakespeare y Cervantes hubiese ocurrido algo similar. 

martes, 12 de abril de 2016

"¿Cómo construimos la casa de Dios?" por Alfonso Vila Francés


A los primeros cristianos se podría decir que los pilló el toro. Un día estaban en las catacumbas, masacrados por Diocleciano, y al siguiente Constantino ganaba batallas con la cruz como emblema.
Tenían que improvisar algo rápido y se les ocurrió coger algo que ya existía y que les venía bien: la basílica romana, que era un edificio destinado a ejercer la justicia. Lo tenían todo hecho ya y no se molestaron más que en cambiar unas esculturas por otras y unos mosaicos por otros. Por un tiempo tuvieron de sobra. Cuando empezaron a abundar los santos y los bautizos, recuperaron viejos edificios romanos para hacer mausoleos y baptisterios, que eran edificios pequeños y de planta central, pero no demasiado originales. El único que se atrevió a crear algo nuevo fue Justiniano, con su Santa Sofía. Y no por la tipología de la planta, sino por su tamaño y por su cúpula sobre pechinas.
Llegamos a la Edad Media y con ella llegamos a los monasterios. Eso ya era otra cosa. La iglesia era parte de un gran conjunto. Sobre el año 1000 aparece el primer gran arte cristiano europeo, el románico. Antes hemos tenido algunos intentos, como el visigodo, el carolingio y el prerrománico asturiano; y desde luego, tenemos el arte bizantino, que no supone ninguna ruptura con el arte romano y continuará casi sin cambios hasta 1453, cuando finalmente caiga Constantinopla en poder del sultán Mehmed II. Pero el románico ya es otra cosa, algo que recuerda muy poco a la antigüedad clásica, ni en su escultura ni en su pintura ni tampoco en su arquitectura, que parece tan alejado como si perteneciera a otra civilización sin contacto con el mundo anterior. Naturalmente decimos «parece», porque los libros de Vitrubio no se olvidan nunca aunque se olviden, es decir, que cualquiera que se plantee construir algo en Europa, ya sea un puente, ya sea un castillo, ya sea un palacio, ya sea una iglesia, no puede librarse de las técnicas ni de los modelos romanos, como tampoco puede dejar de mirar de reojo al arte musulmán, sobre todo en las zonas del sur de Europa y Tierra Santa, donde, no lo olvidemos, llegan las cruzadas.
En cualquier caso tememos un nombre, el abad Hugo de Semur. Él será el responsable de la reforma del monasterio que recibe el nombre de Cluny III. La iglesia del monasterio será el modelo de todas las grandes catedrales románicas, pero el románico no es solo un arte de catedrales y grandes basílicas, como las catedrales de Ripoll y Santiago de Compostela o la basílica de Santa María de Vezelay, es también un arte de pequeñas ermitas e iglesias rurales, como las iglesias del pirineo catalán, o como San Baudelio de Berlanga, e incluso es un arte de criptas, como la cripta de San Isidoro en León. En cualquier construcción románica encontraremos mucho muro, mucha piedra, muy poca luz, poca altura y sensación de solidez, de edificio muy pesado y robusto. No lo hacen por gusto. Por un lado muchas iglesias son edificios defensivos (la iglesia de Santa María de Santa Cruz de la Serós, en Huesca, con su estrecha y oculta escalera para escapar de las razias moras), por otro lado está el asunto del peso de la cobertura. Las bóvedas de cañón derivan su peso a los muros laterales. No hay contrafuertes, como en el gótico. No se pueden poner ventanas porque si pones muchas ventanas el muro no aguanta el peso de la bóveda y el edificio se hunde. Pero los muros tienen una ventaja: se pueden pintar. Y en el románico tenemos esas magníficas pinturas al fresco que no tenemos en el gótico.
Hemos dicho que la primera gran iglesia románica es la de Cluny III. También en Francia, unos doscientos años después, aparece el otro gran estilo de la Edad Media, el gótico. También surge en un monasterio, con una nueva orden, el Cister, creada por Roberto de Molesmes y difundida por Bernardo de Claraval. Al gótico le corresponde vivir el renacimiento urbano de los siglos XIII y XIV, hasta la llegada de las pestes que a partir de 1347 pararán en seco el desarrollo y el crecimiento de la población europea. Por tanto las catedrales góticas ganarán en esplendor a las románicas. Hay más dinero. Hay más ambición. Y el resultado son edificios más altos. El arco apuntado sustituye al arco de medio punto. Tenemos una nueva bóveda, la de crucería, y tenemos los arbotantes, que trasladan el peso a los contrafuertes. Podemos llenar los muros de ventanas, grandes ventanas, incluso podemos hacer que casi desaparezcan los muros, como en la Capilla Real de París. Y por si los edificios no son ya bastante altos, les ponemos remates puntiagudos (los chapiteles o pináculos o agujas caladas) y levantamos los cimborrios románicos.
Pese a todo los arquitectos volverán a mirar a los romanos, ya lo he dicho, pero no de un modo inconsciente sino con pleno interés. Se ha dicho muchas veces que los libros de arquitectura de Vitruvio fueron redescubiertos por un humanista florentino en 1414 en el monasterio de Montecassino. Parece ser que es una leyenda, pero en cualquier caso es un hecho fundamental que el nuevo tiempo, esa Europa que ha sobrevivido a la peste y que ya no es la Europa de la Edad Media sino otra cosa que aún está por definir, se lanza a desenterrar el pasado clásico en todas sus formas. No estaba olvidado, desde luego, pero es ahora cuando aparece la Academia Platónica en Florencia, cuando vuelven las grandes esculturas de bronce (como los condotieros de Donatelo y de Verrochio), cuando se empiezan a traducir los viejos pergaminos griegos, cuando se vuelven a leer los libros de política de Tito Livio, y cuando un orfebre que nunca había construido nada se pone a estudiar las ruinas de Roma y descubre cómo puñetas se puede terminar la catedral de Santa María de las Flores, a la que le faltaba la cúpula. Hemos llegado a Brunelleschi y con él hemos llegado a la gran catedral renacentista.
Si se va a Roma hay que ver el Panteón. Si se va a Estambul hay que ver Santa Sofía. Si se va a Florencia no hay que ser vagos y hay que subir a la cúpula de Santa María de las Flores. Sé que cuesta, está muy alta, hay escalones y escalones y más escalones, y los escalones no se acaban nunca. Pero solo desde dentro de la cúpula se puede entender la cúpula de Brunelleschi. Y cuesta entenderla, pese a todo, porque en realidad son dos cúpulas, o mejor dicho, es una cúpula que esconde en su interior un tambor octogonal, porque se construyó sin andamios, porque se utilizó un sistema de construcción (los ladrillos, y sobre todo, el modo de colocación de estos, intercalando hileras de ladrillos trasversales) inventado por alguien que no dejó ni una nota escrita sobre cómo se hizo, nada que pudiera servir a futuros arquitectos, y porque antes de ponerse a construir su cúpula, Brunelleschi, desilusionado por haber perdido el concurso para las segundas puertas del Baptisterio frente a Ghiberti, se pasó un buen montón de años estudiando sobre el terreno las ruinas romanas.
Pero es que Brunelleschi, además, nos dejó un nuevo modelo de iglesia cristiana, una iglesia que vuelve a la basílica romana pero con una novedad radical: lo más importante de la iglesia es lo que no se ve, lo que no se puede tocar, lo intangible, lo inmaterial: el tratamiento de la luz. ¿Alguien ha visto una zona de sombra en la iglesia de San Lorenzo? No. No hay sombras. Ni hay exceso de luz en otros puntos. Todo allí es uniforme, todo está bañado por la misma atmósfera tenue y diáfana. ¿Y de dónde le viene la luz? Pues no se sabe bien. No tenemos grandes rosetones góticos. La luz parece venir de cualquier lado, pero toda es igual. Y toda es igual porque el arquitecto se ha preocupado por distribuir el espacio de tal modo que ningún lugar de la iglesia se diferencie de los otros, parezca más importante, trasmita una sensación distinta del resto. En una iglesia románica o gótica uno, nada más entrar, sabe que tiene que ir de la puerta hacia el altar, que está al fondo. Cuando uno entra en San Lorenzo se pierde, todo es igual de hermoso, de suntuoso, de armónico. Esté donde esté, mire donde mire, uno sabe que está en un lugar especial, privilegiado.
Vignola devolverá la oscuridad a la iglesia. Recordará un poco al románico pero en este caso su oscuridad es voluntaria, y está reservada solo a las capillas laterales, mientras que la nave central, la única nave central, está toda iluminada. Pero Vignola ha conocido de primera mano el manierismo de Miguel Ángel, y los que le encargan su iglesia, los jesuitas, saben que toca pelear con todas las armas contra los reformadores.
Con Brunelleschi empieza lo que luego continúa Miguel Ángel en su cúpula de San Pedro, lo que luego continúa Christopher Wren en la catedral de Londres, ya en el Barroco, ya en el siglo XVII, lo que continúa Jules Hardouin Mansart en su, también barroca, Iglesia de los Inválidos, lo que se desparrama, en los siglos XVIII y XIX en todas y todas las cúpulas neoclásicas. Salirse de la norma tiene su precio. Brunelleschi no quiso agremiarse, no quiso pertenecer a un sistema donde el individuo contaba muy poco, y tuvo muchos problemas por ello. Como también Mozart se negó a vivir de un único mecenas y por tanto fue condenado a la pobreza. Lo normal es seguir a los maestros, que para eso son maestros, copiar y no innovar, reproducir y no inventar.

Pero el arte avanza al ritmo del mundo. Llega el siglo XX y el hierro, el acero, el hormigón y el vidrio son los elementos básicos de la arquitectura. Y viene Auguste Perret y se atreve a hacer una iglesia de hormigón armado y nada más, es decir, solo hormigón, hormigón, hormigón y hormigón. ¿Se puede pensar en un material más feo, soso y vulgar para una iglesia? Pues si visitan Notre-Dame du Raincy verán que fea no es. Otra cosa es lo que pensaron los que la vieron en 1923. Pero a veces uno se tropieza con un cura atrevido y entonces… bueno, entonces nos podemos tropezar con la iglesia de la Riola, de Alvar Aalto, o nos podemos tropezar con el santuario de Nuestra Señora de Aránzazu, que parece mentira que sea un edificio de la España franquista, y encima la casa del Señor, pero sí, mira tú por dónde, va y el edificio más moderno de la época es una iglesia, y no contentos con el edificio en sí, se atreven a meter esculturas de Oteiza y de Chillida, y para eso había que ser muy pero que muy atrevido… ¿Quién dice que la iglesia es reaccionaria? Pues algunos de sus edificios no lo son, desde luego.