sábado, 12 de marzo de 2016

"La devolución del enigma" por Rafael Argullol


En el libro Conversaciones con Picasso, el gran fotógrafo Brassaï relata una anécdota, ocurrida en el diciembre de 1946, que resulta interesante recordar ahora que los medios de comunicación, a raíz de recientes subastas con precios exorbitantes, han insistido, una vez más, en identificar el valor del arte con lo que vale una obra de arte en el mercado. Es una historia, bien conocida por muchos, que se desarrolla en el París recién liberado. Picasso recibe al importante marchante neoyorkino Samuel Kootz, el cual tiene la pretensión de organizar una exposición picassiana en su ciudad, en presencia de Sabartés y de Brassaï, quien está fotografiando esculturas del artista malagueño. Kootz, ávido por ver y comprar obras de este, recorre el gran estudio de la calle Grands Augustins para examinar la última producción. Ha llegado a París con enormes expectativas: “I want to see Picasso! Now! Now! I am in a hurry!”.
Recorre el espacio a grandes zancadas. Observa mucho, compra menos de lo esperado, se decepciona más de lo previsible. Él, que habla de Robert Motherwell, William Baziotes, Carl Holty o Adolph Gottlieb como de su “cuadra”, encuentra demasiado figurativo el estilo de Picasso. A este le repite que sus obras son formidables; sin embargo, se vuelve hacia Brassaï y le dice: “I don’t like them very much, they are not abstract enough!”. Jean Cocteau, siempre cáustico, resume bien esta visión: “¡Los pobres chiquillos de Nueva York! Reciben una azotaina si se atreven a dibujar algo reconocible. Los educan para lo abstracto desde la cuna”. Samuel Kootz tiene claro que esta será la tendencia del futuro. La pintura será abstracta, o no será.
Parece que Picasso quedó verdaderamente afectado por lo sucedido, pero, en efecto, fue Kootz quien tuvo razón, si exceptuamos el tangencial reinado de los Andy Warhol, y si tener razón significa tener “éxito”, sobre todo comercial, aunque también académico. No obstante, ¿cómo podemos juzgar el relato de Brassaï desde la perspectiva actual, setenta años después? Podemos darle la razón a Kootz mientras, simultáneamente, podemos comprender la radical sinrazón que su postura —e impostura— anunciaba.
Vaya por delante que defiendo sin reservas el gran abstraccionismo del siglo XX, el que se enraiza en Kasimir Malevich, Vassily Kandinsky o Mark Rothko. Lo considero una revolución espiritual que se engarza con las grandes revoluciones espirituales de la historia del arte, equiparable incluso al gran viraje lingüístico del Renacimiento. Lo mismo me ocurre, en música, con las propuestas de un Arnold Schönberg y un Alban Berg, o, en literatura, con James Joyce y Samuel Beckett, o, en arquitectura, con Adolf Loos y el esfuerzo de la Bauhaus.
En todos estos caminos dispares late un esencialismo catártico que limpia el arte de sus excesivas retóricas, sean estas historicistas, sean alegóricas u ornamentales. La desfiguración del arte fue, y es, necesaria contra el excesivo peso de una figuración abigarrada y, a menudo, huera. Sin embargo, la frontera peligrosa de la desfiguración permanente del arte ha sido la deshumanización de este, horizonte que Ortega y Gasset ya advirtió en parte pero al que, por razones cronológicas evidentes, no pudo asistir.
No obstante, setenta años después del encuentro entre Picasso y el marchante Kootz, nosotros sí podemos tener una idea del peligro de traspasar aquella frontera de la desfiguración permanente del arte. La hegemonía de los manierismos vanguardistas en la segunda mitad del siglo XX ha tenido consecuencias bien patentes en el momento de confundir lo que es el arte con lo que vale en la feria de las vanidades y de las codicias. Pero me parece que esto es menos importante que el desconcierto provocado a la hora de calibrar la relación entre lo que consideramos la condición humana y lo que llamamos arte. Si entre estos dos términos no hay relación alguna, entonces, ¡bienvenida la confusión que sustituye la esencia por el valor, y que identifica el valor con la transacción! No obstante, si, por el contrario, se comparte la creencia de que el arte es una forma de mediación —con múltiples máscaras, eso sí— entre el ser humano y sus enigmas, el ángulo de enfoque tiene que ser, a la fuerza, otro.
Como los —por llamarlos de alguna manera— esencialismos musicales, literarios o arquitectónicos, los abstraccionismos pictóricos fueron, en su origen, un extraordinario viaje al corazón del enigma del hombre y una exploración de todas sus metamorfosis. Baste un ejemplo que, a mí, me sirve para todos los lenguajes artísticos. Cuando Kasimir Malevich pinta el Círculo negro sobre blanco lleva, probablemente sin saberlo, a la práctica lo que reclamaba Leonardo da Vinci en el Tratado de pintura: la intuición pintada de un punto que contiene todas las formas de la existencia. Y en el punto, en efecto, están todas las posibilidades de la existencia. Incluso podríamos decir: todas las existencias. El Big Bang que genera los universos. Esta era la revolución espiritual del abstraccionismo. La búsqueda de la figuración total. Como Leonardo y Malevich, desde el punto, querían llegar a la plenitud de los mundos.
Estas son, asimismo, la raíz y la dinámica vanguardistas en las que se desarrolla el proceso de la abstracción. El arte no está guiado por un formalismo vacío o por un esteticismo ajeno a las conmociones de la conciencia sino por la necesidad de indagar en los fondos del sentir humano. Así, manifiestamente, lo expresa uno de los más exigentes textos que jamás se hayan escrito sobre la cuestión, Lo espiritual en el arte, de Vassily Kandinsky, una meditación y también un ensayo en los que el artista ruso se interroga sobre la gran paradoja del arte en general, hacer expresable lo inexpresable, y de la pintura en particular, volver visible lo invisible.
No obstante, el manierismo retórico anunciado, voluntaria o involuntariamente por Kootz, condujo al arte en la dirección contraria. Las obras de este arte eran idóneas para especular en las aulas o para ser colgadas en el dédalo interminable de los museos de arte contemporáneo pero poco aptas, por inanes, para mantener viva la tensión entre el hombre y su enigma. Por eso, tras los maestros —Mark Rothko, Willem de Kooning, Jackson Pollock—, el siglo XX finalizó con la más nutrida pléyade de epígonos que pueda concebirse. Frente a ellos es necesario, por tanto, en el XXI, volver a contaminar al arte del enigma humano. O, si se quiere, más sencillamente, reintroducir al hombre en el arte.
Evidentemente sería igualmente una impostura proclamar que la pintura del futuro será figurativa, o no será. El arte no tiene que ser ni figurativo ni abstracto, sino reconocible. O mejor: el hombre tiene que reconocerse en él, aunque sea a través de ese punto de fuga misterioso en el que se contienen todas las existencias.

viernes, 11 de marzo de 2016

"Tres himnos por Europa" por Javier H. Estrada


Al observar la deriva cada vez más estricta, racista y desunida de Europa, es inevitable preguntarse dónde quedaron los valores sobre los que se edificó nuestra sociedad. Seguimos escuchando "libertad, igualdad, fraternidad", lema de la Revolución Francesa adoptado después por toda la civilización occidental, pero los tiempos actuales contradicen el significado de aquellas palabras elevadas. Entre el bullicio del presente convendría atender a los que reflexionaron sobre esas bases, a los que creyeron en una Europa que se sustentaba en el humanismo, y que a la vez detectaron los primeros síntomas del declive. Sería un momento idóneo para conocer el diagnóstico de Krzysztof Kieslowski, cuya trilogía Tres colores permanece como la visión cinematográfica más profunda e ineludible sobre esos pilares. El objetivo era despojarlos de su halo etéreo, debatir sobre ellos observando su funcionamiento en la práctica, desde una perspectiva íntima que se materializaba en personajes solitarios.

Se cumplen exactamente 20 años de la muerte del realizador polaco, un desenlace prematuro (tenía apenas 54 años) provocado en gran medida por su empeño en completar un proyecto monumental, demasiado exigente para su salud. La sobredosis de trabajo, café y tabaco le desgastó hasta llevarle al retiro. Justo cuando preparaba su regreso al cine con un tríptico consagrado al Paraíso, Purgatorio e Infierno, un infarto terminaba con su vida el 13 de marzo de 1996.

El tríptico fue la culminación de una filmografía que desde el inicio desafió al pensamiento absolutista y escapó del reduccionismo. Cada una de las entregas del ciclo tomaba una franja de la bandera francesa como clave estética y temática. En ellas Kieslowski insistía en que la libertad absoluta no existe, la igualdad no es más que una quimera en este mundo de feroz materialismo, la fraternidad resulta imposible mientras los interlocutores mantengan su sordera y su tendencia al monólogo.

En Azul (1993) la muerte se convierte en el detonante de revelaciones dolorosas. Su protagonista, Julie, sobrevivía a un brutal accidente en el que fallecían su hija y su marido, un afamado compositor que dejaba inacabado su Concierto para Europa, concebido como una celebración de la unidad del continente. Abocada a un aislamiento total, angustiada por la pérdida y también por el descubrimiento de la infidelidad de su esposo, la mujer interpretada por Juliette Binoche afronta su reinvención, el regreso al presente junto a los vivos, superando una memoria marcada por la traición. El amor se articula como una prisión, pero la impermeabilidad emocional conduce también a la privación absoluta de la libertad.

Blanco (1994) aportó un enfoque irónico sobre esta misma cuestión. El peluquero polaco Karol deambula hundido en una miseria económica y anímica por las calles de París tras ser abandonado por su mujer. Sufre su última humillación cuando regresa a Varsovia embutido en una maleta, y a partir de ahí decide entregarse a negocios dudosos que le reportarán una fortuna. La imposibilidad de olvidar a su mujer le lleva a elaborar un juego macabro en el que finge su propia defunción, cargando a ella con las culpas. El romance fallido se transforma en una tragicomedia de muertos vivientes. Blanco exhibe tanta mordacidad con esa Francia altiva y despiadada, extremadamente hostil con el extranjero, como con la Polonia que había abrazado el capitalismo más salvaje, mezclándolo además con los viejos vicios de la etapa comunista. Por un lado, Kieslowski muestra las barreras infranqueables que separan a la Europa Occidental de la del Este. Por otro, apunta que con dinero se pueden tender todos los puentes.

Contrapunto a la devastación de Azul y la crueldad de Blanco, Rojo (1994) culminó la trilogía ofreciendo una vía de redención, un punto de luz que congregaba a todos los protagonistas de la saga por medio del azar. El filme propone la unión de dos caracteres opuestos: un juez en el ocaso de su existencia, agrio, desgastado; y una joven modelo que mantiene intacta su inocencia. Como de costumbre en Kieslowski, los personajes sobrevuelan los estereotipos. El juez pasa sus días cometiendo una actividad delictiva y la modelo esquiva la frivolidad con unos ideales firmes y al mismo tiempo ecuánimes. El hombre de ley se mueve por algo tan poco empírico como la intuición, mientras que la joven mantiene una relación con un hombre obsesivamente celoso. Tomando la incomunicación como punto de partida, Rojo defiende la posibilidad del entendimiento entre personas antitéticas mediante un encuentro propiciado por un animal herido.

Si en su serie de mediometrajes El Decálogo, Kieslowski recorrió los diez mandamientos bíblicos desde la perspectiva más terrenal, en la trilogía abordó los cimientos del laicismo dejando paso a la trascendencia. Sus películas identifican los errores del ser humano sin caer en la condena, reconociendo esas fisuras como rasgos inherentes e incluso potencialmente esclarecedores. Con el paso del tiempo, algunos elementos de sus últimas obras se han resentido (su simbolismo, la tendencia al barroquismo visual y la construcción milimétrica de tramas que refuerzan de manera ciertamente forzada el sentido final de las películas), pero la relevancia de su discurso no ha hecho más que aumentar.

Nacido en 1941, Kieslowski pasó parte de su infancia viajando de sanatorio en sanatorio, acompañando a su padre enfermo de tuberculosis por las profundidades de la Polonia que se reconstruía lentamente tras la II Guerra Mundial. Fue entonces cuando aprendió a observar a los otros, rostros del silencio y el desamparo que retrataría primero desde el documental más crudo y sobrio, después desde ficciones notablemente sofisticadas. Su filmografía es un viaje del realismo al artificio, de lo inmediato a lo eterno.

Kieslowski indicó que para evitar que los términos libertad, igualdad y fraternidad queden reducidos a un leitmotiv anquilosado y vacío, para que Europa frene su tendencia agonizante y deshumanizada, es preciso recuperar de una vez por todas nuestra capacidad afectiva. 

miércoles, 9 de marzo de 2016

"¿Vino o agua? Los trapicheos en las tabernas del Siglo de Oro" por Óscar Díaz


“Un vaso de vino al día es bueno para el corazón”. Hemos escuchado esta frase hasta la extenuación, nuestros abuelos ya la decían y también es repetida en muchos programas de televisión de salud (esos mismos que suelen ver nuestros abuelos). Siempre nos han dejado claro, eso sí, que las proporciones deben ser pequeñas. Se nos especifica la cantidad, pero no la calidad necesaria para que el vino realice esa magia ancestral en nuestro corazón ¿Nos salvará de la muerte de la misma manera un denominación de origen que un vino marca blanca en tetrabrik?
En el Madrid del Siglo de Oro, una ciudad definida por la precariedad y la miseria, el vino no era un complemento a una dieta equilibrada ni una bebida que se tomara en celebraciones excepcionales, sino que se convertía muchas veces en el único sustento del que disponían las clases más desfavorecidas. En el Lazarillo de Tormes, la primera comida que toma el protagonista son sopas de vino que le ofrecía el ciego y, con sólo ocho años, ya decía que “estaba hecho al vino y moriría por él”. Cuando existe una falta de recursos y el hambre arrecia, el paladar afloja sus exigencias, por lo que los caldos que se vendían en las tabernas no destacaban por su exquisitez.
La picaresca engullía a todas las profesiones de la época, no sólo a los maleantes, y los taberneros tuvieron que recurrir a remedios poco ortodoxos para poder conseguir el mayor beneficio posible. Vender gato por liebre era su máxima, y la aplicaban tanto a la comida, engañando en la mercancía, como en la bebida. Desde realizar trapicheos con el vino hasta servirlo con moscas y, la más extendida, aguarlos para conseguir una mayor cantidad.
Los literatos del Siglo de Oro apreciaban el vino en cantidad, por algo Quevedo llamaba a Góngora en su eterna trifulca el “sacerdote de Venus y Baco”, pero también estimaban la calidad, distinguiendo cuando un vino había sido mezclado con agua. La de tabernero es probablemente una de los oficios más maltratados por la literatura de la época ya que, como escribía Francisco de Rojas Zorilla en Lo que quería ver el marqués de Villena:
Si es vino de Madrid,
tan agua será como antes.
Como consecuencia de la rufianería de los dueños de las tabernas, se crearon bebidas que llegaron a ser muy apreciadas por los ciudadanos, como la carraspada, que mezclaba vino aguado con miel y especias y que se vendía sobre todo en Navidades; o la aloja, en la que el vino frío que se mezclaba con grandes cantidades de agua y canela, y se consumía como refresco en los corrales de comedia.

Vinos consumidos sin mesura y tabernas que servían de refugio e inspiración para poetas formaban parte del discurrir de la vida diaria de la época. Una copa de vino al día, desde luego, no hubiera sido una rutina bien recibida.

martes, 8 de marzo de 2016

"Te negarán la luz": historia de un gato rubio


Lo que son las coincidencias, hoy cuando estaba jugando con mi gato rubio y me clavaba las uñas en el dorso de la mano, me ha venido a la cabeza una canción de Guillermo de Poitiers en la que el protagonista también es un gato rubio. Se cuenta en ella una historia procaz e histriónica que no pude incluir en "Te negarán la luz". Solo conservamos nueve canciones suyas, pero son suficientes. Hasta el siglo XI, nadie se había atrevido a escribir de asuntos eróticos en lengua romance. Algunas de sus coplas, procaces y libertinas, sonrojarían ahora mismo a cualquier puritano por su crudeza. Esta -la más cantada- relata una aventura que suena mucho a cuento del Decamerón, incluso a peripecia del Quijote. Dejo aquí mi versión en prosa. Si queréis oírla cantada en lengua d´oc, solo hay que pinchar en el vídeo.
"Tened cuidado mujeres, gozad con caballeros todo lo que deseéis, pues no es pecado; pero cuidaos de clérigos y monjes, porque si con ellos lo hacéis, mereceréis que os quemen con un tizón. 
Iba yo por Limoges, en la Auvernia, vestido de peregrino cuando me abordaron las esposas de Garín y Bernardo, Agnes y Ermesinda. Se acercaron hasta mí y me saludaron: "Buen día tengáis, caballero. Parecéis de buen linaje y no como los necios que suelen pasar por aquí". Yo, al ver la lozanía de las dos, urdí un plan y nada contesté a sus halagos, solo farfullé unos sonidos torpes para convencerlas de que no podía hablar. Enseguida comprobé que mi ardid funcionaba. Confiando en que yo también era sordo, Agnes le dijo a Ermesinda: "Sin duda este peregrino es mudo. Justo lo que necesitamos. Le daremos hospedaje y haremos con él lo que nos plazca sin que nadie se entere de nada". Me dieron cobijo, me llevaron hasta su casa, me arrimaron a la lumbre, calenté mis costillas y me sentí muy bien junto a ellas. Me comí más de dos capones con pan blanco, buen vino y mucha pimienta. Y ya bien caliente y alimentado las escuché: "Debemos asegurarnos de que es mudo. Trae al gato rubio y haremos la prueba definitiva".Cuando vi a Agnes con el gatazo, grande y de espantosos bigotes, casi pierdo el coraje y el ardor. Me quitaron el hábito y me pusieron al animal en la espalda. Le tiraron del rabo y el animal, enfurecido, me arañó el costado causándome muchas heridas. Pero yo no rechisté, no dije ni mu. Las dos muchachas satisfechas con la prueba llegaron a una conclusión: "Hermana, sin duda es mudo. Ya podemos aparearnos y solazarnos con él sin ninguna preocupación". Allí estuve más de ocho días sin salir de ese horno. No os vais a creer las veces que me las jodí: pasaron de ciento ochenta y ocho. La polla no se me cayó a trozos de puro milagro. El mal que me pegaron no os lo puedo nombrar, pero lo podéis imaginar. Cuando llegué a palacio, le di este recado a mi vasallo: "Lleva este poema a Agnes y Ermesinda y diles que por deferencia conmigo maten al gato".    

José María Merino: "Nuestros gobernantes deberían leer Calila y Dimna" por Fernando Díaz de Quijano


Calila y Dimna. La mayoría conocemos de esta obra poco más que el título -seguramente con una arcaica e en lugar de y- como un recuerdo remoto de las soporíferas clases de literatura del bachillerato. Clases con una metodología que apenas ha mutado en los últimos tiempos: se estudia una breve sinopsis de la obra, autoría, fecha y cuatro virtudes que se dan por buenas porque las dice el libro de texto. Pero las obras nunca se leen ni se discuten, no hay tiempo para eso. Eso mismo le pasó al escritor y académico José María Merino (La Coruña, 1941), que ha dedicado años de esfuerzo en adaptar al español de hoy esta colección de cuentos que Alfonso X mandó traducir del árabe al castellano a mediados del siglo XIII, convirtiéndose en la primera obra narrativa en prosa de nuestra entonces incipiente lengua.

Merino leyó de niño una selección de cuentos del Calila en la antología Cuentos viejos de la vieja España y quedó fascinado por ellos. El origen de la obra se remonta a los cuentos del Panchatantra indio, del siglo III o IV a.C., y estos, a su vez, de una ancestral tradición oral, explica el escritor. Ya en el siglo III d.C. un conjunto de 70 cuentos, protagonizados por personas y por animales e insertados en una peculiar estructura de árbol o de muñecas rusas, se convirtieron en el Calila y Dimna definitivo. Poco después se vertió del sánscrito al persa y, de este idioma lo tradujo al árabe Ibn al-Mucafa, que añadió un prólogo en el que él mismo añadía otros minicuentos y advertía al posible lector "que debe apurarlo todo, pues hay muchas cosas que tienen un sentido encubierto y si no lo encontrase no le aprovechará la lectura, del mismo modo que para comer la nuez tenemos que quitarle la cáscara".

La trama superficial de Calila y Dimna comienza con el rey Sirechuel y su médico Berzebuey, que es enviado a la India para recoger unas hierbas que supuestamente reviven a los muertos. Cuando llega allí, los sabios de la zona le sacan de su error: la planta milagrosa es en realidad el conocimiento, y la resurrección que consigue no es otra cosa que el paso de la ignorancia a la sabiduría, que se transmite con este conjunto de historias ejemplarizantes que a su vez le contó al rey Diselem su asesor Burduben, y que contienen todas las pasiones y comportamientos humanos, con especial énfasis en aquellos que pretende prevenir: "la ambición de poder, el fingimiento, la deslealtad, la traición, la ira destructora, la adulación, la hipocresía, la falsedad, la corrupción, pero también el espíritu solidario y la amistad verdadera...", explica Merino. Aunque las tramas principales que envuelven la estructura y algunos cuentos están protagonizados por humanos, los personajes de la mayoría de ellos son leones, bueyes, palomas, zorras, búhos, cuervos y todo tipo de animales. Quienes dan título al libro, por ejemplo, son dos hermanos chacales, especie desconocida en la España de la Edad Media y que se cambió por linces.
Hoy, editado con esmero por Páginas de Espuma, lo que era una "antigualla impenetrable" que solo podían leer hasta ahora los expertos medievalistas, regresa para todos los lectores como una obra viva que tiene mucho que ofrecer a los lectores de hoy. "Cuando le quitas a la obra su viejo ropaje lingüístico del siglo XIII te das cuenta de que la obra nos cuenta la vida tal y como es hoy, vivimos en un mundo que sigue siendo como lo describe el libro".
Los primeros microrrelatos
La modernidad del Calila también queda patente en su estructura de matrioskas y en la proliferación de microrrelatos. "Hoy se dice mucho que el microrrelato es el género del siglo XXI, pero ya lo encontramos en abundancia en este libro, que es seguramente el primero del género. Posiblemente el cuento literario clásico es muy posterior a este tipo de narraciones breves, que tienen su origen en la cultura oral. Hay que tener en cuenta que la ficción está con nosotros desde que somos especie, ha sido una manera de intentar descifrar el mundo mucho antes de la aparición de la filosofía y la ciencia. Borges decía que el día que desaparezca la novela seguiremos escribiendo cuentos porque está en nuestros orígenes.

Para Merino, no hay duda de que el Calila contribuyó a que arraigaran en nuestra literatura personajes arquetípicos como los pícaros y alcahuetas, muy presentes en esta obra. Además, "como los verdaderos clásicos, el tiempo ha ido haciendo cristalizar los valores del libro, que se comunica con nosotros sin estridencias. La fábula, el apólogo, la parábola, nos han ido llegando a través de los siglos y sedimentándose en nuestra cultura con toda normalidad. Pienso en Andersen, en Kafka, en Borges, pero no olvido elementos muy populares, cómics como La zorra y el cuervo, ni dibujos animados tan familiares como los que ha ido realizando desde hace años la factoría Disney, o los más contemporáneos de Bob Esponja...".
Aunque el narrador Berzebuey resalta las virtudes de la religión para hallar el sentido de la vida y la salvación del alma, el Calila "es un libro muy civil" que tenía por objeto instruir a los príncipes, como evidencia su estructura dialogada entre monarcas y consejeros. Un siglo después del Calila castellano, el infante don Juan Manuel empleó la misma estructura en su libro de cuentos El conde Lucanor. En esta línea, Merino señala que el Calila "sería de enorme utilidad para la educación de nuestros gobernantes".

El escritor y académico ha tenido que lidiar con un lenguaje y unas estructuras sintácticas "extrañísimas", pero no ha consultado a nadie para realizar esta versión. "Quería que toda la responsabilidad recayera sobre mí y creo que el resultado es fiel al original en un porcentaje altísimo". No obstante, le llevó mucho tiempo traducir al español actual algunas expresiones cuyo significado solo podía intuir. Pone como ejemplo "los hombres que aman a los niños a mala parte". "Le di mil vueltas y, aunque entendía que se refería más o menos a la pedofilia, decidí traducirlo como "los hombres que aman a los niños con mal fin". Como evidencia este ejemplo, el libro trata asuntos turbios que las pocas versiones adaptadas al español contemporáneo han obviado por tratarse de ediciones escolares. "Yo he mantenido todas las cosas no aptas para menores que tiene el Calila: hay prostitutas, alcahuetas, parricidios, infidelidades conyugales y, sobre todo, mucha corrupción", explica Merino.

domingo, 6 de marzo de 2016

"Te negarán la luz": Eros y Tánatos


En el siglo XII se inventó el amor o, como mínimo, el concepto actual del amor. Guillermo de Poitiers no era consciente de lo que fundó en sus canciones. Solo conservamos nueve de ellas, pero son buena muestra de lo que el primer trovador inició. En el siglo XII, por supuesto, a las mujeres no se las trataba como se plantea en la idealización de los trovadores. Ni mucho menos. La realidad era otra bien distinta. Por eso, la labor de estos artistas del concepto amoroso ("fins amor", "amor cortés") fue trascendental no solo para la literatura europea, sino para comenzar a cambiar mentalidades. El amor se proponía como un antídoto contra la muerte, que rodeaba al hombre medieval. El amor carnal, la fascinación por el cuerpo desnudo de la mujer, contradice de alguna forma el concepto platónico del amor cuyo objeto siempre era el hombre. No es casualidad que en el siglo XII aparezca el primer desnudo escultórico del cuerpo de una mujer desde los romanos. Es el tiempo en el que la literatura convirtió en caballeros a los guerreros, el tiempo de la persecución incansable de la rosa, de la pasión erótica, el único motivo que redime al hombre de la muerte inevitable.
No es casualidad que Guillermo, pese a no conocer la trascendencia de su labor, se enfrentara durante toda su vida con los obispos y con los papas. Las excomuniones que sufría podían ser por disputas territoriales, por el poder, pero sobre todo nacían del miedo al amor y a la literatura amorosa que comenzaba a poblar las cortes medievales de la Provenza.
Eros frente a Tánatos. La Iglesia siempre ha tenido en la muerte su principal aliada y con ella combatió al competidor que se cernía entonces y se cierne ahora como único rival de su dominio: Eros y su personificación, la mujer. Se tomaron medidas directas contra esta corriente erótica y se luchó contra ella (casi tanto como contra la mujer). Fruto de esta lucha fue la consideración de "loco amor" a la pasión carnal. El libro de buen amor, La Celestina y otras muchas obras geniales lo tienen como tema central, pero sus autores lo maldicen y hacen morir a sus personajes para que no caigan sobre ellos las maldiciones y los castigos de la Iglesia.
El erotismo surca los subterráneos de nuestra literatura, de nuestro mundo, a través de siglos y siglos de persecución. No se puede acallar a la fuerza que mueve el mundo, pese al trabajo incansable de las religiones monoteístas para silenciarla. Guillermo de Poitiers ha tenido, de momento, más éxito que el papa Urbano II, pese a que aún ellos conserven el poder y guardemos las apariencias y nos sintamos intimidados por los que adoran a la muerte y repudian el sexo.

sábado, 5 de marzo de 2016

"Te negarán la luz", una novela de huidas


Entre otras cosas, Te negarán la luz es una novela de huidas. Se han reconstruido, con gran esfuerzo de los expertos en efectos especiales y en documentación, un gran número de ciudades tal y como serían a finales del siglo XI y comienzos del XII. Por ellas transitan los personajes con mayor o menor fortuna:
-Francia: Clermont, Poitiers, Tolosa (Toulouse), Fontevrault, Cluny, Maine y Rouen.
-Trayecto de los cruzados mendigos de Pedro el Ermitaño (en dirección contraria al que en la actualidad sufren los refugiados que llegan de Siria): Colonia, Tréveris, Semlin, Belgrado, Nicea, Sofía, Constantinopla, Civitot, Antioquía, Dorilea, Edesa, Alepo, Mosul, Maarat, Shayzar, Al Krad, Homs, Trípoli, Arga, Beirut, Sidón, Tiro, Acre y Jerusalén.
-"Cruzada española" de Guillermo de Poitiers: Ayerbe, Zaragoza, Haro, Toledo, Córdoba, Sevilla.
La época en la que vive Guillermo de Poitiers se presta, sobre todo, a la huida. No hay tregua para nadie, todo el mundo quiere salir del fango en el que se revuelve, incluido Guillermo, el primer trovador. En 1095,  el duque de Aquitania es un joven vehemente, enemigo del pudor y de toda santidad, amador de mujeres, fatuo y lúbrico. En 1095 comienza nuestra peripecia.

"¿Otra vez Shakespeare?" por Natalia Carbajosa


Otra vez, sí. Porque estamos en el año del cuarto centenario de William Shakespeare y, aunque pocos lo lean de verdad, y menos de entre estos confiesen que no les parece para tanto porque estaría feo reconocerlo; y aunque muchos se apunten a las pesquisas recurrentes sobre quién fue el verdadero autor de las obras, y otros tantos, con extraña familiaridad, busquen afinidades entre el viejo Will y «loqueseacontaldedeciralgonuevo» (léase: Shakespeare y las series de televisión, Shakespeare y la publicidad, Shakespeare y la guerra o el pacifismo, etc.), si algo hace que merezca la pena seguir teniéndolo en cuenta es, para bien o para mal, lo mismo de siempre: su lenguaje. La fuerza expresiva de unos fragmentos que abarcan todos los estados de ánimo posibles, todos los registros de la lengua, todas las situaciones posibles de una época concreta, sí, pero no tan lejana a la nuestra si tenemos en cuenta que estamos en este mundo desde hace nada más que un rato, y que tales fragmentos en muchos casos han pasado a ser moneda corriente de nuestra propia manera de enfrentarnos, en el siglo XXI como en el XVI, a los mismos dilemas de siempre: ser o no ser…
Por eso, la intención de esta aportación (otra más, sí) a la efeméride, no es decir nada que no se haya dicho ya mil veces, sino simplemente compartir con el lector algunos de los pasajes de comedias que más resonancias han dejado en quien escribe estas líneas después de traducirlos, con la esperanza, quizá desmesurada, de que también prendan en este y lo dejen irremediablemente infectado de un virus que dure más allá de centenarios.
El primero de los extractos es el famoso discurso de Porcia sobre la compasión en el Acto IV, escena I, de El mercader de Venecia. Disfrazada de abogado y actuando como tal, la protagonista femenina de la obra preside el juicio en el que Shylock reclama la libra de carne próxima al corazón que, bajo contrato, el mercader Antonio se había comprometido a pagar si no podía responder a los intereses del préstamo que el primero le había concedido. Se trata de un ejemplo, tipificado desde la lingüística, de actos de habla declarativos o institucionales, esto es, los que tienen repercusiones efectivas en la vida de quienes los reciben (del tipo: «yo os declaro marido y mujer», o «el acusado es condenado a dos años de cárcel»). Ello a pesar de que los espectadores de la obra saben que todo es una farsa, puesto que Porcia no es abogado, y en el clima de una Venecia racista que, inmersa en un naciente mercantilismo, «tolera» a los judíos porque necesita de sus préstamos, pero no los considera parte de su comunidad.
El argumento con el que Porcia pide clemencia a Shylock para Antonio es el siguiente:
De clemencia la cualidad no se impone,
cae del cielo como la suave lluvia
sobre la tierra. Es dos veces bendita:
bendice a quien la otorga y la recibe.
Más poder tiene en el poder, le sienta
al monarca en el trono mejor que la corona.
Del poder temporal muestra la fuerza el cetro,
de respeto y majestad atributo,
donde anida, de reyes, reverencia y temor;
mas se eleva clemencia sobre cetro.
En el real corazón halla su trono,
del mismísimo Dios es atributo,
de ahí que el poder terreno se asemeje al divino
si añade compasión a la justicia. Así, judío,
aunque pidas justicia, considera
que ninguno de nosotros, si esta sigue su curso,
será salvado. Por clemencia rezamos,
y la propia oración a imitar nos enseña
actos de clemencia.
La ironía dramática consistente en que los espectadores conozcan la verdadera identidad de Porcia, o la que se deriva de que sus argumentos estén plagados de reminiscencias del Antiguo Testamento (concretamente, el Eclesiástico y los Salmos) esgrimidas por un cristiano ante un judío, no resta vigencia al argumento: la justicia acompañada de clemencia es siempre mejor, y engrandece a quien tiene el poder de administrarla. A partir de ahí, podemos discutir sobre si en las obras de Shakespeare el perdón y la compasión son otorgados con demasiada ligereza o no, o si sus efectos convienen antes al desenlace de la acción que a la coherencia de la historia. Pero las palabras de este extracto, en sí mismas, transmiten esa elocuencia que persuade y embelesa con el ritmo y el sonido además de con las palabras, al tiempo que obliga a todos los que la reciben a examinar los privilegios desde los que, a menudo con excesiva rapidez, los seres humanos nos juzgamos los unos a los otros.
Y es que ese es el poder mágico del lenguaje, que por una serie de circunstancias (talento individual, desarrollo óptimo de la lengua vernácula en la Inglaterra isabelina, florecimiento del teatro como espectáculo de masas) parece haberse encarnado en la obra de aquel súbdito de la reina Isabel I de quien tan poco sabemos en realidad. Si echamos un vistazo a los anales de la historia del lenguaje, advertimos que en la Inglaterra isabelina conviven distintas concepciones del lenguaje respecto a la relación que este establece entre las palabras (significados) y las cosas (significantes), esto es, entre sí mismo y la realidad nombrada. Por un lado, pervive la creencia medieval, en esencia platónica, aunque tamizada por el cristianismo, de que el lenguaje es reflejo de lo divino, y que por tanto la relación entre las palabras y las cosas es motivada e inalterable (nomina sunt numina). Por otro lado, el humanismo, con su credo secular, niega el origen divino del lenguaje y lo considera una creación del hombre. La relación entre palabras y cosas, en este caso, se concibe como completamente arbitraria, susceptible de experimentar cambios, y sometida al consenso de los hablantes. El siglo XVII, que comparte con el Renacimiento la creencia en la arbitrariedad de dicha relación, introduce tintes de escepticismo: si no existe una palabra única e insustituible para nombrar cada cosa, entonces el lenguaje no sirve para comunicar, sino más bien para confundir. Es un instrumento de engaño y manipulación.
Shakespeare no se decanta con rotundidad en sus obras por ninguna de estas tres actitudes hacia el lenguaje, sino que las usa a conveniencia. Explora las posibilidades cómicas que le ofrecen aquellos personajes con una fe ciega en los significantes, así como las confusiones provocadas por la polisemia combinada con efectos fonéticos, para regocijo del público, y siguiendo la tendencia de la época. Pero también explora el lado oscuro de los personajes que manipulan el lenguaje con fines perversos, escenificando así los peligros que entraña la arbitrariedad del signo lingüístico cuando no se reconoce como tal (el caso más famoso, sin duda, es el de Otelo, aferrado a la apariencia engañosa del lenguaje, incapaz de ver el fondo de las insinuaciones de Yago). Más allá de estas consideraciones, la actitud predominante en las comedias es la exploración continua del lenguaje al servicio de la trama: su extraordinaria moldeabilidad, la profusión de estilos, registros o dialectos utilizados, el reflejo fiel de múltiples estados de ánimo, los experimentos que llevan la expresión al límite de sus posibilidades, y la explotación de los poderes cuasimágicos de la palabra al servicio de la imaginación del hombre, que es capaz de crear todos los mundos reales y fantásticos casi con su única y exclusiva ayuda.
Uno de los pasajes más evocadores de mundos convocados por la mera magia de la palabra nos lo ofrecen, sin duda, los reyes de las hadas, Oberón y Titania, en el Acto II, escena I, de El sueño de una noche de verano. Lo que en principio suena a una pelea más en una pareja mal avenida («¡Bajo luna mal hallada, altiva Titania!» / «¿Qué, el celoso Oberón? Salgamos hadas. / Su lecho y compañía he repudiado»), termina siendo una reflexión por parte de Titania en la que, casi a modo protoecologista, la naturaleza se convierte en reflejo de la desavenencia real:
Esos son los embustes de los celos:
y nunca desde que empezó el solsticio
a cerro, valle, bosque o prado acudimos,
manantial empedrado o arroyo entre el juncar,
o la orilla arenosa de la playa
donde al silbo del viento en círculo bailamos,
sin que tu estridente danza nuestro placer perturbara.
Así los vientos, soplándonos en vano,
en venganza del mar han absorbido
pestilentes nieblas que, al caer a tierra,
tan ufanos han vuelto a los míseros ríos
que estos han inundado sus orillas.
Así el buey se ha ceñido el yugo en vano,
malgastado el sudor el labrador, y el trigo verde
se ha podrido antes de madurar.
Desierto está el aprisco en el campo anegado,
y se ceban los cuervos con el ganado enfermo;
la plaza de los juegos está llena de lodo
y ya no se distinguen entre las malas hierbas
intrincados laberintos sin pisar.
Del invierno el alborozo el mortal humano añora;
no bendicen ya sus noches villancicos ni cánticos.
Así la luna, reina de mareas,
de ira pálida, lava el aire todo,
y consigue que abunden los catarros;
y en esta destemplanza vemos como
las estaciones mudan; la carnosa escarcha
cubre el tierno regazo de la rosa carmesí,
y en la corona helada y frágil del viejo Invierno
fragante guirnalda de tiernos brotes estivales
con sorna se asienta. Primavera, verano,
fértil otoño e invierno airado trocan
sus ropajes de costumbre, y el perplejo mundo
ya no sabe, en su exceso, quién es quién.
Y esta misma progenie de males
de nuestra disputa y nuestra disensión procede.
Sus padres y su modelo somos.

No es de extrañar que la larga réplica de Titania a Oberón, inmersa en una atmósfera que parte de la ficción en sí (recordemos que el elemento fundamental de la obra es el sueño), sea probablemente uno de los más vívidos de todo el teatro shakesperiano, puesto que en lugar de reflejar lo ya existente, crea un mundo por el mero acto de nombrar las cosas de acuerdo con distintas reglas. En realidad, representa una tradición antigua, revivida en el Renacimiento a partir de las Metamorfosis de Ovidio: la de la cualidad órfica del lenguaje (Orfeo crea a su paso la naturaleza a medida que la invoca con su música), que explica la simbiosis entre este y el mundo natural. Por un lado, pareciera que el lenguaje pudiera volver al origen de su concepción, al nomina sunt numina. Por otro, es precisamente la separación entre las palabras y las cosas, o la realidad y el lenguaje, lo que permite que este último se vuelva autorreferencial, es decir, que cree su propia realidad, lo mismo que ocurre con la pintura a partir de la abstracción.
Al lenguaje de Titania en El sueño de una noche de verano se le ha llamado también lingua adamica. Su uso en la escena, «que implica en primer lugar la creación de la escena natural en sí y en segundo lugar la autodefinición de un lenguaje inocente y no mediatizado que lo expresa», constituye, en palabras del crítico Keir Elam, «uno de los hallazgos estilísticos más notables del canon cómico».
A veces, sin embargo, un exceso de ese lenguaje vinculado al mundo natural (1), por ejemplo cuando aparece asociado a la literatura pastoril en Como gustéis, es corregido por la elocuencia y el desparpajo en prosa de algún personaje para quien los pastores enamorados y los caballeros clavando sonetos en la corteza de los árboles por el bosque de Arden se han vuelto demasiado empalagosos. Así ocurre con Rosalind, la joven vestida de Ganimedes que, otra vez tomando a Ovidio como referente, le da al joven Orlando una auténtica clase del Ars Amandi en el Acto IV, escena I de la obra, para que se deje de convencionalismos literarios y viva su amor de verdad:
ROSALIND: ¿No soy vuestra Rosalind?
ORLANDO: Me complace afirmar que lo sois, porque así estaré hablando con ella.
ROSALIND: Pues en su nombre os digo que no os quiero.
ORLANDO: Entonces, en mi nombre digo que moriré.
ROSALIND: No, Dios mío, morid por poderes. El pobre mundo tiene ya casi seis mil años, y en todo este tiempo no ha existido ningún hombre que muriese en su nombre, esto es, por asuntos de amor. A Troilo le aplastaron los sesos con un garrote griego, y mira que hizo cuanto pudo por morir antes, siendo uno de los paradigmas del amor. En cuanto a Leandro, habría vivido muchos años felices aunque Hero se hubiese metido a monja, de no ser por una calurosa noche de verano; al pobre muchacho, que sólo fue a bañarse al Helesponto, le dio un calambre y se ahogó, y los necios cronistas de su tiempo le echaron la culpa a Hero de Sestos. Pero todo eso son embustes: en todas las épocas han muerto los hombres y han sido pasto de los gusanos, pero no por amor.

Al igual que en El mercader de Venecia, el público sabe lo que Orlando desconoce, esto es, que quien va vestida de hombre para intentar curar al ingenuo joven de su amor por Rosalind es, de hecho, la propia Rosalind. Pero además, si tenemos en cuenta que en la época isabelina los papeles femeninos eran desempeñados por muchachos, el equívoco visual y sexual está servido. Las heroínas de comedias vestidas de hombres (a su vez, como hemos dicho, representadas por jovencitos), vendrían a tener el aspecto evocado por un personaje de Noche de reyes en el Acto I, escena V, refiriéndose a la protagonista, Viola, que se hace llamar a sí misma Cesario:
Ni de edad como para llamarse hombre, ni tan joven como para ser mancebo: como vaina tierna al principio del verano, o como una manzanita todavía verde: nadando entre dos aguas, no siendo ni una cosa ni otra. Muy apuesto y de afilada lengua. Pareciera recién destetado.
Desde el punto de vista lingüístico, y con gran sentido del humor (Rosalind se siente, como ella misma dice, in a holiday humour, es decir, «con ganas de fiesta»), en Como gustéis, la protagonista desmonta la creencia de que se pueda morir de amor, valiéndose para ello de amantes mitológicos con cuya historia todos los contemporáneos de Shakespeare, instruidos o no, estarían familiarizados. Las razones de Rosalind recuerdan a la de aquella otra heroína cervantina que aparece en el capítulo XIII de El Quijote, la pastora Marcela, quien, más seria y con menos alharacas porque aquí sí hay muerto de por medio (el pastor Gristóstomo), defiende con toda lógica un argumento que elimina la creencia popular de que, por el hecho de ser amado, uno esté obligado a corresponder:
Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es amable; mas no alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama.

Otros tantos ejemplos podrían traerse a colación y en todos, y desde distintas concepciones del lenguaje, llegaríamos a idéntico disfrute verbal (por descontado visual si la representación es buena). Por esta simple razón, entre muchas posibles pero quizá en primer lugar, es defendible la vigencia de Shakespeare hoy, en una época en la que el lenguaje, mediatizado y especializado hasta extremos ininteligibles, ya no está «en el centro de la vida intelectual y sensible», como apuntaba George Steiner sobre la época isabelina. Mediatización y especialización que, además, han despojado al lenguaje poético de su posición central en la sociedad y lo han convertido en una especie de lengua secreta, de ahí que nos cueste tanto acercarnos a ella. Ramón Xirau señaló la desconexión contemporánea del lenguaje con las cosas reales, que hace que el mundo haya dejado de ser aprehendido en toda su profundidad. Así que la palabra rica, múltiple y, pareciera a veces que sin mediatizar, en su relación con la cosa nombrada, de los textos shakesperianos, sirve hoy más que nunca para llevarnos de vuelta a la casa saqueada del lenguaje. O, en palabras de Chantal Maillard, en su reivindicación de la utilidad de la poesía, dicha palabra serviría:
Para volver a entrañarnos (…) Porque nuestra identidad de pueblo se ha desintegrado en pequeñas cápsulas (unifamiliares, individuales) y seguimos anhelando una unidad mayor. Y sobre todo porque, ahora, para la conciencia posmoderna es la existencia misma la que se ha hecho extraña, y probablemente echemos en falta un nuevo «entrañamiento».

Desde este punto de vista, Shakespeare constituye toda una síntesis, la de la imaginación convertida en palabra sobre el escenario, que todavía tiene mucho que contarnos por sí misma, sin necesidad de buscar recursos externos a ella misma para hacerla digerible o de justificar ante nosotros mismos la atención que le dedicamos, antes por los fastos que impone el calendario, que por convicción propia. Así pues, amigos, romanos, compatriotas: prestad atención a quien no vino a enterrar la lengua, sino a resucitarla. Feliz aniversario.