sábado, 23 de enero de 2016

Referentes de la literatura universal: el reguetón


Solo ciertas corrientes literarias (elegidas por las musas) han sabido conjugar lo popular con lo genial para marcar con su sello el porvenir. La épica griega de Homero dotó de alma a la narrativa de todos los tiempos. Los trovadores provenzales del siglo XII extendieron por Europa el arte poética de la delicadeza e inventaron el amor. Dante y Petrarca recogen sus frutos y convierten a las mujeres en seres idealizados, inalcanzables, que siembran el Renacimiento con amantes de heridas luminosas. El teatro de Lope y de Shakespeare saca de las cavernas el espectáculo popular por excelencia y recupera a los clásicos griegos y latinos para armarlos de eternidad. El Quijote, recuperado por los narradores ingleses del XVIII, es la madre de toda la novela moderna. Los románticos, los poetas malditos del XIX y los vanguardistas rompen con la tradición para someternos a un caos sorprendente en la modernidad del siglo XX...
¿Y a qué corriente literaria del siglo XXI podemos augurarle un éxito similar? Sin duda alguna al reguetón, símbolo inequívoco del posmodernismo. Esta delicada poesía que bebe de las fuentes populares y engarza con el realismo sucio del siglo XX será el referente de la literatura mundial de aquí a unos años. Así como estos versos de Homero nunca morirán:
Cuéntame, Musa, la historia del hombre de muchos caminos
que anduvo errante mucho después de asolar la sagrada Troya...

Tampoco los de Petrarca:
Aquí termine mi amoroso canto:
seca la fuente está de mi alegría,
mi lira yace convertida en llanto.

Ocurrirá lo mismo con el reguetón. Sus frases llenan ya los locales de ambiente y los saraos de cualquier rincón de Europa y América, son tan populares como lo eran las tragedias de Shakespeare, los cantos de Homero y los personajes de Cervantes. Estos que aquí escojo por su calidad -recordadlo- serán los que aparezcan en los anales de literatura y se grabarán en mármol en los monumentos de todo el orbe:
Hoy voy a beber
y sé que voy a enloquecer
y te llamaré después
para hacerte mía, mujer.
Y es que no sé por qué
cuando tomo pienso en usted.
Te quiero comer,
te quiero comer ah, ah, ah.
Te lo voy a meeee.

martes, 19 de enero de 2016

Teatro en el aula: "Romeo y Julieta" de William Shakespeare


-¿Qué me dices, le tiras ya los trastos a esta tía o qué?
- Calla, coño, que te va a oír. ¡Joder!, está buena, pero yo creo que es una estrecha.
-Te está toreando, mariconazo. Se está haciendo la dura, pues no la conozco yo a esa...
-¡Qué dices, ni de coña!, esa no ha visto un pito en su puta vida. Se acojona cuando le toca a mi lado en clase y se pone roja cuando le hablo.
-¿Te vas ya? Aún no es de día. Ha sido el ruiseñor y no la alondra el que ha traspasado tu oído medroso. Canta por la noche en aquel granado. Créeme, amor mío; ha sido el ruiseñor.
-Ha sido la alondra, que anuncia la mañana, y no el ruiseñor. Mira, amor, esas rayas hostiles que apartan las nubes allá, hacia el oriente. Se apagaron las luces de la noche y el alegre día despunta en las cimas brumosas. He de irme y vivir, o quedarme y morir.
-Te digo yo que no. Que te toma el pelo, que esa ha estado con la mitad de 1º.
-A mí no me engaña una tía. ¿Tú la has visto con alguno?
-Verla no, pero me lo han contado. ¿No ves la cara de pájara que tiene, no ves que te miente con los ojos?
-No me jodas, a ver si ahora me vas a empezar a hablar como los de la obra.
-Esa luz no es luz del día, lo sé bien; es algún meteoro que el sol ha creado para ser esta noche tu antorcha y alumbrarte el camino de Mantua. Quédate un poco, aún no tienes que irte.
-¿Que te crees, que no vale esa labia con las tías? Tú apréndete dos o tres frases y verás.
-Sí, ya, y ahora me vas a decir que te gustan estas moñeces. Venga tío...
-¡Os queréis callar!, no os vais a enterar de nada.
-Estaba comentando el diálogo, profe.
-Que me apresen, que me den muerte; lo consentiré si así lo deseas. Diré que aquella luz gris no es el alba, sino el pálido reflejo del rostro de Cintia , y que no es el canto de la alondra lo que llega hasta la bóveda del cielo. En lugar de irme, quedarme quisiera. ¡Que venga la muerte! Lo quiere Julieta. ¿Hablamos, mi alma? Aún no amanece.
-¡Si está amaneciendo! ¡Huye, corre, vete! Es la alondra la que tanto desentona con su canto tan chillón y disonante.
-Psss, psss, Julia, desde que estás a mi lado en clase, no respiro, no oigo, no veo, solo tus labios servirían de antídoto a este veneno que me inyectas día a día.
-¡Vete a cagar!

sábado, 9 de enero de 2016

"Cómo aprender a leer (literatura) en cinco lecciones" por Daniel Arjona


Tres estudiantes cotillas discuten una relación amorosa. 'A' no ve nada excepcional: Catherine y Heatchcliff le parecen un par de mocosos que se pasan el día riñendo. 'B' discrepa: pero es que no es una relación de verdad, sino una especie de "unidad mística de dos egos". ¡Paparruchas!, exclama 'C', Heatchcliff, lejos de ser un místico, es más bien una bestia. Responde B que puede ser pero que fueron "la gente de las cumbres" las que le convirtieron en un monstruo al no dejarle casarse con Catherine y que "al menos no es un mequetrefe como Edgar Linton". Y 'A' apostilla: "Linton no tendrá sangre en las venas pero trata a Catherine mejor que Heatchcliff"...
¿Qué ocurre en en esa conversación imaginada por el teórico literario inglés Terry Eagleton (Salford, Reino Unido, 1943)? Bueno, si el que la escucha no ha oído hablar de 'Cumbres borrascosas' nunca imaginará que los tres estudiantes están hablando de una novela. Ocurre que no se dice nada del lenguaje de la obra, de su estilo, de su técnica. Ocurre que cada vez es más difícil distinguir lo que dicen los críticos literarios sobre las novelas de nuestros comentarios habituales acerca de la vida real. Ocurre que ya sólo nos centramos en lo que dice un libro y no en cómo lo dice.
Ocurre que nos hemos olvidado de "leer".
Para aprender de nuevo, el maestro inglés ha escrito 'Cómo leer literatura' (Península, 2016), un modesto manual -en apariencia- que pretende, sin embargo, una tarea ambiciosa: que volvamos a prestar atención a lo que leemos. Y lo hace a través de cinco gozosos capítulos que sirven otras tantas lecciones: comienzos, personajes, narrativa, interpretación y valor de la obra. 

1. Comienzos
"Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa". ¿Quién no conoce esa pequeña obra maestra de la ironía con la que arranca 'Orgullo y prejuicio'? Una ironía, la de Jane Austen, que descansa en la diferencia entre lo que se dice -todo el mundo sabe que un hombre rico necesita una esposa- y lo que se pretende decir de verdad -que tal es la conjetura que hacen las solteronas a la caza de un marido. "En un giro inesperado", explica Eagleton, "el deseo que la frase atribuye a los solteros adinerados en realidad corresponde a las solteronas necesitadas".
“Un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa“. ¿Quién no conoce esa pequeña obra maestra de la ironía que abre 'Orgullo y prejuicio'?
El de Austen es un ejemplo de perfecto comienzo y pocas cosas hay tan marcadas, de pocas depende tanto el buen resultado de una novela o un poema, que de un buen comienzo. Como también: "Cuándo nos reuniremos de nuevo / ¿Bajo lluvia, relámpagos o truenos?"; "Llamadme Ismael", "No hay nada que hacer"; "No todo el mundo sabe cómo maté al viejo Philip Mathershundiéndole la mandíbula con mi pala"; "En el principio fue el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios"; "Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece. Winston Smith, con la barbilla clavada en el pecho en su esfuerzo por burlar el molestísimo viento, se deslizó rápidamente por entre las puertas de cristal de las Casas de la Victoria, aunque no con la suficiente rapidez para evitar que una ráfaga polvorienta se colara con él".
Eagleton razona que la apertura literaria es lo más parecido a "un acto divino de creación" con muchas posibles estrategias -extraños usos sintácticos, paradojas reveladoras, irónicas sinuosidades- y un rasgo común: su elevada sensibilidad al lenguaje.

2. El personaje
La segunda lección literaria de Terry Eagleton se resume así: "no trates a los personajes como si fueran personas reales". Aunque sea inevitable, para disfrutar de verdad del sabor de una obra hay que recordar a cada página que sus personajes no existen. No existe el rey Lear, ni Hamlet, Hedda Galber, el mentado Heatchcliff, la pequeña Nell, Tristram Shandy, Jane Eyre, Clarissa... No existe una Emma Bovary, tampoco un Stephen Dedalus.
Cuando un director teatral que trabajaba en una de las obras de Harold Pinterle pidió indicaciones de lo que hacían los personajes en el pasado antes de entrar en escena, el dramaturgo le contestó: "¿Y a usted qué coño le importa?" Así, explica Eagleton, al ser plenamente conscientes de que los personajes se desvanecerán en el aire al cerrar el libro, podremos olvidarnos la realidad yobservar el artificio con el que el lenguaje crea un individuo, como un gólem de barro.
Cuando un director le preguntó a Pinter qué hacían los personajes antes de entrar en escena, el dramaturgo le contestó: “¿Y a usted qué coño le importa?“
Una advertencia más sobre la empatía y la experiencia (y aquí sale el marxista que el profesor Eagleton lleva dentro). Empatizar con los personajes, como dijo Brecht, puede mermar nuestra capacidad crítica, "como quieren los poderosos". Sentir lo que siente otra persona no nos mejora moralmente por decreto y la literatura no es más que "una forma indirecta de experiencia". Los actos de imaginación no son valiosos por sí mismos: "Saber lo que se siente al ser una mofeta no tiene ningún valor pero un relato corto fascinante con una mofeta sí".

3. Narrativa
Un narrador omnisciente quizá parezca un sabelotodo pero no intenta engañarnos. ¿Sobre qué? Podemos aceptar su autoridad sin riesgos ya que sólo nos reclama un acto de imaginación. Aquel obispo del siglo XVIII que, tras leer 'Los viajes de Gulliver' lo arrojó al fuego mientras exclamaba "¡No me creo nada", erraba el tiro. "El obispo descartó la ficción porque consideró que era ficción".
Aquel obispo del siglo XVIII que, tras leer 'Los viajes de Gulliver' los arrojó al fuego mientras exclamaba “¡No me creo nada“, erraba el tiro
Una narración no puede ser verdadera ni falsa, dictamina Eagleton porque tal es la liga exclusiva de la realidad. Hay que entender al narrador omnisciente como una suerte de voz incorpórea, como una "mente de la obra" que no tiene por qué expresar los verdaderos pensamientos del autor. En 'El ardor y las estrellas' su autor, Sean O'Casey se burla crudamente de un tal Covey, unmarxista recalcitrante al que no se le cae la lucha obrera de la boca. Pero, ay, ¡O'Casey era marxista!
Hay narradores omniscientes, narradores híbridos que mezclan la voz principal con la de los personajes (el Henderson de Saul Bellow), narradores que saben algunas cosas, narradores que no saben nada o fingen no saber, narradores que no son de fiar... ¿O no está chiflada la institutiz que inventa Henry Jamesen 'Otra vuelta de tuerca'? También hay narradores muertos. Y tramas no más vivas. Porque las tramas son importantes, recuerda Eagleton pero también pueden llegar a agotar una obra. Cuando te pregunte "de qué va una obra", si se lo cuentas, resumirás la acción pero no el discurso único que la fijó en tu cerebro. Es mejor que se la lea.

4. Interpretación
Las novelas tienen contextos pero estos no las confinan. Un manual para montar una lámpara de mesa vale para lo que vale pero, aunque el telón de fondo de 'El paraíso perdido' de Milton sea la guerra civil inglesa, su interpelación es intemporal, universal. O, con una idea más próxima a la profesión de quien escribe: "No hay nada más viejo que el periódico de ayer y Homero siempre es joven”. Así, afirma Eagleton, toda obra literaria quedahuérfana al nacer, no le debe nada ni a Dios ni al Diablo gracias a una pócima inaudita que la perderá o salvará para siempre: el lenguaje.
Así, afirma Eagleton, toda obra literaria queda huérfana al nacer gracias a una pócima inaudita que la perderá o salvará para siempre: el lenguaje
Por ello, no todas las obras literarias admiten una fácil interpretación. El 'Ulises' de Joyce concluye con una sola frase sin puntuación a lo largo de 50 páginas repletas de obscenidades. El último Henry James observa un estilo tan enrevesado como en ocasiones indescifrable. No es, evidentemente, Dan Brown y lecturas así, admite nuestro profesor, suponen un reto "para la cultura del consumo instantáneo". Pero si el lector esforzado logra acceder a la telaraña sintáctica de James se convertirá en lo más parecido a un cocreador de la obra. ¿Y quién puede resistir tentación semejante?

5. Valor
¡Toquen a rebato! ¡Suelten las amarras! ¡Paren las rotativas! Llegamos al fin a la piedra de toque de toda actividad literaria: su valor. ¿Qué es lo que hace a una obra buena, mala o regular? ¿Lo hay siquiera? El autor de 'Cómo leer literatura' enumera las numerosas respuestas que se han propuesto con el fin de resolver tan insidiosa cuestión: la verosimilitud, la profundidad, la inventiva verbal, la imaginación, la originalidad... Samuel Johnson recelaba de esta última no sólo por parecerle excéntrica, no, ¡es que era imposible! No podía habernuevas verdades morales.
Samuel Johnson recelaba de la originalidad no sólo por parecerle excéntrica, no, ¡es que era imposible! No podía haber nuevas verdades morales
Y si no lográramos ponernos de acuerdo en lo bueno, sugiere Eagleton, tal vez sí en lo malo. ¿O tampoco? Vean el caso de William McGonagall, rapsoda escocés del XIX "considerado unánimemente uno de los escritores más atroces que hayan blandido una pluma sobre un papel, inolvidablemente horrible". Pero, concluye el maestro en las líneas finales de este ensayo suculento, cabe una última e inquietante cuestión: en una hipotética comunidad de hablantes futuros en la que se hubiera trastocado irremediablemente la lengua inglesa... "¿podemos descartar completamente la posibilidad de que algún día McGonagall llegue a ser considerado uno de los más grandes poetas de la historia"?

viernes, 8 de enero de 2016

Mark Twain y el Coliseo



La aguda mirada de Mark Twain se detiene en el Coliseo de Roma y nos ofrece esta irónica reflexión:

"¡Cómo han cambiado los tiempos desde la Antigüedad hasta ahora! Hace diecisiete o dieciocho siglos los ignorantes romanos tenían tendencia a poner a los cristianos en la arena del Coliseo y echarles bestias salvajes para divertirse. Y para enseñar una lección. Era para enseñar a la gente a aborrecer y temer la nueva doctrina que predicaban los seguidores de Jesucristo. Las bestias desmembraban a sus víctimas y las convertían en cadáveres destrozados en un abrir y cerrar de ojos. Pero cuando los cristianos llegaron al poder, cuando la Santa Madre Iglesia se convirtió en dueña y señora de los bárbaros, les demostró lo errados que estaban utilizando medios completamente distintos. Los llevó a la agradable Inquisición y les mostró al Redentor, que era tan generoso y misericordioso hacia todos los hombres, e hicieron todo lo posible para convencer a los bárbaros de que debían amarlo y honrarlo, primero dislocándoles los pulgares con un destornillador, luego marcándoles la carne con pinzas al rojo vivo, que son las más agradables cuando hace frío; luego arrancándoles la piel a tiras y finalmente asándolos en público. Siempre convencían a los bárbaros. La verdadera religión, adecuadamente administrada, como la buena Madre Iglesia solía administrarla, es muy, muy relajante. Y también maravillosamente persuasiva. Existe una enorme diferencia entre lanzar a la gente a que sea pasto de fieras salvajes y tratar de despertar sus sentimientos más nobles en una Inquisición. El primero es un sistema de bárbaros degradados, el otro el de una gente civilizada e ilustrada. Es una auténtica lástima que la Inquisición haya desaparecido."

Extractos de "¡Llegaron!" de Fernando Vallejo


La lectura de ¡Llegaron!, la novela del escritor colombiano Fernando Vallejo, ha sido tonificante. Dejo aquí algunos extractos, clara muestra de que este hombre se calla muy poco y lo dice con prosa limpia y sardónica.

Parida mundana:

"Me pregunto tratando de entender el mundo, ¿y las ansias de poder qué? Otro espejismo, pero de la vigilia. El poder no deja vivir. Ni el dinero. Ni la fama. Ni el sexo. El hombre feliz ha de ser un eunuco pobre, humilde y desconocido."

Parida política:

"Los partidos políticos, sepan ustedes de boca del que nació en uno, son unas mafias descaradas, unas camarillas avorazadas, unos aprovechadores privados que se las dan de servidores públicos y a los que se les hace agua la boca invocando a la patria. No hay tal. No la quieren. La quiero yo que quiero que se acabe para que no sufra (...) Cada día más brutos, más ladrones, más ignorantes. Esto por cuanto se refiere a los hombres políticos. ¿Y la mujer política? La mujer es un bicho depravado, bípedo también, que quiere ser presidenta de la República. Y multípara. ¡A ponerles velo islámico a estas alzadas! Y a taponarlas..."

Parida metafísica:

"¿Y la materia, me preguntarán? No hay materia. Lo que llamamos tal es espejismo mental. Y el Big Bang o Popol Vuh, cosmogonía fantasiosa de guatemaltecos. En cambio las ondas electrónicas sí son reales. Yo las agarro muy fácil: con la mano, cerrándola como cuando agarro un chorro de agua. ¿Y Dios? Que me lo muestren que ardo en ansias teresianas de verle la cara a ese Viejo. El vacío es mucho; la nada, nada; y Dios, mucho menos que nada. Dios no llega a Nada. No es Nada. Hay que quitarle la mayúscula a ese engendro de clérigos estafadores y ponérsela a la Nada. Nuestra Señora de la Nada. Sobre los sólidos cimientos de la Unión Hipostática entre el Vacío y la Nada podremos construir entonces la moral única y verdadera que tanta falta le hace al mundo."

martes, 5 de enero de 2016

"Provincianos y cosmopolitas" por Rafael Argullol

En 1794 el escritor saboyano, aunque ruso de adopción, Xavier de Maistre escribió un delicioso relato, Viaje alrededor de mi habitación, en el que se describe de modo autobiográfico la vida de un oficial que, obligado por una convalecencia a permanecer 42 días encerrado en su cuarto, viaja con su imaginación por un territorio riquísimo en referencias y en pensamientos. El protagonista del texto es un verdadero cosmopolita, un ciudadano del mundo en el sentido literal, a pesar de que está recluido entre cuatro paredes. Me acuerdo con frecuencia del libro de Xavier de Maistre cuando escucho los balances que muchos hacen de sus travesías del mapamundi en viajes organizados, y en los que se plantea una situación inversa a la del argumento literario de aquél: recorren vastos espacios pero su imaginación —o su falta de imaginación— los atrapa en un territorio pobrísimo, tanto en referencias como en pensamientos. Consumen grandes cantidades de kilómetros aunque, como viajeros, atesoran una escasa experiencia de sus viajes. Son, por así decirlo, la vanguardia de los provincianos globales y, en ningún caso, al contrario del oficial convaleciente de Xavier de Maistre, son cosmopolitas ni aspiran a serlo. El provinciano global es una figura representativa de una época, la nuestra, que empuja al cosmopolita hacia una suerte de clandestinidad. El cosmopolita, personaje en extinción, o quizá provisionalmente retirado a las catacumbas del espíritu, es alguien que desea habitar la complejidad del mundo. Es un amante de la diferencia, ansioso siempre de explorar lo múltiple y lo desconocido para volver a casa, si es que vuelve, con el bagaje de los sucesivos saberes que ha adquirido. El cosmopolita quiere saber, mientras que el provinciano global quiere acumular. La globalización, en parte, ha supuesto una devastación cultural de grandes proporciones. El cosmopolita, al no soportar la excesiva claustrofobia de la identidad propia, busca en el espacio absorto de lo ajeno aquello que pueda enriquecer su origen y sus raíces. El hijo pródigo de la parábola bíblica encarna a la perfección ese anhelo: el conocimiento de los otros es finalmente el conocimiento de uno mismo. El cosmopolita quiere saber. El provinciano global quiere acumular mientras, simultáneamente, elimina o aplana las diferencias. Hay muchos signos en nuestro tiempo que señalan en esa dirección, sin que se adivine cómo el que todavía posee la vieja alma del cosmopolita pueda oponerse. Por su espectacularidad y por su carácter reciente el turismo de masas es, sin duda, uno de esos signos. Cada vez se elevan más voces proclamando el carácter pandémico de un fenómeno que, paradójicamente, en sus inicios se consideró liberador porque el igualitarismo del viaje parecía la continuación lógica de la creencia ilustrada en el igualitarismo de la educación. Sin embargo, cualquiera que se pasee por las antiguas ciudades europeas o, con otra perspectiva, por las zonas aún consideradas exóticas del planeta, puede percibir con facilidad el alcance de una plaga que está solo en sus comienzos. Los centros históricos de las urbes ya son casi todos idénticos, como idénticos son los resorts en los que se albergan los huéspedes de los cinco continentes. La diferencia ha sido aplastada, dando lugar al horizonte por el que se mueve con comodidad el provinciano global. Con respecto a la información —otra de nuestras deidades, si no la principal— Heráclito, hace 2.500 años, ya dejó dicho que no proporcionaba la comprensión. No parece probable que variara de posición, deslumbrado por nuestras tecnologías. La misma paradoja que afecta al turismo masivo, enfermo de velocidad y cuantificación, afecta a esa humanidad más informada que nunca pero proclive a la amnesia. Como lo demuestran hechos recientes, tal las guerras de Siria o de Ucrania, es imposible que la llamada opinión pública sepa tan poco de aquello que debería saber tanto en la era de la información total. El provinciano global quiere disponer de resortes informativos, si bien es dudoso que quiera saber. Quizá tampoco está en condiciones de hacerlo. Aquellos que detentan el poder, dirigentes políticos y económicos, están en la misma situación. Cuando a menudo nos lamentamos de la falta de estatistas en la política mundial aludimos, en realidad, al dominio del provincianismo global. La desfiguración de la cultura cosmopolita puede ser clave a la hora de entender buena parte del desconcierto actual. Lo que hemos denominado globalización, vinculada a las grandes migraciones y a las nuevas tecnologías, ha sido, en parte, un fenómeno fructífero, al poner en relación tradiciones ajenas entre sí y al facilitar nuevas posibilidades frente a la desigualdad; no obstante, paralelamente, ha supuesto una devastación cultural de grandes proporciones al destrozar buena parte del sutil tejido de la diferencia. La uniformidad socava los alicientes que alberga toda visión cosmopolita. Una de las grandes metáforas de este proceso en nuestra época es la rápida, universal y consentida mutilación de centenares de idiomas en favor de un idioma avasalladoramente hegemónico. Con toda probabilidad, hace solo tres décadas, nadie se hubiese aventurado a insinuar que para participar en un congreso en Lisboa sobre Camões —poeta nacional portugués— había que intervenir en inglés, o que en cualquiera de nuestras universidades se puede asistir al espectáculo de que un profesor explique a Baudelaire o a Goethe en medio inglés a un público estudiantil que entiende el inglés a medias. Y aún menos, desde luego, se hubiese podido imaginar que se llegaría a la situación de que un entero país —Corea del Sur— pretenda alcanzar a poseer el inglés, como nueva lengua propia, mediante el ingenioso método de llevar a las embarazadas a clases en aquel idioma, de modo que el feto pueda ya adaptarse a lo que prima en el cada vez más reducido universo lingüístico. Obviamente no tengo nada contra lo que los cursis llaman “lengua de Shakespeare” sino contra el reduccionismo que, al maltratar a todos los demás idiomas, también empobrece a la propia lengua inglesa: recientemente, un catedrático de Oxford me contaba que, mientras la mayoría de sus colegas apenas conocen otros idiomas que no sean el suyo, los escritores británicos contemporáneos utilizan una lengua drásticamente empobrecida. Este sería un buen retrato del provinciano global: aquel que aspira a hablar un solo idioma, lo más utilitario posible, sin importarle la destrucción de los mundos que habitan en los otros idiomas; aquel que se mueve continuamente de aquí para allá, obseso coleccionista de imágenes, al tiempo que es incapaz de fijar la mirada, y no digamos el pensamiento, en paisaje alguno; aquel que está permanentemente informado con aludes de noticias y mensajes que sepultan su capacidad de comprensión. Es posible que un individuo de tal naturaleza se considere a sí mismo un cosmopolita. Pero vive en una pequeña aldea que ha confundido con el mundo.

miércoles, 23 de diciembre de 2015

Goytisolo y la enseñanza de la literatura


Al leer las reflexiones de Juan Goytisolo en su novela Coto vedado sobre lo que le provocaban a él las clases de literatura en el colegio religioso donde estudiaba, uno siente tristeza por la nefasta impresión que deja el sistema educativo en la enseñanza de esta materia. Los alumnos huyen de cualquier cosa que suene a literatura española y la causa es evidente: los métodos y manuales que utilizaron y seguimos utilizando en colegios e institutos. Y no es un mal actual, ni mucho menos. Goytisolo lo sufrió a mediados de los 40 y antes y después muchos otros. Solo el espíritu autodidacta ha impulsado a muchos lectores y escritores a acercarse hasta los autores españoles sin miedo a que les cayera un ladrillo de una tonelada sobre la cabeza. Si creyera en los conjuras, aseguraría que hay un contubernio intemporal para hacer aborrecer nuestras letras y alejar a los muchachos de los libros -sobre todo de los escritos en castellano- y yo soy miembro de él -. Y aquí la cita de Juan Goytisolo:
"La instrucción dispensada en el colegio no solamente me hizo aborrecer nuestra literatura -convertida en un muestrario de glosas pedantes y exégesis hueras- sino que me persuadió también de que no había cosa en ella cuyo conocimiento mereciera la pena. Mientras consumía obras de Proust, Gide, Malraux, Dos Passos o Faulkner, ignoraba olímpicamente nuestro Renacimiento y Siglo de Oro".

martes, 22 de diciembre de 2015

"Qué nos enseñan Los cuentos de Canterbury" por Javier Bilbao


«¡Que Cristo me condene! ¡Déjame! ¡Capaz serías de hacerme besar tus viejos calzones, jurando que eran una reliquia de santo, aunque tuvieran palominos! ¡Pero, por la cruz que encontró santa Elena, preferiría tener tus cojones en mis manos antes que tus reliquias! ¡Cortémoslos y te ayudaré a llevarlos, te los envolveré en excrementos de cerdo a modo de relicario!», esta respuesta que le espeta el Posadero al Bulero es uno de los pasajes que mejor definen el espíritu de Los cuentos de Canterbury: religiosidad, humor un tanto escatológico, la inevitable blasfemia que surge de combinar ambos, así como la camaradería entre los peregrinos protagonistas que se sobrepone a la rivalidad entre las profesiones y clases sociales que estaban emergiendo en la sociedad medieval. Pero la obra de Chaucer, pese a quedar incompleta, abordó también otros muchos elementos como la fatalidad de la fortuna, el antisemitismo, la superstición, la avaricia y, muy especialmente, el matrimonio y las relaciones entre hombres y mujeres.
A esta recopilación de cuentos inspirada en El Decamerón y escrita a finales del siglo XIV se le atribuye el haber consolidado la lengua inglesa, pero no es eso lo que ahora nos interesa. Citando la Biblia, el autor afirma que «todo lo escrito se escribió para que nos sirviera de enseñanza, y este fue mi único anhelo». Ahí nos detendremos, veamos entonces qué podemos aprender o al menos qué es lo que servidor —en una lectura personal y sin pretensiones académicas— encuentra particularmente interesante, aquellas pepitas de sabiduría que nos hagan crecer interiormente y, en último término, nos permitan sentarnos en el aire como un maestroshaolin. Que de eso se trata.
La excusa argumental que da inicio a a la obra se basa en un grupo de peregrinos en dirección a la catedral de Canterbury que recalan en la posada del Tabardo. Allí el dueño del local les propone un concurso de narraciones —inicialmente cuatro por persona aunque solo leemos una— y al ganador le invitará a cenar en el viaje de vuelta. Ellos aceptan y las historias van sucediéndose en muy diversos estilos e intenciones, acordes a la personalidad de cada uno y siendo el propio Chaucer un personaje más, que en un guiño metaliterario incluso es abroncado por otro. Respecto a la época en la que está ambientada, es la misma de la citada obra deBoccaccio, así que también refleja el enorme impacto que tuvo la peste negra… aunque ni siquiera llegue a mencionarla directamente. En torno a la mitad de la población inglesa murió en apenas un par de años, dejando en consecuencia una gran cantidad de vacantes disponibles en todos los ámbitos productivos para los supervivientes. Una estructura social que había permanecido rígida durante siglos repentinamente se volvía mucho más abierta, había muchas más oportunidades para todos. Quizá sea eso lo que España necesite en estos tiempos, quién sabe, pues el resultado entonces fue el de dar paso a una nueva sociedad mucho más dinámica, la del Renacimiento. En el caso concreto de los personajes de las diversas historias y de los propios narradores, este hecho se refleja en su interés por prosperar, ascender y enriquecerse (con buenas o malas artes) de una manera que sus antepasados ni se habrían planteado. Quizá el caso más paradigmático sea el de la viuda de Bath, que en el prólogo a su cuento se muestra ufana en torno a cómo se ha casado en cinco ocasiones, heredando las tierras y la fortuna de cada uno de sus desdichados maridos.
Pero la revalorización de la ambición y el dinero no disminuyó sin embargo el odio a los judíos en la sociedad tardomedieval, del que Los cuentos de Canterbury tan buena muestra son. El origen del antisemitismo era una combinación de intolerancia religiosa y recelo ante la prosperidad que estaban alcanzando y la manera de hacerlo, pues los acreedores raramente lograrán caer simpático a alguien. Y es que a los cristianos el Evangelio de Lucas les decía «y si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? (…) prestad, no esperando de ello nada», mientras que a los judíos por su parte el Deuteronomio les dictaba que «Al extranjero podrás prestarle a interés», siendo considerado extranjero alguien de distinta fe. Así que el préstamo con interés era algo repudiable que quedaba proscrito a los cristianos (el rechazo visceral que hoy en día generan los bancos en tantas personas quizá sea un lejano eco de ello) y ese espacio fue ocupado por esa diáspora de las doce tribus que tal como comienza relatando el cuento de la Priora «practica el sucio negocio de la usura, vicio aborrecido por Cristo y por los que practican su fe». Por cierto un personaje este, el de la Priora, de quien en su presentación se destaca su buena educación, pues era capaz de masticar sin que se le cayera la comida de la boca. No valoramos hoy en día como es debido el tener dientes.
La historia que nos cuenta, ambientada en la judería de una gran ciudad de Asia, se centra en un inocente niño cristiano que rezaba y cantaba con devoción camino de la escuela, para lo que debía cruzar dicho barrio. Pero entonces «la serpiente Satanás, que tiene en el corazón del judío un nido de avispas, se hinchó y dijo: ¡infeliz pueblo hebreo! ¿Os parece bien que un niño vaya por ahí entonando canciones cuyas palabras son un insulto a nuestra antigua fe?». Al oír esto los vecinos comenzaron a conspirar y el pequeño acabó degollado y tirado a un pozo que usaban para hacer sus necesidades. La madre, preocupada al ver que su hijo no llegaba a casa, recorrió el barrio y entonces se produjo el milagro de que, aún degollado, cantaba con voz melodiosa desde el fondo de aquel vertedero de inmundicias, dejando así en evidencia a sus asesinos, que fueron prendidos y ajusticiados. ¿Qué aprendemos entonces del cuento de la Priora? Pues que el judío usurero es de naturaleza conspiradora, diabólica y conviene darle su merecido pero no de cualquier manera, ojo, dado que «cada culpable fue descoyuntado, sus extremidades atadas a cuatro briosos caballos, y después colgados según ordenaba la ley». Mmm… no, me temo que no es una buena enseñanza. Sigamos con otra a ver.
Una de las características que dan modernidad a esta obra son los recursos narrativos que emplea, con tramas que se entrecruzan, pistolas de Chéjov (como los peñascos en el cuento del Terrateniente), una narración autoconsciente que recurre a las elipsis y a acotaciones («dejémoslos por un momento en su felicidad para volver con este otro personaje») e, incluso, a cuentos dentro de cuentos que a su vez forman parte de la historia central, como si de la película Origen se tratase. Esto lo vemos por ejemplo en el peculiar cuento del Capellán de monjas, una fábula sobre unas gallinas y un zorro que narran a su vez otras anécdotas protagonizadas por humanos, y también en como cada uno de los peregrinos explica su historia buscando a veces provocar a los otros ridiculizando su profesión, que a su vez replican con otra en sentido contrario, dándole así un hilo conductor al conjunto. Es el caso del cuento del Molinero.
En él se cuenta como un carpintero más ambicioso que espabilado es engañado por el estudiante que vive de alquiler en su casa, quien le hace creer que un inminente diluvio acabará con todo. Atemorizado, el carpintero se mete en un tonel colgado del techo por la noche, a lo que el estudiante aprovecha para ir a su cama y retozar con su esposa. Mientras tanto, otro aspirante a gozar de los favores de esa solicitada mujer canta junto a su ventana y ella, para espantarle, le ofrece un beso en la oscuridad. Él acepta y al aproximar los labios lo que asoma es el culo de ella (muy áspero y peludo, se describe). Ávido de venganza el amante frustrado vuelve con un tizón al rojo vivo y reclama otro beso, siendo esta vez el estudiante quien hace la broma de mostrar su trasero. Entonces le arrea con el tizón y el estudiante grita desesperado «¡Agua, agua!», lo que despierta al carpintero y lo agita al creer que ese grito es el aviso del inminente diluvio, haciéndole caer con gran estrépito y atrayendo así a todos los vecinos, que al ver la situación estallan en risas. En definitiva, por sus detalles y extensión es básicamente un chiste contado por Chiquito de la Calzada y aquí la moraleja está muy clara: no duermas en un tonel ni asomes el trasero por la ventana. Tal vez no sea la mayor perla de sabiduría de la historia de la literatura, pero nunca se sabe cuándo puede servir.
El siguiente cuento, narrado por un carpintero, tiene evidentemente como objetivo de sus dardos a un avaricioso molinero, cuyas esposa e hija son mancilladas por dos estudiantes a los que intentó estafar. Como vemos la infidelidad es un tema recurrente, presente también en otras historias y que contribuye a hacer de Los cuentos de Canterbury en su conjunto todo un tratado sobre el amor y el matrimonio. De hecho se suele atribuir a Chaucer el haber sido el primero en atribuir al día de San Valentin el significado que actualmente le otorgamos de celebración de los enamorados (aunque no por estos cuentos sino por su obra anterior, El parlamento de las aves). El cuento de Melibeo nos muestra por ejemplo a un hombre poderoso que se plantea iniciar una guerra contra sus vecinos como desagravio, pero su esposa Prudencia con gran elocuencia le termina persuadiendo para que opte por el perdón y la convivencia pacífica. La relación entre ambos es una estrecha alianza frente al mundo, en la que ella con una actitud aparentemente suplicante termina logrando que él haga todas y cada una de las cosas que le va pidiendo, como si fuera una marioneta en sus manos, aunque eso sí «Dios sabe que en mi propósito lo digo como lo mejor para ti, por tu honor y también para tu provecho». Algo similar a lo que encontramos en el cuento de la viuda de Bath y en el del Terrateniente, en el que se describe el amor como una entrega mutua en la que una parte es sierva y dueña simultáneamente de la otra:
El amor no debe ser forzado ni limitado por el dominio, ya que cuando este aparece, el dios encoge sus alas y emprende la retirada. Al amor no se le pueden señalar fronteras. Las mujeres, por propia naturaleza desean la libertad, no quieren ser tratadas como esclavas, y lo mismo sucede con los hombres.
Por su parte el cuento del Mercader, sobre un hombre rico que ya tiene cierta edad y se muestra ansioso por adquirir una joven esposa, va aún más allá al poner en boca de su protagonista que «un hombre que no esté casado es una basura». Aunque su hermano se ve obligado a refrenar tanto entusiasmo haciéndole ver que «solo Dios sabe las lágrimas que derramé desde que me casé. Que cuente las satisfacciones del matrimonio el que quiera o el que haya tenido suerte, yo solo puedo hablar de disgustos y obligaciones». Lo que entronca con otra de las ideas recurrentes que nos muestra Chaucer, la de que, por así decirlo, la hierba siempre nos parece más verde al otro lado del prado. Cada uno desea la suerte del vecino aunque el vecino envidie la nuestra, un sesgo psicológico recurrente y muy estudiado hoy día. Por cierto, al final del cuento del Mercader el protagonista acaba siendo un cornudo ante sus propios ojos, aunque ella termina convenciéndole de que no es lo que parece y siguen felices.
Para ir concluyendo no podemos dejar de mencionar la adaptación al cine que dirigió el cineasta italiano Pier Paolo Pasolini y que le valió el Oso de Oro en el Festival de Berlín de 1972. No ponemos el enlace no vayan a cerrarnos el chiringuito, pero pueden encontrarla en YouTube en castellano. Es una versión muy similar en muchos aspectos a la que hizo previamente de El Decamerón, que conforma con la posterior de Las mil y una noches su llamada «Trilogía de la vida». Hay que decir que ha envejecido bastante mal, parece rodada con cuatro duros, tiene unas actuaciones pésimas y un hilo argumental un tanto inconexo, como si se hubiera reunido con un grupo de amigos un fin de semana y esto es todo lo que les hubiera dado tiempo a rodar. Eso sí, aparece mucha gente desnuda y follando, lo que provocó un considerable escándalo en su época, también en el Partido Comunista Italiano (al que el cineasta era tan afín) que lo tildó de «capitalista, reaccionario y lleno de concesiones con la sociedad de consumo». Visto hoy en día resulta bastante curioso que un partido político haga crítica cinematográfica, pretendiendo extender en ese ámbito también sus tentáculos como si de una iglesia o secta se tratase. El aludido por su parte tuvo una respuesta para todos ellos. «Mi película es casta», comenzaba diciendo, y no le malinterpreten, no se refería a que fuera bipartidista y corrupta, sino a que «no hay en ella escenas vulgares ni pornográficas. La pornografía es un vicio como otro cualquiera porque comercializa el erotismo, que es una de las cosas más bellas del mundo».
En cualquier caso, si no quieren verla completa sí que les recomiendo efusivamente los dos últimos minutos (a partir del 1:43:50) que recogen el prólogo del cuento del Alguacil. Pura poesía en imágenes en las que se plasma cómo un fraile soñó con que iba al infierno y allí, al no encontrar ningún otro de su condición preguntó al ángel que le guiaba si acaso estaban todos en el cielo, a lo que este le llevó ante Satanás y le gritó:
—Levanta el rabo Satanás! ¡Enséñanos tu culo y deja que veamos dónde está el nido de frailes en este lugar!
Y como un enjambre de abejas por el culo del demonio salieron veinte mil frailes en tropel, que pulularon por todo el infierno.

sábado, 19 de diciembre de 2015

"El papagayo verde" por Gustavo Martín Garzo


Un corazón simple es una novela corta que Gustave Flaubert incluyó en su último libro, Tres cuentos. Se conservan varias cartas en que su autor se refiere a la laboriosa génesis del texto. La novela apenas tiene 50 páginas y necesitó cinco meses intensivos para escribirla. “Apenas puedo poner en marcha mi historia. Ayer trabajé durante dieciséis horas, hoy todo el día, y por fin esta noche he terminado la primera página”, escribe a comienzos de marzo de 1876. Varios meses después, Flaubert vuelve a aludir a esa dificultad en una carta a su amigo Turguéniev: “Mi Historia de un corazón simple estará terminada sin duda a finales de agosto. ¿Pero qué difícil, Dios mío, qué difícil! Cuanto más adelanto más me doy cuenta. Me parece que la prosa francesa puede llegar a una belleza de la que no se tiene ni idea. ¿No le parece que nuestros amigos se preocupan poco de la Belleza. Y sin embargo es en el mundo lo único importante?”.
Un corazón simple habla de ese mundo de la pequeña burguesía rural que Flaubert conoce como la palma de su mano y que ya ha retratado magistralmente en Madame Bovary. Su protagonista es Félicité, una abnegada mujer que vive a la sombra de su señora, cuidando a sus hijos y ocupándose de las tareas de la casa. Flaubert se detiene con puntilloso realismo en los pormenores de esa vida insignificante y nos habla de sus pesares y pequeñas alegrías, y de los seres que van pasando por su vida: un novio poco delicado, los hijos de su ama, un sobrino, un anciano al que cuida en su enfermedad. Unos mueren, otros se van de su lado o sencillamente la olvidan, y Félicité se queda sola. Casi es una anciana cuando una familia de indianos se muda a la casa vecina. Ella vive pendiente de sus conversaciones animadas, de su afición a la música, de sus vestidos alegres. Tienen un loro, que se llama Loulou. Lo han traído de sus lejanas tierras y a Félicité le fascinan sus colores tan vivos, su voracidad, sus gritos desdeñosos, su mirada desafiante. Pero los indianos no se adaptan bien ni a los inviernos ni al rigor de las costumbres de la comarca, y deciden regresar a sus tierras. Y como el loro es un estorbo para ese viaje se lo regalan a Félicité. Su vida cambia desde entonces, ya que el loro se transforma en su única compañía. A tal punto se obsesiona con él que, cuando muere, Félicité manda disecarle y le construye en su propio cuarto un pequeño altar que se convierte en el centro más secreto de sus fantasías.
Julian Barnes tiene un elocuente libro en que trata de resolver el enigma de ese loro. El loro es para él un ejemplo del estilo grotesco de Flaubert. Y aventura las semejanzas que hay entre el escritor y la protagonista de su historia. Los dos son viejos prematuros, son seres solitarios cuyas vidas han quedado marcadas por las pérdidas, los dos son igual de perseverantes. Y aunque Félicité, al contrario que Flaubert, es incapaz de expresarse, a través del loro recibe el don de las lenguas. ¿Félicité más Loulou equivale a Flaubert? se pregunta Barnes. Félicité contendría su carácter, Loulou su voz. Flaubert estaba obsesionado como escritor con la idea de la insuficiencia del lenguaje para expresar nuestros anhelos. “La palabra humana”, escribe en una de sus cartas, “es como una caldera rota en la que tocamos melodías para que bailen los osos, cuando quisiéramos conmover a las estrellas”. El loro con su repetición paródica del lenguaje humano sería el signo de ese fracaso. Un ave que habla sin parar y que sin embargo no sabe lo que dice, ¿así son los escritores?
En una de sus conferencias, Flannery O’Connor nos recuerda que los estudiosos medievales se servían de tres procedimientos a la hora de enfrentarse a la exégesis bíblica: el alegórico, en virtud del cual los relatos o figuras bíblicos no serían sino la representación de ideas abstractas; el tropológico, en el que daban cuenta de sus enseñanzas morales; y el analógico, en que los textos tenían que ver con la vida divina y con nuestra forma de participar en ella. En su opinión, es esta tercera actitud la que corresponde al artista, ya que le permite enfrentarse al misterio de la vida ensanchando el escenario humano. Es lo que pasa en este relato. Para Flaubert el loro disecado es un símbolo, un lugar de sentido. Pero los símbolos, al contrario de lo que pasa con las figuras de la alegoría, nunca significan una sola cosa. Hacen crecer la historia en las direcciones más impensadas, nos relacionan con lo que desconocemos. El arte de Flaubert opera en Un corazón simple analógicamente (en todas sus novelas lo hace así). Parte de un escenario perfectamente identificable, el que se corresponde con una novela realista como hay tantas, pero de pronto surge en él algo semejante a una fractura, una grieta por la que se precipita lo que creíamos saber acerca de ese escenario y de sus personajes. Algo que desequilibra las cosas, que tiene que ver con alguna forma de visión. Eso representa el loro.
Antonio Machado tiene un poema misterioso en que sucede algo parecido: “Te cantaré mi canción, / se canta lo que se pierde, / con un papagayo verde / que la diga en tu balcón”. No sé cómo interpretan los estudiosos de la obra de Machado la presencia de ese papagayo cantor. Decir que se canta lo que se pierde ya es suficientemente hermoso, ¿por qué entonces debe ser un papagayo verde quien lo diga? Creo recordar que esa coplilla fue escrita en la época en que Machado vivía su pasión prohibida por Guiomar, y bien podemos pensar entonces que el papagayo es un símbolo del deseo. Habla de ese mundo poliformo del deseo, de toda la locura y belleza que hay en las selvas tropicales donde viven estas aves. Como si el poeta le dijera a su amada: en esto me he convertido por ti. “Cualquier camino lleva / al arsenal de cosas no vividas”, escribió Rilke. ¿Cualquier camino? No lo tengo tan claro. Hace falta un papagayo en el balcón, un loro como el de Flaubert.
El loro aparece en el lugar de la herida y Félicité al quedarse con él pasa a formar parte de esa legión silenciosa de seres a los que algo les es asignado por un motivo misterioso, como pasa en La leyenda del santo bebedor, la enigmática novela de Joseph Roth. Cumplir con ese encargo supone una restauración de los vínculos con los demás. Arrancarle inesperadamente a la vida, como quería Magris, territorios de persuasión. El loro es mucho más que la imagen paródica de la impotencia del escritor. Gracias a él la sensible crónica de una abnegada criada se transforma en manos de Flaubert en una de las fábulas más hermosas de la literatura universal. Una fábula sobre el sentido del arte, sobre el arte como visión. Porque el arte no habla de lo que tenemos sino de lo que nos falta, quiere ofrecernos una segunda vida. Eso representa para Félicité el loro: todo lo que no ha tenido ni tal vez podrá tener jamás. La promesa de una transfiguración.
De modo que cuando terminen de leer un libro pregúntense si le falta el loro o no. Así sabrán si ha merecido la pena.


viernes, 18 de diciembre de 2015

Oda al gintónic (emparedado de liras y cuartetas)


Al amor de los bares
me gusta suicidarme con mesura,
beber tiempos y mares
de extensión oscura
con sabor a eternidad y locura.

Me gusta suicidarme lentamente
con ruinas, con hierbas, con licores.
Me gusta tratar con ellos frente a frente,
aunque rabie la resaca entre sudores,

aunque la piel se desmigaje en días
cuando me arañe el sueño la mañana
y la cabeza arda en ironías
entre el ser y no ser de yesca y lana.

Me gusta suicidarme
con breves gotas de ginebra en hielo,
para verme y no amarme,
para que se abra el suelo
y envolver la conciencia en un pañuelo.