domingo, 28 de junio de 2015

"Arde Madrid" por Holden Caulfield


Hace unos días, mientras caminaba de noche por la calle Montalbán, cerca del Retiro, una chica agarró del brazo a su amiga despistada. «¡Mira! ¡Se pueden ver las estrellas!». Y los que pasábamos por ahí levantamos la vista al cielo, algo extrañados. ¿Estrellas en Madrid? Qué cosas.
Esto es Madrid. Una ciudad donde se contemplan las estrellas con cierta extrañeza, como a ese pariente lejano al que solo ves en bautizos y comuniones.
Llevo diez años viviendo en Madrid. Conozco sus lunares, su olor, su luz, sus secretos y sus cambios de humor. Y hasta una vez vi a Victoria Beckham comiendo jamón. Y aun así hay veces en las que se me antoja como una completa desconocida. (Madrid, no Victoria Beckham). Como si acabara de poner el pie por primera vez en Gran Vía convencido de que a la vuelta de cualquier esquina me van a atracar.
La mejor época de Madrid empieza ahora, con la temporada de fresas, los días largos y las tardes con el cielo de color violáceo. Cuando se empieza a vivir más de noche que de día. El joven Pla, al llegar a Madrid, escribió que lo que más le había sorprendido había sido la ajetreada vida nocturna de la ciudad, hasta el punto de que tenía miedo de que cualquier día le citaran para una reunión de trabajo en el Café de Puerto Rico entre las tres y las cuatro de la mañana.
Una vez me dijeron que Madrid es como un cigarro que da placer, te va consumiendo poco a poco y no se apaga nunca.
Y creo que eso es lo más bonito que se puede decir de una ciudad.
Supongo que aún arde Madrid.
Ocho de la mañana
Despiértese pronto. No importan los excesos de la noche anterior. Madrid no tiene memoria. Quand on est jeune, on a les matins triomphants!
El amanecer en Madrid es un amanecer importante. Decía Luis Carandell que el amanecer de Madrid lo pintóVelázquez. Y el día, Goya. Las casas de los ricos, los jardines, los paseos, los edificios púbicos y los bares elegantes son de Velázquez. El Rastro, los mercados, la Casa de Campo, los domingos, la Puerta del Sol, San Blas, el metro y las tascas, de Goya.
Madrid debe de ser la ciudad en la que se consume más litros de café con leche per cápita del mundo. Y a pesar de esto, suele dejar bastante que desear. Hay una cortina de humo en torno a este hecho. A los madrileños no les gusta que se metan con su café. Pero es la cruda realidad. Los italianos residentes en Madrid sufren verdaderas penurias por el nefasto café que les sirven, a pesar de sus detalladas explicaciones a los camareros, y viven en un estado de permanente agonía. «¿Café? ¡Aceite de motor!» suelen gritar indignados con una mueca de espanto al ver una piscina de café lechoso desbordando su taza.
Pero no arroje la toalla. El mejor café lo puede encontrar en la calle La Palma, en Toma Café. No caben más de diez personas, huele siempre a mañana recién estrenada y la luz y la música suelen estar perfectamente moduladas. Además, la calle La Palma es una de mis favoritas de Madrid. No es la más guapa del mundo pero juro que es más guapa que cualquiera. Siempre que voy, silbo una canción de McEnroe. Reflejos pavlianos, supongo.
Caminando junto a ti,
amanecía ya en Madrid
por la calle La Palma.
Once de la mañana
A cinco minutos andando de Toma Café puede dejarse caer por dos de las mejores librerías que podrá encontrar: Panta Rhei y Tipos Infames.
En Panta Rhei puede perderse entre los libros más originales, bonitos y difíciles de encontrar. El paraíso de los buscadores de perlas.
Tipos Infames es una librería y vinoteca en la que uno, si se descuida, tiende a pasar mucho tiempo. Tal vez demasiado. Mezclar libros y vino en la misma tienda. No sé cómo no se le había ocurrido antes a nadie esta genial idea.
Un recorrido rápido pero de calidad por el Thyssen merece mucho la pena. El libro de su director, Guillermo Solana, con los cuadros del museo explicados a ritmo de tuit, puede ser una buena guía.
Una del mediodía
La hora del aperitivo. Al igual que el viejo pirata retirado de Conrad, que se conformaba con ver los barcos desde su hamaca en el puerto mientras soñaba con aventuras que ya nunca viviría, en Madrid, a falta de mar, nos anclamos en las barras y vemos la vida pasar mientras pimplamos como viejos corsarios. Sí, somos animales de barra. Nos gusta ese ambiente, comer de pie, las barras metálicas y las servilletas por el suelo.
Un lugar de obligado peregrinaje es El Cangrejero, enfrente de la Plaza de las Comendadoras, donde dicen que se tira la mejor cerveza de Madrid. Lleva funcionando desde 1932 y para conocer la edad de su mobiliario habría que seccionarlos transversalmente para contar sus anillos o someterlos a la prueba del carbono 14. Antiguamente vendían cangrejos vivos y cucuruchos con quisquillas y gambas. Ahora tienen las mejores conservas de la ciudad (altamente recomendables sus mejillones, las anchoas con alcaparras o la melva canutera) y sirven un vermú estupendo.
Otro sitio estupendo en el que hace parada y fonda es el Cisne Azul. Su especialidad son las setas. Siempre suele estar abarrotado de gente pidiendo sus boletus con zamburiñas, los níscalos con gulas o un plato de trompetas de los muertos.
La mejor ensaladilla rusa, tema muy delicado este y siempre objeto de virulentas disputas, la podrá encontrar en Rafa, fantástica barra con un producto excelente. Sitio clásico, con camareros extraordinariamente eficientes y discretos, como mercenarios a sueldo, vestidos siempre con impoluta chaqueta blanca y corbata oscura, y mucha solemnidad a la hora de servir la ensaladilla rusa. No es para menos.
Si lo que le apetece es un bloody mary con el que combatir los efectos de la resaca, el mejor de la ciudad lo preparan en La Bomba Bistró. El truco está en la salsa diablo. Combínelo con unas ostras guillerdeau al natural si se ven con espíritu. La mejor mezcla del mundo.
Cuatro de la tarde
Elija el sitio preciso, la baldosa exacta, de la calle Alcalá, entre el Banco de España y el Círculo de Bellas Artes, desde donde se ve empezar la Gran Vía, como un costurón surcando la piel de Madrid. Y quédese un momento contemplándola.
Antonio López tardó en pintarla cinco veranos. Bien merece la pena dedicarle cinco minutos.
Seis de la tarde
Si el tiempo acompaña, darse una vuelta por El Retiro, rematando con un refrigerio en La Latina tras gastar suela, siempre es un plan imbatible. El Viajero y Juana la Loca son paradas fundamentales en La Latina para el pertinente avituallamiento y descanso del guerrero.
Nueve de la noche
Si el hambre aprieta, pueden ir a probar los tacos más auténticos en la Taquería Mi Ciudad. Esto me lo soplaron en el jardín del Celler de Can Roca, mientras esperaba a sentarme a comer un día de Navidad. Y ahí fui tan pronto como volví a Madrid. Y me enamoré. Se trata de un local diminuto, siempre abarrotado y extremadamente barato en el que los tacos van y vienen a un ritmo vertiginoso. La Taquería Mi Ciudad corre en dirección opuesta de palabras como refinamiento, comodidad o sofisticación pero sus tacos y sus margaritas hablan por sí solos.
Un sitio divertido y canalla. Un sitio de Madrid.
Medianoche
Lo más bonito que se ha escrito de un bar fue este haiku asonatado que Luis Alberto de Cuenca dedicó a Balmoral cuando cerró sus puertas.
Se nos salía
el amor por el borde
de nuestras copas.
Un trago rápido y letal. Como un dry martini. Como un cuchillo disuelto, que diría Alcántara.
Mientras los noctívagos guardan luto por el cierre de Balmoral y se santiguan al ver el Museo Chicote agonizando y el viejo Shuzo recién retirado, siguen en permanente búsqueda de nuevos guaridas y cuarteles generales en los que echar los tragos. La coctelería Santamaría nunca falla. Es un valor refugio. Estupendo sugin fizz con clara de huevo. Martínez es otro de los más frecuentados. El Cock, con ese aire a salón de club londinene y sus techos altísimos, es una de las paradas obligatorias. «El Cock es algo más que una búsqueda postrera del alma, es el último refugio espirituoso de Madrid» escribía Jorge Berlanga. El 1862 Dry Bar en la siempre fascinante, divertida y ruidosa calle Pez. Si quieren un sitio tranquilo, semiclandestino y en el que incluso poder comprar los mejores destilados blancos, vodka y ginebra, su sitio es Adam & Van Eekelen.
Las cuatro de la mañana
El Toni 2 es donde acaban todas las balas perdidas de la ciudad. Este piano bar tiene un toque decadente de Las Vegas, trazas de coctelería clásica y ciertas reminiscencias de karaoke, empapado todo en alcohol. Y por eso nos encanta. Sobra mucha luz en el local y el pianista no se sabe canciones de Loquillo. Pero es donde los que no llegamos a crooners jugamos a emular a Sinatra.
Las seis de la mañana
Silencio, luz difusa, despedidas, papeles, ceniza y polvo.
Subirse el cuello del abrigo, buscar las llaves y tiempo de batirse en retirada.
Y, si tiene suerte, de encontrar alguna estrella.

sábado, 27 de junio de 2015

"Eructos y regüeldos" por Carlos Franz


De Cervantes se acuerdan cuatro gatos porque se los obliga a leer el Quijote”, afirmó una vez la escritora de superventas mundiales Isabel Allende. Y algo similar dijo de Borges, antes de asegurar que los escritores “se mueren y se acabaron”.
Afortunadamente, ese diagnóstico de una amnesia literaria y cultural tan generalizada era exagerado. Este año, por ejemplo, somos muchos más que “cuatro gatos” los que celebramos (voluntariamente, lo juro) que la segunda parte del Quijote cumpla cuatro siglos.
Es cierto, hoy Don Quijote de la Mancha no se vende tanto como algunos superventas contemporáneos. Sin embargo, el Quijote es algo muy superior a ellos: es un superviviente. Este libro ha sobrevivido a tantos malos augurios que uno se pregunta: ¿cuál será el secreto de su buena salud? Es probable que ese secreto —si nos fuera dado conocerlo— tenga que ver con la forma en que la obra de Cervantes se relaciona con el pasado y el futuro de las palabras.
De muestra, este pequeño botón. En el capítulo XLIII de esa segunda parte del Quijote encontramos ciertas recomendaciones higiénicas que, si las siguiéramos todos, quizás llegaríamos a vivir tan largo como ese libro. Don Quijote le aconseja a Sancho:
“Come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago. Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto ni cumple palabra. Ten cuenta, Sancho, de no mascar a dos carrillos, ni de erutar delante de nadie.
—Eso de erutar no entiendo -dijo Sancho. Y don Quijote le dijo: —Erutar, Sancho, quiere decir 'regoldar', y éste es uno de los más torpes vocablos que tiene la lengua castellana, aunque es muy significativo; y así, la gente curiosa se ha acogido al latín, y al regoldar dice erutar, y a los regueldos, erutaciones.
—En verdad, señor —dijo Sancho—, que uno de los consejos y avisos que pienso llevar en la memoria ha de ser el de no regoldar, porque lo suelo hacer muy a menudo.
—Erutar, Sancho, que no regoldar —dijo don Quijote”.
En esa escena de los eructos y regüeldos, como en tantas otras de la novela cervantina, se libra un combate —amistoso— entre el habla ilustrada, y algo rebuscada, del Caballero de la Triste Figura y aquella parla descuidada pero franca del campesino Sancho. Es un duelo que no puede resolverse en triunfo de uno u otro.
En este caso, además de ser sinónimos, eructar y regoldar tienen una prosapia semejante. Regoldar viene del latín regurgitare (regurgitar), que remite a gurges: torbellino de agua. Mientras que eructar viene de eructare que significaba vomitar y es pariente de ructus o ructare, que en latín significa rugido o rugir. ¿Y qué es esto último sino un torbellino de sonido?
Esas hermosas resonancias etimológicas hermanan a la palabra “malsonante” con la elevada. Pese a ellas, Alonso Quijano prefiere el verbo eructar porque le suena menos ofensivo al oído que el otro. Por esto, en esa misma escena don Quijote le hace una apuesta a su escudero. Le asegura que si algunos de sus contemporáneos no entienden todavía los términos erutar y erutaciones, “importa poco, porque el uso los irá introduciendo con el tiempo, que con facilidad se entiendan; y esto es enriquecer la lengua, sobre quien tiene poder el vulgo y el uso”.
El Caballero de la Triste Figura apuesta por la palabra eructo, incluso sabiendo que en el lenguaje influyen tanto la costumbre vulgar como el uso cultivado de las palabras que hace “la gente curiosa” o instruida. Aunque él es de estos últimos, Quijano admite que ninguno de los dos grupos tiene una prevalencia absoluta sobre la lengua. Por lo mismo, tampoco puede uno de esos conjuntos atribuirse un monopolio del buen o mal gusto en el habla. Don Quijote no ignora que este gusto depende de los contextos: sociales, geográficos o temporales.
Esa postura del Ingenioso Hidalgo suena equilibrada y sensata. Quizás demasiado equilibrada para alguien con el seso resecado por un exceso de lecturas. Y así ocurre, en efecto: don Quijote no se deja amilanar por su propia sensatez. Pese a ella, se desequilibra, toma partido y lanza su apuesta por una palabra.
Si don Quijote apuesta es porque cree en la importancia de la lengua y en la posibilidad de enriquecerla. Para alcanzar ese ideal suyo, el hidalgo manchego está dispuesto a batallar contra el molino de viento verbal que domina su época. Una batalla que hoy seguramente daríamos por perdida. Sin embargo, Alonso Quijano confía en que la instrucción puede influir en las costumbres generales. Y por esto le predice a Sancho que eructar —esa palabra supuestamente más refinada— llegará a imponerse sobre ese “torpe vocablo”: regoldar.
Era una apuesta arriesgada —quijotesca, en verdad—, pues en época de don Quijote cualquiera se habría jugado por lo contrario. Así es: en el Tesoro de Covarrubias —diccionario publicado en 1611— aparece la palabra regüeldo, pero no figura para nada el vocablo eruto o eructo. Ese regoldar de Sancho era una expresión mucho más común en el siglo XVII que el ideal eructo de don Quijote. Y por eso cualquiera habría dicho que el Caballero de la Triste Figura iba a perder su envite, como casi siempre le ocurría.
No fue así. Cuatrocientos años después la palabra eructo se usa mucho más que el vocablo regüeldo. El diccionario Lexicoon le da a este una frecuencia de uso de un 27%, y eso lo pone en el lugar 77.200. Mientras que eructo tendría una frecuencia de 68%.
El resultado de esa rara apuesta cervantina nos confirma que nadie conoce la lengua del futuro. Por análogas razones nadie sabe lo que leerán nuestros distantes y desconocidos descendientes. Este desconocimiento nos dificulta asegurar posteridades. Pero, asimismo, esa ignorancia del mañana desmiente a quienes anuncian un diluvio de amnesias en el que se ahogarán las obras maestras (junto con las nuestras).
Enfrentados a esa incertidumbre, podemos predicar el nihilismo cultural. O bien podemos leer como parábola ese consejo sobre los regüeldos y los eructos que dio don Quijote. Con su arriesgada apuesta, el héroe cervantino se negaba a aceptar que la amnesia fuese inevitable y se jugaba por la trascendencia de las bellas obras del lenguaje más allá de nuestra época.
Quizás sea por ello que en la batalla verbal, ya que no en las otras, don Quijote triunfó y sigue triunfando. Uno de los secretos de la salud de roble del libro de Cervantes, que lo ha mantenido vivo cuatrocientos años, es ese: su quijotesca apuesta por el futuro de las palabras.

viernes, 26 de junio de 2015

Verano


La furia del sol
vuelve a asolar los campos,
los tejados,
el fondo de las arcas y los balnearios.
Nada queda del agua,
se perdió entre la calima,
entre los furores del fuego.
Nunca ha habido un verano como este,
ni nunca hubo un verano como el pasado.
Todos los veranos renuevan su manta de polvo
y la extienden sobre la arena calcinada
para que nadie pueda tumbarse sobre la tierra,
para que nadie pueda sujetar el tiempo por las crines.
Los veranos nunca son iguales, 
pasan, como los días, como las minifaldas,
sin dejar aliento en el pecho,
apresando a los incautos
que miran al cielo
con la esperanza de detener las horas,
de eternizar el agua de la primavera.
Todo es sopor y brasas,
todo murria y esporas,
nada se detiene,
ni siquiera este bochorno de lanas
que parece anidar para siempre en el sudor de los muslos,
en el fin de los ventiladores.
Pasará, 
como pasó la lluvia,
como pasaron los años de la infancia,
veloces, 
ya casi inexistentes.

jueves, 25 de junio de 2015

Glorias olvidadas: "Soy bellísimo" de Gonzalo


Soy bellísimo, soy bellísimo,
A la mierda mi cuerpo
si mi alma está sola.
Soy bellísimo, soy bellísimo
nana nana nanana nanana na naaaaaa

Ahora en las sombras de mi cuerpo,
donde se ahogan mis palabras,
me siento el ser más feo de la Tierra.
Eso me siento.

Seguro que pocos recordáis ya a Gonzalo, un cantante de finales de los 70 cuya trayectoria musical ha sido injustamente olvidada. Solo tenéis que releer esta estrofa extraída al azar de su canción más conocida para comprobar el gran vate que se escondía tras esa melena de escultura griega. El estribillo es de una originalidad que roza las mejores creaciones de un Ronsard o de un Baudelaire. Es el nuevo poeta maldito del siglo XX, aún sin reconocimiento. La concesión a las vanguardias: "nana nana nanana...", se engasta en un tema tradicional como es el de la renuncia a la propia belleza física que malogra el espíritu, a la manera del mejor Cernuda. La canción, además, es un homenaje a Wilde, una vuelta de tuerca al retrato de Dorian Gray. Oídla, deleitaos y cantadla por las calles, en el autobús, en los museos, en las piscinas. Colaborad en la recuperación de esta gloria olvidada.

domingo, 14 de junio de 2015

Educación o castración



Cada año que paso en las aulas me sirve para ir aumentando mis dudas acerca de la labor del profesor y del misterio de la educación. No me queda ya ninguna de las certezas con las que comencé en este oficio. Y no creo que esto sea negativo, siempre he pensado que las dudas ante materias trascendentes deben crecer con los años y con su análisis.
Es evidente que una buena preparación académica ayuda a transmitir conocimientos, que una prospección adecuada del alumnado nos prepara para conocerlo mejor, que una exhaustiva planificación de las clases las hace más fluidas, que una actitud serena ante los desvaríos de los adolescentes nos acerca a ellos, que los consejos de nuestros compañeros mayores son imprescindibles…, todo esto es una evidencia palpable. Ahora bien, ¿qué sentido tiene transmitir todo ese cúmulo de conocimientos que se desvanece al día siguiente del examen? ¿Por qué la práctica educativa se dirige casi exclusivamente a engordar la memoria del adolescente para exprimirla en un control o en una prueba de selectividad? Esto es lo que me produce mayor desazón. Cada vez le encuentro menos sentido.
 El fin último de la educación está pervertido y por tanto pervertimos todo su proceso. Las clases se convierten en sesiones tediosas que no sirven para formar a nadie, solo para engranarlo en la rigidez absurda del sistema social. Los currículos que se nos obliga a seguir no tienen ninguna flexibilidad. Los mismos alumnos no son capaces de transferir los conocimientos de un área a otra porque nosotros mismos los convertimos en materia rígida e intocable. Es curioso comprobar cómo a principio de curso los alumnos se presentan expectantes para ver qué ocurre en las clases, pronto se frustran y desaniman. No me extraña que muchos de ellos se rebelen contra nosotros.
Solo tengo claro algo que posiblemente se vaya oscureciendo el curso que viene: el poder, las instituciones, las propias convenciones sociales gozan (gozamos) haciendo del individuo su juguete, moldeándolo a su antojo y desmembrando todo lo que en él pudiera haber de original, de novedoso, de creativo. El vértigo ante la espontaneidad estrangula las escuelas. El objetivo que nos proponen es el de domesticar no el de educar. 

miércoles, 10 de junio de 2015

La placidez de la bestia


Rumiamos los necios bajo el balcón de quien nos arroja los desperdicios y agradecemos su gesto. Nos sometemos al dominio del amo que nos da de comer las sobras, mientras a ellos les crece el vientre como un tumor maligno. No somos capaces de diferenciar la porquería de los manjares, nos basta con no pensar demasiado para seguir respirando. Si ellos nos proporcionan lo necesario por qué ir a buscarlo, por qué cuestionarnos la calidad de la comida, por qué buscar una independencia que solo nos traería problemas y la venganza de los que velan por nosotros. Es mejor así: la placidez de la bestia. La ignorancia da sosiego, adocena, pero permite contemplar la vida como la oveja que ve subir a sus corderos en el camión del matarife, sin ninguna alteración, con idiotez, con la idiotez de la inconsciencia. Rumiamos los necios, comemos los desperdicios del amo y le damos las gracias por cuidar de nosotros, almas sin piernas, de balido largo y hueco.  

martes, 9 de junio de 2015

"El escritor como espejo cóncavo" por Manuel Vicent

Ramón llegó a oficiar una misa bohemia al amparo de una botella de Anís del Mono en la tertulia de los sábados. Hijo de una familia ilustre de Cantabria, deseaba sobre todo despertar admiración en las castañeras.

EN CIERTA OCASIÓN Josep Pla se encontró con Ramón Gómez de la Serna en la puerta del hotel Palace. Llovía ese día en Madrid y Pla, como es natural, llevaba un paraguas. Después del saludo habitual, Ramón no pudo reprimir una greguería. “Abrir un paraguas, querido amigo, es como disparar contra la lluvia”, dijo, y Josep Pla quedó admirado. Tal vez esa metáfora ingeniosa podía ser la esencia de la literatura. A continuación, sin darle tiempo a reponerse, Ramón exclamó: “El paraguas puesto a secar abierto parece una tortuga de luto”. Pla comenzó a torcer el morro ante semejante ingenio, pero Ramón insistió y antes de llegar a la rotonda del hotel añadió: “La lluvia cree que el paraguas es su máquina de escribir”. Ante la sensación de que Ramón podía seguir con veinte greguerías más sobre el paraguas, Pla se plantó: “Ah, no, eso no es literatura, eso es virtuosismo, no me interesa”, y se dio media vuelta.
Foto: Archivo Histórico de AlfonsoRamón Gómez de la Serna nació en julio de 1888 en Madrid y falleció en enero de 1963 en Buenos Aires.
De Ramón Gómez de la Serna se decía que todo lo que se le ocurría lo escribía, todo lo que escribía lo publicaba y todo lo que publicaba lo regalaba, porque sus libros apenas se vendían. Era un escritor virtuoso disfrazado de escritor, el chaleco, la pajarita y la pipa en la que a veces plantaba un geranio, el flequillo ondulado en la frente como de niño con mofletes espesos, su cuerpo en forma de barrilete humano de diseño, bajo el traje a rayas. Su figura se multiplicaba en la cabecera de todos los banquetes, en homenajes a sí mismo y a otros; daba conferencias vestido de torero, con gorro de Napoleón, con medio cuerpo a oscuras, disfrazado de medio ser, con una maleta llena de sortilegios, siempre dispuesto a sacar un nuevo conejo literario de su chistera.
Epatar formaba parte de su trabajo. Ramón presentó su libro El circo subido a un trapecio en el Price de Madrid, oficiaba una misa bohemia al amparo de una botella de Anís del Mono en la tertulia de los sábados en la cripta de Pombo, y su estudio en un torreón de la calle de Velázquez era una abarrotada almoneda llena de bolas de cristal, maniquíes, lápidas de cementerio, estampas y retratos pegados al techo, el espejo cóncavo más grande del mundo en el que se reflejaban distorsionadamente toda clase de cachivaches sacados del Rastro, pisapapeles, máscaras, guantes de goma tocando el piano. En medio de este cúmulo surrealista, Ramón escribía a veces hasta siete artículos diarios, y, aunque estaba al tanto de las últimas vanguardias de París y en el manantial inagotable de sus libros buscaba la literatura por la literatura arrojándose al vacío desde el alero de su propio ingenio, en el fondo era un señorito castizo madrileño, hijo de una familia ilustre de Cantabria, que deseaba sobre todo despertar admiración en las castañeras y en los menestrales de la Ribera de Curtidores, de modo que nunca dejó de bascular entre el último jeribeque modernista de Montparnasse y la lata de Cascorro.
Sucede que si uno va por la vida disfrazado de escritor y busca la fama a toda costa, su propia figura se convierte en un espejo cóncavo que refleja siempre una imagen distorsionada de la realidad. Cuando Ramón se acercaba a hablar con una castañera, esta señora contestaba a sus preguntas dispuesta a complacer, agradar y no defraudar al escritor famoso. La castañera no expresaba sentimientos, sino solo palabras zalameras. En cambio, si se acercaba Baroja, la castañera veía en aquel tipo de boina, barbilla blanca, abrigo medio raído y botas polvorientas a un cliente desconocido que solo quería comprar castañas, y entonces la mujer le hablaba de sus problemas y respondía a sus preguntas con la verdad de su aperreada vida. De lo que deduce que las castañeras descritas por Gómez de la Serna son falsas y las de Baroja son auténticas. Lo mismo sucede con los personajes y el mundo del Rastro: el de Ramón solo es un juego literario; el de Baroja es un trajín realista de la lucha por la existencia.
En la época de entreguerras la minoría más elitista se aglutinaba en torno a la Residencia de Estudiantes. Allí estaban todos los que debían estar, pero no Gómez de la Serna. El famoso escenógrafo Santiago Ontañón se movía en aquel ambiente. Un día se le acercó Ramón y le dijo: “Me gustaría pertenecer a vuestro grupo. Dile a Lorca que quiero ser su amigo”. Santiago Ontañón trasladó esta cuita a Lorca, quien contestó simplemente: “Ese no”. Llegar a la amistad con Federico era muy difícil, porque la Residencia funcionaba como una sociedad secreta con un aire muy selectivo. Alguien tenía que darte el espaldarazo; de lo contrario, no entrabas. Me dijo un día Santiago Ontañón: “Por ejemplo, Lorca no quiso conocer nunca a Jardiel Poncela, con el que yo me veía todos los días desde las dos de la madrugada hasta las siete de la mañana. Se lo quise presentar varias veces, pero Federico decía: ‘No, no; ese es un autor festivo’. Es como Taboada o Pérez Zúñiga”. Federico era un juglar, capaz de pasarse meses sin parar de hablar; pero no podía soportar el segundo plano; por ejemplo, estaba en la peña de la Granja de El Henar o en el café Lyon y siempre se oía su voz entre risotadas. Todo el mundo pendiente de lo que él decía. Pero si de repente, otro cualquiera, López Rubio, Carlos Arniches, empezaba a contar algo que se llevaba la atención del auditorio, entonces Lorca decía: bueno, tengo que ir a no sé dónde. Y se marchaba. A la media hora volvía con tema nuevo y recuperaba la primera posición en la tertulia. En casa del diplomático chileno Carlos Morla cenábamos todas las noches, sobre todo en invierno. En una ocasión me dijo Lorca: “Viene mañana Ramón Gómez de la Serna. No le vamos a dejar hablar. Cuando yo flojee, entras tú con lo que sea”. Y, efectivamente, no pudo abrir la boca el pobre hombre, fíjate, el sumo pontífice de Pombo. Pero al salir, ya en la calle, a Federico le dio pena. “Pobrecito, vamos a dejar que se suelte”. “Y en la esquina de Velázquez con Alcalá le dimos cuerda. Y Ramón cogió carrerilla y nos tuvo tres horas de pie largando por la lengua a borbotones. Entonces las únicas diversiones consistían en hablar y en comer”.
Es lógico que Lorca y Gómez de la Serna fueran excluyentes. Ambos eran predicadores de sí mismos y cada uno celebraba sus misterios gloriosos o sus oficios de tinieblas desde su propio altar. Ramón escribió más de cien libros en todas las editoriales posibles, miles de artículos a borbotones en todos los periódicos de la época, sin un momento de sosiego para la reflexión. Apenas cobraba. A un director que no lo pagaba le dijo: “Para no pagarme tengo más importantes publicaciones”. Mordía más de lo que podía masticar, pero en medio de su diseño de escritor-atracción circense dejó una obra maestra, Automoribundia, sin el brillo del vanguardismo. Ramón apartó a un lado su propio espejo cóncavo y decidió desangrarse contando cómo vivir es una forma de ir muriendo al dejar atrás todos los sueños y contar las cosas como son. Era lógico que su autobiografía descabalgada de todo afán de epatar comenzara diciendo la verdad. Nací el día 3 de julio de 1888, en Madrid, a las siete y veinte minutos de la tarde, en la calle de las Rejas, número 5, piso segundo. En otros conatos de autobiografía he mentido, pero ahora no voy a comenzar mintiendo porque no quiero que se dude algún día de todo lo que he dicho. Quede desmentido que nací en 1891 resultando equivocados todos los horóscopos que me han hecho”. También es verdad que murió en Buenos Aires el 12 de enero de 1963. El resto es literatura pura, saltos en el aire, reflejos de cada esquirla del propio espejo roto.

domingo, 7 de junio de 2015

Mitos y logos


Calypso ve alejarse a Ulises desde la playa. Llora sin consuelo, sus lágrimas de diosa vuelven la arena en piedra. La soledad no perdona a los dioses, es tan angustiosa como el mar. Ulises, el hombre, su amado, con el que yació más de cinco años, vuelve a Ítaca. La melancolía del mortal no resiste más, sus ansias de ser hombre, de hablar con hombres, de saber de su mujer, de su hijo, de su tierra... Su curiosidad y su amor le impulsan a partir. No acepta ninguno de los regalos de Calypso, ni la inmortalidad, ni el placer eterno que le brinda la diosa. Quiere antes ser hombre mortal que dios eterno, acepta su condición y prefiere la aventura efímera que los placeres sin fin de la isla. Sabe que el dolor lo rondará en cada golpe de ola, que las tormentas del mar pueden ser terribles y, a pesar de todo, sube a la nave para enfrentarse a la muerte. Ni siquiera ella, su dulce Calypso, una diosa comprensiva y amorosa, ha sido capaz de frenar su condición humana.
Pasan dos mil años. Frente al templo, un tumulto de gente adora a su ídolo. No son herederos de Ulises, no son astutos, ni aventureros, ni intrépidos, ni valerosos, ni siquiera hombres en su concepto racional. Se entregan no ya a Calypso, sino a dioses más groseros, vengativos, todopoderosos, sin diálogo. No se rebelan a su suerte de esclavos, ni claman por su condición de hombres, porque no lo son. Salen del templo, después de rendirse al mito. No se da opción al logos: quien ose ofender a los dioses, será sepultado bajo la ceguera del fanatismo. El diálogo está muerto, todo sea por una eternidad prometida a golpe de miedo y paraísos. Ulises, para ellos, es un infeliz.    

sábado, 6 de junio de 2015

El olvido


La suavidad del olvido
es de lluvia limpia.
Cuando la sientes,
su tacto es de aire
sin aristas,
un leve morir 
que rejuvenece.
Olvidar es lavar
los trapos de la memoria
y afeitar el rencor
para amanecer nuevo 
en la acera,
sin hedores rancios,
sin barba de dos días,
con la piel suave,
limpia,
agradecida al aire que la refresca.
El olvido es tan liviano
como una gota de sangre
transparente. 

"El Gambitero" 2015, campeón regional



Última hora: según reza la página 14 de "El País" de hoy, "El Gambitero" del IES Diego Torrente es el campeón de Castilla-La Mancha en el concurso "El País de los Estudiantes". Iremos a Madrid a la entrega de premios nacionales. Enhorabuena a los chicos que lo han elaborado: Nuria, Raquel, Noelia, Pablo, Olga, Montse, Esther, Laura F. Laura T., Irene G., Irene L., Jesús, Ana, Balbi, Ángela, Miguel y Víctor. Muchas gracias a los que, incondicionalmente, se prestaron a contestar a nuestras preguntas de periodistas noveles: Juan Carlos Monedero, Jesús Marchamalo, Luisgé Martín, Teresa Gutiérrez, Luis Gordillo, Juan de Dios García, Eliana Cossio y Josemi Pérez.

sábado, 30 de mayo de 2015

"Un caso práctico del complemento preposicional: mis tetas" por Yolanda Gándara

El complemento directo preposicional es una peculiaridad del español que ha sido objeto de numerosos intentos de sistematización y cuyo origen se podría encontrar en la confusión con el dativo por una necesidad de nuestra lengua de distinguir lo animado de lo inanimado, emparentado en este aspecto con el leísmo. Se da de forma generalizada la formación del complemento directo de persona con la preposición a y sin ella, como en latín, el de cosa. Sin embargo, esta regla general presenta numerosas excepciones y vacilaciones, de modo que es posible encontrar contraejemplos en todas las pautas. La mayoría de las gramáticas y manuales recogen una serie de normas que vamos a tratar de resumir y considerar a continuación:

– Llevan siempre la preposición “a” los nombres propios de personas y animales:
¿Ha visto usted a Mistetas?
Al ser Mistetas nombre propio de perro lleva preposición, no así, como norma general, en el caso de que el complemento directo designe una cosa inanimada:
¿Ha visto usted mis tetas?
N.B. Como vemos, aunque se dé homofonía entre los sintagmas nominales «Mistetas», nombre propio, y «mis tetas», nombre común de cosa, no debería producirse un error de interpretación entre ambos conceptos en una hipotética conversación.

– Los nombres comunes de personas y animales, generalmente, llevan preposición cuando van precedidos del artículo u otros determinantes que los identifiquen.
¿Ha visto usted al perro? / ¿Ha visto usted a mi perro?
En el caso de nombres comunes de animales, dependiendo del grado de afectividad entre el hablante y el animal se puede o no usar la preposición. Por esta razón es más frecuente su uso con animales domésticos. De igual modo, existe un mayor grado de identificación usando el determinante posesivo que el artículo, lo que implica un uso más frecuente de la preposición ligado al primer caso.

– No la llevan cuando no son identificables, bien por ir sin determinante, bien por ir precedidos de un u otros indefinidos. Con un/una se dan numerosas alternancias dependiendo del grado de identificación:
¿Ha visto un perro?/ ¿Ha visto a un perro?
La primera pregunta se refiere a cualquier perro y la segunda a uno en particular, el que se llama Mistetas, pero en esta ocasión el emisor o emisora opta por omitir este dato para evitar malentendidos.

– Como ya habíamos visto, los nombres de cosa no llevan “a” como norma general, pero sí en el caso de que exista personificación.

¿Ha visto usted a mis tetas?
En este punto nos tenemos que plantear si el complemento directo «mis tetas» podría personificarse de tal modo que, al construirse con preposición, diera lugar al equívoco de marras. En rigor y como recurso estilístico, sin duda. ¿Sería cuestionable la gramaticalidad de la frase He visto a Dolly Parton y a sus tetas? No si lo que queremos expresar es la importancia individualizada de ambos complementos directos. Así pues, se podría dar el enunciado y por tanto existe una posibilidad de confundirse con el primero.
En realidad esa posibilidad es bastante remota, pero estamos hablando de un contexto muy permisivo en el que un perro se llama Mistetas.
Esta historia perruna nos ha servido de subterfugio para repasar algunas de la numerosas pautas de comportamiento de este caso —que sería absurdo relatar aquí existiendo ochenta y una páginas de la Nueva Gramática de la RAE dedicadas a ello— y espero que sirva también para invitar a divagar sobre algo mucho más sugerente que las normas: los mecanismos de construcción del lenguaje que manejamos en virtud de nuestra necesidad de expresar ideas, en este caso la singularidad. Cuanto más personificado es el complemento, mayor exigencia de la preposición hay, produciéndose una jerarquización de factores en lo alto de la cual estaría el nombre propio de persona, mientras que a mayor cosificación, menor presencia de a.
También intervienen otros factores como la naturaleza del verbo: si funciona normalmente con un complemento directo de persona, implica al de cosa y viceversa. Por ejemplo, «saludar» suele funcionar con persona y cuando se usa con nombre de cosa, por influencia del contenido semántico del verbo, es habitual que lleve preposición. Se intuye aquí la misma causa psicológica que ya señalábamos: la necesidad de diferenciar personas de cosas.
En definitiva, existe una amplia libertad de elección de poner o no preposición según la abstracción que realice el hablante y numerosas combinaciones entre los factores que la determinan. Un tema interesante para la gramática descriptiva e inabarcable para la prescriptiva. Se dan tantas variantes que es imposible normalizarlas todas. Pero me gustaría verlas.

Libros que alimentan: "El olvido que seremos" de Héctor Abad Faciolince


Como su mismo autor lo define, "El olvido que seremos" es un memorial de agravios", una disección de su admiración por un padre admirable, asesinado por las balas de la intransigencia. Desde los años 80, la sociedad colombiana se asesina sin pudor por política, religión o coca. Es un hecho que determina la vida de los personajes. Faciolince nos muestra un panorama descarnado de su país a través del activismo social y político de su padre, profundamente emotivo y, a la vez, distanciado lo suficiente de los hechos como para que no resulte un testimonio lacrimógeno y arruinado por lo visceral. El mismo autor tuvo que exiliarse para huir de la misma muerte que acabó con su padre. Pero, aunque importante, no es la violencia en Colombia, lo más decisivo del relato. Faciolince purga su memoria y rinde homenaje a su padre y a su hermana, acabada por un cáncer de piel cuando solo tenía 16 años. Exprime su dolor hasta dejarlo en palabra ajustada, en relato limpio que desangra la violencia de una sociedad enferma. Su padre es un modelo que, a la manera de Proust, sirve para analizar el propio yo y su circunstancia. Una historia desnuda, sin falsos ropajes, sin aspavientos, que arruga el alma.

miércoles, 27 de mayo de 2015

Más glorias olvidadas: Melendi.


Melendi no es un personaje desconocido, ni mucho menos, pero es posible que, en pocos años, este poeta inconmensurable sea olvidado por todos. Antes de que eso ocurra, traigo aquí un fragmento de una de sus canciones para alertar al mundo de la cultura y advertirle de que, escondido entre la música popular, se halla un genio de las letras que supera a cualquiera de estos poetastros que ganan premios y se esconden bajo su pedantería. Deleitémonos:

Qué difícil resulta el amor... compartiendo descansillo 
Qué difícil el amor, cuando su ropa interior, 
Seca con mis calzoncillos. 

Qué difícil el amor cuando no sabes 
Si ella sabe que tú existes 
Con la única esperanza 
De que un día mientras bajo la basura ella se fije. 

Qué difícil este amor, unido por la derrama 
Y que roza lo imposible cuando escucho el ruido horrible 
De los muelles de su cama. 

Qué difícil resulta el amor, que te convierte en espía 
Qué difícil es estar casi hasta desesperar 
Colgado de la vecina. 

Qué difícil resulta el amor, visto desde una ventana 
Qué difícil pedir sal, sin saber ni cocinar, 
Cinco veces por semana. 
Qué difícil, cuando llega el mes de agosto 
Y se va de vacaciones 
Detonándome una bomba de tristeza entre cabeza, 
Corazón y pantalones...


El fragmento no puede condensar más lirismo. Dentro de su aparente sencillez se encierran todos los misterios que angustian al hombre moderno: los picores genitales, los calzoncillos y las camas mal engrasadas. Pocos poetas desde Lope de Vega han conseguido plasmar con un estilo tan popular sentimientos tan profundos como los celos:"Y que roza lo imposible / cuando escucho el ruido horrible / 
de los muelles de su cama". También domina Melendi el paralelismo y la anáfora como nadie y nos convoca a una obsesión que se vuelve enfermiza: "Qué difícil.." Sí, qué difícil ser tan profundo con semejante sencillez. Un dominio tal de la metáfora no lo había sentido desde que leyera a Góngora: "Una bomba de tristeza entre cabeza / corazón y pantalones". ¿Qué nos quiere decir Melendi con ese verso en el que se reúnen las pasiones más terrenas con las espirituales?: "Corazones y pantalones". Lo que aparentemente son dos palabras vulgares se convierten en el léxico melendiano en dos estallidos de genialidad que deleitarían a cualquier espíritu con una mínima sensibilidad. Y el yo poético pide sal, baja la basura, tiende la ropa, escucha a los vecinos..., todo un alarde de sencillez que por antítesis conceptual nos traslada al último escalón de los poetas místicos: la unión espiritual con la divinidad a partir de una purga previa.Esto es poesía y lo demás es filfa. 
Cuando las modas hayan acabado con los sonsonetes no muy afortunados del elegido por las musas, quedará su poesía, pura y sin mácula, como la quería Juan Ramón.

sábado, 23 de mayo de 2015

Glorias olvidadas


La posteridad es ingrata. Y como ejemplo sirva este edicto del año 1937. Su autor, el alcalde de Sa Pobla, no ha quedado registrado que yo sepa en ninguno de los libros de historia de la literatura, ni se le menciona siquiera en ninguna antología poética. Solo la redacción de este bando podría incluirlo en lo más granado del Olimpo lírico español si alguien se hubiera fijado en él. Intentaré enderezar el tuerto.
Como se puede ver, el bando recoge una serie de prohibiciones bajo la amenaza de sanción contra todas aquellas parejas que hicieran uso de su amor en público:
-"Con la mano en el muslo, 1000 pesetas".
-"Con la mano en aquello, 1500 pesetas".
-"Con aquello en la mano, 2000 pesetas".
-"Con la boca en aquello, 2500 pesetas".
-"Con aquello en aquella, 3000 pesetas".
-"Con aquello fuera de aquella, 4000 pesetas".
-"Con aquello detrás de aquella, 5000 pesetas".
Al margen de que las sanciones sean o no adecuadas al delito cometido, hay que observar ya en esta primera parte del texto, el lirismo con que se definen cada una de las situaciones eróticas. La inspiración de los maestros árabes y de los relatos de las Mil y una noches subyacen bajo la habilidad poética del alcalde Vicente. Y si esto nos pareciera poca cosa, no tenemos más que leer la continuación. Un prodigio del dominio de la condensación y la metáfora como pocas veces se puede apreciar en la poesía española de todos los tiempos:

"¿QUÉ ES AQUELLO?"
"No es un murciélago, pero vive colgando".
"No es un acordeón, pero se estira y se encoge".
"No piensa, pero tiene cabeza".
"No pertenece a ningún club, pero lo llaman miembro".
"No produce música, pero lo llaman órgano".
"No es un caballero, pero se levanta ante las damas".
"¿QUÉ ES AQUELLA?"
"Tiene labios, pero sin dientes".
"Es un conejo que no corre, pero se corre".
"No es un abanico, pero se abre".
"No muerde, pero traga".
"No es vegetariano, pero come nabos".
"No es un aspirador, pero traga polvos".

Después de este alarde de altísima poesía, quién no estará conmigo en que se ha relegado al anonimato a un gran poeta, a un místico sufí que habla del erotismo como lo hicieron san Juan de la Cruz o el mismo Ibn Hazm de Córdoba. ¿Dónde podríamos encontrar tanta sutileza, tan delicado tratamiento del amor, tantas suaves metáforas para nombrar lo femenino y lo masculino? Solo en lo más escogido de nuestra lírica, en nuestros más afamados poetas hay algo similar. Recuperemos del anonimato a este alcalde, a D. Vicente Soler, que, en plena guerra civil supo regenerar a la poesía en un humilde bando de ayuntamiento.

miércoles, 20 de mayo de 2015

"Indefensos ante la manipulación" por Rafael Argullol


‘El mundo de ayer’, de Stefan Zweig, es una lección magistral de cómo los totalitarismos del siglo pasado, al provocar la demolición del vínculo entre palabra y verdad, consiguieron de paso extirpar el espíritu a los hombres

RAFAEL ARGULLOL Su obra desapareció de las estanterías, como si los nazis hubieran conseguido exterminarla Europa era una cultura, no, como alardean los portavoces del presente, una marca
Hace años, estando en Río de Janeiro, me empeñé en visitar Petrópolis, una ciudad situada en la sierra de Órgãos, a 60 kilómetros de la capital carioca. Tenía curiosidad por ver la ciudad que albergó la corte estival de los emperadores de Brasil, dado que siempre resulta una sorpresa ser informado de que Brasil tuvo emperadores, aunque por escaso tiempo, en el siglo XIX. Petrópolis es agradable, con un clima seco que contrasta con el de Río. Su principal patrimonio es, precisamente, el Museo Imperial. Sin embargo, tiene otro pequeño museo cuyo contenido tiene una importancia simbólica mucho mayor que el que recuerda la pompa extravagante de los fugaces emperadores. Me refiero al dedicado a Stefan Zweig, en la casa donde el escritor austriaco y su mujer Lotte se suicidaron el 22 de febrero de 1942.
En este pequeño museo advertí, por primera vez, que no había una fotografía, sino dos, sobre aquella muerte. En la que yo conocía hasta entonces, los cadáveres de Stefan y Lotte se mostraban, separados, sobre una cama, con una mesilla al lado con diversos objetos: un vaso, una botella de agua, una caja de cerillas, una lámpara. En la otra fotografía, desconocida para mí, el cadáver de Lotte aparecía inclinado sobre el de Stefan, juntas las manos de ambos. Me comunicaron amablemente que la variación de la escena era la consecuencia de que la policía, tras tomar una primera fotografía, habría separado pudorosamente los cadáveres, de modo que la siguiente fotografía fue la que se hizo pública para la prensa. Pensé que en la variación de las dos imágenes se alojaba todo un mundo, y que así lo hubiese considerado el propio Zweig.
Modestamente enmarcado colgaba en una pared de la casa el llamado testamento de Stefan Zweig, un breve texto que el novelista había escrito, al parecer, el día anterior al suicidio, dirigido al juez y a la policía. En realidad, era un documento tan singular que sólo podía estar dirigido al conjunto de los hombres. En la primera mitad del texto, tras advertir que dejaba la vida por propia voluntad y en plena posesión de sus facultades mentales, Zweig agradecía a los brasileños la extraordinaria hospitalidad que le habían ofrecido, al tener que huir él de Europa, acosado por el nazismo. Finalizaba: “Europa, mi patria espiritual, se ha destruido a sí misma […]. Por eso me parece mejor concluir a tiempo y con ánimo sereno una vida para la que el trabajo espiritual siempre fue la alegría más pura y la libertad personal el mayor bien sobre la tierra. Saludo a mis amigos. ¡Ojalá puedan aún ver el amanecer! Yo, demasiado impaciente, me adelanto a ellos”.
En Petrópolis entendí el resurgimiento, en los últimos decenios, de Zweig como escritor. Al igual que sucede en otros casos, su recepción había experimentado un violento zigzag. Tremendamente popular en la Europa de entreguerras, había desaparecido de las estanterías después de la segunda contienda mundial, como si los estudiantes nazis que quemaban sus libros en las plazas de Alemania hubiesen conseguido exterminarlo para siempre. Con frecuencia veíamos Veinticuatro horas de la vida de una mujer y otras novelas de Zweig en las bibliotecas de nuestros abuelos, pero en la universidad ningún profesor recomendaba a un escritor que parecía definitivamente periclitado. Pero los últimos años del siglo XX, el siglo que lo había llevado a la cima y lo había destruido, albergaron el inesperado retorno de Zweig a las librerías de los países europeos. Cuando un retorno de este tipo se produce no hay duda de que la época, con sus interrogantes, lo exige, aunque sea de manera oblicua.
Recientemente, he releído El mundo de ayer; Stefan Zweig subtituló Memorias de un europeo un libro escrito en circunstancias adversas: sin apuntes, sin archivos, sin amigos con los que compartir los recuerdos del pasado y, por encima de todo, en una situación de permanente hostigamiento traumático que, como se deduce del testamento previo al suicidio, no se amortigua ni siquiera en el amable exilio de Brasil. Es más, El mundo de ayer sirve para encontrar explicación al suicidio, aparentemente chocante, de alguien que no está enfermo, no es un fracasado y no es sentimentalmente infeliz. Sirve para encontrar explicación a lo que quizá podría ser definido como un suicidio civilizatorio, si es que tenemos —no tenemos— necesidad de definir actos como este.
Más allá de sus múltiples aciertos literarios, El mundo de ayer es una lección magistral sobre la demolición de los vínculos entre palabra y verdad. Los totalitarismos, a través de los cuales la Europa exaltada por Zweig, junto a tantos otros escritores, se había “destruido a sí misma”, ponían al descubierto que aquella demolición dejaba indefenso por completo al individuo y, en consecuencia, listo para la manipulación y la sumisión. Extirpando la verdad a las palabras se extirpaba también el espíritu a los hombres. Es posible que, en la lejana Petrópolis, Zweig, antes de suicidarse, pensara que los efectos de lo que estaba sucediendo conmoverían irreparablemente el futuro.
Y, al menos en parte, tenía razón. Nosotros, por fortuna y por el momento, vivimos muy lejos de aquel paisaje apocalíptico que se tragó el mundo de Zweig. Sin embargo, en muchos sentidos somos herederos de aquella extinción. Nuestra época ya no ha recuperado, o no ha querido recuperar, la verdad interna de la palabra. Si somos sinceros, nuestra época ya no piensa en términos de palabra o de verdad. “Dar la palabra”, un ritual sacralizado hasta hace poco, ha dejado, en apariencia, de tener significado, y en nuestra vida pública la presencia de la verdad se ha convertido en fantasmagórica, aplastada por las obesas siluetas de la rentabilidad, la eficacia, el impacto o la utilidad. El lenguaje, o la falta de lenguaje, lo dice todo: compárese el tono con el que se proclama la actual construcción europea con el que refleja Zweig en El mundo de ayer cuando hace referencia al entusiasmo con que Rilke, Valéry y tantos otros se referían a la “unidad espiritual” de Europa. Europa era una cultura, no, como alardean los portavoces del presente, una marca.
Con todo, donde el lector actual puede encontrar la mayor vibración al recorrer las páginas de Zweig es al percibir ciertos paralelismos entre los riesgos del pasado y del presente. Huérfanos de la verdad de las palabras, o incapaces de encontrarla y compartirla, también nosotros nos encontramos indefensos ante la manipulación, por más que nuestra fe tecnológica nos mantenga ensimismados. Las épocas parecen muy distantes, es cierto. En la nuestra sólo ha irrumpido una multitud de pequeños brujos que juegan con la mentira y casi todos convivimos indiferentemente con ella. Pero la falta de amor a la verdad entraña el mayor peligro: es el terreno abonado para que los grandes brujos entren en escena.