sábado, 14 de febrero de 2015

Un personaje de Roberto Bolaño

A través de un artículo de Juan Bonilla, conozco a un "poeta" cura del Opus Dei, Ibáñez Langlois. Un personaje tan estrafalario que hasta le sirvió a Bolaño como motivo para crear uno de sus entes literarios. Dice Bonilla de él que es un poeta en guerra contra un mundo que corre el riesgo de irse a pique, un misógino mayor que el propio Catulo: considera que todas las mujeres son putas. Una "perla" criada en el seno más rancio de la Iglesia que angustia con poemas como este:

PROSCRITOS
Terroristas del mundo, alucinados, 
drogadictos, pilotos de la muerte, 
pervertidos de la profunda noche: 
habéis equivocado los caminos. 
En Dios está el terror y la violencia 
y la gloria y el sexo y la ignominia. 
En Dios está la ciencia y la locura 
y el fruto prohibido y el horror. 
Venid, adoradores, al peligro 
y a los vértigos de su santo rostro.
O esto:
Jesús en ti confío pero tú 
no confíes en mí que en un abrir
y cerrar de ojos te he crucificado.

viernes, 13 de febrero de 2015

Aventuras previas al Carnaval


No había solución. Su vida se estaba convirtiendo en una película cómica y él no hacía nada por rectificar. La noche de carnaval le dio la última pista, la definitiva: en el pueblo vecino solo había disfrazadas 5 personas. Se había equivocado. No era ese el día grande. De todas formas, se empeñó en seguir con el traje de gorila, a pesar del sofoco y de haberse caído tres veces. La noche promete, se dijo. Lo inesperado es lo que mejor sale, se dijo. Hay que aprender a sufrir para socializarse, se dijo. Nadie se le acercaba porque no había ya nadie por la calle. Los churreros echaban la lona y los tiovivos apagaban las luces. No se dio cuenta de su soledad hasta que se dio de narices contra la puerta cerrada del último bar. Bien, había que volver a casa. No siempre se triunfa, se dijo. Se sacó la cabeza de gorila y se remangó el cuerpo. Subió en el coche y se rindió. Solo estaba a quince minutos de casa, pero la niebla puñetera duplicó el tiempo del viaje. Al llegar a su calle, unos ladridos lo alteraron. Vio a través del retrovisor, corriendo entre la noche, dos mastines enormes. Perseguían su automóvil. Llegó a casa, aparcó y uno de los perros asomó la jeta de lobo tras el cristal del copiloto. Por fortuna estaba subido. El otro animal se tumbó justo delante de la puerta de su edificio. Maldijo su mala suerte, aunque pensó que peor habría sido llegar hasta allí a pie como solía hacer cuando salía por el pueblo. Esperó con la confianza de que los perros se irían de allí, pero no. Pasaron diez minutos eternos. Los mastines se tumbaron y bostezaron. Lo más seguro es que no muerdan, se dijo. Pero no puedo arriesgarme, se dijo. Eran las dos de la mañana, buena hora para los valientes. Arrancó el coche con la intención de que lo siguieran. Uno de ellos volvió a rugir. Aquello no podían ser ladridos. Lo vio correr tras el coche a través del retrovisor. Aparcó frente a su casa de nuevo. El otro mastín seguía tumbado ante la puerta y el que corría se acostó junto a él. No hay nada como las noches de carnaval, se dijo. ¿Por qué me pasan a mí estas cosas?, se dijo. Los perros lo observaban entre divertidos y somnolientos. Reclinó el asiento para dormir. No tenía valor para salir, ni esperanza de que se fueran. Hacía frío, a pesar del pelo del disfraz. Tomó una determinación, como todas las de esa noche, muy inteligente: huyó hacia su otra vivienda a 120 kilómetros de allí. Durante el viaje, no paró de entornar los ojos para ver entre la niebla los límites de la carretera. De vez en cuando, soltaba una mano del volante para rascarse la barriga. El disfraz de gorila engordaba chinches de buena crianza.
Mañana, cuando cuente esto, nadie me va a creer, se dijo. Mejor no lo cuento, se dijo. Que lo cuente Stephen King o Francisco Ibáñez, se dijo. Para Kafka aún no estoy, se dijo, tampoco para los Monty Python, pero todo se andará.      

jueves, 12 de febrero de 2015

Perdone...


Perdone, ¿no siente usted curiosidad por saber cuántos días le quedan? ¿No piensa cada noche en la muerte y en lo que será del mundo cuando no estemos aquí? ¿No le provoca escalofríos pensar en la eternidad, en desaparecer para siempre, en no ser? ¿No se remueve entre las sábanas, no se desvela con una obsesión que no le deja dormir: esa noche sin fin que nos espera a todos después de la vida? ¿No le inquieta que en cualquier momento, en cualquier lugar, pueda darle un ataque al corazón o pueda aplastarlo el camión que acaba de adelantar o que un fanático entre en el bar en el que suele tomar la caña y le vuele la tapa de los sesos con un subfusil? ¿No le espanta perder la seguridad de la tierra, caer en el abismo de la no consciencia, sentir el vértigo de la nada? O es posible que usted, para mí del todo desconocido, haya tenido una vida de perros, haya sufrido como un condenado a muerte, haya asistido a crímenes, tragedias naturales, tiranías, opresión, perversión, sadismo, y encuentre en la muerte una salida. Seguro que a usted no le despierta el sudor del sueño de la inexistencia, no cierra los ojos por la noche a causa de la angustia, sino porque le han sellado los párpados con el espanto.de la mañana. Usted deseará desaparecer, ser abrazado por el amor de la inconsciencia, en el regazo de la nada, donde se ahogará la sangre y se amordazará a los demonios. Usted no verá a la muerte como nosotros, no será la misma señora con agujeros en las manos, sino una doncella con morfina en los labios. Perdone, pero no sé quién es usted, no sé por qué me empeño en compartir mis experiencias creyendo que todos viven la vida que a mí me da miedo perder. Perdone por haberle molestado con mis impertinencias de burgués.  

lunes, 9 de febrero de 2015

Carta de una profesora finesa


Por pura casualidad, en un crucero por el Báltico, llegó a mi poder esta carta de una profesora que un finlandés me tradujo al español (hubiera sido mucho más difícil encontrar a un español que conociera el finés). Me pareció, en un principio, un documento burocrático sin mayor interés, pero conforme la iba traduciendo constaté una serie de claves que son muy útiles para comprender nuestras diferencias. Aquí la dejo para el que quiera desmenuzarla.

Kokkola, 24-06-2011
Estimado Administrador de los Servicios Periféricos de Ostrobothinia Central:
Como profesora de secundaria del departamento de Ostrobothinia Central, me dirijo a usted para que tome las medidas necesarias en lo que se refiere a mi deplorable labor educativa de este año. Sin que sirva de eximente, le expongo la situación que he vivido.
Me llamo Maaliskuu Berglund, casada y residente en la ciudad en la que desarrollo mi profesión de educadora, Kokkola. Durante el curso pasado no he sido todo lo competente que hubiera deseado debido a una enfermedad que ha condicionado el desarrollo de mi labor académica. Un herpes que marcaba mi rostro y lo afeaba de manera evidente me ha hecho asistir al aula con una apatía y una falta de profesionalidad que han mermado considerablemente mi rendimiento. Las clases, de no más de quince alumnos de 14 a 18 años, han resultado insustanciales, tanto para mí como para los alumnos que han sufrido mis dolencias. Cuando empecé a notar el eccema que me abrasaba la cara, lo intenté disimular con diversas cremas que solo consiguieron agravar mi situación. Incluso llegué a ponerme un parche ridículo que empeoró todavía más las cosas. Al advertirlo los chicos, se preocuparon por mi estado y me compadecieron (como es costumbre entre los muchachos finlandeses).
Durante este año, debería haber preparado a los alumnos de 17 años para ingresar con la preparación conveniente en el último curso del instituto, pero creo que no lo he conseguido debido a un simple problema estético. No solicité la baja por creer que no era razón suficiente para faltar al trabajo. Mis compañeros, incluso los jefes de estudio y hasta el director me instaron a hacerlo, pero me pareció una falta de profesionalidad y de ética ausentarme por tal nimiedad.
Mi proceso mórbido fue a peor. La preocupación solidaria de mis alumnos me provocaba una cavilación constante que no permitía que corrigiera con precisión ni planificara las clases con la normal exigencia. Atendí, eso sí, a sus dudas, desarrollé el programa de gramática y de literatura finesa, aunque sin profundizar como lo suelo hacer. Mis compañeros me apoyaron en todo momento y yo atendí en lo indispensable a los requisitos documentales que me exigía mi departamento, aunque no emprendí ninguna nueva estrategia ni abordé los retos que se me planteaban en la forma que a mí me gusta hacerlo. También he llegado siempre con puntualidad a clase, pese a la creciente falta de ánimo que se fue apoderando de mí a lo largo del curso.
Nunca, en todos los años en que vengo desarrollando mi labor en este centro, me había sentido tan inútil y con tanto desánimo. Los resultados finales de los alumnos reflejaron, sin lugar a dudas, mi falta de competencia. A muchos de ellos los vi con escasa motivación por asistir a clase, mientras que en cursos anteriores, a algunos se les escapaban las lágrimas el último día de clase. Los agradecimientos de las familias han escaseado, con toda la razón del mundo, y no he colaborado en las actividades organizadas por mis compañeros. Solo quería esconderme en mi casa y tumbarme en el sofá alejada de las miradas y de los trabajos educativos. Mi profesión es muy importante en mi vida. Desarrollamos una labor que pocos pueden realizar: formar individuos con espíritu crítico para que aprendan a disfrutar de la vida intelectual. Y a pesar de mis convicciones, no he cumplido con ellas.
Por todo esto, solicito que se sirva descontarme la mitad del sueldo del curso pasado y que se revise mi práctica académica en el siguiente, no fuera que la apatía me llevara a continuar con estos vicios, como el que maneja una maquinaria averiada. Además, desearía asistir a algún curso de reciclaje profesional para asistir a clases suplementarias por la tarde con el fin de compensar los daños que haya podido infligir tanto a mis alumnos, como a la comunidad educativa en su conjunto. Sin nada más y, esperando que mi solicitud sea aceptada, se despide una humilde profesora que ha faltado a su ética y a su profesionalidad. A sabiendas de que así lo estaba haciendo y, con la responsabilidad de que somos un modelo educativo para toda Europa, no quisiera ser una mancha en el expediente de nuestra magnífica institución educativa.
Por favor, no tarde en contestarme, ya estoy totalmente curada y desearía que el programa de reciclaje se me aplicara durante estas vacaciones, bien yendo a algún país exótico como España para investigar los comportamientos educativos, bien a alguno de los campus de nuestro país ahora que el deshielo ya nos permite viajar con mayor facilidad. Muy suya, su servidora, Maalisku Berglund de Kokkola.

P.D.: Adjuntos le envío los informes de cada uno de mis alumnos, para que compruebe cómo su evolución no ha sido la esperada y, para demostrar, de manera fehaciente mi falta absoluta de profesionalidad y ética durante este curso.

sábado, 7 de febrero de 2015

"Balzac, el novelista por excelencia" por Luis Fernando Moreno Claros

1. El desmesurado. Nacido pequeñoburgués, Balzac (1799-1850) abandonó el derecho por el oficio de escribir. Sufrió fracasos y miserias en una buhardilla parisiense durante ocho años hasta que, con treinta, cosechó su primer éxito con una novela histórica: Los chuanes. Entre 1830 y 1840 publicó sus títulos más memorables. Al sonreírle la fama empezó a vivir bien y a gastar; escribía a destajo, durmiendo de día y velando de noche a base de café. Desmesurado en su vida, era preciso en su escritura; don innato; entretenidísimo tanto en sus novelas de sociedad como en sus relatos góticos o fantásticos.
2. La comedia humana. Surge la idea en 1834: agrupar lo escrito hasta la fecha (al final serán unos cien títulos) bajo este nombre para mostrar una fenomenología de lo humano. En homenaje a los zoólogos, estudiosos de los animales, Balzac se vio a sí mismo como estudioso de la especie humana, a la que presenta desde todos los ángulos: las pasiones y las costumbres; la bondad y la maldad connaturales al hombre; el negro poder del dinero y las finanzas; los abogados, los grandes señorones y las damas desgraciadas; los apuestos jovenzuelos… Soberbio parque humano de miseria y grandeza.
3. El pesimista y el realista. Cabezas hay que se torturan pensando si Balzac pudo haber leído a su contemporáneo Schopenhauer —lo dudo, en todo caso, pudo ser a la inversa—; y es que el pesimismo balzaquiano es evidente; debía mucho a la tradición moralista francesa, pero más a su propio conocimiento de los seres humanos. “Pesimismo”, en cualquier caso, realista; Balzac sabía que las malas acciones a menudo redundan en grandes fortunas y quedan sin castigo; las buenas elevan a su dueño, pero rara vez son premiadas. En sus novelas hay de todo, como en la vida.
4. Su gran admirador. Stefan Zweig lo consideró “el novelista por excelencia”, tan ávido de abarcar el mundo con sus novelas como Napoleón Europa con sus ejércitos. Pasó la vida leyéndolo. Se ocupó de una gran edición de sus obras completas en alemán, publicó un estupendo retrato breve de su carácter (en Tres maestros), y dejó a medio terminar una gran biografía para la que reunió centenares de testimonios y trazó esbozos apasionados. Publicada tras la muerte de Zweig por Richard Friedenthal (Balzac. La novela de una vida), se lee igual que una de las obras más épicas del francés.
5. Nuevas ediciones en castellano. Hermida Editores publica el primer tomo de los 17 proyectados de La comedia humana (en la elogiada traducción de Aurelio Garzón del Camino); ECC Ediciones presenta su primer volumen de la saga en nueva traducción de Jordi Giménez. A la par, Mauro Armiño reúne en un bonito libro los relatos breves de la serie: Cuentos completos de la comedia humana(Páginas de Espuma). Así que ninguna excusa hay para no leer —o releer— Papá GoriotGobseck, El coronel Chabert, Eugénie GrandetLa posada roja, tan certeras y expresivas pistas del inmenso genio de Balzac.

miércoles, 4 de febrero de 2015

"El amor oscuro de García Lorca" por Amelia Castilla y Luis Magán


Juan Ramírez de Lucas (Albacete, 1917-Madrid, 2010), periodista y crítico de arte, no quiso llevarse a la tumba su secreto. Guardó silencio durante más de 70 años, con todos los recuerdos (dibujos, cartas, un poema, su diario…) de su tragedia sentimental ocultos en una caja de madera. Sin embargo, antes de fallecer, entregó a una de sus hermanas su legado para que se hiciera público. Pese al férreo silencio que mantuvo en vida, apoyado por los propios amigos de la pareja que respetaron su intimidad, Ramírez de Lucas no quiso que la memoria de su gran amor de juventud, el poeta Federico García Lorca, se perdiera para siempre.
La pareja se conoció en el convulso Madrid republicano, donde mantuvieron su idilio de espaldas a sus familias, una de ideas muy conservadoras y otra socialista pero con sentimientos cercanos en cuanto a la homosexualidad. Culto y muy atractivo, Ramírez de Lucas soñaba con ser actor y Lorca prometió llevarlo por los teatros del mundo. Locamente enamorados decidieron escapar juntos a México. La situación de Lorca en Madrid, convertido ya en un autor de éxito en medio mundo y una de las figuras más odiadas por los grupos violentos de derechas, se hacía más peligrosa por momentos. Sus amigos le advirtieron del peligro que corría, pero el poeta no quería viajar solo. La pareja se despidió, el mes de julio de 1936, en la estación de Atocha. Ramírez de Lucas, que apenas contaba 19 años, iba camino de Albacete, buscando el permiso familiar (la mayoría de edad era a los 21) para poder marcharse a América con el poeta. Lorca subió al tren rumbo a Granada para despedirse de sus padres antes de partir para México.
La vuelta a escena de Ramírez de Lucas ha sido saludada por los expertos lorquianos, dada la importancia histórica que supone que afloren nuevos documentos que ayuden a comprender mejor la historia. Laura García Lorca, sobrina del poeta, que conocía la existencia de la carta, aseguró que podría tratarse de “material de enorme interés para el archivo de la Fundación Lorca”. Una novela de Manuel Francisco Reina,Los amores oscuros, que Temas de Hoy publica el 22 de mayo, recupera la relación de ambos. Los herederos de Ramírez de Lucas, que negocian con una editorial la posible publicación del diario y otros documentos, no quisieron aportar ningún dato a este diario, alegando problemas de herencia y de criterios sobre el destino del legado.
A estas alturas del siglo XXI sobra contar que los planes de la pareja no pudieron salir peor. Como sospechaba Ramírez de Lucas su padre puso el grito en el cielo y amenazó con poner el asunto en manos de la Guardia Civil si intentaba salir de Albacete sin su autorización. Lo había mandado a Madrid para estudiar administración pública y, pese a los buenos resultados escolares, había defraudado su confianza. Su vida paralela como actor en el Club Teatral Anfistora, creado por Pura Ucelay para estrenar, entre otras, las obras de Lorca, no encajaba para nada en sus planes, y menos aún su relación sentimental con un poeta homosexual. Trató de intermediar a su favor Otoniel, el mayor de sus 10 hermanos, miembro de las Juventudes Socialistas y el único que conocía su doble vida, pero fue en vano. Simultáneamente, desde la Huerta de San Vicente en Granada, Lorca telefoneaba animándole a que fuera paciente y comprendiera a su familia. Pensaba que se impondría la razón y acabarían entendiéndolo. Llegó una carta, fechada en Granada el 18 de julio, pero ahí perdió su rastro. El arresto de Lorca, en casa de la familia Rosales, y su fusilamiento no fueron conocidos en los primeros momentos en la confusión de la guerra. El asesinato del poeta dejó a Ramírez conmocionado. Su sentimiento de culpa no hizo sino aumentar con el paso de los años.
Tras su paso por la División Azul para limpiar su pasado, Ramírez de Lucas regresó a Madrid y rehizo su vida. Solo Agustín Penón, el escritor que viajó a Granada para investigar la muerte de Lorca en 1955, descubrió la relación y dejó constancia de ello en sus anotaciones, que posteriormente serían publicadas, en primera instancia, por Ian Gibson y después recogidas también en la edición que Marta Osorio realizó de la maleta de Penón. Se trataba en ambos casos de unas pocas líneas perdidas entre cientos de páginas, algo que alentó el propio amante de Lorca al no contestar a los requerimientos de ninguno de los estudiosos. Perdido en el anonimato que ofrece una gran ciudad, recurrió al poeta Luis Rosales, gran amigo de Lorca, quien lo ayudó a entrar en el diarioAbc, donde comenzó su carrera como crítico de arte y arquitectura, que luego desarrollaría en otros medios especializados.
Comenzó a redactar un diario y nunca se desprendió de los recuerdos que le unían a Lorca, entre ellos un poema escrito en el reverso de una factura de la academia Orad, donde estudiaba en Madrid. No contó su relación con Lorca ni a su nuevo compañero, con el que vivió 30 años. “Tenía encanto, sentido del humor, personalidad y era muy atractivo”, cuenta Julia Sáez-Angulo, vicepresidenta de la Asociación de Críticos de Arte, quien lo valora como un pionero en la crítica de arquitectura y un gran experto en arte popular.
Tras dos años de investigación exhaustiva, que ha volcado en su novela testimonial, Manuel Francisco Reina tiene claro que Ramírez de Lucas fue el protagonista último de los Sonetos del amor oscuro. Para el biógrafo Ian Gibson la recuperación de la documentación, que obra en poder de los herederos de Ramírez de Lucas, sería fundamental para aclarar los últimos días de Lorca. “Intenté entrevistarle, pero no fue posible. Sabía que era un personaje fundamental pero supongo que su silencio tuvo que ver con el tema gai”.
Todos los expertos en la obra del poeta aplaudieron ayer la noticia. Para Félix Grande la sorpresa fue escuchar su nombre: “Sabíamos que había un gran amor, que en cierto modo inspiró los Sonetos de amor oscuro, pero no sabíamos cómo se llamaba”, explicó el poeta. “En las muchas conversaciones que tuve con Rosales me contó que durante los días que Lorca pasó escondido en su casa corregía sin parar esos versos. Nunca logré que me diera el nombre. Le había prometido a Federico que mantendría el secreto y era una persona de palabra”. Para el flamencólogo, que una historia de ese calibre permanezca oculta prueba el mundo en que vivimos tres cuartos de siglo después del asesinato. También el poeta Antonio Hernández conocía la relación. De hecho, lleva tiempo trabajando en un libro que cerraría la obra poética de Luis Rosales en el que aborda, entre otros, el tema de la homofobia y de Lorca y en el que aparece Ramírez de Lucas.


martes, 3 de febrero de 2015

"La madurez de la Generación del 27" por Fernando García de Cortázar

En los años centrales del régimen republicano, los escritores que habían hecho sus primeras armas en la crisis final de la Restauración alcanzaron su madurez creativa. Mientras se agotaba el primer bienio de la República, la voz de la Generación del 27 imprimió a su producción literaria una calidad lírica que colocaba a la poesía española en un lugar de privilegio pocas veces alcanzado antes o después de aquella época intensa.
La década anterior había visto a estos hombres poner a prueba su estatura en los desafíos del vanguardismo. La lengua española había mostrado su vigor y flexibilidad en manos de unos autores tocados por el genio, y tan capaces de entregarse a la recuperación de la métrica tradicional y popular como de alzarse sobre la imaginativa arquitectura verbal del creacionismo o del surrealismo. Las primeras tentativas de los años veinte, aunque hubieran dado lugar a espléndidas muestras de inteligencia poética y hubieran sido saludadas con entusiasmo por los dos grandes maestros de los inicios del siglo, Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, fueron superadas por la plenitud creativa a la que asistió España antes del estallido de la Guerra Civil.
¿Puede hablarse de la búsqueda de una idea de España sin hacer referencia al trabajo de esta promoción de honda sensibilidad e inagotables recursos, cuya destreza se había formado en el riguroso examen de nuestra cultura? Porque la experiencia de aquellos años fue, también, la salida a flote de una conciencia magnífica del propio idioma, la voluntad de mejorarlo, de innovar su tradición, de dotarlo de mayor fuerza expresiva, de dignificarlo hasta darle un lugar de liderazgo estético en la cultura europea de entreguerras. La defensa de la realidad de España se encontraba también ahí, en la creación poética, en la laboriosa exactitud de las palabras, en la exquisita brillantez de sus imágenes, en la conmovedora humanidad de su belleza.
Antes de que la literatura española se tendiera sobre el campo ensangrentado de las tierras de España; antes de que diera cuenta y razón de la tragedia de nuestra guerra; antes de que España fuera nombrada con idéntica pasión por hermanos en lucha, los hombres del 27 habían llegado ya a la edad del cumplimiento de la gran promesa proclamada en los años de la dictadura de Primo de Rivera. Y lo habían hecho con el mérito de empuñar una misma lengua de manera distinta, con la madurez suficiente para dar cauces formales diversos a la tarea de reivindicar idéntico idioma y de viajar por una profunda conciencia nacional.
En 1933, Vicente Aleixandre publicaba «Espadas como labios», libro en el que mostró la soberbia plasticidad de un lenguaje caudaloso que nombraba al mundo identificándose con su amplitud. Aleixandre siempre habría de mostrar la fuerza expansiva de esa detonación poética, que parece arrojarnos al abismo del ser total de la tierra, a la incesante emoción de quienes la pueblan y a la innumerable afirmación del hecho de vivir.
Pedro Salinas publicó también en 1933 «La voz a ti debida», que en su mismo título era el homenaje a la continuidad literaria española que nunca dejó de brillar en el trabajo de estos autores. La alegría y la insatisfacción permanente del amor, el descubrimiento entusiasta de existir a través de otro, pudieron expresarse en un lenguaje menos dilatado que el de Aleixandre, pero igualmente eficaz. Aquel libro, escrito como una sola meditación sobre la «alegría de vivir sintiéndose vivido» se convirtió, junto con su desenlace «Razón de amor», en el breviario afectivo de generaciones enteras de españoles a quienes se proporcionaba una lengua que también sabía vestirse de discreción y austeridad.

Poesía de la experiencia

Federico García Lorca, que había mostrado un insaciable apetito de quemar etapas y poner a prueba todos los registros, estrenó en marzo de aquel año prodigioso «Bodas de sangre», primera obra de una trilogía que puso de manifiesto la superioridad inalcanzable de este granadino de poco más de treinta años, capaz de llenar de abundancia y densidad lírica las escenas teatrales de un argumento realista.
Otro andaluz, destinado a ser un autor de hondísima influencia en los poetas de la posguerra, estaba escribiendo, en el mismo 1933, la quinta parte de la obra poética que reuniría, a partir de 1936 y hasta su muerte, en sucesivas ediciones de «La realidad y el deseo». El homenaje de Salinas a Garcilaso fue sustituido por el que se hacía a Bécquer. «Donde habite el olvido» era el primer paso dado por Luis Cernudapara alejarse de la pirotecnia distante de la poesía pura o de los ejercicios espirituales del surrealismo.
No hay nada tan difícil en el oficio de un poeta como describir el dolor del corazón con esa contención casi pudorosa, sin caer nunca en la banalidad o en el prosaísmo. En ese arriesgado lugar en el que la emoción debe ser comunicable para poder ser compartida literariamente, Cernuda empezó a poner los cimientos de una de las corrientes que más fortuna ha hecho en la lírica española posterior, la poesía de la experiencia.
Para aquella nación, consciente del altísimo nivel de un acervo cultural común, justamente cuando asomaban las primeras nubes de una tormenta que pronto habría de abatir las esperanzas de convivencia de los españoles, parecen haberse escrito los versos con que Cernuda cerró uno de los poemas de «Donde habite el olvido»: «Cuando la muerte quiera/una verdad quitar de entre mis manos,/las hallará vacías, como en la adolescencia/ ardientes de deseo, tendidas hacia el aire».

lunes, 2 de febrero de 2015

"Cómo era la vida en los monasterios medievales" por Javier Bilbao


Jesús salió de la casa y vio a un hombre llamado Mateo, que estaba sentado en su oficina de impuestos, y le dijo: «Sígueme». Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió. (Lucas 5, 27-28)
La novela El nombre de la rosa y su excelente adaptación al cine tenían muchos atractivos y no fue el menor de ellos la manera en que supieron acercarnos a un mundo tan enigmático y lejano como el de una abadía medieval. El scriptorium, la sala capitular, los maitines, la tonsura, los fraticelli… todo ese microcosmos que para los comienzos del siglo XIV ya era tan alambicado y sutil tuvo un origen mucho más sencillo, con aquellos primeros cristianos ascéticos que quisieron seguir el ejemplo de los apóstoles y dejarlo todo atrás ante la llamada de la fe.
En torno a los siglos III y IV en el Bajo Egipto comenzaron a recorrer el desierto unos peculiares monjes solitarios llamados eremitas que renunciaban al dinero, a la familia y los amigos y a las comodidades, a la vida en su conjunto, para abrazar la pobreza y la soledad en la que esperaban encontrarse a Dios y alcanzar la vida eterna. Uno de ellos fue san Antonio, que a los veinte años lo vendió todo y se fue a dormir a un sepulcro, únicamente acompañado de animales. De hecho se le atribuye el haber curado mágicamente la ceguera a un jabalí. Que no es que sea el milagro más portentoso de la historia, pero oye, tiene su mérito. Otro fue Simeón el Estilita, que estuvo treinta y siete años viviendo en lo alto de una columna, lo que no sabemos si le abriría las puertas del cielo, pero al menos alcanzó la fama inmortal gracias a esa película tan graciosa que le dedicó Buñuel. Por su parte san Onofre decidió no cubrirse por otro vestido que una luenga barba con la que se tapaba y a modo de calzoncillos unas hojas de parra.
Desde entonces surgieron en diversas fechas y lugares abstinentes que parecían competir por ver quién vivía con más renuncias, de una manera que en cierta forma evoca a los Monty Python en aquel sketch sobre los viejos tiempos. Así, Romualdo se pasó un año comiendo garbanzos, pero Aero hubiera considerado eso un lujo intolerable, dado que intentó alimentarse únicamente a base de nieve. Algunos permanecían siempre erguidos, sin protegerse de las inclemencias del tiempo, y parte de ellos incluso sobre un solo pie. Frente a los ermitaños que vivían al aire libre disfrutando de la contemplación del paisaje, un paso más allá estaban los ermitaños reclusos. Permanecían encerrados en una habitación tan pequeña que a veces no podían tumbarse en ella y no disponían de ninguna ventana salvo un agujero en el techo. No obstante vivir solo no deja de ser un privilegio, así que Pedro de Gálata consideró mejor martirio compartir su habitación junto a un «poseído por el demonio» que probablemente no fuera más que un loco. Pero las construcciones humanas son signo de comodidad, así que Adhegrino estuvo treinta años viviendo en una cueva de la que solo salía los domingos. Para ir al monasterio, ojo, no por vicio. Salamanes en cambio no era partidario de tales lujos y vivía más modestamente en un agujero en el suelo junto al Éufrates, en tanto que Acepsimas optó por algo aún más austero y pequeño: qué mejor vivienda que el hueco de un árbol.
Mientras tanto, los teóricos de la Iglesia partiendo de la premisa de que cuanto mayor es la renuncia mayor es la virtud llegaron a la conclusión de que el martirio era la mejor opción imaginable… y que por tanto evitarlo era la renuncia suprema, y pasaba a ser entonces una virtud aún más deseable. Aunque por mucho que rivalizasen por llegar un poco más lejos que el resto, por rizar aún más el rizo, estos hipters del ascetismo presentaban además otro inconveniente. No eran auténticamente pobres dado que no habían renunciado al más valioso don de un ser humano: su libre albedrío. Los cenobitas, que surgieron poco después que los eremitas, eran unos monjes que contaban con la ventaja sobre estos de vivir en comunidad, sometidos a un voto de obediencia que los hacía menos libres y por tanto también más santos. Quien vendría a darles la organización y el funcionamiento que caracterizarían a los monasterios fue san Benito. Nacido a finales del siglo V en lo que actualmente es Italia, llegó a ser el autor de los principios fundacionales de los monasterios cristianos, llamados en honor a su nombre la Regla de Benito. Sus ideas al respecto se basaban en buena parte en autores previos, aunque él las desarrolló y las aplicó al fundar un monasterio que alcanzaría un gran renombre no solo por motivos religiosos, la abadía de Montecasino. Ese fue el lugar en el que muchos siglos después se atrincherarían las tropas nazis en una de las batallas más encarnizadas de la Segunda Guerra Mundial, lo que supondría por desgracia la completa destrucción de un edificio de incalculable valor histórico (aquí pueden ver una desoladora imagen de cómo quedó). Una de tantas pérdidas que tuvieron lugar en esta guerra, tal como señalamos en su día en este otro artículo.
Pero como diría Adso no nos detengamos demasiado en los marginalia y volvamos al hilo del relato. Los monasterios creados desde entonces siguiendo este modelo de san Benito se llamaron «benedictinos», aunque dada la extensión tanto geográfica como temporal en que iban apareciendo resultaban poco uniformes. Lo que cambiaría a partir de la fundación a comienzos del siglo X en Cluny de una abadía que serviría de modelo. Sería la regla cluniacense. Dentro de la aversión más o menos subterránea que tradicionalmente ha existido en el cristianismo por el comercio, el dinero y el capitalismo en su conjunto, uno de los principios fundamentales sobre los que debía sustentarse la vida monacal era el voto de pobreza. No solo debían desprenderse de todas sus posesiones personales al ingresar, sino que en él no debían acumular ninguna otra. Todos los bienes eran comunitarios, si bien la riqueza colectiva del monasterio y de la Iglesia en su conjunto sí estaba permitida, aunque ello diera lugar a innumerables disputas teológicas en torno a la pobreza de Cristo y a condenas por herejía a los discrepantes, como era el caso de los fraticelli que menciona en su novela Umberto Eco. Así que junto al voto de obediencia, pobreza, castidad, humildad y penitencia se estableció también el voto de silencio y a diferencia de lo establecido por la Regla de Benito el trabajo dejó de valorarse como remedio contra la ociosidad, que ya se sabe que es la madre de todos los vicios. En su lugar ganaron peso la espiritualidad y la ceremonia, dando pie al canto gregoriano. La posterior llegada de la Orden de Císter recuperaría sin embargo ese valor del trabajo y rebajaría el voto de silencio.
Monje defendiéndose a garrotazos de los demonios dibujado en los Decretos de Smithfield, año 1300.
Monje defendiéndose a garrotazos de los demonios dibujado en los Decretos de Smithfield, año 1300.
Aunque en general las reglas eran comunes en bastantes aspectos para monjes y monjas e incluso llegó a haber centros en los que estaban juntos pero no revueltos, con una sección masculina y otra femenina, Idungo de Prüfenig explicaba que la clausura debía ser más estricta para estas últimas dado que «el sexo femenino tiene cuatro grandes enemigos. Dos en sí mismo, a saber la concupiscencia carnal y la curiosidad propia de su ligereza. Otros dos están fuera, y consisten en el temerario apetito de placer de los hombres y en la muy perniciosa envidia que impulsa al demonio a hacer el mal». Es decir, que respecto a los monjes no era frecuente que alguna mujer saltara los muros para retozar con ellos, pero a la inversa sí podía ser más probable. De hecho uno de los cuentos del Decamerón gira en torno a una situación así, sobre un convento en el que entraba un joven hortelano fingiéndose mudo y aprovechándose de la circunstancia todas quisieron catarlo. Para evitar esa clase de excesos el reglamento imponía una serie de castigos a los monjes que iban desde los tres años a base de pan y agua por caer en la masturbación, la fornicación o el bestialismo, hasta los diez por la homosexualidad o el asesinato. Además se sancionaba con tres días de excomunión a quien tuviera una polución nocturna y no se lo comunicara al abad.
Un monasterio podía estar formado por unos setenta monjes aproximadamente, si bien aquellos que no eran autosuficientes terminaban generando en su entorno una economía a escala con empleados a su servicio y finalmente llegar a convertirse en un núcleo de población. Su interior estaba organizado en diferentes estancias, tal como recordará todo aquel que haya jugado a La abadía del crimen, como por ejemplo la sala capitular, donde se celebraban las reuniones y se confesaba o se acusaba a los demás por alguna falta cometida. Aunque sin citar su nombre, que hay que señalar el pecado pero no el pecador. También solían contar con una enfermería, a la que llamaban «puertas del cielo», demostrando así que no tenían muchos remedios medicinales a su alcance pero sí un agudo humor negro.
Precisamente uno de sus principales remedios para la salud eran las sangrías, ideales para prevenir toda clase de males, desde la viruela hasta las hemorroides. Se realizaban a cada monje en algunos casos hasta una vez al mes y tenían para ello una sala específica llamada minutorio. Existía todo un ritual para llevar a cabo la sangría que incluía un buen banquete con toda clase de manjares para que el afectado repusiera fuerzas tras la operación, quizá por eso se hacían con tanta frecuencia. Aunque respecto a la comida no puede decirse en general que llevasen una vida de excesiva renuncia. La Regla de Benito desaprobaba la glotonería y establecía que todos los monjes debían ser cocineros, por turnos, así como que debían servirse dos platos para que los comensales pudieran escoger el que les gustase, al que luego se añadía unas frutas como postre. Había días de ayuno como penitencia pero lo más interesante era lo relacionado con la bebida. «El vino hace claudicar hasta a los más sensatos» advierte la Regla mientras desaconseja caer en la embriaguez; sin embargo numerosos monasterios llegaron a convertirse en destacados productores de vino y cerveza, en los que se llegaba a ingerir en ciertos casos hasta diez litros diarios por persona. Cabe suponer que vivirían en un perpetuo estado de espiritualidad y alegría divina.
El mencionado voto de pobreza no estaba reñido con la buena apariencia y mantenían unas rigurosas costumbres en su higiene personal de manera que, hiciera falta o no, cada sábado se lavaban los pies. Además cada día, antes de tercia, se cambiaban coquetamente el calzado y se limpiaban las manos mientras que una vez por semana, en un día variable según el monasterio, tocaba afeitarse. No todos estaban de acuerdo en esto e incluso un tal Burcardo de Bellevaux llegó a escribir en el siglo XII una Apología de las barbas, un libro que lamentablemente no hemos tenido ocasión de leer pero seguro que era muy interesante. Respecto al corte de pelo que les proporcionaba esa característica calva, conocido como tonsura, variaba tanto en su estilo —celta, romano o griego (rapado)— como en la frecuencia, desde los quince días a las tres semanas. Sobre la ropa y complementos, según la Regla se debía proporcionar a los hermanos «cogulla, túnica, escarpines, calzado, ceñidor, cuchillo, estilete, aguja, pañuelo y tablillas ».
Respecto al mencionado voto de silencio, no solo favorecía la introspección y la elevación del espíritu tan características de la experiencia religiosa, además como seres sociales que somos renunciar al placer de la charla y la conversación es también uno de los mayores sacrificios que pueden realizarse y por tanto da más puntos de santidad. Pero la convivencia requiere inevitablemente un mínimo de comunicación y fue desarrollándose una lengua de signos. En algunos monasterios llegaron a contar con un lenguaje con las manos que abarcaba nada menos que cuatrocientos setenta signos distintos, que por tanto podía suplir con bastante solvencia a la lengua hablada. ¿Qué sentido tenía entonces el voto de silencio? Algo parecido pasaba en ocasiones con la flagelación, una práctica recomendada y habitual pero que algunos ejercían con colas de zorro, para no hacerse daño. Lo que me recuerda el caso ya de nuestra época de una chica que, según me contaron, siguiendo las consignas de las monjas del centro en el que estudiaba se metía garbanzos en los zapatos como forma de martirio, pero se los metía ya cocidos porque los otros estaban duros y dolían, decía.
Por último, un aspecto fundamental de la vida en estos lugares fueron los horarios. El monasterio aspiraba a ser una Ciudad de Dios agustiniana a escala, un pequeño espacio de orden, sosiego y regularidad en una época de incertidumbre y violencia. Eso se aplicó a la distribución del espacio, del trabajo y también, en lo que terminaría adquiriendo una gran importancia, del tiempo. Las horas canónicas en las que san Benito estableció la distribución del día según los rezos fueron maitines (medianoche), laudes (3:00), prima (6:00), tercia (9:00), sexta (12:00), nona (15:00), vísperas (18:00) y completas (21:00). El historiador Jacques Le Goff señaló que esta racionalización del tiempo terminaría transmitiéndose a toda la población, sentado así las bases del desarrollo de la economía burguesa y, en último término, de la modernidad. Pero no fue ni mucho menos el único legado de esta institución que debía ser «bastón de los ciegos, despensa de los hambrientos, esperanza de los desgraciados, consuelo de los afligidos». También, en su labor bibliotecaria, conservaron el legado cultural de la antigüedad clásica (exceptuando el tratado sobre comedia de Aristóteles, naturalmente) y por si lo anterior no fuera ya más que suficiente, encima inventaron o mejoraron la mayoría de las bebidas alcohólicas que conocemos, desde el champán hasta el whisky ¿Se les puede pedir más?

sábado, 31 de enero de 2015

"¿Hay algo tan seguro, resuelto, desdeñoso, contemplativo, severo y serio como el asno?"


Cuando leemos esto: "Porfiar y polemizar son cualidades vulgares, más visibles en los espíritus más bajos, mientras que desdecirse y corregirse, abandonar una postura errónea en pleno ardor de la discusión, son cualidades raras, fuertes y filosóficas", parece que quien lo escribió lo hubiera hecho después de ver un programa de debates en televisión o una tertulia radiofónica o acabara de asistir a un pleno del Congreso de los Diputados en el siglo XXI. La clarividencia de los clásicos tiene estas cosas: con más de cuatro siglos bajo tierra, son capaces de definir la calidad del ser humano y sus comportamientos con un tino sorprendente. Y también sirve para mostrarnos una certeza: cambia más la apariencia de las selvas que la de las sociedades. Cierto es que Montaigne muda con tal facilidad de convicciones que podríamos apoyar una tesis y la contraria en pocas páginas de distancia. Y ahí creo que reside uno de sus principales aciertos: en la versatilidad para abrirse a cualquier idea. El hombre duda, la razón no es incuestionable y la vida es interpretada al albur de los días, no del dogma. Sigue hablando el pensador francés sobre la conversación: "Solo aprendemos a discutir para contradecir, y, como todos contradecimos y a todos nos contradicen, sucede que el fruto de disputar es arruinar y aniquilar la verdad". Cualquiera que haya escuchado hasta el final o un fragmento de uno de estos programas donde se polemiza sobre la política actual, llegará a esta misma conclusión si no se deja llevar por la misma inercia de la contradicción a la que alude Montaigne. Y encontramos la solución para evitar convertirse en un polemista de esta calaña en los mismos Ensayos: "Es imposible departir de buena fe con un necio" y "Yo preferiría que un hijo mío aprendiera a hablar en las tabernas a que lo hiciera en las escuelas de la palabrería". No tuvo hijos Montaigne, pero estoy convencido de que esto último lo decía de corazón y yo lo suscribiría casi cinco siglos después. Termino con una cita de aplastante conclusión: "La obstinación y la opinión apasionada son las pruebas más ciertas de la estupidez. ¿Hay algo tan seguro, resuelto y desdeñoso, contemplativo, severo y serio como el asno?"

viernes, 30 de enero de 2015

"Jaime Gil de Biedma, canción de aniversario" por Marcos Ordóñez


¿25 años ya? Sí, esa es la cifra: 8 de enero de 1990. Voy más atrás, porque para mí la historia comienza antes. En 1975 cae en mis manos la primera edición de Las personas del verbo de Jaime Gil de Biedma. La portada en dominante granate, el tacto casi aterciopelado en mi recuerdo, la liviandad. Un libro breve, y sin embargo ahí estaba todo lo que mi adolescencia necesitaba. Subo a un autobús con la mirada hundida en sus páginas. Comienzo a leer y se difumina todo lo que hay alrededor, la lluvia emborronando el paisaje gris, anochece. Relumbra aquella alegría de vivir, aquella especial disposición del espíritu para olfatear la vida en un olor a cocina y cuero de zapatos; aquel don para atrapar al vuelo la visión de una cría bajo la tormenta, alzando unos zapatos rojos, “flamantes como un pájaro exótico” en una esquina del año malo; aquella fabulosa resolución de ser feliz “por encima de todo / contra todo / y contra mí de nuevo”, pese al dolor del corazón. Alzo la vista, el autobús está vacío; embebido en la lectura me he pasado mi parada y todas y estoy, literalmente, en las afueras, pero ahora tengo un guía. Hacía tiempo que no me pasaba con un libro lo que acababa de pasarme con Las personas del verbo.Hacía mucho tiempo que no me encontraba con una voz semejante. Como escribió su cofrade Gabriel Ferrater hablando de Josep Carner: “Palabras que duran mientras varían los días y se nos mudan los sentidos, ofrecidas para que las entendamos de nuevo: como una patria”.
Lo fundamental de aquella tarde es que entré a las cuatro y salí a las ocho. La generosidad de aquellas horas. Y, creí percibir, una sensación de soledad, de no querer estar solo, de temer la llegada de la noche, de querer seguir hablando, conmigo o con cualquier otro. Le pregunté mucho y me contó mucho, con precisión, como si dictara, con una fascinante gracia expresiva. No recuerdo los asuntos de la conversación pero sí su vuelo y su tono. Y, sobre todo, que fue una conversación, no una entrevista. Le regaló una conversación a aquel jovenzuelo enmudecido, le trató como si fuera un amigo, alguien de su edad. Conversaba “artísticamente”, cierto, con “intenciones estéticas, creando efectos, por divertirme y divertir a los demás”. Eso es lo que permanece, eso es lo que importó y sigue importando.Segundo encuentro: 1980. Visito al poeta en su lujoso apartamento de la calle Pérez Cabrero, entre el Turó Park y la iglesia circular de San Gregorio Taumaturgo. Hubiera preferido que me recibiera en el sótano negro, “más negro que su reputación”, en el 518-520 de la calle Muntaner, pero esa isla está cubierta por el mar de los sesenta. Voy a hacerle una entrevista para la revista Diagonal. El poeta acaba de publicar El pie de la letra, una recopilación de sus ensayos: brillantísimos, sensatos, esencialmente divertidos, corteses. En medio ha habido otro libro, de 1974 y que leí más tarde, Diario del artista seriamente enfermo, en Palabra Menor (Lumen), que me dejó verde de envidia. Jaime Gil tenía veintiséis años cuando lo escribió, y me parecía increíble que alguien tan joven pudiera ser tan inteligente y tan culto. Me desesperé, porque me faltaban pocos años para tener su edad de entonces. Muy poco tiempo, calculé, para llegar a pensar y escribir cosas parecidas.
No le dije lo mucho que había supuesto para nosotros, para mí y para los de mi generación, su poesía y su manera de sentir y de vivir. Hoy se lo diría; entonces me daba mucho apuro. Si no recuerdo mal, aquella conversación nunca llegó a publicarse. Yo no la recuerdo publicada. Probablemente sería larguísima. No he vuelto a releerla porque la perdí.
Yo estaba en ABC en aquella época. Diría que llamaron hacia medianoche. Abandoné la partida (siempre se me ha dado fatal el póquer) y me planté en el periódico para escribir sobre Jaime Gil.1990: la noche de su muerte. Estábamos jugando al póquer cuando sonó el teléfono con la noticia. Recuerdo a mucha gente en casa. Habíamos ido a ver una función y luego vinieron todos a escuchar discos, a jugar y a tomar unas copas. Recuerdo que estaba Sagarra, que estaba Ollé, que estaba Anguera. Sagarra me dijo al llegar: está muy mal. No sé si fue él o Marsé quien me contó luego los últimos días, quizás un año, en la casa de los Marsé, en Calafell. Jaime Gil ya andaba con la cabeza perdida por la medicación, pero a veces había repentinas ráfagas de recuerdo. Como aquel día de primavera. Joaquina, la mujer de Marsé, estaba preparando la comida, con la radio puesta. Comenzó a sonar una canción de la Piquer. Ojos verdes, diría. Y Jaime Gil, en el jardín, alzó la cabeza, alzó el dedo, atrapó o creyó atrapar el relámpago, su dedo, imagino, como un pararrayos. Así me viene a la memoria. Joaquina llorando, y a mí se me saltaban las lágrimas imaginando la escena, la canción como el heraldo de una vida anterior, la imagen del noble arruinado entre las ruinas de su inteligencia. Qué atroz profecía.
Estaba triste y al mismo tiempo me gustaba el encargo, cruzar la ciudad para hablar del poeta recién fallecido. Y me ilusionaba que me hubieran llamado, que me lo hubieran encargado a mí. En el taxi pensaba en la primera vez que le vi, con abrigo y sombrero, un anochecer de invierno, saliendo de la Compañía de Tabacos de Filipinas. Estaba parado en las Ramblas, mirando hacia el rey mago que parecía tiritar en la hornacina de los almacenes Sepu. Creo que en el Retrato del artista hay una entrada en la que se pregunta a qué se dedicaría aquel hombre pequeño y helado el resto del año. Otro encuentro en las Ramblas. Encuentro desde la más respetuosa distancia: entonces no le conocía, no me hubiera atrevido a abordarle. Parado también frente a un quiosco, desplegando Le Monde Diplomatique. Parecía radiante aquel día y yo pensé en Frederic de Lloberola, el protagonista de Vida privada, aquel hombre “de edad indefinida, con el estómago lleno de whisky y el corazón lleno de rosas rojas”. Más imágenes: la foto con los perros, los cachorritos que trepan por su cuerpo, tendido en una hamaca en el jardín, en La Nava de la Asunción. Un rostro de absoluta felicidad. Eso fue, debió ser, en el último verano de su juventud, como escribió. Y el recuerdo de aquella periodista que cometió la indelicadeza de preguntarle, cuando ya estaba muy enfermo, acerca de la muerte. La respuesta sabia, educada, ya casi desde el otro lado: “No haga preguntas ociosas. Consúltese a sí misma y tendrá las respuestas”. Todo eso volvía en aquel taxi.
Escribí el artículo de un tirón, sin levantar la cabeza del teclado, como cuando leí por primera vez Las personas del verbo: un torpe intento de devolución. Escuché una voz que decía: “Venga, que hay que ir cerrando”. Luego volví a casa. Seguía la partida. Llevaba en la mano la doble página, recién montada, todavía caliente, una prueba impresa para mí. Y para ellos. Volví a sentirme triste y contento. Como ahora.