VIII. La modelo
Ruggiera es arepa tostada, una pantera de las que provocan accidentes en las playas y cortes de digestión en las aceras. Ruggiera no se llama Ruggiera. Es su nombre de pasarela, su alias profesional, con el que empezó en el mundo de las modelos. A Ruggiera le habría gustado ser blanca y nacer en Italia –mejor en el norte-, aunque ya se ha acostumbrado al cacao de su piel y a ignorar a quienes la llaman negrita, afro, maloliente y cosas peores. Ruggiera no está del todo cómoda en este mundo. Todavía busca la postura, la peana que le permita exhibirse y morir como siempre soñó. Estuvo subida en ella, pero se desmoronó, como un castillo de arena caribeña. Rozó la seda durante unos años y vive con la esperanza de acariciarla de nuevo.
Hablar de una misma en tercera persona, ver la vida desde un promontorio, analizar hacia dónde vas con la frialdad de un islandés y contar lo sufrido como si fueras otra, te libera de responsabilidades y llama a la sinceridad. Me asegura mi amiga Matilde: “Es una forma original de animarse, de observarte. Lo necesitas, confía en mí. Si yo no lo hiciera, el suelo se me habría tragado. Estas filigranas de la perspectiva son útiles para despejar el rumbo de navegación.” No sé si es buena idea. No estoy segura. No sé si borrarlo y comenzar este diario de nuevo, a la manera tradicional.
Ruggiera nació en Colombia, cerca de la plaza de Santa Teresa, en Cartagena de Indias. Domina cuatro idiomas: colombiano, castellano, inglés e italiano. Su infancia no fue tan feliz como ella habría deseado, a causa de la oscuridad de su piel, sobre todo. Ese fue uno de los motivos principales, aunque también nació hembra y pobre. Su papá se lo puso muy claro cuando aún era muy niña: “Con lo bien que nos habría venido un man, pero aquí te tenemos: hembra, verraca y tostada, muy tostada. A ver cómo nos arreglamos para que no seas una gonorrea”. Ruggiera recordaría estas palabras durante toda la vida. Los reproches de su catire le afectaban tanto que nunca estaba segura de si sus ambiciones eran producto del libre albedrío o una reacción a los juicios de papá. Quería pensar que no hacía las cosas por taparle la boca, que sus éxitos y avances eran logros de elección propia.
Me da apuro confesar mis debilidades. Toda la vida he estado endemoniada por ese catire huevón que preñó a mi mamá, por ese hijueputa del que aún me he de despedir.
Ruggiera salió en cuanto pudo de Santa Teresa, de Getsemaní, de Cartagena y de Colombia. Allí no había quien aguantara la presión del papá catire –su mamá siempre fue transparente y mulata clara-, ni el asedio de los cartageneros. Porque Ruggiera, en cuanto llegó a mocita, ganó una sexualidad que la recluía dentro de casa por precaución. No podía salir a la puerta si no iba bien cubierta con polleras largas, y estos disfraces en el Caribe no son para aguantarlos sin desangrarse. Fue tan espectacular el desbordamiento de su sexualidad que era peligroso andarse cimbreando ese cuerpopor las calles de Cartagena cimbreando ese cuerpo, por muy oculto que estuviera. Los hombres de su ciudad no usan riendas cuando ven viejas de tirón y menos cuando el papá no levanta ninguna fortaleza que obstaculice el asedio de su pelada.
Aunque mi catire hubiera tenido lo que otros tenían, poder y arrestos, tampoco me habría librado del acoso insistente de los varones. Mi desarrollo sexual en la adolescencia me alcanzó un trauma –y no soy propensa- del que solo escapé cuando abandoné la plaza de Santa Teresa. A esa edad, no era yo de las que gozan cuando las vichean, las lamen con la vista y las adulan con la lengua, no. Tenía parceras que sí, que se quebraban viendo cómo trempaban los hombres a su paso. Mis instintos predadores aparecieron más tarde, lejos de Getsemaní. Fue entonces cuando aproveché mi cuerpo para mi beneficio y me fue muy bien, pero de repente nos volvimos remilgados y me jodieron.
Muy jovencita, Ruggiera sintió la necesidad urgente de escapar de su país. Eran muy altas las expectativas y muy pocas las esperanzas que la ataban a su familia y a su ciudad. Una mulata oscura en Cartagena, con cuerpo rumbero y en el barrio de Getsemaní, con una mamá de cristal y un padre sin hueso, solo podía acabar de una manera, y no tenía ganas de reventar tan joven como lo habían hecho algunas de sus compañeras de escuela, menos panteras que ella. Ruggiera obtuvo unas calificaciones excelentes en la educación básica y en la media. Le habría gustado cursar una maestría, pero su familia no se lo permitió; por eso huyó muy jovencita, primero a Bogotá y luego a Madrid, con un documento falso y unos pesos de su abuelita, gobernanta en el hotel Charleston. Cuando llegó a España, Ruggiera todavía se llamaba Sandra Milena, como muchas de sus compatriotas. Fue allí, en Madrid, donde cambió por primera vez de nombre, al ingresar de camarera en una chocolatería. Le apeteció que la llamaran Marilyn, porque estaba intensa con la vida de la actriz de Hollywood y la imitaba en cuanto podía: rubia -posible con un tinte-, independiente -posible con dinero-, adorada -posible con su cuerpo y un poco de suerte- y sin ganas de criar nietecitos -muy fácil.
Es verdad que no aguantaba en el pantano húmedo y bochornoso de Cartagena, que todo me parecía mediocre, violento y atufado en mi país. Pero también lo es que solo tenía dieciséis años, aunque aparentaba veintitrés. Ahora añoro los mosquitos, los papagayos, la plaza de Santa Teresa, los soportales de los escribanos y el mar, sobre todo el mar. Y no he vuelto por allí. Y también quería ser una nueva Marilyn: adoraba sus películas, su cabello y sus pupilas de muerta anunciada.
Su primera experiencia como modelo volvió a cambiarle el nombre. Como a Norma Jean, a Ruggiera la descubrió un fotógrafo de forma casual: cuando dejaba una bandeja con chocolate y churros sobre una mesa de mármol falso. Todas sus compañeras de trabajo, que eran multitud, procedían de Indonesia, cordiales, sin nariz y de pasitos cortos. Ruggiera descollaba tras el mostrador de la chocolatería como un David de Miguel Ángel rodeado de figuritas de Lladró. La mejor amiga de Ruggiera era Norma Jean. Había leído tres biografías suyas y había visto sus películas varias veces. Por eso, que su carrera profesional comenzara como la de Marilyn, la animó a enguayabarse por primera vez en su vida junto a tres de sus compañeras indonesias, expertas en guaro de frontera y en el bordado con hilo de oro. Las indonesias, esa noche, la sorprendieron por el colorido de sus trajes de fiesta y por su inclinación a los alcoholes ásperos. Ruggiera, a pesar de sus dieciocho años recién cumplidos, supo moderarse, hasta en una circunstancia tan rumbera como aquella, y ni siquiera bailó con varones, solo con las figuritas de Lladró, que le clavaban en el talle los deditos de muñeca para librarla de la nostalgia de las recochas y de los hombres locuaces.
Sola, asustada y recién llegada a un país extranjero, no esperaba que mi sueño de adolescente fuera a cumplirse con tanta eficacia. No terminaba de creer lo que estaba viviendo desde que me contrataron en la chocolatería. Todo sucedía vertiginoso, con golpes de efecto, como en una comedia romántica. Para olvidarme del mar y de las noches de rumba de Santa Teresa, me empeñé en la universidad, aunque el sueldo de la chocolatería no me daba para pagar el alquiler y la matrícula.
La aparición de Francesco una mañana de julio fue como el comienzo del estrellato de Norma Jean Baker. Le dije que me llamaba Marilyn y él rio con suficiencia. Me animó con un gesto a que confesara mi verdadero nombre, Sandra Milena. Él me pondría otro, porque Marilyn estaba muy gastado, porque Sandra Milena no le convencía y porque él era el experto en onomástica y no yo. Así que comencé como Ruggiera Van mi carrera de modelo, posando junto a la manguera de los churros y al lado de una de mis parces indonesias. Dos años antes estaba sudando caucho en el Paseo de los Mártires, con la pollera larga y la atención puesta en las fuentes, que aliviaban la solanera; y en los hombres, que me desnudaban con sus requiebros.
El trabajo de modelo es mucho más penoso de lo que todo el mundo cree. Así lo demuestra el diario de Norma Jean y así lo comprobó personalmente Ruggiera. Las sesiones de fotos no tenían fin, pero valían la pena, porque ella cada vez se veía más elegante y más segura de que, cuanto se tramara en sus ensoñaciones, se haría realidad por la mañana. Sus primeras pagas le permitieron matricularse en la universidad y formarse en idiomas. Demostró una facilidad pasmosa para el estudio. A pesar de llegar derrotada a casa, fue capaz de obtener la titulación con pocos apuros. En los ratos libres, leía con gula -su papá nunca se había asomado a un libro-. Comenzó devorando los que le había visto en fotos a Marilyn, incluido el Ulises; e intuyó de dónde provenía la mirada turbia de Norma Jean, de dónde surgía el temblor de esa mujer despampanante, impropio para las que están seguras de su presencia. Aunque no era tan escandaloso como en Cartagena, en Madrid también se deshacían los varones por la carne de la mulata. Si no se tiene experiencia, no es nada fácil atravesar las aceras con un cuerpo moldeado para la concupiscencia y, aún menos, si te da asco el babeo viscoso de los hombres, que la ponían perdida. Ruggiera no huía del sexo, pero quería controlarlo con firmeza, como a su futuro. Se le metió en la cabeza barajar a los moscones, ser ella la que diera cartas y no darles la oportunidad de que impusieran su fuerza, ni sus torpes trampas de tahúres. Era fácil, los superaba a casi todos en astucia, en habilidad y en el dominio de la retórica. A la mayoría se les caía el belfo en cuanto la veían caminar y algunos perdían el habla y la condición humana. Ruggiera Van aprovechaba esta ventaja para humillarlos o utilizarlos, según conviniera. Vengaría a Norma Jean, como que se llamaba Sandra Milena. Se lo debía, era una de sus pretensiones más firmes, pese a no saber si nacía de su propia voluntad o del deseo de revancha contra un papá agrio y desapegado.
Con el tiempo, supe aprovecharme de lo que en Getsemaní tenía por maldición: mis curvas tostadas y mis ojos verdes. No, no soy tan frágil como Marilyn, y no sé si lo lamento. Al principio sentí el hormigueo morboso de ser ella: de encarnarme en una estatua de mazapán, desnuda y lúbrica, cincelada por un artista divino, en mitad de una catedral, espiada, deseada, manoseada y mordida. Con el tiempo entendí que esa atracción eléctrica que producía mi presencia, me serviría para conseguir lo que me viniera en gana, como a ella; aunque en la segunda vida, una ya tiene aprendida la primera.
El día que me contrataron para la Fórmula 1, me planteé si era un ascenso digno de la nueva Marilyn: sostener un paraguas en minifalda, en mitad de un asfalto plagado de mecánicos con buzos de recién casada. Saldría en televisión, me verían millones de personas. Ella también lo habría aceptado. Era más fácil que posar como una contorsionista durante horas y horas y, por supuesto, era mucho más cómodo y vistoso que la mayoría de las ocupaciones posibles: puta, cajera, dependienta, camarera, banquera, peluquera, zapatera, limpiadora, maestra… A mí, por exhibirme en el asfalto dos días a la semana sin demasiado sacrificio -si exceptuamos el resentimiento del brazo y los tacones de aguja-, me pagaban cuatro veces más que a Matilde, una profesora de secundaria que conocí en Madrid. Ella se enfrentaba a jaurías de adolescentes de lunes a viernes. Estaba asqueada de su trabajo: los muchachos le mordían la vocación y temía la vuelta del lunes como si tuviera cita crónica con el dentista. Yo no. Yo viajaba por todo el mundo, a gastos pagados; y sí, soportábamos ofertas de prostitución y arremetidas verracas, nada difíciles de aguantar si una se aloja en hoteles de lujo. Y, por supuesto, nada comparable a lo que sufre Matilde. Con tablas y algo de sentido común, el trago no era del todo amargo, al contrario.
Ser azafata en la Fórmula 1 fue el impulso que la lanzó a imaginar una posible reencarnación de Norma Jean Baker en su propia persona. Con veintitrés años había completado un currículo que a su mamá y a su abuelita les impresionó a través del celular, pese a no entender de siglas y números: grado con distinción en Relaciones Internacionales, C1 en inglés, B2 en italiano y azafata de la Fórmula 1. A su papá no le pudo comunicar nada porque había desaparecido de casa sin dar ninguna explicación. Mejor para la mamasita -pensó enseguida-; peor para Sandra Milena, porque no se dio el gusto de echarle en cara haber llegado, con veintitrés años, más alto que él en toda su vida, pese a ser una “gangrena de negrita verraca”, sin respaldo de nadie y sin haberse arrodillado ante ningún cacique -esto también la diferenciaba de Marilyn y de su padre.
Ni los viajes ni las fiestas ni las ofertas indecentes la desviaron de su objetivo. Siguió leyendo y alimentando su consciencia, a veces para bien; otras, no tanto. Manejó su oficio con la maestría que le fabricaba su astucia. No se había acostado con nadie, lo que la convertía, posiblemente, en la única muchacha virgen del escaparate mundial más lujoso del capitalismo deportivo.
La virginidad no era una meta, ni un trauma de la mojigatería heredada, ni una promesa de castidad, ni siquiera la tenía en cuenta. Simplemente, se atuvo al principio de venganza que dirigía su comportamiento con los hombres. Cuando leía sobre los devaneos amorosos de Marilyn, sentía algo de envidia porque la mulata no había disfrutado del sexo todavía. Se le pasaba enseguida, en cuanto recordaba las relaciones que la protagonista de Niágara se vio obligada a mantener con productores y advenedizos para ascender en su carrera. Ruggiera Van, por suerte, no se había visto obligada a restregarse el cuerpo con arrugados empresarios para ganar posiciones, aunque acababa de empezar y no prometía nada. Eso sí, se empeñó en humillar a quien intentara revolcarse con ella alardeando de poder o dinero, en honor al presidente de la Metro y a Joe Dimaggio.
De veras que no me obsesionaba la virginidad; de veras que no me habría importado acostarme con un hombre, si alguno me hubiera atraído; de veras que ahuyenté a todos los moscones que, en los hangares y despachos, me bailaban billetes de quinientos euros ante las narices; de veras que no hubo verga que me rozara los muslos mientras estuve trabajando en la Fórmula 1; de veras. Y ocasiones para estrenarme se presentaban varias todos los días. Ni estoy orgullosa ni dejo de estarlo. Me trae sin cuidado. Quizás papá sí se habría sentido más hombre por tener una hija veinteañera sin profanar, en la meca del automovilismo, aunque nunca me habría creído.
La vida paseaba de la mano a Ruggiera. Iba cumpliendo con creces todos y cada uno de los sueños que la acompañaron a Madrid. Viajaba por todo el mundo, manejaba dinero propio, la veneraban los hombres -en su acepción genérica- y la respetaban las viejas -casi todas.
El día que se tiñó de rubio empezó a desmoronarse el castillo de arena caribeña. No pudo evitarlo, lo tenía escrito en uno de los cuadernos de la escuela, en el de Matemáticas: “Cuando sea famosa como Marilyn, me cambiaré a rubia platino, y me convertiré, como ella, en el icono sexual del siglo XXI, ja, ja, ja”. Era una apuesta consigo misma, Sandra Milena, y la ganó. No pensaba conservar el rubio platino mucho tiempo, pero le encontró el gusto a ese tinte, le daba un aire de mujer del espacio. No quería traicionar sus sueños de adolescente, debía serle fiel a esa niña afro que, con la vista perdida en los ventanales de la escuela, se embobaba con el baluarte de San Francisco Javier, con los haraganes tumbados a la sombra, con las rumbas, con el mar y con lo que había tras él: el lujo de Marilyn y el clima templado.
Apareció en el circuito de Dubái, cubierta su cabeza con una gorra roja y los rizos platino cayendo sobre los hombros de cacao puro. Uno de los pilotos la reconoció y aplaudió su valentía: “¿Tú no eres de la Tierra, verdad? Siempre me han puesto las marcianas rubias de ojos verdes, lástima de lesbianita.” Ruggiera aceptó la broma del piloto alemán. La llamaban “lesbianita” porque nunca la habían visto salir con ningún hombre y porque había rechazado a todos los mecánicos, pilotos y caciques del circuito. Y no es que sintiera ninguna inclinación lúbrica por las de su mismo sexo -en el mismo círculo de azafatas, tenía oportunidades a su alcance-. Pilotos y mecánicos respetaban su castidad, a pesar del sobrenombre; los empresarios no tanto. La tenían por un ejemplar exótico, aun antes de tintarse de platino. Otros la llamaban la “santita”, “¡quién te tuviera en el altar de casa, mulata ingrata!”, solía decirle un experto en recambios de tubos de escape, aficionado a la poesía petrarquista. Y a la mayoría se le caía el belfo y perdía la capacidad humana, junto con el habla. En parte por la impresión que producía plantarse ante ella; en parte por el perico, que circulaba en los circuitos con mayor velocidad que los automóviles.
Su primer día de rubia platino fue el último de la temporada y el último que volvería a pisar un circuito de Fórmula 1 como azafata, porque ese mismo año se prescindió de ellas. En los medios, llevaban tiempo atizando la grosería de las mujeres florero -como si la estética fuera algo perverso per se-. La demagogia feminista en los medios de comunicación se impuso a la voluntad de las interesadas. Se les negó su oficio y nunca más Ruggiera pudo lucir la cabellera rubia -ni ninguna otra- en los circuitos y televisiones del mundo. Los empresarios del automovilismo pensaron que ganarían mucho más sin azafatas, al aplicarle a los circuitos una pátina de progresía. Zanjaban así la polémica en prensa y televisión. Seguirían disfrutando de sus camellos y de sus chicas de alterne en la zona VIP, los ingresos crecerían y la gente los vería con mejores ojos. Todo perfecto, salvo para las que se ganaban la vida en esos puestos y no quisieron traspasar la turbia línea de las zonas VIP.
Ruggiera fue una de ellas, una de las que no se convirtió en chica de alterne para magnates del automovilismo. Y no porque ella se negara expresamente. Su currículum de castidad era conocido por todo el mundo en la Fórmula 1, así como la limpieza de su nariz. Los empresarios no la invitaron a las zonas acotadas, pese al caché sexual de su presencia, porque sabían de sus costumbres. Llamó en el descanso de la temporada a compañeras suyas y a algunos de los pilotos para que le hicieran un hueco en sus escuderías o en donde fuera. Fue inútil. De la noche a la mañana, pasó a no contar para nadie. Sus compañeras hicieron poco por ella, es más, recelaban de que los puestos escasearan y la temían como rival por su belleza explosiva. Los caciques no la tuvieron en cuenta porque conocían su castidad, su desafección por las drogas, su desapego hacia los poderosos y su carrera universitaria. Los mecánicos y pilotos mostraban buena disposición, “¡ay, mi santita!, no te preocupes, yo les diré a estos tipos que te busquen algo, no te vamos a dejar tirada con ese cuerpo y esos labios”, le prometió el experto en recambios de tubos de escape, pero “nunca hubo nada”, como él mismo diría. Los pilotos tampoco la aceptaron, por su castidad, su desafección por las drogas, su desapego hacia los poderosos y su carrera universitaria.
Ruggiera, que no se tomó con mucha preocupación el anuncio de la desaparición de las azafatas en la Fórmula 1, pasó a angustiarse cuando comprobó que nadie la llamaba para ofrecerle otro trabajo.
Me indigné, y no porque no tenga claro que debemos defender el papel de la mujer en cualquier circunstancia. Me indigné, en primer lugar, porque me enteré por televisión de la supresión de mi puesto de trabajo. Nadie, ni siquiera mi representante, me había informado de esta medida; se comentaba entre nosotras, pero nunca en serio. Y, sobre todo, me indigné porque la peor faena que nos pueden hacer a las mujeres es que nos recorten medios de vida y nos nieguen la libertad de elección. Quien me diga que este empleo de azafata de Fórmula 1 es más indigno que limpiar váteres en un asilo o fregar escaleras o sufrir el síndrome del dentista de mi amiga Matilde, es porque nunca ha limpiado un váter, nunca ha fregado una escalera y nunca se ha encerrado con treinta adolescentes en un aula. Me jodieron, nos jodieron, y de qué forma. Lo que apuntaba a una carrera a lo Marilyn sin final trágico, se me volvió una caída prematura en los oscuros pasillos del paro y la desesperación.
El representante de Ruggiera, tras lamentar la putada que suponía abandonar un campo tan fértil como la Fórmula 1, empezó a darle largas y a aconsejarle que si no aceptaba trabajos más humildes la iba a pasar mal. No se equivocó ni un tanto así.
Ruggiera Van había salido muy dolida de los circuitos. Empezaba una nueva temporada de automovilismo y era muy triste ver la parrilla de salida sin erotismo, sin chicas, sin belleza que cautivara a los estetas. En las retransmisiones de televisión, espantaban esos engendros de la mecánica, rodeados de buzos parcheados con publicidad, sin alivio posible para la recreación del buen gusto. No es comparable el placer sensual que produce la contemplación de un cuerpo canónico bien cimbreado -pese al estorbo de las sombrillas-, a la vulgaridad del rugido áspero de los motores y el andar simiesco de los pilotos. Si se piensa bien, no hay otra forma de equilibrar el feísmo y la estridencia de las máquinas, de los graderíos, del asfalto, de los cartelones de publicidad, de los hangares, que ajardinarlos con cuerpos tocados por la gracia de la naturaleza. Una vez desaparecidas las chicas, todo fue ruido, grasa, asfalto y modernidad espantosa. Acabaron con lo único que unía ese espectáculo al clasicismo y a las bellas artes.
No me dio la gana aceptar los trabajillos que mi representante me presentaba. Tenía la esperanza de seguir ascendiendo escalones. Rebajarme, después de haber estado expuesta en los televisores de todo el mundo, me perjudicaría. Los rechacé todos y lo lamenté muy pronto. Mis cuentas bancarias menguaban a la vez que las llamadas de mi agente. Se acabó mi relación con él y no sabía qué hacer.
Yo no había perdido atractivo, al contrario, me encontraba mejor que nunca. El espejo me decía que no me preocupara, que ese cuerpo, esos ojos y esa melena no pasarían desapercibidos mucho tiempo. Le había tomado el gusto al trabajo dulce que no acarrea desgaste. Francesco, mi representante, había caído en desgracia, en una más honda que la mía. Sus devaneos constantes con las drogas de diseño lo habían conducido directamente a la cárcel por trapichear con jovencitas menores de edad.
Presenté currículos en embajadas e instituciones para aprovechar el grado en Relaciones Internacionales, pero no me tomaban en serio en las entrevistas. En esos despachos tan graves, mi cuerpo asustaba y no tenía recomendación. Solo me quedaba el refugio de la lectura, y, como todo el mundo sabe, no ayuda a pagar recibos.
Ruggiera había dejado de soñar. Sin saber por qué, se fundieron las noches en negro y le resultaba muy difícil recordar los sueños. Se había roto la ilusión de cumplir por las mañanas lo que tramaba con la almohada. Dormía mal y no descansaba lo suficiente. No llamaba a Santa Teresa por miedo a que su papá hubiera vuelto y le preguntara por qué ya no aparecía en televisión, por qué tan de repente había acabado su presencia en los medios.
El dinero se deshacía en el banco como si se hubiera mojado. Solo Matilde le prestaba el hombro y la consolaba y la incluía en su club de mujeres destrozadas por el trabajo: la profesora porque aborrecía el suyo, Ruggiera porque lo adoraba y ya no lo tenía.
Seguía percibiendo, al pasear por las aceras, al entrar en los bares y en los centros de trabajo -hasta en el INEM-, que los hombres se deslenguaban por su carne de cacao; morían por un movimiento de cadera o de pecho. Todo esto lo había perdido el público de la Fórmula 1. Ahora ella lo exhibía en la calle para muy pocos, sin cobrar, sin ningún reconocimiento público, sin la hornacina adecuada. Y cuando el dinero terminara de deshacerse en el banco, habría que dar una solución a esa vida, arrinconada a causa de una forzada versión del decoro feminista y de la dignidad de la mujer.
No podía creer que unos años antes, en una chocolatería, alguien se hubiera fijado en ella sin haberlo requerido. Ahora rompía tacones recorriendo las agencias de publicidad de Madrid y, por unas razones o por otras, no encontraba asiento en ninguna. Se miraba una y otra vez en el espejo: su encanto no había menguado, ni mucho menos. Se veía más poderosa que antes, más pantera, más arepa tostada, más digna de ser adorada que nunca. Le dolía que solo ella pudiera contemplarse desnuda, no poder compartir ese placer estético con el mundo entero, con hombres y mujeres, porque aquel cuerpo era para venerarlo como a una escultura de la Antigüedad griega o del Renacimiento, como a un David femenino, que, además, tenía la facultad del movimiento, y de la hipnosis.
La cultura que había adquirido le servía para maldecir a quienes no saben apreciar el cuerpo de una bella mujer como una obra de arte, como un bien efímero, que en los museos solo se puede recordar lejanamente. Las majas de Goya, las gracias de Rubens, las venus de Velázquez y Botticelli, las odaliscas de Ingres, solo prestan a los ojos de quienes las admiran un tenue recuerdo de la belleza, sin vida y en dos dimensiones. La pintura y la escultura de los maestros figurativos eran para Ruggiera un simulacro, equivalente a las sombras de la caverna de Platón. La belleza natural es el mundo ideal cuya esencia los artistas se desesperan por plasmar en lienzos, mármoles y bronces, para inmortalizarlos, para el recreo de los estetas.
Masturbarme y escribir en tercera persona me producen sensaciones similares. Lo hago frente al espejo o frente al ordenador, me acuesto, me amo a mí misma, disfruto de mi sexo y de mi escritura con un placer que no sé si obtendré de un hombre. Absorbo el mundo ideal de mi cuerpo, de mis imaginaciones, con total intensidad, con los dedos. Los espasmos de gusto me los proporciona la vida y me los recuerda el arte: me recreo en mi obra después del éxtasis, leo, huelo mi piel y me contemplo en el espejo, espléndida, relajada, ausente.
No comprendía cómo nadie estaba interesado en utilizar mis huesos para anunciar un automóvil, para pasearme por un plató, para una feria de muestras… sabiendo el placer estético que se perdía el mundo. Era como si hubieran encerrado en el WC a la Venus de Velázquez, como si hubieran retirado en una buhardilla a las Tres Gracias y a la Maja Desnuda. No podía aguantar esta humillación a la belleza, esta falta de sensibilidad que me impedía subirme a una peana donde exponerme.
La reacción de Ruggiera surgió una noche de verano en la que no conciliaba el sueño. Estaba desnuda sobre la cama. Encendió la luz. Vio su imagen reflejada en el espejo y la admiró detenidamente, con escalpelo de artista. Se sentó en el borde del colchón. La llama verde de sus ojos era anfetamina en el rostro oscuro, ligeramente barnizado por el sudor, cambiaba de intensidad en cada giro de cabeza. Sus senos, tostados y de pezón sonrosado, se ofrecían a las yemas de los dedos y agradecían la caricia con un salto puntiagudo, cuya emoción no habría igualado Ingres por muchas pinceladas que intentara. Los muslos, de baldaquino vaticano, sustentaban la parte más admirada por los hombres, unos glúteos marmóreos que nunca Bernini habría conseguido igualar, ni siquiera en un rapto.
Ruggiera lloraba y no sabía si era por el síndrome de Stendhal o por la desesperación de contemplarse sola, en un país extranjero, sin trabajo, con los sueños en pedazos y con la desazón de que la humanidad estaba en plena decadencia: el único salvamento posible, la belleza, se ignoraba. El mundo se despeñaba en la mediocridad y en el desprecio de la perfección.
Había que reaccionar y lo hice. La medida fue un tanto estrambótica, visceral, producto de la desesperación. Me cambié el nombre, ya no me valía el de Ruggiera Van. Habían transcurrido dos años desde la prohibición de las azafatas. Nadie me recordaba ya por mi nombre artístico, ni por ningún otro.
Venus, así me llamo desde ese día en que le hice frente a mi desgracia. “Venus” suena demasiado a puticlub, a vulgaridad escénica, incluso a nombre de perra. Había sido manoseado sin delicadeza y precisamente ese era el reto: rehabilitar un nombre mitológico caído en desgracia. Quería que cuando la gente lo pronunciara, “Venus”, olvidaran su uso vulgar y grosero, que recordaran mi cuerpo, que solo acudiera a la imaginación el recuerdo delicioso de la curva de mis hombros o la depresión de mis ingles. Y no iba a depender de ningún hombre, al contrario, todo lo generaría yo y solo yo. Serían ellos quienes trabajarían para mí y únicamente quienes yo eligiera. Así nació Venus, como la de Botticelli: desnuda, revolucionaria y rubia, aunque un poco más oscura y, por supuesto, más lúbrica.
El ideal platónico del que se iba a privar al mundo animó a Ruggiera para arrancar de un estirón la maldición que había estancado sus sueños de gloria y esteticismo. La ocurrencia parecía un disparate, pero por la urgencia del momento cualquiera podría entenderlo. Ella, la “lesbianita”, la “santita”, la que no cedió a ninguna de las presiones de los magnates del automovilismo, iba a fundar una productora de clips eróticos para difundirlos por internet con el sobrenombre de “Venus”. La única protagonista femenina sería ella. La solución era idónea para cubrir los campos que le interesaban: su imagen se difundiría por todo el mundo, solucionaría sus problemas de dinero y promoción, podía convertirse en un trampolín para el cine y Platón podría estar tranquilo porque no se perdería su caverna.
Si quería que su cuerpo, antes de ajarse y deteriorarse, antes de perder su frescura, no siguiera oculto, debía exhibirse en todo su esplendor; y si los torpes agentes publicitarios no eran conscientes del crimen contra la estética que estaban perpetrando, ella misma se ocuparía de que a nadie se le privara del placer más intenso, el estético, en el que los sentidos y el intelecto se engranan de forma misteriosa para sublimarnos la existencia y detener el tiempo. La música, la pintura, la escultura, la escritura, la arquitectura…, solo son sucedáneos. Quien es capaz de apreciar la belleza en estado natural -el trino de un pájaro, la estepa silenciosa, un cuerpo bien formado…-, con los ojos y los oídos educados por el arte, alcanzará el clímax, el placer supremo que nos eleva por encima de lo terreno.
La empresa, “Venus, placeres para adultos”, contribuiría a la difusión de la belleza auténtica, una mecenas moderna para promocionar el arte natural. Y lo de “placeres para adultos” contenía un sentido mucho más amplio que el habitual. Eran “placeres” en toda su extensión estética, no solo erótica, “placeres” que solo una persona adulta es capaz de apreciar. Porque ni un niño, ni un adolescente en plena formación, pueden interpretar el éxtasis al que nos eleva la contemplación de un cuerpo perfecto. Solo un ser humano bien formado y experto en el lenguaje del arte puede absorber la sensualidad de un muslo torneado sin cincel, un seno moldeado por el viento, un pubis animado por el lirismo del silencio… Solo un ser cultivado, una persona con exquisita sensibilidad, puede saborear el deleite extremo de contemplar la belleza pura, sin aditamentos, que en los brutos solo desencadena poluciones animales. Es una compensación para quien se esmera por acabar con la ignorancia y abandona la primitiva felicidad del bárbaro inconsciente.
“Venus, placeres para adultos” me ilusionaba, entre otras cosas, porque si mi papá hubiera tenido noticia de lo que pretendía, me habría arrojado del malecón, lo que quería decir que se trataba de una ambición nacida de mi libre albedrío y no algo forzado por la presión traumática de mi catire. Uno de los problemas principales era -y entonces sí que lo vi como rémora- el de mi virginidad. Me iba a lanzar al mundo del erotismo sin haberme acostado con nadie.
Podría haber vuelto a la chocolatería con mis figuritas de Lladró, pero la ambición y el amor propio no permitían salidas tan estrechas. “Venus, placeres para adultos” es un proyecto de artista emprendedora, como les gusta llamarlo ahora, un proyecto original, intrépido y que casi roza lo temerario.
La primera labor era buscar un compañero que se ajustara a las especiales condiciones de la mulata. Venus quería que el espectador de sus vídeos tuviera la sensación de intimidad: como contemplar un Velázquez en el salón comedor de casa. Por tanto, se imponía la sencillez y el naturalismo extremo. Tampoco había presupuesto para grandes alardes técnicos. Todo encajaba.
Tenía una cámara que le había regalado uno de los caciques de la Fórmula 1 en su 23 cumpleaños. Era suficiente para sus pretensiones. La probó filmándose a través del espejo y le gustó lo que vio, no necesitaba más: la técnica no debía adulterar la realidad, solo atraparla tal cual se derramaba. Su cuerpo era muy agradecido y su rostro, ya lo decían Francesco y los pilotos de Fórmula 1, admitía cualquier tipo de luz, cualquier sombra, cualquier plano, siempre había algo que lo hacía intrigante y tentador.
Así pues, solo quedaba lo más peliagudo, elegir un compañero de reparto para poder venderse mejor en la red. Podría haberse rodado ella sola en posturas eróticas, pero el reto de contratar a un hombre y manejarlo a su antojo era algo que había deseado siempre, sobre todo desde su experiencia en los despachos de la Fórmula 1. La venganza contra su padre y contra los amantes no deseados de Marilyn siempre rondaba la cabeza de Venus. Este fue sin duda el principal acicate para contratar a un actor, a un hombre bien formado, discreto, sin demasiada experiencia. Esos eran los requisitos que solicitó en los anuncios.
Ella misma seleccionaría al candidato. Pocas veces había disfrutado tanto en su vida, ni siquiera en su antiguo empleo de glamur y lujo. Los ejemplares que pasaron por el piso de Torrelodones no fueron muchos porque los limitó a través del correo y de las llamadas telefónicas. Chicos que aún estaban en el instituto, camareros, camellos, empleados de funeraria, parados -sobre todo parados-, inmigrantes sin papeles -sobre todo africanos-, un viejo actor porno sin trabajo y un chino, que se presentaba como director de cine. No llamó a todos ellos, solo a los menos experimentados y a los que en las fotos aparentaban ser mejores personas.
Venus era muy buena fisonomista. En Cartagena adivinaba la causa por la que los presos estaban condenados solo con verles la cara de lejos, con un tino esotérico. Sus compañeras de la escuela, cuando subían a la azotea desde donde se veía el patio de la cárcel, no salían de su asombro. Sandra Milena apuntaba a un catire bajito, lampiño, y adivinaba, “ese es un asesino, está condenado a perpetua”; a un negro grandón y musculado, “ese es un pobre diablo que han pillado con algo de marihuana, saldrá pronto del penal”; a un viejito alto y muy arrugado, “ese provocó un incendio o una matanza, morirá en su celda”. Y todo esto de lejos y desde las alturas. Ante estas revelaciones, sus parces se quedaban atontadas y tragaban suero porque la creían un poco bruja. Cuando comprobaron alguna de sus predicciones, vieron que no erraba demasiado. “Los ojos, las arrugas y el gesto de la boca nos dicen cómo es un hombre. De las mujeres no puedo vaticinaros, pero en cuanto a ellos, siempre sé con qué vaina trabajo cuando me los echo de frente”.
Sus compañeras la temían, no solo por su físico -que a los quince años ya era el de una hembra tremenda-, sino, sobre todo, por sus artes en la lectura de rostros, que ellas atribuían más a las ciencias ocultas que a su habilidad fisonomista.
Solo con ver la foto que se exigía en el currículo de presentación, Venus podía vaticinar quién le daría problemas y quién no. Y, lo que era todavía más extravagante, podía acertar la longitud y el grosor del pene de cada uno de los candidatos. Esta rara habilidad le proporcionó en la escuela un gran prestigio, casi tanto como su culo. Las muchachas le hacían consultas habituales cuando querían comenzar una relación o cuando aparecía un muchacho nuevo en clase o cuando tomaban la fresca en los soportales o para entretenerse no más. La falta de Sandra Milena en su ciudad fue muy llorada por sus compañeras. Ya nunca más sabrían el calibre de sus pretendientes y lo tendrían que arriesgar todo a la simpatía, al vallenato, a la familia o al bulto del calzón -en demasiadas ocasiones, fullero-. Sandra Milena dejó un vacío muy grande, no solo entre los hombres de Cartagena.
Llamó a muy pocos a la selección presencial, solo a tres. A los demás los rechazó por parecerle, unos, de poco fiar; otros, delincuentes en potencia; los menos, con demasiado calibre; y algunos impenetrables.
Cuando Yin entró en el salón comedor, Venus ya sabía que era un candidato casi perfecto: pobre, con poquísima experiencia y con una verga más canina que humana. El día anterior había citado a un joven que le gustó mucho, tanto por su planta como por lo que había leído en su entrecejo. Estuvo en un arranque de no convocar a nadie más. Le convenció la entrevista y creía haber dado con el partenaire perfecto; pero no se perdía nada por ver al chino, cuyos párpados, en la foto, transmitían muy buen fondo.
Yin Yan mentía, mentía mucho sobre su pasado profesional, pero lo hacía sin malicia, con la intención de causar buena impresión. Se lo veía dócil, atento y le ganó, sobre todo, el calibre que la mulata le había diagnosticado. No quería sufrir la embestida de un bruto poderoso en su estreno sexual. Prefería que fuera algo suave, sin peligro para su físico. Y, además, la ingenuidad del chino era todavía más aguda que la prevista en la foto. No cabía mejor candidato que él, porque lo que debía importar en “Venus, placeres para adultos” era la exhibición del cuerpo de la protagonista femenina, la exposición lúbrica de la belleza en todo su esplendor. Cuanto menos estorbara el varón, mejor, y Yin era menudo, insignificante, y, con seguridad, de miembro sin relevancia.
Venus no se equivocó. No había perdido los poderes de magia negra que le añoraban sus parces de escuela.
Pasé mucho apuro y una angustia de cieno. Parece mentira, pero retrasar la pérdida de la virginidad tanto tiempo me acarreó una noche en vela y una mañana en ayunas. El día previo al primer rodaje lo sufrí como si tuviera seis años y empezara el colegio. Sabía que podría manejar al chino a mi antojo, que Yin era el candidato ideal y que su verga no iba a representar ningún trauma para mi virgo, es posible que ni la notara. Y, a pesar de todo, me subían sofocos de vergüenza, me apuré mucho más que en mi primera sesión de fotos o en mi primer día en los circuitos.
Había previsto mil situaciones distintas, pero ninguna como la que realmente sucedió. Cuando terminamos, no sabía si reír, llorar, tirar la cámara o acunar a Yin Yan. Lo pasó mal, muy mal; él más que yo. El chino no me había advertido que él también era virgen. No lo esperaba, después de ver el vídeo de presentación. Acerté de lleno en la medida, incluso fui demasiado optimista con su grosor. Y pensé que aquello iba a ser un fracaso total. Yin apareció con unas ojeras más acusadas que las mías, tampoco había dormido y, al verme desnuda, no solo perdió el habla y la capacidad humana -como le solía ocurrir a la mayoría, aun con ropa-, sino que ni siquiera hubo oportunidad de que me palpara, ni de que se me acercara. Todo lo derramó antes de tiempo. Avergonzado, salió llorando del cuarto de baño en el que rodamos y hube de consolarlo como a un futbolista novel que hubiera fallado un penal en su debut. Limpiamos los restos de su hombría de los recipientes de comida y cenamos callados, como un matrimonio antiguo.
En un principio, el primer trabajo de “Venus, placeres para adultos” no fue del gusto de su creadora. No había penetración, ni lo habitual en las películas eróticas. Era todo muy extraño y fuera de los cánones de ese tipo de producciones. Estuvo a punto de no publicarlo en la plataforma, pero se rindió a sus propios encantos y a la extravagancia de las imágenes. Verse en la ducha desnudándose y acariciándose el cuerpo fue suficiente para querer comprobar la impresión del público. Estuvo a nada de eliminar la actuación patética del chino, pero la conservó para acentuar el clima de excitación y el contraste de físicos. Además, le añadía un tono cómico que pocas veces aparece en la concepción del arte.
El éxito que obtuvo el clip fue extraordinario e inesperado. Se sabía menospreciada, se sabía mal utilizada, y se sabía, sobre todo, demasiado inteligente y bella como para que no se hubiera sacado partido de sus facultades, aun frecuentando el medio ideal. Ella, que no despidió a Yin después del primer rodaje por pura lástima -lo acunó como a un bebé destetado-, fue la primera sorprendida al ver que la red se llenaba de visitantes y que la vulgaridad de las proposiciones de amor y ayuntamiento, que ya había recibido en los hangares, eran similares a las de los caciques.
“Los nueve polvos orientales de Venus”, así tituló la mulata una serie de vídeos con los que no solo triunfó, sino que marcó un hito en el mundo del erotismo en internet, referente para los nuevos creadores y para los reportajes de madrugada en la segunda cadena de Televisión Española. El chino nunca llegó a penetrarla. En primer lugar, porque no conseguía acercarse a ella antes de eyacular; luego, porque ese era uno de los atractivos de sus producciones -como enseguida comprobó la mulata-. Venus pudo exhibirse en todo su esplendor, entregada como estaba a su desnudo y al interés por que nadie quedara privado de tamaña gracia natural, aunque la deprimía aquel pobrecito chino que cada vez se presentaba más amarillo y con menos fuelle.
Era cierto que quienes llamaban al teléfono de contacto no eran, precisamente, expertos en estética, ni eruditos de la belleza femenina, ni personas cultivadas que admiraran a la Venus del Espejo. A la mayoría, ni siquiera se los podía incluir en el círculo de la normalidad.
“-¿Aló? Al habla la señorita Venus. Si desea que nos veamos, pulse uno. Si desea que le cuente una historia bien cochina, pulse dos. Si desea que platiquemos no más, pulse tres.” Así comencé mi carrera en el mundo de la llamada erótica. Solo fue un complemento de mi éxito tras “Los nueve polvos orientales de Venus”. Lástima que las respiraciones entrecortadas me impresionaran tanto, lástima que alguno de ellos me metiera en líos con la policía y lástima que, al final, tuviera que dejarlo. Lástima, también, que el pobre Yin despareciera como si el dibujante que lo pintó lo hubiera borrado con una goma Milán.