martes, 7 de diciembre de 2021

"George Orwell y el triste oficio de reseñar libros" por Rafael Narbona



Los críticos literarios se han convertido en anacronismos vivientes, como las cintas de VHS o los coches sin GPS. Ya no se reconoce su autoridad y sus opiniones han dejado de ser influyentes. El crítico literario debería ser el árbitro de lo nuevo y el centinela del pasado, pero ya solo es un cachivache anticuado, como las viejas enciclopedias y los álbumes de fotografías. Su decadencia no es un fenómeno aislado, sino una consecuencia de la crisis del concepto de cultura. Shakespeare se ha vuelto mucho menos influyente que cualquier youtuber, por efímero que sea. Muchas personas ignoran quién es Rodin y jamás han pisado una pinacoteca, pero se pasan largas horas delante de una pantalla de plasma gigantesca contemplando cómo se increpan los concursantes de un reality-show. El House, un estilo de música electrónica que recuerda los espasmos de una taladradora, ha desbancado a Mozart y Bach.

Yo llevo escribiendo reseñas más de veinte años. Si miro hacia atrás y hago un cálculo realista, descubro que he reseñado cerca de mil libros. Mis artículos flotan por internet, pero eso no significa que hayan adquirido la condición de textos imperecederos. Más bien se parecen a las piezas de un vasto desguace. Solo son restos que algunos aprovechan para completar un trabajo universitario o la entrada de un blog. No son muy diferentes de esos neumáticos de segunda mano que se compran para hacer un apaño. Seguirán ahí cuando yo no esté, pero en ningún caso me proporcionarán la inmortalidad. Al revés, pondrán de manifiesto la precariedad de la vida y el escaso interés de los vivos por los difuntos.

George Orwell también escribía reseñas. Evidentemente, no se le recuerda por ellas, sino por sus libros. En un artículo titulado “Confesiones de un crítico literario”, que apareció el 3 de mayo de 1946 en el Tribune, describía la rutina de los que nos dedicamos a comentar libros. El crítico literario casi siempre es un hombre de mediana edad que ha envejecido prematuramente. Dado que pasa mucho tiempo en su estudio, un lugar pequeño, frío y mal ventilado, descuida su higiene y su apariencia, poniéndose todos los días el mismo batín apolillado. Su mesa está llena de libros y colillas. Siempre deja para el último momento las reseñas, limitándose a leer las primeras cincuenta páginas. A fin de cuentas, suelen pedirle seiscientas palabras y, en ese espacio, se puede decir poca cosa. Con un poco de imaginación y cierta destreza, no es difícil engañar a los lectores. Vive aterrorizado porque alguien descubra su artimaña, pero gracias a ella sus artículos siempre llegan a tiempo.


No actuó así desde el principio. En sus primeros años, intentó ser riguroso y honesto, pero la obligación de escribir dos o tres artículos a la semana, le ha maleado, convirtiéndole en un impostor. Orwell le disculpa, pues sabe que “la reseña prolongada e indiscriminada de libros es un trabajo excepcionalmente desagradecido, irritante y agotador”. Entre otras cosas, “conlleva elogiar basura” y leer libros por los que no se siente ningún interés. Orwell opina que una reseña debería tener al menos mil palabras. Por debajo de eso, un texto apenas merece la calificación de apunte.

Dado que llevo más de veinte años en este oficio, puedo confirmar que la caricatura que esboza el autor de 1984 se parece bastante a la realidad. Yo no tengo un estudio frío y mal ventilado, pero algunas mañanas me he dejado llevar por la pereza y no me he quitado la bata hasta la hora de comer. Creo que no he envejecido de forma prematura y no fumo, pero me agobio a menudo, pues a veces me han pedido reseñas con un plazo ridículo: tres o cuatro días, incluso menos. No me he limitado a leer las primeras cincuenta páginas, pero cuando escribía la reseña y una publicidad inesperada me forzaba a mutilar el texto, me preguntaba si había merecido la pena el esfuerzo.

En una ocasión, hice un experimento. Leí el libro por encima, saltándome párrafos y páginas enteras. No le dediqué más de dos o tres horas, aunque se trataba de una novela-río, casi con la extensión de La montaña mágica o el Ulises. Escribí la reseña y la archivé. Toda la operación me ocupó una tarde. Después, leí la novela entera, con un lápiz en la mano, subrayando y anotando en los márgenes. Al finalizar, escribí la reseña, unas mil palabras. Esta vez empleé casi una semana. Comparé los dos textos y el primero me pareció mejor. Estuve a punto de enviarlo, pero estimé que no era honesto. ¿Por qué era mejor el primero? Quizás porque era más imaginativo y menos académico. Un profesor siempre tiende a ser algo solemne y yo he pasado veinte años en las aulas. Ahora que ya no soy un joven docente, sino un hombre en el umbral de la vejez, me tomo las cosas menos en serio. Espero que la muerte aún me conceda un par de décadas, pero saber que me acerco a ella, lejos de ensombrecer mi ánimo, ha excitado mis ganas de ironizar sobre todo. El sentido del humor es el mejor invento del ser humano. Nace de la fusión de la inteligencia y el optimismo. Los tiranos casi nunca sonríen, lo cual confirma que no he dicho una tontería.

¿He leído libros que no me interesaban? Muchos. ¿He elogiado basura? Ay, sí. Por ejemplo, escribí una reseña muy elogiosa de Serotonina, de Michel Houellebecq. A veces, me pesa. Me dejé llevar por la expectación que había despertado la obra y por el talante provocador de su autor. Siempre he sentido debilidad por los tipos raros y chiflados, particularmente si cultivan la extravagancia para esconder su vulnerabilidad. He vuelto a leer la novela y me parece abominable. La escena que recrea los abusos sexuales perpetrados por un adulto perverso con una menor es indigna y repulsiva. Nada que ver con Lolita, de Nabokov, poética e inquietante. Serotonina es una novela vulgar y morbosa, con una insoportable carga de misoginia. Flirtea con el catolicismo, pero desde una perspectiva preconciliar, rebajando la experiencia religiosa a mera superstición. No sé si el día del Juicio Final, me pedirán cuentas por elogiar el libro. Si es así, me apropiaré de las palabras de Orwell, explicándole a Dios que “la reseña indiscriminada de libros es un trabajo excepcionalmente desagradecido, irritante y agotador”. He omitido “prolongada” porque lo cierto es que me gusta mi oficio. En cambio, subrayo lo de “indiscriminada”.

Sería un ingrato si no admitiera que El Cultural suele reservarme las novedades más interesantes, pero tengo que darle la razón a Orwell: reseñar indiscriminadamente no es bueno para el carácter. Y creo que tampoco para el espíritu. Afortunadamente, tengo este espacio, donde puedo reencontrarme una y otra vez con los clásicos. Eso sí, no ignoro que soy algo tan anómalo como una vieja postal, una pajarita o un Christmas. Por cierto, El Cultural enviaba antiguamente Christmas. Era un bonito detalle, pero ya no lo hace. En su lugar, manda una felicitación electrónica. Verdaderamente, vivimos un tiempo de decadencia y los críticos literarios somos quizás una de las notas cómicas de esta hecatombe. No me importa. Prefiero este papel al de villano, algo reservado a los corifeos de la cultura de masas, los políticos que recortan horas a la filosofía y los artífices del lenguaje inclusivo.

lunes, 29 de noviembre de 2021

"Poros" por Irene Vallejo



Nuestro órgano más grande, la piel, es un enorme archipiélago de poros. Somos criaturas agujereadas, aunque nos gusta imaginarnos tersas, firmes y esculturales. Alimentamos esa fantasía con filtros y cremas, retoques fotográficos o quirúrgicos. Como escribe Byung-Chul Han en La salvación de lo bello, “lo pulido, liso e impecable es la seña de identidad de la época actual. Es lo que tienen en común las esculturas de Jeff Koons, los iPhone y la depilación. Lo pulido encarna la actual sociedad positiva. Sonsaca los ‘me gusta”. Encumbrar las superficies brillantes y bruñidas, sin defectos, significa apostar por una estética anestesiada.

Hace más de medio siglo, la literatura de ciencia ficción anticipó esta obsesión por las superficies impecables. Un joven llamado Ray Bradbury, que se ganaba la vida vendiendo periódicos por la calle, solía refugiarse al acabar la jornada en sus adoradas bibliotecas. Allí, con una máquina de escribir alquilada, escribió Fahrenheit 451, un vibrante alegato sobre el valor del arte, ambientado en un mundo totalitario —esas invivibles sociedades perfectas— donde los libros están proscritos y deben ser quemados. En un conmovedor capítulo, un profesor de Literatura privado de su puesto se pregunta: “¿Por qué los libros son odiados y temidos? Muestran los poros del rostro de la vida. La gente comodona solo desea caras de luna llena, sin poros, sin pelo, inexpresivas”. El personaje recuerda que 40 años atrás se quedó sin trabajo al cerrar la última universidad de humanidades. Un día, sentado en un banco del parque, mientras acaricia un libro de poesía oculto en su chaqueta, su posesión clandestina, le escuchamos describir con palabras de cadencia musical el cielo, los árboles y la exuberante naturaleza. “No hablo de cosas, señor. Hablo del significado de las cosas. Me siento aquí y sé que estoy vivo”. La belleza de la poesía es porosa, ambigua, imperfecta, peligrosa.

En torno al año 400, un poeta de Alejandría llamado Páladas, contemporáneo de la sabia Hipatia, dejó constancia de sus penalidades: “Soy profesor de letras. La cólera de Aquiles fue para mí causa de funesta miseria. Me matará el hambre fiera. Para que otra vez Paris raptara a Helena, yo me he hecho mendigo”. Me gusta imaginar al profesor cesado de Fahrenheit en aquel mismo parque, charlando con Hipatia y el viejo Páladas, mientras recitan poemas y comparten penurias. Al poco, se uniría una curiosa pandilla de profesores de la Universidad de Oxford: primero llegarían envueltos en una nube de humo, pipas en ristre, Tolkien y C. S. Lewis, ambos filólogos empedernidos; después, el matemático Lewis Carroll, tal vez acompañado de la pequeña Alicia, hija de un especialista en griego clásico. La fantasía de este estrafalario trío de enamorados de las lenguas antiguas creó personajes literarios y sagas inolvidables que hoy generan colosales beneficios y un rentable imperio económico. A Páladas le hubiera divertido saber que el amor a Homero, además de mendigos, puede forjar con el tiempo inesperados millonarios. La creatividad es un laberinto de pasadizos sorprendentes.

Cada vez más encerrados en nuestras cápsulas herméticas, pasamos por alto la belleza imprevista, espontánea, sin precintar. En 2007, el periódico The Washington Post llevó al metro de Washington al célebre violinista Joshua Bell, que interpretó obras de Bach con un valiosísimo stradivarius. En plena hora punta, miles de personas pasaron de largo con total indiferencia. Dos días antes había llenado un teatro a 100 dólares la butaca, pero esa vez Bell solo recaudó 32 dólares y no llamó la atención de más de seis espectadores, la mayoría niños. Como sabían el maestro de Bradbury y la Alicia de Carroll, la literatura y el arte son madrigueras que comunican nuestra imaginación con el mundo. Quienes enseñan humanidades abren cada día pasadizos. Sin su labor, nos arriesgamos a perder la valiosa imperfección del mundo: lo bello resbalaría sin empaparnos. Frente a pieles etiquetadas y envasadas al vacío, la filosofía, la música y las lenguas antiguas todavía respiran, manteniendo viva la esperanza de ser porosos.

sábado, 20 de noviembre de 2021

"Tiempos de sinrazón" por Antonio Muñoz Molina



Cuanto más rico y profundo es el conocimiento parece que se vuelve más contumaz la ignorancia. Nunca como ahora ha sido más accesible el saber, y nunca la ciencia y la tecnología habían sido tan eficaces a la hora de investigar la naturaleza de un virus letal y de idear vacunas y tratamientos contra él: pero da la impresión de que cuanto mayores son los avances, mayor es también el efecto reactivo del oscurantismo. Un estudio estadístico citado hace poco por The Economist ha revelado una correlación, en Estados Unidos, entre la defensa del derecho a llevar armas de fuego y la creencia en una lucha cósmica entre el Bien y el Mal y en la existencia del demonio. En Estados Unidos, y sobre todo en el sur, con su religiosidad bíblica y apocalíptica, la compra de armas de fuego se multiplicó durante la pandemia. Llevar pistola debe de ser una medida sanitaria más eficaz que ponerse una mascarilla, sobre todo si en la otra mano se lleva la Biblia. Pero en la Europa laica, rica y culta el negacionismo de las vacunas nos hace vulnerables de nuevo, y en muchos de los responsables científicos y de salud pública se nota un desaliento que les agrava la extenuación de una lucha ya tan larga: es el desaliento ante esa propensión incorregible de muchas mentes humanas a no aceptar los datos de la realidad y a no ejercitar el raciocinio, a no ver lo que se tiene delante de los ojos, a recelar de las personas dotadas de conocimiento y credenciales contrastadas y entregar al mismo tiempo su confianza a estafadores, brujos, videntes, echadores de cartas. En otras épocas la miseria y el atraso hacían tal vez inevitable la primacía de la superstición. Cuando no se sabe nada de las leyes de la naturaleza y se carece de defensas contra las enfermedades y las catástrofes, cualquiera puede creer en el mal de ojo y confiar en conjuros y milagros. Ahora, al menos en nuestra parte del mundo, la educación vuelve accesibles los conocimientos fundamentales a la inmensa mayoría, y casi en cada momento de la vida cotidiana puede comprobarse la fiabilidad de los saberes científicos y de las tecnologías que se derivan de ellos.

Lo peor no es que el oscurantismo niegue la ciencia y la racionalidad: es que las vuelve a su servicio. Hace ya muchos años, antes de los tiempos de internet, me llamó la atención una noticia que leí sobre las comunicaciones que establecían con la Tierra los cosmonautas rusos que pasaban meses en la estación espacial. Aparte de con sus familias, resulta que se comunicaban sobre todo con sus brujos y astrólogos personales. Hacían compatibles la astrofísica y la astrología, del igual modo que varios siglos antes Isaac Newton había seguido practicando la alquimia al mismo tiempo que dilucidaba algunas leyes fundamentales de la física. También Galileo Galilei, padre del método experimental, explorador de los cráteres de la Luna y de la aceleración de los cuerpos, era devoto de la Virgen de Loreto, y peregrinó una vez a su santuario, dando vueltas de rodillas a la casa natal de la Virgen María, transportada milagrosa y oportunamente desde Belén a Italia por los ángeles, cuando estaba a punto de ser derribada por unos impíos sarracenos.

Cuando irrumpió internet, los profesionales del optimismo tecnológico auguraron que se abría una nueva época como de ilustración universal, libre ya de la presunta tiranía de los poseedores tradicionales del saber, así como de la necesidad de cualquier esfuerzo, aprendizaje o disciplina: no harían falta ya periódicos, porque gracias a internet cualquiera podía ser periodista; los profesores ya eran superfluos, porque muchos eran mayores y torpes y lo que ellos pretendían enseñar o era inútil o los estudiantes, nativos digitales, ya lo aprendían por su cuenta; y ni siquiera era necesario estudiar ni aprender nada —esos temibles y desdeñados “contenidos”— porque cualquier información que uno necesite la tiene al alcance de un clic en la Red. Es como decir que no hace ninguna falta esforzarse en aprender un idioma, si cualquier palabra o cualquier frase pueden encontrarse traducidas al momento en la pantalla del teléfono. La alianza ya antigua entre psicopedagogos y comisarios políticos había tenido efectos devastadores en la enseñanza: ahora se han sumado a ella los idólatras felices de la tecnología, que tan buenos servicios prestan a esos tres o cuatro monopolios que ahora dominan el mundo.

Durante la pandemia hemos descubierto, por si no lo sabíamos, el valor de la sanidad pública. Pero igual de decisivo es el de la instrucción pública, porque estamos viendo que el oscurantismo militante causa contagios y muertos, y nos vuelve tan vulnerables al virus de la covid como al de la demagogia y la irracionalidad, que son los equivalentes políticos del esoterismo, del curanderismo, de las pseudociencias. Se vota a un demagogo populista por la misma depravada confusión mental por la que se acude a un tarotista o a un astrólogo, buscando remedios mágicos a problemas reales o a fantasías o delirios. En internet hay artículos de gran seriedad que enseñan cómo distinguir a un tarotista riguroso de un impostor. En Barcelona, cuenta en este periódico Jesús García Bueno, una mujer ha denunciado a una tarotista célebre por haberla amenazado y acosado después de cobrarle más de 30.000 euros con la promesa de que iba a ayudarla a salir de sus apuros económicos. Cuando la mujer acudió a ella, el diagnóstico de la tarotista fue terminante: “Tienes mal de ojo, llevas un muerto a la espalda y tus perros van a morir”. El remedio a aquellos apuros incluía la intervención de un “abrecaminos”, que rezaría diariamente durante varias horas para disipar el maleficio, así como el viaje de un exorcista a Jerusalén, a fin de enterrar allí unos collares de los perros y unos calcetines de esta mujer. Como su cuenta en el banco estaba bloqueada, para pagar a la tarotista acudió a su propio fondo de pensiones. Pero esta mujer no es una pobre ignorante: tiene la carrera de Derecho y trabajó como profesora hasta su jubilación. Dice que estaba tan desesperada que si la tarotista le hubiera pedido 100.000 euros, habría sido capaz de robar para conseguirlos. Hasta el organismo más vigoroso puede ser vencido en poco tiempo por el ataque de un virus. La mente humana es tan propensa a la sinrazón que es preciso fortalecerla sin reposo con la disciplina del sentido común y del conocimiento, con los anticuerpos de la libertad de espíritu agudizada por el continuo aprendizaje de lo racional y lo real.

martes, 9 de noviembre de 2021

Lírica medieval

Lírica medieval Presentación sobre la lírica medieval para Literatura Universal.


sábado, 23 de octubre de 2021

"Horas de Turín" por Antonio Muñoz Molina




Llegar de noche a Turín se parece mucho a soñar que se ha llegado de noche a Turín. La carretera del aeropuerto se convierte en una de esas largas calles rectas que de día desembocan en las colinas verdes o en los Alpes azulados y de noche terminan en una pura oscuridad. Para no perderme yo solo en el fondo de una desatinada furgoneta me siento al lado del conductor. Hablamos a oscuras, los dos con mascarilla, y eso acentúa la extrañeza mutua, nuestra condición fantasmal. El conductor me cuenta que sabe un poco de español, aunque no ha estado nunca en España. Lo ha aprendido de una amiga cubana, me dice. Hablamos muy cerca el uno del otro sin vernos las caras. Ahora la avenida recta por la que avanzamos incluye las paralelas añadidas de los raíles y los cables de un tranvía. Ha empezado lo que Primo Levi llama “la geometría obsesiva” de Turín: la de los arcos y las columnas de los soportales, las hileras de balcones y ventanas en las fachadas severas de los edificios, la geometría de las plazas comunicantes, las plazas sucesivas con jardines y estatuas que en ocasiones, sobre todo de noche, dan la sensación alarmante de una misma plaza repetida, una racionalidad tan exacta que ya tiene algo de desvarío. El conductor me deja delante del hotel y me desea suerte. Por culpa de la mascarilla, la luz escasa de las farolas no disipa su anonimato. El letrero del hotel brilla en la penumbra del interior de los soportales. La claridad blanca se refleja en las losas pulidas del suelo, relucientes por la humedad fría. Un recepcionista me pide lo que en italiano moderno se llama il green pass, el certificado de vacunación, y me hace entrega no sin ceremonia de una llave de hotel antiguo, con su borla pesada. Me ha entregado también un sobre. Yendo hacia el ascensor, con la fatiga y la impaciencia de soltar el equipaje, me doy cuenta de que el nombre en el sobre no es el mío. El recepcionista teclea en el ordenador para remediar el malentendido. No hay ninguna reserva a mi nombre en este hotel. Por un momento me siento perdido en esta irrealidad de los aeropuertos, los hoteles, los códigos digitales. Quizás mi reserva es en el hotel de al lado, me dice el recepcionista, unos 200 metros más allá, en los mismos soportales. Ahora hay otra perspectiva de arcos y columnas, de losas pulidas y brillantes, y en ellas otro reflejo como un charco de claridad, el del nombre de otro hotel, hacia el que me apresuro más fatigado todavía, otro hotel con una recepción de maderas anticuadas y casilleros de llaves y un recepcionista igual de ceremonioso que por fin sí encuentra mi nombre.

El frío de Turín es tan afilado y húmedo como el de las noches de Granada. Salgo a la calle y me interno como en un recuerdo o en un sueño en calles rectas y oscuras por las que no pasa nadie, más descuidadas que hace solo dos años. La geometría de su trazado me lleva a la Via Roma, donde las columnas de mármol de los soportales tienen el mismo brillo que las losas, y que las cristaleras y los dorados de las tiendas de lujo, las mismas que en Madrid o Dubái o Kuala Lumpur, nombres y logos invariables de marcas. El brillo del frío húmedo lo subraya el de la luna casi llena sobre los tejados. Desde la Piazza Castello se alzan los ojos y se descubre sobre los tejados la Torre Littoria, que tiene una gallardía de rascacielos americano de los años treinta y una belleza del todo italiana, con algo de las torres y los campanarios de ladrillo rojo del Trecento. Al doblar una esquina sigue recortándose contra la oscuridad un neón rojo con el nombre Gramsci. Y a lo largo de toda la Via Roma, debajo de todos los escaparates, en los huecos a la entrada de las tiendas de lujo, se suceden los bultos de cartones y harapos de la gente sin techo: arrebujados bajo montones de mantas, tendidos sobre cajas de cartón y colchones viejos, asomando apenas las caras amoratadas por la intemperie y el frío, acompañados de perros dóciles que les dan algo de calor. Una amiga me cuenta que la pandemia ha hecho mucho daño en la ciudad, y que hay más pobres y más gente sin hogar que nunca.

Lo vivido tan brevemente ya empieza a ser pasado. El lunes por la mañana Turín es una ciudad populosa y agitada, no un escenario nocturno de silencio y soledad. Apenas llegado ya me estoy yendo. De la furgoneta negra que me está esperando se baja un conductor que es el mismo que me trajo hace menos de tres días, un tiempo tan comprimido de imágenes y encuentros que parece haber durado mucho más. De camino al aeropuerto el conductor y yo vamos hablando. La llanura que no vi de noche al venir ahora resplandece con los oros matinales de octubre. Le pregunto si está casado, si tiene hijos. Y entonces, en los minutos que tardamos en llegar, este desconocido me cuenta el drama y el fervor de su vida, su amor por esa amiga cubana de la que me habló como de pasada el otro día. Ella es pobre, por ser extranjera no encuentra trabajo, tiene un hijo de 10 años: es bellísima, me quiere tanto como yo a ella, dice el conductor, pero no podemos vivir juntos porque yo gano muy poco dinero, y ella tiene además que ayudar a su familia en Cuba. Así que no puede dejar al hombre mayor con el que vive, que está loco por ella, pero del que no está enamorada. Y yo no puedo pedirle que lo deje, dice el conductor, porque no podría mantenerla a ella y a su hijo, y ahora menos todavía, por culpa de la pandemia. En otras épocas hubo muy buenos trabajos en Turín, cuando la Fiat daba contratos fijos a decenas de miles de personas. Ahora ya no se encuentra nada seguro. “Soy un hombre muy celoso”, me dice, volviéndose un momento hacia mí, los ojos brillantes por encima del filo de la mascarilla, “un hombre muy celoso”. Pero ya hemos llegado. El conductor saca mi equipaje del maletero y me aprieta con fuerza la mano. Le deseo suerte y en cuanto me da la espalda baja la cabeza: ha vuelto a sumergirse en el tumulto secreto de su vida.

martes, 28 de septiembre de 2021

"Aleister Crowley y las vacaciones en Cefalú" por Fernando Olalquiaga



«Haz lo que quieras», repetía la Bestia aquí y allá a quien lo quisiera escuchar. Es más, añadió una segunda parte al mandamiento para darle a todo el asunto un carácter absoluto, irreversible, burocrático: «Haz lo que quieras será la única ley». Para qué complicarse la vida con más preceptos, con decálogos, con sacramentos, con algún tipo de antiderecho canónico cuyo motto latino bien podría ser Sanctis meis testiculi, cuando todo es mucho más sencillo. ¿Tengo derecho a hacer esto? Sí. Apoyado por la ley y su principio irrefutable, siempre tengo derecho. Por mis santos cojones. Y unos lo llamaron liberalismo y otros Thelema.

Tal y como sabemos desde mucho antes de que apareciera Freud dispuesto a aburrirnos con sus milongas, resulta que lo que quiere hacer todo el mundo es follar. Está descrito bien clarito en la Biblia, versículo aleatorio. Aleister Crowley, el autor de la genialidad ya citada —y es una genialidad porque una vez que sea lo suficientemente conocida y adoptada hará que cualquier estudio de la FAES resulte ser una obviedad— lo sabía muy bien. Cada mañana, después del desayuno, sin apenas tiempo para haber engullido un par de huevos fritos en grasa de carnero y, salvo los viernes, tres salchichas de Warwickshire, su padre reunía en el salón de la casa a la familia, al servicio y a cualquiera que tuviera la mala idea de asomar la cabeza por allí y les hacía leer a cada uno un capítulo de la Biblia en voz alta.

En la sesera del pequeño Alick, como en la de cualquiera que esté bien educado, ya sea en un colegio de curas o no, pronto se empezó a desarrollar una patología con la que hoy en día nos encontramos bien familiarizados, y del mismo modo en que nosotros simpatizamos con malvados legendarios como Tony Soprano, Hannibal Lecter o Freddie Mercury, él muy pronto empezó a animar interiormente al Falso Profeta, la Puta de Babilonia y la Bestia para que en las páginas finales del Apocalipsis triunfaran sobre la fuerzas del bien. Comenzó soñando con un mundo en el que los regalos de Navidad no estuvieran prohibidos por ser un símbolo del paganismo —tal y como pregonaba la Hermandad de Plymouth, una especie de Opus Dei a lo bestia del que era miembro activo su padre— y terminó visualizando escenas en las que la sodomía y el sexo grupal eran un modo de saludo tan natural como entrelazar las manos.

De la idealización pasó a la acción, y dedicó el resto de su vida a reunir en su persona unas cualidades que solamente podrían ser apreciadas en lugares tan acogedores como el infierno, y quizás en alguna convención de la rama más extrema del canibalismo. No es de extrañar que cuando heredó una fortuna que pedía a gritos un modo extravagante de ser dilapidada, el joven Edward Alexander se cambiara el nombre, renegara de Dios, abandonara la Universidad de Cambridge y, a la manera de las comisiones del FMI, se dedicara a recorrer el mundo mientras intentaba por todos los medios cubrirse de vergüenza, para finalmente fundar su propia religión.

El momento era propicio. A finales del siglo XIX y principios del XX las sociedades secretas eran, paradójicamente, muy populares. Era normal que alguien como Crowley, cuyas aficiones eran escalar montañas, escribir mala poesía y jugar al ajedrez —en los círculos más internos de la Universidad de Navarra es inquebrantable el consenso a la hora de definir la simpatía hacia esos pasatiempos como taras de difícil tratamiento— terminara por interesarse en el ocultismo e ingresando en una de esas sociedades. Allí pudo dar rienda suelta a casi todas sus chaladuras, y era feliz conviviendo entre gentes que creían que en alguna cumbre elevada del Himalaya, mediante un proceso que, para acabar de liarlo todo, podríamos considerar una especie de socialismo místico, los JEFES SECRETOS se dedicaban en cuerpo (inmaterial) y alma (también inmaterial, claro) a diseñar el destino del mundo, y que se cambiaban sus nombres de Tom, George y Alfred —o incluso William Butler Yeats— por Vestiga Nulla Restrorsum, Deo Duce Comite Ferro o Causa Scientiae. A Crowley, por novato, calvo y gordito, le dieron el nombre de Perdurabo. Cómo contenían la risa a la hora de pasar lista en sus reuniones es una de las técnicas secretas de control mental más preciadas, y no nos ha llegado entera.

Pero no fue hasta tener una intensa experiencia mística en Estocolmo, que es una manera un tanto rara de decir que un fornido escandinavo lo puso mirando a Katmandú y le hizo descubrir la verdad revelada en forma de sexo anal, que realmente Crowley inició el camino hacia las maravillas de la magia sexual que, si hacemos caso a sus enseñanzas y nos sometemos a sus dictados, pueden poner fin a los sufrimientos tardoadolescentes de tantos y tantos homínidos cargados de energía potencial sexual (con las mochilas cargadas, vaya) y los aún más numerosos seres pacientes que tenemos que soportar sus quejas. Crowley vino para liberarnos a todos.

Mientras viajaba por la costa norte de Sicilia, cerca de Cefalú, Crowley encontró el lugar ideal en el que poner en práctica las enseñanzas que le había dictado durante tres días en El Cairo uno de los Jefes Secretos o un demonio, no hay acuerdo entre los telemitas. En cualquier caso fue un espíritu que se hacía llamar Aiwass. Ese dictado formaba lo que más tarde se conocería como El libro de la ley. Con los últimos restos de su herencia, Crowley compró una casa de una planta en la cima de una montaña y allí se dedicó a practicar los ritos que harían posible encontrar la verdadera voluntad de cada uno.

Aquí, teniendo en cuenta que, como ya tenemos todos bien claro, la voluntad última y universal es follar, y que una de las prácticas más comunes de la abadía del «Haz lo que quieras» para lograr los fines deseados era la magia sexual, encontramos una contradicción que da mucho que pensar y que hace dudar de las capacidades intelectuales de Aiwass. No tuvo importancia, el éxito fue inmediato. En la abadía se jugaba a una especie de fútbol frontón llamado The Game of Thelema, se saludaba al sol todas las mañanas, se decoraban las paredes con pinturas guarras entre las que destacaban, cómo no, los cipotes detalladamente representados, con sus pelillos y sus gotitas, se mantenía una dieta a base de heroína, éter, hachís, cocaína, morfina y brandy, una dieta que haría las delicias de cualquiera que buscara liberarse de lo que fuera, y por supuesto se follaba a todas horas y de todas las maneras posibles e imposibles. Un sueño para las almas inadaptadas de ayer y hoy.

Todo iba como la seda hasta que Frederick Charles Loveday murió allí mismo a causa de una infección de hígado o de una gastroenteritis, probablemente porque aquel lugar, que carecía de electricidad y agua corriente, era lo más parecido a una cochiquera que haya conocido la humanidad. Pero la prensa pronto descubrió que además el joven Charles, bajo las indicaciones de Crowley y buscando un vicesecretariado en algún ministerio, había sacrificado un gato y se había bebido pinta y media de su sangre sin hacerle muchos ascos. De algún modo la historia llegó a oídos de Mussolini que, como sabemos, era poco amigo de las libertades, y la abadía fue cerrada. Crowley volvió a Inglaterra, donde en 1947 aparentemente moriría para en realidad transfigurarse en Iggy Pop, David Bowie o Glenn Close. No está claro, pues las fechas de nacimiento de todos ellos son adecuadas, pero la última opción es la preferida por los telemitas más obscenos.

Es un secreto a voces que hoy en día abundan las agencias de viajes que tienen paquetes turísticos que incluyen estancias en una resucitada abadía de Thelema, aunque no figuren en sus catálogos ni en sus páginas web. Acudan a una agencia, apóyense en el mostrador más cercano, murmuren «paciencia y saliva» y observen lo que pasa. Habrá quien ya esté planeando sus vacaciones en Cefalú; no serán pocos los adeptos de todas las edades que ya estén atiborrando sus maletas con las obras completas de Brandon Sanderson, con sus copias manoseadas de la caja roja de D&D, con sus camisetas XXXL, en varias tonalidades del azul oscuro, negro y magenta, en que se representa la silueta de un lobo aullando sobre una luna llena o la cara de un husky siberiano. Meted también un par de discos de Mike Oldfield, que no se os olvide. Y las Converse Magic Johnson. Infelices. Todos llegáis a la abadía del «Haz lo que quieras» con la promesa de lograr vuestros deseos. Así que ponte esta túnica. Fuma un poco de esto y bébete aquello. Es café, relaja los esfínteres. Adopta la posición del lobo. El culo más en pompa. Más. Más. No cierres los ojos, y mucho menos la boca. Y ahora recuerda la única ley y dime qué viene a continuación.

sábado, 25 de septiembre de 2021

"El suicidio como fin de fiesta" por Manuel Vicent



Había amanecido un sol radiante aquel 28 de junio de 1914 en Baden-Baden. Era la víspera de San Pedro y San Pablo y muchos burgueses austriacos habían decidido pasar el día de fiesta en ese balneario. Stefan Zweig era uno de ellos. En su libro El mundo de ayer cuenta que a la hora del té bajo los perfumados tilos del parque, una orquesta de violines y pistones hacía sonar un vals; algunos veraneantes a esa hora también apostaban en la ruleta del casino y otros ataviados con pamelas y sombreros blancos, seguidos de niñas vestidas con colores claros, cruzaban los puentecillos de hierro colado que unen los jardines a uno y otro lado del río Oos. En medio de esta perfecta armonía, de repente, la orquesta dejó de sonar. Algunos oyentes rodearon a un guardia que en ese momento estaba fijando en un tablón visible un cartel con la noticia de que el archiduque Francisco Fernando, heredero del trono del imperio austro-húngaro, y su mujer habían sido asesinados en Sarajevo a manos de Gavrilo Princip, un nacionalista serbio que luchaba por la independencia de su país frente a Austria. Nadie dio demasiada importancia a ese hecho, de modo que el vals comenzó a sonar de nuevo desde el mismo compás en que se había interrumpido.

También en Baden-Baden los burgueses no imaginaban la terrible carnicería que se avecinaba. Creían que la guerra sería una cuestión de cuatro días y puesto que no tenían recuerdo de ninguna contienda, como si se tratara de una aventura romántica, los jóvenes austriacos en 1914, ebrios de entusiasmo y de cerveza, gritaban por la calle y corrían a alistarse con toda prisa temiendo que la guerra terminarse sin poder hacerlo y partían al frente cargados de flores. Fue una guerra de trincheras, cuerpo a cuerpo, a bayoneta calada que empezó con un vals. Pero la vida no había cambiado, excepto para los que iban al frente. En la ciudad la gente iba a los teatros, celebraba fiestas y llenaba los bares.También había amanecido un día radiante el 1 de septiembre de 1939 en la ciudad-balneario de Bath, a 150 kilómetros al oeste de Londres. Era viernes y Stefan Zweig había ido a ver un abogado para hablar de los requisitos para casarse con su secretaria Lotte Altmann. Fue atendido por un funcionario muy amable con quien programó la ceremonia para el lunes siguiente. Pero, de repente, un empleado se acercó muy alterado y les anunció que Alemania acababa de declarar la guerra a Polonia. El funcionario, como si no hubiera pasado nada, siguió explicándoles a la pareja los detalles del acto nupcial. Por la tarde llegaron las noticias de los primeros bombardeos y la radio transmitía los bramidos de Hitler mientras en la ciudad de Bath, según cuenta Stefan Zweig en sus Diarios, todo el mundo permanecía sereno e imperturbable; la gente seguía su vida con toda normalidad, ajena a la gran tragedia que se avecinaba. El escritor solo estaba afanado por los trámites de la boda, por el interés de comprar una casa para establecerse y poder escribir.

El 3 de septiembre de 1939 el embajador británico lanzó el ultimátum a Alemania y horas después Inglaterra declaró la guerra a Alemania. A Stefan Zweig le atormentaba no poder escribir en su lengua, no dominaba el inglés y además como austriaco había sido declarado enemigo extranjero, pero mientras comenzaban a caer las bombas sobre Londres su obsesión era casarse y comprar una casa. Esos días en la ciudad balneario de Bath lucía un sol espléndido. No había ninguna señal de que el país estuviera en guerra. En sus Diarios Stefan Zweig describe una excursión por las verdes colinas de alrededor en el que descubre el esplendor de la naturaleza que hace olvidar la estupidez humana. Escribe: ”Las tardes se han vuelto terriblemente tristes. Las calles están oscuras y desiertas, hay que evitar que desde las ventanas salga el más mínimo rayo de luz. No quiero pensar cuando oscurezca a las cuatro de la tarde. Además no hay cines ni teatros ni nada de nada. Recuerdo la Viena de 1914, incluso la del 1918, con la ópera, los bailes y los espectáculos, cuando se podía pensar en vivir y dormir…”.

El 6 de septiembre, mientras Stefan Zweig lee en el periódico las noticias de los bombardeos recibe la llamada de que puede casarse a las cuatro de la tarde y al mismo tiempo le llega una carta en que el señor Hundley le dice que está dispuesto a venderle la casa. Con su novia Lotte va a verla, le parece muy hermosa y decide comprarla. Después del almuerzo se afeita a toda prisa y finalmente se casa sin mucha ceremonia y toma como esposa a Lotte Altmann, mientras Cracovia había sido tomada por los nazis y Varsovia estaba a punto de caer. Nunca Bath había estado tan hermosa. El escritor recordaba el vals interrumpido bajo los tilos de Baden-Baden de aquel 29 de junio de 1914. Fin de la fiesta. Stefan y Lotte se suicidaron en Petrópolis, Brasil, en 1942.

domingo, 12 de septiembre de 2021

"Misioneros de la cultura" por Eva Díaz Pérez




Viajaban a la España olvidada. Una España rural que aún seguía perdida en los viejos mapas de los caminos de herradura. Cuando la carretera se terminaba los misioneros tenían que abandonar los camiones y seguir en mulos. Llevaban gramófonos, proyectores de cine, bibliotecas ambulantes, copias de cuadros del Prado y telones para el retablo de fantoches y para representar a Lope y Calderón. Atravesando campos desiertos y desfiladeros, enfangados de ilusión y barro, llegaban a aldeas y pueblos adonde no había llegado la luz eléctrica ni el automóvil. Y, naturalmente, tampoco la cultura.

Probablemente las Misiones Pedagógicas fueron uno de los proyectos más hermosos de la historia de España. Un intento por cambiar el país a través de la educación y la cultura, llevando el arte, el teatro, la música, el cine y la literatura a lugares condenados a una vida de pura subsistencia. Aquel proyecto impulsado por la Segunda República -y del que ahora se cumplen noventa años- fue una verdadera revolución social, un intento limpio y decente de cambiar las diferencias sociales, de permitir un acceso verdaderamente democrático a la educación y a la cultura. Algo que en este presente de ruido y sobreinformación parece lejano. Ahora, incluso desde una aldea perdida, cualquiera tiene acceso a las bibliotecas y museos del mundo, a filmotecas y repositorios virtuales de teatro. Y, sin embargo, el consumo cultural a través de internet representa un mínimo porcentaje frente al uso para fines frívolos y vacíos. La cultura nunca ha sido tan accesible como ninguneada. Tristes paradojas de la Historia.

Las Misiones Pedagógicas se crearon en mayo de 1931 y su existencia va unida al impulso educativo realizado por la Segunda República para acabar con los altos índices de analfabetismo y modernizar el sistema educativo, aún controlado por la Iglesia. Las Misiones son hijas de las corrientes culturales europeas de finales del siglo XIX, del espíritu del krausismo y la Institución Libre de Enseñanza.

A comienzos de siglo se produce un cambio en la brújula de la cultura española que daría como resultado la Edad de Plata. Se crea la Residencia de Estudiantes, la Junta de Ampliación de Estudios o el Centro de Estudios Históricos para las élites ilustradas. Sin embargo, el gobierno de la Segunda República no olvidó a los sectores desfavorecidos llevando la cultura a los rincones perdidos de la geografía.

Los misioneros eran precisamente los jóvenes maestros y artistas educados en aquellas modernas instituciones culturales. Participaron en esta aventura algunos de los creadores de la Generación del 27 como María Zambrano, Luis Cernuda, Alejandro Casona, José Val del Omar, Ramón Gaya, Rafael Dieste, Maruja Mallo, Eduardo Martínez Torner o María Moliner. La Barraca, dirigida por García Lorca y Eduardo Ugarte, formó parte también de este programa cultural.

En las memorias de algunos de aquellos jóvenes se cuenta la reacción de los campesinos cuando llegaban cargados de artilugios extraños. El cineasta granadino Val del Omar contaba que en una aldea de Castilla proyectó una imagen que había grabado en la playa de Almuñécar. El Mediterráneo llegó hasta aquel lugar de la Castilla profunda ante los ojos sorprendidos de un público que nunca había visto el cine, pero tampoco el mar.

Otra de las experiencias más emocionantes era la que provocaba el Museo Circulante con las copias de lienzos del Prado que hacían jóvenes pintores como Ramón Gaya, Juan Bonafé o Ismael González de la Serna. Los misioneros decían que los niños se acercaban a tocar los lienzos creyendo que la carne pintada era de verdad. Tampoco habían visto nunca un cuadro.

Otras reacciones se producían al ver en las veladas cinematográficas escenas de la gran ciudad porque se asustaban de los automóviles, de la gente andando apresurada por las aceras, de los trenes que se dirigían hacia ellos. Al terminar la película, miraban dentro del proyector para ver dónde estaban aquellas personas que habían surgido de la pared. Creían que, en efecto, aquellos misioneros hacían milagros.

Pero llegó la guerra y aquel proyecto desapareció. En el frente hubo versiones politizadas para los soldados del bando republicano y en la dictadura se impulsó el programa folklorista de los Coros y Danzas de España. Ya nada tenía que ver con el espíritu original de las Misiones Pedagógicas. Durante mucho tiempo, algunos aldeanos guardaron con temor por su vida libros de las Bibliotecas Ambulantes que llevaban el sello de las Misiones. Sabían que escondían objetos peligrosos. Pero refugiados en la memoria quedaron para siempre aquellos recitales del romancero viejo y la flor de leyendas, las risas con el retablo de fantoches, Charlot en las veladas cinematográficas, las voces mágicas en los gramófonos, la carne de ángeles de Murillo entre pucheros y alcuzas de aceite. Y todo en aquel paisaje de pueblos dormidos, fango de arroyuelos, vientos de estiércol y perros que ladraban en las noches de verano. Antes de aquel verano en el que llegó la guerra y todas sus pesadillas.

jueves, 9 de septiembre de 2021

"El océano exorcista de Valle-Inclán" por Álvaro Cortina



Las dos biografías que tengo a mano sobre Ramón María del Valle-Inclán advierten la circunstancia de que, pese a haber nacido, el escritor, en la misma costa de Pontevedra, apenas tuvo ojos, en la literatura de su ciclo galaico, para el mar. La Galicia de Valle, nacido en Villanueva de Arousa, en la Comarca de Salnés, junto a una ría, es más bien una Galicia interior. Esto es cierto en general, aunque también matizable: se me ocurre que una de las escenas más impresionantes del Valle céltico y legendario sucede, precisamente, en un arenal abierto al Atlántico. Se trata, por lo demás, de una playa exorcista. Así, el océano gallego, tenebroso y elemental, aparece, en la literatura de Valle, para sacar el demonio y volverse a ir. Y, por cierto, que el buen lector me perdone al relacionar un tema esencialmente jovial como la playa con el oscuro Belcebú, y con los rituales para poseídos, pero que no se le ocurra pensar que este asunto es impropio de las páginas de El Cultural: traigo un precedente excelso.

En las páginas del viejo Los Lunes de El Imparcial se escribió ya sobre playas exorcistas, sin ir más lejos. En el texto de un número septembrino de 1904 de este suplemento literario (publicación esencial de nuestra Edad de Plata) encontramos una playa exorcista como la copa de un pino. El artículo que versa sobre ella, asilvestrado y terrible, se titula 'Santa Baya de Cristalmide'. Tal es mi precedente. Su autor, un joven Valle que había publicado ya tres Sonatas, comienza de esta manera su breve texto de satanismo marino:

“Doña Micaela de Ponte y Andrade, hermana de mi abuelo, tenía los demonios en el cuerpo, y como los exorcismos no bastaban a curarla, decidióse en consejo de familia, que presidió el abad de Brandeso, llevarla a la romería de Santa Baya de Cristalmide”.

Después, se cuenta, el narrador mismo y un criado viejo escoltaron a la tía abuela, afectada por el mal del Gran Satán, a la mentada ermita, “a la media noche, que es cuando se celebra la misa de las endemoniadas”. Valle reutilizaría enseguida este artículo en su novela Flor de santidad. Historia milenaria, que apareció ese mismo otoño de 1904. El resultado de esta reutilización, el desenlace de Flor de santidad, cuasi operística apoteosis donde tiene lugar la misa y el ritual de exorcismo de playa, es una de las escenas más impresionantes de la literatura del 98. El mar, por tanto, aparece en Valle de manera puntual, pero, ciertamente, para presidir una escena inolvidable que cierra una inolvidable novela: dediquemos unas líneas a esa escena playera de Flor de santidad, obra maestra injustamente eclipsada por otros títulos modernistas y galaicos del autor. Leemos:

“Santa Baya de Cristalmide está al otro lado del monte, allá en los arenales donde el mar brama”, escribe. Vayamos hacia la última loma, siguiendo el bramido del mar, de la mano de la pobre Ádega, la heroína, la visionaria, a quien debo presentar cuanto antes.

La pastorcilla de Marte

En la novela que nos ocupa, la poseída no es una tía abuela, sino la rubia y desequilibrada rapaza Ádega, que perdió a sus padres en el Año del Hambre. Comenzamos la historia milenaria con los pastoreos de la huérfana, en los despoblados de la Galicia campesina, entre grandes piedras que el autor llama “célticas”. El Atlántico, no lo olvidamos, nos espera desde el inicio, es un continuo presentimiento. Escribe Valle: “oíase bravío y ululante el mar lejano, como si fuese un lobo hambriento escondido en los pinares”. El dominio acuático, el océano tremebundo y emocional, permanece latente en el curso del relato y se descubrirá sólo al final. Pero sigamos con la historia de Ádega y su peripecia en Flor de santidad, la cuarta novela de Valle.

La obra dividida en cinco partes o “estancias”, cuenta, ambiguamente y a modo de opaca leyenda, las peripecias de aquella sierva hipersensible e inocentona que pensaba que iba a tener un hijo de Jesucristo pero que, en realidad, estaba preñada de un peregrino mendicante. Ádega, la pobrecita, huirá de una primera venta, donde desempeña la labor de pastora, y terminará laborando en la servidumbre del Pazo de Brandeso (lugar esencial dentro del universo de Valle). En este último palacio, advierten sus compañeros en las palabras de Ádega la locura de los poseídos. Se consulta, por tanto, al abad. Éste “resolvió que aquella rapaza tenía el mal cativo”. La pobre Ádega veía en torno los ojos del mismísimo Satán.

Por cierto, he encontrado en una novela playera, gallega y muy bien temperada, de nuestros días, una especie de pariente literaria de esa pobre chiflada de Ádega, una versión moderna, de los años 90 del siglo XX. Me refiero a Miss Marte o Mai Lavinia, del relato Miss Marte, de Manuel Jabois. Por cierto, Valle podría haber titulado su historia simplemente como Ádega (de hecho, la novela proviene de la fusión de unos cuantos relatos: tres de ellos se titulaban Ádega (Historia milenaria) o Ádega (Cuento bizantino)).

He pensado en la Ádega valleinclaniana, por ejemplo, cuando el también pontevedrés Jabois escribe que acontecía, entre la gente de la aldea de la Costa da Morte en la que tiene lugar la acción, “como si la mente estropeada de Mai Lavinia fuese una atracción de feria en la que descubrir emociones intensas, no todas ellas buenas, pero emociones al fin y al cabo, que terminan cuando uno se baja de ella”. En Flor de santidad, los campesinos de Valle escuchan las locuras de la huérfana marciana con el aire medroso y fascinado de los niños chicos.

En su relato de investigación cuenta Jabois cómo se construye, en torno a su marciana Lavinia, una bella y siniestra leyenda. La Ádega de Jabois, la malpocada Miss Marte, alimenta, con su historia, con sus desarreglos mentales y con la criatura que lleva con ella un espíritu como de cuento, efectivamente. Lo mismo pasa con la Ádega de Valle: los labriegos que la escuchan se fascinan. A veces se santiguan. “¡Tú tienes el mal cativo, rapaza!”, le dice una; otro circunstante de la visionaria exclama: “¡Muy bien pudo ser aparición de milagro!”. Además, tanto la marciana de Jabois, como la marciana pastora que nos ocupa, encuentran su destino en el mar, en una playa fundamental. Pero, ¡por santa Baya!, centrémonos, de una vez por todas, en Flor de santidad y sólo en Flor de santidad.

Santa Baya de La Lanzada y el ritual de las olas

Como pasaba con la presunta tía abuela de Valle, en el artículo mencionado, a la ficticia Ádega se le acabará diagnosticando el ramo cativo: se considera necesario en el Pazo llevarla a la misa nocturna de las endemoniadas. Allí, junto a un arenal, con el ulular del mar, se concitan mendicantes que acuden a rezar a la santa y a asistir, o participar, en el ritual de las nueve olas marinas:

“Todos los años acuden a su fiesta [de Santa Baya de Cristalmide] muchos devotos. La ermita, situada en lo alto, tiene un esquilón que se toca con una cadena. El tejado es de losas, y bien pudiera ser de oro si la santa quisiera”.

Al viajero valleinclaniano que busque en la Comarca de Salnés la ermita que responda al nombre de Santa Baya de Cristalmide, se le avisa desde aquí que no la encontrará. La abundante toponimia, precisa pero imprecisa, similar pero siempre cambiada y fantaseada, de la obra gallega de Valle ha excitado a los eruditos ansiosos de conocer los modelos originales de las aldeas, templos, pazos, ferias, puentes y espacios de aquellas ficciones. Pues bien, aunque hay espacio para especular sobre la topografía valleinclaniana del ciclo gallego, parece que sí sabemos, con seguridad, en qué ermita se basa para la conclusión marino-satánica de Flor de santidad: Nuestra Señora de la Lanzada, junto a la Playa de la Lanzada, en Sangenjo, Pontevedra. Así pues, el viajero filólogo que busque la ermita de las posesiones infernales de playa debería quedarse con este nombre. Al segundo genio manco de las letras españolas le debió de impresionar no sólo el enclave, azotado por el mar, sino cierto ritual.

Se trata del ritual de la fertilidad, que se celebraba después de la romería de la Virgen de la Lanzada. Tenía lugar, según un erudito consultado, el día de San Juan, y según otro, a fines de agosto. ¡Que no nos despisten estas pequeñeces! En la noche correcta (sea junio o agosto), tras la misa, las mujeres que pretendían quedarse encintas descendían a pie al conjunto rocoso que hay, al parecer, en la rompiente de la ermita, en la Playa de la Lanzada. Allí, cara al mar, habían de recibir, las ansiosas de progenie, nueve olas, ni más ni menos. Las ondas marinas debían pasar por encima de los cuerpos erguidos y azotar los vientres femeninos. Valle transformó esto, tan vistoso, en la que es su gran escena marina gallega (superior a unos pasajes interesantes de Romance de lobos) y, de paso, en su gran escena satanista (sólo disputable por su relato “Mi hermana Antonia”). Leamos algunas de esas líneas nocturnales de Flor de santidad:

“Terminada la misa, todas las posesas del mal espíritu son despojadas de sus ropas y conducidas al mar, envueltas en lienzos blancos. Ádega llora vergonzosa, pero acata humilde cuanto la dueña dispone. […] La ola negra y bordeada de espumas se levanta para tragarlas y sube por la playa, y se despeña sobre aquellas cabezas greñudas y aquellos hombros tiritantes. El pálido pecado de la carne se estremece, y las bocas sacrílegas escupen el agua salada del mar. […] Prestes y monagos recitan sus latines, y las endemoniadas, entre las espumas de una ola, claman, blasfemas:

-¡Santa, tiñosa!

-¡Santa, rabuda!

-¡Santa, salida!

-¡Santa, preñada!

Los aldeanos, arrodillados, cuentan las olas. Son siete las que habrá de recibir cada poseída para verse libre de los malos espíritus y salvar su alma de la cárcel oscura del Infierno. ¡Son siete como los pecados del mundo!”

De esta manera, la romería y el ritual fertilizante de las nueve olas de Nuestra Señora de La Lanzada se metamorfosean en el pregnante y psicotrópico ritual exorcista de las siete olas de Santa Baya de Cristalmide. Muchos años después de la novela milenaria, en La lámpara maravillosa, escribirá Valle: “La Tierra de Salnés estaba toda en mi conciencia por la gracia de la visión gozosa y teologal”. La “Tierra”, de acuerdo… ¡aunque también una pequeña porción de su Mar! “Visión teologal”, dice. Está bien… aunque la historia de Ádega, la marciana, tiene su parte de visión satánica. Ádega veía al diablo en sus delirios y éste le asediaba para tocarle los pechos: “Peleaba por poner en ellos la boca, como si fuese una criatura”. ¡Y que nadie me diga que la playas exorcistas son un tema literario impropio de este suplemento, porque ya salió en las páginas de Los Lunes de El Imparcial!

viernes, 27 de agosto de 2021

"Lo que Roma esconde" por Manuel Vilas



El 8 de marzo de 2020 me subí a un avión en el aeropuerto romano de Fiumicino y volé rumbo a Madrid. Tenía pensado estar en Madrid una semana y regresar corriendo a Roma para acabar el libro que estaba escribiendo sobre mis días vividos en la capital de Italia. Estaba viviendo en la Academia de España en Roma, en San Pietro in Montorio, en el Trastévere, al lado del Fontanone, ese templo del agua que aparece al comienzo de La gran belleza, la ya célebre película de Sorrentino. Me había hecho adicto a la belleza romana, y no lo sabía. Tampoco sabía que el derecho a la belleza tiene naturaleza política. Tampoco sabía que sin belleza la vida no es vida sino una rutina de días iguales que también destruye la salud.

Me encantaba la habitación romana que tenía en la Academia. Era larga y estrecha como un autobús. Cada vez que abría la puerta entraba en otra dimensión. Tenía cinco ventanales que daban al claustro de donde a veces subían voces de turistas. Yo no odio a los turistas, porque sería tanto como odiarme a mí mismo. De hecho, si por mí fuera, votaría a un candidato a la presidencia de gobierno que dijera “yo solo soy un turista más, soy como vosotros”. La única identidad existencial fraterna es la del turista. Cuando veo turistas en el sitio en el que estoy es que he acertado con el sitio. Y Roma es el acierto pleno. Con cada ventanal de mi enorme habitación tenía mi propia relación personal en función del descenso de la luz del sol. Ah, la luz del sol, su bajada hasta nosotros, pero Dios santo, cómo soportar tanta belleza. Hace unos días, cenando en un restaurante de León, delante de unos maravillosos bocartes, el escritor Juan Bonilla citó una frase de Cansinos Assens que decía: “Dios mío, no permitas que haya tanta belleza en este mundo”. Esa inundación de belleza te retuerce el alma y acabas convertido en un místico eufórico.

En mi casa romana había construido un orden. Por ejemplo, en la repisa de uno de esos ventanales, diseñé una pequeña fresquera, en donde dejaba agua mineral, fruta y algún yogur. Me servía de nevera. Pues la nevera de verdad, la eléctrica, se encontraba a tres pisos de escalera. Estaba muy orgulloso de mi fresquera. Me di cuenta de que tenía un pensamiento ecológico sin desarrollar, y me di cuenta de que en invierno, con un poco de imaginación, se puede vivir sin nevera. Había decorado mi pequeño apartamento romano con una mezcla de ternura y memoria. La cafetera eléctrica que me regaló Ana Merino por Navidades ocupaba un puesto central de mi apartamento, luego, meses más tarde, legué esa cafetera al poeta Carlos Pardo, y me consta que es feliz con ella. Yo creo que los objetos se llevan algo de nosotros. Yo he amado objetos en esta vida, por puro agradecimiento, por delicadeza. El armario de mi habitación, por ejemplo, me acariciaba por las noches, cuando yo me quedaba dormido. Ese armario era un padre y una madre, encarnados en madera antigua. Pasaba a veces largos ratos mirando el armario, dispuesto a asumir que en algún momento pudiera moverse o hablarme. Había un sillón, en donde leía a Dante en italiano (no me enteraba de nada), que parecía el sillón del Papa, que es el sumo pontífice de los turistas universales.

La luz romana que entraba en mi apartamento era brutal. Podría llamarla Dios, o María, o Elvis Presley, o Juana de Arco. Pero era solo luz. A veces tenía la sensación de vivir en el mismísimo cielo. Eran los fantasmas de la Academia de España en Roma quienes me regalaban este orden superior de la existencia, como un estado místico de contemplación, terror y alegría. Al fin y al cabo yo vivía en un edificio construido en 1873. Donde yo dormía, otros lo hicieron muchas décadas antes, y los seres humanos dejan rastros invisibles. No hace falta ser médium, ni espiritista, con poner un poco de amor es suficiente para que esos rastros invisibles se hagan visibles. De modo que vi un gentío de almas que paseaban por los largos pasillos de la Academia de España en Roma. Decenas de fantasmas venían a verme y se echaban a llorar de ternura, y si me asomaba al templete de Bramante, a pocos metros de donde estaba mi pequeño apartamento, las decenas de fantasmas se convertían en legiones de espíritus vagando en el aire. Ninguno era hostil. ¿Quién ha dicho que los fantasmas son malos y buscan aterrorizar a los vivos? Los fantasmas que yo vi eran todos encantadores, maravillosos, buena gente, y solo eran peregrinos inmateriales. Todos estaban iluminados, parecían farolas que ascendían a los cielos.

Mi vida romana terminó por culpa del virus. No pude regresar a Roma y hube de quedarme en Madrid. Me obsesioné con regresar a Roma. Hay un sentimiento que no quiero que me vuelvan a robar nunca. No es el sentimiento de la felicidad, ni el de la alegría. Es el sentimiento del entusiasmo, que consiste en vivir una alegría inventada, una felicidad catastróficamente infundada, eso es el entusiasmo, vivir una ficción, dar a las ilusiones consistencia, firmeza. La gente te ve y dice “mira, un entusiasta”. Vivir un amor a la vida sin ningún fundamento racional, eso es el entusiasmo. Tener la delicadeza de pensar que el amor es el motor del mundo, eso es entusiasmo. Ser un bendito, un clemente, un cándido confeso, eso es el entusiasmo. Me despertaba en Madrid, en el mes de abril de 2020, y pensaba en cuándo podría volver a Roma y calentaba el entusiasmo dentro de mi alma para que no se muriera de inacción. Los entusiastas a veces podemos parecer ridícu­los, cursis, pueriles, aniñados, simples, bobalicones. Los entusiastas no tenemos perdón de Dios, negamos con una frivolidad pasmosa la deslealtad de la vida, y seguimos cantando nuestra canción de amor.

Me resulta difícil explicar mi relación con Roma. A veces paseando por ella me he sentido como si estuviese en Barbastro, la ciudad de mi infancia. Esto parece inverosímil, pero tiene una explicación. Voy a intentar darla: en Roma te sientes a salvo de la fealdad del mundo. En la infancia, en mi infancia en Barbastro, me sentí a salvo de la ferocidad del mundo. Las dos ciudades me salvaban de algo y eso hacía que mi alma las confundiera.

En octubre de 2020, en la primera desescalada, regresé a Roma, con mi PCR en la mano. Estuve tres días y los tres días fueron tumultuosos. Salía a las calles con ganas de devorar la ciudad. Me paraba en mitad de la Piazza Navona y me preguntaba a mí mismo: ¿pero qué estás buscando aquí, alma de cántaro? No ves que te va a dar un infarto de tanto entusiasmo. Una ciudad no es un bien comestible. Ni siquiera se puede tocar. ¿Qué es una ciudad? Un misterio hecho de tiempo y deseo. Yo creo que en Roma busco el pasado, como hace todo hombre o mujer con más de 50 años. Buscamos el pasado. En esos días de octubre Roma no había decretado el uso obligatorio de la mascarilla. Así que para mí fue revolucionario quitármela y quedarme desnudo en mitad de las calles romanas. No he vuelto a Roma desde entonces, porque todo volvió a complicarse y surgieron la segunda, la tercera ola del virus, ya no sé cuántas olas más.

Mañana me ponen la segunda dosis de Moderna. A mí me encantan las vacunas. Pues por ser entusiasta lo soy hasta de las vacunas. Tengo que ir al Hospital Puerta del Hierro a que me pinchen. Llega la muerte del virus, al pobre bicho lo están friendo las vacunas. Parece un mártir del cristianismo. Los leones de la ciencia le están metiendo unos zarpazos y unos mordiscos tremebundos. Hasta ya da pena el pobre bicho. Y dentro de una semana regreso a Roma.

Y sé lo que haré nada más llegar al aeropuerto de Fiumicino. Justo al lado de las cintas de recogida del equipaje hay un pequeño bar. Allí me pido mi primer café expreso. Cuesta un euro veinte. No creo que haya mejor inversión de un euro y veinte céntimos que en un café expreso. Mi alma combustiona cuando ese café se cuela por sus rincones. ¿Existe el alma? Creo que vi la mía durante el confinamiento, creo que la oí decirme “llévame a Roma cuando esto termine y si algo así vuelve a suceder déjame libre, deja que me vaya al infinito, a la pura nada”.

Ya sé lo que me espera en Roma dentro de una semana. Me aguarda el entusiasmo. Roma regala muchas cosas, pero hay una que no se la da a nadie. Y los entusiastas nos volvemos iracundos cuando vemos que ese don se nos niega. Roma no permite ser conocida en su totalidad, en toda su vastedad. Roma se esconde. Pero sí permite verla mientras se esconde, porque quiere verte sufrir. Sufrir, un poco. Solo un poquito porque todo lo demás son besos, solo besos.

martes, 24 de agosto de 2021

"William Faulkner: 'Mientras agonizo', retrato de una tierra baldía" por Rafael Narbona



La escritura de William Faulkner es un río desbordado, una avalancha de agua que invade las orillas y arrastra todo lo que se cruza en su camino, un caudal que frustra todos los intentos de ser encauzado para frenar sus estragos. El escritor sureño que amaba los caballos, el tabaco de Virginia y el burbon single barrel escribe como el que se desangra, abriéndose las venas en cada frase. Cada palabra brota de sus entrañas, a veces sucia y agreste, dividida entre el anhelo de orden y la nostalgia del caos primitivo, cuando el lenguaje no se había sometido a la violencia de la gramática y la sintaxis.

Faulkner amontona asociaciones subjetivas, sin buscar un nexo lógico, pues sabe que el flujo de la conciencia no se guía por la razón. La razón es artificio, impostura, ficticia claridad. En realidad, la mente es una selva enmarañada, turbia y espesa. La escritura es un parto que saca a la luz esa confusión y, por tanto, no puede ser un proceso limpio y apolíneo, sino una explosión de ruido y furia. Lo que caracteriza al verdadero escritor es el estilo y el estilo debe ser honesto con lo real, mostrando que en el origen solo hay oscuridad y anarquía. El gabinete de un autor debe parecerse a un despacho en penumbra, semejante al del inicio de ¡Absalón, Absalón!, un espacio claustrofóbico, cálido y sin aire, donde la literatura se despoja de afeites para buscar el latido más profundo de la vida. William Faulkner explicó su poética, sumamente ambiciosa: “decirlo todo… entre la primera palabra y el punto… ponerlo todo en una frase —no solo el presente, sino todo el pasado del que depende y que supera al presente segundo a segundo”.

La temeraria e irrealizable pretensión de abarcar la totalidad de lo real mediante un texto conduce necesariamente al colapso del lenguaje, pero se trata de un colapso fecundo. La ininteligibilidad de algunas obras, como los pasajes más herméticos del Ulises de Joyce, es la prueba de que la literatura siempre apunta más allá, codiciando el más alto grado de comprensión, pero sin ignorar que su vuelo está limitado por las insuficiencias del conocimiento humano. Faulkner hace astillas la forma tradicional de narrar, cultivando la paradoja, el fragmento, la incongruencia. Frente a la perspectiva del narrador omnisciente, que ofrece una visión coherente y sin ambigüedades, opone el punto de vista múltiple, incluyendo la óptica deformada de personajes con graves deficiencias mentales, como Benjy, el hijo discapacitado de los Compson.

El ficticio condado de Yoknapatawpha, situado al noroeste de Mississippi, es una representación del cosmos y no puede prescindir de ninguna perspectiva, sin malograr su vocación de totalidad. El estilo de Faulkner eclipsa la nitidez, arrojando estratos de palabras que se atropellan y desplazan mutuamente, pero en ese desorden surgen nubes de significados más clarificadores que la transparencia más estricta. La luz de Yoknapatawpha es opaca, casi una fluctuación que surge de la nada y regresa a ella, pero ese fluctuar no cesa de crear universos.

Faulkner siempre deja dudas sin resolver, pues entiende que la incertidumbre es un principio vital y no una imperfección. Sus novelas casi reproducen las profecías de la física moderna, que augura al cosmos una imparable entropía. Algo similar puede decirse del concepto de identidad individual, especialmente después de los hallazgos del psicoanálisis. El yo, plural y caótico, no puede avanzar en el autoconocimiento, sin propiciar su autodestrucción. El último tramo del saber nos conduce a la disolución de todo lo existente. La literatura solo es la crónica de una decadencia global que afecta indistintamente a la materia y el espíritu, si es que se trata de dimensiones diferentes y no aspectos de una única e indivisible realidad.

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William Faulkner nació el 25 de septiembre de 1897 en New Albany, Mississippi, pero su familia se trasladó a los pocos años a Oxford, condado de Lafayette, donde residiría la mayor parte de su vida. Su nombre completo era William Cuthbert Falkner. De joven, añadiría la “u” —a instancias del impresor de El fauno de mármol (1924), uno de sus primeros libros— para reforzar su identidad como escritor y diferenciarse de su bisabuelo, William Clark Falkner, abogado, hacendado, oficial condecorado durante la Guerra Civil, político, empresario, novelista y poeta. Aunque no llegó a conocerlo, siempre se consideró su heredero espiritual. Su padre, Murry, fracasó en cambio como hombre de negocios, mostrándose incapaz de dirigir la compañía de ferrocarril creada por su padre. Tras varios años de inestabilidad, solo logró una plaza de secretario y administrador de la universidad de Mississippi, lo cual despertó en la familia cierta sensación de decadencia.

Estudiante mediocre —o, mejor dicho, indiferente—, Faulkner no llegó a graduarse en secundaria, pero gracias a su madre, un mujer refinada y algo dominante, se convirtió en un fervoroso lector de Shakespeare, Fielding, Voltaire, Dickens, Hugo, Balzac y Conrad. Gracias a su amigo Philip Stone ampliaría sus lecturas, familiarizándose con autores como W. B. Yeats, Ezra Pound y T. S. Eliot, pero nunca se involucró en camarillas, grupos o escuelas. Intentó alistarse en el Ejército de los Estados Unidos, pero lo rechazaron por su escasa estatura (medía un metro sesenta y cinco). Sin embargo, logró ser admitido en una unidad reservista del Ejército Británico en Toronto. Años más tarde, se inventó que había recibido instrucción para ser piloto de la RAF, pero no había llegado a entrar en combate porque la Primera Guerra Mundial finalizó antes de que lo enviaran al frente. Con el tiempo, añadió nuevas fábulas a su historia, afirmando que había sufrido varios accidentes durante el entrenamiento, quedando gravemente malherido en brazos y piernas.

La necesidad de estar a la altura del “viejo coronel”, el bisabuelo condecorado, le llevó incluso a sostener que había combatido en Francia, donde supuestamente fue abatido. Había sobrevivido, pero no sin una intervención quirúrgica y una placa de metal en la cabeza. La mitomanía es un vicio —o una patología— que suele acompañar a muchos escritores. Es comprensible, pues su profesión consiste en mentir.

En 1921, Faulkner logra ser admitido como estudiante en la universidad de Mississippi, pese a carecer del título de secundaria. Su padre realiza el milagro, aprovechando su trabajo en la universidad. No parece que la experiencia aporte mucho al futuro escritor, que será suspendido en la asignatura de inglés. Su próximo destino será Nueva York, donde trabajará en una librería. No tarda en volver a Oxford, donde trabaja como carpintero, pintor de brocha gorda y empleado de una estafeta de correos. Incapaz de soportar la rutina de un empleo, deja correos, explicando su dimisión con una frase airada: “¡Que me condene si pienso estar a la disposición de cualquier granuja que tenga dos centavos para gastárselos en un sello!”. En 1925 está en Nueva Orleans, relacionándose con un círculo de artistas y escritores entre los que se encuentra Sherwood Anderson. Lee a Joyce, Bergson, Frazer, y publica un puñado de apuntes en prosa y varios relatos. Viaja en barco a Europa, donde pasa seis meses. Son sus únicos viajes, salvo sus estancias en Hollywood para trabajar como guionista (entre sus trabajos, cabe destacar El sueño eterno, Tener y no tener y Tierra de faraones, todas de Howard Hawks; y Gunga Din, de George Stevens) y la gira por Europa, Francia y Japón organizada por la Academia Sueca cuando le concedió el Nobel de Literatura en 1949.

Casado con Estelle Oldham, pasa el resto de su vida en Oxford, llevando una vida de ermitaño, solo perturbada por el alcoholismo. Escribe poesía de corte simbolista y por fin aparecen sus primeras novelas: La paga del soldado (1926) y Mosquitos (1927). Inicia Padre Abraham, pero la interrumpe —no se publicaría hasta 1983— para concluir Banderas sobre el polvo. El editor Horace Liveright rechaza el manuscrito, alegando que la “historia realmente no llega a ninguna parte y tiene mil cabos sueltos”. A Faulkner le afectan mucho esas palabras, pero acaba pensando que constituyen una liberación: “un día súbitamente pareció que una puerta se había cerrado de golpe, […] pero me dije: ahora puedo escribir, es ahora cuando puedo escribir”.

En los dos años siguientes publicará dos de sus grandes novelas: El ruido y la furia (1929) y Mientras agonizo (1930). Ya es un autor con un pleno dominio del arte narrativo, un estilista consumado, con una prosa densa, poética e introspectiva, un demiurgo que ha usurpado el lugar de los dioses, creando un territorio: Yoknapatawpha. Yoknapatawpha County, Mississippi, con su capital Jefferson, una ciudad con las huellas de su decadencia económica y social en las viejas fachadas de los edificios, tiene un área de 2.400 millas cuadradas y una población de 15.611 habitantes. Tierra del delta, la caza es abundante y los terrenos arenosos y cubiertos de matorrales.

El paisaje de Yoknapatawpha County incluye carreteras polvorientas, pantanos, cementerios, un ferrocarril y el gran río, que se desliza como una gigantesca lengua de agua: a veces lento y solemne; otras, ciego y furioso, anegando granjas y destruyendo puentes. Allí viven indios, esclavos, soldados, plantadores, granjeros, buhoneros, predicadores, médicos, abogados. A pesar del aroma a madreselva y el sonido de los cascos de los caballos durante las bochornosas tardes de julio, es una tierra baldía poblada de criaturas desdichadas que muchas veces desean no haber nacido.

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Mientras agonizo es quizás la novela técnicamente más perfecta de Faulkner. El ruido y la furia representa un esfuerzo mayor por averiguar los límites del lenguaje, pero carece de su precisión casi matemática. Su trama evoca las tragedias griegas. Addie, matriarca de la familia Bundren, muere al comienzo de la novela y su marido, Anse, un granjero pobre, decide cumplir la promesa que le hizo de enterrarla en Jefferson. Addie engendró cuatro hijos con Anse: Cash, Darl, Dewey Dell y Vardaman. Su quinto hijo, Jewell, es fruto de una relación adúltera con el reverendo Whitfield. Atribuye todas sus desgracias —pobreza, incomprensión, enfermedades— a su aventura extraconyugal. En un territorio donde la Biblia impregna todos los aspectos de la existencia, la conciencia de pecado está muy arraigada. Addie piensa que su dolor es el precio de la expiación y no recrimina nada a Dios, pues considera que merece todas las calamidades que se abaten sobre ella.

Jewell es un joven fuerte e independiente, que se ha comprado un caballo trabajando para un vecino hasta la extenuación. Consciente de la miseria que aflige Yoknapatawpha, mira al cielo y se pregunta que “si hay Dios, para qué diablos existe”. Darl, su hermano, es un joven inestable que apenas entiende el mundo. Cuando escucha a los demás, tiene la impresión de oír un pandemónium sin ningún sentido. Su mente roza la locura y será la causa de su perdición. Sin un motivo claro, incendiará el granero que les ofrece Gillespie para pasar la noche en su penoso viaje hacia Jefferson. Enviado a la cárcel, no percibirá su destino como una desgracia, sino como un alivio, pues vivir entre rejas le parece más tolerable que soportar el desorden del mundo. Según Cora, esposa de Vernon Trull, un próspero granjero de la zona, era el único que quería a su madre, pese a que ella prefería a Jewell. Su emotividad es un mal negocio en una tierra áspera, donde la ternura equivale a fragilidad.

Vardaman, el hijo menor de los Bundren, no es más clarividente que Darl. De hecho, confunde a su madre con el gigantesco pez que ha atrapado en el río. La realidad exterior le aturde con su perpetua eclosión de formas y colores. Apenas discrimina entre lo vivo y lo inerte, lo puramente animal y lo específicamente humano. Anse es tremendamente egoísta y primitivo. Solo le preocupa conseguir una dentadura, pues lleva muchos años sin dientes y no puede comer bien. La muerte de su mujer apenas le conmueve. Vivir y morir son actos casi indiscernibles en una región donde la violencia y la enfermedad salpican el día a día.

El doctor Peabody, que atiende a Addie en su agonía y que se escandaliza de que Cash se haya roto la pierna y su familia haya continuado el viaje a Jefferson, escayolándosela de mala manera, contempla la existencia desde una perspectiva pragmática que excluye cualquier referencia sobrenatural. Es la voz de la razón en un universo contaminado por el fanatismo religioso. No cree que la muerte sea el final o el principio, sino “una función de las mentes de quienes sufren la pérdida”. Yoknapatawpha le parece una inclemente forja que endurece las almas hasta deshumanizarlas. Las personas se parecen al paisaje: opacas, implacables, taciturnas. Le escandalice que Addie le expulse de la habitación donde agoniza. Ya ha visto esa conducta otras veces. Las mujeres del condado se aferran a sus maridos, olvidando los malos tratos y la explotación. La oscuridad que se cierne cada noche sobre el condado parece la confirmación de que se trata de un territorio maldito.

Dewey Dell es la única hija de los Bundren. Embarazada de Lafe, que le ha dado diez dólares para comprar un abortivo en una farmacia, deambula de un lado a otro como un animal herido. Se percibe a sí misma como “una semilla silvestre y mojada, caída en la tierra ciega y ardorosa”. Engendrar vida solo le parece una desgracia. Vernon Trull se resiste a aceptar que la existencia solo sea fruto del azar. Dios ha dispuesto las cosas en beneficio de los hombres, pero no somos capaces de apreciarlo. Samson, un agricultor que cede su establo a los Bundren durante la primera noche de su viaje, opina que carece de sentido quejarse. Hay que aceptar las cosas como vienen. El estoicismo es la única respuesta digna a la adversidad.

El monólogo de Addie Bundren desprende una desolación infinita. Addie, ya difunta, se pregunta si la finalidad de la vida no es prepararse para estar muerto mucho tiempo. Piensa que cada individuo es una cabeza de alfiler en un despeñadero insondable. Maldice a su padre por haberla engendrado. Para ella, el mundo es un torbellino que te sacude con violencia para arrebatarte todas las ilusiones. No hay nada a lo que agarrarse. Ninguna certeza. Ninguna verdad. Las palabras no sirven de nada. Son imprecisas o mienten. Ni siquiera son capaces de ajustarse a lo que pretenden decir.

Amor es la palabra más falaz. Promete la felicidad, pero siempre desemboca en una soledad violada. Se pide a las mujeres que renuncien a todo para garantizar la continuidad de la vida, “esa corriente roja y amarga que corre por los campos”, pero lo cierto es que la vida solo es una larga preparación para el bien morir. Addie se pregunta qué es el pecado y si es posible la salvación, y no encuentra respuestas, solo palabras que añaden más confusión. Todo es absurdo. El mundo se parece a ese río que ahoga a las dos mulas que transportaban el féretro de Addie. Es un lugar sucio, turbio, oscuro, estrepitoso.

Publicada trece años antes que La náusea de Sartre, Mientras agonizo es una novela existencialista. Su pesimismo afecta a todos los aspectos de la realidad. Metafísicamente, no podemos esperar nada, pues la vida solo es un desgraciado accidente, una anomalía cósmica. Epistemológicamente, no podemos albergar ninguna expectativa de conocimiento, pues las palabras, principal fuente del saber, son inexactas, torpes y falaces. Éticamente, nunca sabremos qué es el bien y el mal, quizás dos conceptos inútiles en un mundo donde lo único que importa es sobrevivir. Teológicamente, no cabe aguardar nada de Dios, una ser terrible o una simple fantasía. Lo único sólido, cierto e incontestable es la náusea que nos produce contemplar la realidad, una trama carente de significado, un tumor que crece desordenadamente, una juego inútil, casi una obscenidad, que alumbra y disipa formas efímeras.

Faulkner bebe en las páginas más sombrías de Shakespeare, donde el ser humano solo es un pelele en manos del azar o una vasija muy frágil siempre a punto de romperse. También se abastece de las páginas del Antiguo Testamento, con sus historias de incestos, maldiciones y catástrofes naturales. El tratamiento que Faulkner hace de los elementos —el agua, la tierra, el cielo, el fuego— posee el aliento de lo primordial, de lo que acaba de salir de la oscuridad, reclamando un nombre. El estilo —lírico, elusivo, expresionista— desprende ese adanismo donde las palabras parecen expresar la esencia de las cosas y no limitarse a designarlas.

Mientras agonizo es un prodigio arquitectónico. La historia avanza con eficacia, añadiendo calamidades al trágico peregrinaje de los Bundren: inundaciones, escasez, un incendio, la putrefacción del cadáver, la pierna gangrenada de Cash, que ha construido el ataúd y que ahora parece el próximo difunto. Addie es enterrada en Jefferson, pero el fin del viaje no constituye una catarsis. De hecho, la familia Bundren no parece una comitiva de vivos, sino de muertos que flotan en el cieno, como ramas en proceso de descomposición. Su obstinación no nace de la piedad, sino del orgullo. Yoknapatawpha es una elegía por una constelación de muertos vivientes. Maestro de la introspección, Faulkner consigue que los monólogos de sus personajes parezcan parlamentos de difuntos que evocan su vida desde el más allá, preguntándose si la muerte no es más real que el leve y breve paso por la tierra.

Después de Mientras agonizo, Faulkner publicó Santuario (1931), Luz de agosto (1932), ¡Absalón, Absalón! (1936), Las palmeras salvajes (1939), El villorrio (1940), Desciende, Moisés (1942), Intruso en el polvo (1948). Solo son los títulos más notables de una fructífera producción narrativa que incluyó indistintamente cuentos, ensayos y novelas. La muerte sorprendió a Faulkner el 6 de julio de 1962. Un infarto de miocardio acabó con una vida mermada por la adicción al alcohol. Faulkner abrió un camino por el que han transitado García Márquez, Vargas Llosa, Onetti, Juan Benet, Javier Marías y otros muchos. William Styron habló en el funeral de Faulkner, afirmando que su muerte “nos disminuía”. No se equivocaba, pero nos dejó sus libros, que no son una tierra baldía, sino una explosión de vida, creatividad y pasión. Como escribió Jorge Luis Borges, “nos tocan físicamente, como la cercanía del mar o de la mañana”.