viernes, 27 de agosto de 2021

"Lo que Roma esconde" por Manuel Vilas



El 8 de marzo de 2020 me subí a un avión en el aeropuerto romano de Fiumicino y volé rumbo a Madrid. Tenía pensado estar en Madrid una semana y regresar corriendo a Roma para acabar el libro que estaba escribiendo sobre mis días vividos en la capital de Italia. Estaba viviendo en la Academia de España en Roma, en San Pietro in Montorio, en el Trastévere, al lado del Fontanone, ese templo del agua que aparece al comienzo de La gran belleza, la ya célebre película de Sorrentino. Me había hecho adicto a la belleza romana, y no lo sabía. Tampoco sabía que el derecho a la belleza tiene naturaleza política. Tampoco sabía que sin belleza la vida no es vida sino una rutina de días iguales que también destruye la salud.

Me encantaba la habitación romana que tenía en la Academia. Era larga y estrecha como un autobús. Cada vez que abría la puerta entraba en otra dimensión. Tenía cinco ventanales que daban al claustro de donde a veces subían voces de turistas. Yo no odio a los turistas, porque sería tanto como odiarme a mí mismo. De hecho, si por mí fuera, votaría a un candidato a la presidencia de gobierno que dijera “yo solo soy un turista más, soy como vosotros”. La única identidad existencial fraterna es la del turista. Cuando veo turistas en el sitio en el que estoy es que he acertado con el sitio. Y Roma es el acierto pleno. Con cada ventanal de mi enorme habitación tenía mi propia relación personal en función del descenso de la luz del sol. Ah, la luz del sol, su bajada hasta nosotros, pero Dios santo, cómo soportar tanta belleza. Hace unos días, cenando en un restaurante de León, delante de unos maravillosos bocartes, el escritor Juan Bonilla citó una frase de Cansinos Assens que decía: “Dios mío, no permitas que haya tanta belleza en este mundo”. Esa inundación de belleza te retuerce el alma y acabas convertido en un místico eufórico.

En mi casa romana había construido un orden. Por ejemplo, en la repisa de uno de esos ventanales, diseñé una pequeña fresquera, en donde dejaba agua mineral, fruta y algún yogur. Me servía de nevera. Pues la nevera de verdad, la eléctrica, se encontraba a tres pisos de escalera. Estaba muy orgulloso de mi fresquera. Me di cuenta de que tenía un pensamiento ecológico sin desarrollar, y me di cuenta de que en invierno, con un poco de imaginación, se puede vivir sin nevera. Había decorado mi pequeño apartamento romano con una mezcla de ternura y memoria. La cafetera eléctrica que me regaló Ana Merino por Navidades ocupaba un puesto central de mi apartamento, luego, meses más tarde, legué esa cafetera al poeta Carlos Pardo, y me consta que es feliz con ella. Yo creo que los objetos se llevan algo de nosotros. Yo he amado objetos en esta vida, por puro agradecimiento, por delicadeza. El armario de mi habitación, por ejemplo, me acariciaba por las noches, cuando yo me quedaba dormido. Ese armario era un padre y una madre, encarnados en madera antigua. Pasaba a veces largos ratos mirando el armario, dispuesto a asumir que en algún momento pudiera moverse o hablarme. Había un sillón, en donde leía a Dante en italiano (no me enteraba de nada), que parecía el sillón del Papa, que es el sumo pontífice de los turistas universales.

La luz romana que entraba en mi apartamento era brutal. Podría llamarla Dios, o María, o Elvis Presley, o Juana de Arco. Pero era solo luz. A veces tenía la sensación de vivir en el mismísimo cielo. Eran los fantasmas de la Academia de España en Roma quienes me regalaban este orden superior de la existencia, como un estado místico de contemplación, terror y alegría. Al fin y al cabo yo vivía en un edificio construido en 1873. Donde yo dormía, otros lo hicieron muchas décadas antes, y los seres humanos dejan rastros invisibles. No hace falta ser médium, ni espiritista, con poner un poco de amor es suficiente para que esos rastros invisibles se hagan visibles. De modo que vi un gentío de almas que paseaban por los largos pasillos de la Academia de España en Roma. Decenas de fantasmas venían a verme y se echaban a llorar de ternura, y si me asomaba al templete de Bramante, a pocos metros de donde estaba mi pequeño apartamento, las decenas de fantasmas se convertían en legiones de espíritus vagando en el aire. Ninguno era hostil. ¿Quién ha dicho que los fantasmas son malos y buscan aterrorizar a los vivos? Los fantasmas que yo vi eran todos encantadores, maravillosos, buena gente, y solo eran peregrinos inmateriales. Todos estaban iluminados, parecían farolas que ascendían a los cielos.

Mi vida romana terminó por culpa del virus. No pude regresar a Roma y hube de quedarme en Madrid. Me obsesioné con regresar a Roma. Hay un sentimiento que no quiero que me vuelvan a robar nunca. No es el sentimiento de la felicidad, ni el de la alegría. Es el sentimiento del entusiasmo, que consiste en vivir una alegría inventada, una felicidad catastróficamente infundada, eso es el entusiasmo, vivir una ficción, dar a las ilusiones consistencia, firmeza. La gente te ve y dice “mira, un entusiasta”. Vivir un amor a la vida sin ningún fundamento racional, eso es el entusiasmo. Tener la delicadeza de pensar que el amor es el motor del mundo, eso es entusiasmo. Ser un bendito, un clemente, un cándido confeso, eso es el entusiasmo. Me despertaba en Madrid, en el mes de abril de 2020, y pensaba en cuándo podría volver a Roma y calentaba el entusiasmo dentro de mi alma para que no se muriera de inacción. Los entusiastas a veces podemos parecer ridícu­los, cursis, pueriles, aniñados, simples, bobalicones. Los entusiastas no tenemos perdón de Dios, negamos con una frivolidad pasmosa la deslealtad de la vida, y seguimos cantando nuestra canción de amor.

Me resulta difícil explicar mi relación con Roma. A veces paseando por ella me he sentido como si estuviese en Barbastro, la ciudad de mi infancia. Esto parece inverosímil, pero tiene una explicación. Voy a intentar darla: en Roma te sientes a salvo de la fealdad del mundo. En la infancia, en mi infancia en Barbastro, me sentí a salvo de la ferocidad del mundo. Las dos ciudades me salvaban de algo y eso hacía que mi alma las confundiera.

En octubre de 2020, en la primera desescalada, regresé a Roma, con mi PCR en la mano. Estuve tres días y los tres días fueron tumultuosos. Salía a las calles con ganas de devorar la ciudad. Me paraba en mitad de la Piazza Navona y me preguntaba a mí mismo: ¿pero qué estás buscando aquí, alma de cántaro? No ves que te va a dar un infarto de tanto entusiasmo. Una ciudad no es un bien comestible. Ni siquiera se puede tocar. ¿Qué es una ciudad? Un misterio hecho de tiempo y deseo. Yo creo que en Roma busco el pasado, como hace todo hombre o mujer con más de 50 años. Buscamos el pasado. En esos días de octubre Roma no había decretado el uso obligatorio de la mascarilla. Así que para mí fue revolucionario quitármela y quedarme desnudo en mitad de las calles romanas. No he vuelto a Roma desde entonces, porque todo volvió a complicarse y surgieron la segunda, la tercera ola del virus, ya no sé cuántas olas más.

Mañana me ponen la segunda dosis de Moderna. A mí me encantan las vacunas. Pues por ser entusiasta lo soy hasta de las vacunas. Tengo que ir al Hospital Puerta del Hierro a que me pinchen. Llega la muerte del virus, al pobre bicho lo están friendo las vacunas. Parece un mártir del cristianismo. Los leones de la ciencia le están metiendo unos zarpazos y unos mordiscos tremebundos. Hasta ya da pena el pobre bicho. Y dentro de una semana regreso a Roma.

Y sé lo que haré nada más llegar al aeropuerto de Fiumicino. Justo al lado de las cintas de recogida del equipaje hay un pequeño bar. Allí me pido mi primer café expreso. Cuesta un euro veinte. No creo que haya mejor inversión de un euro y veinte céntimos que en un café expreso. Mi alma combustiona cuando ese café se cuela por sus rincones. ¿Existe el alma? Creo que vi la mía durante el confinamiento, creo que la oí decirme “llévame a Roma cuando esto termine y si algo así vuelve a suceder déjame libre, deja que me vaya al infinito, a la pura nada”.

Ya sé lo que me espera en Roma dentro de una semana. Me aguarda el entusiasmo. Roma regala muchas cosas, pero hay una que no se la da a nadie. Y los entusiastas nos volvemos iracundos cuando vemos que ese don se nos niega. Roma no permite ser conocida en su totalidad, en toda su vastedad. Roma se esconde. Pero sí permite verla mientras se esconde, porque quiere verte sufrir. Sufrir, un poco. Solo un poquito porque todo lo demás son besos, solo besos.

martes, 24 de agosto de 2021

"William Faulkner: 'Mientras agonizo', retrato de una tierra baldía" por Rafael Narbona



La escritura de William Faulkner es un río desbordado, una avalancha de agua que invade las orillas y arrastra todo lo que se cruza en su camino, un caudal que frustra todos los intentos de ser encauzado para frenar sus estragos. El escritor sureño que amaba los caballos, el tabaco de Virginia y el burbon single barrel escribe como el que se desangra, abriéndose las venas en cada frase. Cada palabra brota de sus entrañas, a veces sucia y agreste, dividida entre el anhelo de orden y la nostalgia del caos primitivo, cuando el lenguaje no se había sometido a la violencia de la gramática y la sintaxis.

Faulkner amontona asociaciones subjetivas, sin buscar un nexo lógico, pues sabe que el flujo de la conciencia no se guía por la razón. La razón es artificio, impostura, ficticia claridad. En realidad, la mente es una selva enmarañada, turbia y espesa. La escritura es un parto que saca a la luz esa confusión y, por tanto, no puede ser un proceso limpio y apolíneo, sino una explosión de ruido y furia. Lo que caracteriza al verdadero escritor es el estilo y el estilo debe ser honesto con lo real, mostrando que en el origen solo hay oscuridad y anarquía. El gabinete de un autor debe parecerse a un despacho en penumbra, semejante al del inicio de ¡Absalón, Absalón!, un espacio claustrofóbico, cálido y sin aire, donde la literatura se despoja de afeites para buscar el latido más profundo de la vida. William Faulkner explicó su poética, sumamente ambiciosa: “decirlo todo… entre la primera palabra y el punto… ponerlo todo en una frase —no solo el presente, sino todo el pasado del que depende y que supera al presente segundo a segundo”.

La temeraria e irrealizable pretensión de abarcar la totalidad de lo real mediante un texto conduce necesariamente al colapso del lenguaje, pero se trata de un colapso fecundo. La ininteligibilidad de algunas obras, como los pasajes más herméticos del Ulises de Joyce, es la prueba de que la literatura siempre apunta más allá, codiciando el más alto grado de comprensión, pero sin ignorar que su vuelo está limitado por las insuficiencias del conocimiento humano. Faulkner hace astillas la forma tradicional de narrar, cultivando la paradoja, el fragmento, la incongruencia. Frente a la perspectiva del narrador omnisciente, que ofrece una visión coherente y sin ambigüedades, opone el punto de vista múltiple, incluyendo la óptica deformada de personajes con graves deficiencias mentales, como Benjy, el hijo discapacitado de los Compson.

El ficticio condado de Yoknapatawpha, situado al noroeste de Mississippi, es una representación del cosmos y no puede prescindir de ninguna perspectiva, sin malograr su vocación de totalidad. El estilo de Faulkner eclipsa la nitidez, arrojando estratos de palabras que se atropellan y desplazan mutuamente, pero en ese desorden surgen nubes de significados más clarificadores que la transparencia más estricta. La luz de Yoknapatawpha es opaca, casi una fluctuación que surge de la nada y regresa a ella, pero ese fluctuar no cesa de crear universos.

Faulkner siempre deja dudas sin resolver, pues entiende que la incertidumbre es un principio vital y no una imperfección. Sus novelas casi reproducen las profecías de la física moderna, que augura al cosmos una imparable entropía. Algo similar puede decirse del concepto de identidad individual, especialmente después de los hallazgos del psicoanálisis. El yo, plural y caótico, no puede avanzar en el autoconocimiento, sin propiciar su autodestrucción. El último tramo del saber nos conduce a la disolución de todo lo existente. La literatura solo es la crónica de una decadencia global que afecta indistintamente a la materia y el espíritu, si es que se trata de dimensiones diferentes y no aspectos de una única e indivisible realidad.

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William Faulkner nació el 25 de septiembre de 1897 en New Albany, Mississippi, pero su familia se trasladó a los pocos años a Oxford, condado de Lafayette, donde residiría la mayor parte de su vida. Su nombre completo era William Cuthbert Falkner. De joven, añadiría la “u” —a instancias del impresor de El fauno de mármol (1924), uno de sus primeros libros— para reforzar su identidad como escritor y diferenciarse de su bisabuelo, William Clark Falkner, abogado, hacendado, oficial condecorado durante la Guerra Civil, político, empresario, novelista y poeta. Aunque no llegó a conocerlo, siempre se consideró su heredero espiritual. Su padre, Murry, fracasó en cambio como hombre de negocios, mostrándose incapaz de dirigir la compañía de ferrocarril creada por su padre. Tras varios años de inestabilidad, solo logró una plaza de secretario y administrador de la universidad de Mississippi, lo cual despertó en la familia cierta sensación de decadencia.

Estudiante mediocre —o, mejor dicho, indiferente—, Faulkner no llegó a graduarse en secundaria, pero gracias a su madre, un mujer refinada y algo dominante, se convirtió en un fervoroso lector de Shakespeare, Fielding, Voltaire, Dickens, Hugo, Balzac y Conrad. Gracias a su amigo Philip Stone ampliaría sus lecturas, familiarizándose con autores como W. B. Yeats, Ezra Pound y T. S. Eliot, pero nunca se involucró en camarillas, grupos o escuelas. Intentó alistarse en el Ejército de los Estados Unidos, pero lo rechazaron por su escasa estatura (medía un metro sesenta y cinco). Sin embargo, logró ser admitido en una unidad reservista del Ejército Británico en Toronto. Años más tarde, se inventó que había recibido instrucción para ser piloto de la RAF, pero no había llegado a entrar en combate porque la Primera Guerra Mundial finalizó antes de que lo enviaran al frente. Con el tiempo, añadió nuevas fábulas a su historia, afirmando que había sufrido varios accidentes durante el entrenamiento, quedando gravemente malherido en brazos y piernas.

La necesidad de estar a la altura del “viejo coronel”, el bisabuelo condecorado, le llevó incluso a sostener que había combatido en Francia, donde supuestamente fue abatido. Había sobrevivido, pero no sin una intervención quirúrgica y una placa de metal en la cabeza. La mitomanía es un vicio —o una patología— que suele acompañar a muchos escritores. Es comprensible, pues su profesión consiste en mentir.

En 1921, Faulkner logra ser admitido como estudiante en la universidad de Mississippi, pese a carecer del título de secundaria. Su padre realiza el milagro, aprovechando su trabajo en la universidad. No parece que la experiencia aporte mucho al futuro escritor, que será suspendido en la asignatura de inglés. Su próximo destino será Nueva York, donde trabajará en una librería. No tarda en volver a Oxford, donde trabaja como carpintero, pintor de brocha gorda y empleado de una estafeta de correos. Incapaz de soportar la rutina de un empleo, deja correos, explicando su dimisión con una frase airada: “¡Que me condene si pienso estar a la disposición de cualquier granuja que tenga dos centavos para gastárselos en un sello!”. En 1925 está en Nueva Orleans, relacionándose con un círculo de artistas y escritores entre los que se encuentra Sherwood Anderson. Lee a Joyce, Bergson, Frazer, y publica un puñado de apuntes en prosa y varios relatos. Viaja en barco a Europa, donde pasa seis meses. Son sus únicos viajes, salvo sus estancias en Hollywood para trabajar como guionista (entre sus trabajos, cabe destacar El sueño eterno, Tener y no tener y Tierra de faraones, todas de Howard Hawks; y Gunga Din, de George Stevens) y la gira por Europa, Francia y Japón organizada por la Academia Sueca cuando le concedió el Nobel de Literatura en 1949.

Casado con Estelle Oldham, pasa el resto de su vida en Oxford, llevando una vida de ermitaño, solo perturbada por el alcoholismo. Escribe poesía de corte simbolista y por fin aparecen sus primeras novelas: La paga del soldado (1926) y Mosquitos (1927). Inicia Padre Abraham, pero la interrumpe —no se publicaría hasta 1983— para concluir Banderas sobre el polvo. El editor Horace Liveright rechaza el manuscrito, alegando que la “historia realmente no llega a ninguna parte y tiene mil cabos sueltos”. A Faulkner le afectan mucho esas palabras, pero acaba pensando que constituyen una liberación: “un día súbitamente pareció que una puerta se había cerrado de golpe, […] pero me dije: ahora puedo escribir, es ahora cuando puedo escribir”.

En los dos años siguientes publicará dos de sus grandes novelas: El ruido y la furia (1929) y Mientras agonizo (1930). Ya es un autor con un pleno dominio del arte narrativo, un estilista consumado, con una prosa densa, poética e introspectiva, un demiurgo que ha usurpado el lugar de los dioses, creando un territorio: Yoknapatawpha. Yoknapatawpha County, Mississippi, con su capital Jefferson, una ciudad con las huellas de su decadencia económica y social en las viejas fachadas de los edificios, tiene un área de 2.400 millas cuadradas y una población de 15.611 habitantes. Tierra del delta, la caza es abundante y los terrenos arenosos y cubiertos de matorrales.

El paisaje de Yoknapatawpha County incluye carreteras polvorientas, pantanos, cementerios, un ferrocarril y el gran río, que se desliza como una gigantesca lengua de agua: a veces lento y solemne; otras, ciego y furioso, anegando granjas y destruyendo puentes. Allí viven indios, esclavos, soldados, plantadores, granjeros, buhoneros, predicadores, médicos, abogados. A pesar del aroma a madreselva y el sonido de los cascos de los caballos durante las bochornosas tardes de julio, es una tierra baldía poblada de criaturas desdichadas que muchas veces desean no haber nacido.

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Mientras agonizo es quizás la novela técnicamente más perfecta de Faulkner. El ruido y la furia representa un esfuerzo mayor por averiguar los límites del lenguaje, pero carece de su precisión casi matemática. Su trama evoca las tragedias griegas. Addie, matriarca de la familia Bundren, muere al comienzo de la novela y su marido, Anse, un granjero pobre, decide cumplir la promesa que le hizo de enterrarla en Jefferson. Addie engendró cuatro hijos con Anse: Cash, Darl, Dewey Dell y Vardaman. Su quinto hijo, Jewell, es fruto de una relación adúltera con el reverendo Whitfield. Atribuye todas sus desgracias —pobreza, incomprensión, enfermedades— a su aventura extraconyugal. En un territorio donde la Biblia impregna todos los aspectos de la existencia, la conciencia de pecado está muy arraigada. Addie piensa que su dolor es el precio de la expiación y no recrimina nada a Dios, pues considera que merece todas las calamidades que se abaten sobre ella.

Jewell es un joven fuerte e independiente, que se ha comprado un caballo trabajando para un vecino hasta la extenuación. Consciente de la miseria que aflige Yoknapatawpha, mira al cielo y se pregunta que “si hay Dios, para qué diablos existe”. Darl, su hermano, es un joven inestable que apenas entiende el mundo. Cuando escucha a los demás, tiene la impresión de oír un pandemónium sin ningún sentido. Su mente roza la locura y será la causa de su perdición. Sin un motivo claro, incendiará el granero que les ofrece Gillespie para pasar la noche en su penoso viaje hacia Jefferson. Enviado a la cárcel, no percibirá su destino como una desgracia, sino como un alivio, pues vivir entre rejas le parece más tolerable que soportar el desorden del mundo. Según Cora, esposa de Vernon Trull, un próspero granjero de la zona, era el único que quería a su madre, pese a que ella prefería a Jewell. Su emotividad es un mal negocio en una tierra áspera, donde la ternura equivale a fragilidad.

Vardaman, el hijo menor de los Bundren, no es más clarividente que Darl. De hecho, confunde a su madre con el gigantesco pez que ha atrapado en el río. La realidad exterior le aturde con su perpetua eclosión de formas y colores. Apenas discrimina entre lo vivo y lo inerte, lo puramente animal y lo específicamente humano. Anse es tremendamente egoísta y primitivo. Solo le preocupa conseguir una dentadura, pues lleva muchos años sin dientes y no puede comer bien. La muerte de su mujer apenas le conmueve. Vivir y morir son actos casi indiscernibles en una región donde la violencia y la enfermedad salpican el día a día.

El doctor Peabody, que atiende a Addie en su agonía y que se escandaliza de que Cash se haya roto la pierna y su familia haya continuado el viaje a Jefferson, escayolándosela de mala manera, contempla la existencia desde una perspectiva pragmática que excluye cualquier referencia sobrenatural. Es la voz de la razón en un universo contaminado por el fanatismo religioso. No cree que la muerte sea el final o el principio, sino “una función de las mentes de quienes sufren la pérdida”. Yoknapatawpha le parece una inclemente forja que endurece las almas hasta deshumanizarlas. Las personas se parecen al paisaje: opacas, implacables, taciturnas. Le escandalice que Addie le expulse de la habitación donde agoniza. Ya ha visto esa conducta otras veces. Las mujeres del condado se aferran a sus maridos, olvidando los malos tratos y la explotación. La oscuridad que se cierne cada noche sobre el condado parece la confirmación de que se trata de un territorio maldito.

Dewey Dell es la única hija de los Bundren. Embarazada de Lafe, que le ha dado diez dólares para comprar un abortivo en una farmacia, deambula de un lado a otro como un animal herido. Se percibe a sí misma como “una semilla silvestre y mojada, caída en la tierra ciega y ardorosa”. Engendrar vida solo le parece una desgracia. Vernon Trull se resiste a aceptar que la existencia solo sea fruto del azar. Dios ha dispuesto las cosas en beneficio de los hombres, pero no somos capaces de apreciarlo. Samson, un agricultor que cede su establo a los Bundren durante la primera noche de su viaje, opina que carece de sentido quejarse. Hay que aceptar las cosas como vienen. El estoicismo es la única respuesta digna a la adversidad.

El monólogo de Addie Bundren desprende una desolación infinita. Addie, ya difunta, se pregunta si la finalidad de la vida no es prepararse para estar muerto mucho tiempo. Piensa que cada individuo es una cabeza de alfiler en un despeñadero insondable. Maldice a su padre por haberla engendrado. Para ella, el mundo es un torbellino que te sacude con violencia para arrebatarte todas las ilusiones. No hay nada a lo que agarrarse. Ninguna certeza. Ninguna verdad. Las palabras no sirven de nada. Son imprecisas o mienten. Ni siquiera son capaces de ajustarse a lo que pretenden decir.

Amor es la palabra más falaz. Promete la felicidad, pero siempre desemboca en una soledad violada. Se pide a las mujeres que renuncien a todo para garantizar la continuidad de la vida, “esa corriente roja y amarga que corre por los campos”, pero lo cierto es que la vida solo es una larga preparación para el bien morir. Addie se pregunta qué es el pecado y si es posible la salvación, y no encuentra respuestas, solo palabras que añaden más confusión. Todo es absurdo. El mundo se parece a ese río que ahoga a las dos mulas que transportaban el féretro de Addie. Es un lugar sucio, turbio, oscuro, estrepitoso.

Publicada trece años antes que La náusea de Sartre, Mientras agonizo es una novela existencialista. Su pesimismo afecta a todos los aspectos de la realidad. Metafísicamente, no podemos esperar nada, pues la vida solo es un desgraciado accidente, una anomalía cósmica. Epistemológicamente, no podemos albergar ninguna expectativa de conocimiento, pues las palabras, principal fuente del saber, son inexactas, torpes y falaces. Éticamente, nunca sabremos qué es el bien y el mal, quizás dos conceptos inútiles en un mundo donde lo único que importa es sobrevivir. Teológicamente, no cabe aguardar nada de Dios, una ser terrible o una simple fantasía. Lo único sólido, cierto e incontestable es la náusea que nos produce contemplar la realidad, una trama carente de significado, un tumor que crece desordenadamente, una juego inútil, casi una obscenidad, que alumbra y disipa formas efímeras.

Faulkner bebe en las páginas más sombrías de Shakespeare, donde el ser humano solo es un pelele en manos del azar o una vasija muy frágil siempre a punto de romperse. También se abastece de las páginas del Antiguo Testamento, con sus historias de incestos, maldiciones y catástrofes naturales. El tratamiento que Faulkner hace de los elementos —el agua, la tierra, el cielo, el fuego— posee el aliento de lo primordial, de lo que acaba de salir de la oscuridad, reclamando un nombre. El estilo —lírico, elusivo, expresionista— desprende ese adanismo donde las palabras parecen expresar la esencia de las cosas y no limitarse a designarlas.

Mientras agonizo es un prodigio arquitectónico. La historia avanza con eficacia, añadiendo calamidades al trágico peregrinaje de los Bundren: inundaciones, escasez, un incendio, la putrefacción del cadáver, la pierna gangrenada de Cash, que ha construido el ataúd y que ahora parece el próximo difunto. Addie es enterrada en Jefferson, pero el fin del viaje no constituye una catarsis. De hecho, la familia Bundren no parece una comitiva de vivos, sino de muertos que flotan en el cieno, como ramas en proceso de descomposición. Su obstinación no nace de la piedad, sino del orgullo. Yoknapatawpha es una elegía por una constelación de muertos vivientes. Maestro de la introspección, Faulkner consigue que los monólogos de sus personajes parezcan parlamentos de difuntos que evocan su vida desde el más allá, preguntándose si la muerte no es más real que el leve y breve paso por la tierra.

Después de Mientras agonizo, Faulkner publicó Santuario (1931), Luz de agosto (1932), ¡Absalón, Absalón! (1936), Las palmeras salvajes (1939), El villorrio (1940), Desciende, Moisés (1942), Intruso en el polvo (1948). Solo son los títulos más notables de una fructífera producción narrativa que incluyó indistintamente cuentos, ensayos y novelas. La muerte sorprendió a Faulkner el 6 de julio de 1962. Un infarto de miocardio acabó con una vida mermada por la adicción al alcohol. Faulkner abrió un camino por el que han transitado García Márquez, Vargas Llosa, Onetti, Juan Benet, Javier Marías y otros muchos. William Styron habló en el funeral de Faulkner, afirmando que su muerte “nos disminuía”. No se equivocaba, pero nos dejó sus libros, que no son una tierra baldía, sino una explosión de vida, creatividad y pasión. Como escribió Jorge Luis Borges, “nos tocan físicamente, como la cercanía del mar o de la mañana”.

lunes, 16 de agosto de 2021

"Juan Carlos Onetti: la fatalidad de vivir" por Rafael Narbona



“Es cierto que no sé escribir –afirma Eladio Linacero en El pozo (1939), la primera novela de Juan Carlos Onetti-, pero escribo de mí mismo”. Nacido en Montevideo el 1 de julio de 1909, Onetti no poseía un ego superlativo. Lejos de cualquier forma de neorromanticismo, nunca concibió su literatura como una epopeya del yo, pero siempre fue dolorosamente consciente del aislamiento que afecta a todos los seres humanos, abocándoles a vivir en la claustrofóbica crisálida de la subjetividad. No hay grandes acontecimientos en su biografía, salvo tres meses de confinamiento en un hospital psiquiátrico por orden del dictador Juan María Bordaberry, irritado por la concesión del Premio Anual de Narrativa -organizado por el semanario Marcha- a Nelson Marra por su cuento “El guardaespaldas”. Onetti formaba parte del jurado y sufrió la represión que se abatió sobre el relato y el semanario, acusados de vilipendiar a las Fuerzas Armadas. Onetti recuperó la libertad gracias a las gestiones de Félix Grande, por entonces director de Cuadernos Hispanoamericanos, y Juan Ignacio Tena Ybarra, director del Instituto de Cultura Hispánica. Marra no tuvo tanta suerte y pasó cinco años encarcelado. Después de su liberación, Onetti decidió exiliarse en Madrid, donde pasaría el resto de sus días. El 30 de mayo de 1994 murió a causa de problemas hepáticos. Concluye de esa forma una existencia con escaso relieve biográfico, pero con mucha densidad vital. Cuando le recriminaron haber creado un orbe literario desconectado de la realidad, sin otro contenido que sus obsesiones y manías, Onetti contestó que la realidad no era un hecho objetivo, sino una vivencia personal. Sus libros tal vez estaban desconectados de la realidad de los demás, pero eran extremadamente coherentes con la realidad de su autor.

Para Onetti, la literatura no es un espejo ni una fotografía, sino un proceso de selección y deformación. El territorio de la literatura es lo irreal. Lo irreal no es lo fantástico, que mezcla lo posible y lo imposible, sino la ensoñación de una mente creadora que divaga, reflexiona, combina y omite. El escritor siempre debe silenciar algunas cuestiones, optando por lo fragmentario e incompleto. No por pudor, sino porque sabe que la fidelidad estricta al dato distorsiona el significado de las cosas. “Hay varias maneras de mentir –puntualiza Linacero en El pozo-, pero la más repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos”. Onetti siempre buscó “el alma de los hechos”, ensayando distintas técnicas que le permitían trascender la perspectiva realista. Descartó la fórmula del realismo mágico, que le parecía un ardid pueril, prefiriendo sostener sus ficciones mediante un punto de vista indirecto. Sus tramas nunca descansan en un narrador omnisciente. El narrador a veces es un testigo secundario. Su visión nunca es exacta ni fiable. Elude o desconoce datos básicos. Se limita a recoger chismes o relatos de tercera mano. Es lo que sucede en Los adioses (1954), donde el narrador es un almacenero que escucha detrás de un mostrador. En otras ocasiones, el narrador es un personaje impreciso, un ojo sin identificar que vaga por el texto, incapaz de superar su perplejidad. En Para una tumba sin nombre (1959), el doctor Díaz-Grey confiesa: “Esto era todo lo que tenía […]. Es decir, nada; una confusión sin esperanza, un relato sin final posible, de sentido dudoso, desmentido por los mismos elementos de que yo disponía para formarlo”. Atar todos los cabos y completar el puzle no es la alternativa: “Ignoraba el significado de lo que había visto –aclara Díaz-Grey-, me era repugnante la idea de averiguar y cerciorarme”. Onetti no persigue la verdad. Simplemente, la rechaza, considerando que siempre es fruto de un malentendido. Mentir es más ético que presumir de certezas.

Frente a la frustración que produce lo real, sólo cabe apelar a la imaginación. Para Onetti, la literatura es ensueño, ilusión, delirio. Soñar con los ojos abiertos nos permite escapar de los fracasos y sinsabores de nuestro miserable existir. El escritor es la memoria de los sueños. Su misión es preservar las ilusiones, afianzando su carga de nostalgia y dulzura. Santa María, la ciudad imaginaria inventada por Onetti, nace –según reconoció su creador- de la “nostalgia de Montevideo”, pero también de la necesidad de desbordar la realidad con un lugar donde la imaginación no está estrangulada por ningún límite. Santa María no se parece a Macondo, pues respeta las leyes de la física y no se desvía de las exigencias de verosimilitud histórica, geográfica y social. Es una ciudad típica e inequívocamente rioplatense, pero es un espacio independiente, el cosmos privado de Onetti, como lo era laYoknapatawpha de Faulkner. Una contrautopía habitada por la soledad y el desarraigo. No hay salvación ni esperanza para nuestra especie, maldecida por esa anomalía biológica que llamamos conciencia. No obstante, la literatura nos permite un paradójico acto de soberanía: crear universos imaginarios, pero sin ignorar que se trata de un gesto inútil. El pesimismo de Onetti es devastador. Nada puede aplacar el desamparo cósmico del hombre. Ni siquiera es posible el amor, pues el otro siempre es un desconocido, un ser impenetrable. Siempre nos queda la tentación de celebrar nuestra lucidez, pero esa clarividencia es frágil y engañosa. En realidad, no sabemos nada, salvo que respiramos, enfermamos, soñamos, gesticulamos y morimos.


Onetti nunca escribió sobre su infancia. Siempre desconfió de los libros que intentan reconstruir “un período de la vida tan profundamente personal, tan íntimo, tan mentiroso en el recuerdo”. De hecho, habló poco de su niñez. Se limitó a contarnos que fue “un niño conversador, lector, y organizador de guerrillas a pedradas entre mi barrio y otros. Recuerdo que mis padres estaban enamorados. Él era un caballero y ella una dama esclavista del sur de Brasil. Y lo demás es secreto. Se trata de un santuario sagrado”. En su opinión, los escritores que intentan recrear el mundo interior de los niños incurren siempre en “un exceso de perspectiva”. Onetti nos ha escatimado la confesión autobiográfica, pero nos ha contado lo esencial en sus libros. Sabemos que se ha sentido derrotado por la realidad, que no habría soportado la vida sin la literatura y el alcohol, que odiaba la exposición al público. Como explicó una vez a Vargas Llosa, no sin cierta malicia, su relación con la literatura no se parecía al vínculo tranquilo y ordenado que se mantiene con una esposa, sino al apego turbulento que se experimenta con una amante. El Nobel peruano siempre ha observado una rigurosa disciplina, respetando los horarios que se imponía para sacar adelante sus libros. En cambio, Onetti escribía cuando le apetecía, dejándose llevar por sus arrebatos. Nunca utilizó máquina de escribir. Prefería escribir a mano, recostado sobre una cama. A pesar de sus años como periodista, no era un autor de pluma ligera y fácil, sino un creador lento y meditabundo que maduraba concienzudamente sus ideas antes de trasladarlas al papel. Fumador obstinado y amante del vino tinto y, en sus últimos años, el güisqui, nunca ocultó sus vicios, ni su carácter retorcido: “El escritor es un ser perverso. Yo soy perverso. Tomo porque me gusta; fumo porque me gusta. El alcohol me ayuda a escribir. Todavía no he escrito borracho como Faulkner, mi maestro. Éste es mi maestro en lo literario, no en lo alcohólico. Hubo un tiempo en que tomaba pastillas, recetadas por un médico, para escribir. Ahora escribo en pelo, como dicen los gauchos que montan a caballo; o, si quiere, a capella”.Onetti no cambió desde sus inicios. Siempre fue el mismo hombre insatisfecho y rabioso. Al final de El pozo, confiesa: “Yo soy un hombre solitario que fuma en un sitio cualquiera de la ciudad; la noche me rodea, se cumple como un rito, gradualmente, y yo nada tengo que ver con ella”. Onetti es Aránzuru (Tierra de nadie), Ossorio (Para esta noche), Brausen (La vida breve), Larsen (El astillero).En todos los casos, un testigo que contempla la vida desde lejos, intentando no involucrarse en sus conflictos y evitando tomar partido. Sabe que existir es una fatalidad, un callejón sin salida que se estrecha día a día, una catástrofe que –pese a todo- merece ser contada, quizás porque así resulta menos penosa. Onetti no plantea reformas, alternativas o consuelos. Entiende que el papel de la literatura se circunscribe a narrar. Escribir no es un hecho moral, ni un acto político. El estilo es el rasgo diferencial de lo literario. El estilo es lo que permite crear atmósferas, personajes, simetrías, contrastes, historias. Onetti no pretende entretener ni seducir al lector. Sus frases son lentas y sinuosas, como un río de caudal generoso. No le interesa provocar avalanchas, sino abrir las entrañas de lo real, escarbando morosamente en el idioma. Se puede comparar su forma de escribir con un réquiem que celebra las exequias del género humano, irreversiblemente condenado desde el instante fatal en que despuntó la conciencia. Onetti impugna el mito del paraíso desde El pozo, donde la mirada retrospectiva sólo recoge fracasos y ultrajes. El erotismo esboza el espejismo de un territorio feliz, con la conciencia anonadada por el placer, pero esa posibilidad se desvanece enseguida, mostrando que la incomunicación es un muro infranqueable, incluso cuando hay deseo y reciprocidad. Aunque se cree que Onetti no había leído a Sartre en esas fechas, se aprecian notables coincidencias. Para Linacero, el infierno son los demás. Los europeos a veces se defienden de esa dolorosa percepción invocando la tradición. Un rioplatense no tiene ese recurso, pues su historia es demasiado exigua, casi inexistente: “Detrás de nosotros no hay nada. Un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos”.

La vida breve, El astillero y Juntacadáveres componen la trilogía de Santa María. No son las únicas novelas ubicadas en ese escenario, pero en las tres el mito de un mundo perdido en la banalidad y el tedio desempeña un papel esencial. Publicada en 1950, La vida breve es la piedra fundacional de Santa María. Su protagonista, Juan María Brausen, un publicista sin empleo y atado a una esposa enferma a la que no ama, libera su mente urdiendo un guión cinematográfico con personajes que encarnan sus distintas personalidades. Escindido hasta bordear la locura, no logra construir esa “vida breve” donde no hay tiempo suficiente para arrepentirse, envejecer o comprometerse. Sin embargo, su fracaso le proporciona una victoria inesperada: conquistar la soledad, disfrutar de la suprema libertad del que no necesita a nadie. El astillero (1961) también es la historia de un fracaso. Larsen, otro hombre solitario, acepta la gerencia de una ruinosa e irrecuperable constructora de barcos para huir del “espanto de la lucidez”. Sabe que su trabajo es una farsa, pero es su única tabla de salvación. “Fuera de la farsa que había aceptado literalmente como un empleo, no había más que el invierno, la vejez, el no tener dónde ir, la misma posibilidad de la muerte”. Larsen vuelve a fracasar en Juntacadáveres (1964). El burdel que abre en Santa María despierta una oposición que rebasa sus peores expectativas. De nuevo, consume sus energías en un esfuerzo inútil, pero más allá de ese despilfarro sólo se extiende la decrepitud. Onetti no desperdicia la oportunidad de airear de nuevo su pesimismo. Los habitantes de Santa María no son personas, sino “una determinada intensidad de existencia que ocupa, se envasa en la forma de su particular manía, su particular idiotez”.

¿No hay ni una hebra de esperanza en Onetti? Quizás en el mito de la muchacha que salpica sus primeras ficciones. En El pozo, Eladio Linacero ensalza la figura de la mujer joven, que sucumbe a los veinte o veinticinco años. Después, “terminan siendo todas iguales, con un sentido práctico hediondo, con sus necesidades materiales y un deseo ciego y oscuro de parir un hijo”. La mujer joven encarna la rebeldía contra la vejez, las reglas sociales, las exigencias de la vida cotidiana. Es una especie de Prometeo, pero la realidad acaba derrotándola. Ahora que se cumplen veinticinco años de la muerte de Juan Carlos Onetti, ¿cómo debemos recordarle? De todas las fotografías que se conservan, siento un especial aprecio por una imagen de su vejez, donde aparece en la cama, apuntando al fotógrafo con una pistola. Su intención es muy clara: el mundo puede irse al carajo y, con él, todos nosotros. No le interesan nuestros halagos. Por fin ha encontrado el paraíso: una cama, un güisqui y algo de literatura. El resto es putrefacción, mediocridad y rutina.

jueves, 22 de julio de 2021

"La reducción de Mairena" por Carlo Frabetti



Cada día, señores, la literatura es más escrita y menos hablada. La consecuencia es que cada día se escriba peor, en una prosa fría, sin gracia, aunque no exenta de corrección, y que la oratoria sea un refrito de la palabra escrita, donde antes se había enterrado la palabra hablada.

Antonio Machado, Juan de Mairena

En el primer capítulo de Juan de Mairena, el profesor apócrifo creado a su imagen y semejanza por Antonio Machado le pide a un alumno que ponga en lenguaje poético la siguiente frase: «Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa». El alumno escribe en la pizarra: «Lo que pasa en la calle», y Mairena comenta: «No está mal».

Toda una declaración de principios: para Machado, precisión y síntesis son condiciones necesarias de la poesía y, en general, de la literatura toda (condiciones necesarias, aunque no suficientes: de ahí el comedido «No está mal»). Una declaración de principios de la que se podría derivar una técnica de eliminación de paja superflua y desenmascaramiento de charlatanes literarios.

Tomemos, por ejemplo, el siguiente párrafo:


El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte posterior del cuello. Las pardas manchas del benigno cáncer de la piel que el sol produce con sus reflejos en el mar tropical estaban en sus mejillas. Esas pecas corrían por los lados de su cara hasta bastante abajo y sus manos mostraban las profundas cicatrices que causa la manipulación de las cuerdas cuando sujetan los grandes peces. Pero ninguna de estas cicatrices era reciente. Eran tan viejas como las erosiones de un árido desierto.

Apliquémosle la reducción de Mairena:


Un viejo pescador flaco, arrugado y pecoso con antiguas cicatrices en las manos.

¿Qué se ha perdido con la reducción? No mucho. Que las pecas corran por los lados de la cara hasta bastante abajo y que las antiguas cicatrices sean tan viejas como las erosiones del árido desierto no añade gran cosa a la descripción, ni en el orden literario ni en el informativo, como no sea advertirnos de que el autor se dispone a atacar nuestras zonas más desprotegidas y menos exigentes.

El tópico de que los escritores siempre escriben sobre sí mismos se queda corto. Aunque no siempre sea consciente de ello, el escritor escribe sobre el sí-mismo que tiene en primer término en el momento de escribir, que es el sí-mismo que está escribiendo. Escribir es entrar en un bucle autorreferencial que se retroalimenta sin fin, invocar —o conjurar— a un ouroboros insaciable. Aunque el escritor hable de algo tan aparentemente lejano como su infancia, no habla del niño que fue, sino del que sigue vivo en él en el momento de hablar de su infancia. Y cuando habla del heroico fracaso de un pescador acabado, habla de su propio fracaso, de su propio acabamiento como escritor.

Quien se haya dado cuenta de que me refiero a El viejo y el mar pensará que tengo una idea un tanto peregrina del fracaso, puesto que con esta novela corta ganó Hemingway el Pulitzer en 1953, se convirtió en un superventas a nivel internacional y allanó el camino al Nobel, que le concedieron en 1954. Y sin embargo fue su autoderrota como narrador: renunció al estilo sobrio y contundente de Fiesta y Adiós a las armas para elaborar —como quien, agotados sus recursos, echa mano de una receta facilona y ajena— un producto comercial y sentimentaloide en las antípodas de su obra anterior y de sus ideas sobre literatura. Paradójicamente, su suicidio literario, anticipo del suicidio físico, fue su mayor éxito, como le ocurrió a Saint-Exupéry con El principito.

Consideremos este párrafo:

Mi vida es muy monótona. Yo me dedico a cazar gallinas y los hombres me cazan a mí. Todas las gallinas son muy parecidas y todos los hombres se parecen entre sí; de modo que, como puedes ver, me aburro continuamente. Pero si tú me domesticas mi vida se llenará de sol y conoceré el rumor de unos pasos diferentes a los de otros hombres, que hacen que me esconda bajo la tierra; sin embargo, los tuyos me llamarán fuera de la madriguera como una música. Además, ¡mira! ¿Ves allá abajo los campos de trigo? Yo no como pan y por lo tanto el trigo no significa nada para mí. Los trigales no me recuerdan nada y eso me pone triste. Sin embargo, tú tienes el cabello dorado como el trigo y, cuando me hayas domesticado, será maravilloso ver los trigales: te recordaré y amaré el canto del viento sobre el trigo.

Apliquemos la reducción de Mairena:

Un zorro aburrido confunde el afecto con la sumisión y quiere que un niño rubio lo domestique.

Con la reducción se han perdido algunas variantes zorrunas de las metáforas más manidas de la mal llamada literatura romántica (que, dicho sea de paso, convendría mantener fuera del alcance de los niños), como «tú eres el sol que ilumina mi vida» o «tu cabello dorado es como el trigo mecido por el viento». No parece una pérdida irreparable.

Tal vez no sea casual que dos de los mayores éxitos comerciales de la narrativa del siglo pasado hayan sido los emotivos testamentos literarios de dos grandes escritores-aventureros que se suicidarían poco después de publicarlos. Diríase que una agonía edulcorada es un alimento mental idóneo para un público que apetece la catarsis de la tragedia, pero necesita que le doren la píldora para poder tragársela. La frontera entre la sensibilidad y la sensiblería, entre lo cursi y lo sublime, es movediza e incierta, y parece ser que cuando un gran escritor se instala —o se pierde— en ella su número de lectores crece vertiginosamente. Los dos casos citados no son únicos.

Acerquémonos ahora, con permiso de Machado, a un poeta al que quería y admiraba:

Yo me quedo extasiado en el crepúsculo. Platero, granas de ocaso sus ojos negros, se va, manso, a un charco de aguas de carmín, de rosa, de violeta; hunde suavemente su boca en los espejos, que parece que se hacen líquidos al tocarlos él; y hay por su enorme garganta como un pasar profuso de umbrías aguas de sangre.

Apliquemos una última vez (por ahora) la reducción de Mairena:

Mi burro bebe mientras contemplo la puesta de sol.

El espejo líquido de aguas multicolores y la profusión de aguas umbrías poco añade a la gloria de uno de los grandes poetas de la lengua castellana, que cometió el perdonable error de escribir un libro «para niños» sin estar preparado para tan difícil cometido.

Puedo imaginar un par de objeciones (seguro que hay más) por parte de mis amables lectoras/es. La primera, difícil de rebatir, es que la reducción de Mairena es, valga la perogrullada, muy reduccionista. Tan difícil de rebatir que no voy a intentarlo siquiera. Lo admito, la reducción no demuestra nada, solo nos da una pista, nos invita a separar por un momento, y en la escasa medida en que ello es posible, el plano denotativo del connotativo, el fondo de la forma; pero creo que el ejercicio puede ser revelador. O no.

La segunda objeción (doble) es más bien un comentario malévolo (o dos), pero seguramente merecido. Si le aplicamos a este mismo texto la reducción de Mairena, ¿qué queda? Y, por otra parte, si el escritor escribe sobre el sí-mismo que está escribiendo, ¿no será este artículo una denuncia inconsciente de mi propia charlatanería?

Podría contestar a esto último que el «efecto ouroboros» es característico de los textos literarios; si se puede escribir el manual de instrucciones de una lavadora sin hablar de uno mismo, también un artículo. Pero, si he de ser sincero, en este caso no lo tengo del todo claro.

lunes, 19 de julio de 2021

"El mito de la pareja: el antifaz de Romeo y la venda de Cupido" por Carlo Frabetti


Tengo miedo a perder la maravilla
de tus ojos de estatua y el acento
que de noche me pone en la mejilla
la solitaria rosa de tu aliento.


Federico García Lorca, «Soneto de la dulce queja».


El amor es el mito nuclear de nuestra cultura, y en la medida en que los mitos son relatos, el mito del amor es el relato del emparejamiento.

Los cuentos maravillosos tradicionales culminan casi siempre con la boda de los protagonistas masculino y femenino (la función 31 de Propp), y las comedias románticas al uso, así como casi todas las películas anteriores a los años setenta del siglo pasado y muchas de las posteriores, responden a la consabida fórmula «chico encuentra chica». Independientemente de su edad, los protagonistas son, en la terminología popular, «el chico» y «la chica»; no un hombre y una mujer, como en la paradigmática cinta de Claude Lelouch que intentaba actualizar —con el viejo truco de la falsa desmitificación— una fórmula que empezaba a mostrar signos de agotamiento (Un homme et une femme, 1966), sino «el» y «la», para subrayar su supuesta singularidad —y su función arquetípica—, y «chico» y «chica», porque antes del emparejamiento todo es proyecto, incompletitud, adolescencia; una adolescencia que para los antiguos romanos duraba hasta los veinticinco años y que en la actualidad puede prolongarse hasta más allá de los cuarenta.

Y los relatos de emparejamiento convencionales suelen expresar, de forma más o menos explícita, el mito del «alma gemela».

Tanto en la tradición grecolatina como en la judeocristiana, las dos corrientes principales de las muchas que alimentan —y contaminan— nuestra cultura, el mito del alma gemela ocupa un lugar destacado en los relatos amorosos, e incluso en los discursos filosóficos y morales.

En su diálogo El banquete, Platón pone en boca de Aristófanes una versión crudamente carnal del mito, según la cual los humanos tenían, en origen, cuatro brazos, cuatro piernas y una cabeza con dos rostros. Había tres géneros: hombres, mujeres y andróginos, y cada individuo tenía dos dotaciones de genitales, masculinos en el primer caso, femeninos en el segundo y uno de cada en el caso de los andróginos. Los hombres eran hijos del Sol, las mujeres eran hijas de la Tierra y los andróginos eran hijos de la Luna, que a su vez era hija del Sol y la Tierra. Los humanos originarios se rebelaron contra el Olimpo, y como los dioses no querían aniquilarlos para no prescindir de sus ofrendas, Zeus tuvo la brillante idea de partirlos por la mitad: de este modo, a la vez que castigaba su rebeldía, duplicaba el número de individuos que veneraban a los dioses. Apolo se apiadó de los humanos demediados y remendó sus mitades desgarradas, y el ombligo, la puntada final, es el testimonio de la labor reparadora del dios de la sanación. Pero los humanos no acababan de adaptarse a su nueva naturaleza, y cada cual añoraba a la otra mitad de su forma originaria. Y si ambas mitades se encontraban, se apoderaba de ellas el incontenible deseo de unirse de nuevo, y esa pasión fusionadora es lo que llamamos amor.

De hecho, el ombligo es el costurón que nos recuerda que nuestro cuerpo estuvo unido a otro del que fue separado bruscamente, mediante un tajo menos violento que los rayos de Zeus, pero igual de inapelable. E inconscientemente buscamos regresar al estado edénico en el que éramos parte de otro ser, antes de la irreductible soledad de la vida posnatal. El amor es nostalgia, dice un irónico adagio alemán.

Según una antigua tradición judía recogida en el Talmud, cuarenta días antes del nacimiento de un varón una voz celestial susurra en la mente de sus progenitores el nombre de la niña destinada a convertirse en su esposa. El término idish bashert (destino), referido a los cónyuges o los enamorados, expresa la idea bíblica de que los emparejamientos se llevan a cabo en el cielo, por lo que las almas incompletas de hombres y mujeres buscan ansiosamente a su pareja predestinada para alcanzar la plenitud.

Y ambas tradiciones, la grecolatina y la judeocristiana, confluyen en el neoplatonismo, y el mito androcéntrico de la esposa predestinada se prolonga y sublima en la idea renacentista de la amada angélica —la donna angelicata— cuya belleza inefable es un reflejo de la divinidad.

El antifaz de Romeo

Romeo y Julieta son muy jóvenes, casi adolescentes, y se conocen en el bullicio de una fiesta multitudinaria en la que él se cuela ocultando su rostro tras un antifaz. En el más famoso de los episodios «chico encuentra chica», en el paradigma universal de los relatos de emparejamiento, se concitan todos los obstáculos imaginables: la juventud e inexperiencia de los protagonistas, la enemistad de sus familias, la fugacidad del primer contacto y, por si esto fuera poco, la máscara que se interpone entre sus rostros, metáfora de la venda que cubre los ojos de Cupido. Shakespeare viene a decir, en plena sintonía con el mito del alma gemela, que el amor no necesita más argumentos que una mirada ni admite más normas que las de su propia realización. Ama y haz lo que quieras, dijo el neoplatónico Agustín de Hipona. Amor ch’a nullo amato amar perdona, sentenció el neoplatónico Dante Alighieri.

No es casual que La excelentísima y tristísima tragedia de Romeo y Julieta, como reza el título completo, se desarrolle en la Italia renacentista, heredera directa, en lo poético y en lo filosófico, del dolce stil nuovo y su idealización de la amada, que, en última instancia, es la sacralización del amor cortés y la cosificación definitiva de la mujer, a la que se pone en un pedestal para convertirla en una estatua. Y tampoco es casual que la obra termine con la muerte de los protagonistas, como es habitual en los mitos clásicos, pues, por una parte, la muerte «completa» el relato mítico, lo blinda al clausurarlo de forma definitiva, y así lo vuelve inmortal. Y, por otra parte, la unión de dos almas gemelas es inenarrable, en el más literal sentido del término, porque no hay nada que narrar: es una fusión instantánea y extática, una culminación sin proceso, un desenlace sin nudo ni desarrollo significativo. Romeo y Julieta mueren para que no nos demos cuenta de que ya no tienen nada que decir. Por eso los cuentos tradicionales suelen terminar con un expeditivo «y fueron felices comiendo perdices». Por eso las comedias románticas —y la mayoría de las películas anteriores a los años setenta— terminan con un beso que parece un punto y seguido, pero en realidad es un punto final, cuando debería ser un punto de partida.

Dicho sea de paso, el beso/punto final de una historia que concluye sin haber empezado tiene su más extrema y conocida expresión en los cuentos «Blancanieves» y «La bella durmiente», cuyos descerebrados príncipes azules se enamoran de sendas estatuas yacentes: mujeres profundamente dormidas, casi muertas, con las ventanas del alma cerradas de par en par y, por ende, sin identidad manifiesta.

La venda de Cupido

Cabría pensar ingenuamente que nuestro actual concepto de pareja ha dejado atrás el mito del alma gemela; que, del mismo modo que podemos disfrutar de un relato fantástico sin creer en dragones ni unicornios, podemos emocionarnos con un musical de Hollywood sin creer en el flechazo ni en la media naranja; pero, si lo primero no es del todo cierto, lo segundo lo es todavía menos. El pensamiento mágico está lejos de haber sido superado en nuestra cultura supuestamente racionalista, y la creencia de que se puede compartir la vida —no algunas cosas, o incluso muchas, sino la vida toda como proyecto global— con otra persona, y que esa persona es única e insustituible, sigue siendo la mayor mentira piadosa con la que intentamos engañar a nuestra irreductible soledad.

La función de la venda no es cegar a Cupido, sino impedirnos ver sus ojos de estatua.

"Instrucciones para escribir un cuento" por Carlos Mayoral

Desde que llegó a la bandeja el correo con la fecha límite de entrega para este artículo, se despertó en mí, puesto que la temática argentina invita a ello, la necesidad de plantear una suerte de cuento que glosara los encantos de, como dijo Sabina, el culo más bonito del mundo. Pero, como quiera que yo me afano y me desvelo por parecer que tengo de cuentista la gracia que no quiso darme el cielo, la necesidad que entonces volvió a despertarse aquí adentro fue la de plantear un cuento que explicase cómo escribir un cuento. No es tarea fácil, amigo lector, porque a este lado del Atlántico nunca se ha llevado este modelo narrativo, pero me lo ponía mucho más fácil la temática general de la revista: ¿qué es Argentina sino eso, un manual de instrucciones para escribir un cuento? Así que de este modo se lanza a la aventura el artículo, con las ínfulas inevitables de quien intenta rozar con los dedos esa narrativa hispanoamericana que convirtió las cinco mil palabras en un género a la altura del más prestigioso.


Borges y Cortázar

Lo primero que hago —no por evidente deja de ser necesario— es dirigir el timón hacia Jorge Luis Borges. Si la cordillera de la literatura hispánica tiene cuatro o cinco cimas inalcanzables, Borges es una de ellas. En uno de los famosos diálogos con Osvaldo Ferrari, el maestro explica cómo se desarrollaba sobre sus cuartillas la vida eterna a la que se ven condenados todos sus cuentos. No parece cosa fácil. Principalmente porque, para Borges, el primer paso que ha de dar toda narración es un milagro: el inicio y el final son una revelación divina. Es decir, según Borges, el punto de partida y la meta no son escritos por él, no son ideados por él, sino que le vienen dados por una suerte de confesión celestial. Después quedan por resolver dos variables mucho más pedestres: primero, si utilizará la primera o la tercera persona; por último, la época en que se desarrollará la trama. Y con esa receta, corta pero imposible, el autor argentino (o suizo, qué más da) tejió, probablemente, los mejores cuentos que se han escrito nunca en castellano.

No parece viable que en las instrucciones para escribir cualquier cosa se incluya un milagro, salvo que te llames Borges, así que dejo atrás a un santo para vestir entes más humanos. Convendrá usted, lector, conmigo en que Cortázar es un espíritu más terrenal, más cercano. Para él, la novela es al cine lo que el cuento es a la fotografía. Esto es, que del mismo modo que con una ficción de quinientas páginas o con un largometraje de hora y media el clímax se alcanza tras una sucesión de pequeñas partes de un todo; en un cuento o en una foto ese orgasmo está ahí, condensado, como un boxeador que desde el primer golpe busca el knock-out. Con esa premisa clara, añade Cortázar, lo imprescindible es que haya una alteración de la normalidad. Es decir, que surja un movimiento que altere el régimen de la rutina, y que este suceso fantástico se inserte en las reglas cotidianas de las que nunca debió salir. No hay otro secreto para un buen cuento que buscar esa fantasía.


Quiroga, Storni, Lugones

Salgo de Cortázar para entrar en Horacio Quiroga. El escalofrío inicial que me sobreviene, como siempre que me fijo en este genio, se produce al echar un vistazo a su tenebrosa biografía: su padre, su padrastro, su mujer, sus dos mejores amigos —a los que más tarde me acercaré— y él mismo eligieron la puerta del suicidio para abandonar este mundo. No es tampoco cosa baladí. Por todos es sabido que la biografía y la obra se tocan en un punto, así que me agarro a la silla mientras escribo estas líneas. No obstante, le pierdo el miedo a Horacio cuando me topo con su decálogo para el buen cuentista. Le ahorraré a usted ocho de los diez preceptos, ya que solo con dos todo se despeja. El primer consejo, dice Quiroga, es que debe buscar el cuentista un maestro, y creer en él como en Dios mismo. Sugiere Horacio cuatro tutores, cuatro deidades por las que dejarse guiar a pies juntillas: Poe, Maupassant, Kipling y Chéjov. Faros que alumbran el paso de la literatura universal. El segundo consejo es mucho más claro: no escriba usted bajo el imperio de la emoción.

Así que me despojo de dicha emoción para acudir a los dos amigos a los que me referí renglones atrás, esos que, como Horacio, no soportaron el peso de la vida y acabaron despeñándose por el abismo del suicidio. La primera de ellos es Alfonsina Storni, mujer decimonónica pese a no haber pisado prácticamente el siglo, que cultivó el cuento de manera minoritaria, aunque sea un elemento esencial para comprender su estallido como escritora. Resulta que, allá por los primeros años de la década de los veinte, Alfonsina quiso dedicarse a esto de la escritura publicando algunos relatos cortos en la revista Mundo Argentino, con pseudónimo y otras precauciones, pese a las cuales fue descubierta por los gerentes de la empresa para la que trabajaba, que no dudó en despedirla. Hoy Alfonsina es un mito, pero para llegar a eso tuvo que ser ninguneada y pisoteada antes de que sus cuentos se enderezasen. Esta actitud sirve para dejarnos una muesca más en el revólver de nuestro listado: sé valiente.

El otro de los dos amigos suicidas es Leopoldo Lugones, que como cuentista tiene en su haber un mérito excepcional: fue el impulsor de los microcuentos, fenómenos que hoy, en la época de las redes sociales y del tiro corto, juegan un papel fundamental en la narrativa imperante. Y precisamente en ese arte de innovar se halla el consejo para cuentistas que nos deja Lugones: él pasa por ser un innovador de primer orden. Se anticipa al modernismo, es el creador de la literatura de ciencia ficción en el país, introdujo la ciencia a la manera positivista en la novela y, tras ingerir cianuro por desamor, su muerte es hoy celebrada como el Día del Escritor en Argentina. Pero principalmente queda en el regazo de este texto la invención del microrrelato, que nos recuerda que, si quieres destacar en el mundo del cuento, has de salir por la tangente. Descubrir, reformar, concebir. No pise lugares comunes. Invente.


Bioy, Pizarnik y Piglia

La vocación. Sostiene Bioy Casares que a él le hubiera gustado ser boxeador, pero que, inexplicablemente, cada vez que algo le conmovía construía un relato. Esa vocación le llevó a escribir un cuento para una prima a la que amaba, y otros tantos para amigos a los que pretendía impresionar. Esta emoción natural puesta en el contexto del tiempo y de la experiencia construye una mente procesadora de relatos, donde el cerebro discrimina qué hay en la vida cotidiana por lo que merezca exclamar: aquí hay un cuento. Por tanto, no sé si puede pasar por instrucción, pero Casares nos sugiere que, si usted, amigo lector, siente esa vocación, anímese a despertarla.

Estas instrucciones empiezan a difuminarse el 16 de octubre de 1968. Alejandra Pizarnik estaba garabateando una carta en su escritorio de Buenos Aires. Pese a que su pareja, una fotógrafa argentina, le proporcionaba algo de paz, la reciente muerte de su padre y la adicción a las pastillas la acercaban cada vez más al precipicio. Pero sigue creyendo en sus relatos. La receptora de la carta es Ivonne Bordelois, y en ella escribe: «Ando escriturando un cuentito: una niña ve a un hombrecillo de antifaz azul, la sigue, cae en un pozo (y esto es lo principal: qué piensa ella al caer) y en el fondo la espera un colchón». Este cuento no verá la luz hasta fines del año 1972. Es decir, Alejandra invierte cuatro años en tallar un cuento de apenas tres mil palabras. Tres mil palabras pulimentadas, abrillantadas y engarzadas perfectamente en el corpus de su prosa. Pizarnik, que pasó a la historia como una escritora maldita que vive del impulso, nos recuerda una nueva lección: si quieres un cuento, trabaja.

Al último maestro que habremos de acudir para diseccionar el proceso creativo de la narrativa corta es ni más ni menos que Ricardo Piglia. El escritor del Gran Buenos Aires cuenta cómo, en uno de sus cuadernos de notas, Chéjov dejó registrado este relato: «Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida». Piglia cree que las formas clásicas del cuento están condensadas en el alma de ese relato, pese a no haber sido nunca publicado. La paradoja entre el triunfo y la muerte, el contraste frente a la secuencia lógica (perder y suicidarse) es lo que para Piglia da sentido a cualquier narración. Es decir, lo que Piglia ve necesario a la hora de dar forma a cualquier relato, necesidad de la que hacen acopio nuestras instrucciones para escribir un cuento, obviamente, es desafiar las reglas de la lógica.

En este sentido, Piglia nos traslada a usted y a mí al inicio de este texto, al maestro común Jorge Luis Borges. Porque el cuento, como Argentina, rivaliza con el desarrollo normal de los acontecimientos, desafía la ley narrativa, impone reglas individuales y acota un lugar propio, ajeno, mágico. Un género imprevisible para una región imprevisible. Literatura, amigo lector, para un país de cuento.

viernes, 16 de julio de 2021

"Todas las novelas" por Antonio Muñoz Molina



Un joven oficial de húsares, Nikolái Rostov, lanza su caballo al galope en la confusión de una batalla. Alza el sable desnudo y se dispone a descargarlo sobre un jinete francés que acaba de caer al suelo, y que no puede escapar porque un pie se le ha enganchado en el estribo. En ese momento, cuando tiene al enemigo del todo a su merced, Rostov siente que su furia guerrera y homicida ha desaparecido: ve los ojos claros del oficial francés, el miedo en su cara sucia de barro, su pelo rubio. Se fija en que tiene un hoyuelo en la barbilla. Esa cara, piensa Rostov, no concuerda con el campo de batalla. “Su expresión no era hostil, sino simplemente la de un hombre que se puede encontrar en cualquier salón”.

El enemigo abstracto y anónimo, uno más entre los centenares de miles de soldados del ejército francés que invade Rusia a las órdenes de Napoleón, se ha convertido en un instante, a los ojos del oficial ruso que estaba a punto de matarlo, en un ser humano concreto, distinto a cualquier otro, y al mismo tiempo un semejante. Nikolái Rostov no es un hombre particularmente observador ni reflexivo y se ha arrojado a la batalla en un momento menos de coraje que de colectiva ofuscación. Pero ese instante de lucidez le ha abierto los ojos de golpe y le ha deparado una sabiduría tan instintiva que no llega plenamente a su conciencia, y que tal vez se le borre un momento después. Es el azar permanente de la vida, la primacía de lo involuntario y lo fugaz sobre lo premeditado, el devenir voluble que rige por igual los acontecimientos históricos y las vidas privadas, los movimientos colosales de los ejércitos y los deseos íntimos y las decisiones valerosas o mezquinas de cada persona. Es el territorio inmenso e infinitamente detallado de la novela, que Cervantes fundó con el Quijote y Tolstói llevó a una cumbre insuperada con Guerra y paz.

Al Quijote estoy volviendo siempre. Guerra y paz lo leí en el verano de mis 30 años, así que he tardado más de media vida en leerla de nuevo. Lo he hecho en la traducción de Irene y Laura Andresco para el Libro de Bolsillo de Alianza. Son dos tomos gruesos, pero muy manejables, que favorecen la condición transeúnte de la lectura, en este verano en el que por ahora nos hemos visto absueltos del sedentarismo forzoso. El regreso a esta novela que no puede compararse a ninguna otra lo asocio al hábito recobrado de los viajes en tren, a los primeros vuelos después de año y medio en tierra, a la indolencia frente al mar después de tanto encierro en Madrid. El hombre joven que terminó aquella lectura no sé en qué medida se parece a quien soy ahora, pero sí me acuerdo de que llegué al final en un estado de sobrecogimiento y como de revelación de lo que podrían ser las mejores posibilidades no ya de la literatura, sino de la misma vida.

Lo que no sé si advertí entonces fue la prodigiosa ambivalencia de una novela que tiene la amplitud y la escala de lo que suele llamarse “un gran fresco histórico” y en realidad está hecha no de grandes brochazos y visiones generales, sino de escenas breves como cuentos de Chéjov, de apuntes rápidos y como sobrevenidos en el momento mismo de la escritura, de observaciones agudas sobre lo más impalpable de la percepción de las cosas y de los sentimientos. Sutilezas psicológicas sobre el amor o los celos a las que Henry James o Proust dedican párrafos de media página, Tolstói las resuelve como de pasada en una frase de dos líneas. Los historiadores —los de su tiempo, y en parte también los del nuestro— organizan la secuencia de los acontecimientos como un proceso inevitable, una cadena necesaria de causas y efectos, gobernada por leyes que en la época de Tolstói oscilaban entre la necesidad impersonal, el destino de las naciones, la influencia de los grandes hombres, los varones colosales cuyo ejemplo máximo sería Napoleón. A esas certezas mayúsculas Tolstói opone una visión irónica y del todo terrenal que se parece al principio de indeterminación y a la teoría del caos. Nada está escrito de antemano. Nadie puede predecir las consecuencias que tendrá una decisión, ni en la vida pública ni en la privada. Nadie puede estar seguro de las causas que llevaron a un determinado desenlace con el que nadie contaba, pero que todo el mundo se apresura a profetizar como inevitable una vez sucedido.

En Guerra y paz, Napoleón es un sujeto vanidoso y distraído, tan seguro de su capacidad estratégica que no se da cuenta de que se dirige en línea recta hacia el desastre: en su soberbia insensata se cree protagonista de acontecimientos que en realidad lo arrastran tan a ciegas como a cualquier otro: la victoria o la derrota no dependen de su voluntad, ni de su coraje o su inteligencia, ni de los de nadie, sino de una constelación de hechos mínimos, de interacciones tan innumerables como las de las partículas que forman la materia. Unos generales cabalgan con sus uniformes resplandecientes y sus cataratas de condecoraciones, y una liebre huye en zigzag entre los cascos de los caballos.

El príncipe Andréi Bolkonsky yace malherido en el campo de la batalla de Austerlitz y se fija en la forma particular de unas nubecillas blancas en el cielo muy azul. El viejo general Kutúzov, que conoce por experiencia la futilidad de todos los planes militares, se queda dormido en la reunión donde los mandos supremos del ejército ruso discuten en varios idiomas y sin entenderse entre sí sobre posibles ofensivas, gesticulando en torno a una mesa llena de mapas. Kutúzov y sus generales están reunidos en la isba de una familia campesina: el punto de vista, que está siempre desplazándose, ahora es el de una niña de seis años que acaba de bajar descalza por unos peldaños de madera y observa con simpatía a ese anciano al que todos rodean y al que ella llama en secreto “el Abuelo”. Un momento antes estábamos en mitad de una reunión de hombres de uniforme cargados de medallas y de arrogancia: ahora los vemos como fantoches pomposos a través de los ojos de esa niña, que ya no volverá a aparecer, vista y no vista en el torrente del tiempo, en la galería instantánea de retratos, en la geografía convulsa de una novela en la que parece que están contenidas todas las novelas, todas las vidas, incluidas la nuestra.

viernes, 9 de julio de 2021

"Atontar por la izquierda" por Najat el Hachmi



Dejó dicho el ministro de Universidades, Manuel Castells, que es injusto y elitista impedir que los alumnos pasen de curso por tener algún suspenso porque con esto se va machacando a los de abajo y favoreciendo a los de arriba. Así que ahora lo más progresista es decirles a los estudiantes que saben cuando no saben, que aprenden cuando no aprenden, que son aptos cuando no lo son. Los de abajo van a ser más felices creyendo que tienen la misma educación de calidad que los de arriba aunque acaben la escolarización con déficits vergonzosos en materias básicas. A este paso volveremos a lo de las cuatro reglas y poco más. ¿Para qué quieren los pobres alcanzar la excelencia? ¿Esforzarse? ¿Que maestros y profesores sigan insistiendo en dotarles de algo más que lo instrumental? ¿Para qué? ¿Para acabar repartiendo paquetes en bicicleta o engrosando las cifras del paro juvenil?

Tiene razón el ministro cuando dice que no todo depende del esfuerzo, que las circunstancias condicionan el rendimiento académico. Pero digo yo, ¿no podríamos, en este caso, mejorar tales condiciones en vez de rebajar el nivel educativo de quienes las sufren? Estoy segura de que muchos alumnos tendrían mejores resultados si pudieran comer bien (28,8% de pobreza infantil en España según Save the Children), si sus padres pudieran tener trabajos estables con salarios decentes (el 46% de las familias monomarentales vive en situación de exclusión social, según la Federación de Asociaciones de Madres Solteras), si los centros a los que asisten estuvieran en buenas condiciones (50.000 estudiantes en barracones según este diario) o no fueran segregados según la clase social y el origen (España es el tercer país de la OCDE con más escuelas gueto según un estudio de Save the Children y EsadeEcPol). Pero supongo que poner fin a todos estos problemas es más caro que convertir los aprobados en premio de consolación para paliar la miseria en la que viven tantos menores.

Tampoco es que me sorprendan las palabras del ministro: a los pobres se les dan trabajos basura, comida basura, viviendas basura y vidas basura. Una educación de calidad, como la que seguramente recibió él mismo, sería una incongruencia. No sea que los niños marginados acaben creyéndose con derecho a dejar de serlo al darse cuenta de que el talento, la inteligencia y el esfuerzo se manifiesta igual en ellos que en los hijos de los de arriba.

miércoles, 7 de julio de 2021

"La incapacidad de escuchar" por Manuel Cruz




Hay gente que confunde argumentar con hablar sin parar. Suele ser la misma que confunde hablar de corrido con hablar corriendo. Otros, en cambio, hablan tan despacio que parece como si les fatigara su propia habla y tuvieran que sentarse a descansar a media palabra. Tanta es su lentitud que uno acaba temiendo que vayan a desfallecer a la mitad de una esdrújula (por no hablar de los adverbios de modo terminados en -mente, que se les deben hacer un auténtico calvario).
Quienes hablan tan deprisa pueden transmitir dos sensaciones, bien diferentes entre sí. Una es la de que tienen tantas cosas que decir que las palabras se convierten para ellos en una rémora para su pensamiento, una especie de maleza lingüística en sus bocas que obstaculiza que por ellas pueda salir, fresco y poderoso, todo un caudal desbocado de ideas. No se me ocurre mejor ejemplo de persona que transmitiera esta sensación que el de Manuel Fraga. Pero luego están quienes con su atropellamiento lingüístico lo que transmiten es la sensación de que les atenaza un auténtico horror al vacío y necesitan llenar con su incesante parloteo todo el tiempo en el que están en el uso de la palabra. Parece como si para esas personas no debiera haber, entre frase y frase, resquicio alguno de silencio, tal vez porque prefieren tener a su interlocutor pendiente por completo de lo que ellos están diciendo antes que darle la oportunidad de que pueda tomar alguna distancia reflexiva sobre lo que está escuchando. Evidencian con ello que en realidad hablan sin parar porque, en sentido propio y fuerte, no tienen nada que decir.
Por su parte, también quienes hablan despacio pueden subdividirse en dos grupos, de acuerdo igualmente con la sensación que transmiten. Los hay, en primer lugar, que con su lentitud en el hablar hacen llegar a su interlocutor una sensación de enorme profundidad y poderío en el mensaje. Sobre todo si esa lentitud va acompañada de la debida gestualidad. La mirada sostenida y la pausa en el lenguaje pueden ser percibidas como indicadores de que esa persona no solo no teme lo más mínimo ser contrariado, sino que, por el contrario, con sus silencios invita a su interlocutor a que le interrumpa para dialogar con él en cualquier momento.
Aunque los hay también, claro está, que utilizan esa misma pausa, esa misma mirada intensa y sostenida, para dar apariencia de hondura y trascendencia a las mayores insustancialidades o tópicos. ¿Quién no se ha encontrado en alguna ocasión, pongamos por caso, con el presuntuoso de turno que, achinando los ojos como el que está sufriendo mucho al evacuar su propia reflexión o como si se le estuviera ocurriendo en el mismo momento en el que la dice, termina profiriendo, mientras clava su mirada en la de su interlocutor con expresión pretendidamente inteligente, trivialidades del tipo “¿verdad que el ser humano es lo más importante que hay?”, “la libertad es algo fundamental en la vida” y otras parecidas, tan indiscutibles como vacías? En este caso, la imponente gestualidad de quien parece estar masticando sus palabras mientras las pronuncia se diría que persigue más una cierta intimidación simbólica a su interlocutor que el refuerzo propiamente dicho del mensaje.
Hace algunos meses, en el transcurso de una entrevista en la televisión pública catalana, un periodista me preguntaba si mi experiencia en el Congreso de los Diputados y en el Senado me había llevado a la conclusión de que ya no hay oradores como los de antes. Tuve que responderle que sí, pero no sin dejar de añadir a continuación que lo propio podría decirse no solo de los políticos sino también de los periodistas que cubren la actuación de aquellos en las Cortes. Si hubiera cronistas parlamentarios como los de antes (un “antes” que, sin necesidad de alejarse demasiado en el tiempo, alcanzaría hasta la Transición y los primeros compases de la democracia: pienso en Luis Carandell, en Víctor Márquez Reviriego o en el propio Miguel Ángel Aguilar) habrían encontrado un filón para sus crónicas no solo en la forma de hablar de algunas de sus señorías sino, más importante aún, en la forma de pensar que transparentan sus palabras. Nunca se me olvidará aquel diputado que presentó su intervención en la tribuna del hemiciclo anunciando que iba a formularle al ministro de turno una batería de preguntas (obviamente retóricas), y procedió a continuación a leerle lo que de toda evidencia era una ristra de tuits.
¿Cómo calificar un pensamiento que funciona a golpe de este tipo de ocurrencias? En el benévolo supuesto de que lo consideremos pensamiento, lo que no podremos es concederle el calificativo de discursivo. Por supuesto que en ocasiones hay quienes intentan disimular la materia prima con la que han construido sus intervenciones (esto es, con sus mensajes en las redes sociales), pero el origen termina por resultar indisimulable. Cuando alguien echa mano reiteradamente del “… y diré más”, suele ser indicio inequívoco de que está procediendo a la mera yuxtaposición de elementos del mismo signo, demostrando con su empecinamiento en las copulativas, en la mera adición, su completa incapacidad para argumentar.
Porque no es casual que del repertorio lingüístico de este tipo de hablantes haya desaparecido todo rastro, por ejemplo, de adversativas, disyuntivas, causales, comparativas, concesivas o condicionales. Lejos de ser una desaparición casual, constituye un síntoma claro de empobrecimiento en materia de pensamiento. Acaso lo que nos debería preocupar entonces es, mucho más que la desaparición de los brillos oratorios de antaño, el ocaso de ideas que dicha desaparición parece estar expresando. Pero, por no abandonar el hilo de lo que estábamos planteando, tal vez lo que debería constituir una preocupación aún mayor, si cabe, es el miedo a la palabra del otro que este tipo de actitudes comporta.
He aquí el denominador común que comparten un sector de los que hablan tan deprisa y de los que hablan tan despacio: la resistencia a que sus palabras puedan encontrarse con las del otro. Una resistencia que expresa no ya solo la escasa seguridad en lo que están defendiendo –hasta el punto de que ni se atreven a correr el riesgo de ponerlo a prueba- sino, me atrevería a decir que sobre todo, una profunda, estructural, incapacidad. Es la incapacidad de quien no alcanza a percibir el valor de la palabra ajena, de quien no es capaz de apreciar el regalo intelectual que significa que el otro nos haga caer en la cuenta de que estábamos equivocados.
No creo que quepa hacerse demasiadas ilusiones al respecto. La tendencia que parece dominante en nuestra sociedad es la que considera un valor –o incluso una virtud- ser capaz de desplegar una defensa numantina de palabras alrededor de las propias convicciones, como si no hubiera mayor triunfo que el conseguir mantener a salvo de la crítica aquello de lo que se venía convencido de casa. Quizá deberíamos actualizar la exhortación kantiana a que la humanidad alcance su mayoría de edad reinterpretando esta última bajo una nueva clave, en la que la palabra del otro tenga cabida. O, si prefieren decirlo de una manera apenas diferente: el día que la gente descubra el placer de escuchar, nuestro mundo será una fiesta.