viernes, 5 de junio de 2020

"Guerra y paz (en casa de los Tolstói)" por Rafael Ruiz Pleguezuelos



«Todas las familias felices son iguales; cada familia infeliz lo es a su manera». La célebre apertura de Anna Karenina constata una de las grandes verdades del estudio de la literatura: muchos de los grandes autores no solamente han producido obras inmensas por su valor y trascendencia, sino que de una manera consciente o inconsciente han dejado en ellas una especie de libro de instrucciones con el que interpretar su legado. Asumiendo que esto es así, el trabajo de los que estudiamos la literatura (o de aquellos que la adoran hasta el punto de perder el tiempo interpretándola) es desentrañar esa especie de libro de claves discontinuo que han dejado oculto en la profundidad de sus textos. Cuando a principios del siglo XX algunos críticos quisieron alejar el estudio de la literatura del biografismo, amparándose en la idea de que eso haría que sus resultados fueran más científicos (como si eso fuera bueno en su totalidad), no se daban cuenta de que la mayor parte de los escritores —yo me atrevería incluso a sugerir que los mejores— componen con lo que les sobra o falta de sus vidas, de modo que entrar en contacto con su biografía supone conocer mejor los ladrillos y el cemento de sus construcciones literarias.

Los estudios culturales y feministas, en su afán por revisar la historia y poner los mitos patas arriba, han colocado en las bibliotecas un aluvión de estudios, algunos irrelevantes y miopes, pero también resulta indudable que han aportado mucho en la gestión de los mitos. Uno de sus mayores aciertos ha sido la demostración a partir de biografías entre revisionistas y justicieras del dolor que estos genios infligían a su entorno, mayormente a sus parejas. En definitiva, con nuestro cambio de mentalidad hemos aprendido a medir la genialidad del autor solamente en su campo artístico, y no caer en la tentación de extenderla de manera automática a su persona. Cada vez se toleran menos ciertas monstruosidades realizadas bajo el amparo de la genialidad. Vivimos inmersos en la moda necesaria de la creación de biografías de mujeres que han sufrido a grandes artistas, y por este rodillo de tinta y papel han pasado ya artistas como Dickens, Picasso o Rodin, y otros muchos esperan a ser pasados por la criba.

La vida de Sofía Tolstói es uno de esos ejemplos de mujeres abnegadas que vivieron el infierno en la tierra aguantando a un genio literario. Madre de trece hijos, el peso de sus tareas en Yásnaia Poliana, la finca familiar de los Tolstói, fue verdaderamente inhumano durante grandes etapas de su vida, algo que además su marido nunca pareció compensar, al menos en lo afectivo. Por si las tareas domésticas fueran poco, a lo largo de su vida Sofía vivió una especie de castigo de Sísifo en la obligación de pasar a limpio cada manuscrito del autor, en ocasiones hasta cinco veces, teniendo con frecuencia que utilizar una lupa para desentrañar la difícil letra de su marido. En un tiempo en que se encontró enferma y postrada en la cama, idearon un artilugio de madera para que pudiera seguir escribiendo desde esa posición.

Pero lo que me lleva a escribir este artículo no es revelar cuánto sufrió Sofía Tolstói, un tema que requeriría bastante más espacio y del que existen precedentes muy bien realizados (mi favorito es el libro de Alexandra Popoff, editado en español por Circe), sino compartir con el lector la fascinación que me produce el hecho de que Tolstói se crease un sistema de vida en el que todo estaba de una manera u otra controlado y regido por la escritura. Para entender bien el proceso, hay que recordar que el gran narrador ruso fue peculiar incluso para digerir la fama: al contrario de lo que ocurre a la mayor parte de los artistas, con el éxito de Guerra y paz y Anna Karenina dejó atrás gran parte de los vicios que le lastraban, haciéndose cada vez más espiritual y convirtiéndose paulatinamente en una especie de gran chamán de moral exclusiva, en la que el contacto con la naturaleza y la vida sencilla eran los pilares fundamentales.

En un momento de su vida abrazó un pacifismo absoluto (que el gobierno ruso de la época siempre vio con recelo) e intentó llevar una vida tan austera que se cuenta que llegó a fabricarse sus propios zapatos. Cuando nos referimos a León Tolstói, no solemos recordar que esa paz sobria llegó después de una juventud plagada de excesos, que acabó cuando la escritura entró plenamente en su vida. Para conseguirlo el autor ruso ideó y puso por escrito una larga lista de reglas que debían gobernar su comportamiento a partir de ese instante, máximas encaminadas a evitar que volviera a caer en la vida disipada que había conocido hasta que cumplió los treinta y tantos. Al tiempo que dejaba que estas normas gobernaran su vida, se acostumbró a escribir un preciso y pormenorizado diario de ocupaciones, en el que apuntaba cuanto hacía casi minuto a minuto, incluyendo cada debilidad moral que hallaba en su comportamiento. En definitiva, su escritura actuaba como una especie de policía de sí mismo. Hay que reconocer al escritor ruso que tuvo la fuerza necesaria para cumplir la mayoría de estas normas, y las reglas funcionaron el resto de su vida como una especie de gran cárcel en la que Tolstói encerró sus vicios. Repasar dichas normas hoy es un ejercicio divertido, pues incluyen desde cuestiones prácticas (evitar el azúcar, dormir durante el día no más de dos horas y estar en cama a las diez y despertarse a las cinco), éticas (ayudar a los pobres, no tener en cuenta ninguna opinión de los demás que no esté basada en la razón) hasta algunas bastante llamativas (no dejar volar la imaginación más que cuando sea necesario, no visitar un burdel más de dos veces al mes).

Como una prueba más de que León Tolstói tenía más confianza en lo que escribía que en lo que era capaz de verbalizar, siempre he disfrutado otra anécdota suya relacionada con los diarios en la que se cuenta que la noche previa a contraer matrimonio con Sofía (ella tenía entonces dieciocho años y él treinta y cuatro), León Tolstói obligó a su mujer a leer todos sus diarios de juventud, en los que daba detalles explícitos de todas las correrías previas a conocerla. El contenido no debía ser poca cosa, pues dos semanas después de su lectura, el 8 de octubre de 1862, Sofía escribía en su diario que «el pasado de mi marido es tan horrible que no creo que pueda aceptarlo nunca».

Pero de entre todos los textos en los que uno puede hurgar para recrear la existencia del escritor y las relaciones con su entorno —ese libro de instrucciones al que me refería al principio—, no hay ninguno que proporcione una sensación de realidad más escalofriante que la que ofrece el diario del matrimonio, hasta el punto de que bucear en sus páginas con frecuencia parece más una violación de la intimidad que un proceso de lectura legítimo. No es exagerado afirmar que conocer las fuerzas internas del matrimonio de León Tolstói con Sofía Behrs a través de su diario supone realizar una especie de viaje al subconsciente de ambos, dado el grado de detalle, aparente sinceridad y hasta violencia con el que realizaban cada entrada. Hablo de ambos diarios como si fueran uno porque durante gran parte de su vida en común los Tolstói compartían diario, y además utilizaban las entradas de cada día para comunicarse cuestiones que no habían sido capaces de decirse cara a cara o no habían encontrado el tiempo para verbalizar. Como una bella paradoja más en esta historia de dominio de lo escrito sobre cualquier forma de comunicación, encontramos el hecho de que dos personas que vivían en una finca aislada del mundo se comunicaban mediante un cuaderno, mostrando hasta qué punto en Yásnaia Poliana se había sublimado la comunicación escrita.

Si uno revisa los diarios, obtiene con frecuencia una especie de repertorio de quejas conyugales, que ilustran mejor que ningún biógrafo el deterioro de la pareja: al parecer, según el carácter de Tolstói se hacía más elevado en lo espiritual, perdía interés en lo que la relación con su familia pudiera aportarle. Aun asumiendo la diferencia cultural de un periodo histórico tan alejado del nuestro (estamos estudiando con ojos del siglo XXI un matrimonio de finales del siglo XIX y principios del XX), la relación de León Tolstói con su esposa es una muestra modélica —por lo desgraciada— de lo que los estudiosos del comportamiento llaman poder negro, y que es nombrado popularmente como la cara oculta del genio. Las quejas de Sofía presentes en los diarios normalmente van dirigidas a la frialdad con la que León la trataba. Hay un momento desgarrador y que viene muy bien para ilustrar esa difícil convivencia del genio y la persona a la que me refería anteriormente, cuando Sofía menciona que «si tuviera conmigo una pizca de la comprensión psicológica que demuestra en sus novelas, habría entendido el dolor y la tristeza en la que vivo» (2). Uno vibra al leer en más de una ocasión a Sofía mencionando el suicido (en diario compartido, no lo olvidemos) como una salida a su matrimonio. Tolstói, normalmente más alejado en su diario de las cuestiones domésticas, también dedica de cuando en cuando alguna entrada a quejarse abiertamente de su mujer, como en la entrada del 8 de enero de 1863: «Por la mañana, su ropa. Ella me desafió con que objetara algo, y entonces lo hice, y a partir de ahí, todo lágrimas y explicaciones vulgares. […] No estoy nada contento conmigo en esas ocasiones, especialmente con los besos —son parches falsos…—. Siento que estoy deprimido, pero ella más. […] Ella me dice que soy amable. No me gusta que me lo digan».

En los diarios hay además un dato curioso que refleja el progresivo distanciamiento entre ambos: en algún momento de su relación, Sofía deja de referirse a su marido en estos textos privados como Lyova (término entendido como familiar o cariñoso) para nombrarle a partir de ese momento Lev Nikolaevich, con el distanciamiento que conlleva la referencia del nombre completo. La aventura del diario en común no duró toda su vida matrimonial. En algún momento de su vida, el autor ruso pareció aburrirse del juego de la información común, y después de veinte años de diarios compartidos, Tolstói comenzó a esconderlos de Sonia, y se cuenta que durante mucho tiempo ella los buscó de manera incesante y casi paranoica, sin dar con ellos.

Prácticamente todos los biógrafos de la pareja coinciden en afirmar que el periodo más feliz del matrimonio entre Sofía y León Tolstói fue la época en la que el escritor trabajaba en sus dos obras maestras, Guerra y paz y Anna Karenina. A partir de este hecho podríamos pensar, dejando volar algo nuestra imaginación, en una plenitud artística que empapara la personal, o al revés. El escritor murió en la estación de tren de una pequeña localidad llamada Astapovo de la complicación de una neumonía. Tenía entonces ochenta y dos años, y acababa de abandonar a su esposa tras cuarenta y ocho años de matrimonio. Antes de marcharse, como no podía ser de otra forma, le dejó una nota escrita. En ella contaba en un tono de escritura aparentemente sereno, casi gélido, que «Estoy haciendo lo que los hombres de mi edad suelen hacer: dejar la vida mundana para pasar los últimos días de mi vida en soledad y silencio».

lunes, 1 de junio de 2020

La vida como un poema medido


El lenguaje poético tiene su base en las coincidencias, en las correspondencias, en el ritmo de las repeticiones. Hay veces que la vida misma se vuelve lírica y establece coincidencias, correspondencias y ritmos, como si un autor travieso y omnipotente jugara a ser poeta con nuestras trayectorias. Sentir la vida como carne lírica, sentirla como si uno fuera un poema al que alguien añade referencias y rimas no es muy habitual, pero cuando ocurre, un escalpelo te rasga la piel siguiendo la trazada del espinazo. 
Hoy me ha abordado en la calle un señor en silla de ruedas. Se ha bajado la mascarilla y me ha contado una sucesión de historias (ahora sí voy a utilizar el tópico) que me han erizado el vello (el que dice vello, dice también cerdas como alambres) y me han hecho pensar que nuestras vidas, a veces, muy pocas veces, son carne lírica. El hombre parecía salido de un libro de Galdós, patillas entrecanas unidas al bigote y ojos azules profundos, con reflejos de entusiasmo. Me confiesa que se ha leído mi última novela publicada y que se la está leyendo también su hermana, que, ¡oh, casualidad!, vive en Clermont Ferrand. La trama de Te negarán la luz comienza junto a la catedral de Clermont: el papa Urbano II lanza desde allí la proclama que desencadenaría la primera cruzada.  
Pero ahí no queda la cosa, el personaje de Galdós también leyó mi segundo libro, Bilis, inspirado en la estancia de mi abuelo Urbano en la cárcel durante la posguerra. Su abuelo (seguimos con las correspondencias emocionales) también pasó parte de esa etapa en otra cárcel, San Miguel de los Reyes. Hace poco transcribí el diario de un preso que vivió una fracción de su vida carcelaria en este penal. 
Y, por si fueran pocas coincidencias, me informa de que su otra hermana hizo una exposición artística el año pasado en la Fundación Antonio Pérez de San Clemente. Yo he pasado 13 años de mi vida profesional allí y la novela que voy a publicar este mes, La muerte en bermudas está inspirada en parte en ese pueblo manchego. 
Y el estrambote del poema, la coda final, es que el señor es de mi edad, y me conoció hace muchos, muchos años en Alcalá de Guadaira. Estaba yo cumpliendo el servicio militar y me saludó al pasar al cuartel cuando estaba haciendo guardia. Los dos coincidimos en Sevilla en 1981.
Quien sea amante de la poesía sabe que el ritmo lo impone la sustancia emotiva del poema, el devenir de los versos lo marcan las correspondencias de las sensaciones. Así la vida, en contados episodios.     

sábado, 23 de mayo de 2020

El fuego y la literatura

En estos días más caseros, enciendo la lumbre muy a menudo. Como ya no compro periódicos de papel, he prendido el fuego con viejos exámenes de Literatura Universal. Es triste ver arder la neurastenia de Madame Bovary, el arrepentimiento de Crimen y castigo, el desafuero de Rimbaud, las pasiones de Ana Karénina, la sabiduría de Falstaaf... Antes de hacer una bola con el examen, los he releído por encima y he recordado los rostros de las alumnas y alumnos que los pergeñaron, también con añoranza. He estado a punto de rescatar de las llamas un comentario sobre el Rey Lear, porque sabía de la habilidad analítica de la alumna que lo escribió, pero ya era imposible. El fuego, como el tiempo, es inexorable. 
Ahora, hay que ver cómo estaban las patatas y el tocino asados y aromatizados por el humo de Faulkner y Joyce. Esto sí que es paladear la narrativa, literalmente. Forma y fondo, todo uno. Cuerpo y espíritu arracimados por la hoguera.      

jueves, 21 de mayo de 2020

La revolución espontánea


Se avecina una revolución. No como la que pretendieron Trotski o Bakunin, no, esta va a ser de generación espontánea, y si no, al tiempo. Si, debido al confinamiento, nos acostumbramos a no frecuentar los bares, la mayoría tendrá que cerrar, y esto cambiará nuestro modus vivendi. Los empleados y propietarios de cafeterías, pubs, tabernas, etc., deberán buscarse la vida en otros sectores y cambiará la idiosincrasia económica del país. Nos convertiremos en centroeuropeos o, lo que es peor, en nórdicos. Comeremos a las 12 de la mañana, nos acostaremos a las 8 de la tarde, ascenderemos en la clasificación de PISA, subirá el índice de suicidios, nos volveremos más rubios y llevaremos calcetines blancos con sandalias. Nuestra sociedad cambiará radicalmente. Donde ahora hay chiringuitos de playa, tras la revolución se construirán saunas y gimnasios; donde hay plazas de toros, mañana se habilitarán fosos de petanca; donde chabolas, viviendas unifamiliares; donde hay iglesias, habrá iglesias; donde hay bancos, habrá bancos; donde tablaos flamencos, mañana falansterios... Los carriles bicis superarán en extensión a los de los coches y el silencio se adueñará de las calles, sin embargo, dormiremos peor y habrá que echar mano de ansiolíticos y pastillas para dormir. Tendremos más tiempo de ocio y no sabremos en qué gastarlo, porque no estamos habituados a leer ni a conversar sin alcohol, lo que nos llevará a buscar bares. El aumento de demanda hará que se abran nuevos negocios  de restauración y alcanzaremos los mismos niveles etílicos y acústicos que antes de la revolución. Nos quitaremos los calcetines blancos, volveremos a los horarios antiguos, bajaremos en el informe PISA, volverán los chiringuitos, se nos oscurecerá el pelo, los fosos de petanca se usarán para hacer botellones y los carriles bici vendrán muy bien para ampliar las terrazas. El problema fundamental y aquí quería llegar es ¿qué hacemos con los falansterios? Pues está claro, macrodiscotecas. 
¿Que a esto no se le puede llamar revolución?, bueno,"Ariel" tampoco creo que revolucionara la colada y así se proclamaba en todas las televisiones del país. No seáis tiquismiquis.      

miércoles, 20 de mayo de 2020

"Iván Turguénev, espejo de las contradicciones rusas" por Andrés Seoane



«Uno de los principios más básicos de la vida es el enlace entre los tiempos, la transmisión patrimonial de valores. Un mundo sin tradición crea huérfanos». Haciendo honor al espíritu de su frase, recordamos en el 200° aniversario de su nacimiento la figura del escritor ruso Iván Turguénev (1818-1883), perfecto reflejo del complejo siglo XIX en un Imperio zarista plagado de irresolubles contradicciones y de grandes figuras literarias. Noble terrateniente partidario de la emancipación de los siervos, liberal a dos aguas dividido entre el conservadurismo y el anarquismo y ferviente europeísta en una sociedad eslavófila, el escritor siempre se posicionó en las grandes polémicas políticas de su tiempo. Caducas ya muchas de estas luchas que poblaron la vida de Turguénev, dos siglos después nos queda su literatura, marcada por el arte de la descripción, en el que brilló como pocos.
De origen noble, nació el 9 de noviembre de 1818 en Oriol, al sur de Moscú, y se crió en el latifundio de su madre, la acaudalada terrateniente Varvára Petrovna Turguéneva, donde tuvo contacto directo con el campesinado ruso que fue central en su obra. Su padre, un coronel de la caballería imperial empobrecido que se desentendió de su familia en favor de múltiples aventuras amorosas, moriría durante su infancia, dejándolo a merced de una madre tiránica que, no obstante, le infundió el amor por la literatura rusa y extranjera. Otra de las personas que desempeñó un papel importante en la formación de Turguénev como escritor fue uno de los siervos de su madre, que sería el prototipo de uno de los personajes principales de su relato Punin y Baburin, recientemente editado por Nórdica, donde narra el fin de la Rusia zarista y esclavista.
Tras acabar la escuela elemental, su familia se mudó a Moscú, donde Turguénev entraría en la universidad para estudiar Letras, especializándose en los clásicos, literatura rusa y filología. Al año siguiente, con 16, y ya en San Petersburgo, ingresó en la Facultad de Filosofía. En la capital imperial Turguénev, influido por escritores como Pushkin y Gógol comenzó a escribir poemas románticos. Durante su educación, las ideas liberales, en boga en esa época, calaron en su mente juvenil, más aún cuando cinco años después, en 1838, viajó a Berlín con el objetivo de estudiar la filosofía de Hegel. En la capital alemana intimó con varios pensadores que le aproximaron al anarquismo, especialmente cuando conoció a Mijaíl Bakunin, con cuya hermana vivió un apasionado romance. Turguénev se impresionó con la sociedad centroeuropea y volvió a su país occidentalizado, pensando que Rusia podía progresar imitando a Europa, en oposición a la tendencia eslavófila que imperaba en el Imperio zarista.
Saltar del papel a la vida
Los primeros intentos literarios de Turguénev, incluyendo poemas y esbozos, mostraron su genio y recibieron comentarios favorables de Belinski, por entonces el principal crítico literario ruso. Todavía en su época de estudiante, escribe unos cien poemas, algunos de ellos publicados en la revista El contemporáneo, fundada por Pushkin en 1836, un año antes de su muerte, donde publicaría en años posteriores su serie de relatos Memorias de un cazador (1847), El prado de Bezhin (1851) y Rudin (1856); y donde también vieron la luz textos de otros grandes de las letras rusas como el propio Pushkin, Gógol, Iván Goncharov o Tolstói. Con el objetivo de escribir con mayor libertad que la que ofrecía la Rusia de Nicolás I, viaja a Francia, donde se convierte en involuntario testigo de la revolución en 1848. Allí se encuentra con Alexander Herzen, ideólogo de la revolución campesina rusa, de quien era amigo íntimo cuando eran estudiantes.
Espantado con la idea de la revolución, regresa a Rusia en 1850. Dos años después, al morir su madre, Turguénev hereda una inmensa fortuna. Ya en el puesto de amo, mejora la situación de sus siervos, pero no los libera, algo que sólo llegaría en 1861 con una ley del zar Alejandro II. A pesar de su inacción real, su decidida defensa de la abolición de la servidumbre y su condena del nivel de vida del campesinado ruso se trasluce en sus Memorias de un cazador, una serie de cuentos concatenados cuyo común denominador son los sucesos de la vida rural. Según Dostoyevski, Turguénev es incapaz de dar el salto del papel a la vida real, y se trata de la obra de un hombre acomodado, poco comprometido con la situación social de su país, para el que solo existe la vida bucólica del campo de Rusia.
Sin embargo, su trabajo no es del agrado de la censura zarista, que trata de poner obstáculos, prohibiendo o recortando las obras del escritor. La oportunidad de vengarse les llega tras escribir Turguénev un elogioso obituario dedicado a Gógol, que es usado como excusa para recluirle exiliado en su finca familiar. Gracias a la intervención de Tolstói, dos años después, a Turguénev se le permitió vivir en la capital, pero se le impuso una prohibición estricta para la publicación de nuevos relatos. De hecho, muchas de las obras maestras del escritor se publicaron en Rusia solo tras la muerte en 1855 de Nicolás I, como por ejemplo, Nido de nobles (1859), En vísperas (1860) o Padres e hijos (1862).

Solo contra el mundo

En 1855 Alejandro II se convirtió en zar, y el clima político se tornó más relajado, permitiendo la publicación de todas estas obras, donde trata temas como la frustración vital, los amores fallidos, critica la vida rusa y las promesas de los revolucionarios y reflexiona sobre las nuevas ideologías. De hecho en la última de ellas, Padres e hijos, reconocida como una de las novelas más importantes del siglo XIX, utiliza por primera vez y populariza el término nihilismo, surgido en esa convulsa Rusia del XIX, donde las revueltas campesinas, los atentados y el bandolerismo estaban a la orden del día. El talento narrativo de Turguénev, por encima de la finura de sus retratos psicológicos y de su buen oído para los diálogos, reside en la limpieza y la contención de sus historias, donde bajo un toque melancólico, todos los elementos encajan a la perfección y cada descripción es de una precisión quirúrgica.
Sin embargo, esta etapa de madurez y plenitud creativa se ve sacudida por fuertes desavenencias ideológicas con muchos de sus antiguos amigos. La principal razón fue la cierta discrepancia entre las ideas que impregnaron todas estas obras del escritor y su posición civil. Para muchos, Turguénev solo estaba a favor sobre el papel de que hubiera cambios significativos en Rusia, pero estaba en contra del hecho de que se hicieron de una manera revolucionaria. Por eso rompió en 1862 con sus queridos amigos de juventud, Alexander Herzen y Mijaíll Bakunin.
Fuertes desavenencias tuvo también con Tolstói. Su complicada amistad con Tolstói alcanzó tal animosidad que en 1861 este lo retó a duelo. Si bien luego se disculpó, estuvieron sin hablarse diecisiete años. También se las tuvo tiesas con Dostoyevski, conservador y eslavófilo, que en novelas como El idiota y Los demonios advertía que los liberales pervertirían a Rusia y la llevarían a su destrucción, y aconsejaba a los rusos conservar su propia vía y la fe ortodoxa. Sus ideologías diametralmente opuestas les llevarían a dedicarse lindezas como «Dostoyevski es un grano en la nariz de la literatura cuya profundización en los lúgubres abismos del alma humana es un moqueo psicológico que deja un tufo agrio y hospitalario». Por su parte, el autor de Crimen y castigo recomendó a Turguénev, en aquel momento residente en Francia, que se comprara un telescopio «de lo contrario, le será difícil mirar a Rusia» y le parodió en su novela Los demonios a través del personaje del novelista Karmazínov. A pesar de todo, en 1880, el famoso discurso de Dostoyevski en la inauguración del monumento a Pushkin versó sobre su reconciliación con Turguénev.
Desde 1863, el escritor se mudó a vivir al extranjero, donde tomó parte activa en la vida cultural de Europa. Entre sus amigos se encontraban escritores famosos como Charles Dickens, Émile Zola, George Sand o Victor Hugo, pero siempre recordó sus raíces e hizo de puente entre las literaturas rusa y occidental llevando a cabo algunas traducciones y promocionando a sus compatriotas. A principios de 1882, llegó a Rusia la noticia alarmante sobre la enfermedad mortal del escritor, un cáncer de médula que se lo llevaría a la tumba al año siguiente. En su lecho de muerte exclamó, refiriéndose a Tolstói: «Amigo, vuelve a la literatura». Con tal inspiración, se dice que Tolstói escribió obras como La muerte de Iván Ilich y La sonata Kreutzer. A pesar de los años lejos de su patria, el cuerpo de Turguénev fue trasladado siguiendo su expreso deseo a San Petersburgo, donde reposa en el cementerio Vólkovskoie.

martes, 19 de mayo de 2020

"Manifiesto por un arte revolucionario independiente" por André Breton y León Trotski


Puede afirmarse sin exageración que nunca como hoy nuestra civilización ha estado amenazada por tantos peligros. Los vándalos, usando sus medios bárbaros, es decir, extremadamente precarios, destruyeron la antigua civilización en un sector de Europa. En la actualidad, toda la civilización mundial, en la unidad de su destino histórico, es la que se tambalea bajo la amenaza de fuerzas reaccionarias armadas con toda la técnica moderna. No aludimos tan solo a la guerra que se avecina. Ya hoy, en tiempos de paz, la situación de la ciencia y el arte se ha vuelto intolerable. En aquello que de individual conserva en su génesis , en las cualidades subjetivas que pone en acción para revelar un hecho que signifique un enriquecimiento objetivo, un descubrimiento filosófico, sociológico, científico o artístico, aparece como un fruto de un azar precioso, es decir, como una manifestación más o menos espontánea de la necesidad. No hay que pasar por alto semejante aporte, ya sea desde el punto de vista del conocimiento general (que tiende a que se amplíe la interpretación del mundo), o bien desde el punto de vista revolucionario (que exige para llegar a la transformación del mundo tener una idea exacta de las leyes que rigen su movimiento). En particular, no es posible desentenderse de las condiciones mentales en que este enriquecimiento se manifiesta, no es posible cesar la vigilancia para que el respeto de las leyes específicas que rigen la creación intelectual sea garantizado. No obstante, el mundo actual nos ha obligado a constatar la violación cada vez más generalizada de estas leyes, violación a la que corresponde, necesariamente, un envilecimiento cada vez más notorio, no solo de la obra de arte, sino también de la personalidad “artística”. El fascismo hitleriano, después de haber eliminado en Alemania a todos los artistas en quienes se expresaba en alguna medida el amor de la libertad, aunque esta fuese solo una libertad formal, obligó a cuantos aún podían sostener la pluma o el pincel a convertirse en lacayos del régimen y a celebrarlo según órdenes y dentro de los límites exteriores del peor convencionalismo. Dejando de lado la publicidad, lo mismo ha ocurrido en la URSS durante el período de furiosa reacción que hoy llega a su apogeo. Ni que decir tiene que no nos solidarizamos ni un instante, cualquiera que sea su éxito actual, con la consigna: “Ni fascismo ni comunismo”, consigna que corresponde a la naturaleza del filisteo conservador y asustado que se aferra a los vestigios del pasado “democrático”. El verdadero arte, es decir aquel que no se satisface con las variaciones sobre modelos establecidos sino que se esfuerza por expresar las necesidades íntimas del hombre y de la humanidad actuales, no puede dejar de ser revolucionario, es decir, no puede sino aspirar a una reconstrucción completa y radical de la sociedad, aunque solo sea para liberar la creación intelectual de las cadenas que la atan y permitir a la humanidad entera elevarse a las alturas que solo genios solitarios habían alcanzado en el pasado.

Al mismo tiempo, reconocemos que únicamente una revolución social puede abrir el camino a una nueva cultura. Pues si rechazamos toda la solidaridad con la casta actualmente dirigente en la URSS es, precisamente, porque a nuestro juicio no representa el comunismo, sino su más pérfido y peligroso enemigo. Bajo la influencia del régimen totalitario de la URSS, y a través de los organismos llamados organismos “culturales” que dominan en otros países, se ha difundido en el mundo entero un profundo crepúsculo hostil a la eclosión de cualquier especie de valor espiritual. Crepúsculo de fango y sangre en el que, disfrazados de artistas e intelectuales, participan hombres que hicieron del servilismo su móvil, del abandono de sus principios un juego perverso, del falso testimonio venal un hábito y de la apología del crimen un placer. El arte oficial de la época estalinista refleja, con crudeza sin ejemplo en la historia, sus esfuerzos irrisorios por disimular y enmascarar su verdadera función mercenaria. La sorda reprobación que suscita en el mundo artístico esta negación desvergonzada de los principios a que el arte ha obedecido siempre y que incluso los Estados fundados en la esclavitud no se atrevieron a negar de modo tan absoluto debe dar lugar a una condenación implacable. La oposición artística constituye hoy una de las fuerzas que pueden contribuir de manera útil al desprestigio y a la ruina de los regímenes bajo los cuales se hunde, al mismo tiempo que el derecho de la clase explotada a aspirar a un mundo mejor, todo sentimiento de grandeza e incluso de dignidad humana. La revolución comunista no teme al arte. Sabe que al final de la investigación a que puede ser sometida la formación de la vocación artística en la sociedad capitalista que se derrumba, la determinación de tal vocación solo puede aparecer como resultado de una connivencia entre el hombre y cierto número de formas sociales que le son adversas. Esta coyuntura, en el grado de conciencia que de ella pueda adquirir, hace del artista su aliado predispuesto. El mecanismo de sublimación que actúa en tal caso, y que el psicoanálisis ha puesto de manifiesto, tiene como objeto restablecer el equilibrio roto entre el “yo” coherente y sus elementos reprimidos. Este restablecimiento se efectúa en provecho del “ideal de sí”, que alza contra la realidad, insoportable, las potencias del mundo interior, del sí, comunes a todos los hombres y permanentemente en proceso de expansión en el devenir. La necesidad de expansión del espíritu no tiene más que seguir su curso natural para ser llevada a fundirse y fortalecer en esta necesidad primordial: la exigencia de emancipación del hombre. En con secuencia, el arte no puede someterse sin decaer a ninguna directiva externa y llenar dócilmente los marcos que algunos creen poder imponerle confines pragmáticos extremadamente cortos. Vale más confiar en el don de prefiguración que constituye el patrimonio de todo artista auténtico, que implica un comienzo de superación (virtual) de las más graves contradicciones de su época y orienta el pensamiento de sus contemporáneos hacia la urgencia de la instauración de un orden nuevo. La idea que del escritor tenía el joven Marx exige en nuestros días ser reafirmada vigorosamente. Está claro que esta idea debe ser extendida, en el plano artístico y científico, a las diversas categorías de artistas e investigadores. “El escritor –decía Marx– debe naturalmente ganar dinero para poder vivir y escribir, pero en ningún caso debe vivir para ganar dinero... El escritor no considera en manera alguna sus trabajos como un medio. Son fines en sí; son tan escasamente medios en sí para él y para los demás, que en caso necesario sacrifica su propia existencia a la existencia de aquellos... La primera condición de la libertad de la prensa estriba en que no es un oficio.” Nunca será más oportuno blandir esta declaración contra quienes pretenden someter la actividad intelectual a fines exteriores a ella misma y, despreciando todas las determinaciones históricas que le son propias, regir, en función de presuntas razones de Estado, los temas del arte. La libre elección de esos temas y la ausencia absoluta de restricción en lo que respecta a su campo de exploración constituyen para el artista un bien que tiene derecho a reivindicar como inalienable. En materia de creación artística, importa esencialmente que la imaginación escape a toda coacción, que no permita con ningún pretexto que se le impongan sendas. A quienes nos inciten a consentir, ya sea para hoy, ya sea para mañana, que el arte se someta a una disciplina que consideramos incompatible radicalmente con sus medios, les oponemos una negativa sin apelación y nuestra voluntad deliberada de mantener la fórmula: toda libertad en el arte. Reconocemos, naturalmente, al Estado revolucionario el derecho de defenderse de la reacción burguesa, incluso cuando se cubre con el manto de la ciencia o del arte. Pero entre esas medidas impuestas y transitorias de autodefensa revolucionaria y la pretensión de ejercer una dirección sobre la creación intelectual de la sociedad, media un abismo. Si para desarrollar las fuerzas productivas materiales, la revolución tiene que erigir un régimen socialista de plan centralizado, en lo que respecta a la creación intelectual debe desde el mismo comienzo establecer y garantizar un régimen anarquista de libertad individual. ¡Ninguna autoridad, ninguna coacción, ni el menor rastro de mando! Las diversas asociaciones de hombres de ciencia y los grupos colectivos de artistas se dedicarán a resolver tareas que nunca habrán sido tan grandiosas, pueden surgir y desplegar un trabajo fecundo fundado únicamente en una libre amistad creadora, sin la menor coacción exterior.

De cuanto se ha dicho, se deduce claramente que al defender la libertad de la creación, no pretendemos en manera alguna justificar la indiferencia política y que está lejos de nuestro ánimo querer resucitar un pretendido arte “puro” que ordinariamente está al servicio de los más impuros fines de la reacción. No; tenemos una idea muy elevada de la función del arte para rehusarle una influencia sobre el destino de la sociedad. Consideramos que la suprema tarea del arte en nuestra época es participar consciente y activamente en la preparación de la revolución. Sin embargo, el artista solo puede servir a la lucha emancipadora cuando está penetrado de su contenido social e individual, cuando ha asimilado el sentido y el drama en sus nervios, cuando busca encarnar artísticamente su mundo interior. En el periodo actual, caracterizado por la agonía del capitalismo, tanto democrático como fascista, el artista, aunque no tenga necesidad de dar a su disidencia social una forma manifiesta, se ve amenazado con la privación del derecho de vivirla y continuar su obra, a causa del acceso imposible de esta a los medios de difusión. Es natural, entonces, que se vuelva

hacia las organizaciones estalinistas que le ofrecen la posibilidad de escapar a su aislamiento. Pero su renuncia a cuanto puede constituir su propio mensaje y las complacencias terriblemente degradantes que esas organizaciones exigen de él, a cambio de ciertas ventajas materiales, le prohíben permanecer en ellas, por poco que la desmoralización se manifieste impotente para destruir su carácter. Es necesario, a partir de este instante, que comprenda que su lugar está en otra parte, no entre quienes traicionan la causa de la revolución al mismo tiempo, necesariamente, que la causa del hombre, si no entre quienes demuestran su fidelidad inquebrantable a los principios de esa revolución, entre quienes, por ese hecho, siguen siendo los únicos capaces de ayudarla a consumarse y garantizar por ella la libre expresión de todas las formas del genio humano.

La finalidad de este manifiesto es hallar un terreno en el que reunir a los mantenedores revolucionarios del arte, para servir la revolución con los métodos del arte y defender la libertad del arte contra los usurpadores de la revolución. Estamos profundamente convencidos de que el encuentro en ese terreno es posible para los representantes de tendencias estéticas, filosóficas y políticas, aun un tanto divergentes. Los marxistas pueden marchar ahí de la mano con los anarquistas, a condición de que unos y otros rompan implacablemente con el espíritu policíaco reaccionario, esté representado por José Stalin o por su vasallo García Oliver. Miles y miles de artistas y pensadores aislados, cuyas voces son ahogadas por el odioso tumulto de los falsificadores regimentados, están actualmente dispersos por

el mundo. Numerosas revistas locales intentan agrupar en torno suyo a fuerzas jóvenes que buscan nuevos caminos y no subsidios. Toda tendencia progresiva en arte es acusada por el fascismo de degeneración. Toda creación libre es declarada fascista por los estalinistas. El arte revolucionario independiente debe unirse para luchar

contra las persecuciones reaccionarias y proclamar altamente su derecho a la existencia. Un agrupamiento de estas características es el fin de la Federación Internacional del Arte Revolucionario Independiente (FIARI), cuya creación juzgamos necesaria. No tenemos intención alguna de imponer todas las ideas contenidas en este llamamiento, que consideramos un primer paso en el nuevo camino. A todos los representantes del arte, a todos sus amigos y defensores que no pueden dejar de comprender la necesidad del presente llamamiento, les pedimos que alcen la voz inmediatamente. Dirigimos el mismo llamamiento a todas las publicaciones independientes de izquierda que estén dispuestas a tomar parte en la creación de la Federación internacional y en el examen de las tareas y de los métodos de acción. Cuando se haya establecido el primer contacto internacional por la prensa y la correspondencia, procederemos a la organización de modestos congresos locales

y nacionales. En la etapa siguiente deberá reunirse un congreso mundial que consagrará oficialmente la fundación de la Federación internacional.



ANDRÉ BRETON Y TROSKI (FIRMADO TAMBIÉN POR DIEGO RIVERA), 25 de julio de 1938.

miércoles, 13 de mayo de 2020

La educación en el mundo del dinero

El capitalismo, amigos, siempre el capitalismo. No sabemos cómo va a ser el curso que viene. No sabemos ni siquiera si vamos a tener alumnos. Las autoridades no saben cómo afrontar el problema de meter 30 o 40 adolescentes en una clase, porque las medidas sanitarias lo prohíben taxativamente. Se recomienda un máximo de 15 por aula y las administraciones se están quebrando la cabeza porque se les ha privado de la potestad de hacinarnos. 
Desde hace mucho tiempo, los docentes reclamamos unas ratios razonables para que el sistema de enseñanza tenga éxito, para que se logren los objetivos que, con tanta burocracia, nos instan a cumplir sin excusas. No, no es lo mismo recluir seis horas al día a quince chicos de 14 años en un espacio reducido que a 30 o 40. Lo hemos reclamado de todas las formas posibles, pero siempre aparece la misma excusa, "no hay dinero para contratar a más profesorado, no hay dinero". Habría que invitar (lo hemos hecho) a esos que gestionan el "dinero" a ver el desarrollo diario de una clase de 2º de ESO o de FP Básica con más de 25 alumnos. Con esa edad, en la que siempre se incluyen alumnos con especial conflictividad social o familiar (tres o cuatro mínimo), no se puede esperar que aprendan mucho, ni siquiera se puede pretender que se los atienda con el mimo que merecen. Ahora, las urgencias sanitarias obligan a prever una reducción drástica del número de alumnos por clase, y se desnucan buscando una fórmula que no suponga contratar a más profesorado. Me espero lo peor. 
En esta sociedad capitalista, la escuela, el instituto y hasta la universidad, se han convertido en almacenes de niños y jóvenes que permitan desarrollar la actividad económica de sus padres. Se les adoctrina en esas mismas pautas del emprendimiento y del consumo y se les saca al mundo laboral para que sean partícipes de este régimen alienado y deshumanizado. El instituto sirve para mantener a la rebeldía adolescente estabulada mientras los padres cumplimos horarios estrictos de adocenamiento. Al poder no le importa la educación y menos una educación que nos haga conscientes de nuestra situación. En esta sociedad todo tiene un valor y la educación no lo tiene tan alto como para sufragar los gastos de unas aulas racionales en cuanto a número de alumnado. Si se puede ahorrar un sueldo de profesor metiendo 10 alumnos más en clase, se hace, porque en realidad el instituto es un almacén de adolescentes, no un organismo donde se generen espíritus críticos. 
Las administraciones educativas están nerviosas porque las administraciones sanitarias les van a obligar a hacer algo que por higiene social se debería haber hecho hace muchos años y que las administraciones económicas han vetado sin descanso. Y no les quepa duda de que se van a quebrar la cabeza para no dedicar más dinero a la educación. Y no les quepa duda de que nos van a sorprender con medidas que nos sacarán de quicio y que poco aportarán a la mejora de la enseñanza (y si no, al tiempo). Porque la inercia hacia la idiocia es imprescindible para formar clientes que no se cuestionen su forma de vida.

martes, 12 de mayo de 2020

"Romance del romance" por Carlo Frabetti



La vocación narrativa del romance es evidente desde el principio, es decir, desde su nombre. En francés, le roman es la novela, y en italiano también: romanzo, y en otras lenguas romances: en portugués, en rumano… Sin embargo, en castellano no es sinónimo de novela este término, ¿por qué? Porque la propia importancia que en España tuvo y tiene el romance ha mantenido su significado indemne. O casi: también se llama romance al idilio breve; pero si hablamos de géneros literarios, se mantiene el sentido original de este término, que es este:
Un romance es un poema de arte menor donde riman los pares en asonante (quiere decir que terminan con las vocales iguales), y los impares se libran de rimar, son versos libres. Los versos son de ocho sílabas, aunque hay algunas variantes, como el del duque de Rivas que se pone como ejemplo, en muchas antologías, de romance endecasílabo o heroico, ese que decía que «Entran de dos en dos en la estacada…». Poesía popular por excelencia, con vocación narrativa, de cadencia sosegada, rica y a la vez sencilla, adoptada y adaptada por la lengua de Castilla.
Ramón Menéndez Pidal aplicó al Cantar de Mío Cid un poderoso y nuevo método histórico-crítico, que le llevó a propugnar su neotradicionalismo, según el cual los romances tienen su origen antiguo en fragmentos de cantares de gesta que, al repetirlos oralmente muchas veces, se volvieron conocidos de todos, formando parte del acervo colectivo, y luego, en el siglo XV, se comenzó a transcribirlos, surgieron los romanceros, como se llamó a los libros de romances, por ejemplo, el de Hernando del Castillo, y otro fechado en el año 1525.
El romance más antiguo del que noticia se tiene, copiado en un cartapacio en 1420, es el que empieza diciendo por boca de una mujer: «Gentil dona, gentil dona, / dona de bell paresser, / los pies tingo en la verdura / esperando este plazer». Unos años posterior, el Cancionero de Rennert, que está en el British Museum, en sus páginas ofrece las versiones manuscritas de algunos romances breves. Ya en el siglo XVI, en su año 47, se publica el Cancionero de Romances en Amberes, que propició que surgieran, en el siglo XVII, los poetas romancistas, que llegaron hasta el XX.
Juan Ramón y Federico García Lorca, Machado y Unamuno, entre otros, el romance cultivaron. Es mundialmente famoso el Romancero gitano («El jinete se acercaba / tocando el tambor del llano», escribía Federico en su Granada), y Machado, en su Campos de Castilla, tiene un romance llamado La tierra de Alvargonzález, que es su poema más largo, porque, como buen romance, más que poema es relato («En la laguna sin fondo / al padre muerto arrojaron. / No duerme bajo la tierra / el que la tierra ha labrado», nos cuenta con la voz llana del pueblo Antonio Machado).
Y aunque algunos piensen que la rima está superada y el verso libre se impone, se impone la rima blanca, el romance sigue vivo, hoy, en la copla cantada: la cuarteta de romance con ropaje musical y fuego en las entretelas, en la que lo popular y lo culto se confunden en una misma sustancia. Como dice otro Machado, Manuel, en versos del alma:

Procura tú que tus coplas
vayan al pueblo a parar,
aunque dejen de ser tuyas
para ser de los demás.
Que, al fundir el corazón
en el alma popular,
lo que se pierde de nombre
se gana de eternidad.

¿Has observado, lector o lectora, que este artículo es un romance apaisado? Al leerlo de corrido, no se nota; sin embargo, si lo leyeras con ritmo, haciendo cada ocho sílabas una pausa, un corte fino (/), se volvería un poema sin alterar su sentido. Lo que demuestra —o lo muestra, cuando menos— cuan vecino el romance es de la prosa, su talante narrativo. Y nos ayuda a entender la razón del formalismo de escribir las poesías en columnas. Esto dicho, te dejo, caro lector o lectora, me despido con la esperanza de que al menos te hayas reído.

miércoles, 6 de mayo de 2020

"No habrá ningún regreso a la normalidad" por Slavoj Zizek



INTRODUCCIÓN

NOLI ME TANGERE

“No me toques”, según Juan 20:17, es lo que Jesús le dijo a María Magdalena cuando ella lo reconoció después de su resurrección. ¿Cómo he de entender yo, un ateo cristiano confeso, entender estas palabras? En primer lugar, quiero asociarlas con la respuesta de Cristo cuando sus discípulos le preguntan cómo sabrán que ha vuelto, que ha resucitado. Cristo les dice que estará allí donde haya amor entre sus creyentes. Estará allí no como una persona a la que se puede tocar, sino como el vínculo de amor y solidaridad entre la gente. De manera que, “no me toques, toca y relaciónate con los demás en el espíritu del amor”.

Hoy en día, sin embargo, en mitad de la pandemia de coronavirus, a todos se nos bombardea precisamente con llamamientos a no tocar a los demás, sino a aislarnos, a mantener una distancia corporal adecuada. ¿Cuál es el significado de esta prohibición de “no me toques”? Las manos no pueden acercarse a la otra persona; sólo desde el interior podemos acercarnos unos a otros, y la ventana hacia el «interior» son nuestros ojos. Durante estos días, cuando te encuentras con una persona cercana a ti (o incluso con un desconocido) y mantienes la distancia adecuada, una profunda mirada a los ojos del otro puede revelar algo más que un contacto íntimo. En uno de sus fragmentos de juventud, Hegel escribió:

El ser amado no se opone a nosotros, es uno con nuestro propio ser; nos vemos a nosotros solo en él, aunque ya no es un nosotros: es un acertijo, un milagro [ein Wunder], algo que no podemos comprender.

Resulta fundamental no leer estas dos afirmaciones como algo opuesto, como si el ser amado fuera en parte un «nosotros», parte de mí, y en parte un acertijo. ¿Acaso el milagro del amor no es que formes parte de mi identidad precisamente en la medida en que sigues siendo un milagro que no puedo comprender, un acertijo no solo para mí, sino para ti? Por citar otro conocido pasaje del joven Hegel:

El ser humano es esta noche, esta nada vacía, que lo contiene todo en su simplicidad: una riqueza interminable de muchas representaciones, imágenes, de las cuales ninguna le pertenece, o que no están presentes. Se puede ver esta noche cuando uno mira a los seres humanos a los ojos.

Ningún coronavirus nos lo puede arrebatar. De manera que existe la esperanza de que esta distancia corporal incluso refuerce la intensidad de nuestro vínculo con los demás. Es solo ahora, en este momento en que tengo que evitar a muchos de los que me son próximos, cuando experimento plenamente su presencia, la importancia que tienen para mí.

Llegados a este punto, ya puedo escuchar una cínica carcajada: muy bien, a lo mejor experimentaremos esos momentos de proximidad espiritual, pero ¿cómo nos ayudará eso a enfrentarnos con la catástrofe en curso? ¿Aprenderemos algo de ello?

Hegel escribió que lo único que podemos aprender de la historia es que no aprendemos nada de la historia, así que dudo que la epidemia nos haga más sabios. Lo único que está claro es que el virus destruirá los mismísimos cimientos de nuestras vidas, provocando no solo una enorme cantidad de sufrimiento sino también un desastre económico posiblemente peor que la Gran Recesión. No habrá ningún regreso a la normalidad, la nueva «normalidad» tendrá que construirse sobre las ruinas de nuestras antiguas vidas, o nos encontraremos en una nueva barbarie cuyos signos ya se pueden distinguir. No será suficiente considerar la epidemia un accidente desafortunado, librarnos de sus consecuencias y regresar al modo en que hacíamos las cosas antes, realizando quizá algunos ajustes a nuestros sistemas de salud pública. Tendremos que plantear la siguiente pregunta: ¿qué ha fallado en nuestro sistema para que la catástrofe nos haya cogido completamente desprevenidos a pesar de las advertencias de los científicos?

COMUNISMO O BARBARIE, ¡ASÍ DE SIMPLE!

Mucha gente de la derecha y la izquierda, desde Alain Badiou hasta Byung-Chul Han, pasando por muchos otros, me han criticado, e incluso se han burlado de mí, por haber sugerido de manera repetida la llegada de una forma de comunismo como resultado de la pandemia de coronavirus. Las ideas recurrentes de la cacofonía de voces eran fácilmente predecibles: el capitalismo regresará todavía más fuerte, utilizando la pandemia para tomar impulso; todos aceptaremos en silencio el control total de nuestras vidas por los aparatos del Estado al estilo chino y como una necesidad médica; el pánico supervivencialista es eminentemente político y nos lleva a percibir a los demás como amenazas mortales, no como camaradas en una lucha. Han añadido algunas precepciones específicas de las diferencias culturales entre Oriente y Occidente: los países desarrollados de Occidente reaccionan de manera exagerada porque están acostumbrados a vivir sin auténticos enemigos. Al ser abiertos y tolerantes, y carecer de mecanismos de inmunidad cuando surge una amenaza real, se dejan llevar por el pánico. Pero ¿es el Occidente desarrollado realmente tan permisivo como afirma? ¿Acaso todo nuestro espacio político social no está permeado de visiones apocalípticas: amenazas de catástrofe ecológica, miedo de los refugiados islámicos, defensa histérica de nuestra cultura tradicional contra los LGTB+ y la teoría del género? No hay más que contar un chiste verde e inmediatamente sentirás la fuerza de la censura políticamente correcta. Nuestra permisividad hace años que se ha convertido en su opuesto.

Además, ¿no implica este aislamiento forzado un apoliticismo supervivencialista? Estoy mucho más de acuerdo con Catherine Malabou, que escribió que «una epojé, una suspensión, un paréntesis en la sociabilidad, es a veces el único acceso a la alteridad, una manera de sentirse cerca de toda la gente aislada de la Tierra. Por esta razón intento ser lo más solitaria posible en mi soledad». Se trarta de una idea profundamente cristiana: cuando me siento solo, abandonado por Dios, soy como Cristo en la cruz, absolutamente solidario con él. Y hoy en día, lo mismo se puede decir de Julian Assange, aislado en la celda de una cárcel, sin poder recibir visitas. Ahora todos somos como Assange y más que nunca necesitamos figuras como él para evitar peligrosos abusos de poder justificados por la amenaza médica. Estando aislados, el teléfono e internet son nuestro vínculo principal con los demás, y ambos están controlados por el Estado, que puede desconectarnos a su voluntad.

¿Qué sucederá, pues? Lo que anteriormente parecía imposible ya está teniendo lugar. Por ejemplo: el 24 de marzo de 2020 Boris Johnson anunció la nacionalización temporal de los ferrocarriles británicos. Tal como Assange le dijo a Yanis Varoufakis en una breve conversación telefónica: «esta nueva fase de la crisis está dejando claro, como mínimo, que todo vale, que todo es ahora posible». Naturalmente, todo fluye en todas las direcciones, de lo mejor a lo peor. Nuestra situación actual es, por lo tanto, profundamente política: nos enfrentamos a opciones radicales.

Es posible que, en algunas partes del mundo, el poder estatal se medio desintegre, que los señores de la guerra locales controlen sus territorios en una lucha por la supervivencia estilo Mad Max, sobre todo si se aceleran amenazas como el hambre o la degradación medioambiental. Es posible que los grupos extremistas adopten la estrategia nazi de «dejar morir a los viejos y los débiles para reforzar y rejuvenecer nuestra nación» (algunos grupos ya están alentando a aquellos de sus miembros que han contraído el coronavirus a propagar el contagio a los policías y a los judíos, según informaciones recabadas por el FBI). Una versión capitalista más refinada de dicho regreso a la barbarie ya se está debatiendo abiertamente en los Estados Unidos. El domingo 22 de marzo, el presidente de ese país escribió un tuit en mayúsculas: «NO PODEMOS PERMITIR QUE EL REMEDIO SEA PEOR QUE EL PROBLEMA. AL FINAL DEL PERÍODO DE 15 DÍAS TOMAREMOS UNA DECISIÓN ACERCA DE EN QUÉ DIRECCIÓN QUEREMOS IR». El vicepresidente Mike Pence, que encabeza el grupo de trabajo de la Casa Blanca contra el coronavirus, había dicho ese mismo día que el lunes siguiente los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades federales publicarían unas directrices para permitir que la gente ya expuesta al coronavirus pudiera regresar al trabajo cuanto antes. Y el consejo de redacción del Wall Street Journal advirtió que «las autoridades federales y estatales tienen que comenzar a ajustar ya su estrategia antivirus para evitar una recesión económica que hará palidecer la que tuvo lugar en 2008-2009». Bret Stephens, columnista conservador del New York Times, al que Trump sigue atentamente, escribió que tratar el virus como una amenaza comparable a la Segunda Guerra Mundial «es algo que hay que poner en entredicho de manera agresiva antes de que se impongan soluciones posiblemente más destructivas que el propio virus». Dan Patrick, vicegobernador de Texas, apareció en la Fox News para argumentar que prefería morir antes que ver cómo las medidas de salud pública perjudicaban la economía estadounidense, y que creía que «muchos abuelos» de todo el país estarían de acuerdo con él. «Mi mensaje: volvamos al trabajo, sigamos viviendo, seamos inteligentes, y aquellos que tenemos más de 70 años sabremos cuidaremos».

La única ocasión, en los últimos años, en que tuvo lugar algo parecido fue, que yo sepa, en los últimos años del gobierno de Ceausescu en Rumania, cuando los hospitales simplemente no aceptaban el ingreso de jubilados, fuera cual fuera su estado, porque no eran considerados de ninguna utilidad para la sociedad. El mensaje de dichos pronunciamientos es evidente: la elección es entre un número sustancial, aunque incalculable, de vidas humanas y el «modo de vida» americano (es decir, capitalista). En esta elección, las vidas humanas pierden. Pero ¿es esta la única elección? ¿No estamos ya haciendo algo diferente, incluso en Estados Unidos? Naturalmente que es imposible mantener indefinidamente cerrado todo un país, ni por supuesto el mundo entero…, pero se puede transformar, reiniciarse de una nueva manera. No tengo ningún prejuicio sentimental: quién sabe lo que tendremos que hacer, desde movilizar a aquellos que se han recuperado y son inmunes, para que mantengan los servicios sociales necesarios hasta conseguir que haya píldoras para permitir una muerte indolora en aquellos casos perdidos cuya vida no es más que un absurdo y prolongado sufrimiento. Pero no tenemos una sola alternativa, sino que ya estamos planteando opciones.

Por eso es un error la postura de aquellos que ven la crisis como un momento apolítico en el que el poder estatal debería cumplir con su deber y nosotros seguir sus instrucciones, con la esperanza de que en un futuro no muy lejano se restaure algún tipo de normalidad. Deberíamos seguir aquí a Immanuel Kant, que escribió en relación con las leyes estatales: «¡Obedeced, pero pensad, mantened la libertad de pensamiento!». Hoy en día necesitamos más que nunca lo que Kant denominaba el «uso público de la razón». Está claro que las epidemias regresarán, combinadas con otras amenazas ecológicas, desde sequías hasta plagas de langostas, de manera que es ahora cuando hay que tomar decisiones difíciles. Esto es lo que no comprenden los que afirman que se trata simplemente de otra epidemia con un número relativamente pequeño de muertos: sí, no es más que una epidemia, pero ahora vemos que las advertencias anteriores acerca de estas epidemias estaban plenamente justificadas, y que no van a tener fin. Naturalmente, podemos adoptar una «prudente» actitud resignada actitud de «han ocurrido cosas peores, no hay más que pensar en las plagas medievales…». Pero la mismísima necesidad de esta comparación ya dice mucho. El pánico que estamos experimentando da fe de que está ocurriendo algún tipo de progreso ético, aun cuando a veces sea hipócrita: ya no estamos dispuestos a aceptar las plagas como nuestro destino.

Ahí es donde aparece mi de «comunismo», no como un sueño inconcreto, sino simplemente como el nombre para lo que ya está sucediendo (o al menos lo que muchos perciben como una necesidad): medidas que ya se están contemplando, e incluso haciendo entrar en vigor parcialmente. No es la visión de un futuro luminoso sino más bien de un «comunismo del desastre» como antídoto del «capitalismo del desastre». El Estado no solo debería asumir un papel mucho más activo, reorganizando la fabricación de los productos más necesarios, como mascarillas, kits de pruebas y respiradores, requisando hoteles y otros complejos de vacaciones, garantizando el mínimo de supervivencia a todos los desempleados, etc., sino hacer todo esto abandonando los mecanismos del mercado. Solo hay que pensar en los millones de personas, como los que trabajan en la industria turística, cuyos trabajos, al menos en algunos casos, se perderán y ya no tendrán sentido. Su destino no se puede dejar en manos de los mecanismos del mercado o de estímulos puntuales. Y no nos olvidemos de los refugiados que todavía intentan entrar en Europa. ¿De verdad cuesta comprender su desesperación cuando un territorio bajo confinamiento por una epidemia sigue siendo un destino atractivo para ellos?

Hay dos cosas más que están claras. El sistema sanitario institucional tendrá que contar con la ayuda de comunidades locales para que cuiden a los débiles y a los ancianos. Y, en el lado opuesto de la escala, habrá que organizar algún tipo de cooperación internacional eficaz para producir y compartir recursos. Si los Estados simplemente se aíslan, comenzarán las guerras. A todo esto me refiero cuando hablo de «comunismo», y no veo ninguna alternativa que no sea una nueva barbarie. ¿Hasta dónde llegará? No sabría decirlo: lo único que sé es que es urgente se dé cuenta, y, como ya hemos visto, lo están llevando a la práctica políticos como Boris Johnson, que desde luego no es ningún comunista.

Las líneas que nos separan de la barbarie son cada vez más claras. Uno de los signos de la civilización actual es que cada vez más gente comprende que la prolongación de las diversas guerras que recorren el planeta es algo totalmente demencial y absurdo. Y también que la intolerancia hacia las demás razas y cultura, y hacia las minorías sexuales, resulta insignificante en comparación con la escala de la crisis a la que nos enfrentamos. Por eso, aunque hacen falta medidas de guerra, me parece problemático el uso de la palabra «guerra» para nuestra lucha contra el virus: el virus no es un enemigo con planes y estrategias para destruirnos, es sólo un estúpido mecanismo que se autorreplica.

Esto es lo que no comprenden aquellos que deploran nuestra obsesión con la supervivencia. Hace poco Alenka Zupančič releyó un texto de Maurice Blanchot de la época de la Guerra Fría acerca del miedo a la autodestrucción nuclear de la humanidad. Blanchot muestra que nuestro desesperado deseo de supervivencia no implica la postura de «olvidémonos de los cambios, procuremos mantener el estado actual de las cosas, salvemos nuestras vidas desnudas». De hecho, es más bien lo contrario: solo mediante nuestro esfuerzo para salvar a la humanidad de la autodestrucción crearemos una nueva humanidad. Sólo a través de esta amenaza mortal podemos vislumbrar una humanidad unificada.

sábado, 2 de mayo de 2020

"Una plaga entre dos mundos" por Orhan Pamuk



Desde hace cuatro años estoy escribiendo una novela histórica situada en 1901, durante lo que se conoce como la tercera pandemia de peste, un brote de peste bubónica que mató a millones de personas en Asia pero no tanto en Europa. Durante los dos últimos meses, amigos y familiares, editores y periodistas que están al tanto del tema de la novela, Nights of Plague, me han hecho un montón de preguntas sobre las pandemias.

Sobre todo les provocan curiosidad los paralelismos entre la pandemia de coronavirus actual y los brotes históricos de peste y cólera. Y hay sobreabundancia de paralelismos. En toda la historia de la humanidad y la literatura, lo que asemeja las pandemias no es solo la coincidencia de gérmenes y virus, sino el hecho de que nuestra primera reacción siempre es la misma.

La respuesta inicial al brote siempre ha consistido en negarlo. Los gobiernos nacionales y locales siempre tardan en reaccionar, distorsionan los datos y manipulan las cifras para negar la existencia del contagio.

En las primeras páginas de Diario del año de la peste, la obra literaria más esclarecedora que se ha escrito jamás sobre el contagio y el comportamiento humano, Daniel Defoe cuenta que, en 1664, las autoridades locales de algunos barrios de Londres, para intentar que el número de fallecimientos por la peste pareciera menor del que era, se dedicaron a inscribir otras enfermedades inventadas como causas oficiales de defunción.

En su novela de 1827 Los novios —quizá la novela más realista que existe sobre un brote de peste—, el escritor italiano Alessandro Manzoni describe y apoya la ira de la población ante la reacción oficial a la peste de 1630 en Milán. A pesar de las pruebas visibles, el gobernador de Milán hace caso omiso de la amenaza y ni siquiera está dispuesto a anular las celebraciones por el cumpleaños de un príncipe local. Manzoni demuestra que la enfermedad se extendió a toda velocidad porque las restricciones fueron insuficientes, su aplicación fue laxa y sus conciudadanos no las respetaron.

Gran parte de la literatura sobre plagas y enfermedades contagiosas presenta el descuido, la incompetencia y el egoísmo de los que están en el poder como únicos instigadores de la furia de las masas. Pero los mejores escritores, como Defoe y Camus, ofrecen a sus lectores la posibilidad de vislumbrar algo más que la política bajo la ola de furia popular, algo intrínseco de la condición humana.

La novela de Defoe nos demuestra que, detrás de las interminables protestas y la rabia infinita, existe también una indignación contra el destino, contra una voluntad divina que presencia y tal vez incluso condona toda esa muerte y ese sufrimiento humano, así como contra las instituciones de la religión organizada, que no parecen saber cómo lidiar con nada.

La otra reacción universal y aparentemente espontánea de la humanidad a las pandemias ha consistido siempre en crear rumores y difundir falsas informaciones. En el pasado, los rumores se alimentaban sobre todo de las informaciones erróneas y la imposibilidad de captar la situación global.

Defoe y Manzoni escribieron sobre personas que guardaban las distancias cuando se encontraban por la calle durante las epidemias pero que, al mismo tiempo, se pedían noticias y anécdotas de sus respectivos pueblos y barrios, para ir componiendo una imagen más general de la enfermedad. Solo así podían aspirar a eludir la muerte y encontrar un refugio seguro.

En un mundo sin periódicos, radio, televisión ni Internet, la mayoría analfabeta no disponía más que de su imaginación para discernir dónde estaba el peligro, su gravedad y el grado de tormento que podía causar. Esa dependencia de la imaginación daba a los miedos de cada persona una voz propia, que teñía de un tono lírico: localizado, espiritual y mítico.

Los rumores más comunes durante las epidemias de peste se referían a quién había introducido la enfermedad y cuál era su origen. A mediados de marzo, cuando el pánico y el miedo empezaban a extenderse por Turquía, el director de mi sucursal bancaria en Cihangir, el barrio de Estambul en el que vivo, me dijo con aire de complicidad que “esta cosa” era la represalia económica de China contra Estados Unidos y el resto del mundo.

La plaga, como el mal encarnado, siempre se ha retratado como algo procedente de fuera, que ya había golpeado en algún otro sitio sin que se hiciera lo suficiente para contenerla. En su relato sobre la propagación de la peste en Atenas, Tucídides empezaba destacando que el brote había empezado muy lejos, en Etiopía y Egipto.

En Los novios, Manzoni describía una figura que ha estado presente en la imaginación popular durante las epidemias desde la Edad Media: todos los días había algún rumor sobre esa presencia malévola y diabólica que merodeaba en la oscuridad esparciendo líquido infectado en los picaportes y las fuentes. O quizá había un anciano exhausto que se había sentado en el suelo, en el interior de una iglesia, y al que una mujer que pasaba acusaba de haber frotado su abrigo por todas partes para extender la enfermedad. Y entonces, enseguida, se reunía una turba dispuesta a lincharle.

Estos brotes inesperados e incontrolables de violencia, habladurías, pánico y rebelión son habituales en los relatos sobre epidemias de peste a partir del Renacimiento. Ya en el Imperio Romano, Marco Aurelio acusó a los cristianos de la plaga de viruela antonina, porque no participaban en los ritos para obtener el favor de los dioses romanos. Y en epidemias posteriores, se acusó a los judíos de envenenar los pozos, tanto en el Imperio Otomano como en la Europa cristiana.

La historia y la literatura de las plagas nos demuestra que lo intensos que sean el sufrimiento, el miedo a la muerte, el terror metafísico y la sensación de estar viviendo algo extraordinario que experimenta la población afectada, también determina la intensidad de su ira y su malestar político.

Igual que ocurrió con aquellas antiguas plagas, los rumores infundados y las acusaciones basadas en la identidad nacionalista, religiosa, étnica y regionalista han influido de forma significativa en el desarrollo de los acontecimientos durante la epidemia de coronavirus. También ha contribuido a ello la afición de las redes sociales y los medios populistas de derechas a dar un altavoz a las mentiras.

Pero hoy tenemos acceso a un volumen increíblemente mayor de informaciones fiables sobre la pandemia que estamos viviendo que en cualquier otra época anterior. Ese es otro motivo por el que el poderoso y justificable miedo que sentimos es tan diferente. Nuestro terror se alimenta menos de rumores y más de datos precisos.

A medida que vemos cómo se multiplican los puntos rojos en el mapa de nuestros países y del mundo, nos damos cuenta de que no queda ningún sitio al que huir. No necesitamos nuestra imaginación para temer lo peor. Contemplamos imágenes de grandes camiones negros del ejército que transportan cadáveres de pequeños pueblos italianos a los crematorios cercanos como si estuviéramos viendo nuestro propio entierro.

Ahora bien, el terror que sentimos excluye la imaginación y la particularidad y revela hasta qué punto son inesperadamente similares nuestras frágiles vidas y nuestra humanidad común. El miedo, como la idea de morir, nos hace sentirnos solos, pero la conciencia de que todos estamos experimentando una angustia similar nos saca de nuestra soledad.

Saber que toda la humanidad, desde Tailandia hasta Nueva York, comparte nuestra inquietud sobre cómo y dónde llevar mascarilla, la forma más segura de manipular la comida que hemos comprado y si debemos mantenernos en cuarentena es un recordatorio constante de que no estamos solos. Produce un sentimiento de solidaridad. Nuestro miedo deja de mortificarnos; descubrimos cierta humildad en el hecho de que fomenta la mutua comprensión.

Cuando veo las imágenes televisadas de gente que espera ante los mayores hospitales del mundo, comprendo que mi terror lo siente también el resto de la humanidad y no me siento solo. Con el tiempo, mi miedo me avergüenza menos y me parece, cada vez más, una reacción perfectamente sensata. Me acuerdo de aquel viejo dicho sobre epidemias y plagas, que afirma que quienes tienen miedo viven más tiempo.

Al final, comprendo que el miedo provoca dos respuestas diferentes, en mí y quizá en todos nosotros. A veces me empuja a encerrarme en mí mismo, en la soledad y el silencio. En otras ocasiones, me enseña a ser humilde y practicar la solidaridad. Empecé a pensar en escribir una novela sobre la peste hace 30 años y, ya entonces, lo que más me interesaba era el miedo a la muerte.

En 1561, el escritor Ogier Ghiselin de Busbecq —que fue embajador del Imperio Habsburgo ante el Imperio Otomano durante el reinado de Suleimán el Magnífico— escapó de la plaga en Estambul refugiándose a seis horas de distancia, en la isla de Prinkipo, la mayor de las Islas Príncipe, situadas al sureste de la ciudad, en el mar de Mármara. Advirtió que las leyes de cuarentena implantadas en Estambul eran demasiado poco estrictas y declaró que los turcos eran “fatalistas” debido a su religión, el islam.

Aproximadamente siglo y medio después, incluso el sabio Defoe escribía en su novela sobre la peste en Londres: “Los turcos y los mahometanos [...] profesaban ideas de predestinación y creían que cada hombre tenía su fin predeterminado”. Mi novela sobre la plaga iba a ayudarme a reflexionar sobre el “fatalismo” musulmán en el contexto del laicismo y la modernidad.

Sean fatalistas o no, históricamente, siempre fue más difícil convencer a los musulmanes que a los cristianos de que toleraran las medidas de cuarentena durante una epidemia, especialmente en el Imperio Otomano. A las frecuentes protestas por motivos comerciales de tenderos y agricultores de todas las confesiones, en las comunidades musulmanas se unían las dudas sobre la modestia femenina y la intimidad en el hogar. A principios del siglo XIX, dichas comunidades exigían “médicos musulmanes”, ya que en aquella época los médicos eran en su mayoría cristianos, incluso en el Imperio Otomano.

A partir de 1850, cuando empezaron a abaratarse los viajes en barcos de vapor, los peregrinos que se dirigían a los santos lugares musulmanes de La Meca y Medina se convirtieron en los portadores y difusores de enfermedades infecciosas más prolíficos del mundo. Al comienzos del siglo XX, para controlar el tráfico de peregrinos a las dos ciudades y el regreso a sus países de origen, los británicos establecieron una de las principales oficinas de cuarentena en Alejandría, Egipto.

Estos hechos históricos fueron los responsables de que se extendieran el estereotipo del “fatalismo” musulmán y la idea preconcebida de que ellos y los demás pueblos de Asia eran los causantes y únicos portadores de las enfermedades contagiosas.

Cuando, al final de Crimen y castigo, de Fiodor Dostoyevski, el protagonista de la novela, Raskolnikov, sueña con una plaga, la narración responde a esa misma tradición literaria: “Soñó que todo el mundo estaba condenado a una nueva plaga extraña y terrible que había llegado a Europa desde las profundidades de Asia”.

En los mapas de los siglos XVII y XVIII, la frontera política del Imperio otomano, donde se pensaba que comenzaba el mundo más allá de Occidente, coincidía con el Danubio. Pero la frontera cultural y antropológica entre los dos mundos la marcaba la peste, así como el hecho de que era mucho más probable contagiarse al este del Danubio.

Esa situación, además de consolidar la noción del fatalismo innato que solía atribuirse a las culturas orientales y asiáticas, reforzó la idea preconcebida de que las plagas y otras epidemias siempre venían de los rincones más oscuros de Oriente.

La imagen que nos ofrecen numerosos relatos históricos locales es que, incluso durante las grandes pandemias, las mezquitas de Estambul seguían oficiando funerales, los deudos seguían visitándose unos a otros para darse el pésame y abrazarse entre lágrimas y a la gente, en lugar de preocuparse tanto por el origen de la enfermedad y cómo estaba extendiéndose, le interesaba más estar debidamente preparada para el siguiente entierro.

Sin embargo, durante la actual pandemia de coronavirus, el Gobierno turco ha adoptado una actitud laica, ha prohibido los funerales por los que han muerto de la enfermedad y ha tomado la rotunda decisión de cerrar las mezquitas los viernes, cuando los fieles, normalmente, se reúnen en grandes cantidades para la oración más importante de la semana. Y los turcos no se han opuesto a estas medidas. Nuestro miedo es grande, pero también cauto y paciente.

Para que de esta pandemia surja un mundo mejor, debemos abrazar y cultivar los sentimientos de humildad y solidaridad engendrados por el momento que vivimos.

miércoles, 22 de abril de 2020

"En favor de Pérez Galdós" por Mario Vargas Llosa


Tengo a Javier Cercas por uno de los mejores escritores de nuestra lengua y creo que, cuando el olvido nos haya enterrado a sus contemporáneos, por lo menos tres de sus obras maestras, Soldados de Salamina, Anatomía de un instante y El impostor, tendrán todavía lectores que se volcarán hacia esos libros para saber cómo era nuestro presente, tan confuso. Es también un valiente. Quiere su tierra catalana, vive en ella y, cuando escribe artículos políticos criticando la demagogia independentista, es convincente e inobjetable.
En la muy civilizada polémica que tuvo sobre Benito Pérez Galdós hace algún tiempo con Antonio Muñoz Molina, Cercas dijo que la prosa del autor de Fortunata y Jacinta no le gustaba. “Entre gustos y colores, no han escrito los autores”, decía mi abuelo Pedro. Todo el mundo tiene derecho a sus opiniones, desde luego, y también los escritores; que dijera aquello en el centenario de la muerte de Pérez Galdós, cuando toda España lo recuerda y lo celebra, tenía algo de provocación. A mí no me gusta Marcel Proust, por ejemplo, y por muchos años lo oculté. Ahora ya no. Confieso que lo he leído a remolones; me costó trabajo terminar En busca del tiempo perdido, obra interminable, y lo hice a duras penas, disgustado con sus larguísimas frases, la frivolidad de su autor, su mundo pequeñito y egoísta, y, sobre todo, sus paredes de corcho, construidas para no distraerse oyendo los ruidos del mundo (que a mí me gustan tanto). Me temo que si yo hubiera sido lector de Gallimard cuando Proust presentó su manuscrito, tal vez hubiera desaconsejado su publicación, como hizo André Gide (se arrepintió el resto de su vida de este error). Todo esto para decir que, en aquella polémica, estuve al lado de Muñoz Molina y en oposición a mi amigo Javier Cercas.

Había nacido en Las Palmas de Gran Canaria, el 10 de mayo de 1843, hijo del teniente coronel Sebastián Pérez, jefe militar de la isla, que, además, tenía tierras y varios negocios a los que dedicaba buena parte de su tiempo. Tuvo 10 hermanos y la madre, doña María de los Dolores de Galdós, de mucho carácter, llevaba los pantalones de la casa. Ella decidió que Benito, quien, al parecer, enamoraba a una prima que a ella no le gustaba, se viniera a Madrid cuando tenía 19 años a estudiar Derecho. Benito le obedeció, vino a Madrid, se matriculó en la Complutense, pero se desencantó muy rápido de las leyes. Lo atrajeron más el periodismo y la bohemia madrileña —la vida de los cafés donde se reunían pintores, escribidores, periodistas y políticos— y se orientó más bien hacia la literatura. Lo hizo con un amor a Madrid que no ha tenido ningún otro escritor, ni antes ni después que él. Fue el más fiel y el mejor conocedor de sus calles, comercios y pensiones, sus tipos humanos, costumbres y oficios, y, por supuesto, de su historia.Creo injusto decir que Benito Pérez Galdós fuera un mal escritor. No sería un genio —hay muy pocos—, pero fue el mejor escritor español del siglo XIX, y, probablemente, el primer escritor profesional que tuvo nuestra lengua. En aquellos tiempos en España o América Latina era imposible que un escritor viviera de sus derechos de autor, pero Pérez Galdós tuvo la suerte de tener una familia próspera, que lo admiraba y que lo mantuvo, garantizándole el ejercicio de su vocación y, sobre todo, la independencia, que le permitía escribir con libertad.
Hay fotos que muestran la gran concentración de madrileños el día de su entierro, el 5 de enero de 1920, que acompañaron sus restos hasta el cementerio de la Almudena; al menos treinta mil personas acudieron a rendirle ese póstumo homenaje. Aunque todos aquellos que siguieron su carroza funeraria no lo hubieran leído, había adquirido enorme popularidad. ¿A qué se debía? A los Episodios nacionales. Él hizo lo que Balzac, Zola y Dickens, por los que sintió siempre admiración, hicieron en sus respectivas naciones: contar en novelas la historia y la realidad social de su país, y, aunque sin duda no superó ni al francés ni al inglés (pero sí a Émile Zola), con sus Episodios estuvo en la línea de aquellos, convirtiendo en materia literaria el pasado vivido, poniendo al alcance del gran público una versión amena, animada, bien escrita, con personajes vivos y documentación solvente, de un siglo decisivo de la historia española: la invasión francesa, las luchas por la independencia contra los ejércitos de Napoleón, la reacción absolutista de Fernando VII, las guerras carlistas.
Su mérito no es haberlo hecho sino cómo lo hizo: con objetividad y un espíritu comprensivo y generoso, sin parti pris ideológico, tratando de distinguir lo tolerable y lo intolerable, el fanatismo y el idealismo, la generosidad y la mezquindad en el seno mismo de los adversarios. Eso es lo que más llama la atención leyendo los Episodios: un escritor que se esfuerza por ser imparcial. Nada hay más lejos del español recalcitrante y apodíctico de las caricaturas que Benito Pérez Galdós. Era un hombre civil y liberal, que, incluso, en ciertas épocas se sintió republicano, pero, antes que político, fue un hombre decente y sereno; al narrar un período neurálgico de la historia de España, se esforzó por hacerlo con imparcialidad, diferenciando el bien del mal y procurando establecer que había brotes de los dos en ambos adversarios. Esa limpieza moral da a los Episodios nacionales su aire justiciero y por eso sentimos sus lectores, desde Trafalgar hasta Cánovas, gran cercanía con su autor.
Escribía así porque era un hombre de buena entraña o, como decimos en el Perú, muy buena gente. No siempre lo son los escritores; algunos pecan de lo contrario, sin dejar de ser magníficos escribidores. El talento de Pérez Galdós estaba enriquecido por un espíritu de equidad que lo hacía irremediablemente amable y creíble.
Se advierte también en su vida privada. Permaneció soltero y sus biógrafos han detectado que tuvo tres amantes duraderas y, al parecer, muchas otras transeúntes. A la primera, Lorenza Cobián González, una asturiana humilde, madre de su hija María (a la que reconoció y dejó como heredera), que era analfabeta, le enseñó a escribir y leer. Sus amoríos con doña Emilia Pardo Bazán, mujer ardiente salvo cuando escribía novelas, son bastante inflamados. “Te aplastaré”, le dice ella en una de sus cartas. No hay que tomarlo como licencia poética; doña Emilia, escritora púdica, era, por lo visto, un diablillo lujurioso. La tercera fue una aprendiz de actriz, bastante más joven que él: Concepción Morell Nicolau. Pérez Galdós apoyó su carrera teatral y el rompimiento, en el que intervinieron varios amigos, fue discreto.
Su gran defecto como escritor fue ser preflaubertiano: no haber entendido que el primer personaje que inventa un novelista es el narrador de sus historias, que éste es siempre —personaje o narrador omnisciente— una invención. Por eso sus narradores suelen ser personajes “omniscientes”, que, como Gabriel Araceli y Salvador Monsalud, tienen un conocimiento imposible de los pensamientos y sentimientos de los otros personajes, algo que conspira contra el “realismo” de la historia. Pérez Galdós disimulaba esto atribuyendo aquel conocimiento a los “historiadores” y testigos, algo que introducía una sombra de irrealidad en sus historias; pasaban, a la larga, desapercibidos, pero sus lectores más avezados debían de adaptar su conciencia a aquellos deslices, después de que Flaubert, en las cartas que escribió a Louise Colet mientras hacía y rehacía Madame Bovary, dejara claro esta revolucionaria concepción del narrador como personaje central, aunque a menudo invisible, de toda narración.