«Todas las familias felices son iguales; cada familia infeliz lo es a su manera». La célebre apertura de Anna Karenina constata una de las grandes verdades del estudio de la literatura: muchos de los grandes autores no solamente han producido obras inmensas por su valor y trascendencia, sino que de una manera consciente o inconsciente han dejado en ellas una especie de libro de instrucciones con el que interpretar su legado. Asumiendo que esto es así, el trabajo de los que estudiamos la literatura (o de aquellos que la adoran hasta el punto de perder el tiempo interpretándola) es desentrañar esa especie de libro de claves discontinuo que han dejado oculto en la profundidad de sus textos. Cuando a principios del siglo XX algunos críticos quisieron alejar el estudio de la literatura del biografismo, amparándose en la idea de que eso haría que sus resultados fueran más científicos (como si eso fuera bueno en su totalidad), no se daban cuenta de que la mayor parte de los escritores —yo me atrevería incluso a sugerir que los mejores— componen con lo que les sobra o falta de sus vidas, de modo que entrar en contacto con su biografía supone conocer mejor los ladrillos y el cemento de sus construcciones literarias.
Los estudios culturales y feministas, en su afán por revisar la historia y poner los mitos patas arriba, han colocado en las bibliotecas un aluvión de estudios, algunos irrelevantes y miopes, pero también resulta indudable que han aportado mucho en la gestión de los mitos. Uno de sus mayores aciertos ha sido la demostración a partir de biografías entre revisionistas y justicieras del dolor que estos genios infligían a su entorno, mayormente a sus parejas. En definitiva, con nuestro cambio de mentalidad hemos aprendido a medir la genialidad del autor solamente en su campo artístico, y no caer en la tentación de extenderla de manera automática a su persona. Cada vez se toleran menos ciertas monstruosidades realizadas bajo el amparo de la genialidad. Vivimos inmersos en la moda necesaria de la creación de biografías de mujeres que han sufrido a grandes artistas, y por este rodillo de tinta y papel han pasado ya artistas como Dickens, Picasso o Rodin, y otros muchos esperan a ser pasados por la criba.
La vida de Sofía Tolstói es uno de esos ejemplos de mujeres abnegadas que vivieron el infierno en la tierra aguantando a un genio literario. Madre de trece hijos, el peso de sus tareas en Yásnaia Poliana, la finca familiar de los Tolstói, fue verdaderamente inhumano durante grandes etapas de su vida, algo que además su marido nunca pareció compensar, al menos en lo afectivo. Por si las tareas domésticas fueran poco, a lo largo de su vida Sofía vivió una especie de castigo de Sísifo en la obligación de pasar a limpio cada manuscrito del autor, en ocasiones hasta cinco veces, teniendo con frecuencia que utilizar una lupa para desentrañar la difícil letra de su marido. En un tiempo en que se encontró enferma y postrada en la cama, idearon un artilugio de madera para que pudiera seguir escribiendo desde esa posición.
Pero lo que me lleva a escribir este artículo no es revelar cuánto sufrió Sofía Tolstói, un tema que requeriría bastante más espacio y del que existen precedentes muy bien realizados (mi favorito es el libro de Alexandra Popoff, editado en español por Circe), sino compartir con el lector la fascinación que me produce el hecho de que Tolstói se crease un sistema de vida en el que todo estaba de una manera u otra controlado y regido por la escritura. Para entender bien el proceso, hay que recordar que el gran narrador ruso fue peculiar incluso para digerir la fama: al contrario de lo que ocurre a la mayor parte de los artistas, con el éxito de Guerra y paz y Anna Karenina dejó atrás gran parte de los vicios que le lastraban, haciéndose cada vez más espiritual y convirtiéndose paulatinamente en una especie de gran chamán de moral exclusiva, en la que el contacto con la naturaleza y la vida sencilla eran los pilares fundamentales.
En un momento de su vida abrazó un pacifismo absoluto (que el gobierno ruso de la época siempre vio con recelo) e intentó llevar una vida tan austera que se cuenta que llegó a fabricarse sus propios zapatos. Cuando nos referimos a León Tolstói, no solemos recordar que esa paz sobria llegó después de una juventud plagada de excesos, que acabó cuando la escritura entró plenamente en su vida. Para conseguirlo el autor ruso ideó y puso por escrito una larga lista de reglas que debían gobernar su comportamiento a partir de ese instante, máximas encaminadas a evitar que volviera a caer en la vida disipada que había conocido hasta que cumplió los treinta y tantos. Al tiempo que dejaba que estas normas gobernaran su vida, se acostumbró a escribir un preciso y pormenorizado diario de ocupaciones, en el que apuntaba cuanto hacía casi minuto a minuto, incluyendo cada debilidad moral que hallaba en su comportamiento. En definitiva, su escritura actuaba como una especie de policía de sí mismo. Hay que reconocer al escritor ruso que tuvo la fuerza necesaria para cumplir la mayoría de estas normas, y las reglas funcionaron el resto de su vida como una especie de gran cárcel en la que Tolstói encerró sus vicios. Repasar dichas normas hoy es un ejercicio divertido, pues incluyen desde cuestiones prácticas (evitar el azúcar, dormir durante el día no más de dos horas y estar en cama a las diez y despertarse a las cinco), éticas (ayudar a los pobres, no tener en cuenta ninguna opinión de los demás que no esté basada en la razón) hasta algunas bastante llamativas (no dejar volar la imaginación más que cuando sea necesario, no visitar un burdel más de dos veces al mes).
Como una prueba más de que León Tolstói tenía más confianza en lo que escribía que en lo que era capaz de verbalizar, siempre he disfrutado otra anécdota suya relacionada con los diarios en la que se cuenta que la noche previa a contraer matrimonio con Sofía (ella tenía entonces dieciocho años y él treinta y cuatro), León Tolstói obligó a su mujer a leer todos sus diarios de juventud, en los que daba detalles explícitos de todas las correrías previas a conocerla. El contenido no debía ser poca cosa, pues dos semanas después de su lectura, el 8 de octubre de 1862, Sofía escribía en su diario que «el pasado de mi marido es tan horrible que no creo que pueda aceptarlo nunca».
Pero de entre todos los textos en los que uno puede hurgar para recrear la existencia del escritor y las relaciones con su entorno —ese libro de instrucciones al que me refería al principio—, no hay ninguno que proporcione una sensación de realidad más escalofriante que la que ofrece el diario del matrimonio, hasta el punto de que bucear en sus páginas con frecuencia parece más una violación de la intimidad que un proceso de lectura legítimo. No es exagerado afirmar que conocer las fuerzas internas del matrimonio de León Tolstói con Sofía Behrs a través de su diario supone realizar una especie de viaje al subconsciente de ambos, dado el grado de detalle, aparente sinceridad y hasta violencia con el que realizaban cada entrada. Hablo de ambos diarios como si fueran uno porque durante gran parte de su vida en común los Tolstói compartían diario, y además utilizaban las entradas de cada día para comunicarse cuestiones que no habían sido capaces de decirse cara a cara o no habían encontrado el tiempo para verbalizar. Como una bella paradoja más en esta historia de dominio de lo escrito sobre cualquier forma de comunicación, encontramos el hecho de que dos personas que vivían en una finca aislada del mundo se comunicaban mediante un cuaderno, mostrando hasta qué punto en Yásnaia Poliana se había sublimado la comunicación escrita.
Si uno revisa los diarios, obtiene con frecuencia una especie de repertorio de quejas conyugales, que ilustran mejor que ningún biógrafo el deterioro de la pareja: al parecer, según el carácter de Tolstói se hacía más elevado en lo espiritual, perdía interés en lo que la relación con su familia pudiera aportarle. Aun asumiendo la diferencia cultural de un periodo histórico tan alejado del nuestro (estamos estudiando con ojos del siglo XXI un matrimonio de finales del siglo XIX y principios del XX), la relación de León Tolstói con su esposa es una muestra modélica —por lo desgraciada— de lo que los estudiosos del comportamiento llaman poder negro, y que es nombrado popularmente como la cara oculta del genio. Las quejas de Sofía presentes en los diarios normalmente van dirigidas a la frialdad con la que León la trataba. Hay un momento desgarrador y que viene muy bien para ilustrar esa difícil convivencia del genio y la persona a la que me refería anteriormente, cuando Sofía menciona que «si tuviera conmigo una pizca de la comprensión psicológica que demuestra en sus novelas, habría entendido el dolor y la tristeza en la que vivo» (2). Uno vibra al leer en más de una ocasión a Sofía mencionando el suicido (en diario compartido, no lo olvidemos) como una salida a su matrimonio. Tolstói, normalmente más alejado en su diario de las cuestiones domésticas, también dedica de cuando en cuando alguna entrada a quejarse abiertamente de su mujer, como en la entrada del 8 de enero de 1863: «Por la mañana, su ropa. Ella me desafió con que objetara algo, y entonces lo hice, y a partir de ahí, todo lágrimas y explicaciones vulgares. […] No estoy nada contento conmigo en esas ocasiones, especialmente con los besos —son parches falsos…—. Siento que estoy deprimido, pero ella más. […] Ella me dice que soy amable. No me gusta que me lo digan».
En los diarios hay además un dato curioso que refleja el progresivo distanciamiento entre ambos: en algún momento de su relación, Sofía deja de referirse a su marido en estos textos privados como Lyova (término entendido como familiar o cariñoso) para nombrarle a partir de ese momento Lev Nikolaevich, con el distanciamiento que conlleva la referencia del nombre completo. La aventura del diario en común no duró toda su vida matrimonial. En algún momento de su vida, el autor ruso pareció aburrirse del juego de la información común, y después de veinte años de diarios compartidos, Tolstói comenzó a esconderlos de Sonia, y se cuenta que durante mucho tiempo ella los buscó de manera incesante y casi paranoica, sin dar con ellos.
Prácticamente todos los biógrafos de la pareja coinciden en afirmar que el periodo más feliz del matrimonio entre Sofía y León Tolstói fue la época en la que el escritor trabajaba en sus dos obras maestras, Guerra y paz y Anna Karenina. A partir de este hecho podríamos pensar, dejando volar algo nuestra imaginación, en una plenitud artística que empapara la personal, o al revés. El escritor murió en la estación de tren de una pequeña localidad llamada Astapovo de la complicación de una neumonía. Tenía entonces ochenta y dos años, y acababa de abandonar a su esposa tras cuarenta y ocho años de matrimonio. Antes de marcharse, como no podía ser de otra forma, le dejó una nota escrita. En ella contaba en un tono de escritura aparentemente sereno, casi gélido, que «Estoy haciendo lo que los hombres de mi edad suelen hacer: dejar la vida mundana para pasar los últimos días de mi vida en soledad y silencio».