sábado, 2 de mayo de 2020

"Una plaga entre dos mundos" por Orhan Pamuk



Desde hace cuatro años estoy escribiendo una novela histórica situada en 1901, durante lo que se conoce como la tercera pandemia de peste, un brote de peste bubónica que mató a millones de personas en Asia pero no tanto en Europa. Durante los dos últimos meses, amigos y familiares, editores y periodistas que están al tanto del tema de la novela, Nights of Plague, me han hecho un montón de preguntas sobre las pandemias.

Sobre todo les provocan curiosidad los paralelismos entre la pandemia de coronavirus actual y los brotes históricos de peste y cólera. Y hay sobreabundancia de paralelismos. En toda la historia de la humanidad y la literatura, lo que asemeja las pandemias no es solo la coincidencia de gérmenes y virus, sino el hecho de que nuestra primera reacción siempre es la misma.

La respuesta inicial al brote siempre ha consistido en negarlo. Los gobiernos nacionales y locales siempre tardan en reaccionar, distorsionan los datos y manipulan las cifras para negar la existencia del contagio.

En las primeras páginas de Diario del año de la peste, la obra literaria más esclarecedora que se ha escrito jamás sobre el contagio y el comportamiento humano, Daniel Defoe cuenta que, en 1664, las autoridades locales de algunos barrios de Londres, para intentar que el número de fallecimientos por la peste pareciera menor del que era, se dedicaron a inscribir otras enfermedades inventadas como causas oficiales de defunción.

En su novela de 1827 Los novios —quizá la novela más realista que existe sobre un brote de peste—, el escritor italiano Alessandro Manzoni describe y apoya la ira de la población ante la reacción oficial a la peste de 1630 en Milán. A pesar de las pruebas visibles, el gobernador de Milán hace caso omiso de la amenaza y ni siquiera está dispuesto a anular las celebraciones por el cumpleaños de un príncipe local. Manzoni demuestra que la enfermedad se extendió a toda velocidad porque las restricciones fueron insuficientes, su aplicación fue laxa y sus conciudadanos no las respetaron.

Gran parte de la literatura sobre plagas y enfermedades contagiosas presenta el descuido, la incompetencia y el egoísmo de los que están en el poder como únicos instigadores de la furia de las masas. Pero los mejores escritores, como Defoe y Camus, ofrecen a sus lectores la posibilidad de vislumbrar algo más que la política bajo la ola de furia popular, algo intrínseco de la condición humana.

La novela de Defoe nos demuestra que, detrás de las interminables protestas y la rabia infinita, existe también una indignación contra el destino, contra una voluntad divina que presencia y tal vez incluso condona toda esa muerte y ese sufrimiento humano, así como contra las instituciones de la religión organizada, que no parecen saber cómo lidiar con nada.

La otra reacción universal y aparentemente espontánea de la humanidad a las pandemias ha consistido siempre en crear rumores y difundir falsas informaciones. En el pasado, los rumores se alimentaban sobre todo de las informaciones erróneas y la imposibilidad de captar la situación global.

Defoe y Manzoni escribieron sobre personas que guardaban las distancias cuando se encontraban por la calle durante las epidemias pero que, al mismo tiempo, se pedían noticias y anécdotas de sus respectivos pueblos y barrios, para ir componiendo una imagen más general de la enfermedad. Solo así podían aspirar a eludir la muerte y encontrar un refugio seguro.

En un mundo sin periódicos, radio, televisión ni Internet, la mayoría analfabeta no disponía más que de su imaginación para discernir dónde estaba el peligro, su gravedad y el grado de tormento que podía causar. Esa dependencia de la imaginación daba a los miedos de cada persona una voz propia, que teñía de un tono lírico: localizado, espiritual y mítico.

Los rumores más comunes durante las epidemias de peste se referían a quién había introducido la enfermedad y cuál era su origen. A mediados de marzo, cuando el pánico y el miedo empezaban a extenderse por Turquía, el director de mi sucursal bancaria en Cihangir, el barrio de Estambul en el que vivo, me dijo con aire de complicidad que “esta cosa” era la represalia económica de China contra Estados Unidos y el resto del mundo.

La plaga, como el mal encarnado, siempre se ha retratado como algo procedente de fuera, que ya había golpeado en algún otro sitio sin que se hiciera lo suficiente para contenerla. En su relato sobre la propagación de la peste en Atenas, Tucídides empezaba destacando que el brote había empezado muy lejos, en Etiopía y Egipto.

En Los novios, Manzoni describía una figura que ha estado presente en la imaginación popular durante las epidemias desde la Edad Media: todos los días había algún rumor sobre esa presencia malévola y diabólica que merodeaba en la oscuridad esparciendo líquido infectado en los picaportes y las fuentes. O quizá había un anciano exhausto que se había sentado en el suelo, en el interior de una iglesia, y al que una mujer que pasaba acusaba de haber frotado su abrigo por todas partes para extender la enfermedad. Y entonces, enseguida, se reunía una turba dispuesta a lincharle.

Estos brotes inesperados e incontrolables de violencia, habladurías, pánico y rebelión son habituales en los relatos sobre epidemias de peste a partir del Renacimiento. Ya en el Imperio Romano, Marco Aurelio acusó a los cristianos de la plaga de viruela antonina, porque no participaban en los ritos para obtener el favor de los dioses romanos. Y en epidemias posteriores, se acusó a los judíos de envenenar los pozos, tanto en el Imperio Otomano como en la Europa cristiana.

La historia y la literatura de las plagas nos demuestra que lo intensos que sean el sufrimiento, el miedo a la muerte, el terror metafísico y la sensación de estar viviendo algo extraordinario que experimenta la población afectada, también determina la intensidad de su ira y su malestar político.

Igual que ocurrió con aquellas antiguas plagas, los rumores infundados y las acusaciones basadas en la identidad nacionalista, religiosa, étnica y regionalista han influido de forma significativa en el desarrollo de los acontecimientos durante la epidemia de coronavirus. También ha contribuido a ello la afición de las redes sociales y los medios populistas de derechas a dar un altavoz a las mentiras.

Pero hoy tenemos acceso a un volumen increíblemente mayor de informaciones fiables sobre la pandemia que estamos viviendo que en cualquier otra época anterior. Ese es otro motivo por el que el poderoso y justificable miedo que sentimos es tan diferente. Nuestro terror se alimenta menos de rumores y más de datos precisos.

A medida que vemos cómo se multiplican los puntos rojos en el mapa de nuestros países y del mundo, nos damos cuenta de que no queda ningún sitio al que huir. No necesitamos nuestra imaginación para temer lo peor. Contemplamos imágenes de grandes camiones negros del ejército que transportan cadáveres de pequeños pueblos italianos a los crematorios cercanos como si estuviéramos viendo nuestro propio entierro.

Ahora bien, el terror que sentimos excluye la imaginación y la particularidad y revela hasta qué punto son inesperadamente similares nuestras frágiles vidas y nuestra humanidad común. El miedo, como la idea de morir, nos hace sentirnos solos, pero la conciencia de que todos estamos experimentando una angustia similar nos saca de nuestra soledad.

Saber que toda la humanidad, desde Tailandia hasta Nueva York, comparte nuestra inquietud sobre cómo y dónde llevar mascarilla, la forma más segura de manipular la comida que hemos comprado y si debemos mantenernos en cuarentena es un recordatorio constante de que no estamos solos. Produce un sentimiento de solidaridad. Nuestro miedo deja de mortificarnos; descubrimos cierta humildad en el hecho de que fomenta la mutua comprensión.

Cuando veo las imágenes televisadas de gente que espera ante los mayores hospitales del mundo, comprendo que mi terror lo siente también el resto de la humanidad y no me siento solo. Con el tiempo, mi miedo me avergüenza menos y me parece, cada vez más, una reacción perfectamente sensata. Me acuerdo de aquel viejo dicho sobre epidemias y plagas, que afirma que quienes tienen miedo viven más tiempo.

Al final, comprendo que el miedo provoca dos respuestas diferentes, en mí y quizá en todos nosotros. A veces me empuja a encerrarme en mí mismo, en la soledad y el silencio. En otras ocasiones, me enseña a ser humilde y practicar la solidaridad. Empecé a pensar en escribir una novela sobre la peste hace 30 años y, ya entonces, lo que más me interesaba era el miedo a la muerte.

En 1561, el escritor Ogier Ghiselin de Busbecq —que fue embajador del Imperio Habsburgo ante el Imperio Otomano durante el reinado de Suleimán el Magnífico— escapó de la plaga en Estambul refugiándose a seis horas de distancia, en la isla de Prinkipo, la mayor de las Islas Príncipe, situadas al sureste de la ciudad, en el mar de Mármara. Advirtió que las leyes de cuarentena implantadas en Estambul eran demasiado poco estrictas y declaró que los turcos eran “fatalistas” debido a su religión, el islam.

Aproximadamente siglo y medio después, incluso el sabio Defoe escribía en su novela sobre la peste en Londres: “Los turcos y los mahometanos [...] profesaban ideas de predestinación y creían que cada hombre tenía su fin predeterminado”. Mi novela sobre la plaga iba a ayudarme a reflexionar sobre el “fatalismo” musulmán en el contexto del laicismo y la modernidad.

Sean fatalistas o no, históricamente, siempre fue más difícil convencer a los musulmanes que a los cristianos de que toleraran las medidas de cuarentena durante una epidemia, especialmente en el Imperio Otomano. A las frecuentes protestas por motivos comerciales de tenderos y agricultores de todas las confesiones, en las comunidades musulmanas se unían las dudas sobre la modestia femenina y la intimidad en el hogar. A principios del siglo XIX, dichas comunidades exigían “médicos musulmanes”, ya que en aquella época los médicos eran en su mayoría cristianos, incluso en el Imperio Otomano.

A partir de 1850, cuando empezaron a abaratarse los viajes en barcos de vapor, los peregrinos que se dirigían a los santos lugares musulmanes de La Meca y Medina se convirtieron en los portadores y difusores de enfermedades infecciosas más prolíficos del mundo. Al comienzos del siglo XX, para controlar el tráfico de peregrinos a las dos ciudades y el regreso a sus países de origen, los británicos establecieron una de las principales oficinas de cuarentena en Alejandría, Egipto.

Estos hechos históricos fueron los responsables de que se extendieran el estereotipo del “fatalismo” musulmán y la idea preconcebida de que ellos y los demás pueblos de Asia eran los causantes y únicos portadores de las enfermedades contagiosas.

Cuando, al final de Crimen y castigo, de Fiodor Dostoyevski, el protagonista de la novela, Raskolnikov, sueña con una plaga, la narración responde a esa misma tradición literaria: “Soñó que todo el mundo estaba condenado a una nueva plaga extraña y terrible que había llegado a Europa desde las profundidades de Asia”.

En los mapas de los siglos XVII y XVIII, la frontera política del Imperio otomano, donde se pensaba que comenzaba el mundo más allá de Occidente, coincidía con el Danubio. Pero la frontera cultural y antropológica entre los dos mundos la marcaba la peste, así como el hecho de que era mucho más probable contagiarse al este del Danubio.

Esa situación, además de consolidar la noción del fatalismo innato que solía atribuirse a las culturas orientales y asiáticas, reforzó la idea preconcebida de que las plagas y otras epidemias siempre venían de los rincones más oscuros de Oriente.

La imagen que nos ofrecen numerosos relatos históricos locales es que, incluso durante las grandes pandemias, las mezquitas de Estambul seguían oficiando funerales, los deudos seguían visitándose unos a otros para darse el pésame y abrazarse entre lágrimas y a la gente, en lugar de preocuparse tanto por el origen de la enfermedad y cómo estaba extendiéndose, le interesaba más estar debidamente preparada para el siguiente entierro.

Sin embargo, durante la actual pandemia de coronavirus, el Gobierno turco ha adoptado una actitud laica, ha prohibido los funerales por los que han muerto de la enfermedad y ha tomado la rotunda decisión de cerrar las mezquitas los viernes, cuando los fieles, normalmente, se reúnen en grandes cantidades para la oración más importante de la semana. Y los turcos no se han opuesto a estas medidas. Nuestro miedo es grande, pero también cauto y paciente.

Para que de esta pandemia surja un mundo mejor, debemos abrazar y cultivar los sentimientos de humildad y solidaridad engendrados por el momento que vivimos.

miércoles, 22 de abril de 2020

"En favor de Pérez Galdós" por Mario Vargas Llosa


Tengo a Javier Cercas por uno de los mejores escritores de nuestra lengua y creo que, cuando el olvido nos haya enterrado a sus contemporáneos, por lo menos tres de sus obras maestras, Soldados de Salamina, Anatomía de un instante y El impostor, tendrán todavía lectores que se volcarán hacia esos libros para saber cómo era nuestro presente, tan confuso. Es también un valiente. Quiere su tierra catalana, vive en ella y, cuando escribe artículos políticos criticando la demagogia independentista, es convincente e inobjetable.
En la muy civilizada polémica que tuvo sobre Benito Pérez Galdós hace algún tiempo con Antonio Muñoz Molina, Cercas dijo que la prosa del autor de Fortunata y Jacinta no le gustaba. “Entre gustos y colores, no han escrito los autores”, decía mi abuelo Pedro. Todo el mundo tiene derecho a sus opiniones, desde luego, y también los escritores; que dijera aquello en el centenario de la muerte de Pérez Galdós, cuando toda España lo recuerda y lo celebra, tenía algo de provocación. A mí no me gusta Marcel Proust, por ejemplo, y por muchos años lo oculté. Ahora ya no. Confieso que lo he leído a remolones; me costó trabajo terminar En busca del tiempo perdido, obra interminable, y lo hice a duras penas, disgustado con sus larguísimas frases, la frivolidad de su autor, su mundo pequeñito y egoísta, y, sobre todo, sus paredes de corcho, construidas para no distraerse oyendo los ruidos del mundo (que a mí me gustan tanto). Me temo que si yo hubiera sido lector de Gallimard cuando Proust presentó su manuscrito, tal vez hubiera desaconsejado su publicación, como hizo André Gide (se arrepintió el resto de su vida de este error). Todo esto para decir que, en aquella polémica, estuve al lado de Muñoz Molina y en oposición a mi amigo Javier Cercas.

Había nacido en Las Palmas de Gran Canaria, el 10 de mayo de 1843, hijo del teniente coronel Sebastián Pérez, jefe militar de la isla, que, además, tenía tierras y varios negocios a los que dedicaba buena parte de su tiempo. Tuvo 10 hermanos y la madre, doña María de los Dolores de Galdós, de mucho carácter, llevaba los pantalones de la casa. Ella decidió que Benito, quien, al parecer, enamoraba a una prima que a ella no le gustaba, se viniera a Madrid cuando tenía 19 años a estudiar Derecho. Benito le obedeció, vino a Madrid, se matriculó en la Complutense, pero se desencantó muy rápido de las leyes. Lo atrajeron más el periodismo y la bohemia madrileña —la vida de los cafés donde se reunían pintores, escribidores, periodistas y políticos— y se orientó más bien hacia la literatura. Lo hizo con un amor a Madrid que no ha tenido ningún otro escritor, ni antes ni después que él. Fue el más fiel y el mejor conocedor de sus calles, comercios y pensiones, sus tipos humanos, costumbres y oficios, y, por supuesto, de su historia.Creo injusto decir que Benito Pérez Galdós fuera un mal escritor. No sería un genio —hay muy pocos—, pero fue el mejor escritor español del siglo XIX, y, probablemente, el primer escritor profesional que tuvo nuestra lengua. En aquellos tiempos en España o América Latina era imposible que un escritor viviera de sus derechos de autor, pero Pérez Galdós tuvo la suerte de tener una familia próspera, que lo admiraba y que lo mantuvo, garantizándole el ejercicio de su vocación y, sobre todo, la independencia, que le permitía escribir con libertad.
Hay fotos que muestran la gran concentración de madrileños el día de su entierro, el 5 de enero de 1920, que acompañaron sus restos hasta el cementerio de la Almudena; al menos treinta mil personas acudieron a rendirle ese póstumo homenaje. Aunque todos aquellos que siguieron su carroza funeraria no lo hubieran leído, había adquirido enorme popularidad. ¿A qué se debía? A los Episodios nacionales. Él hizo lo que Balzac, Zola y Dickens, por los que sintió siempre admiración, hicieron en sus respectivas naciones: contar en novelas la historia y la realidad social de su país, y, aunque sin duda no superó ni al francés ni al inglés (pero sí a Émile Zola), con sus Episodios estuvo en la línea de aquellos, convirtiendo en materia literaria el pasado vivido, poniendo al alcance del gran público una versión amena, animada, bien escrita, con personajes vivos y documentación solvente, de un siglo decisivo de la historia española: la invasión francesa, las luchas por la independencia contra los ejércitos de Napoleón, la reacción absolutista de Fernando VII, las guerras carlistas.
Su mérito no es haberlo hecho sino cómo lo hizo: con objetividad y un espíritu comprensivo y generoso, sin parti pris ideológico, tratando de distinguir lo tolerable y lo intolerable, el fanatismo y el idealismo, la generosidad y la mezquindad en el seno mismo de los adversarios. Eso es lo que más llama la atención leyendo los Episodios: un escritor que se esfuerza por ser imparcial. Nada hay más lejos del español recalcitrante y apodíctico de las caricaturas que Benito Pérez Galdós. Era un hombre civil y liberal, que, incluso, en ciertas épocas se sintió republicano, pero, antes que político, fue un hombre decente y sereno; al narrar un período neurálgico de la historia de España, se esforzó por hacerlo con imparcialidad, diferenciando el bien del mal y procurando establecer que había brotes de los dos en ambos adversarios. Esa limpieza moral da a los Episodios nacionales su aire justiciero y por eso sentimos sus lectores, desde Trafalgar hasta Cánovas, gran cercanía con su autor.
Escribía así porque era un hombre de buena entraña o, como decimos en el Perú, muy buena gente. No siempre lo son los escritores; algunos pecan de lo contrario, sin dejar de ser magníficos escribidores. El talento de Pérez Galdós estaba enriquecido por un espíritu de equidad que lo hacía irremediablemente amable y creíble.
Se advierte también en su vida privada. Permaneció soltero y sus biógrafos han detectado que tuvo tres amantes duraderas y, al parecer, muchas otras transeúntes. A la primera, Lorenza Cobián González, una asturiana humilde, madre de su hija María (a la que reconoció y dejó como heredera), que era analfabeta, le enseñó a escribir y leer. Sus amoríos con doña Emilia Pardo Bazán, mujer ardiente salvo cuando escribía novelas, son bastante inflamados. “Te aplastaré”, le dice ella en una de sus cartas. No hay que tomarlo como licencia poética; doña Emilia, escritora púdica, era, por lo visto, un diablillo lujurioso. La tercera fue una aprendiz de actriz, bastante más joven que él: Concepción Morell Nicolau. Pérez Galdós apoyó su carrera teatral y el rompimiento, en el que intervinieron varios amigos, fue discreto.
Su gran defecto como escritor fue ser preflaubertiano: no haber entendido que el primer personaje que inventa un novelista es el narrador de sus historias, que éste es siempre —personaje o narrador omnisciente— una invención. Por eso sus narradores suelen ser personajes “omniscientes”, que, como Gabriel Araceli y Salvador Monsalud, tienen un conocimiento imposible de los pensamientos y sentimientos de los otros personajes, algo que conspira contra el “realismo” de la historia. Pérez Galdós disimulaba esto atribuyendo aquel conocimiento a los “historiadores” y testigos, algo que introducía una sombra de irrealidad en sus historias; pasaban, a la larga, desapercibidos, pero sus lectores más avezados debían de adaptar su conciencia a aquellos deslices, después de que Flaubert, en las cartas que escribió a Louise Colet mientras hacía y rehacía Madame Bovary, dejara claro esta revolucionaria concepción del narrador como personaje central, aunque a menudo invisible, de toda narración.

martes, 21 de abril de 2020

"Unamunícese" por Carlos Mayoral


Querido lector intelectualoide, le traigo un consejo: unamunícese. Odie, falte, sea desagradable. Si alguien aparece por sus reflexiones, por sus análisis, por sus tribunas, por sus ensayos, haga lo que haría don Miguel de Unamuno y Jugo con él: descuartícelo. ¿Que se trata de un amigo? No importa, más confianza para estamparle sus debilidades a la cara. ¿Que ya no le quedan amigos? Estupendo, ha cumplido con el objetivo de este texto. En cualquier caso, insisto, clave usted el pendón del yo en las tertulias, no deje títere con cabeza en los cafés del centro, déjeles claro a sus alumnos que su cociente intelectual es superior, monte una masacre en cada prólogo. Pero no lo haga por simple carnaza para el ego, sino como condición indispensable para alcanzar la puerta de la sabiduría. Odie como odió Unamuno.
Es cierto que nuestras acomodadas posiciones del siglo XXI no animan a forjar ese carácter huraño, pero debemos esforzarnos. Unamuno lo había hecho en las tripas del XIX, bajo los bombardeos guerracarlistas contra el Bilbao sitiado de su infancia. Desde entonces, ya no le abandonó. Ya sin el estruendo de los proyectiles liberales y sin el ruido de los asaltos carlistas, Unamuno abandonó su querido País Vasco para recalar en Madrid con el objetivo de estudiar Filosofía y Letras primero, y de sacar adelante unas oposiciones a la cátedra de Románicas en la Universidad Central de Madrid después. A don Miguel, por supuesto, ese Madrid ruidoso y vivo le resultó despreciable. Aquellas oposiciones (que perdió, por cierto, contra un joven desconocido llamado Menéndez Pidal) las preparó junto a otra mente brillante: el granaíno Ángel Ganivet. Cuentan que, visitando ambos la ciudad de la Alhambra, un Unamuno ya residente en Salamanca sugirió: «Mi cátedra por no volver a escuchar una guitarra». La hurañía ya estaba lo suficientemente macerada como para sacudirse a sus doctos parásitos.
Así que, lector, busque usted hurañizarse cuanto antes según el ejemplo unamuniano. Si lo que desea es limpiarse de sus compañeros de patria chica para poder escapar al universalismo reinante, fíjese en cómo Unamuno hizo lo propio con Sabino Arana, paisano con quien había tenido ya sus disputas a propósito del supuesto españolismo de don Miguel. Así que este, aprovechando el adjetivo «maquetos» que Arana le había colocado al resto de españoles, llegó a asegurar: «Sabino Arana, aunque no de talento, carece en absoluto de sentido histórico, a pesar de las historias de que tiene atiborrada la mollera, y se muestra en sus escritos ayuno por completo de cultura científica en cuestiones sociales». Pero no solo del problema vasco podrá alimentarse su misantropía. Si quiere hacerlo con asuntos literarios, hágalo como dicta el precepto unamuniano: císquese primero en los poetas, soldados del género canónico. El propio Miguel lo hizo con Rubén Darío, el versificador más famoso del momento. Fue Unamuno quien difundió la burla que afirmaba que Darío tenía buena pluma, pero buena pluma de indio. Valle-Inclán recogió la susodicha burla y la convirtió en carne de imaginario, hasta que todo el mundo terminó por conocerla. Pero no se quede ahí. Abra fronteras. Unamuno lo hizo y también cargó contra el maestro de Darío, Paul Verlaine, de quien le parecía infumable su musicalidad: «La columna de humo se disipa entera / algo que no es música es la poesía».
A la hora de unamunizarse, procure cambiar de género. Váyase al teatro, por ejemplo, y odie a todos allí. Hablaba este texto poco antes de Valle-Inclán, cómplice de Unamuno en su guerra contra Darío y espada de la reforma teatral del XX con su esperpento. Pues bien, cuentan que, en cierta ocasión, paseaban Baroja y el bilbaíno por Madrid cuando se encontraron con el gallego. Fue tal la discusión entre Unamuno y Valle, por lo visto a cuenta del auge del alejandrino en la poesía modernista, que cuando esta hubo terminado, con don Ramón María a punto de desenfundar el bastón en varias ocasiones, Baroja se encontró solo ante la huida de los dos escritores. Y si con el teatro no se contenta su odio, pásese a la novela, género popular por excelencia. Nuestro prócer Unamuno odió a los dos más grandes del momento. Del propio Pío llegó a decir que deseaba recibir sus obras completas, pero, a ser posible, encuadernadas con su propia piel. Y con el otro gigante del momento, más icónico si cabe, don Benito Pérez Galdós, no fue más simpático: «Es un novelista inferior a otros de su tiempo como Pardo Bazán o Blasco Ibáñez, y su único mérito fue la laboriosidad con fines económicos».
Sea rancio con todos aquellos que osen pasearse por su capacidad analítica como así hizo don Miguel. Haga que sufran las consecuencias. Si este análisis incluye política, pues política toca. En ese plano sufrieron su mordacidad Alfonso XIII («pretoriano imperialista»); Primo de Rivera padre, quien lo desterró a la por entonces perdida isla de Fuerteventura; Azaña, al que tildó de «monodialoguista»; y por supuesto Millán Astray, de cuya polémica con el vasco quieren retirar los historiadores la frase que sí le otorgó la historia: «Venceréis, pero no convenceréis». Y no se olviden de odiar también en el plano filosófico. De hecho, dentro de este decálogo del odio unamuniano, me he reservado el último apartado para su más enconado enemigo: don José Ortega y Gasset. Con él discutió durante años, con dardos certeros desde la tribuna del periódico de turno, defendiendo (en palabras de Joaquín Costa) el africanismo frente al europeísmo de Ortega, y más tarde obviando la ciencia extranjera —que tanto remarcó el filósofo madrileño— para elevar la mística y la metafísica hispánicas. Para Unamuno, no solo se alcanza la sabiduría inventando ferrocarriles o haciendo lucir bombillas, a la manera europea; también se alcanza la sabiduría a través de la lúcida irracionalidad del Quijote, por ejemplo, exclusiva de esta tierra celtíbera. El vasco cerraría su polémica con el madrileño propinándole el que para mí es el mejor insulto de los aquí expuestos: «Bachiller Carrasco del regeneracionismo europeizante».
Así que, querido lector, unamunícese cuanto antes. Unamunicémonos todos, de hecho. Recluyámonos en la cárcel de nuestras propias reflexiones, odiemos, faltemos, seamos desagradables. Visto lo visto, es la única manera de acceder a la puerta trasera de la más alta inteligencia.

domingo, 12 de abril de 2020

Naturaleza


El sol se puso un bozo de hielo y no esperó a nadie en las aceras, para que nadie pudiera acudir a la cita. Hoy, doce de abril de 2020 me apetece salir a la llamada de los astros, esperar a las avutardas en mitad de los trigales y aventar la mies en la llama de las eras. No recuerdo lo que es el campo, sí el paisaje, porque me lo describieron en un poema de 1879. Necesito una libra de memoria para esnifar la pulpa de las cerezas. Nunca, ni siquiera cuando era reo de las secretarias, me vi tan acuciado por el néctar del abejorro. Sé que no tengo derecho a las margaritas, ni al vuelo de las abubillas, porque no los he visto en todos los días de mi vida, porque no los he olido en todos los días de mi vida, porque para mí no han existido nunca. Y ahora, ahora, cuando la conquista de la luna está al alcance de cualquier contagiado; ahora, cuando no se permite la lujuria en las riberas de los ríos, ni despellejar gatos en las tinieblas de los callejones, ni sorber amigdalas de palomas entre los cipreses; ahora, solo quiero conquistar, fornicar, despellejar y sorber la soledad de los páramos. 
Si las traineras llevaran almas en pena por puertos y marismas, hoy podría cantarlas con el amor de los pescadores, pero no, porque yo no conozco el mar. Yo fui pastor en ciernes y ni siquiera eso. Conocí corderos destetados, gallinas ponedoras, carneros sin pudor, y, a pesar de todo, vacié la naturaleza en un contenedor de vidrio, porque no sé en cuál hay que arrojarla. Dejé que la casa de campo de mis abuelos se derrumbara, dejé que la memoria de las ovejas se perdiera en una sepultura de desidia. No, el campo lo olvidé en la infancia y nunca, hasta ahora, me ha sido necesario. La urgencia nos vuelve ingratos. Nunca volveré a pedirle al cielo raso de mi casa una brecha para contemplar las estrellas.   

"Siete pecados capitales del lenguaje periodístico" por Álvaro de Prado



Queridos hermanos en la fe gramatical:

De las semillas pequeñas brotan grandes cosas. Del mismo modo, los pecados lingüísticos más abominables son los que atentan contra los mandamientos elementales. No busquéis aquí grandes escandaleras ni revelaciones morbosas: no hay peor falta que transgredir las normas fundamentales y violar de palabra, obra u omisión aquello que desde la educación básica y obligatoria debería haber quedado grabado de manera indeleble en el proceder ya no de un periodista, sino de cualquiera que se siente a escribir con la aspiración de algo más que juntar unas letras.
Es de justicia, eso sí, hacer constar que el diabólico Titivillus no descansa, que nadie está libre de un lapsus calami o de un desliz dactilar sobre el teclado, pero también debe quedar igualmente claro que una cosa es una errata —equivocación material cometida en lo impreso o manuscrito— y otra bien diferente un fallo grosero que revela impericia: cuando un redactor o incluso un medio incurren una y otra vez en el mismo error no nos encontramos ante un despiste fortuito, sino ante defectos y vicios ocultos en los cimientos del abecé.
Es muy cierto también que si poner en la calle cualquier publicación sin que se cuele ningún gazapo es una tarea digna de admiración, parir un diario inmaculado se antoja una utopía (no una *«autopía», como más de una vez se ha podido leer en algún noticiero) por la premura desquiciante de plazos con los que laboran sus redactores. Asimismo son disculpa, sin duda, los recortes de personal perpetrados bajo el pretexto de la crisis económica lacerante, que han forzado a que muchas redacciones prescindan de la figura esencial del corrector. Y hay que romper otra lanza (y no *«lanzar una lanza», como también se ha leído por ahí) en defensa del periodista, porque nunca antes sus posibles errores habían estado tan universalmente expuestos: no bien se ha pulsado el botón de publicar un contenido en los actuales medios digitales, cuando un tropel de ventajistas voraces e intransigentes estamos afeándoles un despiste o recriminándoles una metedura de pata sin haberles dado tiempo para la mínima reformulación.
Aun así, se debe exigir al periodista —oficio de maestro de liendres: de todo sabes, de nada entiendes— la excelencia en lo formal y gramatical al tener, la quieran o no, cierta responsabilidad transversal educativa y formativa. Hubo un tiempo en el que prácticamente era posible aprender ortografía y gramática en las páginas de un diario. Aquello que salía negro sobre blanco era doctrina, Palabra de Dios, te alabamos, Señor, y sentaba cátedra. Y no en vano se ha dicho que si el idioma inglés no dispone de una academia de la lengua que lo fije, limpie y dé esplendor, es porque ya The Times, con el escudo de armas del Reino Unido en su cabecera, cumple de modo muy solvente y para satisfacción general esas funciones. No somos pocos los que hemos aprendido ortografía de manera puramente visual, sin necesidad de memorizar ni una sola regla, a base de mancharnos las yemas de los dedos con tinta fresca cada mañana. Hoy en día la situación en los diarios editados en lengua española es, si se nos apura, justamente la contraria: hastiados de tantos errores y horrores, los lectores, desconfiados por método y sistema, hemos aprendido a recelar y poner en cuarentena no solo fondo, sino también forma.
Pasaremos ahora, pues, a denunciar las más bochornosas afrentas gramaticales con las obras espirituales de misericordia en mente: corregir al que yerra, enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo necesita, consolar al triste, sufrir con paciencia los defectos del prójimo y rogar a Dios tanto por estos plumillas pecadores como por nosotros, para que nos haga fuertes y sepamos perdonarles las injurias que profieren.

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Es el primer pecado capital del periodismo de nuestros días no de naturaleza lingüística, sino tecnológica: consiste esta depravación inmoral, que va en contra del celo profesional y el amor propio, en el uso y abuso del corrector automático y de las aplicaciones predictivas de texto. Plenamente confiados en la tecnología y en numerosísimas ocasiones traicionados por ella, los redactores no ponen la atención necesaria pensando que algún programita hará el trabajo sucio por ellos. Pero un profesional como Dios manda, un verdadero connoisseur lingüístico, trabaja sin red y no utiliza esos dispositivos, porque deberían ser completamente prescindibles y no debería necesitar esos irritantes subrayados en línea quebrada roja. Periodistas: al igual que Hugo Chávez recorría Caracas señalando con gesto inequívoco un inmueble y ordenando «¡Exprópiese!», ustedes escriban deprisa, editen despacio, pero sobre todo, por favor, busquen las opciones de personalización de sus procesadores de texto, cojan sus correctores automáticos, sus aplicaciones predictivas de texto y… «¡Desactívense!». Nota: en la elaboración de este artículo no se ha sacrificado ningún animal ni se ha empleado ningún tipo de corrector electrónico.

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En segundo lugar del pozo de la ignominia —primero en lo estrictamente gramatical— se encuentra la coma asesina, esa deleznable virgulilla (des)ubicada entre sujeto y verbo que últimamente se ha convertido en moda. Un licenciado universitario de una carrera de letras como Periodismo debería saber sin ningún asomo de dudas que al hablar es posible hacer una pausa entre sujeto y verbo, pero que esa pausa, por larga que sea, no es suficiente para marcarla con una coma. También debería estar más que sabido que los signos de puntuación no son cronómetros que sirvan para regular la duración de una pausa, sino que su función es hacer que un texto sea inteligible e inequívoco. En el colmo de la torpeza y descenso vertiginoso al más abyecto infierno ortográfico, incluso existen redactores patrios que, no contentos con introducir una coma asesina entre sujeto y verbo, introducen otra entre verbo y complemento directo, como aquel que tituló «El diario británico The Times, asegura, que la ejecución de James Foley fue algo preparado». Ejecución precisamente es lo que pediríamos desde este púlpito para ese escribidor por habernos provocado una insuficiencia respiratoria sofocante. Ya por último, hay otros que, tal vez obnubilados por la coma de la elisión verbal —utilizada, por ejemplo, en titulares por cuestión de espacio—, se lanzan a sembrar comas por cuanto titular se cruce en su camino, y así hubo quien proclamó para rechifla y regodeo general «Pablo Alborán, reina en la música española», más allá de sus méritos musicales e inclinaciones personales, que nos guardaremos de criticar; o aquel otro que, acaso manifestando de manera inconsciente sus deseos y simpatías políticas, convirtió la mera constatación de un hecho en todo un imperativo al conminar «Aguirre, dimite». ¡Penitenciagite, pecadores!

3

El pecado capital de la pereza lleva al desorden, pero, ay, en el idioma el orden de los factores sí puede alterar el producto. Hay que evitar a toda costa la anfibología: ambigüedades y malentendidos. Que se lo digan, si no, a aquel redactor que muy ufanamente tituló «Expulsado por ser gay del Vaticano» en lugar de lo que la lógica y el buen sentido reclamaban: «Expulsado del Vaticano por ser gay». O a un despistado que escribió que «Las mujeres españolas cobran bastante menos que los hombres por su sexo»… ¿se refería al mercado laboral en general o a un muy respetable gremio en concreto? Y no es lo mismo «Hay quinientas mil personas trabajando más que cuando empezó el año 2014» que «Hay quinientas mil personas más trabajando que cuando empezó el año 2014». No caeremos en idéntico defecto y no diremos que «el burro de ese redactor no asistió a clase el día que explicaron la anfibología». ¡Señor, ten piedad con estos plumillas desubicados!

4

La repelente vanidad, hermanos, asoma en el uso de calcos y barbarismos innecesarios. Por supuesto, las lenguas son entes vivos y flexibles que evolucionan de diferentes maneras y, entre ellas, una de las más naturales es la incorporación de vocablos extranjeros. Estas incorporaciones son totalmente comprensibles cuando se trata de designar realidades nuevas, pero un vicio muy criticable —por la dejadez, desidia y rendición que supone— es emplear un término extranjero, importado acríticamente, cuando ya existe uno propio que ocupa ese nicho semántico o desempeña idéntica función. Hoy nos asuela, entre otros muchas, la plaga gregaria del «a día de hoy», calco evidente del francés aujourd’hui, totalmente prescindible en español, como acaba de quedar demostrado con una única palabra al principio de esta misma oración. Ahora bien, ¿cómo no van a abusar nuestros periodistas de ese calco cuando una representante de la mismísima Fundéu (Fundación del Español Urgente, organismo que, con el asesoramiento de la RAE, vela por el buen uso del idioma en los medios de comunicación) lo soltó un par de veces en un programa de televisión al que había acudido para precisamente comentar los malos usos lingüísticos del periodismo actual? Es evidente que muchos de nuestros periodistas siguen así una corriente mainstream, pero pecan porque ya no tienen plan ni estrategia, sino que manejan orgullosos su «hoja de ruta» tras haber participado en sesiones de brainstorming, precedidas por su correspondiente briefing, en las redacciones de nuevos medios financiados gracias al crowdfunding y presididos por un CEO. Tal vez actúen de ese modo porque así se lo aconseja el feedback —que siempre les ofrece «evidencias», pero nunca «pruebas» ni «datos»— recibido de su público target, ya que ante todo querrán mejorar la customer experience. Como pueden comprobar, es interminable la lista de extranjerismos superfluos que mancillan nuestros medios. Busquen, busquen, porque esto solo ha sido un spoiler sin ánimo de destripar nada, y después, para recuperar su bienestar, pueden pedir «cita previa» (¿habrá alguna que no sea previa?) en un centro de wellness y mesa en el hub gastro —sintagma que no significa absolutamente nada en inglés y mucho menos en español— de moda. Íntimamente relacionada con esta perversión está la ostentación afectada y churrigueresca de decantarse por la palabra más larga cuando, en la mayoría de las ocasiones, existe una más corta que perfectamente podría expresar el mismo concepto: «influenciar» por «influir», «obligatoriedad» por «obligación», «culpabilizar» por «culpar», «necesariedad» por «necesidad» y otros archisílabos maléficamente pomposos. ¡Lucifer, llévatelos a todos!

5

El porqué de la confusión entre «porque», «por qué», «porqué» y «por que», otro traspié (sí, sin «-s» final, que está en singular) recurrente de la prensa patria, porque nos preguntamos por qué habría de patinar un profesional de la palabra en algo tan simple. ¿Por qué? Es difícil evitar el temor por que este yerro infeliz se pueda perpetuar. ¡Recen un padre nuestro y un avemaría!

6

Quiera Dios que no nos condenemos al fuego del averno por caer en el pecado capital de la ira cada vez que oímos o leemos perlas como «Ese sucio agua contamina aquel área». ¡Ay, la concordancia, esa gran desconocido! Algunos desinformados han oído campanas, pero no saben bien dónde. Se creen que, como antes de un sustantivo (recalquemos el término «sustantivo») que comience por /a/ tónica los artículos toman, por razones de fonética histórica, la forma masculina «el» y «un» y los indefinidos pueden (o no) adoptar las formas apocopadas «algún» y «ningún», todo determinante debe tomar también la forma masculina. Nada más lejos de la doctrina gramatical, pues los demostrativos «este», «ese» y «aquel», y cualquier otro determinante como «mucho», «otro», «poco» o «todo» deben concordar con las palabras femeninas siempre en femenino, al igual que los posibles adjetivos que las califiquen. Y no conviene olvidar tampoco que esa regla del cambio de género del artículo del femenino al masculino solo funciona cuando dicho artículo precede de manera inmediata al sustantivo: «el agua», «un área» o «un arma», pero «la pura agua», «una extensa área», «una antigua arma» o «la alma máter». Recuérdenlo, periodistas, redactores, escribanos, escribientes y escribidores: el único «este agua» aceptable en un texto es el Steaua de Bucarest. Oremos: Yo, pecador, me confieso ante Dios todopoderoso y ante vosotros hermanos…

7

Siete son los pecados capitales y solo siete son los malos usos periodísticos que, para no fatigar al lector, es prudente reflejar en esta lista que de ninguna manera es ni pretende ser exhaustiva. Con los vicios periodísticos podrían llenarse con facilidad las páginas de más de un volumen como este de Jot Down: el triste sino del periodista que no distingue entre «sino» y «si no»; la confusión en la concordancia verbal de número entre pasivas reflejas e impersonales; el uso comodón del gerundio de posterioridad; la errónea pluralidad del uso impersonal del verbo «haber» (*«hubieron muchos periodistas errados»); la acentuación de «fue», «vio», «dio», «fui» o «ti»; laísmos, loísmos y leísmos; vulgarismos como «detrás suyo» o «delante mía»; los pobrecitos habladores del «sedució», «degolla», «piragüa», «hechar de menos» o «xenófogo»; el lío entre «allá», «aya», «haya» y «halla»; el abuso por la falta total de comprensión del significado del adverbio «literalmente»… Y sin embargo, ya que vivimos en los tiempos del periodismo 2.0, conviene dedicar este último apartado a un defecto execrable de muchos profesionales a la hora de conducirse en las redes sociales: el pensar que en su cuentas personales son libérrimos y que en ellas las normas ortográficas —y en ocasiones las deontológicas— son completamente opcionales y prescindibles. «Total es Twitter», alega alguno de estos despreocupados profesionales. Pues no. Un poquito menos de vanidad, señores periodistas, y más humildad, rectitud y sindéresis —del griego synteresis, derivado de syntereo: «yo observo, estoy atento»—. Estén atentos, con discreción y buen juicio, y tengan siempre presente que la mayoría de sus seguidores en las redes sociales no lo son por su carisma ni por su interés personal, no, sino por trabajar para el medio en el que trabajan. Si estos periodistas fuesen usuarios anónimos de Facebook, Twitter o Instagram, ¿cuántos seguidores tendrían? A todos esos seguidores conseguidos en virtud de su posición en la profesión se les debe un respeto… ortográfico y gramatical al menos, porque, como ya publicó Tomàs Delclós cuando ejercía funciones de defensor del lector del diario El País, «los periodistas de un medio han de tener presente que, sea cual sea el tema que traten, se identifiquen o no como tales miembros de la Redacción, muchos de sus seguidores lo son por su condición profesional y la prudencia en las redes sociales nunca será un error», y se apoyaba asimismo en lo propugnado por The Washington Post, en cuya guía de conducta en redes sociales se recuerda a sus periodistas que «cuando intervienen en ellas siempre son periodistas del diario y les recomienda, antes de publicar un mensaje, preguntarse si su contenido suscitará las dudas del lector sobre su capacidad para hacer el trabajo de manera objetiva y profesional».

Y así, hermanos, cuando se detecta en la prensa algún pecado aborrecible, es normal hacerse cruces, musitar «líbranos del mal, Señor» y perder toda la fe en la aptitud de los firmantes, que deberían hacer examen de conciencia, rezar un acto de contrición y plantearse propósito sincero de enmienda. Amén. Podéis ir en paz.

sábado, 11 de abril de 2020

Oda al pangolín


Ya está bien de tonterías y payasadas. Voy a centrarme por el camino más serio: el de la poesía de Facebook. Os he compuesto nada menos que una oda en quintillas en honor al Pangolín. Ahí va mi nueva identidad de hombre cabal y consciente de la situación. Chúpate esta, Marwan:

Pangolín de mis entrañas,
pangolín de mis amores,
¿por qué asuelas las españas
con los fieros sinsabores
de quien no puede ir de cañas?

Pangolín, déspota y rudo,
pangolín, saca la plaga,
estoy cansado de estar mudo,
y me veo alguna llaga
de andar por casa desnudo.

Me han rapado la cabeza
como a una oveja las lanas,
parpadeo con pereza,
los días ya son semanas
y siempre la noche empieza.

Pangolín, vete a tu casa,
se acabó el papel higiénico,
las mascarillas, la gasa,
solo consuela el arsénico
mezclado con argamasa.

Déjanos que respiremos,
tu garra de encima quita.
Prometo que sacaremos
en andas a tu abuelita
y tu raza adoraremos.

Pangolín de mi desvelo 
no aguanto la teleclase:
los alumnos son de hielo
no hay ninguno que desfase
y yo parezco medio lelo.

Devuélvenos la pizarra,
el cañón estropeado,
a David, que está en la parra,
y a Jorge, medio fumado.
Quiero volver a dar Larra,

Shakespeare y Lope también,
aunque solo uno me escuche,
aunque suenen como cien
aunque cierren el estuche,
sin que nadie lo haga bien.

¡Ay, Pangolín!, desmedido
es este castigo salvaje.
Desde el balcón yo te pido,
que nos dejes ir de viaje,
no a las Maldivas ni al Lido,
a un bar frente a mi garaje.

viernes, 10 de abril de 2020

La gran historia de la pandemia 6 (basado en sucesos reales)


Jueves Santo y por fin en casa. No pienso moverme de aquí, os lo prometo, aunque me asalten los deseos más acuciantes, aunque los efectos de la telerrehabilitación me trastornen. Voy a amarrarme al sofá con una maroma de barco y nadie podrá sacarme a la calle. Viajaré con la imaginación, como hacen los aficionados a la lectura y al consumo de estupefacientes. Puedo, por ejemplo, contaros qué haría yo hoy si no estuviéramos confinados, cuáles serían las actividades de esta jornada en unas Pascuas normales. 

9:00 de la mañana: mi asistenta austriaca me lleva el desayuno y el periódico a la cama. 
10:00 de la mañana: me reúno con Shakespeare para arreglar uno de los actos del Rey Lear. No tiene claro si hacer morir a Cordelia o no. 
11:00 de la mañana: recibo al camello en mi casa, quien me proporciona el éxtasis y las metanfetaminas que necesito para pasar el día. 
12:00 de la mañana: escucho el Ángelus.
13:00: aperitivo en la Posada del Reloj de San Clemente, cañas y tertulia con Javi, Juanan, Joaquina, Conchi, Mª Luisa, Pedro Pablo, Rosa y Luis con los cofrades del Santo Tequila. 
14:00 de la tarde: comida en Casa Baltasar de Aliaguilla. Alma pide cochinillo; Eva, solomillo al Idiazábal; Juanan, cerveza; y yo un gintónic. 
16:00 de la tarde: tertulia en el café Español de Madrid con Valle-Inclán, Antonio Machado, Lope de Vega, Quevedo, Nietzsche, Juan Luis Galiardo y José Luis Cuerda. Reparto la mercancía.
19:00 de la tarde: concierto de Las Grecas y los Talking Heads. De teloneros, Siniestro Total y Caballero Reynaldo. Reparto los restos del material.
22:00 de la noche: cena en Lavapiés con los que aguanten después del concierto, incluidos los compañeros de Iniesta.
24:00 de la noche: paseo nocturno por el Barrio de las Letras, con paradas en las tascas más oscuras.

El que echa de menos la libertad es porque ha perdido el número de teléfono de su camello.  
  
     

jueves, 9 de abril de 2020

La gran historia de la pandemia 5 (basada en sucesos reales)


La tontería de la pedrada me costó una segunda condena y, claro, como ya había copiado el Quijote completo, ahora me tocaba otro libro dictado por la misma profesora plomo. Le supliqué a los guardias que por favor me cambiaran la pena por cualquier otra: tortura física, limpieza de letrinas, enculamiento... No transigieron. Allí estaba yo, de nuevo, en el calabozo, copiando como un poseso el Quijote de Avellaneda, encima eso, el Quijote apócrifo. Creía que no iba a poder con tanto, pero lo superé, no sin secuelas. 
Ya había comprobado que la telerrehabilitación tenía sus consecuencias y no quería imaginar lo que supondría haber copiado en dos días el Quijote de Avellaneda. Pronto lo supe. 
Los propios nazarenos guardiaciviles me condujeron hasta mi casa. Como era Miércoles Santo simulamos un vía crucis para preservar las tradiciones y, con esa excusa, me cargaron con el mástil de la bandera (no encontraron una cruz adecuada). Desde los balcones nos cantaban saetas y algunos nos arrojaban piedras al grito de "madrileños go home". Llegué a mi casa deslomado y marcado por cintarazos y pedradas. Me sentía Brian (el de la Vida) y noté una pulsión irresistible a hacer algo que me traería muchos quebraderos de cabeza. Sin quitarme la sábana blanca con la que me habían vestido, cogí un bote de pintura dispuesto a pintarrajear la fachada del Ayuntamiento con el siguiente lema: "La telenseñanza es un invento del demonio".  

miércoles, 8 de abril de 2020

La gran historia de la pandemia 4 (basada en sucesos reales)


De nuevo en el cuartel de la Guardia Civil, rodeado de nazarenos.
-Bueno, ¿y usted por qué ha destrozado la cristalera de Mercadona con una piedra?
-Pues no sé, tengo mucho tiempo libre.
-¿Y ya está?
-También se me ha revuelto aquí abajo (le señalé el bajo vientre) un rencor antiguo, de otro tiempo.
-¿Qué rencor ni qué niño muerto?
-Pues eso, que mi padre tenía una tienda de ultramarinos, un comercio local, como lo llaman ahora, y nos creció un odio visceral hacia los grandes monopolios de supermercados cuando se instalaron en el pueblo. Y se me ha removido aquello, sabe usted.
-Y cuando se instalaron estos supermercados, ¿su padre tuvo que cerrar, claro?
-No, ¡qué va!, si el negocio sigue yendo muy bien. ¡Dígaselo a mi hermano!
-¿Entonces?
-Pues nada, que les tengo asco a los monopolios. 
-¿No querrá que ponga esta sarta de gilipolleces en el informe de atestados?
-Bueno, también dicen que en estas grandes superficies trafican con carne de pangolín, con papel del culo y con sangre de cajeras? 
-¿Con carne de qué?
-Sí, hombre, ¿no lo ha oído usted?, el pangolín, un animal muy simpático cuya carne fue el origen de la peste. 
-Dicen que fue la mordedura de un murciélago.
-Sí, y también dicen que había un laboratorio en Wu Jan donde trapicheaban con virus de todas clases.
-Sí, y mi compañero dice que lo generó el gobierno para no pagar a los viejos.
-¿Qué gobierno?
-Mi compañero no entiende de política. Un gobierno.
-Y dicen que viene otra catástrofe peor.
-Sí, dicen que un meteorito está a punto de caer sobre Tébar.
-¿Sobre Tébar?
-Sí, es el pueblo de mi abuelo. 
-¿Y hay Mercadona en Tébar?
-¡Qué va! La destrucción no va a ser muy grande si cae allí el meteorito. Lo peor será la onda expansiva.
-Y dicen que...
Y así pasé la tarde en el cuartelillo, conversando del pasado y del futuro sobre toda clase de hipótesis, hasta que nos dieron las diez y nos llamaron para cenar. No pregunté de qué era el guiso, pero me lo podía imaginar.   

martes, 7 de abril de 2020

La gran historia de la pandemia 3 (basada en sucesos reales)


Eufórico, tras la exitosa aventura del balcón, entré en casa con el propósito de tragarme todos los especiales informativos que emitían a cualquier hora en la tele, en la 1, en A3, en Cuatro, en Telecinco, en La Sexta y en Disney Chanel (la 2 no, demasiado cultural). Apuntaba las estadísticas de muertos, contagiados, confinados, curados, exfoliados, rapados, deprimidos, parados..., en España, en las comunidades, en los países europeos, en América, en Tébar. Hacía gráficos de barras, de líneas, de círculos, de caja y bigotes, árboles de levas... El trasiego era frenético, zapping a lo Usain Bolt: un tertuliano hablaba del origen del virus; una epidemióloga, de cómo tirar de la cadena sin peligro; un funambulista recomendaba hacer gárgaras con agua hirviendo; una chica explicaba cómo hacer una mascarilla con una compresa; todos somos héroes; quédate en casa; esto es una gripe fuerte; es un castigo de Dios; todo va a salir bien; viva la Virgen del Rocío; esto es una conspiración contra los viejos; felaciones a diez euros (esto es spam)..., y yo anotaba lo que podía (que era bastante), con el ritmo de copia conseguido en la cárcel. 

Al poco, noté que algo no iba bien en mi cabeza. Junto a los gurús de la televisión, comencé a oír, en estéreo, la cadencia talmúdica de la profesora de Lengua dictando el Quijote. Los datos comenzaron a cruzarse: "En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme vivía un hombre en casa encerrado desde hacía más de 23 días con cien rollos de papel higiénico", "la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, España acaba de superar a China, somos los segundos", "él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días los empleaba en sacar al perro más allá de los 200 metros permitidos",“Esta que llaman por ahí Fortuna es una mujer borracha y antojadiza, y sobre todo, guardad la cuarentena porque así los linces podrán fornicar sin medida"... Me asusté bastante. Nunca había tenido episodios de esquizofrenia, y, en principio, el cruce de voces lo identifiqué con uno de los síntomas que los psicólogos televisivos auguraban como propios de un encierro continuado. Apagué la televisión, se acalló también la voz de la profesora de Lengua y se me encendió el chivato de los descubrimientos: esto, en realidad, era causa de la telerrehabilitación. Creía que no me había hecho efecto, pero sí. Igual que al protagonista de La naranja mecánica le obligan a asociar una cierta música y la violencia con una sensación de angustia, a mí me habían hecho fundir la voz de martillo pilón de la profesora con las de la televisión. La apagué y dormí dieciséis horas seguidas, ¡qué paz!, mis aventuras cuartelarias y eróticas no pedían menos.

lunes, 6 de abril de 2020

La gran historia de la pandemia 2 (basado en sucesos reales)


Me empeñé en cumplir la condena cuanto antes, apurado, porque el ambiente del cuartel era angustioso. Estábamos dentro de un convento medieval o en el prólogo de una película porno albanesa, con los guardias vestidos de capuchinos, las guardias de teja y mantilla y mis compañeros con apariencia de reos de la Inquisición. Además, el dictado paranoico de la profesora de Lengua se me hizo insoportable. Debía esmerarme en la copia antes de perder el oremus. Mi pena era doble, por lo que tuve que transcribir la primera y segunda partes del Quijote, 52 + 74 capítulos. Se asombró el guardia cuando le entregué el escrito sin faltas y leyó la palabra final, "Vale". Un piloto verde se iluminó en la puerta de salida y lloré de alegría, mientras me sujetaba el hombro para que no escapara del tronco.
Me dieron la libertad, un cirio y una mascarilla no homologada, pero conmigo no funcionó la telerrehabilitación. Llegué a mi casa con otra idea fija en la cabeza, cumplir la segunda obsesión de mi adolescencia: follar en un balcón. A mi mujer le plació la idea y salimos dispuestos a darlo todo, con tan mala suerte que, justo en el momento del clímax, dieron las ocho de la tarde. Los vecinos salieron también a sus respectivos balcones y comenzaron a aplaudir con estrépito. En ese momento, fuera de mí, pensaba que lo estábamos haciendo muy bien, pero me caí del caballo al oír que los vecinos entonaban a coro "Resistiré", en clara referencia a una situación que posiblemente no podría evitar. Esta pandemia está sacando lo mejor de nosotros mismos, resistí.    

domingo, 5 de abril de 2020

La gran historia de la pandemia 1 (basada en sucesos reales)


Aprovechando la soledad de las calles, pensé en llevar adelante una de mis ilusiones de la adolescencia y que nunca creí poder cumplir: correr desnudo por mitad del pueblo. Aprovechando también que lucía el sol, me quité el pantalón de chándal, la sudadera y los calzoncillos y salí, muy emocionado, a rondar las aceras como mi madre me trajo al mundo (si no tenemos en cuenta las zapatillas). Estuve deambulando, eufórico, por los alrededores de mi barrio, corriendo, brincando, haciendo cabriolas, hasta que me crucé con el aguafiestas del domingo. Iba vestido de capuchino, con capirote en la cabeza y cirio en la mano. Se puso delante de mí, se levantó ligeramente el capuz y me pidió la documentación. Yo le pregunté que quién era él para pedirme los papeles, me explicó que la Guardia Civil y la Policía Municipal habían tenido la feliz idea de vestirse de capuchinos para que las tradiciones no cayeran en el olvido, que si no oía los partes del Ayuntamiento. Lástima que no se les hubiera ocurrido esta idea en Fallas, porque ver peinados con moñetes a los miembros del cuerpo no habría tenido precio. El número de la Guardia Civil no sabía si multarme por romper el confinamiento o por escándalo público. Le planteé un dilema: "¿A qué público estaba escandalizando yo? Se cabreó conmigo, me tapó las vergüenzas con un capote antiguo conservado entre naftalina y tomó una determinación: "¡Al cuartelillo!" 
Hacía muchos años que no pisaba el cuartel de la Guardia Civil, aunque tampoco entonces hice un tour por sus dependencias, como habría sido mi deseo. Nada más llegar, me encerraron en un calabozo junto a otros que, como yo, habían incumplido las normas de confinamiento. De las cuatro celdas que había allí, tres estaban ocupadas por gente que había perdido el sentido común; y la mía, por irresponsables como yo. La pena que debíamos pagar los de nuestra celda me la explicó un muchacho que llevaba allí la friolera de diez días: "Han contratado a una profesora que nos dicta el Quijote a través de Meet. Para eso tenemos pantallas de ordenador. A ella no la vemos, porque su ritmo de lectura es tan rápido que no damos abasto a copiar todo lo que va dictando. No podemos levantar la cabeza del papel. Paramos para desayunar, comer y cenar. Por la noche, un guardia revisa nuestro trabajo y nos pone nota. Ayer salió el primer recluso, después de haber copiado entera la primera parte sin faltas de ortografía, 52 capítulos con sus puntos y comas. Acabó con la muñeca dislocada y un hombro fuera de sitio. Acabas de entrar en la telerrehabilitación, que te aproveche". Poco después pude confirmar esta realidad y os puedo asegurar que es agotador copiar al dictado con mascarilla y guantes (con razón se quejan los telestudiantes). Pregunté por los presos de las otras celdas y se me informó con minuciosidad: "Ahí están encerrados los que han perdido el sentido común durante esta peste: charlatanes que opinan como si fueran tertulianos de radio y televisión, supuestos expertos en pandemias, agoreros de esta y otras tragedias, sepultureros de gobiernos, salvadores del mundo, videntes y algún que otro salvapatrias... Es curioso, pero el método de rehabilitación que utilizan con ellos funciona, porque he visto salir a más de uno transformado en el mismo Antonio Machado, el abrigo lleno de manchas y quemaduras de cigarro, proclamando los beneficios de la humildad y soltando sentencias a la manera de Juan de Mairena. No sé qué les harán".CONTINUARÁ

jueves, 2 de abril de 2020

El día después


Mis pies todavía no se creían que esa pasta negra fuera el asfalto de la calle. Supongo que Armstrong (el astronauta, no el ciclista) también experimentó la misma sensación: el placer de arrastrar las pisadas sobre un suelo virgen, casi no hollado. La diferencia es que yo devoraba un aire sin usar, de paraíso, y no como el astronauta, con su escafandra claustrofóbica y su oxígeno de lata. La hierba, la mierda de los gatos y el polen de los chopos se registraban en mi nariz como experiencias sensoriales de un planeta por explorar, un aluvión de aromas que se agolpaban en la entrada de mis narices, como adolescentes en un festival de música. Estaba cerca, muy cerca. Me pareció oír, antes de verlo, el trajín inconfundible de las copas sobre el aluminio y la conversación animada de los selenitas. Estaba cerca, muy cerca. Ya atisbaba el toldo, tendido, intentando paliar los estragos de un sol que comenzaba a herir los tejados, las fachadas, los árboles, los edificios a medio construir, las aceras, los vidrios, los charcos, las tonsuras, las nucas. Sí, mi oído no me había engañado. La persiana estaba arriba, las mesas en la terraza y un enjambre ansioso abrumando sus alrededores. Armstrong clavó una bandera y yo sorbí la primera cerveza con la misma emoción, con la pasión del que bebe cráteres desconocidos. Sí, allí estaba de nuevo, el bar, el bar, la luna, la luna. No nos atrevíamos todavía a agolparnos ni a besarnos, ni a abrazarnos, ni siquiera a echarnos la mano, pero yo estaba allí, apoyado en la barra del bar, sorbiendo mi bandera como si estuviera en la luna y alguien, no sé quién, pudiera quitármela y encerrarme de nuevo en la cápsula metálica del Apolo XI.