lunes, 23 de diciembre de 2019

"Ni ‘Babieca’ ni ‘Tizona’: desmontando mitos sobre el Cid" por Jacinto Antón


El Cid real, el Rodrigo Díaz de Vivar histórico, no tenía dos espadas denominadas Colada y Tizona, ni un caballo que respondiera al nombre de Babieca, ni obligó nunca a jurar en Santa Gadea al rey Alfonso VI, que no había tenido nada que ver con la muerte del hermano del monarca. Sus hijas no se llamaban Elvira y Sol, sino María y Cristina, y además había un hijo varón, Diego. A las chicas tampoco las ultrajaron ni hicieron de todo los infantes de Carrión en la legendaria afrenta de Corpes tras las bodas, ni hubo batalla ganada después de la muerte. De hecho, hasta puede que nadie hubiera llamado Cid al Cid en toda su vida (aunque sí se le conocía y él firmaba como “Campeador”, de campidoctus, “señor del campo de batalla”). Pero todo eso no quiere decir que la existencia y hechos del personaje de verdad (¿Vivar, 1040?-Valencia, 1099) que dio pábulo a la leyenda no fueran extraordinarios.
Ahora, el historiador David Porrinas (Castañar de Ibar, Cáceres, 1977), investigador y profesor en la Universidad de Extremadura y un reconocido estudioso de la guerra en la Edad Media y del propio Campeador, arroja luz sobre el de Vivar en un ensayo desmitificador, tan erudito como apasionante. El Cid, historia y mito de un señor de la guerra (Desperta Ferro Ediciones, 2019), con prólogo del catedrático de Historia Medieval y acreditado cidista Francisco García Fitz, se centra especialmente en la actividad bélica de Rodrigo Díaz y lo muestra como un gran hombre de acción. Un guerrero aventurero y oportunista que se mueve con habilidad y pragmatismo extremos en la frontera difusa entre la cristiandad y el islam al frente de una hueste de tropas híbridas, compuestas por su propia mesnada y contingentes musulmanes. Un mercenario en busca de botín y señor al que servir en un mundo mestizo, en el que los reinos cristianos y las taifas musulmanas guerrean unos contra otros y todos entre sí, aliándose sin importar la religión. Y un combatiente temible que puede ser brutal (hace torturar a civiles y quemar vivo al cadí de Valencia) y que se granjea fama de invencible en la batalla.
Un personaje y un escenario, como se ve, que coinciden poderosamente con los de Sidi, la última novela de Arturo Pérez-Reverte (Alfaguara, 2019), aunque en esta hay jura, Tizona y otros mitos.
“Es muy complicado depurar al verdadero Cid histórico de la leyenda tejida a su alrededor”, explica Porrinas, que subraya que hay unas ideas fijadas durante siglos, unos clichés que cuesta desterrar, y valga la palabra. El caso, recalca, es que hay muy buenas fuentes históricas que nos permiten saber cómo era en realidad. “Es seguramente el personaje que mayor cobertura informativa recibió en su tiempo, más incluso que el propio emperador Alfonso VI. Es absolutamente excepcional disponer de tanta información de alguien del siglo XI que no era ni miembro de la realeza ni un alto cargo eclesiástico”.
Porrinas cita entre esas fuentes la Historia Roderici, contemporánea del Cid o de poco después, y las informaciones coetáneas de cronistas musulmanes que narran la conquista de Valencia (la gran realización del Campeador), algunos de los cuales incluso vivieron el asedio. Disponemos asimismo, apunta, de la carta de arras del matrimonio con Jimena y hasta de un documento firmado de puño y letra por el Cid, que signó “ego ruderico” (el trazo no es muy seguro, así que probablemente el Cid manejaba mejor la espada que la pluma).
Pese a las fuentes, continúa, “el Cantar de mio Cid, puesto por escrito a partir de versiones juglarescas entre finales del siglo XII y primeros del XIII y convertido en la obra cumbre de la literatura medieval española, establece una imagen literaria muy distinta de la histórica, pero llamada a tener mucho más éxito”. Fue, explica, el empeño de Ramón Menéndez Pidal desde 1929 en considerar el Cantar y los romances sobre el Cid fuentes históricas válidas para el conocimiento del personaje lo que ha creado tanta confusión. Por no hablar de la apropiación franquista y de la película de 1961, con Charlton Heston.
Es la del Cantar una imagen heroica, “muy cinematográfica”, con “evidentes concesiones a la sensiblería, la fantasía y el dramatismo morboso”. De los episodios más famosos para los mortales comunes de la vida del Cid, Porrinas recalca que “no hay nada de eso”, y que son todo imágenes que se forjan con posterioridad. El duelo con el padre de Jimena, por ejemplo, no aparece hasta el siglo XIV. En cuanto a la jura de Santa Gadea, no se empieza a hablar de ella hasta el siglo XIII, en una obra del historiador eclesiástico Lucas de Tuy, y sería imposible que se hubiera producido: ningún noble podía desafiar así al poder haciendo jurar a un rey.

Muerte del hijo

De Diego, el hijo del Cid, dicen las fuentes que murió luchando contra los musulmanes en Consuegra (Toledo), en 1097. “Fue un mazazo para el Cid, que perdió la esperanza de crear una línea dinástica para perpetuar su recién conquistado principado de Valencia, aunque consiguió casar bien a sus hijas” (María se desposó con Ramón Berenguer III, conde de Barcelona). En cuanto a la victoria después de muerto, atado al arzón de su caballo, señala que forma parte de la leyenda elaborada por los monjes del monasterio de Cardeña (Burgos) donde fue enterrado el Cid —luego sus restos se dispersaron— tras sacarlo embalsamado de la Valencia amenazada por los almorávides. El historiador indica que no hay pruebas de que en su época le llamaran Sidi o Cid. “La primera vez que vemos esa denominación es en el Poema de Almería, de mediados del siglo XII, donde se menciona a Rodrigo como Cid”.
Sorprende que el Cid fuera un mercenario... “Suena peyorativo, pero esa es la definición del que combate por dinero o por beneficio propio. Rodrigo, un gran pragmático, entiende que su servicio al rey Al Mutamin de Zaragoza y sus sucesores es lo mejor para cumplir su propósito último de hacerse con Valencia. No se puede entender al Campeador sin su relación de mestizaje militar, político y cultural con los musulmanes”. El historiador dice que no ha leído aún la novela de PérezReverte, del que se declara admirador. El ensayo de Porrinas y Sidi coinciden en destacar los aspectos militares del Cid, como el uso decisivo de la carga de caballería y la lanza. También en mostrar el mundo fronterizo de la Península como un escenario turbulento y sin ley, un Far West medieval.

martes, 17 de diciembre de 2019

"Scorsese" por Manuel Vilas

No le sobra ni un minuto de metraje a la última película de Martin Scorsese. Tal vez de esa necesidad de todos los minutos de la cinta no te das cuenta hasta la última parte de El irlandés, una de las más grandes películas que he visto en mi vida. Por supuesto, la vi en la pantalla de un cine, y no en casa. El irlandés no es una película para ver repantigado frente al televisor. Implora demasiado la vida como para que tú le devuelvas algo tan banal como tu mano unida a un mando a distancia en vez de a una pistola. Eso sí, cuesta encontrar un cine donde la pongan.
El irlandés tiene más bien poco que ver con El padrino y mucho con Érase una vez en América de Sergio Leone. No solo porque tanto la última de Scorsese como la que acabó siendo, para nuestra desgracia, la última de Leone tengan a Robert de Niro como protagonista sino porque las dos parecen películas de gángsters pero no lo son. Leone ya usó al célebre sindicalista Jimmy Hoffa para conseguir un retrato épico de la historia reciente de Estados Unidos, algo que nadie ha recordado al hablar de El irlandés. Más escenas que convergen: tanto Scorsese como Leone filman a De Niro en un cementerio, pensando en la muerte. Las dos cuentan la misma historia. Cuentan el paso del tiempo. A Leone le hubiera encantado El irlandés, tal vez incluso le hubiera pedido derechos.
El irlandés tiene que ver más con William Shakespeare que con Hollywood. El irlandés tiene que ver más con la desamparada vida de Elvis Presley que con la mafia. Es una película sobre la soledad de un octogenario que recuerda. Es un hombre complejo. Se niega a admitir que mató a su mejor amigo sin ninguna razón clara. Porque la gente en la vida comete deslealtades sin que haya una razón de peso, de eso habla esta película y por eso es una obra maestra, porque habla de nosotros, los seres humanos. Claro que hay muchas escenas que ya habíamos visto antes: el asesinato en la barbería, en el coche, en el restaurante, etc. Pero Scorsese necesitaba volver a filmarlo para llegar a filmar algo que no había filmado nunca: la deslealtad en estado salvaje. Y vale la pena. Lo comprendes hacia la mitad de la historia, pero una vez que lo comprendes el grado de enamoramiento y emoción es tan grande que esas tres horas y media se han convertido en cinco minutos reveladores. Un hombre que se niega incluso delante de la muerte a decir la verdad, eso es abismo y misterio. Un hombre que va a ver a su hija, y lo que ve es el odio y el terror de su hija, y sigue vivo, esperando un día más. Un hombre que mató a su amigo, pero le sigue queriendo como si no lo hubiera matado. Así es la vida, rara y fuerte, rara y luminosa, rara y sin enmienda.

lunes, 16 de diciembre de 2019

"Desenredada" por Marta Sanz

Siempre me piden explicaciones por no ser mamá y por no estar en redes. Visión: mosca en tela de arácnido o pezqueñina en boliche. No entiendo tanta inquietud por mi integración digital. Me decía un escritor: “Soy el príncipe de Facebook”. Ya sé que me pierdo ventanas abiertas al mundo. También me protejo de mi tendencia a saltar al vacío. A las adicciones: con la cerveza tengo suficiente. Cuando veo a personas prendidas a las pantallas, me acuerdo de la niña de Poltergeist. He elegido no participar en redes igual que hay quien ha decidido no comer corderos o volver a fumar. La vida consiste en elegir cuando te dejan —elegir bien significa ser elegante—, en no creer que eliges cuando en realidad no eliges y, luego, en justificarte por tus elecciones que, repensadas, pueden conducirte a enroque o rectificación.
No me disgusta la frivolidad, pero me aparto de las redes porque no quiero: grabarme con orejitas de gato; ser seguidora ni acumular likes; tener un millón de amigos y mutar en hikikomori; estresarme ante el imperativo de que cada momento sea fotogénico; fotografiar lo que como —simulacros de alimentos, tomates de plástico de las cocinitas e imágenes de hamburguesas me dan asquito—; ser encontrada sin que me pierda; ponerle estrellitas a Anna Karenina y comprobar que es más popular —oh, yeah— un poeta youtuber; transformarme en inspectora en restaurantes y hoteles; ser clienta, carne de zapping; echarle a mi opinión un baño de oro; equiparar el Louvre con una experiencia de karaoke; obtener diagnósticos por teléfono; cazar Pokémon; ser “el puto amo” en Twitter; hacer gilipolleces de riesgo; ser escrutada y que el algoritmo se anticipe a mis deseos comerciales y políticos; superodiar y superamar en un segundo; estar siempre en otra parte, habitar al otro lado del espejo; creer que el dinero es volátil y todo lo tengo a un click. Tampoco quiero ser mercancía y pagar por serlo: las redes no son gratis, transforman cuerpo y escritura en fetiche, nos obligan a cambiar de móvil porque el nuestro se ha quedado sin memoria… Rendueles, Zafra, Nadal Suau no soplan conmigo las trompetas del Apocalipsis. Es otra cosita.
Después de clase, Sonia fotografía la pizarra para subirla a Instagram. Manuel graba una presentación. Todo se aleja, se exhibe tras las pantallas táctiles y no hay necesidad de ocupar el espacio real. Sin peso ni olor. Tampoco las palabras que pronuncias delante de 15 son las mismas que dirías delante de 100.000: procuro no incurrir en autocensuras, pero me siento rigurosamente vigilada. La recepción se desdibuja y se provocan malentendidos. No es superstición ni un asunto de inmoderado uso de una herramienta. Internet es ideología dominante anclada en un sentido flojo de comunidad, comunicación, amor y política. Podría ser otra cosa, pero aún no es contrapeso al pensamiento único, sino productor de democracia de mala calidad. Soy dinosauria, carcamala y habitante del siglo XXI. No pretendo insultarles: solo justificar mi ausencia. Pero he mentido: uso WhatsApp. Esta Navidad inundaré a mis contactos con felicitaciones y caritas monstruosas con ojos de víscera. Después ahogaré mi smartphone en el clásico bidé.

martes, 10 de diciembre de 2019

La alacena

Entro en la alacena:
sobre tablas y mugre
una sombra de mí,
suspiros de almendra,
paliduz
y un tebeo de Agamenón. 
Hedor de infancias,
soledades
en bici Abelux, 
orines e inocencia.
Entro en la alacena:
mocos, legañas 
y jerséis de lana,
pantalones cortos,
la raya al lado,
trazada con Nenuco
y un poco de saliva.
Entro en la alacena:
la vieja Julieta 
con cuarenta niños,
caligrafías, burlas
y sangre en las rodillas.
Detrás de los plumieres de madera, 
un tullido muerde un lapicero,
lagartijas, ranas
y crueldades de sicario.
Entro y veo
el color sepia del río,
chopos como leyendas.
Piso un avispero
y reímos, bárbaros,
con el dolor del débil.
Partidos de fútbol 
sin reglas y con puños,
camisetas sin marca,
llagas sin porterías.
Miedo al otro,
miedo a mí mismo,
miedo al padre,
miedo a la calle,
miedo al colegio,
miedo a la noche,
refugio bajo la cama.
Infancia de mierda
con bocadillos nocturnos
y carros de roces,
cine los domingos
y braguero en verano.
Las tripas no querían
esperar en la barriga.
Demasiados caramelos 
de nata
y papillas de "Maizena".
La televisión y una jeringa
metálica que aún huele
y duele.
Miedo a la practicante,
al eclipse de sol
y a Matamala.
Miedo a despertar
y a dormir
y a vivir.  
Es oscura la alacena.

domingo, 8 de diciembre de 2019

Hipocresía


Estamos repitiendo el molde de los señorones y señoronas de la alta burguesía. Los días de diario colaboraban en la explotación del pobre, acumulaban riqueza de una forma indecente y la exhibían en salones, iglesias y procesiones. Eso sí, los días de fiesta colaboraban en las mesas petitorias del Domund. Para limpiar su conciencia nacionalcatólica.
Hoy salimos a diario a comprar en masa a las grandes superficies o nos surtimos de caprichos en Amazon, acumulamos ropa que valdría para vestir a todos nuestros vecinos y exhibimos nuestros coches cargados de petróleo hasta colapsar autovías de cinco carriles. Eso sí, los días de fiesta participamos en una manifestación contra el clima o nos ponemos una pulsera reivindicativa. Para limpiar el karma. 
¿Quién podría haber convencido a esas señoronas para que no usaran abrigos de visón o a sus maridos para que no estupraran a la doncella? Nadie. ¿Quién nos puede convencer de no entrar en el Primark o de no comprar compulsivamente en Amazon? Nadie. Nos ahogamos en plástico y carbonilla, seguro, como a los señores de bien los ahogaba la gota y la apoplejía.

sábado, 7 de diciembre de 2019

"Pliegos de cordel en el Museo del Prado" por Manuel Vicent

Una mañana plácida de otoño gentes de todas las razas y edades guardan pacientemente la cola para ver la exposición de los dibujos de Goya en el Museo del Prado. Antiguamente en las fiestas y en las romerías de los pueblos, entre feriantes y saltimbanquis, solía haber un ciego que narraba con una cantinela ritual una serie de crímenes pasionales y condenas de presidio, milagros de la Virgen y de los santos, catástrofes naturales, lances de amor perdido y otras desgracias sucedidas en la comarca. Estas noticias también se vendían impresas en pliegos colgados de un cordel en las plazas. Puede que a Goya le excitaran la imaginación estas crónicas negras, que relataban los ciegos; de hecho, dedicó gran parte de su genio a dibujarlas como una forma de exorcismo.
A simple vista la vida es bella esta mañana alrededor del Museo del Prado. El sol de otoño extrae de los árboles del paseo y del Jardín Botánico todos los colores rojos y amarillos que Velázquez, Tiziano y Rembrandt aplicaron a sus cuadros. No hay ningún ciego cantor que explique al pueblo llano las miserias de la vida española actual. Solo un mendicante con un plato limosnero a los pies toca un alegre vals de acordeón ante las puertas de Cristina Iglesias, que se abren al claustro de los Jerónimos mientras alrededor se mueve un enjambre de espectadores dispuestos a tomarse una purga estética y moral.
Son más de 300 dibujos, como impromptus nerviosos de la mano magistral, en los que Goya ha trazado a lápiz, a tinta o con aguadas lo peor de la condición humana, la violencia, el fanatismo, la estupidez y el miedo del tiempo en que le tocó vivir. Tal vez un día había oído cantar a un ciego lo que le sucedió en Zaragoza a un alguacil, perseguidor de estudiantes y de mujeres de fortuna, cuando entre todas lo trincaron y le pusieron una lavativa de cal viva. Y aun hubo más, mataron a un burro, le vaciaron las vísceras y metieron al aguacil en la tripa y la cosieron. Por lo visto sobrevivió toda una noche. Los espectadores contemplan y analizan estas imágenes de cerca con los ojos achinados. Luego unos sonríen y otros se alejan con el horror reflejado en el rostro. Hay que imaginar esta historia escrita en un pliego colgado de un cordel en una plaza a la salida de misa en la feria de la patrona.
En la entrada de la exposición alguien podría recitar la vieja cantinela. Pasen y vean las delicias de la España negra, aquelarres de brujas, herejes empalados, capirotes amarillos de San Benito de los condenados por la Santa Inquisición camino del cadalso a lomos de un asno, pobres agarrotados, mujeres, niños y hombres esperando su muerte bajo los fusiles, máscaras, procesiones de flagelantes, corridas de toros con caballos destripados en la plaza, majas de paseo, celestinas, caballeros galantes, riñas y celos, maridos que cabalgan a su mujer y la azotan como a un jumento. ¿Hay alguien que pueda salvarse? Las carretas arrojan cadáveres en los cementerios. Aquí no se salva nadie de la sátira, ni el clero ni la nobleza.
No obstante, se tiene de la España goyesca un concepto de bailes en la pradera como se ven en sus cartones para tapices cuando su lápiz a través de los caprichos, disparates, la tauromaquia y desastre de la guerra fue un látigo feroz contra la ignorancia y el fanatismo de la sociedad de su tiempo. Ante el dibujo de la muerte del torero Pepe-Hillo en la plaza de Madrid piensa uno en la inconsistencia de imaginar a Goya como un defensor de la corrida cuando no hace sino expresar el horror ante esa suerte violenta con la muerte. Un día de 1824, el pueblo gritó “¡vivan las cadenas!”, y el felón de Fernando VII aceptó la invasión de los reaccionarios, cerró la universidad y en contrapartida abrió una escuela de tauromaquia. Goya se fue al exilio donde ya le esperaban en Francia los otros ilustrados.
No había esta mañana ningún ciego cantando estas desgracias en la puerta del Prado, pero esta vez se ha producido un hecho singular. El pintor y dibujante satírico Andrés Rábago, El Roto, ha expuesto en el claustro de los Jerónimos unos dibujos que han hecho las veces de los antiguos pliegues de cordel dentro de unas vitrinas. El volcán de Goya que tanto caudal de fuego negro sacó a la superficie, después de los años ha tenido una réplica en la inspiración de este artista que ha hecho evidente que las mismas lacras sociales de entonces permanecen hoy bajo otras formas. Cabe preguntarse qué caprichos, aquelarres, tauromaquias y desastres de la guerra pintaría hoy Goya si viviera. Tampoco El Roto deja ninguna salida a la estupidez, a la violencia y al fanatismo. Sus estampas las podría cantar un ciego con mucha vista, siempre que tuviera también sentido del humor, porque están a medio camino entre la piedad y escarnio, entre la carcajada y la desolación.

jueves, 5 de diciembre de 2019

"Recolección de penes incorpóreos" por Álvaro Corazón Rural



Ha salido un libro en Reino Unido titulado Medieval Bodies del historiador Jack Hartnell. Habla del cuerpo humano y sus partes en relación a las artes, la medicina y la política en la Edad Media. Un esfuerzo loable por desmitificar una época sobre la que a menudo se transmiten imágenes caricaturescas cuando no se trata de forma peyorativa o se emplea su nombre como adjetivo insultante. Hay que elogiar esta nueva iniciativa de la Wellcome Collection, un museo y biblioteca gratuitos londinense, que se dedica a divulgar la cultura de la salud y de la ciencia desde diferentes ángulos. Dicho lo cual, cuando el libro cayó en mis manos, leí el título y vi su contenido de refilón, acudí al índice rápidamente con una idea fija en la cabeza, una palabra: pene.
Pero poco pene había o no demasiado. La obra menciona someramente que existió una ansiedad por castración «severa» entre los hombres de la época. Un pánico que aparecía en numerosas narraciones. Las mujeres o bien podían cortárselo limpiamente o, algo peor, mediante un hierro afilado oculto en su vagina. Una trampa mortal.
Sin aclarar el misterio, el autor cita un poema épico francés del siglo XIII, el Roman de la rose, ilustrado en el siglo XIV por el taller parisino del matrimonio Montbaston, que pintó a un par de monjas que recolectaban grandes penes que crecían en los árboles. Hartnell reflexiona sobre la imagen. Se pregunta si es una escena que refleja el miedo a la pérdida del pene o si se trata de un anhelo protofeminista de combatir un mundo falocéntrico. Como español bautizado en la fe católica yo veo a las monjas haciendo acopio de obscenas erecciones en actitud amenazante, pero experto no soy.
El poema lo escribió Guillaume de Lorris, lo continuó Jean de Meung y se marcaron una historia bastante misógina. Ya recibió grandes críticas en su día, la humanista y filósofa veneciana Christine de Pizan pidió que quemaran los manuscritos. En la impagable página Reading Medieval Books la autora buscó el significado de ese dibujo de la recolección de penes incorpóreos que en la actualidad ha causado sensación en las redes. En un pasaje de la obra, que es una reflexión sobre el amor, el Genio —hombre— explica que los varones han de aprovecharse sexualmente de las mujeres porque para eso están. Alegóricamente, también compara la escritura con el coito, escribir es penetrar y la hoja en blanco es la mujer.
Entonces dice: «Aquellos que no escriben con sus «herramientas» en esas hermosas y preciosas tabletas que la naturaleza ha hecho para ellos, deberían sufrir la pérdida de su pene y testículos». Aparte de misógino, estas palabras son un alegato contra la sodomía, dice. En términos actuales, homofobia.
A continuación, el análisis cita la opinión entre medievalistas e historiadores del arte de que probablemente Jeanne Montbaston fuese analfabeta y que esa escena que dibujó no era más que lo que le vino a la cabeza cuando tuvo que emprender la tarea de ilustrar una historia con monjas, arboledas y sexo. Algunos han sugerido que al dar rienda suelta a su imaginación con esos ingredientes mostró sus fantasías sexuales. A la citada analista se le ocurría una hipótesis más bien de consuelo. Podría ser que si para escribir hace falta un buen pene, como dice el poema, ahí estaba la monja, con su actitud serena y confiada, recolectando una buena cantidad de penes incorpóreos para ponerse a ello.
Parece claro que los dibujos fueron cosa de Jeanne Monbaston, puesto que su marido, a la hora de imprimir estos libros, ya estaba muerto, aunque se han distinguido de la obra producida en su taller cuáles eran sus dibujos, cuáles los de él y en cuáles trabajaron ambos. Lo indiscutible es que las imágenes que añadieron en los márgenes no tenían una relación directa con la narración. Era un poema alegórico con dibujos alegóricos también, el vivo ejemplo de un programa electoral contemporáneo. La mayor parte de ellos, sin embargo, no tenía connotaciones sexuales. Son los obscenos los que han llamado la atención de los historiadores.
En una conferencia pronunciada en Leuven en 1993, el profesor de Historia del Arte de la Edad Media en la Universidad Radboud de Nijmegen (Holanda), Jos Koldeweij, explicó que la recolección de penes incorpóreos aparece dibujada justo cuando el poema dice que el poder de la naturaleza obliga a todas las criaturas vivas a participar en la actividad sexual.


Unas páginas más adelante, otro dibujo llamó su atención. Un caballo llevaba tres penes en las alforjas. Carga con ellos cabizbajo. Más adelante, dos monjas colocan en su regazo el racimo de penes incorpóreos que han cosechado. En el margen del otro extremo de la página, un hombre entrega a una mujer un gran falo incorpóreo también con una corona. La ecuación, para el doctor Koldeweij, se despeja al final, cuando aparecen dos hombrecillos enfrentándose a una bestia, uno con una estaca y el otro con una espada, y el que lleva el sable va desnudo y empalmado, válgame la redundancia. Dice el profesor: «el garrote, la espada y el falo forman una triada ascendente». Son una línea de defensa.
Una página más adelante, la conclusión: una monja con cuerpo de ave rapaz, —movidas de Jeanne Monbaston—, se enfrenta a otro monstruo. En el ala izquierda sostiene amenazante un pene incorpóreo, y en la derecha, que oculta tras la espalda, un garrote. La monja con alas se está protegiendo de la otra bestia asiendo el falo frente a ella. Koldeweij no tiene dudas: el pene incorpóreo aleja el mal, protege a su propietario, trae buena suerte y evita la desgracia. Hablar de fantasías sexuales de la ilustradora sería «ridículo y ahistórico», sentenció. Porque estábamos ante un caso de pene entendido como talismán que atraía la fertilidad, la riqueza y el poder.


Esta tradición ancestral todavía estaba presente en los siglos XIII y XV hasta que la cristianización y la civilización acabaron definitivamente con ella. El vivo reflejo de esa concepción de los miembros viriles se podía encontrar en el Malleus Maleficarum (Martilo de las brujas), que reunía en 1486 supuestos sucesos relacionados con brujas que probaban su existencia y amenaza. En su segundo volumen, escrito por los inquisidores Jakob Sprenger y Heinrich Krämer, se relataban las confesiones que habían obtenido en los tribunales sobre hechizos.
Uno de los capítulos hacía mención a cómo las brujas se las arreglan para «perjudicar la capacidad de engendrar». Estas criaturas de Satán podían hacer «que una mujer no pueda concebir, o un hombre cumplir el acto» o «embrujarlos de tal modo, que un hombre no pueda ejecutar el acto genital con una mujer». Y no se trataba de una disfunción eréctil cualesquiera, no, las malditas «arrebatan el miembro viril como si fuese arrancado por completo del cuerpo». Los casos reales estaban recogidos en el epígrafe titulado «De como, por decirlo así, despojan al hombre de su miembro viril».

Uno:

En la ciudad de Ratisbona, cierto joven que tenía una intriga con una muchacha y deseaba abandonarla, perdió su miembro, es decir, que se arrojó sobre él algún hechizo de modo que no podía ver ni tocar otra cosa que su cuerpo liso. En su preocupación por ello, fue a una taberna a beber vino, y después que estuvo sentado allí durante un rato, entró en conversación con otra mujer que allí estaba, y le habló de la causa de su tristeza, se lo explicó todo, y le demostró en su cuerpo que así era. La mujer era astuta y le preguntó si sospechaba de alguien, y cuando él nombró a la persona, y reveló todo el asunto, ella dijo: «Si la persuasión no es suficiente, debes usar alguna violencia para inducirla a devolverte la salud». De modo que por la noche el joven vigiló el camino que la bruja acostumbraba seguir, y al encontrarla le rogó que restableciese la salud de su cuerpo. Y cuando ella afirmó que era inocente y que nada sabía de eso, él se le arrojó encima, le enrolló con fuerza una toalla en torno del cuello, y la asfixió, diciéndole: «Si no me devuelves la salud morirás a mis manos». Entonces ella, incapaz de gritar y con el rostro ya hinchado y ennegrecido, dijo: «Suéltame y te curaré». El joven entonces aflojó la presión de la toalla, y la bruja le tocó con la mano entre los muslos, y dijo: «Ahora tienes lo que deseas». Y el joven, como dijo después, sintió con claridad, antes de verificarlo con la vista y el tacto, que el miembro le había sido devuelto por el simple contacto de la mano de la bruja.

Dos:

Una experiencia similar es la que narra un venerable padre de la casa dominica de Spires, muy conocido en la Orden por la honradez de su vida y por su erudición. «Un día —dice—, mientras escuchaba confesiones, vino a mí un joven, y a lo largo de su confesión me dijo, acongojado, que había perdido el miembro. Asombrado ante ello y nada dispuesto a creerle, ya que en opinión de los sabios, creer con demasiada facilidad es una señal de ligereza, obtuve pruebas de ello cuando nada vi luego que el joven se quitó las ropas y me mostró el lugar. Luego, usando el consejo más prudente que pude, le pregunté si sospechaba que alguien lo hubiese hechizado de esa manera. Y el joven respondió que sospechaba de alguien, pero que estaba ausente y vivía en Worms. Entonces le dije: «Te aconsejo que vayas a ella lo antes posible y te esfuerces por ablandarla con dulces palabras y promesas», y así lo hizo. Porque volvió luego de pocos días y me agradeció, diciéndome que estaba intacto y que había recobrado todo. Y yo creí sus palabras, pero una vez más las confirmé con la evidencia de mis ojos.

Temer, tampoco había mucho que temer, se trataba de un truco:

No debe creerse en modo alguno que esos miembros sean arrancados en verdad del cuerpo, sino que el demonio los oculta por alguna arte prestidigitatoria, para que no se los pueda ver ni sentir.

Que rige igual con las brujas, sigue, en una explicación en la que, caramba, aparece el árbol de la ilustración de Jeanne Monbaston:

¿Y qué debe pensarse entonces de las brujas que de esta manera reúnen, a veces, órganos masculinos en grandes cantidades, en ocasiones veinte o treinta miembros, y los ponen en un nido de aves, o los encierran en una caja, donde se mueven como miembros vivos, y comen avena y trigo, como lo vieron muchos y es cosa de información común? Hay que decir que todo ello lo hace la obra del demonio y la ilusión. Pues los sentidos de quienes los ven se engañan en la forma en que dijimos. Porque cierto hombre dice que, cuando perdió su miembro, se acercó a una conocida bruja para pedirle que se lo devolviera. Ella le dijo al hombre lesionado que se trepase a cierto árbol, y que podía tomar el que le agradara de un nido en el cual había varios miembros. Y cuando trató de tomar uno grande, la bruja dijo: no debes tomar ese, y agregó que pertenecía a un sacerdote de la parroquia.

Independientemente de la recomendación de Malleus Maleficarum como una de las grandes obras literarias de la humanidad, la conclusión es clara: La colega Jeanne se estaba partiendo el culo con sus dibujos de la devoción popular del momento. No cabe duda de que si el mundo del cómic algún día necesita una gran madrina, aquí tiene una.

sábado, 23 de noviembre de 2019

20 de noviembre de 2045

Corre el 20 de noviembre del año 2045. Los seguidores de san Quim nos mesamos los cabellos en recuerdo de su insustituible persona. Hace ya cinco años que murió el eximio impulsor de la nación catalana y nadie lo ha olvidado, nadie, ni siquiera el anciano Puigdemont, que sigue huido de la justicia en Tailandia. 
Adoramos en una capilla de la Sagrada Familia la montura de las gafas que acabó con la vida del eximio. Aún se conserva el rastro de sangre en la patilla, que se incrustó, inclemente, en su ojo derecho. Algunos dudamos de que se tratara de un desgraciado accidente. Mis amigos oculistas aseguran que nadie se clava sin ayuda la patilla de las gafas mientras se lee una resolución del Supremo. Por eso los representantes de la marejadilla democrática han organizado una exposición de monturas de gafas en la puerta principal de la Sagrada Familia, con la que intentarán colapsar el flujo turístico y de paso sacarán algunos euros para sufragar el asilo en Tailandia de Puigdemont. 
Sí, Torra ha sido beatificado junto a Franco, a José Antonio y a la duquesa de Alba por la curia vaticana. Tanta coincidencia en las fechas fue interpretada como un designio divino. Han muerto ya muchos de los presos políticos y se ha erigido un altar para adorarlos, porque no hay fronteras para los santos. En lo más alto la reliquia de Torra: una montura negra con dejes granates. Loor y gloria por siempre. 
Mientras tanto, en Mingorrubio se celebran las exequias de Estado en honor de su excelencia el Generalísimo Franco al que, además de santo, se le ha nombrado presidente impertérrito y eterno de la nación española. Y en el plató de Telecinco se glorifica con sesión de 24 horas a su primera santa: la duquesa de Alba. 
Loor y gloria a todos ellos. Fundidos por el destino en una fecha magnífica.     

"La tormenta de Goya" por Antonio Muñoz Molina

Goya vivió 82 años y desde la adolescencia y probablemente desde la niñez no dejó nunca de dibujar. Las cartas de juventud a Zapater están ilustradas con dibujos tan rápidos y vigorosos como la misma letra, tan procaces muchas veces y tan burlescos como las cosas que le cuenta a su amigo del alma. Cuando estuvo en Italia en el viaje preceptivo de estudios de todo pintor académico, compró uno de esos cuadernos tentadores que solo se encuentran allí y lo llenó de bocetos sobre las cosas que veía y sobre las que se le pasaban por la cabeza, lo mismo cabezas de monstruos que recetas de cocina. Goya dibujaba con perfecta solvencia académica los bocetos para sus cartones de escenas populares, pero en su disciplinada corrección ya había una inmediatez de observación directa de la vida, que inevitablemente quedaría atenuada luego en los cartones acabados, y más aún en los tapices. Hay una naturalidad asombrosa de gestos en ese majo que lleva el compás de una canción con las palmas, en un anticipo de actitud flamenca, o en ese otro que está tumbado y fuma mirando el humo con perfecta indolencia.
El dibujo en Goya es un ejercicio profesional y un desahogo del espíritu, un método de aprendizaje y un testimonio urgente de lo que tiene delante de los ojos. En la Academia de San Fernando, en las colecciones reales, en las galerías y en las iglesias de Italia, Goya copió estatuas antiguas y obras maestras de Velázquez, y al dibujarlas aprendía a mirarlas mejor y a comprender cómo estaban hechas, porque la emulación era una forma insuperable de estudio. El que dibuja adquiere precisión, simplifica, sintetiza. Al dibujar con pincel y pluma una mujer desnuda de espaldas, Goya está observando un cuerpo concreto y al mismo tiempo repite con exactitud el desnudo carnal de la Venus de espaldas de Tiziano que habría estudiado en una sala reservada de la Academia. Con los ojos adiestrados de mirar a Velázquez y a los maestros antiguos, Goya salía a fijarse en esa parte inmensa de la vida real que el arte de la pintura no había sabido o querido representar, a no ser con la inflexión de burla y condescendencia con que los artistas holandeses y los autores de grabados y estampas reproducían escenas de la vida popular: escenas callejeras, mujeres que lavan en el río y tienden la ropa y son despeinadas por el viento, mendigos que exhiben con descaro mercantil sus deformidades, clérigos glotones, prostitutas y celestinas a la caza de clientes, locos furiosos en los corralones de los manicomios, gigantes y cabezudos.
Goya empezó esbozando figurines de tipos populares para las decoraciones de los palacios rococó del Antiguo Régimen y unos pocos años más tarde, cuando la Revolución Francesa y luego la invasión de las tropas napoleónicas derrumbaron de golpe aquel mundo que parecía que iba a durar para siempre, fue el cronista de la transformación del pueblo sumiso en pintoresco, en masas humanas sublevadas, en carne de cañón, en multitudes uniformizadas y oscurecidas por el despotismo y la ignorancia. Empezó siendo un pintor de corte de impecables credenciales académicas y solo unos años más tarde dinamitó con la furia de sus dibujos y de sus aguafuertes la tramoya de los simulacros de aquel mundo que se derrumbó entre los escombros dejados atrás por una tormenta de destrucción a la que nadie había asistido nunca antes. El pintor de cámara de un rey de peluca empolvada se convierte en algo muy parecido a un fotógrafo de guerra. La inmediatez del lápiz, de la pluma, del pincel empapado en tinta garabateando sobre el papel es casi tan eficiente en su capacidad documental como una cámara. Más de medio siglo de dibujo incesante deja un rastro de imágenes tan abrumador por su pura abundancia como por la puntería y la furia de cada una de ellas. Vamos de una a otra, año tras año, a través de los avatares de la vida del pintor y de la historia de las calamidades de su país y la pesadumbre final de la vejez y el destierro, y nos parece que escuchamos a cada momento el rumor del lápiz sobre el papel recio del cuaderno, el rasgar veloz de la pluma, la taquigrafía visual de la brutalidad, el desamparo, la desgracia, el espanto.
En los dibujos hay caras de gente que mira con los ojos muy abiertos lo que es intolerable mirar y otras caras que los testigos se tapan con las dos manos para no ver: también son caras a veces de animales acosados y despavoridos, de caballos que miran como los del gran lienzo del 2 de mayo en Madrid, caballos asediados por humanos que esgrimen navajas homicidas o por manadas de lobos contra los que sus cascos no pueden defenderlos. Goya empieza siendo en su primera madurez un moralista ilustrado y satírico, que censura vicios, errores y abusos con una firme voluntad de reforma, y poco a poco, en golpes bruscos, tan influido por la enfermedad como por los desastres políticos y luego por el cataclismo de la guerra, se convierte en un visionario y en un panfletario, en un observador desalentado pero también insobornable de lo que parece que no tiene remedio. Ha visto que al final de un horror puede no haber ningún alivio, sino otro horror semejante. La barbarie insolente de los invasores franceses, con sus fusiles y sus sables de última tecnología militar, se corresponde con la otra barbarie de los españoles que ejercitan sus propias formas primitivas de saña contra el enemigo. Después de la guerra, las matanzas, las fosas comunes, el hambre, no vienen la libertad ni la paz, sino el despotismo vengativo de Fernando VII, con sus nuevas cohortes de frailes y sus multitudes soeces que linchan a los liberales y arrancan las lápidas de la Constitución. Desde el interior de la campana de cristal de la sordera absoluta, el espanto del mundo se ve con más claridad: las caras deformadas por quejidos o gritos que el testigo no puede oír. El artista desolado y enfermo emprende en su extrema vejez el camino de un destierro que sabe irreversible. Pero en Burdeos tampoco descansa: sigue mirándolo todo a su alrededor, se pone a aprender la técnica vanguardista de la litografía. Al pie del dibujo de un anciano de barbas blancas que se apoya en dos muletas escribe, con su precisa caligrafía de siempre: “Aún aprendo”.

"Rilke: rebelde, poeta y trashumante" por Antonio Lucas


Podemos entender a Rainer Maria Rilke desde el fetiche del poeta abducido por una vocación total, pero también como el hombre radical que hizo de su desagrado ante la realidad una torre fortificada en la que habitaba él con sus demonios, con princesas, duquesa, marquesas y baronesas a las que fue enamorando de golpe con una mezcla de pasión por el arte y fracasos de vida. Rilke fue una de las encarnaciones de la poesía en alguien que supo hacer del poema un cobijo, una luz nueva, un egoísmo y una herramienta para alcanzar un mecenazgo de alcobas dispersas.
Rilke alcanzó pronto la combustión vital de las leyendas que van confeccionando la biografía entre el talento desbordado, la pureza dudosa y una pulida condición novelesca en el vivir. En esto último traía el antecedente de su propia madre, que lo depositó en el mundo una tarde de 1875, en Praga (parte aún del imperio austrohúngaro), como si hubiera nacido un príncipe en vez del resultado de un matrimonio formado por un militar frustrado que quedó en factor de los ferrocarriles y una dama que combatió su condición de clase media con una fantasía de alcurnias improbables. Quiso desde el principio que el chico fuera poeta. Pero lo vistió de niña hasta los cinco o seis años por la imposibilidad de aceptar la muerte prematura de la hermanita mayor. A la vez se sobrepuso a la incapacidad del marido (del que se separó) afirmando su dignidad como mujer. Aquello condicionó el mundo del joven, sometido a una sastrería de lazos y diademas que acuñó aún más su extrañeza y su condición desigual en medio de la manada silvestre de los chicos de su edad. "He pasado mi infancia en apartamento mezquino y triste", escribió.
Rilke era distinto por vocación y por destino. Un rebelde hacia dentro. Un chico vencido por sus alucinaciones. Un poeta extremo y extraordinario capaz de interpelar a lo invisible, lanzando cabos entre lo humano y lo divino. También un icono de su tiempo. La figura rotunda del intelectual europeo. Hoy es uno de los creadores principales de la poesía contemporánea. Y esa pasión que desbordó en su vida de trashumante siempre a la caza de benefactoras que le sacasen de la intemperie y de la pobreza, ha generado arrobas de textos especulativos sobre la verdad de su vida y de su obra. Todo fascinante, pero todo siempre pasado de vueltas en cierta ficción. De ahí que el estudioso Mauricio Wiesenthal (Barcelona, 1943) se propusiera una labor tan ímproba como necesaria, decodificar un poco más la figura adulterada de Rainer Maria Rilke a través de una biografía que tiene en el rigor y en el detalle una de sus esquinas; en la pasión y una pulsión de relato incesante la otra. Rainer Maria Rilke (El vidente y lo oculto), publicada por Acantilado.
"Toda su vida podría escenificarse con signos y símbolos", sostiene Wiesenthal. "Sin aristocracia, sin pasiones, sin una terrible y angustiosa confección del ego, sin narcisismo, sin fetiches, sin magia, sin objetos simbólicos, sin conocimientos iniciáticos, sin imágenes religiosas y sin fe, no se puede entender a Rilke. Es un hombre desclasado, distante, contradictorio, psicológicamente complejo y muy inadaptado al mundo que le tocó vivir". Es decir: desdicha y tenacidad. Ese fue su itinerario. Y así levantó algunas de sus obras esenciales: Nuevos poemas (1907), Elegías de Duino (1923), Sonetos a Orfeo (1923), además de un abundante y excepcional epistolario de donde salió el volumen Cartas a un joven poeta, correspondencia que mantuvo con uno de sus jóvenes admiradores, el escritor Franz Xaver Kappus.
La itinerancia fue otro de los motores de su existencia, siempre errante. Quizá por la sospecha de que su destino siempre estaba en otra parte. San Petersburgo, Estocolmo, Florencia, Roma, París (donde entre otras hazañas fue secretario de Rodin), Ginebra (donde afianzó su romance con Baladine Klossowska, madre del pintor Balthus), Capri, Duino, Toledo (donde entró en éxtasis con la ascesis de El Greco), Ronda... Y en cada escenario un tormento, un amor, unas cartas, un poema. Su viaje a España sucede en la época más atormentada de su vida. Estaba trabajando en las Elegías, de condición simbólica y hermética. Como su ánimo. "Rilke es un mago al crear en sus versos una sensación de pérdida y, por eso, inventa palabras que no pueden traducirse. Son palabras inexistentes, pero nos dejan una dramática transparencia de luz interior", apunta el biógrafo.
Empeñó tanta vocación en escribir como en acumular amantes que siempre venían con un apellido largo y una fortuna extensa. De todas ellas fue Lou Andreas-Salomé una de las mejor afianzadas. Rilke tenía 21 años y ella 10 más. Por sus manos habían pasado ya Nietzsche, Freud y Mahler. Pero con el poeta alcanzó un punto de combustión que se prolongó durante años. Sus dos soledades combinaban bien, prometiéndose el jamás prometerse nada. Lou entendió que Rilke llegaba, enamoraba y huía dejando unos versos o unas cartas o un algo que mantenía la llama viva: "El amor vive en la palabra y muere en las acciones", decía. También cuenta en la nómina de escogidas Marie von Thurn und Taxis, que le acogió en el castillo de Duino, donde trazó las Elegías. Así se compuso la vida, parasitando.
Rilke se casó con la escultora Clara Wethoff. El matrimonio duró lo que tardó en nacer su única hija. Pero él tenía que seguir huyendo en favor de la belleza y perseguido por el espanto. En el verano de 1921 fijó su residencia permanente en el castillo de Muzot. Le quedaban cinco años de vida. Escribió furiosamente en ese tiempo. Su historia, como cuenta Wiesenthal, tenía ya la épica urgente y prematura de los hombres a contrapelo, de los seres tocados por el inapelable destino de la poesía. Falleció de leucemia el 29 de septiembre de 1926. Tenía 51 años. Y una biografía para la que otros requerirían seis o siete vidas. Poco antes de la despedida fijó su propio epitafio: "Rosa, oh contradicción pura en el deleite/ de ser el sueño de nadie bajo tantos/ párpados". Rainer Maria Rilke, mitad miseria, mitad maravilla. No saber vivir más allá de sí mismo: esa fue su conquista.

El secreto de las rosas

"Rilke, feliz e ilusionado, bajó al jardín a cortar unas rosas. Recordaba los tiempos de Rusia, cuando Tolstoi se perfumaba acariciando las flores. Un pinchazo le hizo sangrar la mano izquierda. Al día siguiente la infección le llegaba hasta el codo...". Así cuenta Mauricio Wiesentahl los últimos meses del poeta. Aquel pinchazo con la espina de la rosa supuso la aparición de los primeros síntomas de la enfermedad que acabaría con el poeta. "Realmente estaba muy enfermo y los pocos amigos que pasaban a visitarlo quedaban asustados. En Muzot solo escuchaba ya los rumores de la oscuridad cerrada". La muerte se la anunció la última rosa del verano.

viernes, 22 de noviembre de 2019

"Estrafalario" de Rafael Azcona

Azcona, Rafael Azcona, ese sí que era un genio. Leí hace poco un libro de cuentos titulado Estrafalario. Pocas veces me he reído tanto leyendo, sobre todo con el primero de los relatos. Os dejo aquí algunas de las perlas:

"Este sí que es feliz. Claro, como está capado."
Dedicatoria: "A las Pompas Fúnebres, sin cuyo concurso la Muerte no sería una cosa de tanto lucimiento."
"Si los extranjeros comieran cocido, se harían católicos en el acto."
"El hambre representa la mayor fuente de riqueza para las naciones: si los pobres estuvieran ahítos, a buenas horas se iban a dedicar a picar piedra, ni a matar toros."
"El realismo, si no exagera un poco, se queda en nada."

El loco y yo

No hace mucho me topé con uno de los locos de mi pueblo. Andaba él, desastrado en su fachada, calle arriba y abajo, conversando consigo mismo, gesticulando con pasión de político en campaña. En un momento dado, reparó en mi presencia y se dirigió hacia mí. Comenzó a enlazar un discurso sobre su vida cotidiana al que no le faltaba coherencia. Ordenaba su día hora a hora. Me contaba lo que hacía desde que se despertaba hasta que se acostaba (nada muy distinto a lo que yo hago) y terminó hablando de la televisión, "yo la quito en cuanto me pongo delante de la pantalla, porque es para volverse loco". Ahí estaba la diferencia, yo no la quito, aguanto horas y horas sin inmutarme.

martes, 19 de noviembre de 2019

"Usted también puede ser caballero medieval y conquistar a una dama" por Javier Bilbao


Hay dos recompensas que nos aguardan, el cielo y el reconocimiento de una dama. (Wolfram von Eschenbach)

Lejos de ser el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo —como incomprensiblemente se ha sostenido en alguna ocasión—, convertirse en un caballero andante no solo nos abrirá a una vida repleta de pendencias, batallas, desafíos, requiebros, tormentas y disparates imposibles, todo lo cual suena muy prometedor, sino que además nos volverá i-rre-sis-ti-bles ante el sexo femenino. En estos tiempos en los que están de moda la pomposamente llamada «seducción científica», los manuales y cursillos para ligar, las aplicaciones móviles y webs de contacto presuntamente infalibles… ya va siendo hora de volver a la tradición. Si hace ocho siglos funcionaba, ¿por qué ahora iba a ser distinto? Eso es lo que me propongo en las siguientes líneas, y si al terminar no he logrado que el lector se lance a algún descampado con una cazuela en la cabeza y escoba en ristre a la manera de lanza para retar a quien se cruce, entonces habré fracasado en mi propósito. Pero, según atribuyen precisamente a cierto honorable caballero, «la derrota es botín de las almas bien nacidas», así que me quedaré también satisfecho.
La literatura y el cine han asentado firmemente en nuestro imaginario cómo era un caballero medieval, nos resulta un cliché cultural perfectamente distinguible y, sin embargo, no hay una fecha exacta que diera origen a la caballería ya que, al fin y al cabo, los guerreros son tan antiguos como la propia humanidad. Sí podemos encontrar ciertos hitos históricos que fueron definiendo sus características principales, como por ejemplo la vida de Judas Macabeo. Líder de la revuelta judía contra el rey de Siria y defensor del Templo de Jerusalén en el siglo II a. C., su ejemplo mostraba que se podía servir a Dios empuñando las armas, algo en principio poco compatible con el estricto pacifismo que predicaría Jesús tiempo después. La Europa de finales del primer milenio y comienzos del siguiente vivía asediada por los invasores e infieles y ya no andaba como para ir poniendo la otra mejilla, así que el papa Urbano II dio comienzo a las Cruzadas en el siglo XI, haciendo la vista gorda sobre el «no matarás» si era por una buena causa: «dejad a aquellos que han sido ladrones ser ahora soldados de Cristo, dejad a aquellos que han sido mercenarios por unas pocas monedas de plata conseguir ahora una recompensa eterna». Dicho y hecho. La llamada logró un gran eco y la dedicación a la guerra pasó a contar así con sanción religiosa que añadía gloria celestial a la terrenal, tal como Godofredo de Charny en su Libro de caballería dejó escrito: «¿Qué más puede pedir un caballero que lograr lo mismo que Judas Macabeo, el guerrero del Señor, logró: honor en este mundo y salvación en el otro?». En parecidos términos se expresaba el autor del otro manual de caballería que, junto al citado, definiría el ideal caballeresco, el Libro del Orden de Caballería de Ramón Llull. Se trata, por cierto, de uno de los primeros autores en lengua catalana y patrón de los ingenieros informáticos, ahí es nada, así que bien merece que centremos nuestra atención en él.

Libro del Orden de Caballería

Escrito en el siglo XIII, plasma sobre el papel el código de honor caballeresco definiendo en primer lugar quién es apto y en qué consiste el oficio, el examen que habrá de superar el aspirante a ser armado como tal, la ceremonia de ingreso, el significado de cada arma, las costumbres y el honor que deberán guiar la voluntad de tan distinguido sujeto. En primer lugar el caballero es definido como uno entre mil, alguien más amable, y más sabio, más leal, más fuerte, de más noble ánimo, de mejor instrucción y de mejores costumbres que los demás ¿Reúne usted todas esas cualidades? No se preocupe, pregúnteselo a su abuela y ya verá como le dice que sí. Más complicado es disponer como cabalgadura de lo que define como la bestia más noble y que da nombre al propio oficio, pues a ver qué es un caballero sin caballo. Así mismo, también se requiere disponer de escudero, garzón y vasallos que «aren y caven y limpien de cizaña a las tierras para que den los frutos de que debe vivir el caballero y sus bestias». Respecto al oficio, consiste en primer lugar en que «por fuerza de armas, venzan y se apoderen de los infieles que cada día se afanan en destruir la Santa Iglesia». Aunque no es menos importante mantener y defender a su señor terrenal, así como mantener viudas, huérfanos y pobres. Siempre ha de buscar la justicia y defender al débil, pues «así como el hacha ha sido hecha para cortar los árboles, así el caballero tiene el oficio de destruir a los malvados». Tan elevada misión requiere un constante entrenamiento, que debe consistir en «cabalgar y moderarse; correr lanzas; concurrir con armas a torneos y justas; hacer tablas redondas; esgrimir; cazar ciervos, osos, leones».
Particularmente interesante resulta la parte en la que describe el examen que el escudero aspirante a caballero deberá superar. Afortunadamente para ellos no existían por entonces los departamentos de recursos humanos, así que las preguntas planteadas son en su mayoría bastante razonables y no provocan esa incómoda sensación de estar siendo objeto de una extraña broma, tan común hoy en las entrevistas de trabajo. En primer lugar se ha de preguntar si se ama la caballería y se siente temor de Dios, eso es básico, y a continuación se ha de comprobar que tenga un antiguo linaje, que tenga suficiente riqueza para mantenerse y así no caer en la tentación del pillaje, que tenga buenas costumbres e intenciones, que no sea demasiado joven ni demasiado viejo, que no sea «orgulloso, de poco seso, sucio en sus palabras y en sus vestidos», que no sea demasiado pequeño o demasiado gordo, que tenga buena forma aunque sin necesidad de ser guapo pues, afirma, «si fuesen precisas las bellas facciones, la elegancia del cuerpo, la rubia cabellera, o llevar espejito en la faltriquera, el hijo de un rústico o una hermosa hembra también podría armarse caballero». Y no queremos que eso pase, naturalmente.
Si se logra superar el filtro, entonces llega el solemne rito por el que se es armado caballero. Es recomendable que la fecha coincida con la de alguna otra festividad importante del año para que realce su honor. Pero antes de ese momento debe confesar todos sus pecados, pasar el día previo de ayuno, la noche en vela rezando y evitar en todo momento «escuchar a juglares que cantan o hablan de cosas descompuestas, indecencias o pecado». Por la mañana deberá oír misa y recordar los diez mandamientos y los siete sacramentos. A continuación, «el escudero se debe arrodillar ante el altar, levantando a Dios sus ojos corporales (entendemos que con los de la cara basta) y espirituales y extender sus manos a Él. El caballero le debe ceñir la espada, significando castidad y justicia. Y en significación de caridad, ha de besar al escudero y darle la mejilla, para que recuerde siempre lo que promete y el gran cargo a que se obliga, y del gran honor que el orden de caballería le proporciona». Y ya está. ¡Misión cumplida! ¿A que no era tan complicado?

Torneos y justas

En las líneas previas hemos visto de la mano de Ramón Llull los requisitos exigidos para ser un caballero, a los que añade en dicho libro una serie de consideraciones generales sobre la vida, la moral y la religión en las que ya no entraremos. Pero, debido a ese carácter tan pío, hay un tema que no aborda y seguramente habrán echado en falta, pues es aquello que prometimos al comienzo: y de ligar, ¿qué? Para ello, entre otras cosas, estaban los torneos. Así lo contaba Godofredo de Monmouth en su Historia de los reyes de Bretaña: «Los caballeros miden sus fuerzas en viriles juegos ecuestres que imitan los combates reales, mientras las damas los contemplan desde lo alto de las murallas, estimulándolos a combatir y apasionarse ellas mismas por el juego y sus protagonistas».

Pero después de haber sido armado caballero y antes de poder acudir a un torneo a lucirse, es necesario dotarse de un blasón. Él nos proporcionará honor e identidad, pues hay que tener en cuenta que un guerrero dentro de su armadura resultaba difícilmente reconocible. Cómo saber entonces si se había desempeñado con cobardía o valor —y en tal caso convertirlo en leyenda— si no portaba algún distintivo, tal como las camisetas de los jugadores en los actuales espectáculos deportivos. A ello se dedicó la disciplina conocida como heráldica. Este saber seglar llegó a sofisticarse hasta convertirse en todo un lenguaje, del que sus intérpretes eran los heraldos, encargados de dar cuenta del linaje y los méritos de cada caballero, en definitiva, de escribir la historia (por eso hoy día tantos periódicos se llaman así). Establecieron un número limitado de colores, formas geométricas y animales así como las combinaciones entre ellos que podían ser representadas en un escudo, expresando de tal manera uno u otro mensaje. Hay que tener cuidado en cuáles uno escoge o acepta de quien se los otorga, pues su significado puede ser deshonroso. Así, por ejemplo, el conde de Salisbury otorgó un emblema con tres perdices a un caballero que nombró, identificándole de esa manera como un sodomita. Los heraldos, pues, se convirtieron en figuras relevantes dentro de la corte, que además servían de mensajeros entre los caballeros y entre estos y las damas a las que intentaban seducir. Con ellos tomó forma el amor cortés.
De manera que una vez se es caballero y se porta un digno emblema, ya solo falta darse a conocer en los torneos. Pese a la oposición de la Iglesia, estos adquirieron una gran popularidad a lo largo y ancho de la cristiandad a partir del siglo XII. Se celebraban en campo abierto, a medio camino entre dos municipios, para contar con el espacio suficiente para las justas, que podían congregar a varios cientos de contendientes y muchos más espectadores, así como para los mercadillos, bailes y demás espectáculos que acompañaban al evento. En Los cuentos de Canterbury de Chaucer, podemos leer una vívida descripción en «El cuento del caballero»: «Los heraldos se retiran y suenan las trompetas y clarines. Sin más preámbulos, las lanzas se ponen en ristre con seriedad mortal para el ataque, y todos los contendientes clavan sus espuelas en los caballos. Pronto se verá quién sabe justar y cabalgar mejor. Las varas vibran al chocar contra los gruesos escudos, y alguno siente el empuje de una lanza que penetra en su costillar. Las lanzas saltan veinte pies por el aire; se desenvainan las espadas, que lanzan destellos de plata; los yelmos son heridos y destrozados; la sangre brota en forma de ríos rojos y los huesos quedan quebrados por las pesadas mazas». Parece entretenido, al menos para los espectadores. Aunque también es descorazonador lo arduo y peligroso que resultaba llamar la atención de las chicas… Si, como citábamos al comienzo, el reconocimiento de una dama era comparable al cielo, muchos, por intentar lograr el primero, fueron directos al segundo. En el torneo de Neuss de 1241, por ejemplo, se dice que murieron ochenta caballeros. Eran, al fin y al cabo, un entrenamiento para la batalla, así que por fuerza debían ser violentos, aunque hubo también una voluntad de que fueran civilizándose, introduciendo reglas de enfrentamiento y exigiendo el uso en ellos de armas rebajadas, es decir, sin punta ni filo. Si los torneos eran pequeñas batallas entre dos bandos, las justas eran duelos individuales donde lo más valorado era descabalgar al oponente, después, romper una lanza (de ahí la expresión actual) y, en tercer lugar, golpearle en el yelmo.
Ese aspecto de representación fue afianzándose con el paso del tiempo: para el siglo XV —cuando ya se aproximaba su declive por la profesionalización y el avance tecnológico de la guerra— tanto las vestimentas como las ceremonias que tenían lugar en los torneos estaban fuertemente inspiradas en las novelas y muy especialmente en lo que se conoce como Materia de Bretaña, que es el conjunto de leyendas en torno al rey Arturo y los caballeros de la Mesa Redonda. La realidad, una vez más, imita al arte. Citábamos al comienzo a Cervantes, cuando definía la iniciativa de su protagonista como «el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo». Seguramente tendría razón en considerar que no estaba en su sano juicio, pero la pretensión de don Quijote de comportarse de acuerdo a lo que había leído en los libros no era distinta de la que previamente habían seguido muchos otros. Tanto Ramón Llull como los escritores de novelas de caballerías describieron en parte una realidad, pero también estaban creándola, al ser tomados desde entonces como referencia. En palabras del medievalista Maurice Keen, la caballería era —aunque en parte y sin olvidar otros aspectos, aclara— «un sistema de formas, palabras y ceremonias que proporcionaban unos recursos gracias a los cuales las personas de noble origen podían suavizar la crueldad de la vida adornando sus actividades con el brillo de oropel tomado de una novela». Esa inclinación del Caballero de la Triste Figura por ver gigantes donde hay molinos, por mitificar la vida, en definitiva, fue propia del conjunto de la caballería y, si me apuran, de una u otra forma, también de toda la humanidad. Así que si salen ahí fuera decididos a ser caballeros andantes, sí, puede que estén locos, pero no serán los únicos.

sábado, 16 de noviembre de 2019

"Una torre de Babel de marfil" por Antonio Muñoz Molina


Al menos una entrevista forma parte de la historia de la literatura. Se la hizo Bernard Pivot a Vladímir Nabokov, en su programa de televisión, Apostrophes, en mayo de 1975, y se ha publicado ahora en un libro de prosas sueltas, Think, Write, Speak, en una edición de Anastasia Toltoy y Brian Boyd. Boyd contó la vida y los libros de Nabokov en los dos tomos de una biografía que es de las mejores que pueden leerse de un escritor. A lo largo de la conversación, Nabokov iba bebiendo una taza de té que Pivot rellenaba de vez en cuando, no sin ceremonia, con una tetera. La tetera, cuenta Boyd, estaba llena de whisky. Preguntas y respuestas fluían con una agudeza admirable, sin duda avivada por el contenido de la tetera, y también por el hecho de que Nabokov había sabido las preguntas con mucha antelación y en realidad estaba leyendo las respuestas, escritas meticulosamente a lápiz en esas fichas de cartulina que le gustaban tanto, y que en este caso quedaban mal que bien disimuladas por los libros dispuestos sobre la mesa del estudio. Leídas ahora, al cabo de tantos años, son muestras de brevedad resplandeciente de la prosa de Nabokov, animadas por un impulso de oralidad y hasta de ese humorismo esquinado que era tan suyo, y que en un momento dado le lleva a hacer una definición de lo que para él es un novelista: “Un feliz inquilino de una torre de Babel de marfil”.
Pero el corazón de la entrevista es de una seriedad absoluta, aleccionadora. Con desenvoltura algo cínica de intelectual francés, Bernard Pivot le pregunta por Lolita, “esa hija suya singular, ligeramente perversa”. La respuesta de Nabokov es tan contundente que parece que hubiera brotado de golpe en ese momento. “Lolita no es una adolescente perversa. Es una pobre niña de la que han abusado, y sus sentidos nunca se despiertan bajo las caricias del inmundo Humbert Humbert”. Pivot, un lector tan entrenado, parece haber caído en la trampa que el personaje de Humbert tiende al lector desde el arranque mismo de la novela, la de confiar en él, en su voz persuasiva y de apariencia sofisticada, en la que sin embargo hay tantas notas falsas, tantos indicios justo de lo que ese narrador quiere ocultar y no ver, hechizándonos mientras tanto con su palabrería exquisita y depravada, que envuelve la cruda realidad de los hechos. Lolita es una niña de 12 años secuestrada y violada a lo largo de mucho tiempo por un hombre mucho mayor que ella. “Es la imaginación de este sátiro triste la que convierte en criatura mágica a una niña normal americana”, le dice Nabokov a Pivot: “La nínfula no existe fuera de la mirada de maniaco de Humbert. Lolita la nínfula existe solo a través de la obsesión que destruye a H. H.”.
A Nabokov le entristecía ese persistente malentendido, esa “inepta degradación que el personaje de Lolita había sufrido en la imaginación del gran público”. Parte de la culpa la tenía el modo en que las portadas de las ediciones internacionales —y también la película de Stanley Kubrick— cambiaban su aspecto físico y su edad, convirtiéndola casi en una mujer plena. Quizás hay cosas que el cine no puede hacer. Su visibilidad literal haría intolerable lo que la novela dice y lo que sugiere, la brutalidad del sometimiento sexual de una niña por un adulto mucho más fuerte que ella, aunque no, ni de lejos, ese modelo de masculinidad entre animal y refinada que Humbert Humbert fantasea para sí mismo, y que es tan inexistente como la Lolita perversa que le gusta imaginar, no se sabe si para eludir el remordimiento o para excitarse más aún, o las dos cosas mezcladas.
Nabokov le dice a Pivot que le gusta que en sus novelas haya, detrás de la historia principal, o al fondo, otra historia indicada que en realidad es igual de importante, y que actúa como contrapunto de la primera. En el interior de una novela ha de haber al menos otra novela. Como tantos otros lectores, en una época todavía reciente en la que una especie de ceguera colectiva escondía o tergiversaba el escándalo del abuso sexual, yo creí, en mis primeras lecturas de Lolita, que estaba leyendo sobre todo la novela del enamoramiento trágico, pero en el fondo noble, de Humbert Humbert. Con el tiempo, y con la influencia de las lecturas de mujeres próximas a mí, fui prestando más atención, y fijándome en detalles que antes no había advertido, y que no pueden ser del todo evidentes, porque llegan a nosotros en la voz misma de quien no quiere que se sepan. La novela de Humbert Humbert contiene otra novela opuesta que es la de Lolita, y también la de la niña que tuvo otro nombre antes de que le fuera usurpado, Dolores Haze, y la de la mujer todavía demasiado joven y ya embarazada que vive en un paraje desolado de pobreza americana y que muere de parto bajo otro nombre que tampoco es el suyo, Dolly Schiller, o más anónimamente todavía,
Ese final está en la segunda página del libro, y pasa inadvertido como los indicios de otras historias que son visibles y a la vez invisibles en los segundos planos de algunos cuadros antiguos. Es el final verdadero, más triste aún que el bien ostensible de Humbert Humbert. La identidad de la niña vulnerada y de la mujer joven que no ha podido sobrevivir queda tan ignorada como su tumba en un cementerio “del más remoto Noroeste”. Yo tardé varias lecturas en caer en ese detalle. La voz de Vladímir Nabokov en esa entrevista de 1975 nos sorprende porque parece una voz de ahora mismo. Tantos años después, aún quedan lectores que se las dan de agudos, y hasta de transgresores, defendiendo la presunta perversidad de Lolita, y de la propia Lolita, frente a una especie de nueva censura que quiere proscribirla. Ni una cosa ni la otra. Lolita, con todos sus extraños destellos de humor, es sobre todo una novela tristísima. Se va volviendo más triste, más empapada de sensibilidad y respeto hacia el dolor y asco hacia el abuso, cada vez que uno vuelve a leerla.

jueves, 14 de noviembre de 2019

El cavernícola

El cavernícola está intranquilo. Se han colado en su madriguera. Gentes que no conoce, gentes de otro idioma y, algunos, de otro color. Desconfía, no se siente seguro. Le irrita que vengan de fuera a contaminar la cueva abrigada con las pieles de sus animales. El cavernícola no se fía de los desconocidos: es un instinto primitivo que lo mantiene alerta. Cierto es que, cuando alguna vez lo han engañado, lo han hecho vecinos suyos; pero son timos aceptables, reconocibles, familiares. 
Nunca se sabe por dónde te va a salir la gente extranjera. Provocan desconfianza, temor y repulsión, sobre todo los desharrapados. No ocurre esto con los bárbaros del Norte, hombres de ley, que lucen corbata, hablan bajo y conducen coches de exposición, como los compatriotas admirados por el cavernícola.
El cavernícola, a veces, no comprende a sus hijos. Los observa con desconfianza si no siguen las tradiciones ancestrales, las costumbres que desde niño él ha venerado. Las novedades en el comportamiento, la revolución de los hábitos, lo desconciertan y le afilan los colmillos.
El cavernícola viaja para añorar lo que deja en casa, para reafirmarse en que lo mejor siempre está en la tierra de uno. El cavernícola gusta de agujerear animales de pelo; aboga por la pena de muerte; y desea a las hembras, no a las mujeres.
El instinto obtura la capacidad de raciocionio del cavernícola y se siente incómodo con los que reflexionan, piensan y argumentan sus opiniones. El cavernícola es tan directo como una bala de escopeta, lo guía la testosterona, no las meninges. No le gusta que se dude, que se cuestione lo convencional, que se remuevan las bases de su comportamiento. El cavernícola es varón de colegio religioso, portador de andas, cabeza de familia  numerosa, amante de putas extranjeras, defensor de la bandera e implacable con subordinados y pobres.
Al cavernícola no le gustaría ser gobernado por filósofos. Prefiere espadones de pecho recio, machos de orden, con autoridad y pocos escrúpulos; que sigan una directriz única, sin titubeos ni melindres.
El cavernícola es peludo, como yo, por eso lo temo.