Excepto la vida, Poe había perdido todas las cosas que podía tocar. Había perdido a sus padres, los biológicos, cuando aún no sabía que los desengaños duelen todavía más cuando asimilas que tienes que vivir con ellos. Así que aquella fría noche en la que sus otros padres, los adoptivos, le confesaron su verdadera condición, Eddie ya era Poe y su capacidad para perdonar ya había sido enterrada bajo una triste infancia. Había perdido también a su hermanastro y, prácticamente, cualquier cosa que pudiera parecerse a una familia. Por ende, había perdido el trabajo que su padrastro le había proporcionado. Había perdido hasta el último céntimo recaudado a lo largo de su carrera literaria y periodística. Pero, por encima de todo, había perdido a su amada Virginia, presa de una enfermedad que terminaría por machacar el corazón de la joven y la sobriedad de su marido.
Y fue así, a medida que iba perdiendo todo lo que podía acariciar, como Poe empezó a imaginar su mejor literatura. Porque así, en la soledad de su cuarto en Fordham, tocaba cantarle a aquello que nadie ve. Las apariciones se van paseando por la estancia vacía: cuervos parlantes que visitan a un hombre destrozado, gatos que descubren cadáveres escondidos en la pared, la muerte enmascarada que también acudió al último baile. Qué más da si un loco se obsesiona con los dientes de su amada muerta, es el Poe más tétrico, al que ya no le importa perder más. Cuando por fin acabó con su última posesión, la vida, quedaron para siempre sus miedos incrustados en la literatura norteamericana, desde Lovecraft hasta Stephen King.
El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo y, alzando la vista, vi que mi prima había salido del aposento. Pero del desordenado aposento de mi mente, ¡ay!, no había salido ni se apartaría el blanco y horrible espectro de los dientes. (Berenice, Edgar Allan Poe).
Su casa de Baltimore, ahora convertida en museo, heredó su gusto por lo paranormal. Algunos visitantes han notado cómo alguien los acariciaba. Otros han asegurado que las voces del más allá son perfectamente perceptibles. Cuentan, incluso, que aquella noche de abril del 68, el día que Martin Luther King fue asesinado, las autoridades decidieron que Baltimore debía pasar la noche a oscuras. Solo un pequeño resplandor escapó al apagón, ¿imaginan de qué casa escapaba? Las apariciones de Poe, al contrario de lo que pensaba el famoso cuervo, seguirán siempre ahí.
Pero el siglo XIX no había comenzado con Poe, ni mucho menos. Es más, si de alguien podemos sospechar como fundador de este macabro siglo, ese es Goethe. Ya desde el principio se había inventado el mito de Fausto, el hombre preferido por Dios, en quien Mefistófeles había puesto su punto de mira. Al final, el mito de Fausto es el mito de cada uno de nosotros. Porque, como reza la célebre copla: el diablo está en todas partes, allí donde Pilatos se lavó las manos, allí donde mataron al zar.
Pero, simpatías por el diablo aparte, lo curioso aquí es cómo Fausto nunca se salva del susto de turno. Y, además, con apariciones muy poco elegantes, lejos de otras fantasmadas de tronío. Si con Poe la muerte se aparece vestida con un traje sofisticado y una máscara a juego con la pitillera, con Goethe, el diablo hace lo propio convertido en caniche. Y es que, si en algo han destacado los americanos a lo largo de la historia, es en el arte de presentar el producto como ningún otro. Además, Fausto termina con un final relativamente feliz, algo que Poe nunca hubiera permitido. Y más sabiendo que, tratándose del diablo, en lo incomprensible está la derrota.
De Mr. Hyde a Drácula
Ni siquiera con el diablo de tu lado escaparás de ti mismo. Eso debió pensar Stevenson cuando ideó ese maravilloso personaje llamado Mr. Hyde. Y eso que Robert Louis fue un niño criado para reconocer perfectamente la delgada línea que separa a Dios del mal, pues había sido aleccionado al son de las campanas de una pequeña iglesia de Edimburgo. Solo cuando hubo escapado de aquel ambiente al ritmo que le dictaba su fiel tuberculosis (segunda vez que aparece, no será la última) y su también inseparable alcoholismo, fue capaz de acariciar a Hyde y sentirse libre.
Cayó primero en Francia, luego en Suiza, en Inglaterra, en Nueva York, en California y así en tantos sitios hasta terminar perdido en unas diminutas islas del Pacífico. Huir de tu propio Mr. Hyde puede resultar costoso. Porque Hyde no es un fantasma cualquiera, Hyde es un fantasma al que alimentas tú mismo. En el caso de Stevenson, con litros y litros de whisky escocés de primera calidad. Ya era tarde cuando aquella mañana, en Samoa, su cerebro estalló para siempre. Atrás, como en el caso de Poe, quedaban esas obras que sí reflejaron el miedo que lo atenazaba.
Cambiando de isla, la literatura se iba sofisticando. Entre esta sofisticación apareció Oscar Wilde, un hombre polémico y sutil, un tipo de los que justifican un siglo. La diferencia entre Wilde y el resto es clara: no tiene miedo. Abandonó Irlanda sabiendo que, en caso de convertirse en el mayor sinvergüenza de Londres, siempre tendría un retrato al que cargar el muerto. La literatura le resulta innecesaria: «Todo arte es más bien inútil». Así que, sin moral y sin imagen, ¿qué miedo puede tener nadie a nada?
Con semejante patrón, El fantasma de Canterville es el contraejemplo de lo aquí expuesto. Wilde se ríe del miedo. En esta obra, el que sufre es el fantasma, como en un calco de la vida de Oscar. Quién imaginaba que vivir sin miedo le traería innumerables problemas. El más sonado de todos ellos, aquel por el que acabaría en la cárcel acusado de sodomía e indecencia. Había mantenido un affaire con un noble sin que todavía hoy sepamos cuánta literatura y cuánta realidad hubo en aquel romance. Sí creyó saberlo el padre del marqués, que lo denunció ante la justicia.
Wilde se defendió acogiéndose a la amoralidad del arte. Injusticia legal o no, él sabía perfectamente que, bajo la escala de valores del XIX, su vida era tan amoral como cualquiera de sus manifestaciones artísticas. Dio con sus huesos en la cárcel, condenado a dos años de trabajos forzados. Salió de allí destrozado física y económicamente. Como había sucedido con el fantasma de Canterville, toda la sociedad anglosajona lo había ninguneado, pisoteándolo sin piedad. Ni siquiera entonces se apiadó del pobre fantasma, como nunca nadie se apiadó de él. Y es que a veces, por atroz que resulte, es necesario abrazarse a tus miedos hoy para ser consciente de quién podrá frenarte mañana.
Virginia no contestó, y el fantasma se retorcía las manos en la violencia de su desesperación, sin dejar de mirar la rubia cabeza inclinada. De pronto se irguió la joven, muy pálida, con un fulgor en los ojos: «No tengo miedo, y rogaré al ángel que se apiade de usted». (El fantasma de Canterville, Oscar Wilde).
Tuvo que ser también un irlandés, coetáneo además de Wilde, el que colocara el miedo anglosajón en su sitio. Bram Stoker representaba todo aquello que Wilde odiaba. Todo excepto su afición por Sheridan Le Fanu, un autor irlandés especializado, por cierto, en el cuento de terror. Quizás por tratarse de polos opuestos fueron grandes amigos, y quizás también por eso Bram acabó casándose con una antigua novia de Oscar. Pero lo cierto es que Stoker había nacido en una familia burguesa que le había inculcado el gusto por la vida austera y el carácter moderado. Había triunfado como atleta y contaba con un trabajo fijo como secretario personal de no sé qué actor. Era un hombre de bien.
Pero también el yerno que toda madre quiere para su hija siente miedo. Y quizá del oscuro recuerdo que su niñez le había clavado en la memoria nació Drácula, uno de los personajes de terror más famosos de la historia. Lo interesante del célebre vampiro es que al pavor habitual le suma un simbolismo elegante, una mezcla de miedo y de seducción, de muerte y de erotismo. Al contrario que Wilde, Stoker sí murió con el respeto de la sociedad británica sobre su epitafio. Es el precio del pánico.
De Maupassant a Bécquer
Al otro lado del canal, los franceses experimentaban el terror de un comienzo de siglo autodestructivo. Todo lo que había importado ahora vivía en el exilio. Las ideas ilustradas del siglo pasado, el orgullo napoleónico que había hecho temblar los cimientos de la vieja Europa… El país viajaba por su particular odisea cuando empezó a germinar una semilla que terminaría desembocando en el corazón artístico del siglo: París. Allí, Baudelaire ya le cantaba al espectro en sus Flores del mal («Yo, yo quiero reinar por el terror») cuando apareció por la ciudad un muchacho solitario, bigotudo y mordaz. Decían de él que había nacido en un castillo encantado y que sus primeros lloriqueos ya los había dado en latín.
Maupassant derribó las puertas de la bohemia francesa a base de cuentos que le helarían el alma a cualquiera. Con Baudelaire ya muerto (dicen que la cabeza del monumento dedicado a la poesía en París rodó inexplicablemente por el suelo al paso de su caravana fúnebre), Guy de Maupassant recogió el testigo del poeta con esqueletos que borran lo que en sus epitafios han dejado escrito sus parientes (La muerta) o espectros femeninos obsesionados con su pelo (Aparición). El final de cada cuento maupassantiano siempre esconde una sorpresa. Y casi siempre trágica, como el destino de todas aquellas aventuras políticas en las que se había embarcado el país. Murió en un manicomio parisino, con un amplio historial de intentos de suicidio a sus espaldas y una frase para el recuerdo: «Tengo miedo de mí mismo, tengo miedo del miedo».
Mientras, en España, el terror lo llevábamos de serie. Con una invasión, una guerra de la independencia, una constitución fallida, un monarca que pasa por ser el peor de la historia, tres guerras carlistas o una primera república chapucera entre otras lindezas, lo cierto es que no parece necesario acudir a la imaginación para construir relato gótico alguno.
No obstante, algunos de los escritores que poblaron el XIX español sí quisieron llevarse el terror de la realidad a la página. Quizás el más elegante de todos ellos fuera Larra. El joven articulista había crecido de manera notable gracias a su mezcla de costumbrismo, mordacidad y fina prosa. Pero es a partir del desastre político español, con el país abocado a un absolutismo feroz, y del desastre amoroso propio cuando aparecen sus mejores párrafos. Ahora se nos aparece un lúgubre cementerio con cadáveres tan refinados como el ingenio español y la libertad de pensamiento («Día de Difuntos»), ahora nos muestra a la ebriedad y a la conciencia con forma de mayordomo («Nochebuena del 36»).
Figuróseme ver de pronto que se alzaba por entre las montañas de víveres una frente altísima y extenuada; una mano seca y roída llevaba a una boca cárdena, y negra de morder cartuchos, un manojo de laurel sangriento. Y aquella boca no hablaba. Pero el rostro entero se dirigía a los bulliciosos liberales de Madrid, que traficaban. («Nochebuena de 1936», Larra).
Porque, en Larra sí, las apariciones cruzan en puente de plata de la realidad al papel y del papel a la realidad. Terminó encajando los miedos en su sien izquierda una fría tarde de febrero. Había hecho acto de presencia el último de sus fantasmas: Dolores Armijo.
Unos cuantos años más tarde, un joven llamado Bécquer seguía fracasando. Al intentarlo como pintor, su tío lo dejó claro: «Tú no serás nunca un buen pintor, sino un mal literato». Con la derrota en los talones, tras su pintoresco fracaso quiso dedicarse a las letras. Tampoco aquí tuvo suerte, apenas le publicaron unas cuantas rimas en periódicos de baja tirada. A esto hay que añadir que su mujer, Casta, le golpeó con el mazo de la infidelidad e incluso todo apunta a una falsa paternidad de su tercer hijo. Bécquer está destrozado y es entonces cuando nacen sus mejores rimas. Son las últimas, las que presentan a al amante herido de muerte. Por supuesto, la mejor composición lírica de la historia de la poesía en castellano no podía escapar del miedo.
Y oí como una voz delgada y triste
que por mi nombre me llamó a lo lejos,
y sentí el olor de cirios apagados,
de humedad y de incienso.
Entró la noche y del olvido en brazos
caí cual piedra en su profundo seno:
Dormí y al despertar exclamé: «¡Alguien
que yo quería ha muerto!».
(Fragmento de la «Rima LXXVI»).
Pero aún quedaban por llegar las composiciones más tétricas de la literatura española del XIX. Nacen gracias a la enfermedad que envuelve a Bécquer desde mediados de siglo. La tuberculosis (quién si no) amenaza con destruir sus pulmones, por lo que Gustavo Adolfo decide que habrá de refugiarse en el aire del Moncayo para salvar la vida.
Lo que quizás Bécquer no sabía es que se adentraba en un territorio oscuro, plagado de secretos y de cuentas pendientes. Pero él, lejos de asustarse, decidió llevarse al papel lo que allí nadie se atrevía a contar. Así nacen las Leyendas, un puñado de historias tenebrosas nacidas de lo más profundo del miedo español. El espectro de un organista, unos ojos verdes endiablados, campanas que suenan sin nadie que las taña, batallas con ejércitos de muertos… Bécquer ha buceado en la historia de España y ha encontrado lo que ya todo lector criado en brazos del XIX sabe: que hemos venido a este siglo a pasar miedo.