lunes, 14 de octubre de 2019

Las procesiones de Eleusis y la comedia griega


En la Grecia arcaica y en la clásica se celebraba una procesión desde Atenas a Eleusis en la que se insultaba a los gobernantes y sacerdotes que la encabezaban; las mujeres se levantaban las túnicas y mostraban su sexo al público asistente; se bebía cerveza de cornezuelo, que producía un efecto parecido al LSD; se organizaban banquetes pantagruélicos; se bailaba y se fornicaba... Todo giraba en torno al buen humor, al sexo y a la celebración de la vida. En el siglo IV de nuestra era se arrasó con estos ritos (demasiado alegres y una dura competencia para los cristianos arrianos. Era imperioso eliminarlos). 
¿Os imagináis una procesión de ese calibre hoy? ¿Os imagináis a un grupo burlesco desfilando en Semana... Lúbrica por Sevilla o por Cuenca al son de los crótalos y los panderos, iluminados por el cornezuelo, insultando a los poderosos y enseñando las vergüenzas por la calle? Difícil. La mojigatería nos lo impediría, así como nuestra tendencia moderna a la gravedad, al ritual soporífero y a la consideración de que solo es profundo lo solemne. Además, tras disiparnos en drogas y sexo, nuestra conciencia judeocristiana y neosaludable nos pesaría más que ciertas losas sepulcrales.
En la comedia griega clásica del siglo IV a. C., los autores se aprovecharon de estas prácticas y, apoyados en los insultos y en las alusiones sexuales, desarrollan críticas políticas muy ácidas, de carácter festivo. Los espectáculos servían para cuestionar las actuaciones de los gobernantes, para ridiculizar prácticas abusivas y para reírse de todo el mundo, hasta de Sócrates. 
En una de las comedias de Menandro, de la que solo se conserva un fragmento, dos políticos disputan entre sus electores quién es más ladrón. Su campaña se basa en demostrar quién ha sido más hábil a la hora de llenarse los bolsillos con oro corrupto y quién ha sido más intrépido en la labor del soborno público. Todo muy de actualidad. Lástima que no la conservemos entera.
El origen de la comedia se sitúa en las fiestas dionisíacas y en uno de sus rituales se paseaban falos gigantes para animar a la fertilidad y al fornicio. No, no se sacaban imágenes tétricas, ni se atemorizaba a los presentes con avisos de muerte, ni se sometían a la gravedad de un rito conspicuo y escalofriante, no. Aprendimos mucho de los griegos, pero, a la vista está, también hemos olvidado, o nos han hecho olvidar, todavía más.     

martes, 8 de octubre de 2019

Mi vecino es Nosferatu


Justo delante de la ventana de mi dormitorio duerme Nosferatu. Sí, así es, el mismo Nosferatu. Prácticamente, somos compañeros de sueños. Ha colgado su sarcófago de una grúa, bien alto, para que no lo molesten los zagales que juegan por los alrededores. Al principio, me resultó intrigante, casi terrorífico, tener como vecino a un mito del cine clásico en blanco y negro. Uno se acostumbra a todo y, ahora mismo, no puedo imaginar un amanecer sin ver su sarcófago colgando de la grúa. Lo imagino acurrucado, con los brazos cruzados, las uñas como dagas y el labio inferior arañado por los afilados incisivos, esperando la llegada de la oscuridad para atrapar a sus presas nocturnas. Pero tiene un grave problema, ya es muy mayor y no puede levantar el vuelo. Sobre el sarcófago, hay una escalera, aunque no es lo suficientemente larga como para alcanzar la tierra. Por eso, muchas noches lo han visto colgando del último escalón, como una bandera pirata al viento, a la espera de algún ave nocturna despistada a la que echarle la zarpa. Según me han contado, da pena verlo. No es que antes estuviera rollizo ni gastara una talla con X, su aspecto siempre fue el de un pobre anémico sin posibles; pero ahora, es todavía menos, hueso y aire, nada más. Me da mucha pena, y eso que yo solo he visto su sarcófago y su escalera, bailando al son del viento y esperando que los albañiles, alguna vez, se acuerden de bajarlo al suelo para poder hincar el diente (sí, me han dicho que solo le queda uno) a algún cuello con arterioesclerosis. 

domingo, 6 de octubre de 2019

"Sobre el árbol genealógico de los Buendía" por Rubén Díaz Caviedes



¿Recuerda usted haber leído la historia de Edipo? Ya no el Edipo rey de Sófocles; cualquier otra versión, o incluso una película. ¿A que no? Entonces, ¿cómo es posible que sepa usted cómo acaba la historia? Que Edipo asesina a su padre y se casa con su madre. ¿Cómo, si no la ha leído?

Los primeros lectores de Cien años de soledad no sabían que estaban leyendo un Edipo; quizá (solo quizá) ni siquiera Gabriel García Márquez sabía que estaba escribiendo uno. Tiene sentido que en la primera edición del libro y en la mayoría de las que siguieron no se incluyera el árbol genealógico de la familia Buendía; por más necesario que resultase para seguir la sucesión de Aurelianos, Úrsulas y Arcadios, un gráfico revelaría que al final, en la séptima generación, el incesto se consuma. Conocer esto por adelantado, debieron decirse García Márquez y su primer editor, Paco Porrúa, arruinaría la lectura. 

Sin embargo, a los antiguos griegos que llenaban los teatros para ver las obras relacionadas con Edipo (Sófocles hizo al menos tres, Esquilo cuatro y Eurípides dos) les pasaba como a usted: que conocían el desenlace de antemano. Más aún, conocían al dedillo la dinastía familiar integrada por Layo, Yocasta, Creonte, Edipo y Antígona, entre otros, que nutría los mitos fundacionales de Tebas, con siglos de antigüedad. Pero iban igualmente al teatro y disfrutaban de la obra, y seguramente más que nosotros en esta época saturadísima de ficciones. No pesaba entonces esa convención sobre la ficción (la convicción de que desconocer el final hace más provechoso el consumo de la historia) ni lo hizo hasta el siglo XX. Ejemplo: en La dama de las camelias, escrita en 1848 por Alejandro Dumas (hijo), se anuncia en la tercera frase que la heroína morirá al final. Igual que Cien años de soledad es un Edipo, La dama de las camelias es un Orfeo.

Salman Rushdie, seguramente uno de los mayores exégetas que tiene García Márquez, explica que cuando publicó su primera novela, Grimus, en 1975, pronto se comentó la «profunda influencia» que el colombiano tenía en su escritura. Aunque fuese ya un libro superventas, Rushdie no había leído Cien años de soledad, que se había publicado ocho años antes, ni nada de García Márquez.

Si García Márquez leyó o no el Edipo rey de Sófocles, eso no lo sabemos (aunque parece probable: hasta su Melquíades cumple con el papel que tiene Tiresias en la tragedia clásica). Pero podría ocurrir perfectamente que no lo hubiese hecho, como Rushdie no lo había leído a él antes de escribir Grimus, como Dumas no pudo leer al menos el Orfeo de Esquilo (Las basárides, que se perdió en la Antigüedad). Así ocurre con las historias que adquieren proporciones gigantescas: se cuelan en la cabeza incluso de quienes no las han leído. Y en las cabezas de los más fértiles engendran nuevas historias.

Aquello que pocos anticipaban en 1967 hoy resulta una obviedad: Cien años de soledad es una de ellas, y quizá la mayor que se ha escrito en castellano desde el Quijote. Pero todavía hoy muchos defienden la idoneidad de que los primerizos no consulten el árbol genealógico de los Buendía para que desconozcan el final antes de leerlo. Como si acaso fuera posible. Como si la tragedia de los Buendía no se representase hace veinticinco siglos en las funciones teatrales de Tebas. Como si usted no conociera el desenlace de la historia de Edipo incluso sin haberla leído. 

Es axiomático: ninguna Arcadia lo es en presente de indicativo, solo en pretérito perfecto, cuando ha sido perdida. Y Macondo lo era en tal medida que hasta su fundador, Arcadio, se llamaba como ella. Si no ha leído usted Cien años de soledad y quiere nuestro consejo, debe hacer como Orfeo: rendirse y mirar. El árbol genealógico no arruinará la sorpresa porque la sorpresa no es posible; usted ya sabe cómo acaba Cien años de soledad. Y lo que es mejor: así se goza verdaderamente de esta historia. Algunos cuentos hacen eso, anuncian primero el final y se cuentan desde entonces: muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento. Y la aventura es llegar, precisamente aquello a lo que más ayuda el árbol de los Buendía. Fue así durante siglos y solo en el nuestro dejó de serlo. Habíamos olvidado que así se lee realmente, pero García Márquez se ocupó de recordárnoslo. Y por eso, seguramente, Cien años de soledad es Cien años de soledad.

"Dostoievski y la prosa moderna" por James Joyce


Dostoievski ha contribuido más que ningún otro escritor a forjar la prosa moderna y llevarla a su intensidad actual. Fue su potencia explosiva la que hizo saltar en pedazos la novela victoriana, con sus trivialidades perfectamente dispuestas y todas esas doncellas que sonríen con afectación: libros faltos de imaginación y de violencia. Sé que hay quienes dicen que Dostoievski tenía ideas descabelladas, incluso que estaba loco, pero lo cierto es que los elementos que manejó en sus obras -la violencia y el deseo- son el aliento mismo de la literatura. Se ha hablado mucho de su condena a muerte, que se le conmutó cuando estaba a punto de ser fusilado, y de sus cuatro años de cautiverio en Siberia: una experiencia que no forjó, sin embargo, su temperamento, aunque es posible que lo exacerbara. Siempre estuvo enamorado de la violencia, y eso es lo que le hace tan moderno, y lo que explica, además, que a sus contemporáneos les resultara desagradable: así, por ejemplo, a Turguénev, que odiaba la violencia. Tolstói no le veía apenas ningún talento literario, pero “admiraba su corazón”. Este comentario tiene mucho de verdad, porque, si bien los personajes de Dostoievski actúan de manera extravagante, casi como enajenados, sus cimientos morales son firmes.

sábado, 28 de septiembre de 2019

"Breve historia del tonto del pueblo" por Javier Bilbao


Descartes comenzó su Discurso del método con aquella célebre sentencia en torno a que el sentido común es la cosa mejor repartida del mundo, pues todos creen estar bien provistos de él. Solo le faltó añadir que quienes están faltos de tal cualidad son lo segundo mejor repartido, dado que no hay pueblo, aldea o villorrio en el mundo que carezca de su particular tonto. En todos hay uno y nada más que uno es designado oficialmente así, pues estamos ante una institución como pueda serlo el alcalde o el cura; un cargo que ha ido legándose una generación tras otra, tal como nos lo contaba Camilo José Cela en un relato titulado precisamente El tonto del pueblo. Allí nos narraba el conflicto sucesorio entre Blas y Perejilondo con la gravedad de quien hablase de los Borbones y los Austrias. Si bien el primero «era un tonto conspicuo, cuidadosamente caracterizado de tonto; bien mirado, como había que mirarle, el Blas era un tonto en su papel, un tonto como Dios manda y no un tonto cualquiera de esos que hace falta un médico para saber que son tontos», contaba con el entendimiento suficiente para respetar la tradición y ser consciente de que tan particular trono no debía ser usurpado sino heredado, de manera que «merodeaba por el pinar o por la dehesa, siempre sin acercarse demasiado, mientras esperaba con paciencia a que a Perejilondo, que ya era muy viejo, se lo llevasen, metido en la petaca de tabla, con los pies para delante y los curas detrás. La costumbre era la costumbre y había que respetarla». ¿Qué hacía mientras tanto? Pues algo muy común en este gremio, recoger colillas del suelo para guardarlas en una lata que una vez llena entregaba a Perejilondo, hasta que a este le llegó la hora y Blas no pudo contener la alegría dando saltos y vueltas de carnero en un prado. Aunque al retomar posteriormente su tarea recolectora de colillas le invadiera una extraña sensación: ahora eran de su propiedad…

Este costumbrismo castizo podría llevarnos al equívoco de que el tonto del pueblo es una institución española. Nada más lejos. En el ámbito anglosajón disponen de un rol social perfectamente equivalente denominado village idiot, al que los Monty Python dedicaron un sketch. En él veíamos a uno de estos especímenes agitándose espasmódicamente y chillando incongruencias cada vez que un vecino se aproximaba y le daba una limosna. Una vez a solas, recuperaba la compostura y dirigiéndose a los espectadores con la mayor seriedad académica imaginable nos explicaba cómo su labor, así como la de sus ancestros familiares durante los últimos cuatro siglos, proveía a la comunidad de un valioso servicio psicosocial. Al fin y al cabo, pensémoslo un poco: es posible que haya pueblos sin párroco, e incluso sin alcalde, pero ¿cómo los habría sin un tonto oficial? Gracias a él los lugareños pueden exhibir su compasión o su puntería, divierte a la comunidad con sus excentricidades y, llegado el caso, le sirve de chivo expiatorio a falta de mejor culpable para cualquier calamidad, en el ámbito educativo tiene una finalidad disuasoria equivalente al hombre del saco y con su contraste nos permite sentirnos normales, integrados e incluso sabios. El beneficio para los distinguidos con tal prerrogativa tampoco es menor: eximidos de responsabilidad sobre unos actos que escapan a su voluntad o entendimiento, el castigo o la venganza que podrían sufrir por su extravío deja paso a la comprensión piadosa. En definitiva, si el tonto del pueblo no existiera, habría que inventarlo. Ahora bien, si es ubicuo y es necesario, ¿es también atemporal?

En el ámbito islámico desde el siglo VII está extendida la idea de que locos e idiotas deben tratarse con respeto, ya que tienen su mente en el cielo mientras su cuerpo se desenvuelve entre los mortales. Una idea que no resulta ajena al cristianismo, ahí tenemos por ejemplo al patrón de los titiriteros, Simeón el Loco. En los pueblos a la hora de poner motes a los vecinos ya sabemos que raramente se da puntada sin hilo, y es que este hombre vivió con su madre hasta los treinta años, cuando se sintió llamado para más altos fines o quizá, como el bueno de Blas, fue cuando heredó el cargo. Desde entonces pasó a caminar desnudo por las calles, lanzando flatulencias sin decoro alguno, manoseaba a las mujeres en el templo al menor descuido, en cierta ocasión intentó curar a un ciego echándole mostaza en los ojos e incluso a veces paseaba arrastrando un perro muerto. Tanto esmero puso en ser el tonto del pueblo que acabó santificado, para que vean la importancia que puede llegar a tener cumplir bien este rol social.

En la Edad Media el loco era considerado un «peregrino de Dios», aunque las explicaciones sobrenaturales a tales comportamientos tuvieron que pujar con aquellas que encontraban una causa estrictamente fisiológica, basada en la teoría hipocrática de los cuatro humores. Un tratamiento protocientífico que no representó precisamente una mejora dados los métodos correctivos aplicados, que iban desde la trepanación craneal hasta las sangrías. Pobre del desdichado a quien pretendiesen curar… a quien aún le iría peor desde la instauración del primer manicomio del mundo en Valencia el año 1410. Su fin no podía ser más loable, pues su fundador, fray Juan Gilaberto Jofré, vio un día a unos jóvenes apedreando a un enfermo mental y pensó en un «Hospital de Ignoscents, Folls e Orats». El resultado terminaría dejando que desear, en primer lugar porque tiempo después el hospital sufrió un incendio en el que murieron todos los internos, y porque su ejemplo difundiría la idea moderna de confinar a todos los locos en centros equiparables, sin apenas tratamiento y en condiciones casi siempre infrahumanas, como Foucault recogería en su clásico estudio Historia de la locura. Por ejemplo, en una fecha tan tardía como 1815 el hospital de Bethlehem exhibía cada domingo a los locos furiosos por un penique y algunos carceleros adquirieron reputación al lograr mediante latigazos que sus pacientes realizaran toda clase de piruetas.

Pero no es este un recorrido por el tratamiento médico de los enfermos mentales, sino por su rol social y cultural. Así que regresemos al siglo XV, en el que esa idea de apartar a los locos de la sociedad va tomando forma en diferentes ámbitos, también en la ficción. Surge así en 1492 La nave de los necios, de Sebastian Brant, un libro —o tal vez sería más apropiado denominarlo cómic— de tono carnavalesco, en el que mediante una serie de viñetas parodiaba los vicios inherentes a cada gremio o estamento y a la humanidad en general. Para ello sitúa la acción en el país de la Cucaña, un lugar de fiesta constante en el que un día los perturbados vestidos con ropajes de bufón son embarcados con destino a Narragonien, el País de los Locos. Cada uno de ellos encarnaba un defecto del comportamiento, así que esta obra moralista y satírica tuvo una gran acogida, y las ediciones y copias se sucedieron a lo largo del siglo siguiente. También serviría de inspiración al cuadro La nave de los locos, del Bosco.

Curiosamente no era una obra del todo ficticia, pues especialmente en Alemania resultaba frecuente que los locos fueran expulsados de las ciudades, tal como explicaba Foucault en la obra que mencionábamos antes: «En Fráncfort, en 1399, se encargó a unos marineros que libraran a la ciudad de un loco que se paseaba desnudo; en los primeros años del siglo XV, un loco criminal es remitido de la misma manera a Maguncia. En ocasiones los marineros dejan en tierra, mucho antes de lo prometido, estos incómodos pasajeros; como ejemplo podemos mencionar a aquel herrero de Fráncfort, que partió y regresó dos veces antes de ser devuelto definitivamente a Kreuznach». Así que el Renacimiento trajo consigo el alejamiento, la reclusión y, en definitiva, la eliminación del loco, del tonto, como un personaje distintivo de la vida social. Además, las grandes ciudades, como sabemos quienes vivimos en una de ellas, proporcionan un anonimato en el que los seres más extraños pasan desapercibidos en la masa… al menos hasta que se te sientan lo suficientemente cerca en el metro, o se sitúan a tu lado en algún baño público y descubre uno lo que da de sí la diversidad humana. 

No obstante, las localidades pequeñas, pese al empuje de la modernidad, lograron a menudo mantenerse al margen. En ese hábitat pudo conservarse el tonto del pueblo con todas sus características, del que logra un estupendo retrato el documental Il Solengo. Mediante entrevistas a los habitantes de un pueblo próximo a Roma llamado Vejano, reconstruye la vida a veces cómica y otras dramática de Mario de Marcella, del que, como ocurre invariablemente con estos personajes, terminan fundiéndose realidad y mito. De él desgranan infinidad de historias, como que, si al encontrártelo saludaba él antes, lo hacía con alegría, pero si era uno quien le daba en primer lugar los buenos días, respondía de forma imprevisible, incluso bajándose los pantalones y dejando un pestilente regalo. ¿Verdad o leyenda? Qué importa al final si se convierte en fuente inagotable de anécdotas con las que entretenerse en un lugar en el que la vida transcurre sin apenas novedades y si ejerce, tal como nos cuentan esos vecinos, de chivo expiatorio que permite evitar disputas entre los habitantes sobre quién hizo cualquier fechoría, a modo de lubricante del engranaje social. Para todo ello está el tonto del pueblo, una institución merecedora de los más altos honores. Sirva este texto de pequeño homenaje.

domingo, 22 de septiembre de 2019

"Unamuno: agonía y contradicción" por Andrés Trapiello



La única virtud que no tuvo don Miguel de Unamuno fue el humor, carecía de él por completo. En un hombre que escribió uno de los ensayos más originales sobre la vida de don Quijote y Sancho puede resultar extraño, pero no: el humor fue cosa de Cervantes más que de don Quijote, y Unamuno creyó siempre más en don Quijote que en Cervantes, al que se pasó la vida (genio y figura) enmendándole la plana. ¿Tenía razón Unamuno? En esto yo creo que no, porque ni don Quijote ni Sancho son concebibles sin la mirada, humanidad y humor de Cervantes. Don Quijote podía no tenerlo, pero Cervantes lo dotó de esa vis cómica muy parecida a la de Buster Keaton, que resulta hilarante apenas asoma su faz equina en la pantalla. Así sucedió con don Quijote y su traza estrambótica: no había rincón del orbe en el que su sola mención o su triste figura no moviera al regocijo de las gentes.

Quitando esta pequeña tacha, uno solo ve en Unamuno virtudes literarias y humanas colosales. Nadie en España se le pudo comparar en su época, y eso tratándose del segundo siglo de oro de la literatura española es portentoso. Y en Europa lo mismo, codeándose de igual a igual con los pensadores más influyentes, de Bergson a Croce, de Russell a Husserl. Una novela como Niebla puede que no sea superior a las de Valle-Inclán o Baroja, pero no es inferior a la mejor de cada uno de ellos, y lo mismo diríamos de los poemas de Unamuno en relación a los de Darío, Machado o Juan Ramón Jiménez. Sus libros de viajes están a la altura de los de Azorín y leemos sus ensayos con tanto o mayor provecho que los de Ortega, al que aventajó en la concepción misma de la filosofía como la alianza nietzscheana de pensamiento y poesía (a Ortega diríamos que le estorbaba la poesía cuando filosofaba, o para ser más exactos, que al verse incapaz de alcanzarla, trataba de disimular tal carencia echando mano de esa cursilería suya de altísimo vuelo, "dizque poética", tan característica de su prosa y sin menoscabo de su valor).

De sus artículos de periódico, miles y escritos a lo largo de cincuenta años, solo cabe decir que muchos de ellos fueron el pulmón de España, a través de los cuales lo mejor de este país pudo respirar y mantenerse vivo en épocas negras de su historia, cuando no dormía profundamente en medio de prolongadísimas y peligrosas apneas. Los lectores españoles, y muchos hispanoamericanos, pues los artículos de Unamuno se buscaban en una y otra parte del océano, sabían que el artículo suyo que se encontraban esa mañana en el periódico (y no solo en un periódico, sino a menudo en varios, pues de todos ellos necesitaba para pensar y pagar la factura del carbón) iba a poner en movimiento dentro en su cabeza lo mejor de sí y a hacerlo a toda máquina: tanto para discutir (casi siempre: con Unamuno lo normal es discutir, lo cual no quiere decir, ni mucho menos, no estar de acuerdo con él, sino completarlo, del mismo modo que creía él que sus observaciones sobre don Quijote o sus disensiones con Cervantes los completaban a uno y otro), tanto para discutir, decía, como para sacar del "hondón de nuestra alma" (expresión suya) lo mejor de nosotros mismos. Sí, no hay nadie a quien la lectura de Unamuno deje indiferente. Claro que para ello hay que leerlo.

Por lo que uno ha ido viendo a lo largo de estos años, con Unamuno se produce un hecho del todo extravagante: gentes que en absoluto lo han leído, o lo han leído en el pasado o muy someramente, tienen de él una idea firme y acorazada. A mí, sin embargo, me sucede lo contrario. Excepto sus obras de teatro, que no he leído ni visto representar nunca, se precia uno de conocer bastante bien sus poemas, novelas, ensayos y artículos, de estos unos más ligeros y otros menos, así como centenares de cartas y entrevistas, y cada vez que releo algo de él reconozco: "Es mejor, mucho mejor de lo que recordaba". Incluso cuando halla uno en tal o cual pasaje algo en lo que el tiempo le haya quitado la razón o vuelto viejo, siempre me parece que el arranque, el núcleo, el origen de tal o cual idea es de una originalidad y fuerza formidables. Leer a Unamuno es asistir al nacimiento de un hecho y a su desarrollo.

Dicho de otro modo, a Unamuno o se le coge o de le deja, o gusta en general o produce rechazo, casi siempre de una forma emocional.

Probablemente no haya en toda la historia de la literatura en español alguien de tal complejidad y a la vez de tal naturalidad. La complejidad la expresó en forma de paradojas. Ya en su tiempo le acusaron de ello, de ser un ser demasiado contradictorio y extravagante y de no saber nunca por dónde iba a salir. Él se justificaba y decía, muy cervantino en eso y luchando contra su temperamento conceptista, que si un pensador no pierde por carta de más, jamás ganará nada. Y eso es lo que hacen las paradojas, forzar la jugada. Se exponía con ello, claro, a ser malinterpretado (como cuando escribió aquel "que inventen ellos", en el que cifraron algunos el energumenismo o cerrilismo español), o a que lo fusilaran (como el día que profirió otra de sus frases más recordadas, "Venceréis pero no convenceréis", en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, frente Millán Astray, en octubre del año 36, en un gesto de valor que habría merecido tres laureadas de san Fernando).
Ese amor por los juegos de palabras (él habría dicho por los "jugos" del idioma, aprovechando su apellido materno, Jugo) es de corte barroco y conceptista, pero se daba en él aquello que decía Juan Ramón de que la naturalidad en un temperamento barroco es el barroquismo. Lo vemos en su manera de escribir y pensar, siguiendo el hilo, sin detenerse, dejándose llevar, como aquel que atraviesa un riachuelo saltando de piedra en piedra sobre la corriente.

Advertimos, de vez en cuando, que Unamuno apoya mal un argumento o una idea, y mete el pie (no me atrevería a decir la pata) en el agua, pero ese traspiés no le detiene y sigue decidido el camino trazado, hasta llegar a la otra orilla. Porque Unamuno se pasó la vida cruzando ríos, y metiéndose en charcos. Un gran charco fue, por ejemplo, el quedarse prácticamente solo en su lucha contra el dictador Primo de Rivera, que lo desterró a la isla de Fuerteventura, de la que acabó fugándose para iniciar un exilio en Francia que puso fin el advenimiento de la República. Y charcos fueron los sucesivos desencuentros con las autoridades republicanas, primero, y con las franquista luego, durante la guerra.

La gracia de Unamuno no es que pensara de mil asuntos, pequeños y grandes (ya digo, tenía que escribir mucho porque tenía muchas bocas que alimentar, pero no solo por esto), sino el que lo hiciera desde lugares siempre insólitos, únicos, presentándonos la realidad como nunca antes hubiéramos imaginado que podría mirarse.

Todo ello le originó infinitos inconvenientes y disgustos, y se pasó la vida de pendencia en pendencia. Unamuno teorizó mucho lo de la lucha, la agonía, y habló de ella como del motor del ser humano, en particular, y de los pueblos en general, y algunos años antes de la guerra civil pedía una para España, convencido de que sacudiría un poco la modorra nacional y purificaría el ambiente. Luego llegó la de verdad, y quedó tan espantado como todos (empezando por su propia familia y dos hijos luchando cada uno en bandos enfrentados).

A mí me admira cada vez más el modo en que llevó a cabo su obra monumental, trabajando no solo de catedrático de griego (no pudo sacar la cátedra de filosofía, que era la que pretendió), sino de rector, escribiendo, como he dicho, a destajo en los periódicos, atendiendo su correspondencia (unas cincuenta mil son las cartas que escribió, algunas extensas como un artículo), atendiendo a su activismo político (que pasó por asistencia a mítines, conferencias, manifiestos, sesiones en al ayuntamiento o en las cortes constituyentes), y llevando adelante toda su ingente obra literaria.

Y la manifiesta y suprema paradoja: en medio de esa vida atropellada, ruidosa, épica, trágica en algunos tramos de ella, logró llevar dentro de sí un rincón silencioso, a resguardo de todo, donde lograba aislarse y escribir su poesía, eminentemente lírica, y a la que él daba la mayor importancia. Cuando repasamos su Diario poético, escrito en los últimos diez años de su vida, más de mil setecientas composiciones fechadas, nos maravilla comprobar la portentosa fuerza de ese caudal. No sé, como estar asomado a la boca de un volcán que mana sin destruirnos una lava benéfica.

A esa facilidad y a su capacidad de trabajo, incluso a la naturalidad con la que se mostraba su enorme talento, se las tuvo, como no podía ser menos en España, por un inconveniente o una limitación y no una virtud fuera de lo común. Si a Baroja se le comparaba con Valle Inclán, o a Machado con Juan Ramón, por ejemplo, para mostrar nuestra preferencia por uno o por otro, a Unamuno no suele comparársele con nadie, solo con él mismo y en detrimento de sí, como si de todos estos Unamuno (el poeta, el novelista, el articulista, el ensayista, el político, el profesor) solo pudiéramos quedarnos con uno en detrimento de otro. Eso explica el consenso general al que se ha llegado, que tienen en cuenta al Unamuno pensador sobre todos los demás, como si no hubiera pensamiento en sus poemas o novelas, y, desde luego, perdonándole un poco la vida.

Es verdad que Unamuno, "metiéndose" con todo lo humano y lo divino, y sobre todo con tantos humanos que van de divinos, dio pie a que se metieran con él y con su obra, tomando del personaje lo único que está al alcance de los más tontos, que es la impertinencia. Y todo en vez de admitir de una vez por todas que tenemos en Unamuno a cinco o seis escritores de primer orden, capaz él de constituir por sí solo todo un siglo de oro. Contra lo que se ha creído, Unamuno no era un hombre que tuviera de sí más alto concepto del que le correspondía. También él, como don Quijote, pudo haber dicho: "Yo sé quien soy". "El genio es el que llega a ser voz de un pueblo: el genio es un pueblo individualizado", escribió, y desde luego que no pensaba en él, porque no le hacía falta. Pero yo sí, y para mí Unamuno es lo mejor de ese pueblo, sea pueblo lo que cada cual quiera entender.

Redondillas sobre un suceso verdadero

Cambiad "ca" por "perra", "tudesca" por "alemana" , "floresta" por "pinar" y "celada" por "codo" y saborearéis unas coplas épicas que recogen un suceso, si no de gran trascendencia, sí verídico en todos sus puntos.

Paseaba la floresta,
amena y bien sosegada,
con mi hermosa can tudesca,
no muy lejos de Sinarcas,

cuando, al fondo del camino,
vi dos fieras alimañas:
una, podenca de libro;
la otra, mal encarada.

La peor se vino encima,
con carrera muy enconada.
Yo, asustado, vi salida 
en una piedra afilada.

La recogí con presteza,
la tudesca se cruzaba,
le pisé la pata entera,
el fiel animal aullaba,

aparté mi zapatilla,
me enredé con su quijada
y una pirueta maldita
dio con mi cuerpo en la grava.

La fiera vio mi torpeza
y casi desternillada,
puso fin a su carrera,
dio media vuelta y a casa.

Y mientras tanto, yo peno
con la mano desollada,
el dedo pulgar moreno,
y un rascón en la celada.

Los ojos de la tudesca
también ríen con canalla:
"Si este es el que gobierna,
me voy con las alimañas". 

sábado, 14 de septiembre de 2019

"La berrea como acto místico" por Manuel Vicent

La berrea de los venados se produce entre la Virgen de Agosto y la Virgen del Pilar. Si ha habido lluvia abundante que garantiza buenos pastos su plenitud se alcanza al abrirse el otoño. En esta época de celo los ciervos ponen a subasta el propio semen en medio de una lucha encarnizada, que se desarrolla ante el harén de hembras atentas al combate. El vencedor será el galán que merecerá cubrirlas y marcar territorio como macho dominante hasta la pelea del próximo año.
Si la berrea se produce durante el plenilunio el espectáculo adquiere una profundidad casi religiosa. De hecho, la noche en que asistí a la berrea en los montes de Toledo, cuando desde la caída de la tarde todos los valles de la serranía se llenaron de bramidos semejantes a tubas de una orquesta salvaje, con ecos y respuestas, hubo un momento en que recordé a San Juan de la Cruz. Para sentir cómo sonaban en medio de la imponente berrea me puse a recitar a media voz algunas estrofas del cántico espiritual: “¿Adónde te escondiste, y me dejaste con gemido? Como el ciervo huiste, habiéndome herido, salí tras ti, clamando, y eras ido. Pastores, los que fuereis por las majadas al otero, si por ventura viereis aquel que yo más quiero decidle que adolezco, peno y muero”.
La fusión era perfecta. Resultaba fascinante la pulsión de la naturaleza unida al erotismo y a la espiritualidad del cántico y al clamor de las infinitas glándulas de los venados.
Por el camino de Torrijos y Ventas con Peña Aguilera hacia El Bullaque había llegado al parque natural de Cabañeros, situado entre cotos de caza, propiedad de viejos aristócratas y nuevos financieros, quienes los han convertido en mataderos con alambradas, puesto que durante el año se dedican a cebar a los ciervos y luego llegan los cazadores, que pagan un alto precio por llenarles tranquilamente de plomo la barriga. Por este tiempo el campo se puebla de señores ataviados con ropa austriaca, armados con rifles de miras telescópicas potentísimas, cuya munición del calibre 300 es capaz de abrir en el cuerpo de los venados boquetes de salida en los que cabe un puño.
Ahora Cabañeros es un parque natural. Uno de los guardas que antes fue secretario de algunas monterías me explicó a la luz de la luna cómo se establece el rito de esta matanza.
Al amanecer los monteros se desayunan con unas migas con chorizo. A continuación se reza un padrenuestro o una salve montera a san Humberto, patrón de los cazadores. Se sortean los puestos y enseguida comienza la cacería. Suenan los cuernos, se realiza la suelta, el espacio se llena con los ladridos de la reala de perros podencos y mastines y los ciervos huyen rompiendo monte cargados de adrenalina, cuyo nivel no es menor en la sangre de los monteros apostados, llenos de excitación, en una silla de tijera junto al secretario.
—Yo he sido secretario en las monterías muchos años y he visto cosas— contaba el guarda a la luz de la luna. —En una ocasión serví a un banquero. Estaba en el puesto y se había traído a la amante. No entraba la caza. En un momento los dos comenzaron a aparearse ante mi vista, como si yo no fuera humano. Agarré el rifle y se lo puse al señorito en los riñones. “Si no para de follar, lo mato”, le dije.
En este tiempo de berrea los ciervos, preservados por el bosque, se destapan y salen a los claros; el celo les fuerza a bajar la guardia para exhibirse y mientras ellos se excitan mutuamente con sus estremecedores bramidos, los cazadores furtivos aprovechan semejante galantería para disparar sobre ellos. Cuando había abundancia se disparaba también a mansalva sobre las ciervas y, si estaban preñadas, abortaban en el instante de recibir el disparo. Se dice que entonces los ciervos miran la boca de los rifles llorando.
—¿Sabes lo que significa hacerse novio?— me preguntó el guarda. —Hacerse novio es un rito. Al final de la montería el dueño del coto sirve unas judías a los tiradores. En el patio los tractores descargan la caza y el neófito que ha matado por primera vez a un venado es embadurnado con la sangre y las vísceras de su caza. Esa ceremonia animal es su bautismo, y con ello lo casan con su venado muerto. A veces le hacían comerse crudos sus despojos.
Sin duda san Juan de la Cruz cruzó con sandalias desnudas este territorio donde ahora bramaban sus venados. “Vuélvete, paloma, que el ciervo vulnerado por el otero asoma al aire de tu vuelo y fresco toma”. San Juan de la Cruz, en la noche oscura de su alma, también oiría estos mismos berridos que ahora herían los montes de Toledo. Y él los convirtió en los deseos del amado.

Invitado en un restaurante de Madrid, al que acuden los monteros solo a verse y a saludarse con una cigala en la mano, el abogado de un gran empresario cazador me preguntó:
—¿Tú tiras?
—No. Yo solo voy tirando— le dije.

sábado, 7 de septiembre de 2019

"Cervantes proverbial" por Yolanda Gándara


Resulta curioso que una de las frases más célebres atribuidas a don Quijote, «Ladran, Sancho, luego cabalgamos», no aparezca, ni de esta forma ni parecida, en la obra de Cervantes. La cita apócrifa parece tener su origen en un poema de Goethe. 

Cabalgamos por el mundo
en busca de fortuna y de placeres
mas siempre atrás nos ladran,
ladran con fuerza…
Quisieran los perros del potrero
por siempre acompañarnos
pero sus estridentes ladridos
solo son señal de que cabalgamos.

De los últimos versos surgiría el dicho, al que en algún momento se añadió la palabra «Sancho», probablemente por el hábito de recurrir al Quijote como fuente de sentencias, y se popularizó esta fórmula ya en el siglo XX.

Dejando a un lado la anécdota, Cervantes muestra auténtico deleite en los refranes. El Quijote no solo recoge una gran cantidad de ellos de diversos temas y orígenes (bíblicos, de tradición oral…) y en todas las formas imaginables (truncados, hilados, trastocados, etc.), sino que aporta definiciones e instrucciones de su uso correcto y moderado, de tal modo que conforma un manual de este tipo de expresiones, la mayoría de las cuales siguen vigentes en el habla actual, sin duda gracias a la difusión de la propia obra. Así, Cervantes vive en nuestra lengua como nuestra lengua vive en Cervantes.
La mayoría de estos dichos son puestos en boca de Sancho, convirtiéndose esta forma de expresarse en un rasgo de su personalidad y un atributo de clase. Aun adjudicando en su mayor parte el uso de refranes a los iletrados, Cervantes reivindica su valor como transmisores de la erudición popular a través de don Quijote, expresado en una de las sentencias más reiterada: la experiencia es la madre de todas las ciencias.

Paréceme, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la mesma experiencia, madre de las ciencias todas.

Es la medida y la oportunidad del uso lo que diferencia al caballero del escudero. Las retahílas de refranes pronunciados por Sancho, que exasperan a don Quijote, son un recurso cómico que Cervantes utiliza en varias ocasiones. En el capítulo II-XLIII, en el que podemos encontrar un interesante diálogo sobre el poder del vulgo sobre la lengua, se produce un debate que pone de manifiesto la pugna entre la locuacidad de uno y la mesura del otro.

—También, Sancho, no has de mezclar en tus pláticas la muchedumbre de refranes que sueles, que, puesto que los refranes son sentencias breves, muchas veces los traes tan por los cabellos, que más parecen disparates que sentencias.
—Eso Dios lo puede remediar —respondió Sancho—, porque sé más refranes que un libro, y viénenseme tantos juntos a la boca cuando hablo, que riñen por salir unos con otros, pero la lengua va arrojando los primeros que encuentra, aunque no vengan a pelo. Mas yo tendré cuenta de aquí adelante de decir los que convengan a la gravedad de mi cargo, que en casa llena, presto se guisa la cena, y quien destaja, no baraja, y a buen salvo está el que repica, y el dar y el tener, seso ha menester.
—¡Eso sí, Sancho! —dijo don Quijote—. ¡Encaja, ensarta, enhila refranes, que nadie te va a la mano! ¡Castígame mi madre, y yo trómpogelas! Estoyte diciendo que escuses refranes, y en un instante has echado aquí una letanía dellos, que así cuadran con lo que vamos tratando como por los cerros de Úbeda. Mira, Sancho, no te digo yo que parece mal un refrán traído a propósito; pero cargar y ensartar refranes a troche moche hace la plática desmayada y baja.

Este enfrentamiento es recreado en otros pasajes similares e incluso tiene parangón en un diálogo entre Sancho y su mujer en el que este es el que reprende la verborrea de Teresa.

En el repertorio de paremias del Quijote podemos encontrar versiones truncadas, en las que el refrán se insinúa con cierta retranca. En el capítulo II-LXXI Sancho dice «no se toman truchas… y no digo más» como alusión a un refrán muy popular que aparece también en la Celestina: No se toman truchas a bragas enjutas y que tiene un significado similar al moderno El que quiera peces, que se moje el culo. La misma fórmula utiliza en el capítulo I-XLV: «pero allá van leyes… y no digo más» en referencia a Allá van leyes, do quieren reyes, refrán que Cervantes utiliza en varias ocasiones y que viene a decir que los poderosos acomodan la ley a su conveniencia. Curiosamente aparece con otro recurso cómico, la alteración del orden de los elementos: «allá van reyes do quieren leyes» en boca de Teresa (II-V). Un caso parecido es la transformación que, con afilada ironía, Cervantes hace del refrán La mujer honrada, la pierna quebrada y en casa, que en boca de Sancho se convierte en El buen gobernador, la pierna quebrada y en casa (II-XXXIIII). Estos retruécanos humorísticos permiten al autor hacer una crítica solapada.

Sancho llega a hilar refranes trastocados de modo que produce un efecto cómico acumulado: «Y advierta que ya tengo edad para dar consejos, y que este que le doy le viene de molde, y que más vale pájaro en mano que buitre volando, porque quien bien tiene y mal escoge, por bien que se enoja no se venga» (I-XXXI). El primer refrán es bien conocido y Cervantes lo usa en dos ocasiones con la inclusión del insólito buitre. El segundo es una transfiguración de Quien bien tiene y mal escoge, por mal que le venga no se enoje.

También hallamos versiones extendidas, como En otras casas cuecen habas, y en la mía a calderadas, en la que la adición «y en la mía a calderadas» señala lo que podríamos llamar «la viga en el propio ojo», proverbio este, el de la paja en el ojo ajeno, de origen bíblico que también encontramos en el Quijote así formulado El que vee la mota en el ojo ajeno, vea la viga en el suyo (II- XLIII). 
Cervantes utiliza numerosa técnicas para narrar, caracterizar e ilustrar mediante los refranes y los va insertando en mayor cantidad según avanza la historia (la proporción es mucho más abultada en la segunda parte), como si fuera sintiéndose más cómodo con esta forma de hacer hablar a sus personajes. Tanto explícita como implícitamente, el Quijote es una lección magistral sobre su empleo.

Además de recopilar refranes, algunas frases del Quijote se han convertido en sentencias. Una de las más célebres es Con la iglesia hemos topado, que proviene de lo dicho por don Quijote al encontrarse con este edificio buscando el palacio de Dulcinea.

Guio don Quijote, y habiendo andado como docientos pasos, dio con el bulto que hacía la sombra, y vio una gran torre, y luego conoció que el tal edificio no era alcázar, sino la iglesia principal del pueblo. Y dijo:
—Con la iglesia hemos dado, Sancho.

Mucho se ha escrito sobre si la frase original encierra o no doble sentido. Como quiera que fuese, el vulgo la ha transformado con el ligero matiz semántico que aporta «topar» frente al más inocente «dar» para hacerla más contundente y apropiársela. Así, Cervantes vive en nuestra lengua… y no digo más.

sábado, 31 de agosto de 2019

"Solo Madrid es corte" por Nieves Concostrina


Hasta que Felipe II instaló la corte definitivamente en Madrid, la capitalidad del reino era itinerante. No solo se trataba de que el Rey evitara mostrar demasiado favor por alguna de sus villas; mudándose de una a otra también asentaba su poder a lo largo de todo el territorio. Algo así como un: “Aquí estoy yo”. Allá donde se instalaran los Reyes se convocaban las Cortes, y ese lugar se consideraba la capital de la monarquía durante el tiempo en el que estuvieran en tal o cual sitio: Toro, Burgos, Valladolid, Carrión de los Condes, Toledo… Esto, además de un auténtico peñazo, era terriblemente incómodo, muy caro y poco práctico. Tanta ida y venida, tanto hacer y deshacer maletas, hizo que Felipe II decidiera fijar la corte en Madrid siguiendo el deseo de su padre, el emperador Carlos V, que vio a la primera la ventaja que suponía que este poblachón castellano estuviera en el centro de la Península.
Antes de dar carácter definitivo a su decisión, Felipe II quiso comprobar si se confirmaban las bondades del lugar. El historiador del Siglo de Oro Luis Cabrera de Córdoba escribió que, si algo decidió al Rey, fue que la villa estaba “bien proveída de mantenimientos por su comarca abundante, buenas aguas, admirable constelación, aires saludables, alegre cielo y muchas y grandes calidades naturales”. (Aires saludables, señora Díaz Ayuso; sa-lu-da-bles, señor Martínez Almeida).
Y hablando de gobernantes capaces… a Felipe II le sucedió su hijo, el tercero de los Felipes, de inteligencia mediocre, floja voluntad y con menos luces que una patera. Felipe III entró en las enciclopedias con el sobrenombre de El Piadoso, porque rezaba nueve rosarios al día, uno por cada mes que supuestamente Jesucristo estuvo en el vientre de su madre.
Con él, terminó la época de los gobiernos personalistas y se inició la edad dorada de los validos, una forma eufemística de decir que el Rey no pegaba sello en beneficio de uno o varios subordinados, que manejaban a su antojo el gobierno del reino y los cuartos. Tal fue el caso del favorito de Felipe III, el maligno Francisco Gómez de Sandoval-Rojas y Borja, el duque de Lerma, un tipo corrupto y malversador a más no poder.
El Rey hizo tal dejación de funciones, que era más fácil acercarse a él que al duque. Se le atribuye un sucedido en el que un soldado logró acceder al Rey para hacerle una petición y Felipe III le dijo: “Acudid al duque”. El soldado respondió: “Si hubiera podido hablar con el duque, no vendría a ver a Vuestra Majestad”.
Cuarenta años llevaba la corte quieta en la Villa de Madrid, cuando el duque de Lerma decidió en 1601 que a su cuenta corriente le vendría bien trasladar de nuevo toda la maquinaria del Estado a Valladolid. La mudanza tenía un doble interés para el duque. Primero y fundamental, su personal enriquecimiento, y segundo y no menos importante, distraer a la plebe para que alejara de sí la funesta manía de pensar.
Mientras la ciudad que despedía la corte lloraba amargamente su pérdida, porque de inmediato sufría un hundimiento económico, la que la recibía lo celebraba con muchos y variados jolgorios. El de Lerma eligió Valladolid porque le tiraba su tierra. Había nacido cerca, en Tordesillas, y tenía varias propiedades en la capital —que fue ampliando con otras muchas— antes de convencer a Felipe III del traslado. El de Lerma adquirió palacetes, inmuebles, solares... Se hizo con la propiedad de medio Valladolid.
Cuando se trasladaba la corte, la familia real y la maquinaria del Estado arrastraban a miles de personas que buscaban prosperar a su sombra: funcionarios, pelotas, jerarcas eclesiásticos y nobles… a los que siguieron, como perrillos sedientos, artistas, cómicos, músicos, libreros, impresores y escritores que buscaban su mecenazgo. Aquella marabunta administrativa y cultural provocó un boom inmobiliario en Valladolid como no han vuelto a vivir otro.
El duque, propietario de casi todo lo construido o de los solares donde se podía construir, se hizo de oro alquilando y vendiendo, mientras Madrid se hundía en una crisis económica y cultural que provocó una espectacular caída de los precios de las viviendas. La defenestrada villa y excorte se despobló, y a ella llegó por aquella época el escritor Agustín de Rojas, que se lamentaba con estas palabras de la profunda soledad que reinaba: “Pues en un lugar tan grande, apenas por calle alguna veía gente… todo era tristeza y melancolía”. Y lo corroboró el cronista León Pinelo, cuando recogió en sus textos que las casas principales se daban gratis e incluso se pagaba a quienes morasen en ellas a fin de detener la desbandada general.
Ajeno a todo, salvo a sus fiestones, sus toros, sus rosarios y sus ocios, andaba Felipe III. Pero la corte tenía los días contados a orillas del Pisuerga. A principios de 1606 se decidió… mejor dicho, el duque de Lerma decidió que ya era hora de regresar a Madrid, porque había que redondear el negocio. Gran parte de lo ganado con la especulación inmobiliaria en Valladolid lo invirtió el duque en comprar en Madrid terrenos y palacios tirados de precio, gracias a la depresión económica que él había provocado con el traslado. Un maldito genio especulador.
En cuanto se supo que el valido había convencido al Rey para que ordenara el regreso de la corte, todo lo comprado a precio de saldo en Madrid por el duque de Lerma se disparó. Vuelta a reorganizar la Administración, vuelta a recolocarse socialmente, vuelta a trapichear con palacetes y terrenos… Se calcula que el de Lerma se llenó los bolsillos con más de un millón de ducados, que al cambio son una exageración de millones de euros.
Madrid volvió a la vida con el regreso de la lumbrera de Felipe III, con parrandas en cada esquina, con la reactivación de la vidilla cultural y la explosión urbanística. La población se triplicó, y a partir del traslado quedó ya para siempre aquello de que “solo Madrid es corte”. Las corruptelas del duque de Lerma acabaron saliendo a la luz, aunque tuvo la suficiente habilidad para evitar las fatales consecuencias que le esperaban: se metió a cardenal.

domingo, 25 de agosto de 2019

"Et in Arcadia ego" por Carlos Mayoral



Et in Arcadia ego.

Yo también estuve en la Arcadia.

Estaba allí cuando Jacopo Sannazaro, agobiado por la ocupación española de Nápoles en 1503, se marchó al exilio tras los pasos de Federico III, y a su espalda dejó el rostro aniñado de Carmosina Bonifacio. A su vuelta, el fallecimiento de la joven seguía asfixiándole, pero por suerte para la historia de la literatura universal y para el devenir renacentista, esa asfixia se convirtió en la primera novela pastoril escrita en lengua vulgar, cuya lectura habría de marcar un antes y sobre todo un después para cualquier compositor lírico que intentara preciarse. Estaba allí también cuando Garcilaso de la Vega volvió de Italia, y la muerte de Isabel Freire, aquellos ojos claros que con tanta facilidad lo hechizaron años atrás en la corte de Évora, se le agarró al corazón. Hubiera dado un brazo por volver a aquel lejano día, cuando al visitar a su hermano, desterrado en Portugal por comunero, la poesía se reflejó en el rostro de la dama. No perdió el brazo, pero sí la vida en el asalto a un castillo cualquiera francés. Por suerte, su amigo Boscán recogió el testimonio que en verso había dejado escrito Garcilaso, y aquella pasión terminaría viendo la luz en la cumbre literaria de nuestro siglo XV. La unión de ambas poéticas lavó la cara de una lírica todavía anclada en las preceptivas petrarquistas y bocaccianas. 

El amor cortés renacentista

Tenía que estar allí necesariamente el amor cortés que con tanta virulencia había erupcionado durante la Edad Media. Tanto Sannazaro como Garcilaso habían habitado la frontera entre dicha Edad Media y el Renacimiento, y si tenemos en cuenta que el arquetipo que con maestría glosó Castiglione en «El Cortesano» tiene como pilares fundamentales tres aspectos del comportamiento masculino: armas, letras, y galantería; no podía ser de otra forma: nuestros dos protagonistas intentaron cumplir con el canon. Destacó Jacobo en la faceta intelectual, lo hizo más Garcilaso en la castrista. Pero dejando a un lado las diferencias con las que la naturaleza les había separado, ambos encontraron dos puntos de encuentro que mantendrían sus nombres necesariamente unidos a este lado de la historia. El primero de ellos es la academia Pontaniana, sita en Napolés, fuente de sabiduría, de desarrollo humanista, de intriga política. La más antigua de toda Italia, incluso anterior a la de Cosme de Medici. Preludio del auge académico que volvió a sacudir Italia en el siglo XVII. Allí coincidieron Sannazaro y Garcilaso, allí cincelaron su lírica, y allí trazarían varias de las líneas maestras que más tarde unirían sus poéticas. El segundo punto de encuentro es ese con el que se abría el texto: el amor cortés que tenía que estar allí cuando ambos idealizaron, a la manera platónica, sus respectivas pasiones por Carmosina e Isabel.

Corriendo la sangre petrarquista como corría por las venas de ambos, no es difícil pensar que el espíritu de Laura hubiera penetrado en el pecho de ambas musas. Esa mujer renacentista a medio camino entre la realidad y la ficción, entre la imaginación y la certeza. Hay quien dice que tanto Laura de Noves como Carmosina Bonifacio e Isabel Freire nunca tuvieron contacto, y mucho menos amatorio, con Petrarca, Sannazaro y Garcilaso respectivamente. Hay incluso quien afirma que no existieron. Pero ¿acaso importa ese matiz cuando la poesía las corporeizó en la mente del lector para siempre? Ahora bien, la diferencia entre aquel Petrarca, maestro de tantos, y nuestros protagonistas es que estos entendieron que a la lírica le podría venir bien un escenario sobre el que desenvolverse también en lengua vulgar. Un lugar mítico al que el lector pudiera recurrir cuando pretendiera enfrentarse a la literatura.

Es aquí donde aparece la Arcadia.

Locus amoenus

La Arcadia ya había adquirido sus rasgos de lugar utópico, remanso de paz y felicidad, en la lejana Grecia. La leyenda mitológica elevó la propiedad de Pan, dios de los pastores, a la categoría de pequeño paraíso. Mantuvo Virgilio esta percepción en sus «Bucólicas», dejando que las églogas se esparciesen por sus terrenos a golpe de diálogo pastoril. Sannazaro tuvo dos ideas clave a la hora de revolucionar la poesía renacentista: por un lado, mezclar la preceptiva petrarquista, su célebre endecasílabo, con el locus amoenus medieval, y agitarlo en torno a la antigua Arcadia; y, por otro, hacerlo en lengua vulgar, lejos del latín clásico solo accesible para las élites. Sobre esta idea revolucionaria, a Jacobo solo le faltaba colocar el amor idealizado que Carmosina Bonifacio había despertado en su exilio. 

El resultado es «La Arcadia», la mezcla de prosa y verso que alteró el curso de la literatura del XVI. Esta vez, Sannazaro utiliza el idílico lugar para componer de manera paralela la historia de su vida. Si el poeta había escapado de Nápoles a Francia huyendo de la conquista española para volver más tarde y toparse con el dolor por la muerte de Carmosina, en su novela es el pastor Sincero quien se marcha a Arcadia para más tarde volver y lamentarse por el fallecimiento de su amada. Introduce ese elemento sufridor, esa suerte de romántico lamento. En una alegoría extraordinaria, Sannazaro refleja cómo la destrucción del amor arcádico supone una ruptura de la armonía entre la naturaleza y la vida.

Pensando yo q[ue] escriví
en un tronco ymperial
allí tu nombre, y por ti
siento un tal dolor en mí
q[ue] no le hallo otro ygual.
Égloga 12, La Arcadia (trad. Diego de Salazar)

Mientras, Garcilaso, que ha visto con Sannazaro la puerta abierta para escribir en lengua vulgar, se siente liberado para idear sus estrofas en castellano. Principalmente las églogas, un tipo de composición que se desmarca bastante del resto de su obra, influidas de manera clara por Jacobo y por esa Arcadia que también servirá de refugio para el bucolismo garcilasiano. La proyección de la amada aquí se vuelve corpórea bajo los trazos de dos palabras mágicas: Isabel Freire. Es en ella donde vuelca el dolor, el furor, los celos, el miedo, la pasión… conceptos todos ellos que Sannazaro había superpuesto sobre los temas clásicos: la poesía, la música, la mitología… En las Églogas I y III, por ejemplo, Garcilaso plantea un yo poético que deja de ser protagonista directo de la andanza amorosa, para proyectarse en personajes diversos, a la manera sannazariana: Salicio, que lamenta el rechazo de Galatea; y Nemoroso, que llora la muerte de Elisa. Sobre su particular terreno arcediano, ambos pastores se ven reflejados en dos períodos biográficos de Garcilaso: el del rechazo de Isabel Freyre al casarse con otro hombre, y el de la tristeza causada por su muerte pocos meses antes del infausto asalto al castillo francés.

Tu dulce habla ¿en cúya oreja suena?
Tus claros ojos ¿a quién los volviste?
¿Por quién tan sin respeto me trocaste?
Tu quebrantada fe ¿dó la pusiste?
¿Cuál es el cuello que, como en cadena,
de tus hermosos brazos anudaste?
Égloga I, Garcilaso de la Vega

Legado

El terremoto de la Arcadia se saldó con sesenta y seis ediciones en idioma italiano durante todo el Cinquecento, y la traducción a todos los idiomas que marcaban el canon europeo. Habría que unir este éxito al altavoz de la literatura arcadiana que supuso Garcilaso dentro de una cultura, la hispánica, que ya comenzaba a colocar los cimientos de lo que terminaría siendo: la potencia cultural más importante del barroco. El resultado no tardó en llegar. Allende nuestra cultura, Philip Sidney, en muchos aspectos un faro para Shakespeare, publicó La Arcadia de la Condesa de Pembroke, cuyo nombre ya remite inevitablemente a nuestros protagonistas. De las tripas de esta Arcadia de Sidney nace Pamela o la virtud recompensada, de Samuel Richardson. En la cultura francesa, esta influencia no es menor. La Astrea, de Honoré d’Urfé, novela clave en el devenir de la prosa europea, también bebe abundantemente de la fuente sannazariana. La Diane Françoise, de Du Verdier; Polexandre, de Gomberville; la anónima Le Tolédan; e incluso, ya en el XVIII, La Nouvelle Héloïse, de Rousseau; contribuyen a afianzar el rastro de migas de pan arcadiano que ya nunca se perdería.

En la cultura hispana la influencia es total gracias al puente garcilasista. Su eco en la famosísima Diana de Montemayor, una de las cotas de la novela pastoril en lengua castellana, conecta con Fray Luis de León, quizás, de entre todos los poetas de habla hispana, el que mejor supo fundirse con la naturaleza a través del beatus ille. De ahí, el salto al barroco. Lope de Vega compuso su propia Arcadia, que llegó a ser la obra más leída del escritor más famoso de la época. Cervantes escribió su Galatea, la primera incursión en el prestigio clásico de la novela pastoril; el Polifemo gongorino también acude al mito de la Arcadia; e incluso su influencia se deja notar en la novela entre novelas: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha.