sábado, 14 de octubre de 2017

"Al niño le han quedado cuatro" por Pablo Poó Gallardo


A estas alturas todos sabemos que cada español lleva dentro, de manera innata, un entrenador de fútbol, un economista y un docente. Con tanto profesional de la educación de incógnito por ahí, analizar el sistema educativo se convierte en una tarea de alto riesgo. Intentaremos, no obstante, aportar la visión de alguien que se pasa las mañanas de lunes a viernes delante de treinta angelitos adolescentes ávidos de conocimiento.

Antes de comenzar habría que tener en cuenta unas sencillas premisas que, por algún motivo que desconozco, a gran parte del personal no le entran en la sesera:
No es lo mismo Primaria que Secundaria: niveles educativos distintos implican estrategias metodológicas distintas, alumnado diferente y profesionales diferenciados.
Las estrategias metodológicas no son estándares universales: una estrategia aplicada en 3.º A no tiene por qué funcionar en 3.º B, porque partimos de una base humana distinta, cada una con sus propias peculiaridades, que necesita un enfoque diferente. Si eso ya pasa en un mismo centro, imaginen en distintos institutos o en diferentes comunidades autónomas. Y eso que aún no he mencionado a Finlandia…
En educación las cosas no son blancas o negras, a pesar de que se empeñen en dividirnos a los docentes en dos bandos: uno más cool, más moderno y más del siglo XXI, que potencia el método por encima del conocimiento, y otro más ilustrado, reaccionario y anticuado, para el que prima el saber por encima de la metodología.

El sistema educativo es la Hidra de Lerna: si queremos entender el estado por el que pasa en la actualidad tendremos que detenernos en cada una de sus cabezas.

El sistema de acceso

Deberíamos contar con un sistema de acceso justo que permitiera la selección de los mejor preparados, ¿no? Pues no. Las oposiciones no son un método de acceso justo.

El número de plazas es independiente según el tribunal. Eso provoca que, en el tribunal 1, alguien con un 5,45 obtenga plaza y que en el de justo al lado, el 2, el que haya sacado un 7,56 se quede fuera. Esto sucede por dos motivos fundamentales: los exámenes son distintos para cada tribunal, por lo que los temas que hay que defender son diferentes. Los tribunales, también: uno puede ser más exhaustivo corrigiendo y el otro más benévolo.

Tampoco fomentan la selección de los mejor preparados: el temario de las oposiciones de acceso a los cuerpos docentes de Secundaria por la especialidad de Lengua castellana y Literatura consta de setenta y cinco temas que abarcan todo lo relativo a la gramática, las teorías lingüísticas y la literatura patria desde las glosas silenses. En el examen solo se podrá contestar uno. El resto de tu formación se la trae al pairo.

Los tribunales también son la guinda. Me pondré yo de ejemplo para no herir sensibilidades. A pesar de que a la Administración no le importe lo más mínimo, pues no gozo de ningún tipo de prebenda por serlo, ni económica ni de reducción horaria ni de perrito que me ladre, soy doctor en Filología Hispánica por la especialidad de Literatura. Para las oposiciones, entenderán, me preparaba con más esmero la parte del temario correspondiente a nuestras letras, habiendo incluso temas de gramática (T. 20: Expresión de la aserción, la objeción, la opinión, el deseo y la exhortación) que ni miraba.

Como funcionario docente entro en el bombo de los «tribunables» para cada oposición. Imaginen que me toca para las próximas. Obviamente, como filólogo, conozco las reglas que, en español, rigen la aserción, la objeción, la opinión y la santa madona que las parió, pero no a un nivel suficiente para aprobar unas oposiciones, pues carezco, en ese ámbito, de conocimientos actualizados, de bibliografía académica y de un trabajo con la materia tal que me permitiera codearme con quienes llevan preparando el tema los últimos meses o, incluso, años de su vida.

Bien, como me toque tribunal y salga ese tema, me vería obligado a corregirlo. A toda prisa, pediría el tema a cualquiera de las amables academias que los sirven de modelo (con mucha querencia por el copia y pega: basta bucear en el Alborg o en el Curtius, que ya hay que estar trasnochado, para darse cuenta) y me empaparía en un par de días de todos los conocimientos que estas personas han adquirido durante meses. ¿Quién soy yo para evaluar un examen del que no soy especialista en el que los examinandos se están jugando algo tan importante?

Pero no pasa nada, la Administración, que tanto vela por nosotros, ya se encarga de dotar a los tribunales de unas secretísimas plantillas (oposiciones públicas, recuerden) con las que facilitar la corrección. Y si no estás de acuerdo con tu nota, ajo y agua: no tienes derecho a ver tu examen corregido.

La falta de formación previa

Ahora, con los grados, las cosas han cambiado algo: al menos hay unas prácticas tuteladas y un trabajo de fin de grado. Sin embargo, si repasan la oferta académica del grado en Filología Hispánica, quizá les extrañe la falta de asignaturas dedicadas a enseñar a impartir Lengua y Literatura. Un grado con una orientación profesional tan significativa como la docencia debería contar, no ya con una suerte de «itinerario docente» dentro de la misma, sino con, al menos, una asignatura de «Pedagogía de la Lengua castellana y Literatura». Al menos en la Universidad de Sevilla, que fue donde estudié, no se imparte.

Es decir, que este que les escribe, cuando aprobó sus primeras oposiciones y se plantó delante de una clase de tercero de ESO con ocho repetidores, se había leído Los amores de Clareo y Florisea y los trabajos de la sin ventura Isea, sabía que lo más seguro es que el Lazarillo no fuese anónimo, que la «e paragógica» le daba al Mío Cid un regusto arcaico muy molón en la época (siempre ha estado de moda lo vintage) o que la terminología de Alarcos no tiene nada que ver con lo que enseñamos en Secundaria; pero no tenía ni idea de qué hacer cuando el del fondo te manda a la mierda, cuando vas a corregir unos ejercicios y no los ha hecho ni la niña que sonríe en el póster de vocabulario inglés de Oxford o cuando, con dieciséis años, el primer libro que se van a leer es ese del que tú les estás convenciendo.

La falta de formación continua

Sin embargo, si hay algo que no se le puede achacar a nuestro sistema educativo es falta de coherencia: si nuestra formación inicial no es la más adecuada, la formación continua no iba a ser menos.

Hablo de esos cursos y programas que se, digamos, desarrollan en los centros, y sirven para completar las sesenta horas necesarias para el cobro del próximo sexenio.

Cursos de escaso interés, con algunos ponentes que te dejan un arqueamiento de cejas más propio de una parálisis facial, de dudosa aplicación en el aula, que deben ser realizados en los centros de formación del profesorado (esos que, con suerte, te pillan a menos de cincuenta kilómetros de tu centro) y a los que has de asistir por las tardes porque no disponemos de horas específicas de formación (pero qué más da, ¡si los profesores no trabajamos por las tardes!).

Mención aparte merece el tema de la competencia digital. Este que les escribe no es que sea un as de la informática, pero tiene dos cosas claras: que el ordenador no hace nada que tú, consciente o inconscientemente, no le digas que haga y que probando, equivocándote y ensayando se aprende mucho. Yo he tenido compañeros (y compañeras, claro, pero para esto de las generalizaciones negativas da un poco más igual) que no sabían conectar el proyector con el ordenador en caso de que ambos funcionaran o que no sabían imprimir a doble cara o cancelar una impresión.

No se pide montar un servidor o programar en C, pero, joder, quítame el pen con seguridad.

Las leyes educativas

Imagine un trabajo cuyos legisladores, en el mejor de los casos, haga años que no ejercen de aquello que están regulando. Habrá otros que, incluso, no hayan trabajado en ese ámbito en su vida. Esto es lo que sucede en el mundo educativo: no se cuenta con profesores en activo para la redacción de las leyes que nos rigen.

Es increíble la cantidad de barbaridades que se llegan a acumular en una sola ley educativa. Barbaridades fácilmente subsanables habiendo, al menos, pisado un centro educativo.

Un ejemplo: en la anterior legislación existía el Programa de Diversificación Curricular (PDC). En él se incluía a alumnos con dificultades de aprendizaje para que en 3.º y 4.º de la ESO tuvieran una serie de asignaturas agrupadas en ámbitos: Lengua castellana y Literatura junto con Historia conformaban el Ámbito Sociolingüístico. Matemáticas y Ciencias Naturales, el Ámbito Científico Técnico. El PDC (o la «Diver», de lo bien que nos lo pasábamos en clase) se podía entender como una especie de premio al esfuerzo de determinados alumnos que, por una casuística bastante amplia, desde alguna dificultad diagnosticada de aprendizaje a problemas familiares, ingresaban en este programa como medida para, si no garantizar, facilitarles un itinerario adaptado a sus necesidades que concluyera con la consecución del título de Secundaria.

Mentira. Se metía a los alumnos más problemáticos para que los demás pudieran dar clase y, de paso, ayudar a estos que, con más problemas de vagancia que de aprendizaje, se iban a quedar sin titular.

La Díver, mejor o peor empleada según el centro, no estaba mal planteada del todo: se cogía la parte final del itinerario educativo obligatorio con una clara orientación finalista y se podía repetir curso, que era algo así como decirles que, aunque con más facilidades, no se les iba a regalar el aprobado.

A todo esto, llegan las cabezas pensantes de la LOMCE y topan con la Díver. Quizá alguno, incluso, la hubiera cursado. Entonces deciden remodelarla, darle su toque personal a lo J. J. Abrams y crean el PMAR (Programa de la Mejora del Aprendizaje y el Rendimiento).

El PMAR parte de la misma base: agrupaciones menores de alumnos con alguna dificultad de aprendizaje y asignaturas compendiadas en ámbitos; pero, como habían también cambiado los ciclos de la ESO (el segundo ciclo pasaba de ser 3.º y 4.º a solo 4.º), el PMAR podía durar hasta 3.º, con lo que lo adelantan un año y fijan su inicio en 2.º. Además, le añaden una guinda: no se puede repetir entre 2.º y 3.º, es un programa de dos años, y punto.

Pónganse ustedes delante de unos angelitos que saben que, aunque suspendan todas las asignaturas, no van a repetir el primer año. ¡Ahora van y los motivan!

¿Y cuando terminan el PMAR en 3.º? Pasan a un cuarto estándar. Han tenido dos años para ponerse al día, ¿no?

Finlandia y las competencias básicas

Pero ahí no acaba la cosa. El sistema educativo se replanteó hace ya unos cuantos años con la implantación de las Competencias Básicas de la Educación. Ahora se llaman Competencias Clave: ya saben que los cambios de nombre quedan muy bien de cara a la galería.

¿Se acuerdan de aquella tríada clásica de conceptos (lo que sabes), procedimientos (lo que haces) y actitudes (cómo te comportas)? Pues ya no existe. Sí, a menos que se tengan hijos en edad escolar, el resto de la sociedad española desconoce casi por completo cómo funciona el sistema educativo.

Simplificando mucho, resulta que a nuestros expertos educativos les fascinan los sistemas escolares escandinavos. Entonces piensan: «Coño, si esto funciona en Finlandia, ¿por qué no en España?». Como si la transculturación fuese algo tan sencillo como construir una Maestranza en Copenhague y llevar a Padilla.

El sistema educativo finlandés funciona en Finlandia por una razón muy sencilla: hay finlandeses. Aquí tenemos españoles.

Pero es que, además, la adaptación fue de lo más chapucero. Recuerdo el curso en el que comenzamos a evaluar por competencias: nadie sabía qué era aquello. Llamamos, entonces, a nuestros superiores, a las Consejerías de Educación: nadie sabía qué era aquello. Entonces empezamos a montar grupos de trabajo y nos asignaron expertos: nadie sabía qué era aquello.

Cada profesor tuvo que buscarse la vida a su manera. Básicamente te quedaban dos opciones: o no evaluabas por competencias o te inventabas tu propio método. Lo primero era lo más fácil; el problema es que viniera un inspector educativo a pedirte el cuaderno de notas. Él tampoco sabía evaluar por competencias, pero tú tenías que hacerlo. Lo segundo era frustrante: ahí estaban esos arrojados campeadores educativos con sus hojas de Excel kilométricas, enlazadas, coloreadas… y cuando llegaba la hora de introducir las notas en el programa de gestión educativa resulta que solo tenías que poner una calificación de 0 a 10, como toda la vida.

Pero bueno, todavía no he explicado qué son las competencias: son una serie de saberes básicos interdisciplinares que abarcan todos los ámbitos de saber del futuro ciudadano adulto que será nuestro alumno. Sí, es genial.

Ahora, en los centros educativos, evaluamos la competencia lingüística (cómo se expresan), la matemática (cómo suman), la conciencia y expresiones culturales (cómo… valoran la cultura), la social y ciudadana (cómo tratan a sus compañeros y al centro), el sentido de la iniciativa y emprendimiento personal (si te entregan las actividades voluntarias), la competencia digital, aunque no se pueda llevar el móvil a clase y los ordenadores no funcionen, y la competencia para aprender a aprender, que viene a ser algo así como lo que su propio nombre indica.

¿Y qué hacemos con todo esto? ¡Muy sencillo! Como no hay un método oficial, ¡hagan lo que les dé la gana! Yo les propongo uno: dividan cada evaluación en tareas evaluables: un examen, una lectura, unas actividades… A cada tarea evaluable, asígnenle un peso específico dentro de la evaluación expresado en porcentaje (examen: 30%, lectura: 10%…). En cada tarea con cada porcentaje, decidan qué competencias se van a trabajar (en un examen, por ejemplo, la competencia lingüística porque es de Lengua y se tienen que expresar; competencia para aprender a aprender porque al instituto, aunque no lo parezca, se viene a aprender; competencia en conciencia y expresiones culturales porque les voy a poner un fragmento de La colmena; y sentido de la iniciativa porque comprobaré si ha estado practicando ortografía y ha mejorado el número de faltas del último examen). A cada competencia, asígnenle un porcentaje de peso dentro del porcentaje de la tarea que ya establecieron previamente. Et voilà! Ya solo les queda ponerle al examen una nota distinta por cada competencia que dijeron que iban a trabajar.

Así, cuando les pregunten a sus hijos qué han sacado en el último examen de Lengua, les dirán: «Pues mira, he sacado un 7 en CCL que vale un 50%; un 5 en CPAA que vale un 20%, un 4 en CEC, pero no te preocupes, que vale solo un 10% y en SIEP, que no sé lo que es, me han puesto un 8. Ah, vale un 20%. Pero el examen cuenta como 30%».

—Entonces, ¿qué nota has sacado?

—Yo qué sé, ¡haz la cuenta!

Y ni he mencionado los estándares de aprendizaje.

La inspección educativa

Son mis jefes y no voy a hablar mal de ellos, que bastante me ha costado conseguir la plaza. Son supersimpáticos y competentes y te ayudan en todo lo que necesites. No, en serio, algunos son muy buena gente.

El problema es que, al igual que pasa con los que redactan las leyes educativas, un inspector educativo puede llevar décadas sin impartir clase o, directamente, haber sido maestro en Primaria y estar asignado a Secundaria.

La inspección educativa peca de exceso de burocracia. Cada vez que se designa a un centro educativo como de atención preferente, una tribu del Amazonas pierde el que ha sido su hogar durante siglos. Y el problema es que el papeleo no sirve para nada, porque no lo lee quien lo tiene que leer. Y, si lo lee, peor, porque hace caso omiso a las propuestas que sugerimos cada año.

La inspección educativa debería ser un órgano más numeroso de lo que es y debería tener un mayor enfoque de asesoría pedagógica. Pero la impresión que se tiene en los centros educativos es más cercana a la del tribunal de la Inquisición.

Recuerdo también una reunión de departamento bastante tensa donde una inspectora, diplomada en Magisterio por la especialidad de Matemáticas, nos decía que debíamos dejar de impartir gramática en nuestras clases de Lengua y Literatura de Secundaria porque «eso ya no se llevaba».

Además, es inversamente proporcional el número de informes que hay que rellenar cuando suspende un alumno y cuando aprueba. Que, a ver, no digo que sea una medida de presión encubierta; está claro que los que aprueban no necesitan nada más. ¿O sí?

El alumnado

El ambiente en las clases ha cambiado mucho desde que ustedes obtuvieron su título correspondiente. La tónica general que solemos encontrar los profesores, aunque depende enormemente del contexto sociocultural del centro y de la manera en que la directiva lleve su organización y funcionamiento, es que se ha perdido el respeto a la figura del docente y el sentido de utilidad de tener una buena formación. No solo entre los alumnos, la educación que vienen ofreciendo los padres nacidos alrededor de los setenta en adelante tiene mucho que ver.

El respeto al profesorado no se gana a base de temor, como quizá ocurría en la educación que recibieron muchos de ustedes. Los profesores no vamos por ahí. El respeto de tu clase se gana preocupándote por ellos, sabiendo dejar la materia a un lado cuando sus problemas van por otro, buscando la manera de engancharlos a tu asignatura y haciéndoles ver la utilidad de tener una formación.

Pero la carambola a tres bandas es brutal: hay profesores que deberían, mejor, dedicarse a otra cosa; hay familias que, más que educar, destruyen lo poquito que avanzamos cada mañana; y hay niños que traen la mala leche de serie.

Yo he pasado por quince institutos diferentes, la mayoría de un contexto sociocultural bajo, aunque he tenido de todo. Y pienso que cada vez más nuestros jóvenes no solo es que sepan menos, sino que tampoco les preocupa en exceso.

El sistema educativo, sobre todo en su parte obligatoria, está planteado para evitar el fracaso escolar de la manera más burda posible: bajemos el nivel para que aprueben todos. Cualquiera de mis alumnos puede titularse en 4.º de ESO habiéndose rascado significativamente los genitales. Tema distinto es la base que lleve a estudios posteriores, pero titularse, se titula (obsérvese que hablo de «mis» alumnos: insisto en que, en el tema educativo, el contexto es fundamental).

Este curso solo he suspendido, en junio, a cuatro alumnos. Como tengo ya muchos tiros dados, pues el nivel lector de algunos adultos es limítrofe con el de mis pupilos, dejaré claras dos ideas antes de seguir:
La calidad de un profesor no se mide por su número de suspensos.
He puesto más dieces que suspensos.

Lo que ocurre es que detrás de ese casi 100% de aprobados, en la mayoría de los casos, no hay un nivel acorde con la nota. Este curso, casi la totalidad de mi antiguo tercero de ESO ha pasado a cuarto con un nivel competencial, con suerte, de primero de ESO. ¿Qué hay, hoy día, detrás de un título de Educación Secundaria? En muchos casos, casi nada.

Y no me estoy refiriendo a conocimientos vinculados a asignaturas, ya sé que para ser alguien en la vida no hace falta haber leído el Quijote ni analizar una subordinada sustantiva de complemento directo (perdóname, Alarcos), sino a su nivel competencial: su capacidad de reflexión, de analizar ideas, de tenerlas propias, de valorar la cultura, de respetar a los demás.

El timbre está a punto de tocar

En el sistema educativo, como buen reflejo del planeta, también hay varios mundos. Se dan, incluso, dentro de un mismo centro. Hay profesores que prácticamente solo hemos trabajado en el tercer mundo educativo: ese donde el nivel de conocimientos es paupérrimo, donde prefieres dedicar las horas a hablarles de lo jodida que es la vida estando en paro, de que las drogas no son el camino (ni consumirlas, ni venderlas), de que no tienes que cometer los mismos errores de tus padres ahora que, por suerte, sabes cuáles fueron. Clases donde demasiados alumnos se irán del instituto antes de titularse. Centros en los que el equipamiento TIC no es que date de los principios del 2000 sino que, directamente, es inservible.

Pero hay otras realidades, como la que mostró Évole cuando quiso hacer un retrato de la educación en España y se quedó en lo que más vende: esos alumnos con inquietudes, interés, capacidad y mucha verborrea que, por suerte, también habitan las aulas de nuestro país.

Nadie miente y nadie dice la verdad: cada uno habla de lo que ha vivido. Por eso es inútil tirarse los trastos a la cabeza. Aunque una cosa sí está clara: si nunca has dado una clase, al menos, no estorbes.

viernes, 13 de octubre de 2017

"Del diario de un ayudante de contable" de Antón Chéjov


1863, 11 de mayo.
Nuestro sexagenario contable, Glotkin, ha tomado leche con coñá porque tenía tos y ha enfermado de delirium tremens. Los doctores, con la seguridad acostumbrada, afirman que mañana morirá. ¡Al fin seré contable! Me prometieron el puesto hace mucho tiempo.
El secretario Kleschov será llevado ante los tribunales por haber pegado a un solicitante que le llamó burócrata. Por lo visto, el asunto está ya decidido.
He tomado un medicamento contra la gastritis.

1865, 3 de agosto.
El contable Glotkin ha enfermado otra vez del pecho. Ha empezado a toser y a tomar leche con coñá. Si muere, su puesto será para mí. Alimento ciertas esperanzas, aunque débiles, pues, por lo visto, el delirium tremens no siempre es mortal.
Kleschov le ha quitado una letra de cambio a un armenio y la ha hecho pedazos. O mucho me equivoco o el asunto llegará a los tribunales.
Una viejecita (Gurevna) me dijo ayer que no tengo gastritis, sino hemorroides internas. ¡Es muy posible!

1867, 30 de junio.
Según la prensa, en Arabia se ha declarado el cólera. No se excluye que la epidemia se extienda por Rusia; si sucede, quedarán muchas plazas vacantes. Es muy fácil que el viejo Glotkin muera; entonces yo obtendré el pueblo de contable. ¡Qué vitalidad la de este hombre! A mi parecer, vivir tantos años es hasta censurable.
¿Qué podría tomar contra la gastritis? ¿Y si tomara santonina?

1870, 2 de enero.
En el patio de Glotkin, un perro se ha pasado la noche aullando. Mi cocinera Pelagueia dice que la señal es infalible, y hemos estado, ella y yo, hasta las dos de la madrugada hablando de la pelliza de pieles de castor y del batín que me compraré cuando sea contable. Quizá me case. No voy a casarme con una joven soltera, por supuesto. No sería propio de mi edad. Me casaré con una viuda.
Ayer a Kleschov lo echaron del club por contar en voz alta una anécdota indecente y por burlarse del patriotismo de Poniujov, miembro de la diputación comercial. Según ha llegado a mis oídos, Poniujov irá a los tribunales. 
Quiero que me visite el doctor Botkin para curarme la gastritis. Dicen que cura bien...

1878, 4 de junio.
En Vetlianka, según he leído, hay epidemia de peste. La gente muere como moscas, escriben. Glotkin bebe, por si acaso, vodka de pimienta. A un viejo como él, es difícil que el vodka le sirva de algo. Si la peste llega aquí, no hay duda de que seré contable.

1883, 4 de junio.
Glotkin se está muriendo. He ido a verle y le he pedido perdón, con lágrimas en los ojos, por haber esperado con impaciencia su muerte. Me ha perdonado con magnaminidad, con lágrimas en los ojos. Me ha aconsejado tomar café de bellotas para combatir la gastritis.
En cuanto a Kleschov, ha estado de nuevo en un tris de ser llevado a los tribunales: ha empeñado a un judío un piano alquilado. Y a pesar de todo, tiene ya la orden de Stanislav y el grado de asesor colegiado. ¡Es sorprendente lo que pasa en este mundo!
Jengibre, dos onzas; galanga, una onza y media; vodka fuerte, una onza; sangre de siete hermanos, cinco onzas; mezclarlo, macerarlo en una botella de vodka, y tomarlo en ayunas. Una copita cada día, contra la gastritis.

El mismo año, 7 de junio.
Ayer enterraron a Glotkin. ¡Ay! ¡Y no me ha sido favorable la muerte de este anciano! Lo veo en sueños por las noches. Lleva una clámide blanca y me hace señas con el dedo. Y, ¡oh desgracia, desgracia para mí, que estoy maldito! No soy contable, lo es Chálikov. Quien ha recibido el puesto no he sido yo, sino un joven que goza de la protección de una generala. ¡Adiós mis esperanzas!

1886, 10 de junio.
A Chálikov le ha abandonado la mujer. El pobre está desconsolado. Es posible que, abrumado por la pena, vuelva la mano contra sí mismo. Si lo hace así, seré contable. Ya se habla de ello. No están perdidas, pues, todas las esperanzas. Se puede vivir y quizás no estoy tan lejos como creía del abrigo de castor. En cuanto al matrimonio, nada tengo en contra. ¿Por qué no casarse si se presenta una buena ocasión? Pero es necesario que alguien te aconseje. Es un paso muy serio.
Kleschov ha cambiado sus chanclos con los del consejero privado Liermans. ¡Es un escándalo!
EL ujier Paisi me ha aconsejado que emplee sublimado corrosivo contra la gastritis. lo probaré.

"Noche triste de octubre" de Jaime Gil de Biedma (1959)


Definitivamente 
parece confirmarse que este invierno
 que viene, será duro.
 Adelantaron
las lluvias, y el Gobierno,
reunido en consejo de ministros,
no se sabe si estudia a estas horas
el subsidio de paro
o el derecho al despido,
o si sencillamente, aislado en un océano,
se limita a esperar que la tormenta pase
y llegue el día, el día en que, por fin,
las cosas dejen de venir mal dadas.

En la noche de octubre,
mientras leo entre líneas el periódico,
me he parado a escuchar el latido
del silencio en mi cuarto, las conversaciones
de los vecinos acostándose,
todos esos rumores
que recobran de pronto una vida
y un significado propio, misterioso.


Y he pensado en los miles de seres humanos,
hombres y mujeres que en este mismo instante,
con el primer escalofrío,
han vuelto a preguntarse por sus preocupaciones,
por su fatiga anticipada,
por su ansiedad para este invierno.

Mientras que afuera llueve.
Por todo el litoral de Cataluña llueve
con verdadera crueldad, con humo y nubes bajas,
ennegreciendo muros,
goteando fábricas, filtrándose
en los talleres mal iluminados.
Y el agua arrastra hacia la mar semillas
incipientes, mezcladas en el barro,
árboles, zapatos cojos, utensilios
abandonados y revuelto todo
con las primeras Letras protestadas.

jueves, 12 de octubre de 2017

Viaje de "El País de los Estudiantes": quinto día (25-IX-2017); Praga, ciudad de vacaciones.


Praga se ha convertido en un parque temático. No me lo esperaba. De buena mañana, Itka, nuestra guía checa, nos acompañará a visitar el castillo. La saludamos en el vestíbulo del hotel. Su marido le regala vuelos en paracaídas y parapente. Quiere deshacerse de ella, nos dice, y sonríe abiertamente, con una simpatía atractiva. Su altura y sus rasgos duros, de valquiria eslava, no concuerdan con su carácter mediterráneo, abierto y dicharachero. Tenemos suerte. Es lunes y todavía podemos ver el salón de los Pasos Perdidos y la catedral de san Vito sin abrirnos paso a codazos y empujones. A pesar de que las piaras de orientales y escolares (entre ellos, nosotros) somos muy abundantes, nos advierte Itka que el domingo era imposible dar una zancada sin mantener una disputa por la posición en el área o en el crucero de la catedral. Desde el interior, la altura de las bóvedas impresiona. Estos monumentos góticos están hechos para que uno se sienta el ser más insignificante del mundo. Los vitrales solo son comparables a los de la catedral de León y la negrura de su fachada nos recuerda el paso de los años y el descuido de los gobernantes. Itka se queja una y otra vez de su indecente presidente de gobierno (no sé a qué me recuerda todo esto). 
En el Callejón del Oro es más difícil abrirse paso, pero conseguimos ver las casitas de colores. La de Kafka, un kiosko, también en el interior de algunas de ellas, museos etnológicos que admiten fotos y nostalgia. Los jardines del castillo sollozan de melancolía. Entre estanques lánguidos, laberintos y palacios románticos, Bécquer podría haberse inspirado para componer sus rimas si no fuera porque en vez de golondrinas sobrevuelan el espacio búhos reales. 
El barrio de Malastrana sigue, por suerte y porque es un lunes de finales de septiembre, a salvo de la masificación del barrio viejo. La cerveza sigue siendo, como en Budapest, recia y bien servida, en tabernas antiguas con el sabor centroeuropeo de los refugios cálidos para caminantes. Mientras, los chicos, se esparcen en Starbucks. Las malditas sirenas del capitalismo están por todos lados y encantan a todo tipo de muchachos: rebeldes, menos rebeldes, pasmados, nada pasmados, abiertos al mundo y nada abiertos al mundo. Todos se estrellan en los acantilados de los cafés servidos en vasos de cartón. A ver quién es el guapo que compite con las sirenas del capitalismo. Ni siquiera los mandatarios madrileños de Podemos se resisten a sus encantos. Un pequeño altercado en ese acantilado, nos lleva a la embajada española. Tres mujeres nos atienden en un salón oscuro con ganas de cerrar pronto. Sí, es la embajada española. 
La visita al museo de Kafka es tempestuosa y escandalosa. Los chicos conocen al autor, saben de él, pero no participan de su siniestra visión del mundo. Tienen 18 años, algunos menos. Quizás Franz con esa edad no pensaba como en El Proceso, o quizás sí. Estas nieblas constantes del centro de Europa dan para muchas murrias. Una taberna frente al museo celebra las hazañas del bravo soldado Svejk, el personaje de Jaroslav Hasek, que conocí antes que en el libro en una serie de televisión que me ha sido imposible volver a ver. El personaje pasa por tonto y salva el pellejo a pesar de estar en los más peligrosos escenarios de la Primera Guerra Mundial. Su idiotez es un salvoconducto para la supervivencia y para la risa. 
Por la noche y a pesar del agobio turístico, conseguimos abrevar en lugares con mucho encanto y música de jazz en directo que solaza a cualquiera. Siempre, claro, atravesando el escenario multitudinario del puente Carlos: pintores, grupos de música y puestos de abalorios rodean a los turistas que son muchos y comentan el negro hollín que reviste las famosas esculturas del famoso puente. En las calles más populosas ofrecen teatro negro (la misma obra que hace once años, una Alicia en un país no muy inocente), tortura, sexo y música clásica interpretada y bien cobrada en las numerosas iglesias que jalonan el trayecto hasta la Plaza del Reloj. Nosotros preferimos los callejones con serpentín. Cenamos en "U Parlamentu", un restaurante sencillo con fotos de intelectuales que, no sé si por suerte o por márketing, están detrás de nosotros, vivitos y abrevando. Parecen sacados de una tertulia de la bohemia española de los treinta: chalinas, melenas y melopeas. También fuman con desparpajo, al margen de las normativas legales (esto también me suena a una parte de España, pesar de la lejanía).    

miércoles, 11 de octubre de 2017

Los 80 y sus expresiones: segunda parte, El Molino y el destino.


Cualquier parecido con la realidad es pura (absoluta) coincidencia.

...Uno de esos sábados, en El Molino, el Rubio bailaba las lentas muy apretado con una tía que le molaba un huevo. Le regó la espalda con pasta de barrachás y tropezones de huevos duros. Le vomitó esa especie de ensaladilla rusa sobre un pulóver amarillo con hombreras. ¡Qué fuerte! El tío se quedó pasmado y ella lo puso a caldo en mitad de la pista de baile. Al Rubio le dio un bajonazo de los chungos. Hasta el pinchadiscos cambió a Spandau Ballet en cuanto guipó la escena. El Rubio ya no fue el mismo desde entonces. Ahora regenta una franquicia de tintorerías en la provincia de Valencia y, según él, ha olvidado el episodio.
Nos cortaba el rollo ver a la Espátula en los reservados de la discoteca con el maromo de turno. La tía era enorme y se lo montaba fatal. Subida a horcajadas sobre su hombre, fornicaba como una loca bajo la penumbra encarnada. Se le veía de medio cuerpo para arriba subiendo y bajando como si la moviera la ola de la feria. Su moño deshecho zarandeaba unas bombillas muy molonas instaladas en una rueda de carro. La luz roja oscilaba al son, no de la música, sino de las embestidas del Guapo, su chorbo más auténtico. Ahora, la Espátula se lo hace de guía de cruceros en la costa de Alicante. 
En nuestra basca venían varias tías; pero había una fetén, catalana. Nos la regaló Barcelona para limar nuestra cazurrería. Se prendó pronto de uno de los colegas y nos alegraba las tardes porque era total, auténtica: espontánea, simpática, daba cuartel anímico a quien lo necesitaba. Solo se lo hacía mal conduciendo. Cuando subías en su Dyane 6, era lo suyo que firmaras testamento y besaras el suelo si llegabas al destino. Hoy es profesora de la mejor autoescuela de Barcelona.  

domingo, 8 de octubre de 2017

Los 80 y sus expresiones: primera parte, Casa Eulogio.


Historias de los años 80 para refrescar expresiones de la época (algunas aún se utilizan en la actualidad; otras, no tanto).
  
Los sábados por la tarde salíamos de Casa Eulogio después de hacerle la pirula a un viejo que andaba siempre por la barra mascando su caliqueño. ¡Qué figura el tío! Le cargábamos barrachás y cubalibres a su cuenta sin que se coscara. A los 20 años todavía no nos había germinado el corazón, ni las entrañas, ni el hígado, ni casi nada. Nos molaba ir a ese bar para reírnos del loco charlatán. Entre otras cosas, decía que en Alicante habían sustituido la arena de la playa por cojines. También nos molaba hacerle la pirula al viejo que bebía Pipermint y aseguraba que aún se le empinaba con 93 años. Por desgracia, ya no. También frecuentaba el lugar un jubilado tuerto y trajeado (eso sí, siempre el mismo traje) que se gastaba la paga en las máquinas tragaperras y el poco hígado que le quedaba en orujo de quemar. Cuando le caía el alcohol en el pantalón o en la chaqueta, resbalaba como el agua en la piel de las focas. Lo enterraron con ese terno impermeable. Ya no existen la tragaperras ni el bar. El hijo del dueño se dedica hoy al tráfico de hongos legales.

Nos flipaba salir del antro aquel con la panza a rebosar de huevos duros, cazalla y mistela. Nos poníamos bien y ligábamos un punto que nos servía para entrar en la discoteca como Travolta en Saturday Night Fever. A veces alguno cogía un buen cuelgue y echaba las papas. CONTINUARÁ.

"Alegría", versión actualizada de un cuento de Chéjov


Eran las doce de la noche.
Juan Nadie, excitado, con el pelo revuelto, entró en tromba a casa de sus padres y se asomó con euforia a todas las habitaciones. Ya se estaban acostando. La hermana leía en la cama el final de una novela. Los hermanos, estudiantes de instituto, dormían.
-¿De dónde vienes? -le preguntaron sorprendidos sus padres-. ¿Qué te pasa?
-¡No me preguntéis! ¡Nunca lo habría imaginado! ¡No me lo esperaba, no! ¡Esto... esto es hasta inverosímil!
Juan Nadie soltó una carcajada y se sentó en el sofá. Era tanta su alegría que no podía mantenerse en pie.
-¡Es increíble! ¡No os lo podéis imaginar! ¡Mirad!
La hermana saltó de la cama y envolviéndose con una manta se acercó a su hermano. Los adolescentes se despertaron.
-¿Qué te ocurre? ¡Tienes la cara desencajada!
-¡Es de alegría, madre! Es que ahora me conoce toda España. ¡Toda! Antes solo vosotros sabíais que existía el registrador de hacienda Juan Nadie; ¡ahora lo sabe toda España! ¡Ay, madre! ¡Dios mío!
Juan se levantó con rápido movimiento, corrió por todas las habitaciones y volvió a sentarse.
-Pero, ¿qué ha ocurrido? ¡Habla de una vez!
-Vosotros vivís como los animales en el bosque: no leéis periódicos, no veis la tele, no tenéis internet. ¡Y hay tantas cosas admirables en internet, en los periódicos y en la tele! En cuanto ocurre cualquier cosa, enseguida se sabe, nada queda oculto. ¡Qué feliz soy! ¡Dios mío! Sabéis que en los periódicos, en la televisión y en internet solo se habla de las personas famosas; pues bien, ¡hoy han hablado de mí!
-¡Qué dices! ¿Dónde?
El padre estaba pálido. La madre fijó la mirada en la imagen de la Virgen y se santiguó. Los adolescentes saltaron de la cama y tal como iban, en pijama, se aproximaron a su hermano mayor.
-¡Sí! ¡Han hablado de mí! Toda España conoce mi nombre. ¡Mirad!
Juan sacó su móvil del bolsillo y buscó la página del periódico de más tirada. Señaló con el dedo una noticia que aparecía en portada.
-¡Leed!
EL padre se puso las gafas.
-¡Venga, leed!
La madre volvió a mirar a la Virgen y se santiguó. El padre carraspeó un poco y empezó a leer:
"El 29 de diciembre a las once de la noche, el registrador de hacienda Juan Nadie...
-¿Lo veis? ¡Sigue!
"... el funcionario de hacienda Juan Nadie, al salir del gastrobar "La Perla de Gandía", en la calle de Malasaña, con evidentes síntomas de ebriedad...
-Éramos Manolo Sandio y yo... ¡Lo describen con todo detalle! ¡Continúa! ¡Sigue! ¡Escuchad!
"... con evidentes síntomas de ebriedad, resbaló y cayó bajo la moto del profesor de secundaria Luis Fernández. El profesor, en el intento de evitar el atropello de Juan Nadie, se subió  a la acera , con tan mala suerte que atravesó el escaparate de la joyería Espirales, lo que aprovecharon unos maleantes que por allí rondaban para desvalijarla y salir corriendo. El suceso provocó un tiroteo entre la policía y los ladrones, de origen búlgaro, que causó varios heridos. Juan Nadie, que se había quedado sin sentido tumbado en el suelo, fue llevado a la comisaría, fue examinado por un médico y dio positivo en el control de alcoholemia y drogas. El golpe que recibió en la nuca...
-Fue contra el guardabarros delantero, padre. ¡Sigue! ¡Sigue leyendo!
"...que recibió en la nuca fue de diagnóstico leve. Del suceso se ha levantado el correspondiente atestado. El paciente recibió asistencia médica..."
-Me aplicaron el pescuezo paños mojados con agua fría. ¿Os habéis enterado? ¿Eh? ¡Pues ya lo veis! La noticia corre por todas las redes sociales, por los periódicos y por las televisiones. Dame el móvil.
Juan se metió el móvil en el bolsillo con mucho cuidado.
-Voy corriendo a casa de los López y de los Martínez para enseñárselo... Quiero que lo sepan de primera mano. Para que vean que soy yo realmente de quien hablan los medios. También se lo tengo que decir a los Ramírez, a los Pérez, a los Domínguez... ¡Me voy corriendo! ¡Adiós!
Juan se coló el abrigo y la bufanda y, lleno de alegría, con aire de triunfo, salió apresuradamente a la calle.

viernes, 6 de octubre de 2017

Viaje de "El País de los Estudiantes": de Budapest a Praga, cuarto día (24-IX-2017)


Los viajes en tren ya no son de nuestra época (el AVE no es un tren, claro). De hecho, nos resultan tan ajenos, que los chicos casi consiguen que nos quedemos para los restos en Budapest (tampoco me habría importado mucho) porque han descubierto a última hora un Burger King.
Después de la comida basura, el día nos reserva un retroceso en el tiempo: siete horas de viaje calmado, siete horas compartiendo urinario, alientos y desalientos con gentes desconocidas en un espacio de cuatro por dos (a veces menos). Un muestrario de tipos humanos (eslovacos, húngaros, checos y españoles, principalmente): un deportista con la bici a cuestas; un levantador de peso con sus músculos a cuestas; un beodo con sus cervezas a cuestas; un informático con sus cables a cuestas; nosotros, con nuestros móviles a cuestas; y, por fin, el loco, sin nada a cuestas, aparece primero con pantalones holgados y luego sin ellos, con los calzones meados y unas chanclas de piscina, pasea por los pasillos y termina orinando con la puerta del servicio de par en par, para que todo el mundo vea que quien no lleva nada a cuestas no tiene nada que esconder. 
Pasan las estaciones y el tren se va poblando de más y más tipos curiosos. Ya no cabemos todos en los asientos y el viaje es largo. Lo que se prometía como una travesía del transiberiano húngaro, se convierte en un autobús hindú. Un tren hacinado no es nada agradable, sobre todo por lo que se recuerda de estos viajes en Centro Europa. No exageremos, nosotros los llevamos bien en el vagón restaurante: con pato guisado y con un eslovaco que bebe cervezas de lata y las estruja como a los cerdos de Honrubia.
Después de siete horas, la llegada a Praga se convierte en el abrazo de la madre tras ser apaleado por el forzudo de la clase. Praga, nocturna y populosa, nos acoge con la piedra negra y los ojos orientales atiborrando las terrazas. Hace once años esta ciudad no era la misma. Los ríos de japoneses secan los adoquines, las mesas y las sombrillas de los restaurantes ocultan la belleza de las calles, los flases de los móviles asedian cualquier atisbo de monumento o de minucia. Praga se está convirtiendo en otra Venecia, otra ciudad zarandeada y adulterada por la voracidad de la idiotez viajera. El espíritu de Benidorm y de la Sagrada Familia devora la Europa monumental. Sin embargo, siempre hay un refugio donde abrevar la sed del paseante. Hay algo que se conserva entre algodones: la buena comida y la cerveza recia. Hasta se olvida uno de la manada.    

miércoles, 4 de octubre de 2017

Viaje de "El País de los Estudiantes": territorio húngaro, tercer día (23-IX-2017)


El Danubio nos reclama de nuevo y como obedientes infantes acudimos a su seno para disfrutar de la serenidad de sus aguas y de la piedra limpia, rendida a la filigrana del neogótico. Mañana clara de puentes y retrasos. Entre Buda y Pest se tienden el puente de las Cadenas, el de la Libertad, el de Sissi (sí, la emperatriz). Todos destruidos por los nazis al final de la guerra para cortar la comunicación entre ellos y el mundo (nunca la hubo). El Museo del Terror (mejor del Horror) es una puerta a las entrañas de la miseria humana. La represión nazi y comunista es un peso todavía grave para los centroeuropeos y también, por qué no decirlo, un recurso para sangrar al turista. Los uniformes que vestía el servicio secreto húngaro en tiempos del nazismo incluyen una banda en el brazo con un símbolo que recuerda, y mucho, a la parodia de Charlot en El gran dictador. Estos regímenes terribles se prestan fácilmente a la caricatura, casi tanto como varios presidentes actuales que nos tienen en ascuas. Lo más impresionante de la visita son los calabozos de la policía secreta comunista: la celda de tortura espeluzna, con rejilla en el suelo para desaguar la sangre de las palizas, y la celda de castigo donde apenas cabe un hombre de pie angustia y estremece. Un carro de combate con las cadenas cubiertas por el agua nos recuerda un tiempo rancio y agrio, tan similar a la posguerra española que suena muy próximo.
Después del estremecimiento, una comida típica en una bodega escondida entre mansiones imperiales. Gulás delicioso y reconfortante con el que enderezamos el mal cuerpo del estalinismo. Nos espera el interior del parlamento. Una guía susurrante y regordeta (me recuerda a la abuela del protagonista de El tambor de hojalata) nos pasea entre tapices, dorados y cúpulas estridentes. Pasillos del imperio austrohúngaro que culminan en la sala del parlamento, todo madera y banderas. No sé por qué me inspira cada vez más repeluzno la exhibición de estandartes.
La iglesia de san Esteban nos mantiene en la estela de los turistas dóciles. Un impresionante templo neoclásico con sus tumbas y sus reliquias y sus calaveras y sus tibias y peronés pulidos y presentados como un cochinillo recién roído. En lo alto del cúpula una vista impresionante de la capital húngara. Al parecer todos los españoles hemos subido a la vez e incluso nos encontramos con personal de la Delegación de Cuenca. Todos los caminos de España confluyen en la cúpula de san Esteban. 
El crepúsculo y un funicular de museo nos suben hasta la colina Géllert. Es sábado por la noche y no hay nadie en el castillo de Buda. Sorprendente. Un paseo tranquilo por los jardines, por el Bastión de los Pescadores, por la iglesia de Matías. Reposan dormidos en la oscuridad y el recogimiento, abandonados maravillosamente por las hordas de turistas. Durante la Edad Media eran los fieros húngaros los que aterraban al visitante. Ahora somos nosotros los que asolamos las ciudades y los ríos. Hoy ha habido una tregua. La panorámica desde lo alto del Bastión sería el paraíso del turista moderno y sélfico, pero no hay nadie y sorprende. Se podrían llenar cientos de muros de Facebook con escenas del parlamento y de los puentes iluminados a la orilla del Danubio sin que el mal gusto apareciera (es posible que exagere). 
El tren escalador nos devuelve al amor del río (oscuro y manso). Uno mira el fluir de la corriente y no puede olvidar esas parejas de judíos hundiéndose, con los zapatos secos y abandonados en el muelle.  
Para culminar el día, una taberna acogedora donde extrañamente solo hay hombres de tamaño XXL. Se muestran cordiales, aunque nos cuesta entenderlos. Marbella, Ronda, es lo único que logramos comprender, junto a sus apretones de manos que nos despiden con la euforia de la cerveza tostada y el palinka.  

sábado, 30 de septiembre de 2017

Viaje de "El País de los Estudiantes": territorio húngaro, segundo día (22-IX-2017)


La lluvia nos ha abandonado. Budapest se muestra distinta, con imperial arquitectura y una solidez aplacada por el inmenso Danubio, que amansa los edificios austrohúngaros con placidez de matrona. El Parlamento bebe de sus ubres y se yergue dominador sobre el río: la piedra blanca, la cúpula florentina, la memoria gótica de sus arcos, resplandecen y abruman al fluir manso de la corriente. A sus pies, en uno de sus muelles, una historia terrible se desprende del monumento de los zapatos: durante la Segunda Guerra Mundial, a los judíos de Budapest se los emparejaba a la orilla del río y se disparaba a uno de cada pareja para ahorrar balas después de quitarles los zapatos; el muerto arrastraba a su compañero hasta el fondo del Danubio, que los devoraba con tristeza infinita. Sobre el muelle, los zapatos de bronce, desordenados, aúllan la terrible realidad del fanatismo nazi y sirven de pasto melancólico a los turistas, que se estremecen imaginando las entrañas del río arañadas por manos crispadas. 
Proseguimos el paseo a orillas del Danubio. El sol nos descubre la maravilla arquitectónica del imperio Austrohúngaro: puentes majestuosos (hundidos también durante la guerra), templos impávidos, piedra ilustrada y romántica. Diferente, acogedora y distante a la vez, como una institutriz germana que intimida y asombra. La calle Vacy abre los brazos a la avidez comercial de los turistas: locales caribeños se mezclan con gorras del ejército comunista, mientras los edificios imperiales siguen ordenando el espacio. En El Mercado Central no es menor la impresión de la arquitectura que en los edificio religiosos. En la entrada, una húngara ataviada con el traje regional ofrece pinchos de queso y una envergadura que asustaría a los amantes de gigantes y cabezudos. En el interior bulle la vida cotidiana de Budapest, aún bien hermanada con la turística: salchichas XXL, col, gulás, recuerdos del Danubio, langós, paprika, sudaderas de Sissi emperatriz, recuerdos made in China y la húngara rubia todavía fuera con la cofia sudada (en las alturas el tiempo es más caluroso). Las cervezas saben a cebada salvaje y a libro de historia.   
La tarde sigue siendo plácida para el paseo. La sinagoga de Budapest ha cerrado sus puertas, pero hay una noria. Nada se pierde, todo se transforma, como decía la canción y hasta un verso de un poeta conocido. Las calles de Budapest, hoy sí, dan para gente andariega y versátil, dispuesta al trasiego. 
Por la noche, el Danubio ha transformado su lecho melancólico por otro recreativo en el que nosotros, los turistas, terminamos de abrumarnos con la maravilla de la arquitectura austrohúngara. Buda y Pest iluminados a uno y otro lado son los compañeros ideales del fotógrafo constante en el que se ha convertido el viajero actual. En el crucero, la tertulia con los chicos es amena y escandalosa. No puede ser de otra forma. La serenidad de la travesía y la monumentalidad del paisaje se mezcla con la historia de unos cerdos estrujados. El mundo es pura contradicción, también en el Danubio, acunados por la serenidad de un río herido en su vientre con el espanto de los judíos descalzos.  

"Vendimia a garrotazos" por Manuel Vicent


Recuerdo aquella mañana de un otoño ya muy lejano en que entré totalmente fumado en la sala de las pinturas negras de Goya en el Museo del Prado y la sensación que me produjo el cuadro Duelo a garrotazos bajo los efectos de la marihuana. Eran tiempos de batallas urbanas contra la policía en los estertores de la dictadura. Por Atocha y la Ciudad Universitaria madrileña había manifestaciones cada día con pancartas y gritos de libertad, amnistía y estatutos de autonomía, con nubes de gases lacrimógenos, balas de goma y algunas de plomo que habían acarreado varios muertos.
En aquel tiempo, el Museo del Prado estaba prácticamente deshabitado. En un ángulo de cada sala vacía dormitaba un bedel y mientras avanzaba en soledad entre óleos de reyes, santos, caballeros y batallas me acogía la sensación alucinada de que aquellas figuras de las paredes solo eran la creación del sueño de sus vigilantes dormidos. La hierba dividía los cuadros en dos: los que te subían y los que te bajaban. La hierba exaltaba hasta un grado indecible El Jardín de las delicias de El Bosco y a todo el Greco, a Tiziano y Velázquez. Sus personajes abandonaban los marcos y ocupaban todo el aire por donde veía volar a las meninas, a las vírgenes de Murillo, al adusto caballero de la mano en el pecho junto con alguna venus muy carnal. Era una sensación placentera. En cambio, al entrar en la sala donde se exhibían las pinturas negras de Goya notaba que no había forma de que aquellas figuras diabólicas las diluyera la morbidez del cannabis. Esta paranoia se acrecentó al contemplar de cerca el cuadro de Duelo a garrotazos. Tal vez este rechazo se debía a que esta pintura solo expresaba el odio profundo entre las dos Españas, que había aflorado de nuevo en la calle. De hecho, desde allí se oía en ese momento un helicóptero de la policía sobrevolando una asonada.En Ámsterdam, había adquirido una hierba de excelente calidad en los tenderetes de la discoteca Paradiso, una antigua iglesia convertida por los hippies en su tabernáculo, y en aquel Madrid descoyuntado por los dolores de parto de una democracia extraída con fórceps, dentro del coche aparcado a la sombra de la Academia Española de la Lengua, liaba un canuto en forma de trompeta, lo apuraba con lentas caladas, me paseaba primero sobre las hojas caídas, rojas, amarillas, moradas del Jardín Botánico y luego, fumado hasta muy abajo entraba en el Museo del Prado con la esperanza de que la hierba me abriera las puertas de la percepción hasta las entrañas invisibles que había debajo de la belleza. En cierto modo este placer era también una forma de resistencia al franquismo.
Según su doble fuente de inspiración, Goya pintaba juegos de columpio y fiestas felices en la pradera, una duquesa desnuda con carne de nácar y aguafuertes llenos de brujas y ajusticiados, cartones para tapices con escenas galantes y ahorcados, capirotes de la Inquisición, el garrote vil, un asno con levita y un macho cabrío presidiendo un aquelarre. La España atroz y la de la Ilustración convivían en sus lienzos. Cuando Goya se fue a vivir a la Quinta del Sordo, hacia 1819, era un viejo lleno de cólera y sabiduría. Durante los cuatro años de misantropía que estuvo allí enclaustrado luchando contra sus demonios se dedicó a cubrir 32 metros cuadrados de pared con visiones corrosivas y pesadillas esquizofrénicas. En la cartela que acompaña al cuadro Duelo a garrotazos se explica que esa clase de pelea a muerte solo se permitía en Cataluña y en Aragón. En el resto de España estaba prohibida. En la pintura original esa pareja de españoles raciales tiene los pies sobre la hierba, pero al pasar la pintura al lienzo desde las paredes encoladas, la restauración deplorable hizo que aparecieran con las piernas enterradas y ese error ha convertido la escena en un símbolo del violento inmovilismo español como un destino aciago.
Algunos expertos opinan que Goya en los días felices había pintado bocetos de dulces vendimias con colores pastel debajo de esas pinturas negras y uno en aquel lejano otoño trataba de adivinarlas inútilmente ayudado por el cannabis dentro de las nubes azules y rosas que presiden la pelea de los dos villanos. Hoy, la sala de las pinturas negras de Goya está siempre abarrotada de espectadores que solo buscan la belleza, pero la incompetencia de los líderes políticos ha hecho que el desafío independentista contra el Estado reproduzca la escena de una España ciega con las piernas enterradas. Hubo un tiempo en que un sueño de ética y libertad unió a los catalanes y el resto de los españoles. Ignoro si todavía es posible imaginar que un delicado racimo de uvas invisible se halla en medio de esos dos bellacos que se están matando a garrotazos.

viernes, 29 de septiembre de 2017

Viaje de "El País de los Estudiantes": territorio húngaro, primer día (21-IX-2017)


Un aeropuerto siempre ofrece sorpresas y cavilaciones. Nos llaman por megafonía debido a un retraso que inyecta emoción al comienzo del viaje. Iberia es diferente y cumple con los horarios. Nosotros somos los mismos: dos profesores angustiados y un grupo de adolescentes embelesados con las colonias de los aeropuertos. Trabajar un año en la elaboración de un periódico no enseña a que las puertas de embarque no están abiertas hasta que uno deja de contemplar las cerraduras de los baños. Por fin en el avión. Las ventanillas muestran unos Alpes majestuosos, nevados y sosegados casi tanto como los dos profesores en sus asientos. Viajamos hacia la tierra de los húngaros, aquellos bárbaros que se trenzaban las barbas con los huesecillos de los enemigos. 
Llueve a jarras en Budapest. La tarde se presenta difícil para el paseo y la contemplación, pero se intenta, a pesar de una iluminación callejera de bujías gastadas. Kebabs y cervecerías, peluquerías antiguas y fachadas desconchadas, no da tiempo ni luz para más. Los bares de Budapest nos alegran el bolsillo y, está comprobado, Hölderlin es demasiado bucólico para engullirlo en los aviones. Las chicas achispadas del IMSERSO inglés alegran el vestíbulo del hotel. Los bárbaros se han rapado las barbas, pero presentan la altura y la corpulencia de sus medievales antecesores. El Danubio no es azul y Centro Europa no se explica en una tarde lluviosa, esperaremos a mañana.

sábado, 9 de septiembre de 2017

Comienzo de curso en la Consejería de Educación de Toledo


Comienzo del curso escolar. Finales de agosto en la Consejería de Educación de Toledo. Cantina.
-Bueno, qué, ¿se os va ocurriendo algo para comenzar el curso con alegría?
-Espera que nos tomemos dos más y ya verás cómo fluye.
-¡Juanito, otra ronda!
...
-¿Qué os parece que les digamos a los interinos que se incorporen a su centro nuevo el 1 de septiembre, aunque el curso anterior hayan estado en otro?
-¡Hostia, tío, eso va a estar bien! Ya verás qué lío: sin profesores para corregir las pruebas de septiembre, sin tutores en las evaluaciones, sin miembros en las juntas de evaluación para que se vote, reclamaciones desatendidas.. Sí, sí, de puta madre.
-¡Pon otra, Juanito! que ya van saliendo ideas.
...
-¿Y si les decimos que van a ir este año a 20 horas?
-Joder, no sé, ¿eso no es darles facilidades?
-Sí, pero hacerlo en septiembre tiene su gracia. Ahora, cuando en muchos centros ya están hechos los horarios y el reparto de grupos. Ya verás la que se monta. Lo mismo hasta tienen que reunirse en fin de semana para organizarse.
-Eso ya lo hizo la Cospedal, ¿no es repetirse?
-No, porque lo hizo al revés. De 18 pasaron a 20, aunque es verdad, también en septiembre. No es malo alimentarse de la tradición.
-¿Y de dónde sacamos el dinero para los nuevos cupos de profesorado?
-Ahí está la gracia. Si no montamos revuelo, esto es muy aburrido. Tenemos que agitar el cotarro desde el principio, que no se aburra esta gente, que vea que no se nos acaban las ideas.
-Yo estoy de acuerdo. Nos tendrían que pagar un suplemento porque sorprender a los claustros un año sí y otro también tiene mucho mérito. ¡Ronda de cañas y pon tapa!
...
-Se me ha ocurrido otra: y si decimos que vamos a eliminar el cuerpo de inspección.
-Ya no le sirvas más cerveza al nuevo. Vamos a ver, se trata de causar problemas en los claustros para ver cómo los resuelven, no quitárselos todos de golpe. ¿Qué quieres, acabar con la diversión? ¡Cuánto tienes que aprender!

"Matadero Cinco: un soldado perdido en el tiempo" por Grace Morales



Alemania, febrero de 1945. La ciudad de Dresde era un gigantesco hospital de campaña, sus edificios, convertidos en refugio para los heridos del frente oriental. El abastecimiento de comida, cada vez más escaso. Muchas fábricas ya habían sido destruidas por las bombas aliadas. Pero Dresde mantenía un nudo ferroviario que podía dañar los intereses soviéticos, cuyo ejército ya se encontraba a las puertas de Silesia. La inteligencia británica decidió reabrir la Operación Thunderclap del 44, rendir por aire los enclaves del oeste, pero esta vez solo las ciudades más importantes. Para acelerar en el tiempo el final de la guerra, decidieron bombardear Dresde, conocida como la Florencia del Elba por la enorme cantidad de museos y monumentos, una ciudad repleta de belleza. La noche del 13 de febrero, los pathfinders británicos arrasaron Dresde en dos oleadas de bombas incendiarias. Dejaron casas y seres vivos consumidos por una lluvia de fuego gigantesca que succionó el oxígeno e hizo explotar todo lo que había debajo. Al día siguiente, los cazas norteamericanos dejaron caer otras tantas toneladas de bombas sobre diversos objetivos en la ciudad y sus alrededores. A causa de la nube de humo y las condiciones climáticas, algunas bombas se desviaron, llegando hasta Praga.

Durante mucho tiempo, este episodio del fin de la Segunda Guerra Mundial quedó oculto por los acontecimientos de Hiroshima y Nagasaki del verano del 45. Pocos datos se ofrecieron con precisión, especialmente el número de víctimas. Eran casi todos civiles o soldados heridos y la ciudad, su centro urbano, un lugar de gran valor histórico que no poseía interés militar alguno, salvo la venganza del mando británico por los raids alemanes. Los libros hablaron de ciento treinta mil personas muertas, mientras que las cifras oficiales oscilan entre las veinticinco y las sesenta mil. Las pocas imágenes que hay de Dresde tras los bombardeos son terribles, y cuesta imaginar la reacción de los escasísimos supervivientes.

Por puro azar o broma del destino, uno de esos supervivientes fue un soldado norteamericano. Dejémoslo más bien en un crío de diecisiete años, sin la más mínima habilidad militar, que había sido hecho prisionero por los alemanes en Bélgica y trasladado a Dresde para trabajar en una fábrica de jarabe para preparados de vitaminas. Se salvó de morir en estos pavorosos ataques porque corrió a esconderse con sus compañeros en un enorme almacén de carne del antiguo matadero de la ciudad, donde los alemanes los tenían confinados, excavado en la piedra bajo la ciudad. El Matadero n.º 5. El prisionero se llamaba Kurt Vonnegut y venía, sí, de una familia de inmigrantes alemanes que se habían instalado y prosperado en Minneapolis. Ya convertido en escritor, tardó veinte años en llevar a una novela lo que había vivido aquellos días en Europa. Sobre todo, lo que vio nada más subir del improvisado refugio, entre el telón de humo que tapaba el sol. Lo que quedaba de Dresde. Según él, no había mucha diferencia entre la superficie de la Luna y aquello, salvo que el suelo estaba caliente y los pies se hundían en una papilla de cenizas.

Un escritor con semejante experiencia a sus espaldas podría haber aprovechado para formar parte de la lista de autores que han retratado estos acontecimientos, aunque desde distintas posturas ideológicas, siempre con una mirada épica sobre la batalla y sus trágicos desenlaces (desde Jünger a Hemingway). Pero Kurt Vonnegut no era un escritor como ellos. Sus recuerdos de la Segunda Guerra Mundial suponían un peso que le resultaba imposible de reproducir con palabras. En el primer capítulo de Matadero Cinco, que sirve como asidero explicativo de donde parte esta increíble historia, Vonnegut expone la dificultad que le supuso describir lo indescriptible, la contemplación de una ciudad destruida hasta los cimientos, confundiéndose el polvo de los edificios con el de los huesos de los muertos, o cómo antes de llegar a Dresde pasó unos días infames en un campo de concentración para soldados, donde se alumbraban con velas hechas de sebo humano. En el estilo satírico que le hizo mundialmente famoso, el autor explica que él quería hacerse rico con un libro en esa tradición de la literatura bélica, pero tras escribir cientos, miles de páginas, no le salía. ¿Cómo era posible escribir sobre una matanza de este calibre? En sus propias palabras, «No se puede decir nada inteligente».

También deja clara la intención en estas primeras páginas. La novela puede y va a ser muchas cosas, pero por encima de todo es un desesperado alegato antibelicista, una narración que mostrará un mensaje mil veces repetido, pero no por ello escuchado lo suficiente: el absurdo, más trágico que la propia muerte, de las campañas militares. La sucesión de hechos espantosos y situaciones ridículas, a la que vez que idiotas, no exentos de comicidad que rodean a cualquier enfrentamiento de esta clase. Los seres humanos lo sabemos, pero volveremos a la guerra una y otra vez, en un ciclo imperturbable de locura y desgracia.

Matadero Cinco tiene otro título: La cruzada de los niños, en referencia a la edad de los soldados que, como Vonnegut, participaron en la batalla de las Ardenas. En ese primer capítulo nos muestra otros ejemplos de fanatismo loco, por ejemplo, la «cruzada» medieval en la que se embaucó a miles de niños que creían que iban a luchar en Tierra Santa, cuando en realidad, y después de un viaje penoso, serían vendidos como esclavos en África. A lo largo del libro aparecerán mencionados títulos de novelas muy célebres ambientadas en una guerra y más casos de traumas, como el del escritor Ferdinand Céline, quien, tras ser herido en la Primera Guerra Mundial, quedó perturbado, obsesionado por el tiempo y la muerte. El autor también se detiene en la historia de Dresde y repasa sus etapas de esplendor artístico, así como anteriores episodios de destrucción, como el incendio de la guerra de los Siete Años, en el que también quedó reducida a escombros. Igual que fueron devastadas Sodoma y Gomorra, con una lluvia de fuego. Vonnegut incide de esta manera en el aspecto cíclico de la historia, en la incansable e imbatible estupidez humana y la inevitabilidad de los acontecimientos. Las tres ideas sobre las que está construida Matadero Cinco.

Pero esa novela convencional sobre la guerra termina en el capítulo primero. A continuación se despliega una historia que tiene más que ver en el tono con crudas narraciones picarescas, tipo El aventurero Simplicíssimus(Von Grimmelshausen, 1668), o sátiras contemporáneas de Matadero Cinco, como la novela Trampa 22, de Joseph Heller (Catch-22, 1961). Esto es algo totalmente diferente. Vonnegut describirá las penalidades del soldado adolescente desde que es lanzado en paracaídas sobre algún punto de Luxemburgo en el invierno de 1944, pero no se limita a estos hechos, sino que pondrá delante de nosotros la vida entera de su protagonista, porque esta experiencia resonará y volverá a lo largo de todos los días, para que intentemos comprender con él de qué manera ha cambiado su percepción del mundo, cómo se ha trastocado su mente y la realidad. Y nos lo narra de forma no lineal sino a saltos temporales, tal y como los vive Billy Pilgrim, el alter ego de Kurt Vonnegut en la novela. El autor se desdobla en este personaje, muy típico de su literatura, un pobre hombre sobrepasado por las circunstancias, pero además se reencarna un par de veces a lo largo de la narración, apareciendo como él mismo y como el veterano escritor de ciencia ficción Kilgore Trout. Trout, uno de los más celebrados personajes de Vonnegut, está inspirado tanto en él mismo como en su amigo el escritor Theodore Sturgeon(llevando al límite la broma, el autor Philip José Farmer publicaría en forma de novela del espacio uno de los títulos que Vonnegut atribuye a Trout en su novela Dios le bendiga, Mr. Rosewater (1965), con ese mismo seudónimo: Venus en la concha, en 1975). El personaje del señor Rosewater, por cierto, también aparece en Matadero Cinco, un recurso habitual. De esta forma, escritor y personaje recorren un ciclo de realidad-ficción congruente con el de espacio-tiempo.

El soldado Pilgrim (‘peregrino’) experimenta en plena batalla un extraño fenómeno. Es capaz de ver su vida pasada y futura, puede sentirse y verse antes de nacer, saber cuándo y cómo va a morir, qué pasa después de la muerte, así como revivir episodios de su pasado o contemplar con todo detalle experiencias de su futuro. Una explicación racional a estos viajes en el tiempo la daría cualquiera, aludiendo a una herida de guerra o un profundo shock traumático, pero eso es lo de menos, porque la capacidad de Billy Pilgrim de ver el tiempo y ser consciente de que todo está escrito es la filosofía de Vonnegut que subyace en Matadero Cinco. Un determinismo fatalista del que solo cabe aprovechar los escasos momentos felices.

Desde la batalla de las Ardenas, Billy Pilgrim entra y sale de diferentes épocas de su vida con un parpadeo. Lo hace de tal forma que puede presenciar el momento de la muerte de su padre o volver a un instante de sus días como bebé. Así, vuelve a repetir de forma infinita todos los instantes de su vida. En un contrasentido humorístico, se dedicará profesionalmente a la gestión de una cadena de ópticas (un cargo millonario que recibe, de forma totalmente casual, de su yerno) y está empeñado en hacer que sus compatriotas obtengan una visión clara del mundo. Él, que ve las cosas de esta forma tan peculiar. Y si lo de los viajes en el tiempo ya es extraño, cuando Pilgrim es un hombre maduro, casado y con dos hijos, van y aparecen los extraterrestres. No aparecen de forma casual: es durante la fiesta de aniversario de su boda, y en un instante que hace saltar la emoción que el protagonista ha estado guardando desde los días de la guerra, cuando Billy es abducido por una nave espacial y es trasladado al planeta Tralfamador. Allí, los extraterrestres, unos seres de medio metro que parecen desatascadores puestos al revés, pero de color verde, encierran a Pilgrim con una famosa actriz de Hollywood, ambos desnudos, en una cúpula geodésica del zoo, para que los tralfamadorianos se entretengan observando las curiosas costumbres de los dos terrícolas, y a cambio le ofrecen información acerca de su mundo y la sabiduría que han acumulado tras recorrer el universo. La cúpula fue un invento de Buckmisnter Fuller, el arquitecto visionario que desarrolló soluciones para un planeta sostenible y creía que la guerra desaparecería. Será uno de los pocos lugares felices donde viva Pilgrim, que desde los episodios de la guerra vagará por su biografía sin tener conciencia de lo que hace. Se casa con una mujer a la que no quiere, sus hijos serán dos extraños y los acontecimientos del mundo habrán dejado de tener el menor interés.

La novela se desliza por la ciencia ficción, no como simple recurso cómico para aligerar la terrible experiencia del soldado Pilgrim, sino como la única salida que el escritor y también protagonista de los acontecimientos de Dresde encuentra para dar sentido a una vida absurda que culmina en la muerte. En el psiquiátrico donde es recluido tras volver a casa, Billy Pilgrim canaliza sus pesadillas en la lectura de las space operas de Kilgore Trout, el veterano escritor de sci-fi que no ha logrado el éxito comercial. Las historias de robots e invasores del espacio se mezclan con los acontecimientos de la vida de Pilgrim, que son, a su vez, los hechos de la biografía de Vonnegut. Como otros compañeros de generación (Robert Sheckley), el autor escribió la mayor parte de sus libros en clave de ciencia ficción, con un profundo mensaje crítico sobre la sociedad estadounidense. Los mensajes religiosos del cristianismo se subliman en relatos pulp sobre máquinas del tiempo, sus experiencias en Tralfamador se convierten en un novela de Trout titulada El gran tablero, los marcianos devienen en dependientes de librerías de revistas porno, y los militares son constantemente ridiculizados, por ejemplo, a través de Joseph W. Campbell Jr., el histriónico jefe de los Free American Corps, un desertor que se ha pasado a los nazis para luchar contra los comunistas y quiere devolver a sus compatriotas el orgullo perdido. (Salvo en el uniforme y una fantasía como de superhéroe entre cowboy y mando de las SS, el discurso recuerda y mucho al actual presidente de los Estados Unidos. Recomiendo vivamente la novela de Vonnegut donde Campbell es el protagonista absoluto, Madre noche [1961]).

Matadero Cinco se cierra en uno de sus numerosos círculos. Las últimas páginas son las más duras, un viaje a un planeta de sabios tralfamadorianos que conocen la cuarta dimensión. En ellas se revela el corazón de las tinieblas de este viaje del soldado Pilgrim. No se encuentra al final de su vida, sino justo al principio, cuando él y los supervivientes de la destrucción de Dresde tienen que cavar entre las ruinas y encontrar a los muertos, miles de cadáveres reunidos bajos refugios inútiles. La muerte es un absurdo inevitable que solo pueden controlar ciertas entidades extraterrestres con conocimientos superiores a los nuestros. Los seres humanos podemos sobrellevarla de diversas formas —con la religión, el amor a los semejantes, la locura, los tebeos de ciencia ficción o el existencialismo filosófico—, pero lo que no se puede superar son los efectos de la guerra.

Así es la vida

La novela se publicó en un momento crucial de la historia. Kennedy y Martin Luther King habían sido asesinados y la guerra de Vietnam era duramente contestada en la calle. Un relato sobre un episodio tan espantoso, que la opinión pública no conocía, escrito con la mirada sabia y humorística de su autor, en el mejor estilo de escritores como Mark Twain o Cervantes, le convirtió en un ídolo de la contracultura. Por ser «antiamericana», «ofensiva en el lenguaje» y posiblemente también «comunista», Matadero Cinco fue y sigue siendo perseguida por la censura (en algunos lugares de Estados Unidos han llegado a quemarla en público), pero es una obra a la que hay que volver, por el valor literario y por el testimonio personal. Kurt Vonnegutmurió hace diez años, pero yo también creo en la noción del tiempo tralfamadoriana. Las ideas e imágenes de su obra son momentos únicos que permanecerán siempre y al mismo tiempo. And so it goes…