domingo, 30 de julio de 2017

"Curso para políticos" por Álex Grijelmo



Usted quiere ser político y no sabe cómo empezar. Siente la vocación de servir al pueblo y ha superado la barrera de entrada que constituye el desprestigio general del oficio; pero eso: que no sabe por dónde empezar.
No se preocupe. Lo primero que ha de hacer para convertirse en político es hablar como un político. Cuando se presente en la oficina de admisión de políticos, procure entrar hablando ya de manera distinta a como lo hacen el resto de los españoles.
Los políticos no deben parecer alguien del montón. Y, lamentablemente, ese toque peculiar que los diferencie no lo pueden alcanzar con la ropa, por ejemplo, porque ellos no llevan un uniforme como la Guardia Civil. Tampoco se hacen notar por el peinado, pues no se ha diseñado una línea de moda específica para ellos. Quizás más adelante.
Ahora bien, con el lenguaje es otra cosa. Ahí sí que se pueden establecer diferencias notorias. Por eso cuando usted se presente en la oficina de admisión debe decir cuanto antes “poner en valor”. Con eso le reconocerán sus aptitudes de inmediato.
La gente normal destaca algo, o lo resalta, o le da realce, o lo elogia, o lo revaloriza, o lo muestra con orgullo. Pero eso queda para el pueblo; usted es de otra clase y debe empezar por poner en valor alguna cosa.
El siguiente paso consiste en utilizar palabras largas cambiándoles el acento prosódico. Si oye que por la calle se habla de “la administración”, con acento en la última sílaba, déjese de vulgaridades. Los de su clase deben decir “la ádministracion”, con acento en la primera. Y aún quedará usted más elegante cuando hable de “la cónstitucionalidad”, de modo que el primer impulso de la voz en esa palabra llegue a lo más alto para atraer la atención, y luego decaiga con suavidad a fin de que se saboree cada sílaba de su prosodia.
Pero sólo con eso no aprobará el examen de ingreso. También debe esforzarse por colar cada poco tiempo la expresión “el conjunto”. No importa si el sustantivo que viene a continuación ya implica un conjunto. Esta simpleza expresiva es la de sus administrados, y usted debe distinguirse también en eso. Diga por ejemplo “el conjunto de los españoles”, “el conjunto de los ciudadanos”, “el conjunto de la sociedad”. Si no dice “el conjunto”, nadie le tomará por un político. No caiga en la vulgaridad de referirse a “los españoles”, “los ciudadanos”, “la sociedad”. Qué pobreza, por favor.
Y como conviene alargarlo todo, no diga posición, sino posicionamiento; no diga método, sino metodología; no diga obligación, sino obligatoriedad; no diga motivos, sino motivaciones. Y así hasta el infinito. Ah, y no diga “las fuerzas de seguridad” sino “las fuerzas y cuerpos de la seguridad del Estado”.
Alargar sus expresiones hará creer a los incautos votantes que se agrandan sus ideas. El común de los ciudadanos dice “hoy”, por ejemplo. Pero usted, para ser un buen político, debe decir “a día de hoy”. En vez de “eso hoy no es legal”, diga “eso a día de hoy no es legal”. Y no lo sustituya por “hasta la fecha”, “por el momento” o “hasta ahora”. “A día de hoy” es su única opción. No se descuide, esto es fundamental para su carrera, tanto si aspira a entrar en un partido veterano como si ha elegido uno emergente.
Hasta aquí le hemos ofrecido una simple muestra para el ingreso. El curso completo lo puede seguir por Internet con nuestro programa Cómo aprender politiqués en 30 días. Tiene todo agosto por delante.

lunes, 24 de julio de 2017

"Pertenencia y claridad" por John Carlin



"¿Quién me puede decir

quién soy?”

Rey Lear, Shakespeare.

Vi hace unos días un documental en Netflix titulado en inglés Keep Quiet, “callar” en español. Se centra en Csanád Szegedi, un personaje húngaro que asciende al alto mando de un partido neonazi llamado Jobbik y funda su brazo paramilitar, la Guardia Húngara. Mucha bandera, mucho símbolo, mucho uniforme, mucho desfile. Y muchas consignas, todas ellas tan bestias como poco originales. El “futuro radiante” que anuncian pasa por la “¡muerte a los judíos!”, “los sucios judíos”.

Szegedi, que hoy tiene 34 años, se incorporó a Jobbik en 2003, fue elegido vicepresidente nacional del partido en 2006 y al Parlamento Europeo en 2009. En 2012 descubrió que era judío. Su abuela, la madre de su madre, le confesó un secreto que había callado desde la Segunda Guerra Mundial: era una sobreviviente de Auschwitz. Se lo probó a su estupefacto nieto mostrándole el número que le habían tatuado los nazis en el brazo izquierdo.

Szegedi abandonó Jobbik, asimiló su herencia matrilineal, se arrepintió públicamente de su antisemitismo, se hizo la circuncisión, se limitó a comer comida kosher y se convirtió a una secta ortodoxa de la religión judía. Ha visitado Auschwitz, ha visitado Israel, visita sinagogas por el mundo donde confiesa sus pecados y celebra su redención.

Como el documental demuestra, algo elemental en Szegedi le pidió subsumir su identidad individual en la identidad colectiva, hallar su dignidad y su relevancia en la lealtad a un grupo. No puede vivir sin códigos compartidos, sin reglas, sin bandera.

La lección del caso de Szegedi es aplicable a la mayor parte de la humanidad. O, mejor dicho, las dos lecciones. Primero, necesitamos pertenecer a algo, motivados seguramente por un antiguo impulso tribal que compartimos con los chimpancés, los leones, los elefantes y demás mamíferos. Segundo, y a diferencia de los animales, queremos darle sentido a la vida. Buscamos claridad, la claridad terrenal o cósmica que nos ofrece la ideología o la religión.

Pero lo primordial es el impulso de la pertenencia, encontrar nuestro equipo. Esto ocurre con todos, como con Szegedi, por pura casualidad, empezando por dónde nacimos y quiénes fueron nuestros padres (que por otra casualidad un día se conocieron y decidieron que se querían lo suficiente como para reproducir juntos). Es decir, son las circunstancias de la vida las que determinan, en primer lugar, el grupo con el que uno se asocia, sea este político o religioso. Después, solo después, damos el paso evolutivo que nos distingue de las demás especies y nos comprometemos con la doctrina del grupo en el que nos encontramos.


Uno se convence de que su fe no solo es la buena, sino la única y la verdadera, cuando obviamente eso no puede ser. Las casualidades de la vida conducen a que uno opte por determinado bando; la inteligencia y su necesario cómplice, el autoengaño, son las armas con las que uno defiende su bastión. Y después, si hay mala suerte, nos matamos; después llega un Hitler o un Stalin, volcamos nuestra necesidad de pertenencia y de claridad en uno o el otro, y arranca la carnicería.El tercer paso, el que ha derivado en la mayoría de los conflictos y guerras de la historia, consiste en adquirir el hábito mental de señalar como certeros los datos y los argumentos que sustentan nuestra doctrina y en cerrar los ojos, o desdeñar a los que la ponen en duda. La misma regla de tres se percibe en todos los casos, sea uno de la izquierda o de la derecha, musulmán o católico, nacionalista, peronista o terrorista.

Hay excepciones a la regla. Hay algunos bichos raros. Gente que no aparta la vista de la insondable complejidad de cada persona y del inevitablemente confuso destino de la humanidad. Somos bastantes, la verdad. Yo tuve, debo reconocer, mi fase de pertenencia y de aparente claridad. Pero mi fe cristiana murió con mi padre cuando yo tenía 17 años. Desde entonces, ver que niños fallecen de enfermedades o en desastres naturales, o ahogados en el Mediterráneo o bajo las bombas de Estados Unidos o del ISIS me conduce a exclamar: no me hablen, por favor, de un Dios bondadoso que todo lo controla. Porque aunque exista, no me interesa. No pienso, ni como precaución contra el infierno, darle las gracias y alabarle.

Lo probé con la política. Como joven adulto trabajé seis años de corresponsal en Centroamérica, donde la izquierda revolucionaria estaba en guerra contra “el imperialismo yanqui” y sus sátrapas. Yo estaba con los sandinistas de Nicaragua y con el FMLN de El Salvador. Después, en Sudáfrica, con el Congreso Nacional Africano de Nelson Mandela. Hoy, aunque siga viendo el mundo más desde la izquierda que desde la derecha, me he pasado a la tribu de los escépticos.

¿Por qué? Porque vi cómo partidos o movimientos políticos con los que me había identificado traicionaron mi buena fe y cayeron en la eterna tentación de sacrificar sus ideales por el dinero y el poder. Pienso, entre otros, en el Congreso Nacional Africano, en el sandinismo de Daniel Ortega. Por eso, aparecen el chavismo bolivariano o la izquierda soñadora que representa el líder laborista británico Jeremy Corbyn, o el mesianismo light de Pablo Iglesias y se me encienden las alarmas. No me vuelco con ellos como hubiera hecho en otra etapa de mi vida. Y menos, por supuesto, con cínicos derechistas, burdos explotadores de los pobres como Putin o Trump.

Pero el escéptico no tiene por qué ser estéril, o aburrido. Apuesto por la generosidad como valor máximo en la vida y apuesto por el humilde sueño de luchar para mejorar la condición humana poquito a poco. No creo en aquellos que prometen utopías en el cielo o en la tierra. Renuncio a la claridad y, salvo que esté hablando de Trump o de Lionel Messi, no me creo ni a mí mismo cuando la propongo. Por eso soy incapaz, aunque a algunos les ofenda, de reprimir el impulso a reírme de lo tontos que somos.

sábado, 22 de julio de 2017

"La fe de Unamuno" por Rafael Narbona



Miguel de Unamuno fue un heterodoxo contumaz. Nunca buscó la sombra de un dogma que aplacara sus inquietudes. Por el contrario, siempre cultivó la paradoja, la duda, la polémica y la angustia existencial. Desde su punto de vista, la esencia del pensamiento no es la paz, sino la guerra, el conflicto permanente, la beligerancia sin tregua, el choque dialéctico, la autocrítica feroz. La posteridad ha ridiculizado esa actitud, atribuyéndola a un histrionismo hambriento de notoriedad, pero yo creo que la exaltación de Unamuno no nace de un ego desmesurado, sino de una sincera honestidad y un inconformismo irreductible, que le hace preguntarse una y otra vez por el sentido de la vida y el fondo último de las cosas. Ese talante explica su búsqueda de Dios, sus continuas divagaciones sobre el cristianismo, sus fervores y sus perplejidades. Se ha especulado mucho sobre su posición en materia religiosa. ¿Se le puede considerar un hombre de fe? ¿Pertenece al linaje de los místicos? ¿Intentó conciliar el catolicismo con el espíritu de la Reforma luterana? ¿Cómo interpretar su aspecto de pastor luterano, que revela un interior austero y una espiritualidad severa? ¿Era un hereje o un librepensador?

El 6 de noviembre de 1907 publicó Unamuno un artículo esclarecedor en el periódico bonaerense La Nación, que tituló “Mi religión”. De entrada, señalaba que el dogmatismo era el recurso de la pereza y el miedo. Frente a esta claudicación del espíritu, sólo cabe una posición crítica y escéptica. Unamuno aclaraba que ponderaba el escepticismo desde el punto de vista etimológico y filosófico: “Escéptico no quiere decir el que duda, sino el que investiga o rebusca, por oposición al que afirma y cree haber hallado”. Sería absurdo esperar soluciones definitivas en el campo de las creencias religiosas. La expectativa de un orden trascendente nace de un impulso moral, particularmente cuando se asocia a la posibilidad de superar cualquier forma de mal: “El que siendo bueno cree en un orden trascendente, no tanto es bueno por creer en sí cuanto cree en él por ser bueno”. La fe crea realmente un orden inteligible que tal vez sólo posea el rango ontológico de los mitos, pero eso no quita ni añade nada a la exaltación del bien y la esperanza. Por el contrario, el que se abstiene de ciertos comportamientos por miedo a un castigo sobrenatural, sólo busca una justificación para su visión del mundo, mezquina e insolidaria. La justificación por la fe no debe interpretarse como una forma de arbitrariedad, sino como una exigencia moral que va más allá de las obras, demandando una motivación verdaderamente ética.

Ante la necesidad de definir su postura en materia religiosa, Unamuno responde con su habitual agonismo trágico: “Mi religión es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, aun a sabiendas de que no he de encontrarla mientras viva; mi religión es luchar incesante e incansablemente con el misterio; mi religión es luchar con Dios desde el romper del alba hasta el caer de la noche, como dicen que con él luchó Jacob”. Aunque Dios sea incognoscible y quizás una quimera, Unamuno reclama el derecho de aventurarse hacia la derrota. “¿No elogiamos a los que se dejaron matar peleando antes que rendirse? Pues esta es mi religión”. Ni católico, ni luterano, ni calvinista, ni ateo, ni racionalista. No acepta ninguna de esas definiciones, que eximen de pensar, proporcionando una falsa tranquilidad: “yo no quiero dejarme encasillar, porque yo, Miguel de Unamuno, como cualquier otro hombre que aspire a conciencia plena, soy especie única”. La libertad es el rasgo distintivo del que busca insobornablemente la verdad. Unamuno admite que su corazón se identifica con el cristianismo, pero no con las iglesias que administran su legado, descalificándose mutuamente con odio cainita. “Considero cristiano a todo el que invoca con respeto y amor el nombre de Cristo, y me repugnan los ortodoxos, sean católicos o protestantes”, particularmente cuando condenan y repudian “a quienes no interpretan el Evangelio como ellos”. No le resultan convincentes las pruebas clásicas sobre la existencia de Dios. Se identifica con Kant, que desmontó los distintos argumentos (cosmológico, ontológico, teleológico), sacando a la luz sus paradojas, antinomias y paralogismos. Los razonamientos del ateísmo no le parecen menos inconsistentes, pues reducen el conocimiento a primarias evidencias empíricas que frustran la ambición de una comprensión profunda. No oculta que su fe se basa en la voluntad y el sentimiento: “Y si creo en Dios, o, por lo menos, creo creer en Él, es, ante todo, porque se me revela, por vía cordial, en el Evangelio y a través de Cristo y de la Historia. Es cosa de corazón”. Para no dar pie a malentendidos, añade: “Lo cual quiere decir que no estoy convencido de ello como lo estoy de que dos y dos son cuatro”. A pesar de los titubeos, no puede eludir la cuestión religiosa, pues le va en ello su paz interior y la justificación de sus actos. “Quiero saber”, exclama, presumiendo que su anhelo nunca será enteramente satisfecho: “Y me pasaré la vida luchando con el misterio y aun sin esperanza de penetrarlo, porque esa lucha es mi alimento y es mi consuelo. Sí, mi consuelo. Me he acostumbrado a sacar esperanza de la desesperación misma”.

Unamuno desconfía de los que eluden con indiferencia el problema de Dios. Su tibieza le recuerda a los que jamás levantan la voz por razones de decoro. Un pensador no tiene miedo a gritar o a hacer el ridículo. Unamuno sabe que su poesía no es melodiosa, ni grata al oído. Nunca lo pretendió. Sus poemas son “gritos del corazón”, semejantes a los de un padre que ha perdido a un hijo. Y sabe de lo que habla, pues él ha pasado por la terrible experiencia con su hijo Raimundo, fallecido a los seis años a causa de una meningitis. Sus poemas intentan “hacer vibrar las cuerdas dolorosas de los corazones de los demás”. El que inhibe su dolor o estrangula sus gritos tal vez esconde un secreto temor a pensar, a abandonar sus certezas y a quedar a la intemperie, incomprendido de todos. Con admirable humor, Unamuno se anticipa a sus antagonistas, que no aceptarán su interpretación del sentimiento religioso: “Los liberales o progresistas tontos me tendrán por reaccionario y acaso por místico, sin saber, por supuesto, lo que esto quiere decir, y los conservadores y reaccionarios tontos me tendrán por una especie de anarquista espiritual, y unos y otros, por un pobre señor afanoso de singularizarse y de pasar por original y cuya cabeza es una olla de grillos”.

El 10 de mayo de 1909 Unamuno publica en Los Lunes de El Imparcial un artículo sobre su particular concepto de la fe, inseparable de su sentir como español. Se titula “El Cristo español” y redunda en su cristianismo afectivo, trágico, donde el sentimiento prevalece sobre cualquier especulación filosófica o teleológica. Cuando un extranjero le comenta que le repugnan los Cristos brutalmente martirizados de las iglesias españolas, Unamuno le contesta que forman parte de la idiosincrasia de nuestro país. España es tierra de ascetas e inquisidores, una nación fronteriza, con un pie en Europa y otro en África. Estamos más cerca de Tánger, donde nació san Agustín, que de París, poderoso foco de laicismo. Aunque nos separe la religión de los habitantes del Magreb, vivimos bajo el mismo sol ardiente y alimentamos pasiones similares, que giran alrededor del dolor y la muerte. Unamuno confiesa que no le gustan los toros, que no frecuenta las corridas, pero que la sangre sobre el albero expresa la tensión dramática de un pueblo incapaz de amarse a sí mismo: “El pobre toro es también una especie de cristo irracional, una víctima propiciatoria cuya sangre nos lava de no pocos pecados de barbarie. Y nos induce, sin embargo, a otros nuevos. ¿Pero es que el perdón no nos lleva, ¡miserables humanos!, a volver a pecar?”. Unamuno proclama que su fe está asociada a la imagen de Jesús en la Cruz, con su terrible carga de sufrimiento físico y moral: “A mí me gustan los Cristos tangerinos, acardenalados, lívidos, ensangrentados y desangrados. Sí, me gustan esos Cristos sanguinolentos y desangrados”. Y añade, notablemente emocionado: “Y el olor a tragedia. ¡Sobre todo, el olor a tragedia!”.

Horrorizado por los razonamientos de Unamuno, su interlocutor acusa a los españoles de rendir culto a la muerte. El escritor responde que no es cierto, que no se exalta la muerte, sino la inmortalidad: “La esperanza de vivir otra vida nos hace aborrecer esta”. Los españoles no conocen la alegría de vivir, “la joie de vivre”. De hecho, esa expresión no aparece en ninguno de nuestros clásicos. En realidad, ese galicismo constituye la negación del sentimiento trágico de la vida, que considera un desdicha haber nacido. El español se odia a sí mismo. Si lo hace de forma inconsciente o instintiva, le convierte en un ser egoísta y abyecto, pero cuando ese sentimiento sube hasta la conciencia y se hace claro, racional, se transforma en heroísmo, abnegación, quijotismo. Ningún pueblo ha asumido esa paradoja de una forma más noble y magnánima, cumpliendo el precepto evangélico que pide negarse a sí mismo, tomar la cruz y seguir al Hijo del Hombre. Unamuno siempre situó a Nietzsche por debajo de Kierkegaard, pues entendía que el verdadero coraje no consiste en rebelarse contra Dios, sino en confiar ciegamente en Él, incluso cuando nos pide subir al Monte Moriá para inmolar a nuestro primogénito. Nietzsche reivindica el gay saber, la alegría de vivir, la ópera bufa, lo solar y luminoso; Kierkegaard desprecia el saber, la alegría y lo cómico. Sólo cree en la virilidad de la fe, que se somete incondicionalmente a la expectativa de un absoluto indemostrable, internándose con paso firme en la noche oscura. Unamuno no se conformó con imitar al filósofo danés, sino que fue mucho más lejos, postulando una fe que asume y soporta el peso de la duda, sin renunciar a Dios en ningún momento. Al igual que Dostoievski, ante el dilema de elegir entre Cristo y la verdad, escoge a Cristo, pues Él es la vida y la verdad. O, al menos, eso quiere creer heroicamente la voluntad, sedienta de vida, de eternidad.

Las nuevas generaciones de escritores apenas muestran interés por Unamuno. Consideran que su estilo y sus ideas pertenecen a otra época, que su obra está muy lejos del mundo actual, movido por otros horizontes y otras prioridades. Poco después de la muerte del escritor, Ortega y Gasset escribió: “La voz de Unamuno sonaba sin parar en los ámbitos de España desde hace un cuarto de siglo. Al cesar para siempre, temo que padezca nuestro país una era de atroz silencio”. Ese atroz silencio ha llegado hasta hoy.

viernes, 21 de julio de 2017

"Breve historia de la prohibición del humor" por Javier Bilbao



Que tras contar un chiste no se ría nadie no es lo peor que uno puede esperar. Sótades de Maronea allá por el siglo III a. C. escribió unos versos humorísticos sobre ciertos aspectos de la vida sexual de Ptolomeo II y acabó encerrado en una caja de plomo y tirado al mar. Hay gente que no encaja bien las bromas. Especialmente cuando ostentan algo de poder, siempre tan necesitado de un aura de pompa y solemnidad. Así que no es de extrañar que a menudo la sátira y la caricatura hayan sido prohibidas y sus autores generalmente acabaran cayendo en desgracia, como veremos con algunos ejemplos.

Probablemente El nombre de la rosa es la mejor descripción que se haya hecho nunca de esa capacidad subversiva del humor. Como recordarán si han leído el libro o visto su fascinante adaptación al cine, a finales del año 1327 el erudito y audaz franciscano Guillermo de Baskerville llega acompañado de su novicio a una abadía en la que están sucediéndose una serie de crímenes. Durante su investigación nuestro protagonista acude al scriptorium, donde tendrá una disputa dialéctica con el bibliotecario ciego Jorge de Burgos (en evidente alusión a Jorge Luis Borges). Este sostiene que la risa sacude el cuerpo, deforma los rasgos de la cara, hace que el hombre parezca un mono. La risa es signo de estulticia y hay que evitar los chistes como si fuesen veneno de áspid, concluye, puesto que Cristo no reía y además la risa fomenta la duda. Pero Guillermo no puede estar más en desacuerdo: no hay constancia de que Cristo riera pero tampoco de que no lo hiciera. La risa es signo de racionalidad, asegura, sirve además para confundir a los malvados y poner en evidencia su necedad. Esta primera discusión es una buena pista de la causa última de todas las muertes ocurridas en la abadía, debidas a que Jorge quería mantener a toda costa oculto el libro segundo de la Poética de Aristóteles. Una obra sobre la que hay varios indicios de que existió realmente y que estaba dedicada a analizar la comedia y su capacidad catártica en el espectador. Tal como dice en su discurso final, una vez desenmascarado por la investigación de Guillermo:

La risa distrae, por algunos instantes, al aldeano del miedo. Pero la ley se impone a través del miedo, cuyo verdadero nombre es temor de Dios. Y de este libro podría saltar la chispa luciferina que encendería un nuevo incendio en todo el mundo (…) Si la risa es la distracción de la plebe, la licencia de la plebe debe ser refrenada y humillada y atemorizada mediante la severidad. Y la plebe carece de armas para afinar su risa hasta convertirla en un instrumento contra la seriedad de los pastores que deben conducirla hasta la vida eterna y sustraerla a las seducciones del vientre, de las partes pudendas, de la comida, de sus sórdidos deseos. Pero si algún día alguien, esgrimiendo las palabras del Filósofo y hablando por tanto como filósofo, elevase el arte de la risa al rango de arma sutil (…) si algún día alguien pudiese decir: me río de la Encarnación… Entonces no tendríamos armas para detener la blasfemia.

Como vemos Jorge simplemente está intentando mantener el orden establecido. El poder de la Iglesia podía ser enorme, pero como todo poder necesita ser aceptado y/o temido por sus súbditos. Sin ese acatamiento final de la base social, la autoridad se desmorona. Dado que la sátira y la burla atacan tales cimientos este anciano bibliotecario podía ser perverso, pero desde luego no estaba loco. Algo parecido debía pensar el emperador Septimio Severo cuando mandó ejecutar a varios senadores, según se recoge en Historia Augusta:

Eran condenados a muerte en gran número, unos por haber hecho algún chiste, otros por haberse callado, algunos por decir cosas de doble sentido como «he aquí un emperador que hace honor a su nombre, que es verdaderamente Pertinaz, verdaderamente Severo».

Por su parte, el antiguo escritor de comedias Éupolis ridiculizó a Alcibíades en una obra titulada Baptae («Los que se zambullen») y este no encontró mejor forma de vengarse que haciendo que se ahogara en el mar. Pero no todos los antiguos reyes, generales y emperadores eran tan ceñudos y susceptibles. El emperador y filósofo Marco Aurelio tenía una esposa que le era infiel y él, lejos de tomar represalias, incluso favoreció la carrera de algunos de sus amantes, como uno llamado Tertulo. Según se cuenta en cierta ocasión se representó ante el emperador una obra cómica sobre un marido cornudo que preguntaba a su esclavo quién era el amante de su mujer, a lo que le respondía que Tulo. Dado que debía ser algo duro de oído le pedía que le repitiera el nombre, por lo que el esclavo finalmente replicó: «ya te lo dije tres (ter) veces, Tulo se llama». Bueno, esto contado en latín tiene más gracia. La cuestión es que a Marco Aurelio no le debió sentar mal, dado que el osado autor no solo conservó la cabeza, sino también su empleo. Y es que para que haya censura y prohibición previamente se requiere que haya autores lo suficientemente audaces o inconscientes. Tras la instauración de la Inquisición uno de ellos fue Quevedo, que sería denunciado a tal institución por su «indecencia del discurrir, la libertad del satirizar, la impiedad del sentir, y la irreverencia del tratar las cosas soberanas y sagradas». Sería en el siglo XVIII, con los ilustrados, cuando la sátira alcanza su apogeo. Autores como Voltaire y Diderot alcanzarían gran renombre en Francia gracias a sus agudezas, y de vez en cuando algún encarcelamiento, paliza y quema pública de sus obras por parte de las autoridades. Mientras que en Inglaterra, publicaciones como The Spectator y The Tatler buscarían lo que denominaban «true satire», en la que no se dirigían las burlas contra alguien en concreto con intención de difamarlo —a la manera de las actuales tertulias televisivas, para entendernos—, sino que el objetivo era abstracto y el tono moderado y basado en la racionalidad.

Con la llegada al poder de Napoléon vino también el cierre de las publicaciones satíricas francesas y fue precisamente un autor inglés, llamado James Gillray, el que lograría sacarlo de sus casillas con una parodia de su ceremonia de coronación. Le sentó realmente mal el dichoso dibujo, hasta el punto de prohibir la introducción de copias en el país y presentar una queja diplomática ante Londres. De hecho, unos años antes ya había intentado incluir una cláusula en el Tratado de Amiens para que los caricaturistas ingleses que lo retrataran fueran exiliados a Francia. Una vez reinstaurada la monarquía, Luis Felipe I pasaría por un mal trago equivalente cuando otro caricaturista, Charles Philipon, lo retrató con forma de pera (que en francés significa también bobo) en una revista llamada precisamente La Caricature. Los ejemplares fueron secuestrados por las autoridades y el autor llevado a juicio, donde se justificó diciendo que a quien realmente debían detener es a todas las peras de Francia, por parecerse al rey. Pasaría en total dos años en la cárcel a cuenta del chiste. La aprobación de leyes que requerían nada menos que la aprobación previa de la persona caricaturizada hacían que esta práctica se volviera realmente complicada. Pero las cosas siempre son susceptibles de empeorar.

La llegada de los regímenes totalitarios del siglo XX llevarían estas preocupaciones hasta extremos en sí mismos involuntariamente cómicos. Tras la revolución soviética fue objeto de debate si las sátiras debían ser permitidas en el nuevo orden y, como era de esperar, la conclusión terminó siendo que no: dado que el sistema era perfecto la función de denuncia de la sátira ya no debía tener sentido. El nuevo código penal calificó las sátiras y los chistes como propaganda antisoviética penada con el gulag. Aun así siguieron contándose incluso aludiendo al propio castigo que suponía contarlos, como el referido a los trabajadores forzosos del canal entre el mar Báltico y el Blanco: «¿Quién cavó el canal? La parte derecha los que contaban chistes, y la izquierda, los que los escuchaban». Con la muerte de Stalin la situación mejoró, aunque ya en los años sesenta autores de sátiras como Valeri Tarsis fueron ingresados en centros psiquiátricos. Dado que el sistema era perfecto, quien lo cuestionase debía de estar loco. No cabía otra explicación. Mientras tanto, en la Alemania nazi, a partir de 1934 quedó prohibido difundir comentarios maliciosos, lo que incluía chistes contra el partido, el régimen o sus dirigentes. Aun así siguieron difundiéndose, o tal vez precisamente por ello, pues basta que no pueda bromearse con algo para resultar irresistiblemente gracioso. Pero las autoridades eran implacables y en 1943 una trabajadora resultó condenada a muerte por contar a una compañera el chiste: «Hitler y Göring están de pie, en lo alto de un radiotransmisor. Hitler dice que quiere dar a los berlineses un poco de alegría. Göring le replica: “¿Entonces por qué no saltamos desde la torre?”». Respecto a la situación en España durante el régimen franquista, poco podremos añadir a los innumerables estudios y comentarios en torno a su censura y a la existencia de figuras como Buñuel, Berlanga o Boadella.

Penas de cárcel o de psiquiátrico, palizas, asesinatos… ¿Y qué hay de la situación actual? Ahí está el ejemplo del caricaturista sirio Ali Ferzat, pero como no es cuestión de que hablando de humor acabemos deprimidos, recordemos también —por si alguien aún no lo conoce— uno de los más hilarantes discursos políticos que se han hecho durante los últimos años, obra de Stephen Colbert.

El autor desconocido denominado Pseudo-Jenofonte hacía una observación, hablando de la democracia ateniense, que me parece particularmente interesante: «No permiten que el pueblo sea objeto de burla en la comedia ni que se hable mal de él para que no se tenga mal concepto de ellos». Es decir, que cuando el poder pasa a manos del pueblo ya no está bien visto burlarse de él, puesto que la gente se dará por aludida y no tolerará ni una broma. La autoridad caprichosa de un tirano no pasa a ser sustituida por un paraíso de la libertad de expresión, sino por un enjambre de censores-ciudadanos no necesariamente más tolerantes. Personalmente, nunca deja de sorprenderme la inmensa provisión de gente dispuesta a indignarse muchísimo por cualquier ocurrencia. Desconozco si es que son los mismos que cada día se muestran airados por un motivo distinto o es que van turnándose, pero ya puedes bromear sobre un santo del siglo XII, una película candidata al Óscar, una exnovia imaginaria, un grupo de heavy o una facción política que inmediatamente surgirá algún lector que por la rabia que expresa parece sentirse él como persona directamente agredido. No sé cómo será en otros países, pero en España se diría que cada uno espera no solo respeto para sí mismo, cosa muy razonable, sino también una completa ausencia de burlas o chascarrillos en torno a cualquiera de sus aficiones, ideas, creencias, series favoritas o edificios de Calatrava que contenga su ciudad. La vida no es para reír, en definitiva. Lo peor de todo es que nuestra legislación ampara esta especie de sentido del ridículo hipertrofiado, como el artículo 525 del Código Penal que prohíbe «hacer escarnio de dogmas, creencias, ritos o ceremonias» de una confesión religiosa. Así que por ejemplo La vida de Brian difícilmente podría pasar ese filtro… y si lo hace entonces estamos ante una ley que se aplica arbitrariamente.

jueves, 20 de julio de 2017

El banquero y el futbolista


Hoy he escrito un heliogábalo,
he llamado a una agencia de viajes,
he respondido a quince guásaps,
he reservado una habitación de hostal por internet
y, mientras escucho a Bill Evans en el ordenador,
respiro el sosiego de una mañana sin poesía
y con dolores de barriga.
En el campo recogen ajos 
y en los bancos insultan a las viejecitas,
todo sigue como siempre;
con la tranquilidad de un día sin guerra.
En las noticias truenan
el suicidio de un banquero y el arresto de un gerifalte deportivo.
Del campo y de lo mío, nada.
Seguimos en el ostracismo.
A nadie le interesan las gestiones de reserva,
ni Bill Evans, ni los dolores de barriga,
ni los heliogábalos,
ni siquiera los ajos, tampoco la poesía,
a pesar de que se venden libros de heliogábalos
como bragas en el Primark
y los llaman libros de poemas.
Hace calor, es verano,
y las viejecitas escupen a los banqueros.
Todo sigue como siempre. 

Llamadla heliogábalo, por ejemplo


Llamar a esto poesía 
es engaño, 
es falacia, 
es gaseosa.
Ensuciar palabras
es costumbre habitual
entre enamorados,
pero no llaméis poesía
al humo,
al ruido,
a la testosterona.
No entiendo de placeres
sin dolor, ni hermenéutica.
No entiendo de labios
que no hayan sido adiestrados
para la succión.
No aprecio la palabra
sin fondo de armario,
ni las amapolas
sin semillas alucinógenas.
No la llaméis poesía,
hay tantos nombres
como pétalos.
Llamadla heliogábalo,
por ejemplo. 

miércoles, 19 de julio de 2017

Las tentaciones de sor Virtudes


Con 18 años es difícil resignarse. El papa ha prohibido esas celebraciones, pero ella no quiere entrar en el noviciado sin gozar de su merecida despedida de soltera. Se puso de moda en el Vaticano. Grupos de monjas con el crucifijo sobre la cabeza se desmadraban por las calles aledañas a la capilla Sixtina en cuanto caía el viernes noche. La mayoría de ellas en éxtasis etílico. Todas con el pecho cruzado por bandas amarillas (un toque de informalidad en el grave hábito de novicias). Ha sido el mismo papa quien ha prohibido estos saraos. Roma no es ciudad para el escándalo, ni para el turismo de despedidas como ya lo son Dublín, Granada o Salamanca. Sin embargo, Virtudes no se resigna. Es una tradición que no debería haber desaparecido. Todas sus compañeras de convento se regodearán contando la experiencia anterior a su casamiento con Cristo y ella no. "No puedo ser la primera, no puedo ser la única en  quedarme sin despedida, me niego a ser mártir de la prohibición". Y mientras dice esto llama al seminarista que hacía de boy hasta ahora. Al otro lado del teléfono una voz masculina, grave y sensual le hace dudar sobre su entrega a Cristo. Lo imagina con el alzacuellos tensado por la masculinidad de la nuez, con la sotana ceñida a las caderas, con la sangre del cilicio humedeciendo sus muslos. Si se niega, qué será de ella y lo que es peor, cómo convencerá a sus compañeras sin la atracción del "estríper" oficial. La gravedad del varón vuelve a sonar a través del auricular, ella traga saliva, aparta las manos de su entrepierna y cuelga.    

martes, 18 de julio de 2017

La lengua como instrumento elitista: de "iros" e "idos"


Que la lengua (sobre todo la escrita) se ha utilizado como instrumento de poder es algo evidente desde las primeras civilizaciones conocidas. La escritura es (y en algunas culturas lo sigue siendo) un recurso imprescindible para que unos pocos se erijan en casta dominadora (y perdóneseme lo de casta). El oráculo era el que dominaba los asuntos del hombre y lo hacía a través de la elocuencia. A ellos se elevaban las consultas de los poderosos para saber sobre los designios del destino. Ha existido siempre un sacerdocio de la escritura, un élite dedicada a administrar y dominar a través de la palabra escrita. Muchos querían pertenecer a esa casta, misteriosa y dueña de un poder a veces omnímodo. 
En nuestra sociedad moderna, persiste ese prurito de pertenecer a la élite que domina los registros del lenguaje. De pertenecer a cualquier élite. Por eso se explica que cuando aparece una modificación de una norma escrita para adaptarla al uso común de los hablantes, se remueva la indignación de los que se creen en el deber de velar por la inmovilidad eterna de la gramática y la ortografía. 
Hace ya mucho tiempo que se optó por la gramática descriptiva y no prescriptiva. Por fijar las normas gramaticales a partir de su uso y no a pesar de ello. Pero este procedimiento descriptivo no entona bien con la necesidad elitista de pertenecer a una casta superior (se me perdone de nuevo) que se distingue del vulgo por conocer los oscuros entresijos de las reglas lingüísticas. Solo hay que ver el revuelo que se monta alrededor de cualquier cambio propuesto por los académicos de turno, por muy bien argumentado que esté, incluso entre los propios académicos.
Hasta ayer mismo, no había comprobado la cantidad de gente que sabe utilizar y utiliza la forma "idos" como imperativo del verbo "ir". Os puedo asegurar que en todos mis años de docencia, no sé si he registrado algún uso "correcto" de ese imperativo (ya sea entre profesores o alumnos). Incluso a mí como profesor de lengua se me hace raro y casi pedante decirles a los chicos: "Idos al patio". Pero al parecer había escondidos, latentes, millones y millones de hablantes respetuosos con esta forma verbal. Tampoco sabía que hubiera tantos lingüistas y gramáticos conocedores del mundo de la normativa castellana como he visto desde ayer en los periódicos e internet. Nos enfada que "las chonis" hablen conforme a las reglas lingüísticas. Lo ridiculizamos y nos molestamos porque "¿adónde vamos a llegar?, ¿a decir cocreta, o asín?". Sin duda estas molestias, estas miríadas de nuevos filólogos se atienen a ese sentido elitista del que sabe utilizar la lengua o del que cree que sabe utilizar la lengua. "¿Cómo vamos a hablar nosotros igual que las chonis?", y utilizan esta expresión "chonis" porque está bien visto abalanzarse sobre esta nueva categorización del vulgo, y ya no contra el vulgo propiamente dicho. Para distinguirse de los inferiores que apenas saben farfullar. Para enrolarse en las filas de la élite.
El esnobismo es un eterno de las sociedades burguesas, desde su origen, se tiña del color que se tiña. Aunque también el hecho de que fuera Pérez Reverte quien ha comunicado la nueva decisión de aceptar "iros", haya sido un detonante para que se ladre un poco más de la cuenta; sin atender desde luego, a la rotunda lógica lingüística de la decisión. 
Esnobismo y argumento "ad hominem", un buen cóctel con que se define gran parte de la mediocridad intelectual de nuestros tiempos, bueno, y de todos.         

lunes, 17 de julio de 2017

"No te muerdas la lengua, camarada" por Manuel Vicent





Este cineasta, José Luis García Sánchez, nació en Salamanca, en 1941, hijo de militar de alta graduación, de lo cual se deduce que la primera mucosa de su subconsciente estuvo amasada con voces de mando y cornetas que tocaban a silencio, unidas al sonido de campanas de iglesias y conventos que llamaban a misa. Este equipaje se lo trajo el niño a Madrid a muy tierna edad donde le sobrevino el uso de razón o algo parecido en una casa de militares de la calle Maudes del barrio de Cuatro Caminos. Desde la ventana del comedor se veía la fachada del Hospital militar.

Su primer plató fueron los solares donde jugaban juntos los hijos de los fusiladores y de los fusilados. El neorrealismo del barrio estaba formado por carteristas de tranvía, putas de la calle Treviño, puestos de pipas, cromos y tebeos, un pastor protestante de Bravo Murillo, vacas lecheras ordeñadas en las aceras y mozalbetes que daban tirones a los bolsos, mangaban motos e incendiaban jardines de chalets deshabitados. Una de las diversiones consistía en asomarse a un ventanuco del hospital desde el que contemplaban las autopsias.

La fantasía corría a cargo de Eloy, un botones el cine Bilbao que solía contarles a sus amigos las películas prohibidas. Esto sucedía antes de que el chaval, futuro cineasta, se pusiera a soñar por su cuenta con una bolsa de pipas en la oscuridad de los cines Astur, Cristal, Metropolitano, pero había algo en sus sueños que no funcionaba correctamente, porque tenía una tendencia innata a ponerse siempre de parte de los indios contra John Wayne.

Por Cuatro Caminos andaba callejeando entonces el hijo de un comunista preso, un chaval de 17 años, muy responsable, llamado Pablo González del Amo, a quien la policía política trincó mientras escribía con alquitrán en una pared “Viva el Comunismo”, lance que por ser menor de edad solo le costó de cuatro a seis años de cárcel en los penales de Ocaña y del Dueso.
Los curas

Pablo y José Luis no se conocieron hasta muchos años después, porque la vida les impuso un destino dispar: José Luis García Sánchez fue al colegio de pago donde los curas le extirparon el catolicismo y luego estudió Derecho en la Complutense para aprender que la ley emana de la voluntad divina y que el Derecho Romano fue elaborado con el fin de que los patricios no se vieran nunca condenados. En cambio, Pablo en la cárcel aprendió montaje cinematográfico a cargo de otro presidiario, Ricardo Muñoz Suay, fundador después de Uninci, productora del Partido Comunista. Con el tiempo Pablo del Amo montó todas las películas —y ganó dos premios Goya, con Divinas Palabras y Tirano Banderasde aquel niño José Luis, con el que se cruzó tantas veces en el mismo barrio de Cuatro Caminos sin encontrarse.

Los sabios dirigentes del Movimiento habían inventado un sistema para fabricar realizadores de nodos e informadores obedientes al servicio de los ministerios, pero se les torció el asunto y acabaron construyendo un nido de rojos, que se llamó Escuela de cine. Y allí fue García Sánchez a aprender el oficio más hermoso del mundo que no se puede enseñar: uno, porque se hace en grupo, con lo que la responsabilidad se diluye entre amigos; dos, porque los jefes nunca son los mismos; tres, porque la tarea es siempre diferente; cuatro, porque el talento viene de fábrica y no se aprende. Allí tuvo de maestros a Carlos Saura y a Basilio Martín Patino, a los que empezó por llevarles los bocadillos y, poco a poco, terminó comiéndoselos junto con ellos.

José Luis se unió a aquella banda de la Escuela de cine poblada de poetas malditos, desechos de otros sueños literarios, visionarios de una nueva cultura de la imagen. Tuvo que luchar contra el principio de que realizar una película en España era entonces tan impropio como montar una corrida de toros en Chicago, pero no empezó mal porque se llevó el León de Oro en Berlín con Las truchas y es autor de no menos de 30 películas dentro de la coña corrosiva, marca de la casa. El nombre de García Sánchez va unido al de Rafael Azcona y al de los Trueba. Con ellos ha trabajado en decenas de guiones, unos convertidos en películas, otros en el cajón, y los más perdidos en el aire entre los orujos de las sobremesas donde pugnaban por desperdiciar una idea genial a cambio de una carcajada.

José Luis García Sánchez no ha olvidado aquellas autopsias que veía de pequeño; de hecho ha dedicado su vida, primero, a destrozar el franquismo familiar como el caballo de cartón y después a usar el cine como un juguete para sacarle las tripas de serrín a la sociedad. Con una generosidad sin límites regala ideas y proyectos, pero incapaz de morderse la lengua le basta la tentación de una frase malvada para destruirlo todo, empezando por sí mismo, como si fuera una de aquellas pedradas que arrojaba de niño a otra pandilla de la barriada.

viernes, 14 de julio de 2017

"La vida exagerada de Lope de Vega" por Mireya Hernández



El 24 de agosto de 1635 Lope se levantó temprano, dijo misa, cuidó de su jardín y se encerró a trabajar en su estudio. Por la tarde asistió a una conferencia de Medicina y Filosofía en el Seminario de los Escoceses, donde ahora hay un hotel y un local de comida rápida, y se desmayó. Le llevaron a su casa y le practicaron una sangría. Al día siguiente escribió un poema y un soneto y recibió la visita del médico. El domingo 26 hizo testamento y se despidió de sus amigos, y unas horas después, la tarde del 27, murió. Las honras fúnebres duraron nueve días. Todo Madrid salió a la calle a despedirle.

Veinticinco años antes compró la que fue su última casa en el número 11 de la calle Cervantes de Madrid, en pleno Barrio de las Letras. "Mi casilla, mi quietud, mi huertecillo y estudio...", decía con falsa humildad del edificio que adquirió por 9000 reales. Allí escribió varias de sus obras más conocidas y vio morir a su hijo Carlos Félix, a su segunda esposa Juana de Guardo y a su último gran amor, Marta de Nevares ("Resuelta en polvo ya, mas siempre hermosa"), que terminó sus días demente y ciega.

La vivienda reconvertida en museo es una puerta abierta al Siglo de Oro y al Madrid del XVII. Visitarla es como viajar en el tiempo, como si al franquear la entrada bajo el dintel que reza "D.O.M. PARVA PROPIA MAGNA/MAGNA ALIENA PARVA" (Lo pequeño, siendo propio, es grande / Lo grande, siendo ajeno, es pequeño), dejáramos atrás una calesa y en nuestros bolsillos tintinearan ducados y maravedís.

Nada más entrar, pasado el zaguán, nos encontramos con el jardín ("más breve que cometa"), un remanso de paz donde Lope pasó muchas horas y a cuyos árboles y flores dedicó algunos versos. Cuatrocientos años más tarde imaginamos que el huerto, el palomar, el corral, el pozo, la parra y el naranjo que plantó en recuerdo de su primera esposa Isabel de Urbina, son los que él veía cada mañana mientras leía su breviario.

En la primera planta se encuentra el oratorio donde celebraba misa; la alcoba donde murió y desde cuya ventana seguía el servicio religioso cuando estaba enfermo; el estudio lleno de libros y pinturas que vio nacer sus mejores obras (Peribáñez, Fuenteovejuna, La dama boba, El caballero de Olmedo, El perro del hortelano...) y donde se reunía con sus amigos entre escritorios, braseros y tapices que le ayudaban a combatir el duro invierno; el estrado de origen oriental decorado en tonos carmesí donde las mujeres se juntaban para coser, rezar o charlar; el comedor con bodegones del Museo del Prado; la cocina que da al jardín y que en otro tiempo estuvo en la planta baja, con un fogón abierto, una alacena y cacharros de cerámica; y la alcoba de las hijas donde tuvo lugar uno de los episodios más dramáticos y dolorosos de su vida: el descubrimiento del rapto de Antonia Clara en el verano de 1634 ("Cubrióse entonces de un humor sangriento / el corazón; las lágrimas heladas / no me dejaban ver el aposento"). Es curioso que la joven de diecisiete años se fugara con su amado nueve lustros después de que lo hiciera su padre con Isabel de Urbina.

En la segunda planta abuhardillada se recrea el cuarto de huéspedes o del Capitán Contreras (uno de los invitados más aventureros que pasaron por allí), la alcoba de las sirvientas y la alcoba de los hijos Lope Félix y Carlos Félix, donde hay una cuna con un cinturón de amuletos para proteger a los niños. En aquella época no había baños, así que los habitantes de la ciudad hacían sus necesidades en un recipiente y por la noche arrojaban su contenido a la calle avisando con el grito de "¡agua va!"

Por esta casa a la malicia donde el 'Fénix de los Ingenios' desayunaba torreznos, una confitura de cortezas de naranja sumergidas en miel y aguardiente, pasaron también cientos de admiradores que iban a alabar su teatro y sus poemas. Fue tal el éxito que cosechó, que la gente le paraba por la calle y le aplaudía. Era frecuente oír "es de Lope" cuando se quería elogiar una obra de arte o destacar las cualidades de un caballo o una espada. La oración de moda durante años fue: "Creo en Lope de Vega todopoderoso, poeta del cielo y la tierra".


El 'monstruo de naturaleza' como le apodó Cervantes fue el primer escritor profesional español. Cultivó casi todos los géneros literarios de su época, firmó cientos de comedias (se le atribuyen 1500, pero sólo se confirma su autoría en 316) y renovó el teatro reduciendo la estructura a tres actos, introduciendo subtramas, mezclando comedia y tragedia y desobedeciendo la unidad de acción al narrar dos historias en lugar de una en la misma obra. Además, creó los mejores personajes femeninos del Siglo de Oro: mujeres valientes que se saltan las leyes y las obligaciones sociales y que están dispuestas a cualquier cosa para conseguir lo que buscan. Esta especie de superhéroe popular que estiró el tiempo como si fuera un chicle situó el divertimento y el interés del espectador en primera línea, y este le devolvió el favor con creces. Clásico desde su juventud, tuvo un reconocimiento que no ha logrado ningún escritor en los siglos posteriores.
La otra cara de este torrente creador, o precisamente lo que le hizo ser tan prolífico, fue su vida, que parece sacada de una telenovela: enredos amorosos, huidas arriesgadas, hijos legítimos e ilegítimos, muchos de ellos muertos en la infancia; trifulcas con sus contemporáneos, encarcelamiento, hazañas de guerra, destierro de la Corte y del Reino de Castilla, problemas económicos, escándalos, delirios de grandeza, fervor religioso... En Lope todo es excesivo, y ese exceso lo vuelca en su obra, donde da forma a las paradojas y anhelos que le acompañaron durante 73 años. Mujeriego y devoto, liberal y conservador, rebelde y servicial, el dramaturgo brilló hasta el final de sus días y dejó abierto el camino para los que llegaron después.

miércoles, 12 de julio de 2017

"La última frontera yihadista en Mosul" por Ángeles Espinosa



“No se asuste, los morteros los estamos disparando nosotros”, tranquiliza un oficial iraquí al lado de la mezquita de Al Nuri, en el casco viejo de Mosul. Sólo después aclara que responden a disparos de francotiradores del Estado Islámico(ISIS) que aún resisten dos calles más allá, en la zona de Al Maidan, teóricamente liberada el pasado domingo. El sonido seco y cortante de sus balas se oye de forma esporádica durante toda la mañana de este martes. Esos estertores mantienen ocupado a un pelotón del Ejército de Irak al día siguiente de que su primer ministro y comandante jefe, Haider al Abadi, proclamara la “victoria total” sobre el ISIS en la ciudad. Es la última batalla.

“No sé cuántos quedan, pero están luchando a muerte los muy jodidos”, admite un soldado que se identifica como Nabil. Es mediodía y él y sus hombres han hecho un alto para almorzar. Gordito, camiseta negra, bandana y gafas Oakley, Nabil se muestra inasequible al desaliento. Lleva 23 días luchando en este frente y aunque las rotaciones son de 20 días, él asegura que no va a tomarse el descanso que le corresponde hasta que no acaben con el último yihadista. “Desconozco el tiempo que nos va a llevar, aunque espero que hayamos terminado con ellos para la puesta del sol”, declara.El ISIS destruyó esa aljama, desde la que su líder, Abu Bakr al Bagdadi, proclamó el califato, y el vecino minarete jorobado para privar a las fuerzas gubernamentales de su toma simbólica. Del mismo modo, sus últimos combatientes en Mosul intentan ahora deslucir la victoria con una batalla perdida de antemano. Su resistencia, arrinconados en unos pocos metros cuadrados y con escasos víveres, asombra incluso a sus enemigos. Según el oficial citado aún eran dos centenares.

Nabil también dice que esos remanentes son “occidentales”. ¿Cómo lo sabe? “He visto sus cadáveres”, afirma. Otros compañeros suyos hablan de “rusos”, en referencia a los ciudadanos de las repúblicas exsoviéticas del Cáucaso. Aunque los equipos de la Defensa Civil han retirado muchos cuerpos, el penetrante olor agridulce de la descomposición revela que todavía quedan más por recoger. Las trampas explosivas dejadas por los milicianos del ISIS ralentizan la tarea. Es lo que sucede con los dos “chinos” del edificio de enfrente, probablemente combatientes uigures. Nadie se atreve a tocarlos mientras no vengan los artificieros.

Todos coinciden sin embargo en que esa resistencia final es cosa de “combatientes extranjeros”. No sólo guerrilleros muy ideologizados, sino carentes de toda escapatoria. Mientras los militantes iraquíes han podido tratar de infiltrarse entre los civiles para escapar del asedio, ellos no tienen otra salida. Han decidido morir matando.

Este soldado, originario de Diyala, es miembro de una unidad sanitaria de emergencia que atiende a los heridos en el frente. A su alrededor, la desolación es absoluta. Cuesta imaginarse con vida esta calle que un día estuvo llena de pequeños comercios. Al Sheizani era una de las principales arterias del zoco. Ahora, en los cráteres de su calzada yacen acostados los restos calcinados de los camiones bomba que los terroristas lanzaron contra los soldados.“Han sobrevivido escondidos en los túneles que excavaron bajo las casas y esta mañana nos han sorprendido disparando y lanzando granadas desde la calle Faruk”, cuenta otro uniformado, en referencia a una de las callejuelas que se extienden entre las ruinas de Al Nuri y el río Tigris. Varios helicópteros sobrevuelan la zona y de repente se oye el repicar de sus ametralladoras. Poco antes un bombardeo aéreo ha hecho que una columna de humo negro se elevara hacia el cielo.

Las viejas construcciones del casco antiguo que no han sido alcanzadas por la artillería se han derrumbado por las sacudidas. Los enseres de algunas casas se muestran impúdicos a través de los huecos que las bombas han abierto en los muros. Una manta marrón, una silla de plástico morada, un colchón en precario equilibrio… Es toda la huella de sus habitantes, algunos muertos en los combates; los que lograron huir, convertidos en refugiados en su propio país. Su pasado, enterrado entre los escombros.

“Esto ha sido peor que la Segunda Guerra Mundial”, asegura el oficial, que no facilita su nombre porque no está autorizado a hablar con la prensa.

La conversación se interrumpe por la llegada de Chris y Esther. Son dos voluntarios de Global Response Management (GRM), una ONG fundada el pasado enero para “facilitar atención de emergencia y cuidados de trauma de alta calidad en áreas de alto riesgo y pocos recursos”. Acaban de encontrar un generador en una casa cercana y tratan de ponerlo en marcha para refrigerar la pequeña clínica que, con ayuda del Ejército, han instalado en una antigua carnicería, cuyas paredes permanecen milagrosamente en pie.

“Es perfecto porque los ganchos [de la carne] nos sirven para colgar las bolsas de suero”, asegura Esther, una enfermera de Oregón que ha venido durante sus dos semanas de vacaciones. “Facilitamos atención prehospitalaria; en los casos más graves estabilizamos y enviamos al hospital más próximo”, declara indicando la ambulancia militar aparcada enfrente. Durante las últimas semanas, ella y sus compañeros han atendido sobre todo a civiles que lograban escapar del área controlada por el ISIS, “un centenar al día”.

Hoy no hay civiles a la vista, aunque la coordinadora humanitaria de la ONU para Irak, Lise Grande, ha declarado que aún quedan personas atrapadas en la zona. “Desconocemos el número exacto, pero probablemente se trata de algunos centenares que no pueden o no quieren irse”, ha precisado Grande a EL PAÍS. Se trataría sobre todo de discapacitados, ancianos y niños que quedaron separados de sus familias.

Aun así a los voluntarios de GRM no les falta trabajo. Un vehículo trae a dos soldados que sangran profusamente. Para sorpresa de todos los presentes no se trata de heridos por los francotiradores del ISIS, sino por fuego amigo. “El helicóptero”, explica el compañero que les ha traído. ¿No se comunican entre ustedes? “Sí, pero estas cosas suceden”, añade encogiéndose de hombros. Uno de ellos ha resultado alcanzado por esquirlas en una mano y la barriga de forma superficial, y es tratado allí mismo. El otro, al que la metralla le ha penetrado en el muslo, lo estabilizan y envían a un hospital.

Empieza a caer el sol y los deseos del entusiasta soldado Nabil no parecen haberse cumplido. Sigue oyéndose el repicar esporádico de las armas. Es cuestión de horas. Pero tal como ha advertido Karim al Nuri, un destacado político chií, la derrota del ISIS en Mosul no significa que se haya acabado con el “terrorismo”. El Gobierno, ha dicho, “debe evitar los errores anteriores que llevaron a la emergencia de [ese grupo] y trabajar para eliminar el miedo a la marginación y la afiliación terrorista de las zonas suníes”.

Cuando Calderón quiso ser Lope y Cervantes a la vez: "La dama duende" en el Festival de Almagro


Tuve la felicidad de asistir anoche en Almagro a la representación de La dama duende de Calderón, puesta en escena por la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Un Calderón muy lopesco, dinámico, ágil, divertido. De verso fácil y palabra afilada. Tiene una cualidad excepcional esta obra, como muchas otras del teatro clásico: consigue transformar en el paladar un argumento de borrajas en cocochas de merluza aderezadas con un pil pil bien trabado. Sin los juegos de palabras del verso calderoniano, sin la solidez del equívoco lingüístico, sin el dominio de las formas, esta comedia no sería otra cosa que un divertimento de palacio. Pero Calderón convierte una trama aguachirle de capa y espada en un denso aguamiel de sabrosas esencias. 
Viene al pelo acercar la obra a la época romántica. La Compañía Nacional acierta (como casi siempre) y los enredos sentimentales adquieren un mayor tono de parodia en ese ambiente decimonónico. El personaje de Notario, un don Juan tan enamorado que en el intento de adornar su retórica amorosa trabuca el discurso y dice justo lo contrario de lo que desea transmitir a su dama (entregada y confundida), es una de las delicias de esta comedia. Otra, y no menor, es el juego quijotesco del lenguaje que Ángela, la dama enamorada (Marta Poveda), utiliza en sus cartas para conquistar a su deudo don Manuel (Rafa Castejón). Nos remite a los libros de caballerías y a la parodia que terminó con ellos, el Quijote. Todo el enredo sentimental se tiñe de juego lingüístico caballeresco, cervantino y lopesco, que eleva la comedia en un aire metaliterario. Cosme, el criado de don Manuel, culmina este amor juguetón por la palabra escrita: "Será que no sé leer en cartas y sí en libros". 
Los personajes son, y ellos mismos parecen saberlo, caricaturas de novelas sentimentales y caballerescas. Ángela quiere conquistar con la palabra antigua, con "fermosura", como hacían Amadís y don Quijote. Don Juan, con retruécanos que se le van de las manos y se convierten en monstruos que dicen lo que no desean decir. Don Luis se recrea en el desdén y ama porque es despreciado. Beatriz se une a la aventura de la dama duende y espera que se decidan las palabras de don Juan. Cosme se refugia en la bebida, en el chascarrillo y en la locura de la trama. Y nosotros, espectadores convencidos, nos entregamos a la deliciosa puesta en escena de la CNTC y nos embarcamos en el disparate y en la parodia desde el primer momento. 
Un verso líquido y claro, un dinamismo apabullante, unas interpretaciones sin fisuras y una voz cazallesca (la de Marta Poveda) que llena de carácter el escenario. Un placer para los sentidos ese entrar y salir de camas y divanes, de líos sentimentales y juegos de honor, de persecución del placer y huida de la represión social. Un placer ver el choque de espadas y de versos en el escenario con tanta naturalidad que se funden los siglos sobre el escenario. No es el siglo XIX, ni el XVII, ni el XXI; es el juego de la palabra y la representación, el placer de la ficción echa carne sobre el escenario del Hospital de San Juan en Almagro. Y los murciélagos siguen disfrutando del espectáculo.      

sábado, 8 de julio de 2017

Bloomsday o Blufday: 16 de junio en Dublín



Bloomsday es Blufday, está confirmado. Hace dos años, después de un viaje a Dublín, engañado por las noticias del día de Leopold Bloom, alabé el hecho de que una ciudad se volcara en la celebración de la literatura, como si de una Champions o de una Virgen se tratara. Todo humo. Ni Dublín se deshace por celebrar la obra de Joyce; ni nadie, salvo cuatro octogenarios, se visten de época para conmemorar el día del Ulises. Fiesta multitudinaria y literatura no casan bien. El Bloomsday es un Blufday. Dublín no es Benidorm, ni la novela de Joyce tiene el mismo tirón que las happy hours. El placer de la alta literatura no vende bien. Algunos viejos comen sandwiches de gorgonzola en el Davy Byrnes, otros se han levantado de las tumbas y otras se han escapado de Ascot sin quitarse los tocados de fantasía. Ellos, los únicos, se sientan alegres ante una copa de borgoña. 
No hay motivos para que los dublineses se echen a la calle. Una novela casi ininteligible no lo merece. Un santo vestido de verde o una despedida de soltera o las tiendas abiertas, sí. No, Dublín no es una excepción, por muchos premios Nobel que hayan nacido en sus calles. Aquí no se celebra el Bloomsday, sino el Moneysday, como en el resto de Occidente. 
Una jauría de jóvenes irlandesas vestidas con minifaldas militares secan los 450 serpentines de Temple Bar. Detrás de ellas, las chicas del duende, amantes del grog y el chupito. La calle del viernes tarde revienta de alcohol y bullicio. No, no celebran a Mulligan, ni a Dedalus, ni a Haines; sino el fin de semana, el fin del celibato, el fin del mundo. No hay motivo para montar una fiesta por un personaje de ficción creado por un irlandés borracho. Los concursos de aguante en la barra, las danzas celtas y los tours por los pubs con pulseras verdes no homenajean a Joyce. Amantes de la literatura, dos, con las uñas de los pies arañando la tapa del ataúd. Es Blufday. Jolgorio del viernes: pintas, güisqui, farlopa en la acera, borrachos sin cencerro y algunos sombreros de paja proporcionados graciosamente por pubs interesados en el negocio del gorgonzola. 
Es de noche en el Blufday. Una señora de 90 años acompañada por sus hijos tropieza en el escalón. La hija nos aclara, "no, no es por el escalón; es por el vino". Sus mejillas coloradas la delatan, añora el antiguo Bloomsday o al mismo Joyce, podría ser. La noche en Temple Bar es un tumulto de pintas, güisqui y música celta. De camino al hotel, almas en pena esperan a que abra el albergue o la iglesia franciscana con el rostro torcido por la miseria, el alcohol o la heroína. Fin del Blufday. De literatura ni rastro. Joyce no tiene día, Cervantes tampoco. No lo necesitan, de veras.     

viernes, 7 de julio de 2017

"Glosa al puntoycomismo" por Carlos Mayoral



Es el punto y coma un signo de puntuación épico, un héroe dentro del amplio abanico de signos de puntuación en castellano. Lo digo así, directo, para dejar claro el tono del discurso.

El punto y coma no es más que ese ente siempre desconocido, que hace de su desconocimiento un arte; ese ente siempre aislado, que hace de su aislamiento un orgullo; ese ente enigmático, como si se empeñara en mostrar solo la patita de la abuela bajo la puerta del cuento. Eso sí, su uso tiende a difuminarse entre la marea de letras que nos invade. No parece bastar para su supervivencia la elegancia de su grafía (;), que combina los dos rasgos genéticos de sus familiares más ilustres: por un lado, la robustez del punto; por otro, la ligereza de la coma. No importa, aun así va desapareciendo poco a poco con cada texto sin nadie que lo remedie. No obstante, su aura permanece ahí, en el corazón de nuestra gramática, esperando a que la subjetividad del escritor decida por él, ansioso por no ser el último de sus hermanos que salga escena. Siempre fue así, hay muchos tipos de pausas: la corta, a la que nos condena la coma; la media, obligada por el punto y seguido; la definitiva, simbolizada con el punto final… y luego está la pausa del punto y coma, que nadie sabe cuál es, pero que es la más refinada de todas ellas. Porque hay veces que la realidad nos pide una pausa sin saber muy bien para qué. Esas son las verdaderas pausas, las provechosas, las que no tienen principio ni fin. Delante de todas ellas, aunque muchas veces no lo sepamos, hay un punto y coma.

Luego está ese plural invariable (la coma, las comas; el punto, los puntos; el punto y coma, los punto y coma), como si una forma valiera por todas. Es como el plural de dios, que en el mundo moderno y occidental pierde sentido. El símil no es exagerado, los puntoycomistas vemos al signo como una especie de deidad a la que tenemos que rendir pleitesía. El propio texto le rinde pleitesía. De hecho, todas las palabras que siguen al punto y coma han de ser escritas con minúscula (excepto, como ocurre con todo en la lengua, en contados escenarios). Esta suerte de humillación narrativa es lo menos que podríamos esperar de una figura tan importante para el castellano como es esta. Su difícil supervivencia responde a un motivo principal: corren malos tiempos para la subjetividad. Es este un mundo marcado por las reglas y, lo que es peor, por la complicidad del habitante del siglo XXI para adaptarse a ellas. El hecho de que el punto y coma ofrezca una cierta libertad es, en opinión de estos párrafos, una licencia que el castellanohablante no está dispuesto a permitirse.

Eso sí, la dignidad de un punto y coma nunca puede ponerse en duda. Por ejemplo, la Real Academia adapta la mayoría de usos de nuestro signo a la utilización de otros signos. Alrededor de este asunto, el puntoycomista siempre encuentra la mirada alta de este signo cuando se enfrenta al Diccionario panhispánico de dudas. Por ejemplo, de su utilización más extendida, la RAE dice: «Separa los elementos de una enumeración cuando se trata de expresiones complejas que incluyen comas». ¿Acaso no queda claro que ceñirnos siempre a la prevalencia de la coma es insuficiente? Un verdadero puntoycomista sabe que hay complejidades (utilizando el mismo término que la RAE) que no caben en una pausa de una coma, como se sugería al principio del texto. Es decir, las reflexiones que más exigen a las meninges salen siempre de un punto y coma, ya lo deja claro el DPD. 

El segundo uso que del punto y coma recoge la Docta Casa es, sin duda, mi favorito. Lo enuncian así: «Se utiliza para separar oraciones sintácticamente independientes entre las que existe una estrecha relación semántica». La relación semántica. Nunca imaginé que a los puntoycomistas nos pusieran en bandeja la razón de nuestras sinrazones. Solo nosotros somos capaces de encontrar la relación semántica que merece un punto y coma. ¿Y qué relación es?, preguntará el lector. ¿Acaso importa? Lo realmente valioso es el fruto de esa relación. La Academia lo sigue definiendo bien: «La elección de uno u otro signo depende de la vinculación semántica que quien escribe considera que existe entre los enunciados. Si el vínculo se estima débil, se prefiere usar el punto y seguido; si se juzga más sólido, es conveniente optar por el punto y coma». Da en el clavo. Ese vínculo sólido es el que mantiene todavía vivo este texto. 

El tercer uso que recoge el diccionario es, quizás, el minoritario entre todos ellos. Se debe colocar el punto y coma delante de ciertas conjunciones (mas, pero, sin embargo; todo adversidad) siempre que las oraciones a las que da paso la conjunción tenga «cierta» longitud. La Academia utiliza ese adjetivo, «cierta», de nuevo colocando sobre las espaldas del hablante el peso de una decisión tan importante como es imponerle una pausa a nuestra vida. Como si no tuviéramos bastante con decidir la velocidad punta, la aceleración, el rock and roll; ahora también tendremos que hacer hincapié en el freno, en la duda, en el silencio. Dado que se trata de conjunciones en su mayoría adversativas, todo puntoycomista sabe que la mejor manera de contradecir algo o a alguien (en este caso, una idea) es colocando un punto y coma sobre su dignidad textual. Es, al fin y al cabo, el sino de todo «símbolo»: «simbolizar» algo en nuestro imaginario. El último apéndice académico referido al uso del punto y coma es un tanto desconcertante. Reza algo así: «Detrás de cada uno de los elementos de una lista cuando se escriben en líneas independientes y se inician con minúscula». Como no tengo ni idea de a qué se refiere, solo puedo decir que pondré punto y coma como está mandado cuando de saltar líneas se trate; de hecho, la mayoría de lenguajes de programación finiquitan sus sentencias con este signo. Alguien debió de verlo claro.

La vida se decide entre silencios. Es tan simple como eso. Mañana, en el fragor de un texto, la quietud de un punto y coma nos hará grandes. Los días son demasiado largos, los textos demasiado rápidos; pero todo puntoycomista sabe que en el espacio que cabe en un punto y coma (ya saben, menor que un punto, mayor que una coma) se esconde la esencia de cualquier épica.

Que se lo digan, si no, a las trece veces que, a través de estos renglones, se dejó ver.

miércoles, 5 de julio de 2017

Playas del norte


Se han esfumado las brumas. El mundo amanece envuelto en un paño de azules sin mácula. Las olas han claudicado. No hacen falta los puentes, ni las plataformas de verano. Se podría pisar el mar sin miedo, si no soportáramos este peso muerto que nos hunde incluso en el asfalto. Hay poca esperanza para la natación, a pesar de las condiciones inmejorables. Solo tablas de surf y picos de gaviota. El sol asoma tímido, atento a la brisa de una mañana de vasos de cristal. La romperemos en cualquier momento, no hay duda, en añicos, como todas. Huele a algas podridas, a sal y a viento de la montaña. Hemos perdido los dientes y no podremos masticar el mar sin rajarnos las encías. Ya no estamos para sabores ásperos. Nos hemos arruinado el paladar con palabras de vidrio y humo, con imágenes de cenizas y porquería. Por suerte, hay papillas para desdentados y tullidos. Papillas para tragar el mundo sin saborearlo, sin masticarlo, sin apreciar la textura de las algas podridas, de la sal y del calamar varado en el puerto.