jueves, 12 de enero de 2017

"No me convenzes, ni con Z ni con C" por Sergio del Molino


Había leído y escuchado a tanta gente cabreada por Convénzeme, con Z de Zweig, el programa de libros de Mercedes Milá en Mediaset, que me vi tentado de comprobar si era tan irritante como decían. Y la verdad es que no lo es, y eso no es bueno para el programa, si se hace caso a su manifiesto fundacional, expresado por la propia Milá: “No queremos escritores, ni editores, ni críticos: han tenido su tiempo, han hablado de todo lo que han querido y a los lectores nunca nos han hecho caso. Jamás nos han preguntado por qué leemos, por qué nos gusta tanto un libro o por qué nos disgusta otro. Ha llegado nuestro momento”. Hay una beligerancia contra los escritores, editores y críticos, entendidos como un establishment sordo y ciego a los gustos y pasiones del pueblo oprimido. Es decir, es un programa contra mí, o debería sentirlo contra mí. Debería enfadarme, hacerme retorcer en mi sillón de orejas y provocar que se me cayesen la pipa, el monóculo y la copa de brandy. Y, sin embargo, me quedo como estoy. El programa me deja indiferente. Si acaso, si lo pienso un poco, algo triste, pero esa tristeza viene por mi propia reflexión, no es culpa del programa en sí.
Digo triste porque sé de sobra lo dificilísimo que es abrir ventanas en la tele y en la radio (incluso en la prensa, cada vez más) para hablar de libros. Sé (porque me lo han dicho mientras tomaban un vino conmigo, no son suposiciones) de tres o cuatro prestigiosas presentadoras, y algún presentador, que llevan años suplicando que les dejen montar un programa de libros o de contenidos culturales, y no hay manera. Incluso en televisiones públicas, que llevan en su razón de ser el encargo de divulgar la cultura, el tiempo dedicado a los libros es rácano y sus responsables trabajan siempre con una espada de Damocles porque sus jefes tienen pánico a dejar hablar a un escritor más de cinco minutos, no sea que se esfume la poca audiencia que se tiene. Hay tan poquita cosa y es tan improbable que un libro arañe un ratito de tele, que cuando se consigue, hay que hacerlo muy bien. Un programa como Convénzeme podría tener sentido en un panorama audiovisual donde fuera cierto eso que dice Milá de que “han tenido su tiempo” y “han hablado de todo lo que han querido”. ¿Dónde? ¿En qué cadena? ¿Cuándo fue eso? ¿Por qué me lo perdí? Si hubiera una oferta de programas culturales decente, se podría complementar con todas las tonterías y boutades que se quieran, pero, que yo sepa, Convénzeme es el único espacio que Mediaset dedica a los libros en todos sus canales, que suman muchísimas horas de programación. Es también el único programa dedicado a los libros emitido por una televisión privada. Si ese es el compromiso de la tele con la literatura, sólo puedo tomármelo a broma. Mediaset nos quiere contar un chiste, nada más.
Un programa grabado en una librería (propiedad de la presentadora) con teléfonos móviles en lugar de cámaras. Ahora se llama innovación lo que antes era cutrerío, hacer las cosas con el presupuesto de un Bollicao y con el espíritu de unos alumnos haciendo prácticas para aprobar una asignatura. Cuando un medio de comunicación apuesta por algo, se nota principalmente en que tiran la casa por la ventana. En plató, recursos, gente, técnica, lo que sea. Convénzeme parece más una concesión contractual para retener a una estrella, como si pide cerezas y champán en el camerino. ¿Que quiere media horita para sus cosas de libros? Pues se compran unos iPhones y se apaña, que caprichos más raros se han concedido. Luego se coloca en la parrilla de uno de esos canales de la TDT que nadie ve y que no se sabe qué hacer con ellos. Mínima molestia para Mediaset, y Mercedes Milá, tan contenta con su juguete nuevo.
En cuanto al contenido, el enfoque populista, marca registrada de Milá en casi todos sus productos, causa más risa que indignación. Tiene que ver con esa creencia totalizadora, fermentada en las redes sociales, de que el pueblo ha tomado la palabra, arrebatándosela a los sacerdotes que la tenían secuestrada. Yo creo, de nuevo, que es simple pereza y chapuza: a los lectores espontáneos que salen no hay que pagarles. Buscar colaboradores cualificados que sepan de lo que hablan no sólo cuesta dinero, sino que requiere tiempo y esfuerzo para seleccionarlos, y ni Mediaset ni Mercedes Milá están para recoger currículos ni hacer pruebas de cámara. Llenar el programa con aportaciones espontáneas libera también la partida de guionistas del presupuesto. Cuando una cadena presume de dejar participar a la audiencia o incluso le dice que ella forma parte del equipo es porque quiere que la audiencia le haga el programa gratis.
Cabe preguntarse qué interés tienen los juicios literarios de lectores que pasaban por allí, de quienes no sabemos nada, ni su bagaje cultural, ni de dónde vienen, ni adónde van. A los críticos, escritores, periodistas y escritores se les podrá tener en cuenta o no, pero se trabajan su credibilidad. Ustedes podrán tomarse en serio las recomendaciones que dejo aquí cada semana o pensar que soy un idiota iletrado, pero no soy un misterio: si ponen mi nombre en google averiguarán un montón de cosas sobre mi trayectoria, mis libros, mis artículos, mis intervenciones, mis conferencias, etcétera, y esa información les servirá para poner en contexto mis juicios y decidir si merece la pena perder el tiempo con ellos. A mí no me interesan las recomendaciones que trae el viento. A usted, tampoco. ¿O valora por igual los consejos de todos sus amigos? Cuando necesita una guía, una recomendación o una pista, ¿pregunta al azar a la primera persona que se cruza por la calle o procura acercarse a alguien que sabe del asunto que le preocupa? Cuando se va un fin de semana a Londres, ¿a quién le pregunta por un restaurante? ¿Al amigo que ha vivido diez años en Londres o al que nunca ha salido de su pueblo? Que un completo extraño, cuya relación con la literatura ignoro, me diga que hay que leer o que desleer tal o cual libro, ¿qué me aclara?
Hay en España periodistas, escritores, guionistas y presentadores con enorme talento y oficio, capaces de producir contenidos culturales para un público generalista que no den vergüenza ni parezcan el trabajo de fin de curso de unos alumnos de segundo de periodismo. Convénzeme es una burla a la vocación y el trabajo de toda esa gente. Una burla tan gratuita como el coste del programa. Una burla que sólo se consiente en el ámbito de la cultura, porque no veo que se hagan programas de deportes o de política con intervenciones de tipos espontáneos. Las cadenas no consentirían que entrase cualquiera a hablar de esos temas. Para eso sí que hay selección y profesionalización. Para los libros… Total, si sólo son libros, ¿qué más da? Rellena como sea y termina rápido.


miércoles, 11 de enero de 2017

Un profesor pirata: Alberto Sacido

Un profesor pirata, un colega de veras que propone unos métodos de enseñanza distintos que sirven para  enseñar y no para adocenar.

sábado, 7 de enero de 2017

"La verdad sobre editores y autores" por Juan Bonilla

Kurt Wolff pensaba que había dos clases de escritores: los que se presentaban al editor mediante una carta en la que trataban de defender lo que habían escrito y los que se presentaban directamente en el despacho del editor convencidos de que su presencia era indispensable para que se produjera el encantamiento. Robert Walser pertenecía al primer tipo: sus cartas eran maravillosas descripciones de los libros de relatos que enviaba (y Wolff sabía que aquellos relatos no alcanzarían a más de 100 lectores, pero se convenció de que merecía la pena poner en mano de esos 100 lectores los cuentos de Walser, que hubieron de esperar muchos años, a una reedición de Suhrkamp, para merecer una tirada de 1.000 ejemplares).
Gustav Meyrink era el capitán de los escritores del segundo tipo: se presentó en el despacho del editor y empezó a vender las bondades de su obra y, luego de media hora de monólogo, dio por hecho que Wolff estaría encantado de ocuparse de la edición de sus novelas. Todavía faltaría un tercer tipo de escritor: lo representaba Kafka, también en esto un adelantado, aunque involuntariamente. Sin que tuviera precedente en la experiencia del joven editor Wolff, Kafka les llegó por una tercera persona: Max Brod. Algo así como un agente. Lo que Brod contaba de los textos de Kafka tenía tal convicción que los editores le insistieron en que les llevase al genio o les mostrase sus fantasías. Un genio que, en persona, parecía muy poco seguro de su genialidad, o más bien poco seguro de que su genialidad pudiera despertar el menor interés en nadie, a pesar de lo cual Wolff publicó Contemplación, una brevísima gavilla de textos que necesitó de amplios márgenes para lograr dar el grosor de un delgado volumen.
Wolff -que dio a conocer no solo a Walser y Kafka sino también a autores como Karl Kraus, Georg Trakl o Heinrich Mann- pensaba que había dos tipos de editores: los que editan los libros que merecían ser leídos y los que editan los libros que la gente quiere leer. Los de la segunda categoría, como nuestra afamada folclórica, «se deben a su público». Los primeros se aventuran en la empresa de crear un público. Naturalmente para Kurt Wolff, los editores de la segunda categoría apenas merecían el nombre de editores.
Pero ¿no podía darse en alguna ocasión la circunstancia, todo lo dichosa que se quiera, de que lo que la gente quisiera leer fuera precisamente aquello que merecía ser leído, por utilizar los dos rangos de Kurt Wolff? Y en cualquier caso, para detectar en la gente ese deseo de leer algo y ofrecérselo, ¿no era necesario asimismo un talento, un olfato, una capacidad que sí que hacía merecedor del nombre de editor a quien lo ostentara? Maxwell Perkins tenía ese olfato y ese talento. Cuando llegó a sus manos la primera versión de la primera novela de Scott Fitzgerald (A este lado del Paraíso, 1920) enseguida vio que aquel muchacho desconocido conseguía captar la atmósfera de la época y que una legión de jóvenes iban a sentirse reflejados en aquellas páginas en las que el cuidado verbal se daba la mano con una asombrosa capacidad para retratar personajes e indagar en ellos a través de sus hechos. La novela lanzó al, acaso, más formidable novelista americano del siglo XX, en cualquier caso a uno de los indispensables («To Maxwell Perkins in apreciation of much literary help and encouragement», se lee en la dedicatoria de Hermosos y malditos, 1922). Perkins venció toda reticencia para que aquella novela viese la luz y para empujar a Scott Fitzgerald a una vida de escritor -de la que sacaría grandes réditos tanto económicos como literarios, pues sus artículos recordando la época en la que pagaban muchos dólares por un relato, escritos cuando el negocio estaba en quiebra y su talento se apagaba, son una delicia: pueden leerse en Mi ciudad perdida, libro del que Scott entregó a Perkins un índice, aunque no llegó a editarse en vida del autor, entre otras cosas porque Perkins consideraba que lo que mejor convenía a Scott era publicar ficción-.
Otro de los autores con los que Perkins trabó una consolidada amistad que fue más allá del negocio literario fue Hemingway, a quien, cuando éste se recluyó en Cuba, le escribía largas cartas pidiéndole que dejara de preocuparse de si sus libros funcionaban o no, de si subían en la tabla de los más vendidos. Tenía la intuición de que Por quién doblan las campanas iba a devolverle a Hemingway la fortaleza y el prestigio que se habían ido diluyendo entre las élites sin que perdiera por ello la atención de los miles de lectores que le tenían por el novelista americano más notable del siglo.
Ahora le han dedicado una película (mediocre) a Perkins. Se interesa en su relación de maestro con el novelista Thomas Wolfe, a quien prácticamente esculpe, disolviendo todas sus dudas, dirigiendo sus pasos, un poco como un director de orquesta que no sabe tocar el violín pero consigue que 10 violinistas saquen al aire la melodía que quiere escuchar. De los dos papeles de Perkins, aunque el más legendario sea el de tallador de escritores, el más útil, para hacernos idea de lo que fue, quizá sea el de amigo de sus autores, el que trata de igual a igual a Scott Fitzgerald y Hemingway, aquel cuyas cartas a sus autores pudieron recopilarse en un volumen lleno de detalles de vida cotidiana y consejos y también muchas dudas, pero, sobre todo, rebosante de una ciega confianza en la eficacia y belleza de lo que escribían sus autores. Naturalmente Kurt Wolff hubiera afeado a Perkins que estuviese tan pendiente del impacto de los libros de sus autores y, naturalmente, Perkins le hubiese respondido que había algo a lo que él, como editor asalariado que era, tenía que responder ante Charles Scribner's Sons & Wolff: la cuenta de resultados.
También T.S. Eliot tenía que responder a la cuenta de resultados: ésta no es un invento de las últimas décadas en las que todo el mundo da por bueno que vivimos en tiempos de literatura comercial, masticable, que necesita rendir beneficios para merecer salir a la luz (seguramente no ha habido otra época como la nuestra en la que tantos libros que salen a la luz sean deficitarios y haya tantos Kurts Wolffs buscando a 100 lectores para sus Roberts Walsers). Ciertamente, las opiniones de grandes editores como Jason Epstein en La industria del libro y Andre Schiffrin en La edición sin editores parecen inclinar la balanza hacia un panorama desastroso en el que «la edición de calidad» fue aniquilada en favor del libro comercial que satisface la demanda del día. Son testimonios tajantes que se proponen de alguna forma como algo más que un síntoma: la transformación del mundo editorial es resultado de los efectos de las doctrinas liberales sobre la difusión de la cultura, para lo cual el libro no puede ser más que una mercancía sobre la que obtener grandes beneficios.
Puede que esos días lleguen -o puede que no-, pero lo cierto es que basta darse un paseo por una librería bien surtida para darse cuenta de que ni el panorama es tan aterrador ni es tan verdad que la edición de calidad ha sido arrasada. Y, aunque sea cierto que la necesidad de producción es enloquecedora y las novedades apenas duran unas semanas en las librerías, también lo es que internet se ha convertido en una librería de fondo como las de los años 60 y 70, en las que era fácil encontrar libros publicados una década antes. Así que acaso el problema no esté en la calidad de las ediciones, ni en las decisiones de los Perkins de hoy, sino más bien en la curiosidad de los lectores, en sus necesidades o quizá en la peligrosa apuesta de la autoridad competente, que rige la educación, que parece empeñada en convencer a quien la padezca de que la literatura no es una necesidad.
Como se sabe, Pound hizo de editor de Eliot -como Kurt Wolff, empezó buscando 100 lectores para obras que creía que los merecían-. Aunque no firmaba con su nombre, sabía aliarse con pequeños editores para producir preciosos volúmenes. Eliot le mostró un largo poema que había escrito después de publicar Prufrock y otras observaciones. Pound aplicó una tijera salvaje sobre el poema. La tijera es la herramienta favorita de los editores americanos, piénsese en lo que hizo Gordon Lish con los cuentos de Carver, que luego salieron en su versión original para que podamos comprobar si acaso no se pasó un poco con aquellos trasquilones que, en efecto, añadían misterio: Barry Hannah llegó a declarar que Gordon Lish era un genio: tachaba de una página quince líneas y dejaba sólo cinco, y por mucho que le doliera al autor, Gordon Lish llevaba razón. "Era un genio", dijo Hanna. Genio es precisamente el título original de la película sobre Perkins.
En el caso de Pound y Eliot, el resultado es La tierra baldía. Las intervenciones de Pound transformaron un poema al que le sobraban datos y explicaciones en un misterioso artefacto que todavía hoy conmueve y pone en pie un mundo -el que empieza tras la Gran Guerra-. Después Eliot asumió labores de editor en la casa Faber & Faber y allí dio cobijo a nuevos poetas que renovarían la poesía inglesa: Auden y Spender, primero, a comienzos de los años 30, y Ted Hughes más tarde. También publicó en el año 39 ese cacao titulado Finnegans Wake con que se cerraba la obra de Joyce. Joyce tuvo también una editora colosal cuando nadie parecía interesado en su producción: Sylvia Beach, librera de la parisina Shakespeare and Company, en cuyas memorias brilla emocionante una página en la que tiene que ir a la estación de tren para recoger los primeros volúmenes del Ulysses, publicado con cubierta de azul griego. En su caso, la obra precede a la editorial: se hizo editora solo para publicar el Ulysses.
Pero ser editor es también una profesión de riesgo: hay leyendas que todos conocemos acerca de manuscritos de obras colosales arrojadas a la papelera por un editor. Y rechazos famosos como el protagonizado por Proust y Gide -el segundo era editor de la NRF cuando le llegó el primer volumen de la novela de Proust-. En su caso fue la pereza la que le empujó a echar a un lado el tocho que Proust acabó imprimiendo a sus expensas. 

viernes, 6 de enero de 2017

"Si una noche de invierno un viajero" de Italo Calvino


En la novela de Italo Calvino Si una noche de invierno un viajero, el autor reflexiona sobre la desaparición del tiempo y del lugar durante el viaje en avión:

"Te abrochas el cinturón. El avión está aterrizando. Volar es lo contrario del viaje: atraviesas una discontinuidad del espacio, desapareces en el vacío, aceptas no estar en ningún lugar durante un tiempo que es también una espacio de vacío en el tiempo; luego reapareces, en un lugar y en un momento sin relación con el dónde y el cuándo en que habías desaparecido.
Mientras tanto, ¿qué haces?, ¿cómo ocupas esta ausencia tuya del mundo y del mundo de ti? Lees..."

miércoles, 4 de enero de 2017

Don Quijote es de Lisboa


En esta teoría estoy: después de viajar a Lisboa y pasar cuatro días allí, me ronda la idea de que el hidalgo español que Cervantes retrató, el viejo melancólico que recorrió La Mancha armado como un caballero medieval, no era originario de un pueblo manchego, sino de una calle de Lisboa. La descripción inicial que nos da Cervantes de su personaje es una falacia, uno más de los muchos engaños que contiene la historia. No, don Quijote no estaba loco, ni mucho menos. Don Quijote padecía de saudade y tenía inscrito en su carácter ese espíritu desdichado y nebuloso que he podido observar en muchos de sus compatriotas allende las fronteras de la Extremadura. No es gravedad, ni antipatía, ni por supuesto misantropía. El Caballero de la Triste Figura es un taxista lisboeta callado, taciturno que quiere dejar su trabajo, desea abandonar el eterno asiento de su Mercedes sin suspensión para subirse a lomos de algo que se mueva, pero que se mueva de veras. Y no andar al lado de turistas, burócratas o adolescentes ebrios, aguantando sus lenguas ininteligibles y sus ínfulas del primer mundo. Don Quijote es un hidalgo de Lisboa, con el espíritu entristecido por una ciudad monótona, sin brillo y por una música que nunca anima al baile. Don Quijote vive junto a Pessoa en una calle empedrada por donde el tranvía circula atestado de turistas, salvando a los muchachos que se sientan al sol en el filo de la acera, sin nada que hacer, sin ningún juego entre las piernas. Don Quijote era de comer frugal, de vela y abstinencia, de mucho leer y poco reír, como los conserjes de los hoteles de Lisboa: amables, enjutos e impasibles. Arañados por la conciencia del morir, sus ojos siempre están traspasados por la guadaña de quien añora la vida. Ese es don Quijote, sin duda: un recepcionista de hotel o un taxista que trabaja y vive a orillas de un estuario y que se ha rebelado contra su destino.

viernes, 30 de diciembre de 2016

Joseph K. y las compañías telefónicas


Protagonista de esta historia: Joseph K. (personaje robado a Kafka), con trabajo fijo, familia fija y torpeza contrastada.
Nombres de las tres empresas de telefonías móviles: X, Y y Z. Expertas en extorsiones, chanchullos y enredos de folletín.

Joseph K. está cansado de que su compañía X de telefonía móvil le estafe. No respetan las condiciones del contrato y no tiene ganas de pleitos. Decide llamar a la compañía Y para ver otra alternativa. Una operadora de Y (ecuatoriana) le plantea la posibilidad de cambiar de compañía sin ningún esfuerzo y sin ningún coste para Joseph K. Ellos se encargan de todos los trámites. Joseph K. acepta la propuesta.
Cuando el técnico (de Usera) llega para instalar el router y la línea fija le informa de que le asignarán un nuevo número de teléfono, pero en dos días recuperará el antiguo. Después de un mes, Joseph K. no ha recuperado su número antiguo. Los contactos que llaman a su fijo se pierden en el limbo de las líneas telefónicas.
Llama a una operadora (dominicana) de la compañía Y. Le aseguran que en dos días recuperará el teléfono. La portabilidad está en trámite. Pasan dos meses y medio y Joseph K. no ha recuperado su antiguo número de teléfono. Según otra operadora (de Vallecas), debe esperar otro mes. Mientras tanto, llega un recibo de su antigua compañía X por un servicio del que ya no disfruta, el de su perdido número fijo. Desesperado por las interminables gestiones y de que cada operador (de España, Sudamérica y Europa del Este) le dé una razón distinta, decide contactar con otra compañía.
Llama a las operadoras de la compañía Z (todas de Algete). Muy amables, le ofrecen cambiar de compañía sin ningún coste. Ellos, la compañía Z, se encargan de todos los trámites. Le instalan un router nuevo ( el tercero).
El técnico (de Requena) le informa de que le asignarán un nuevo número de teléfono, pero pronto recuperará el antiguo. Para evitar problemas anteriores, da de baja el número fijo que le había instalado la compañía Y. Le amenazan con cobrarle una penalización. Cuando llama a la compañía Z para que no le ocurra lo mismo que en la compañía Y con su fijo, está a punto de romper todos los teléfonos, los routers y los móviles. La operadora (de Algete) le pasa con otro departamento. Una nueva operadora (de Algete) le mantiene a la espera hasta que se corta la comunicación. Así durante dos horas y media.
Por fin consigue contactar con una operadora (de Burgos) decidida a solucionar el problema. Ella solicitará la portabilidad del número fijo antiguo, pero Joseph K. debe firmar un nuevo contrato. Después, la compañía fundirá el fijo de la portabilidad con los móviles contratados anteriormente y luego se dará de baja el fijo nuevo que le instaló la compañía. Joseph K. en su torpeza y confusión accede.
A los pocos días recibe otro router de la compañía Z ( el cuarto). La compañía X le comunica que debe pagar una penalización por la portabilidad de su fijo antiguo. La compañía Y le comunica que debe pagar una penalización por la cancelación de su número fijo. La compañía Z le comunica que debe pagar una penalización por la cancelación del número fijo que le instalaron con el primer router. Joseph K. ya no se dedica a su negocio, ya no piensa en su familia. Su vida está entregada a hablar con las operadoras de las compañías X, Y y Z (de todo el mundo). Es una nueva vida, absurda y cosmopolita. Sueña con routers y discute con máquinas. La conversación más inteligente que ha mantenido en el último mes ha sido esta:
Z: Si es cliente de Z, marque 1; si quiere dar de baja algún servicio, marque 2; si su consulta es cualquier otra, marque 3.
(Marca 1)
Z: El tiempo de espera estimado es de dos a cinco minutos.
(Música de sanatorio)
Z: El tiempo de espera estimado es de dos a cinco minutos.
(La misma música de sanatorio)
Z: Buenas tardes, ¿en qué puedo servirle?
Joseph K.: Quisiera casarme con usted.
Z: Si es usted cliente, marque 1; si quiere dar de baja algún servicio, marque 2...
(Música de sanatorio. Al fondo alguien llora)
(Se repite la escena cinco veces).
No lo dude, si quiere convertirse en un personaje de Kafka, cambie de compañía telefónica.

jueves, 29 de diciembre de 2016

"Espacio: Juan Ramón Jiménez y lo eterno" por Rafael Narbona


“El lenguaje es la morada del ser -afirma Heidegger en su Carta sobre el humanismo (1949)-. En su morada habita el hombre. Los pensadores y los poetas son los guardianes de esa morada”. Juan Ramón Jiménez (Moguer, 1881-San Juan, Puerto Rico, 1958) escribió entre 1936 y 1942 un conjunto de poemas que más tarde se agruparían bajo el título En el otro costado. El libro incluye dos de sus obras fundamentales: Romances de Coral Gables y Espacio, que inicialmente se publicaron de forma independiente. Romances de Coral Gables apareció en México en 1948, y Espacio en la revista Poesía Española, en 1954. La primera edición de En el otro costado no vio la luz hasta 1974, cuando la poetisa, profesora y crítica literaria Aurora Albornoz editó póstumamente la obra, resolviendo con enorme sensibilidad e inteligencia los múltiples problemas que planteaba el manuscrito original. Juan Ramón había pensando como primer título El Ausente y, más tarde, Lírica de una Atlántida, que prefirió reservar como título general para los poemas de su última época. Los textos que surgieron en esos años constituyen el primer tramo de su marcha ascendente hacia una poesía estrictamente depurada, con una percepción fructífera de la muerte, una exigente introspección y un diálogo ininterrumpido con un dios inmanente, que se intuye como la suma de los procesos internos de la conciencia poética. “Espacio”, un largo poema en prosa dividido en tres fragmentos, sintetiza el espíritu de una época que encara la poesía como una forma de conocimiento abocada a la experiencia de lo inefable, con sus cimas y sus caídas. El desplazamiento de la poesía de Juan Ramón hacia la prosa poética refleja la búsqueda de nuevas formas que expresen el latido más profundo de lo real. La poesía no puede transigir con los límites de la gramática y la lógica, cuyo objetivo último es ordenar, clasificar y manipular. El poeta anhela otro orden, que no se corresponde con criterios de funcionalidad. Por eso, ignora -o transgrede- la gramática  y vulnera los principios de la lógica, abriendo un espacio que posibilita la manifestación de lo esencial. “Liberar al lenguaje de la gramática para ganar un orden esencial más originario es algo reservado al pensar y poetizar”, escribe Heidegger. El anhelo de superar la contingencia de un yo inseparable de su peculiaridad material se advierte tanto en los “borradores silvestres” como en la obra de madurez de Juan Ramón Jiménez. A lo largo de casi toda su producción, el poeta opone el caos a la armonía pitagórica, la penumbra de la razón a la luz mística, el olvido a la eternidad, recurriendo a símbolos como el círculo, la fuente o la rosa para expresar ese orden esencial, originario, donde el ser comparece como lo más próximo y el hombre como su necesario interlocutor.
La desnudez y totalidad que caracterizan el último tramo de la poesía juanramoniana brotan de una disposición de escucha claramente opuesta a la voluntad de poder de la razón técnico-instrumental. De acuerdo con el programa expuesto en Diario de un poeta recién casado (1916), se pretende ir a la cosa misma, no dejarla caer, permitir que se muestre en su plenitud y en su misterio, en su gozosa materialidad y en su perdurable espiritualidad. Las distintas formas de vida -un chopo, un río, un hombre- no se agotan en su individualidad. No son simples objetos, sino “elementos eternos” orientados a “la vida verdadera”. Sin embargo, la razón sólo advierte su dimensión como entes, sin reparar en el despliegue del ser que soporta su existir. Ese reduccionismo surge de la instrumentalización del lenguaje como simple herramienta, sin otro cometido que asignar un valor de uso a las cosas. La autenticidad del poeta se mide por su capacidad de emancipar al lenguaje de ataduras y conceptos, asumiendo un proyecto que paradójicamente puede conducir al silencio: “Creo que en la escritura poética, como en la música y la pintura -confiesa a Luis Cernuda en una carta escrita en Washington en 1943-, el asunto es la retórica, ‘lo que queda’, la poesía. Mi ilusión ha sido ser más cada vez  el poeta de ‘lo que queda’, hasta llegar un día a no escribir”. Como ha señalado Francisco Javier Blasco, Juan Ramón establece una importante distinción entre poesía y literatura: “Lo que generalmente se quiere imponer como poesía es literatura; lo que nosotros queremos imponer como poesía es alma”. El verdadero poeta no se conforma con producir belleza formal, relativa: “La poesía está mucho más allá de la belleza relativa, y su espresión pretende la belleza absoluta”. La literatura no es forma, sino esencia: “La letra (la literatura) mata. Es la esencia la que vive, la que contagia, la que comunica, la que descubre…”. La literatura es arte que acontece en el tiempo y el espacio. La poesía trasciende el tiempo y el espacio, afincándose en la eternidad. Aunque la poesía pura y abierta de Juan Ramón Jiménez nunca pierde “su raíz existencial”, su origen último es -con palabras de Blasco- “la fuerza de irradiación y transformación de una realidad misteriosa e inefable, sin la cual jamás habrá poesía posible. Dicha fuerza se puede experimentar, pero no definir conceptualmente. Escapa por ello al análisis y a la selección”.
Juan Ramón Jiménez empleó trece años en escribir “Espacio”. Durante ese período, leyó -entre otros- a Spinoza y Hegel, realizando pequeñas incursiones en la física de Einstein mediante textos divulgativos. De Spinoza, asimiló la idea de un dios inmanente, indiscernible de la naturaleza. Aunque el filósofo judío holandés niega la inmortalidad individual, admite que todo lo existente experimenta la compulsión de subsistir, de perdurar indefinidamente. Juan Ramón asumió ese conflicto como un diálogo permanente entre la conciencia interior y la conciencia absoluta, entre el yo finito y una infinitud inmanente que fluye sin descanso, reuniendo los distintos momentos del devenir. De Hegel, aprendió que el Espíritu se objetiva progresivamente, de acuerdo con una perfectibilidad creciente. Esa idea le ayudó a preservar la esperanza, no ya de un más allá inteligible, sino de un mundo capaz de redimir sus conflictos mediante la fraternidad universal. La vida del Espíritu no sólo salva a la humanidad, sino que además ofrece un mañana a las cosas, pues nada es despreciable en un proceso de perfección. “Espacio” puede leerse como una recreación de la historia del Espíritu, que sortea el riesgo del nihilismo, postulando el carácter inaudito e irrepetible de cada brizna de realidad. Por último, Juan Ramón Jiménez incorporó a su poesía la descripción de la realidad psíquica como un “flujo de conciencia”, un movimiento que responde a reacciones inmediatas con el entorno y no a pautas lógicas preestablecidas. Esta teoría, formulada por William James, se combinó en muchas ocasiones con las investigaciones de Freud sobre el inconsciente, según las cuales las pulsiones primarias proceden del instinto. El monólogo interior de James Joyce y la escritura automática de los surrealistas intentaron reproducir el “flujo de conciencia”, a veces prescindiendo de cualquier pretensión de sentido. Juan Ramón procedió de modo parecido en “Espacio”, pero conteniendo la dispersión y preservando el significado. Como ha señalado Víctor García de la Concha, el poeta de Moguer “parte no tanto de ideas cuanto de ritmos y emociones”.
En el prólogo de “Espacio”, Juan Ramón apunta que siempre ha fantaseado con un poema “sin asunto concreto, sostenido sólo por la sorpresa, el ritmo, el hallazgo, la luz”. En otro lugar, afirma que “Espacio” nació “en una embriaguez rapsódica”, como “una fuga interminable”. Y -de nuevo en el prólogo- aclara: “Lo que esta escritura sea ha venido libre a mi conciencia poética y a mi espresión relativa, a su debido tiempo, como una respuesta formada de la misma esencia de mi pregunta o, más bien, del ansia mía de buena parte de mi vida, por esta creación singular”. No sin cierto eco órfico-pitagórico, afirma en el Fragmento primero: “Pasan vientos como pájaros, pájaros igual que flores, flores soles y lunas, lunas soles como yo, como almas, como cuerpos, cuerpos como la muerte y la resurrección; como dioses”. Juan Ramón escribe dios en minúscula, distanciándose de la teología católica, que atribuye a Dios omnipotencia, providencia y omnisciencia. “¿Quién sabe más que yo, quién, qué hombre o qué dios, puede, ha podido, podrá decirme a mí qué es mi vida y mi muerte, qué no es?”. La insistencia en escribir dios en minúscula retrasó la aparición de “Espacio” en España, pues en la inmediata posguerra la censura eclesiástica oponía su veto a cualquier ejercicio de libertad, particularmente si se aplicaba a sus dogmas. ¿De qué dios habla el poeta? ¿De un dios identificado con la conciencia interior, con un yo romántico hipostasiado como suprema objetivación del espíritu? ¿De un dios que se confunde con la naturaleza? ¿Estamos ante una interpretación panteísta de la divinidad? Juan Ramón no se baña en las aguas de la exasperación romántica, con su subjetividad exacerbada. Tampoco se adhiere al credo panteísta. El dios al que alude es un absoluto al que se accede mediante la contemplación y la experiencia interior. Un absoluto inmanente, que deviene y crece con la cosecha del tiempo. Un absoluto que reúne la identidad y la alteridad, lo uno y lo múltiple. Es un absoluto que nos hace salir de nosotros mismos y regresar con la conciencia iluminada por un chispazo de logos. Logos que no es razón cartesiana, instrumental, sino razón poética, que funde lo central y lo periférico, la subjetividad y la otredad. Pese a que Juan Ramón aseguró haber visto “en lo místico panteísta, la forma suprema de lo bello”, su intimismo -que convoca al yo con su inevitable historia- siempre apunta al otro, al “hombre hermano”. El dios intuido por el poeta es la fuente de “esa esperanza májica” que llamamos eternidad. No se refiere a la eternidad anunciada por la iglesia católica, con la que rompió en 1917, sino a una eternidad que suma y no resta, “la suma que es el todo y no acaba”. La eternidad vive. No es algo inmóvil y, menos aún, un bucle. El círculo que fascina al poeta no esconde el eterno retorno, sino una apertura. La eternidad es suma, pero la suma no es cantidad, sino amor. La eternidad no es duración ilimitada (“grande es lo breve”), sino abundancia, profusión. Sólo podemos entender la naturaleza de lo eterno mediante imágenes, como el mar, quizás la metáfora más poderosa del segundo Juan Ramón: “Para acordarme de por qué he nacido, vuelvo a ti, mar”. La eternidad es un ideal y la conciencia finita no puede vivir sin ideales: “Hombres, mujeres, hombres; hay que encontrar el ideal, que existe”. Mirando hacia atrás, rectifica: “No, no era todo menos, como dije un día, ‘todo es menos’; todo era más, y por haberlo sido, es más morir para ser más, del todo más”. La fecundidad de la muerte, que añade y no resta, revela la verdadera dimensión del presente: “¡Sí, todo, todo, ha sido más y todo será más! No es el presente sino un punto de apoyo o de comparación, más breve cada vez; y lo que deja y lo que coje, más, más grande”.
El presente no es algo desdeñable, sino un milagro sucesivo, una teofanía en progreso. Con sensibilidad franciscana, Juan Ramón Jiménez celebra el canto de un pájaro: “¡Cómo te llamo, cómo te escucho, cómo te adoro, hermano eterno, pájaro de la gracia y de la gloria, humilde, delicado, ajeno; ánjel del aire nuestro, derramador de música completa!”. Para comprender, no hay que elaborar conceptos. Para comprender, hay que cantar y amar. “Pájaro, amor, luz, esperanza; nunca te he comprendido como ahora; nunca he visto tu dios como hoy lo veo, el dios que acaso fuiste tú y que me comprende”. Juan Ramón finaliza el Fragmento primero con optimismo dionisíaco: “¡Qué regalo de mundo, qué universo májico, y todo para todos, para mí, yo! […] Todo es nuestro y no se nos acaba nunca! ¡Amor, contigo y con la luz todo se hace, y lo que haces, amor, no acaba nunca!”. Podemos vislumbrar la eternidad en “la presencia concreta” de las “imájenes de amor”. Esa presencia está al alcance de todos, pero sólo la percibe el poeta -y poeta es todo hombre que reconoce la belleza absoluta. “Suma gracia y gloria de la imajen”, escribe Juan Ramón. La imagen no es algo efímero o imposible, sino la verdad profunda del ser.

No es casual que Juan Ramón Jiménez colaborara durante su exilio con Orígenes, la revista fundada por José Lezama Lima. Ambos poetas concebían al hombre como un ser para la eternidad, pero con una importante diferencia: Lezama creía en la resurrección del cuerpo y el alma; Juan Ramón, en cambio, sólo esperaba una inmortalidad impersonal, que podíamos intuir al descubrir el rumor del universo en nuestro interior, con su espacio, su tiempo y su luz, expandiéndose como una interminable obertura. En cualquier caso, el camino hacia la eternidad pasa necesariamente por la poesía, que convierte el pasado -aparentemente inerte- y el futuro -aún inexistente- en luminosa presencia.

Un paseo con mi padre


Hoy he ido a caminar al monte. Como fue costumbre en mi padre en sus últimos años. Hoy he disfrutado de la naturaleza en soledad. Como fue costumbre en mi padre en sus últimos años. Durante todo el paseo me he arrepentido de no haber salido nunca con él. Su mutismo, su silencio, su distancia con el resto del mundo no hacían fácil el acercamiento, pero yo tampoco hice nada por recortarla.
Un año antes de su muerte me aproximé a él por casualidad. Me documentaba para escribir una novela sobre la posguerra y necesitaba su colaboración. Nunca creí que estuviera tan dispuesto a hablar, a confesar intimidades desconocidas para mí. Quizás ese mutismo, esa apariencia huraña y distante no eran más que una pose. Un comportamiento habitual entre los de su generación, una huida hacia adentro. Era difícil hablar con ellos, o eso me parecía a mí, hasta que comencé a preguntarle por sus inicios en el comercio, por la muerte de su padre tras salir de la cárcel, por sus juergas de juventud, por las miserias de posguerra. La conversación fluyó como nunca. Más de cuarenta años a su lado y nunca me había hablado con esa confianza. Nunca me había hablado.
Por eso me arrepiento de no haber salido a caminar a su lado. Él amaba el placer solitario del paseo. Se calaba el sombrero, agarraba el cayado y se calzaba las botas. Salía de casa antes de comer y a veces volvía con la piel quemada o los pies helados. Nunca se me ocurrió decirle: "Me voy contigo". Creíamos, como un asunto de fe, que su elección era firme: soledad y mutismo. Quizá no percibimos que necesitaba de nosotros para escapar de esa sucia mazmorra en la que estuvieron amordazados todos los que crecieron durante la posguerra. Quizás debiera haberle propuesto: "Me voy contigo". Y su soledad y su mutismo habrían acabado mucho antes. Quizás.
No sé si es demasiado tarde, pero, echando mano de la metafísica machadiana, hoy lo he acompañado.

martes, 27 de diciembre de 2016

"Unamuno, último acto" por Miguel Barrero


Si son las acciones las que definen a los hombres, aquel día Miguel de Unamuno se mostró ante los demás con todas las de la ley. Corría el 12 de octubre de 1936 y la Universidad de Salamanca celebraba en su paraninfo el solemne acto de apertura del curso. Francisco Franco había excusado su asistencia, pero sí acudía en representación suya su mujer, la ovetense Carmen Polo. También estaban allí, entre otros, el obispo de la diócesis, Enrique Plá y Deniel, el poeta José María Pemán y el general africanista Millán-Astray, quien llegó escoltado por un grupo de legionarios armados con metralletas. Los sublevados del 18 de julio tenían instalado su cuartel general en la ciudad del Tormes, convertida en epicentro de los fascismos ibéricos. Habían convertido el Día de la Raza en una ceremonia de exaltación nacional. El evento universitario era una parte más, acaso la más relevante, del programa diseñado para la ocasión.
La ciudad donde habían impartido sus clases Fray Luis de León o Elio Antonio de Nebrija era un lugar peligroso en aquellas fechas. Escribió Luciano G. Egido un gran libro, Agonizar en Salamanca (Tusquets), que recrea a la perfección el ambiente a la vez hostil y estrafalario que se respiraba por sus calles en aquellos días inciertos. El general Franco tenía instalado su despacho en el palacio episcopal, se preparaba una gran ofensiva sobre Madrid —de donde se apresuraban a salir las autoridades republicanas ante la inminencia de un ataque— y parecía que la guerra se pondría pronto del lado de los rebeldes. En la trastienda comenzaban las represalias contra aquellos que, con más o menos entusiasmo, se habían adherido a la defensa del sistema legalmente establecido y, en consecuencia, veían cómo se les declaraba enemigos acérrimos de la nueva España que estaba por nacer.
Mientras ocurría todo esto, Miguel de Unamuno, rector de la Universidad de Salamanca y uno de los intelectuales totémicos de la Generación del 98, se sumía en el desconcierto. Nunca había sido un hombre que rehuyera los inconvenientes de la duda, pero la situación política del país le estaba poniendo contra las cuerdas. Él, que llegó a izar la bandera de la II República en el Ayuntamiento de Salamanca en el cada vez más lejano abril de 1931, había acabado por desencantarse ante el rumbo de los sucesivos gobiernos y se vio apoyando el alzamiento militar, por entender que abriría una revolución humanista en la que la lógica y la razón acabarían triunfando sobre el cerrilismo cainita. Cuando en la mañana de aquel 12 de octubre de 1936 abandonó su casa y se puso a caminar, calle Compañía arriba, hacia la Universidad, ya estaba seguro de cuánto se había equivocado, aunque aún no se atreviera a confesarlo abiertamente. No era sencillo. Incomprensiblemente, se había identificado demasiado con una causa que no le pertenecía. A diario llegaban desde Madrid las pullas que le lanzaban quienes, creyendo tenerlo a bordo de su barco, le habían sorprendido navegando en compañía de la tripulación contraria, y él mismo iba viendo cómo, lejos de perseverar por la senda de la regeneración, los que se habían levantado en armas aprovechaban las posiciones que iban ganando para tomarse la revancha contra quienes abrazaban la causa opuesta e imponer sus odios y rencores sobre cualquier idea de reconciliación.
Aquella mañana, en el paraninfo, Unamuno no tenía previsto intervenir. Su cometido se limitaba a abrir el acto y distribuir los turnos de palabra, según le correspondía por su condición de rector. Sí hablaron José María Pemán, que pronunció un discurso de corte ultracatólico y fascista, y también el profesor Maldonado, que en la misma línea llegó a tildar de «anti-España» a los vascos, los catalanes y, en general, todos aquellos que se mostraban desafectos a la cruzada cuyo inicio había tenido lugar unos meses antes en Marruecos. El viejo rector había escuchado en silencio mientras tomaba notas en un papel que sacó del bolsillo interior de su chaqueta. Luego se supo que se trataba de una carta que pocos días atrás le había remitido la esposa de Atilano Coco, un íntimo amigo suyo que había sido arrestado tras la sublevación y cuya liberación él mismo había solicitado, sin ningún éxito, ante el gobernador civil. Cuando Maldonado puso fin a su intervención, Unamuno respiró profundamente. El autor de aquel ensayo titulado Del sentimiento trágico de la vida, que tanta repercusión había tenido, estaba viendo cómo el último tramo de su existencia se convertía en toda una tragedia a la que urgía escribir un final acorde con su desarrollo. Por eso, en vez de limitarse a clausurar el acto, se levantó de su asiento en la mesa presidencial y caminó lentamente hacia el estrado, con aquel papel en el que había garabateado algunas anotaciones inconexas bien apretado entre los dedos de su mano derecha.

—Estáis esperando mis palabras, me conocéis bien y sabéis que sois incapaz de permanecer en silencio; a veces, quedarse callado equivale a la aquiescencia —dijo tras ubicarse ante el atril, la mirada fija en los asistentes—. Quiero hacer algunos comentarios al discurso, por llamarlo de algún modo, del profesor Maldonado, que se encuentra entre nosotros. Se ha hablado aquí de guerra internacional en defensa de la civilización cristiana; yo mismo lo hice otras veces. Pero no, la nuestra es sólo una guerra incivil. Vencer no es convencer, y hay que convencer, sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión. Dejaré de lado la ofensa personal que supone su repentina explosión contra vascos y catalanes llamándolos «anti-España»; pues bien, con la misma razón pueden decir ellos lo mismo. El señor obispo —añadió mirando a Plá y Deniel—, lo quiera o no lo quiera, es catalán, nacido en Barcelona, y aquí está para enseñar la doctrina cristiana que no queréis conocer. Yo mismo, como sabéis, nací en Bilbao y llevo toda mi vida enseñando la lengua española, que no sabéis.

Cuentan que, en ese instante, Millán-Astray empezó a gritar: «¿Puedo hablar? ¿Puedo hablar?». Sus escoltas enarbolaban las metralletas como si el mando les hubiese requerido que presentaran armas. Alguien desde el público gritó: «¡Viva la muerte!». Justo después, en lo que Dionisio Ridruejo, que estaba presente, calificaría como «un exhibicionismo fríamente calculado», el militar alzó la voz: «¡Cataluña y el País Vasco, el País Vasco y Cataluña, son dos cánceres en el cuerpo de la nación! ¡El fascismo, remedio de España, viene a exterminarlos, cortando en la carne viva y sana como un frío bisturí!». La excitación le impidió seguir hablando. Se cuadró, alguien desde la bancada profirió un «¡Viva España!» y el paraninfo quedó sumido en un silencio sepulcral. Unos sonreían orgullosos. Otros dirigían angustiadas miradas de soslayo al anciano rector, que seguía de pie en el estrado y retomó pronto la palabra.

—Acabo de oír el necrófilo e insensato grito de «¡Viva la muerte!» —dijo con la misma serenidad con que Fray Luis de León había referido, unos siglos atrás, su «Como decíamos ayer» al iniciar su primera clase tras la condena impuesta por los tribunales inquisitoriales—. Esto me suena lo mismo que «¡Muera la vida!». Y yo, que he pasado mi vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos que no las comprendían he de deciros, como experto en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. Como ha sido proclamada en homenaje al último orador, entiendo que va dirigida a él, si bien de una forma excesiva y tortuosa, como testimonio de que él mismo es un símbolo de la muerte. El general Millán-Astray es un inválido —el aludido, tuerto y cojo como consecuencia de varias heridas que había sufrido en la guerra de Marruecos, se revolvió en su asiento—. No es preciso que digamos esto con un tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero los extremos no sirven como norma. Desgraciadamente en España hay actualmente demasiados mutilados. Y si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Me atormenta el pensar que el general Millán-Astray pudiera dictar las normas de la psicología de las masas. Un mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, que era un hombre, no un superhombre, viril y completo a pesar de sus mutilaciones, un inválido, como he dicho, que no tenga esa superioridad de espíritu es de esperar que encuentre un alivio viendo cómo se multiplican los mutilados a su alrededor. El general Millán-Astray desea crear una España nueva, creación negativa sin duda, según su propia imagen. Y por eso quisiera una España mutilada.

Hubo testigos presenciales que aseguraron que, tras escuchar esto, Millán-Astray se llevó la mano a la pistola, y que si no abrió fuego contra el rector fue porque Carmen Polo, con un leve gesto, le hizo abandonar sus intenciones. Preso de la furia, el militar gritó: «¡Muera la inteligencia!», a lo que un sorprendido Pemán opuso: «¡No! ¡Mueran los malos intelectuales!». Sobre el alboroto de insultos y proclamas patriotas, Unamuno continuó su intervención sin amilanarse:

—Éste es el templo de la inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Vosotros estáis profanando su sagrado recinto. Yo siempre he sido, diga lo que diga el proverbio, un profeta en mi propio país. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis, porque para convencer hay que persuadir. Y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. He dicho.

Algunos se encararon con Unamuno e intentaron agredirle. Millán-Astray, que logró contener sus impulsos, le ordenó que se cogiera del brazo de Carmen Polo para abandonar el lugar sin incidentes. Él así lo hizo. Una fotografía célebre le muestra saliendo de la sede universitaria rodeado de individuos que escenifican el saludo fascista. Es una imagen curiosa: si algo abunda en ella son las figuras humanas, pero hay algo que mueve a quien la observa a concluir, aun desconociendo su contexto, que el rector anciano y exhausto, que ocupa el centro de la composición, se encuentra terriblemente solo.
Apenas tres años después, cuando se disponía a salir con sus familiares camino del exilio, el poeta Antonio Machado dejó acuñadas unas palabras cuya resignación no esquivaba la esperanza en una futura justicia poética: «Para los estrategas, para los políticos, para los historiadores, todo está claro: hemos perdido la guerra. Pero humanamente, no estoy tan seguro… Quizá la hemos ganado». En la mañana del 12 de octubre de 1936, Miguel de Unamuno se redimía ante la Historia al mismo tiempo que daba por finiquitada su propia biografía. Tras los sucesos del paraninfo —Franco, tras enterarse de lo ocurrido, dictaminaría que Millán-Astray había actuado correctamente—, se le despojó de su cargo de rector y se le condenó a un arresto domiciliario que le mantendría confinado en su vivienda de la calle Bordadores hasta el final de sus días. El mismo Unamuno que había sido presentado como uno de los adalides intelectuales del levantamiento pasó a convertirse en un despojo al que convenía evitar y cuya memoria debía relegarse forzosamente al ostracismo. Murió poco después, el 31 de diciembre de 1936, en medio de una gran nevada que convertía las calles de la ciudad en una alfombra blanca sobre la que se iban dibujando las huellas indelebles del oprobio. La casa donde exhaló su último suspiro aún existe. En su fachada se grabaron hace tiempo las últimas estrofas de la conmovedora oda que dedicó a su tierra adoptiva.

Del corazón en las honduras guardo
tu alma robusta; cuando yo me muera
guarda, dorada Salamanca mía,
tú mi recuerdo.

También acertó en eso. Cuando se cumplen ochenta años de su muerte, la figura de Miguel de Unamuno resulta imprescindible para comprender la literatura y el pensamiento en la España que atravesaba atónita la primera mitad del siglo XX. Su recuerdo jamás ha dejado de estar presente en el acontecer diario de la ciudad que baña el Tormes. El eco de aquel «Venceréis, pero no convenceréis» con que rubricó el último acto de su vida aún resuena de cuando en cuando, como resuenan los ecos de esas profecías que, por mucho tiempo que pase.

domingo, 25 de diciembre de 2016

"Matadero Cinco" de Kurt Vonnegut


Un autor imprescindible, maestro de la ironía, del humor y del enredo metaliterario. En Matadero Cinco narra un episodio terrible de la Segunda Guerra Mundial (el bombardeo de Dresde que causó 135.000 muertos) desde un punto de vista desconcertante. En la guerra todos los personajes son ridículos: una Cruzada de Niños sin heroísmos posibles. Un fragmento del libro:

"La gente no debe mirar hacia atrás. Ciertamente, yo no volveré a hacerlo. Ahora que he terminado mi libro de guerra, prometo que el próximo que escriba será divertido.
Porque este será un fracaso. Y tiene que serlo a la fuerza, ya que está escrito por una estatua de sal. Empieza así:
Oíd:
Billy Pilgrim ha volado fuera del tiempo...
Y termina así:
¿Pío-pío-pi?".

sábado, 24 de diciembre de 2016

"Gente de pocas palabras" por Juan Tallón


Hablar no es malo, pero hablar poco es mejor. Se acaba antes. En general, hablar debería ser una operación breve más a menudo. No hay tanto que decir, a fin de cuentas. Todo debiera ser relativamente breve, casi siempre, para pasar al siguiente punto, o irse a casa. Ciertas frases, después del primer verbo, se vuelven muros grasientos, infranqueables. Pronunciarse con brevedad encierra su dificultad, claro. No todo el mundo vale para ser gente de pocas palabras. Digamos que no basta callar, sin más. Un individuo parco, reservado, no es alguien silencioso, que nunca tiene nada que decir. En absoluto. Es más, tiene probablemente mucho que decir, pero renuncia, o lo dice en corto, codificado, hacia dentro. Pocas palabras no es simplemente mucho silencio a su alrededor. Las pocas palabras son otra cosa. De entrada, son las que son, las justas, las que se necesitan, ni una más. Pocas, aunque algunas. Son cierta filosofía de la sobriedad, y la idea de que la vida pasa enseguida, en especial cuando la cuentas con muchas frases. Esa actitud hay que poseerla. No se imposta. Ni se improvisa, a menos que lleves toda la vida ensayándola. Alguna vez leí que cuando William Faulkner murió, en su pueblo natal de Oxford, Mississippi, los negocios locales pusieron un cartel que decía: “En memoria de William Faulkner, este negocio permanecerá cerrado desde las 2.00 hasta las 2.15 pm. 7 de julio de 1962”. Fue un homenaje modesto, corto, brevísimo, pero que la historia no olvidó. La brevedad es efectiva, y no por ello breve, si deja eco.
En mi último puesto de trabajo remunerado, en un ministerio que no viene al caso, había un ordenanza en la segunda planta, pequeño y calvo, que te abría la puerta y te daba muy bien los buenos días, apenas en dos palabras, y cuando le preguntabas cómo estaba, te respondía “chst”, en solo una, encogiéndose de hombros. Así durante 11 meses, hasta que me echaron y les dije “chao”, en italo-gallego, y muy brevemente también. Muchas veces la gente de pocas palabras, a la que hablar le produce gran pereza, incluso frustración, porque sospechan que no sirve de nada, resulta más interesante que aquella locuaz. Lo digo por el ordenanza, que hasta dónde averigüé, preparaba un ensayo sobre el chotis desde hacía 30 años. Los individuos que guardan silencio después de unas breves palabras, también pueden ser elocuentes, a su manera. Nunca aburren. El secreto de aburrir es contarlo todo, como si fueses un vulgar y exhaustivo escritor de diarios. David Padilla, artista jienense conocido por ser hombre de pocas palabras, ejerce la soltura en la comunicación a través solo del arte, en silencio. Hablar sobre algo que de por sí ya se explica, le parece una pérdida de tiempo, de ahí que su última exposición se titule Mejor pintar. Es decir, mejor pintar que dar cháchara. Hay teóricos de la creación, y a su vez creadores, como Jean Echenoz, que consideran que el autor poco tiene que decir de su obra. “Un libro no se escribe para después hablar de él, sino para no tener que hablar, sobre todo para no tener que hablar”, sostiene.
Los grandes discursos se pudren enseguida. Con el tiempo, como muchísimo sobrevive una frase, aguda, inmortal, hecha de pocas palabras, y bajo la que late el espíritu inconfundible de lo breve. Esa resistencia suya al paso del tiempo, inquebrantable, es la prueba de que tampoco había tanto que decir. Italo Calvino abordaba el tema en la línea de Echenoz. O viceversa. Él lo dijo antes. Y corto: “No es seguro que el autor sepa más de sí mismo que el lector. Lo que cuenta es la obra. Los que hablan de sí mismos mienten siempre. Yo, además, no repito nunca igual la misma historia dos veces seguidas, porque sería muy aburrido. Así que en mí es mejor no confiar”. La parquedad de Calvino procedía de sus antepasados. Era, digamos, una parte de una herencia. En su familia siempre tuvieron la costumbre de la timidez y el silencio, salpicado solo de vez en cuando por una frase. Cuentan que en 1984 Italo estaba en Sevilla con su mujer, Chichita, argentina de origen. En un hotel de la ciudad, Jorge Luis Borges, ciego desde hacía tiempo, estaba reunido con un grupo de amigos. Llegaron también los Calvino. Mientras Chichita hablaban con su compatriota, Italo, como era norma de la casa, se mantenía a una prudente distancia. Su mujer, que lo conocía bien, le susurró al autor bonaerense: “Borges, Italo también ha venido…”. Apoyado en su bastón, Jorge Luis Borges irguió la barbilla y dijo con la hermosa calma de los ciegos: “Lo he reconocido por su silencio”. No es que Borges fuese un charlatán, ojo. Hubo un encuentro entre él y Juan José Arreola, en 1978, durante una visita del escritor argentino a México. Arreola era conocido por su capacidad para hablar durante horas, buscando, infructuosamente, el punto final. Pese a ello, el encuentro acabó. Al salir, le preguntaron a Borges qué tal le había ido con Arreloa. “Bien, él hablaba, y me dejó intercalar algunos silencios”, confesó.
Hablar se vuelve por momentos una montaña escarpada, traicionera, en cuya cima no hay gran cosa, salvo vistas a la niebla y bajas temperaturas. Cada frase es una tribulación, el martirio. Hay que concebirla, pensarla, estructurarla, enunciarla, esperar que se entienda, lo que a menudo no ocurre, afrontar las reacciones, y comenzar otra vez, frase nueva, pensar, estructurar… Juan Carlos Onetti, camino ya de sus años cabizbajos, en su piso madrileño de la Avenida de América, recibió un día una invitación para impartir una conferencia en México D.F., en el marco de un congreso de escritores. Todo el mundo sabía cómo era Onetti de parco. Le costaba dar conferencias, incluso dar monosílabos. Tal vez por eso evitó decir “no”, y se limitó a hacer una pregunta esclarecedora a los organizadores: “¿Y en esa conferencia, tengo que hablar?” Hablar es a veces lo único que no está dispuesta a hacer incluso la gente muy expresiva, como Onetti, capaz de desnudar al individuo en una frase, a cambio de que sea escrita. Nadie le entendió mejor que Juan Rulfo, que quizá era más hermético que él. Por eso, cuando coincidían en algún evento literario, se buscaban para hablar en el bar del hotel, a su estilo, en un silencio líquido. “Yo quiero mucho a Juan —contaba el propio Onetti—. Cuando me encuentro con él, que suele ser en congresos, nos decimos: ‘¿Qué tal estás tú, Juan?’, y él me dice: ‘¿Qué tal estás tú, Juan?’, y él se sienta con su Coca-Cola y yo con mi whisky, y nos pasamos horas sin decirnos nada”.
No me rompas las pelotas
Hablar. Como si hubiese algo de que hablar. En sus momentos más brillantes y solipsistas, Clarice Lispector defendía que la comunicación era inviable, no ya en un mundo en el que habitaban millones y millones de personas, sino en una cocina americana en la que solo había dos. Ni siquiera cuando escribes consigues trasladar al papel exactamente eso que piensas o imaginas. La mayoría siempre se pierde en el traslado. Una mudanza, a la postre, siempre es una desaparición. En el fondo no puedes comunicarte. Siempre habrá un adjetivo erróneo, un problema sintáctico, una coma mal puesta, una metáfora indescifrable, una ambigüedad que se vuelve contra ti y te apuñala por la espalda.
Cuando todavía compatibilizaba tabaco y baloncesto, en cadetes, tuve un entrenador con ideas de esta clase. No creía demasiado en las palabras. Era más de gestos, dibujos, guiños. En la charla táctica, minutos antes de comenzar cada partido, nos reunía a pie de banquillo, formando un coro, y nos lanzaba su perorata: “Chavales, ya sabéis…”. Eso era todo. “Chavales, ya sabéis”. No sé si sabíamos, pero después de eso salíamos a la cancha soliviantados, llenos de entusiasmo, tratando de saber, y habitualmente perdíamos. De aquella época me quedaron grabadas no tanto las derrotas, como la tendencia al esquematismo del entrenador. No volví a cruzarme con nadie así hasta que empecé a tratar con algunos camellos. El camello es un individuo que nunca te da la chapa. Solo quiere cobrar y perderte de vista. A menudo su frase favorita es “Pírate, y no me rompas las pelotas”. El cineasta Kevin Smith capturó a la perfección su naturaleza, cuando creó a Jay y Bob el Silencioso, dos personajes más o menos patéticos que aparecen en casi todas sus películas. Venden marihuana y se pasan el tiempo esperando clientes ante un supermercado, en New Jersey. Jay habla por los codos y suelta tacos sin parar, mientras que Bob, el camello por antonomasia, el camello de toda la vida, no suelta prenda, aunque dice al menos un frase en cada película en la que aparece. Eso, cuando vendes droga, basta.
Pocas palabras a veces son muchas. Incluso cuando decides callar, el silencio se vuelve numeroso, bocazas, insoportable. Le pasaba a Paul Wittgenstein con su hermano, cuando vivían en la mansión familiar de Viena. Paul tuvo que interrumpir un día sus ejercicios de piano a una mano —no tenía más— para golpear la pared que daba a los aposentos de Ludwig, donde este escribía en silencio el Tractatus. “¡Cómo pretendes que toque el piano con tu escepticismo metiéndose por debajo de la puerta!”, le gritó.
Existe una gran heterogeneidad entre la gente de pocas palabras. Hay sacerdotes parcos, informáticos parcos, funcionarios parcos, políticos parcos, camareros parcos, periodistas parcos. En mi época negra de redactor de tercera fila, tuve una jefa de sección que tenía dos frases breves que entrenaba a diario conmigo: “Esto, esto y esto, mal”, era una; la otra era “¿Llamaste a la Diputación?”. Gente de pocas palabras son a menudo también algunos deportistas y toreros, que como Echenoz con los libros, se muestran partidarios de hablar solo en el terreno de juego o en la plaza. Hace 90 años, en El Taquito, un local madrileño frecuentado por gente del gremio, se le ofreció un ágape a Manolete. Aquello coincidió con la ruptura del convenio taurino hispano-mexicano, que al parecer tenía gran trascendencia, y los comensales le pidieron al maestro que hablara al respecto, para fijar posición. Manolete se puso en pie y tan sóolo dijo: “Señores, yo hablo en los ruedos, muchas gracias”. Y se sentó. La hermandad del toro es de pocas palabras, tradicionalmente. Ahí está José Tomás. No se pronuncia nunca, salvo para hablarle a la muerte cuando lo cornean. Entre las frases breves del toreo es habitual citar la de Juan Belmonte, cuando Valle-Inclán, después de soltar una arenga larga y jabonosa, remató con un ceremonioso: “Solo te falta morir en la plaza”. El torero, parco de naturaleza, apenas añadió: “Se hará lo que se pueda, don Ramón”, y agachó la cabeza.
En todo caso, la brevedad tuvo un maestro supremo: Augusto Monterroso. Aborrecía la conversación. Era tan de pocas palabras, que llamarse Augusto Monterroso le parecía latoso, casi un discurso, y con los años lo podó hasta dejarlo reducido a Tito. Su brevedad fue célebre, en tal grado, que para algunos se hacía incluso larga. Fue el caso de la mujer de un cónsul a la que le presentaron durante una recepción en una embajada. Le explicaron que Augusto era el autor del famoso cuento del dinosaurio. Se saludaron, y durante el saludo, la mujer comentó: “Ah, el cuento del dinosaurio, recién lo estoy leyendo, ya le contaré cuando termine”. 

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Sé elegante: regala libros. Sé elegante y original: no compres best sellers, regala "Te negarán la luz". No solo conseguirás que tus amistades hablen mejor, además, mejorarán su figura. Porque quien se adentra en sus páginas se ve tan absorbido que no pica entre horas, se olvida de las comidas y cancela cenas. Porque tiene propiedades lúbricas: levanta el deseo del viejo impotente, aventa la libido del maduro abúlico y al joven tímido lo convierte en conquistador animoso. Y si nada de esto te convence, si en realidad no quieres que tus amigos adelgacen, regálatelo tú. Nadie se niega el bien a sí mismo.