martes, 30 de septiembre de 2014

"¿Por qué leer a los clásicos?" de Pablo Hernández Blanco


«Clásico». La palabra en sí ya impone. Al escucharla es inevitable sentir un temor casi reverencial, un máximo respeto: nos vienen a la mente libros de naturaleza colosal, tan irreductibles en apariencia como el Caballo de Troya o Moby Dick, libros que han contribuido a esculpir el mundo con el vigor de sus inmortales palabras.Muchos han sido los autores y pensadores que, con mayor o menor exactitud, han tratado de precisar lo que es un clásico, llegar a su núcleo duro para poder por fin dar con una respuesta definitiva mediante la que solventar una problemática duradera. En efecto, la cuestión de qué requisitos debe colmar un libro para ser considerado como tal ha sido una constante en la historia de la literatura y la crítica y, si bien hay muchos factores a tener en cuenta, no necesariamente acumulativos, decir que existe un único patrón definidor es más bien discutible. Resultará evidente que si nos seguimos preguntando acerca de qué es un clásico y, por ende, por qué leerlos, solo puede indicar que nadie lo sabe a ciencia cierta: ni el lector común ni el literato más versado. Que la pregunta siga siendo relevante únicamente significa que todos estamos, para bien o para mal, igual de confusos en torno a la cuestión.
Con esa acidez tan suya, Mark Twain escribió que un clásico es un libro que la gente elogia pero no lee; un libro, en suma, que todo el mundo quiere haber leído y nadie quiere leer. Es fácil acomodarse respecto a un clásico, de ahí la triste mordacidad con la que Twain se expresa: precisamente porque permean nuestra cultura desde tiempo inmemorial, darlos por sentado es algo que puede ocurrir sin dificultad alguna. Esto es un gran error, pero es que, para muchos, «clásico» es con frecuencia sinónimo de todo lo que un clásico no debe ser. En ocasiones asociamos el término con aquellos libros que profesores sin clemencia imponen a reticentes estudiantes, libros cuya temática y significado se analizan hasta la saciedad por parte de académicos vestidos con chaquetas de tweed, etc.; en definitiva, asociamos a los clásicos con aquellos libros muertos, polvorientos y aburridos cuyo hábitat natural parece ser el intelectualismo más rancio o el rincón más recóndito de una estantería olvidada. Pero no nos equivoquemos: más allá de estas percepciones, tan comprensibles como equivocadas, es necesario que nos enfrentemos a los clásicos sin miedo alguno y, sobre todo, con mucha normalidad. Un clásico, al fin y al cabo, no deja de ser un libro, con todo lo que eso entraña.
Hace tiempo, escuché decir a alguien o quizá lo leyese que únicamente leía libros de autores fallecidos. En principio puede parecer una postura exagerada, pero dicha afirmación tiene también cierta trascendencia puesto que, de algún modo, es una gran manera de seleccionar qué leer y qué no leer. El tiempo, crítico literario por excelencia, nos hace el gran favor de separar el trigo de la cizaña, dictando sentencia cual juez imparcial en cuanto a la verdadera calidad o importancia de algo. Lo que queda, lo que siempre permanece, son los clásicos, fuente inagotable de calidad, conocimiento y, ante todo, humanidad. Me gusta pensar que si seguimos leyendo aShakespeareDostoievski o Lorca en la actualidad es por algún motivo en concreto.
Pero, ¿qué es un clásico y por qué debería importarnos? ¿Debe importarnos acaso? En su magnífico libro Por qué leer los clásicos, Italo Calvino comienza su tesis personal proponiendo algunas definiciones de lo que constituye un clásico, dentro de las cuales la más conocida y citada quizá sea aquella que sostiene que «los clásicos son esos libros de los cuales se suele oír decir “Estoy releyendo…” y nunca “Estoy leyendo…”». Un clásico es un libro que se presta a incesantes revisiones e interpretaciones; un libro, en palabras del propio Calvino, que nunca termina de decir lo que tiene que decir, de ahí que su potencial recorrido se antoje infinito.
Sin embargo, mientras que el genial autor italiano tituló su ensayo como una contundente afirmación justificada por multitud de razones, prefiero formular el asunto como un interrogante: esto es, en lugar de «Por qué leer los clásicos», mejor «¿Por qué leer los clásicos?» Ante todo, porque el tema no debe abordarse como si de una rotunda aseveración se tratara, sino, en cambio, como una pregunta huidiza, fundamental cuyas respuestas son tan variadas como opinables.
Porque en serio, ¿por qué leer los clásicos? ¿Debemos leer los clásicos en absoluto? ¿Qué le puede aportar a usted una epopeya en verso de hace milenios o una novela gótica sobre una joven huérfana que se enamora perdidamente del taciturno Rochester? ¿Podemos aprender algo de el Quijote que no sepamos ya? En definitiva, ¿por qué debería perder el tiempo leyendo un clásico si, en su lugar, puede dedicarse a leer otras cosas más recientes y novedosas o, mejor aún, a no leer siquiera? Los clásicos no le curarán ese horrible dolor de espalda, ni le aliviarán de sus cargas económicas, ni pondrán fin a guerras, ni solucionarán todos los problemas del mundo. Los clásicos no son útiles; los clásicos, realmente, no sirven para nada.
Mark Twain escribiendo en la cama. Foto: Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos (DP)

                                                         Mark Twain. Foto: Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos (DP)
En un ensayo publicado en Le Constitutionnel, el 21 de octubre de 1850, el crítico Charles Augustin Sainte-Beuveescribió que lo importante de un clásico es que «nos devuelve nuestros propios pensamientos con toda riqueza y madurez [...] y nos da esa amistad que no engaña, que no puede faltarnos y nos proporciona esa impresión habitual de serenidad y amenidad que nos reconcilia con los hombres y con nosotros mismos». En «Sobre los clásicos», ensayo incluido en Otras inquisicionesBorges escribió que un clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término». Acaba diciendo que un clásico es «es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad». Los clásicos, en consecuencia, ayudan a proporcionarnos unos cimientos muchas veces necesarios para aprender a discernir lo bueno de lo meramente oportuno.
Los clásicos cuentan con su privilegiado estatus por acometer una tremenda hazaña, aquella consistente en perdurar durante largo tiempo en la memoria colectiva como algo de significativa importancia. Así, su principal atributo quizá sea su marcada universalidad, una universalidad que, dadas sus cualidades intrínsecas (la Real Academia Española define el adjetivo «universal» como aquello «que pertenece o se extiende a todo el mundo, a todos los países, a todos los tiempos»), ha logrado pervivir a lo largo de los años. El clásico de verdad, sin embargo, no es aquel que se resiste al devenir del tiempo por su ya descafeinada influencia, por su supuesta importancia literaria o debido a sus rompedoras innovaciones estilísticas de antaño. Antes bien, clásico es, sencillamente, aquel libro que continúa transmitiendo su mensaje con tanta o más fuerza como lo hizo el día de su publicación: un clásico no es un libro de una sola voz, sino de una ilimitada pluralidad de voces.
De nada sirve un libro si hoy en día no tiene nada que decir; por eso los clásicos tienen que saber transformarse. Un Clásico con mayúsculas nunca se mantiene quieto, nunca reposa en su vieja gloria sino que se renueva continuamente conforme a las exigencias de cada época. Es un libro que, a base de una férrea voluntad, se niega a desaparecer: en un intento desesperado por sobrevivir, alentado por el cometido de ser recordado, sus páginas se fuerzan a un movimiento constante con el fin de nutrirse de su entorno y renovar la fuerza de sus palabras, manteniendo intacto su valor originario, incluso acrecentándolo, y logrando de esa manera llegar a nuevos lectores a los que sorprender. Un libro hermético, un libro cerrado y ensimismado, es un libro sin valor alguno; un libro estático es más cadáver que libro.
Los clásicos, por tanto, deben aspirar a ser una opera aperta, como diría Umberto Eco: en su caso, su rol de receptor es tan crucial como el de emisor. Solo así podrán leerse en clave contemporánea, solo así podrán permanecer relevantes. El clásico de verdad es el que dice tanto del mundo presente en que vivimos nosotros los lectores como del mundo pasado sobre el que escribió su autor. Tal y como escribió Azorín, en los clásicos nos vemos a nosotros mismos e, idealmente, ese «nosotros» nunca cambia. Un clásico no es un libro definido por su tiempo, sino un libro que define a su tiempo; de ahí que muchas veces digamos que por ellos no pasa el tiempo, porque son ellos los que transcurren plácidamente con él. Al releer el pasado ese pasado sobre el que tanto se ha escrito sucede que, en muchas ocasiones, estamos en realidad leyendo acerca del presente, sobre el que tanto queda por escribir.
Pero ¿puede un clásico dejar de serlo o, por el contrario, se trata de un estatus tan excepcional como inmutable? De la misma manera que hay clásicos que aparentemente surgen de la nada, creo que otros pueden ir desapareciendo lentamente con el paso del tiempo al perder relevancia, por cualquier motivo. Así opinaba Borges, al mantener que «las emociones que la literatura suscita son quizá eternas, pero los medios deben constantemente variar, siquiera de un modo levísimo, para no perder su virtud. Se gastan a medida que los reconoce el lector. De ahí el peligro de afirmar que existen obras clásicas y que lo serán para siempre». Ningún clásico, por tanto, tiene la eternidad asegurada: algunos, de hecho, tienen fecha de caducidad.
Sylvia Plath. Foto: DP.
Sylvia Plath. Foto: DP.
Sea como sea, no temamos a los clásicos. No tengamos miedo de la palabra en sí, ni para aceptarla ni para usarla. Y, sobre todo, no nos engañemos: no es necesario que transcurran siglos para que un clásico en potencia sea un clásico en toda regla. Si algo nos ha enseñado el siglo XX es que la literatura moderna está repleta de ellos, gracias a novelas como El gran Gatsby, El ruido y la furia, Lolita o Cien años de soledad; poesía como la de Antonio MachadoT. S. Eliot o Sylvia Plath; o relatos cortos como los escritos por Flannery O’Connor, Mario Benedetti o Raymond Carver. La lista es interminable. En definitiva, no esperemos a que los demás digan que un libro es un clásico para atrevernos a decirlo nosotros mismos: sin ir más lejos, en lo que llevamos de siglo hemos podido leer joyas como Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay, de Michael ChabonLa carretera de Cormac McCarthyAusterlitz de W. G. SebaldMiddlesex de Jeffrey Eugenides y un largo etcétera. Estemos tranquilos, porque clásicos habrá siempre.
De las catorce definiciones que hizo Calvino, puede que la más reveladora si no la más poética sea la undécima, mediante la que ubica la esencia de los clásicos en el plano subjetivo del lector mismo: «tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él». Así pues, un clásico de verdad, al margen de cánones y de aprobaciones oficiales por parte de las autoridades literarias, es aquel que nos cambia irremediablemente, aquel que se convierte en parte íntegra de nuestro ser desde su lectura en adelante, un libro, en definitiva, que, más allá de la última página, nos acompaña como un fiel amigo al que siempre podemos consultar en situaciones de crisis. Un clásico es un libro del que podemos depender ciegamente, lo cual es algo de un valor inconmensurable.
No obstante, los clásicos únicamente deben actuar como meros puntos de referencia, no como objetos de obligatoria lectura y admiración; no hay nada más despreciable que una lectura forzada. Leer un clásico debe suponer un acto placentero, producto de la libertad más absoluta, y no un via crucis que nos hunda sin misericordia en la desazón intelectual. A los clásicos hemos de llegar por nuestra cuenta, sin prisa pero sin pausa; y, si uno no le convence, enhorabuena. Eso significa que tiene criterio propio, pilar esencial en el que ha de apoyarse todo buen lector.
Así las cosas, es posible que un clásico no sea un clásico porque todos están de acuerdo en que es lo es, sino porque nos habla a nivel personal a cada uno de nosotros los lectores: al que lee en su cuarto a las dos de la mañana bajo la luz de la mesilla de noche, al que abre el libro nada más entrar en el vagón del tren, al que lee en silencio mientras su familia ve la televisión, a todos sin excepción, de manera individual. Si un libro clásico o no no le dice nada, sencillamente no es un buen libro. Calvino nos advierte: «si no salta la chispa, no hay nada que hacer: no se leen los clásicos por deber o por respeto, sino solo por amor», razón por la que afirma que, en consecuencia, no nos queda más opción que la de inventarnos nuestra biblioteca ideal de nuestros clásicos. Aunque a priori parezca contradictorio, reconocer que no todos los clásicos han de serlo (es decir, admitir sin que nos tiemble la mano que hay «clásicos» aburridos y mediocres) es el primer paso para alcanzar la libertad como lector. Los clásicos han de liberarnos, pero a veces también pueden amordazarnos a su merced en contra de nuestra voluntad. No todos los clásicos son capaces de hablarnos a todos por igual: en vez de los clásicos, por tanto, quizá sea más apropiado hablar de «mis clásicos».
Es probable que todas estas observaciones, en vez de proporcionar respuestas concluyentes, no hagan sino dar pie a más preguntas todavía, suscitadas todas ellas por ese intangible halo de misterio del que los clásicos se alimentan. A la pregunta inicial, pues, de «¿Por qué leer los clásicos?», respondería que, a decir verdad, no lo sé del todo: me imagino que se reduce a que, en último término, es preferible leerlos a no leerlos siquiera, pero esto es una impresión más intuitiva que racional. En todo caso, si algo está claro es que los clásicos nos hacen más humanos y, por ello, más libres como personas; y que, con toda probabilidad, será en los clásicos donde, algún día, pueda materializarse esa preciosa frase de Cervantes:
En algún lugar de un libro hay una frase esperándonos para darle un sentido a la existencia.

domingo, 28 de septiembre de 2014

"Ficciones convenientes" de Antonio Muñoz Molina (en "Babelia")


El Dios del Antiguo Testamento es quizás el personaje más inquietante que ha inventado nunca la literatura, el más desmedido, el más aterrador. Este Dios bíblico pertenece al linaje de los grandes varones iracundos, como el rey Lear y el capitán Ahab. Igual que ellos es tiránico y celoso de la lealtad de sus súbditos, y su omnipotencia le conduce a provocar catástrofes y a idear castigos mucho más que a proveer de felicidad a sus fieles. La ecuanimidad no es uno de sus atributos.
El Dios bíblico acepta sin explicación unas ofrendas y rechaza otras, atormenta a quienes más fielmente le sirven, despierta a conciencia en los seres humanos impulsos que él mismo se ocupará después de castigar. A Dios le complace el olor del humo de los sacrificios que hace en su honor Abel, pero le desagradan los de Caín, y su visible rechazo provoca en el hermano desfavorecido un resentimiento que lo empujará al crimen. Como un déspota caprichoso y angustiado de la literatura, Dios crea a la especie humana y luego se arrepiente de lo que hizo, al ver las iniquidades de los hombres, y decide acabar con ella desatando el Diluvio.

El Dios del Antiguo Testamento atestigua
la extraordinaria
capacidad de la mente humana para las historias infundadas
Dios elige como suyo al pueblo judío, pero se ofende tanto por sus brotes de idolatría o de impiedad que no tiene el menor escrúpulo en enviarle ejércitos exterminadores de enemigos que arrasan sus ciudades y sus campos y lo someten a la cautividad. Algunas noches, como un rey aburrido e insomne, como Stalin cuando llamaba por teléfono a las tres o a las cuatro de la madrugada a un pobre súbdito aterrado, el Dios de la Biblia murmura en el oído de un patriarca o de un profeta para despertarlo e impartirle alguna orden. Según los salmos de David, Dios se regocija en el espectáculo de los recién nacidos de los idólatras estrellados contra una roca o un muro, en el calor de una batalla.
Que este Dios sea tan ostensiblemente una invención literaria no desacredita su poder ni reduce su importancia. El Dios del Antiguo Testamento es una de esas figuras que atestiguan la extraordinaria capacidad de la mente humana para inventar historias infundadas que sin embargo adquieren una importancia decisiva en el funcionamiento de la vida colectiva. A los escritores se les suele mirar con algo de condescendencia, quizás con un desdén amable, por ocupar su tiempo en tareas superfluas, a diferencia de esos conciudadanos prácticos que se consagran enérgicamente al manejo de la realidad, a la política o al dinero, a levantar puentes, a reparar motores, a fumigar cosechas. Pero resulta, si uno se para a pensarlo, que el gran edificio de la civilización se asienta sobre un cierto número de ficciones, o más bien flota precariamente por encima de ellas, como esos personajes de los dibujos animados que seguían corriendo en línea recta al llegar a un precipicio, y solo se caían al mirar hacia abajo y descubrir que avanzaban sobre el vacío. Centenares de millones de personas basan su conducta moral en los mandamientos dictados por ese personaje literario de la Biblia o del Corán; la economía entera del mundo se basa en la atribución del todo arbitraria de valores fijos a rectángulos de papel de diversos colores o, más intangiblemente aún, a cifras que se deslizan en rápidos parpadeos por pantallas de computadoras; y un número incalculable de matanzas y de jubilosas celebraciones colectivas tienen su origen en las historias en gran parte inventadas de entidades ficticias a las que se da el nombre sagrado de patrias.
Las patrias, el dinero, los dioses son igualmente irreales: pero su fantasmagoría no es un obstáculo para su influencia escalofriante sobre la realidad y sobre las vidas de todos nosotros. Lo explica con claridad magnífica Yuval Noah Harari en Sapiens, que aquí se ha titulado De animales a dioses, un repaso absorbente de la peripecia humana, escrito con rigor e irreverencia ilustrada, aunque también sin el proselitismo a veces antipático de militantes como Richard Dawkins, tan ocupados en denostar la religión que no se fijan en las muy poderosas razones para su existencia y su arraigo perdurable.

Nuestro cerebro ‘sapiens’ requiere dioses ante los que arrodillarse, estrellas que rijan el destino, patrias a las que sacrificar la vida
Harari examina las ventajas que permitieron al Homo sapiens, desde hace unos setenta mil años, imponerse sobre todas las demás especies —algunas de ellas igualmente humanas— y llega a la conclusión de que lo decisivo no fue el tamaño del cerebro, ni el uso del lenguaje, ni la capacidad de razonar. Otras especies, los neandertales incluidos, han tenido cerebros mayores. Otras han sido también capaces de comunicarse mediante sonidos articulados y de cooperar en grupos más o menos numerosos, regidos por el parentesco. Lo que nos distingue a nosotros, dice Harari, no es que podamos dar nombres a las cosas y por lo tanto invocar lo que no está presente y contar lo sucedido, sino que somos capaces de urdir ficciones: de crear seres imaginarios e inventar historias que nunca ocurrieron: dioses que crearon el mundo y dieron leyes a los hombres, y exigen sacrificios y obediencia; héroes que fundaron linajes y reinos; demonios y enemigos exteriores a los que es prudente temer y a los que es lícito echar las culpas de los males que nos afligen; pueblos elegidos por los dioses y originados por los héroes y destinados a perdurar a través de los siglos y a reclamar la posesión de territorios que solo les pertenecen legítimamente a ellos; historias colectivas de sufrimiento y redención, de expulsión y regreso.
Todas ellas cumplen una función imprescindible y, en ocasiones, terrorífica: crear lazos de lealtad y cooperación mutua que abarcan más allá de la cercanía inmediata del parentesco y la tribu. Una banda de neandertales, con cerebros más grandes que los sapiens y mayor fortaleza física, podía unir sus fuerzas para cazar un mamut: pero solo la creencia en un dios, en un origen heroico o en un destino común puede hacer que actúen en común varios miles o incluso millones de desconocidos entre sí, que obedezcan una misma ley y en caso necesario decidan expulsar a los calificados como indignos o exterminar a los forasteros o a los infieles.
A Carlos Martínez Shaw, en la reseña del libro que publicó en estas páginas, le molesta con razón que Harari incluya los derechos humanos en su catálogo de ficciones colectivas, junto a las religiones, las patrias, las mitologías y el dinero. No todas las ficciones son lo mismo, desde luego, y la gran ventaja de la democracia como organización colectiva es que reduce al mínimo la necesidad de dioses, patrias y enemigos exteriores. Los ilustrados de otras épocas creían que el avance del pensamiento científico volverían superfluas las explicaciones sobrenaturales de las cosas e inmunizarían a los seres humanos contra la tentación de lo irracional. Pero, como dice el verso de T. S. Eliot, la especie humana no sobrelleva bien la realidad. Nuestro cerebro sapiens requiere dioses ante los que arrodillarse, estrellas que rijan el destino, patrias a las que sacrificar la vida, preferiblemente la vida de otros. Tal vez la literatura, que se basa no en la creencia, sino en la suspensión transitoria de la incredulidad, nació como un antídoto contra las abrumadoras ficciones colectivas, como un recordatorio de la conciencia solitaria y del mundo real que esas ficciones usurpan.

lunes, 22 de septiembre de 2014

Draganov y la actualidad


Draganov no escribió demasiado sobre la actualidad de su país. No es que a mí me interese el presente de Bulgaria especialmente, pero resulta curioso que un pensador, novelista y poeta de esta altura se haya acercado tan pocas veces a la superficie de su pueblo.
En sus ensayos, Anastas nos expresa su hastío ante las nuevas fuentes informativas. Es tal el aluvión de noticias sobre la actualidad que no encuentra ninguna curiosidad en indagar sobre lo que acontece a diario, sobre lo que sucede en la calle. Draganov nos habla, desde su extraña perspectiva, de que utiliza  su obra literaria para aislarse del diluvio de información que ningún estómago humano es capaz de asimilar en el tiempo que se asigna para su digestión: no más de un día. Los nuevos medios de información de masas, Internet, los teléfonos móviles, las redes sociales..., invaden nuestra casa como una marabunta cuando uno despierta y no descansan hasta que han devorado cualquier intento de reflexión acerca de lo que se va exponiendo. Draganov siente repulsión por esa presa débil que revienta al amanecer y que termina por sepultar al pensamiento. Se refugia en los esteros de su imaginación e intenta levantar un mundo alternativo que sustituya al de los noticieros de la madrugada, mañana, tarde y noche.
Sin embargo, cuando nos asomamos a la obra literaria de Draganov, observamos a sus personajes infectados por todos los vicios que él mismo achaca a las costumbres de la civilización moderna: el culto a la juventud, la falta de reflexión, el atropello, el juicio sumarísimo al prójimo y el gusto por la crucifixión indiscriminada.Aunque apartado directamente de la realidad, Anastas no puede evitar que sus personajes de ficción sean ajenos a la actualidad y desarrollan su posposmodernidad con mayor rotundidad que cualquiera de los autores más apegados a la cotidianidad del siglo XXI.    

miércoles, 17 de septiembre de 2014

"Viñetas y marca España: una cata arqueológica" de Rubén Díaz Caviedes



Toilette d’une famille Espagnole, 1812. Imagen: Md. d’estampes / Library of Congress (DP).
No le dé vueltas, que no las tiene. Es exactamente lo que la leyenda dice 
que es: la «toilette d’une famille Espagnole». Españoles 
desparasitándose como monos, para entendernos. Se trata de una viñeta 
francesa de 1812, cuando España libraba la guerra de independencia 
contra Napoleón y el rey hermanísimo, José Bonaparte, aún estaba que 
si sí que si no. Francia viene a liberar a los pueblos del absolutismo para 
traerles progreso y futuro, nos dice el autor, pero los mismos que lo rechazan 
lo hacen así, quitándose los piojos los unos a los otros y compartiendo el suelo 
con los perros. Los muy gilipollas.
Cuando el británico David Low compuso esta otra alegoría más de un siglo 
después, en 1934, el género de la viñeta política atravesaba su edad de oro 
y había ganado en sutileza, pero el mensaje de fondo sobre España seguía 
siendo más o menos igual.

The Private Strife of Don Juan, 1934. Imagen: David Low / Evening Standard (DP).
«La lucha privada de don Juan», que así se titula, cita la proclamación pocos 
días antes del Estado catalán, aquí un don Juan vencido por el que piden 
tres muchachas jóvenes y atractivas, el federalismo, el separatismo y el sovietismo. 
La «reacción de la vieja España» aparece retratada como una señorona de negro 
riguroso, orondas proporciones y peineta, guardada por el Ejército y aconsejada 
por las fuerzas políticas católicas. Que, por cierto, parecen estar pasándoselo bomba.
Una visión severa pero justa del país, dirán unos, y otros dirán que no y que 
leyenda negra. Quién sabe. La verdad seguramente reside a medio camino, 
como suelen las verdades, y en la quintaesencia de eso que el vigente Gobierno 
denominó «marca España», como insinuando que había que denominarlo de alguna 
manera. Esta marca nacional, sin embargo, llevaba siglos sedimentándose en las 
viñetas políticas internacionales y fosilizando para que hoy que sepamos que existió, 
como los dinosaurios. Y una sencilla cata arqueológica en los estratos de este 
género gráfico prueba que la reputación de España hace un siglo y hace dos ni 
siquiera era fundamentalmente distinta de la de hoy.
Tómese la corrupción, por ejemplo. La lacra más preocupante del país para uno de 
cada tres españoles y el segundo problema que más quita el sueño al conjunto de 
la ciudadanía en 2014, según el último barómetro del CIS, ya era objeto de sátira 
en esta viñeta estadounidense de octubre de 1897. Y de eso hace casi ciento veinte años.

As the old Spanish throne topples, up goes the Cuban flag of Independence, 1898. 
Imagen: Grant E. Hamilton / Judge / Library of Congress (DP).
En ella, el trono del joven Alfonso XIII se tambalea sobre los muchos 
problemas que presenta el país, una precaria torre de bloques que representan 
la «crueldad», los «métodos del siglo XVI», el «antagonismo a la civilización» y, 
por encima de todos, la «aristocracia corrupta».
O tómese, si no, esa relación tan espinosa que mantiene España con la ciencia y 
la innovación, tristemente de moda también en el presente. En la misma época 
aproximada que la anterior viñeta, ahora en 1898, la revista estadounidense Puck 
publicaba esta visión en la que una alegoría del maltrecho país hispano recibe 
los cuidados de un «matasanos medieval» que le administra «superstición», 
«gobierno jesuita» y «falso orgullo».

A change of doctors the only thing that will save her, 1898. 
Imagen: Udo J. Keppler / Puck / Library of Congress (DP).
«Un cambio de doctores es la única cosa que la salvaría», 
concluye el autor, mientras hace su entrada un nuevo médico 
en representación de la «ciencia e ilustración».
Pero amarre los pavos, que los paralelismos facilones los carga 
el Diablo. Puede que no cueste encontrar cierta continuidad entre 
determinadas, ejem, singularidades hispanas que lo eran hace siglos 
y que lo siguen siendo hoy, pero que no se le olvide: esto es propaganda. 
Bélica, en la mayoría de los casos. Y de la de antes: nacionalista, 
agresiva y en fin, muy chunga. Por más medias verdades que se le 
quieran encontrar a estas viñetas, su rastreo histórico nos lleva sucesiva 
y puntualmente por los países con los que España mantuvo alguno de sus 
últimos grandes conflictos internacionales. Son, insistimos, propaganda. 
Propaganda antiespañola, de hecho. A veces más fina, a veces más gruesa 
y a veces simplemente patatera. Vean esto.

The Spanishe Parliament, un dibujo de 1620 en Vox Populi or Newes from Spayne
de Thomas Scott. Imagen: Anónimo / British Museum (DP).
Europa, 1620. En plena Guerra de Flandes y con la de los Treinta Años 
en ciernes, a ningún país le cae demasiado bien otro y a ninguno de ellos, 
a su vez, le cae demasiado bien España. Particularmente a Inglaterra, 
contra la que se había dirigido solo tres décadas antes aquel oxímoron 
flotante que fue la Armada Invencible. Quizá por esa razón alguien dibuja 
el «Parlamento español» presidido por un demonio. Muy simpático, eso sí. 
Con sus cuernos y todo.
Pero este ejemplo, aunque valioso, es una reliquia. La viñeta política no 
se generalizó hasta el siglo XIX, con la sistematización de las modernas 
campañas propagandísticas y, sobre todo, la instrumentalización efectiva 
de la prensa como vehículo de la publicidad política. Anécdotas aparte, los 
verdaderos primeros retratos políticos de España a través de la caricatura 
se remontan a este siglo, concretamente a la segunda década del XIX, 
coincidiendo con la entrada de Napoleón en España. Y si los dibujos franceses 
eran demoledores, como prueba la «toilette d’une famille Espagnole» que encabeza 
esta pieza, los ingleses no le iban a la zaga.

Boney at Bayonne blowing a Spanish bubble, 1808. Imagen: Anónimo / Thomas 
Tegg / Caricature Magazine / Library of Congress (DP).
En Boney at Bayonne blowing a Spanish buble, de junio de 1808, 
Napoleón encierra en una burbuja la realeza española, a la que dedica 
palabras de hermanamiento y fraternidad mientras dispara sus cañones 
contra la ciudad de Madrid. ¿Un ejercicio de solidaridad con España en 
tiempos de necesidad? Ni por asomo. Aunque Inglaterra tenía en Napoleón 
a su gran enemigo y España era víctima de su invasión, las plumas inglesas 
cargaron sus tintas contra Francia pero aprovecharon la ocasión para darle a 
España collejas a dos manos. La batalla de Trafalgar, recuerden, el tratado 
de Fontainebleau y todo eso. E incluso cuando los españoles corrían franceses 
a boinazos por medio país, la corona era formalmente aliada de Francia y 
enemiga de Inglaterra. España no era el malo de la película, decían viñetas 
británicas como las de Thomas Rowlandson. Claro que no. Era, evidentemente, el tonto.

King Joe on his Spanish donkey, 1808. Imagen: Thomas Rowlandson / British Museum (DP).

El saqueo de las tropas francesas en España en We Fly by Night or The Free 
Booters Incercepted, 1808. Imagen: Thomas Rowlandson / British Museum (DP).
Es el gran sambenito que llevó el país durante el siglo XIX: el de nación 
tozuda, atrasada y con una visión no muy clara de las propias prioridades. 
Atributos a los que hay que sumar el de país tiránico y cruel, en particular a 
partir de la segunda mitad del siglo. Y en esto, por cierto, insistió sobre 
todo el país donde más y mejor floreció el género del political cartoon: Estados 
Unidos.
Aunque España había perdido su influencia en Europa aún conservaba suculentas 
colonias en lo que Estados Unidos empezaba a considerar su backyard natural, 
especialmente en el mar Caribe. Y aunque la guerra definitiva entre ambos países 
no tendría lugar hasta finales de siglo, para entonces Estados Unidos ya 
llevaba varias décadas agitando el sentimiento antiespañol, empezando por Cuba.

Spanish captain feeding his dogs on an Indian babe, de 1858, en The Life, 
Travels and Adventures of Ferdinand de Soto, de Lambert A. Wilmer
Imagen: Anónimo / Library of Congress.

Spaniards Search Women on American Steamers. Imagen: Frederic Remington / The World (DP).
Fue la era de gigantes como Thomas Nast, Frederic Remington o John 
Tenniel y publicaciones especializadas en la sátira gráfica, 
como Punch en Inglaterra o, posteriormente, Puck y Judge en Estados Unidos.

The Sacrifice to Crumbling Idol, 1898. Acompañado 
ante un altar por el rey niño y la reina regente, el 
Ejército oficia el sacrificio de la «juventud española» 
a un dios en ruinas. Imagen: Udo J. Keppler / Puck / 
Library of Congress (DP).
Y con la llegada de la guerra, ya ven, se acabaron las sutilezas. 
En la viñeta que sigue, publicada en abril de 1898 en la revista 
Judge, España —una especie de híbrido entre Curro Jiménez y 
el increíble Hulk— se pasea sobre los cadáveres de un marinero 
asesinado —en representación del acorazado estadounidense Maine, 
hundido un par de meses antes en el puerto de La Habana— y 
un niño cubano. Y, por si acaso no se entiende tan aguda 
alegoría, una leyenda explica a la opinión pública estadounidense 
por qué la república debe ir a la guerra, y lo hace enmendando 
aquella célebre afirmación del general William Tecumseh Sherman
la de que la guerra es el infierno. Puede que lo sea, pero «la paz en 
Cuba bajo el gobierno español es peor que el infierno». Y de fondo, 
para que quede todo bien claro, el Demonio. Y van dos.

War is Hell, but Peace in Cuba under Spanish Rule is Worse 
than Hell, 1898. Imagen: Anónimo / Judge / Library of Congress (DP).
Acabó en desastre, como sabrán. En Desastre, con mayúscula. El del 98. 
Y si aquí estamos tan de acuerdo con el adjetivo, imaginen allí. Las 
ilustraciones que siguen, publicadas en Puck a finales de siglo, son 
solo unos ejemplos de la revancha que se tomaron los caricaturistas 
estadounidenses contra España, inclinados a dos temas en particular: 
celebrar su expulsión definitiva de América  y su propia responsabilidad 
en lo que había ocurrido.

Waiting for the verdict, 1898. Imagen: Louis Dalrymple / Puck / Library of Congress (DP).

It’s got to be sooner or later – and it looks like “sooner”, 1898. Imagen: 
Louis Dalrymple / Puck / Library of Congress (DP).

Then and now. Imagen: Udo J. Kepler / Puck / Library of Congress (DP).
 (Aunque, lógicamente, todo el mundo tenía su propia visión de los hechos)

Uncle Sam at the Carnival at Spain. Imagen: Blanco y Negro (DP) 
En Europa, España no volvió a recabar de nuevo el interés de los 
caricaturistas hasta la década de 1930. En esas fechas la agitación 
republicana se convirtió en un tema habitual de artistas como David 
Low, que el 14 de abril de 1931, el día de la proclamación de la 
República, publicaba esta imagen en el Evening Standard.

Difficult decisions in Spain, 1931. Imagen: David Low / Evening Standard (DP).
A estas alturas, sin embargo, la viñeta política se había ido apeando de 
la figura retórica en la que, en otros tiempos, se fundamentaba todo su 
lenguaje: la alegoría. Ahora los dibujantes se inclinaban más por los 
personajes concretos, pero ocurrió que el gran personaje español 
Alfonso XIII— desapareció de escena. El interés británico por el 
monarca también lo explica el hecho de que la depuesta reina consorte, 
Victoria Eugenia de Battenberg, fuese escocesa.
La Guerra Civil devolvió el foco de nuevo al país, por última vez durante 
la edad de oro del género. Y el protagonista absoluto, cómo no, fue 
Francisco Franco. Como ilustra la primera de estas imágenes, la tarea 
consistió en explicar, para empezar, quién demonios era ese señor y por 
qué nadie en Europa le hacía demasiado caso.

The question of Franco’s existence, 1937. Imagen: David Low / Evening Standard (DP).

El Bombardeo de Guernica en “You’ve got to admit I’m bringing peace to the poor 
suffering Basques”, 1937. Imagen: David Low / Evening Standard (DP).

“Settlement” in Spain, 1938. Imagen: David Low / Evening Standard (DP).
Y después del naufragio que ilustra esta última imagen todos sabemos 
lo que ocurrió. Para cuando España salió de la irrelevancia y los autores 
recuperaron el interés por la marca nacional, en 1975, el género había 
completado su transformación estilística en las viñetas que conocemos 
hoy. Por fortuna o por desgracia para la marca España, y nos inclinamos 
a pensar que por lo segundo. A la vista está que esta marca nunca ha tenido 
demasiada buena prensa.