Si alguien escribiera hoy algo parecido al Libro
de buen amor —algo tan desconcertante,
tan ambiguo, tan variado,
tan poco preocupado por el hilo argumental y
por la trama, tan difícil de colocar en la mesa de
novedades (¿Lo ponemos en la sección de poesía?
¿Lo vendemos como si fuera una antología
poética? ¿O lo ponemos en la parte
de novela experimental? ¿O en la de sexo? ¿Qué
tal entre los libros de religión? ¿Y con las
autobiografías? ¿Lo pasamos a la sección de
memorias? ¿O lo ponemos directamente en la
planta de música, junto a los discos de grandes
éxitos?)—, si alguien, digo, escribiera hoy
algo así, sería inmediatamente aclamado no
solo como el renovador de
la literatura española, sino como el creador de una nueva manera de concebir la novela y los libros de poesía.
Una cosa así le sucedió al escritor español Agustín Fernández Mallo cuando publicó la primera entrega de su serie
nocillera. Aunque Nocilla Dream estaba escrito en prosa, a muchos lectores les cautivó esa arquitectura de poemario
en el que la sucesión de imágenes, las reflexiones y las pequeñas narraciones se sucedían en un orden
aparentemente caprichoso y al mismo tiempo coherente.
Aunque he de confesar que quien de verdad me viene a la cabeza cada vez que hojeo el libro del Arcipreste no es
Agustín Fernández Mallo sino Lina Morgan. Como le oí decir una vez a mi maestro Francisco Rico, lo más parecido
en nuestro tiempo al Libro de buen amor es una de esas revistas musicales protagonizada por la artista
madrileña. Evidentemente, el Arcipreste no es una vedette, pero sí es una especie de crooner que unifica con su
presencia —es decir, con su voz en primera persona— los diferentes sketches que vertebran la obra.
Si pudiéramos leer este libro con los ojos cerrados, veríamos pasar por delante de nosotros una sucesión de escenas
musicales, números de baile y enredos teatrales donde abundan los sobreentendidos picantes y las referencias obscenas
al sexo.
Como dize Aristótiles, cosa es verdadera,
el mundo por dos cosas trabaja: la primera,
por aver mantenençia; la otra cosa era
por aver juntamiento con fembra plazentera.
Así, con este tajante dictamen, comienza el primer sketch de este libro-espectáculo. Tras una serie de textos preliminares
de los que hablaré después, el Arcipreste se dispone a relatar su primer fracaso amoroso. La coprotagonista de la
aventura es una dama que le da calabazas dos veces, a pesar de que el pobre ha buscado la mediación de
Trotaconventos, una profesional del ramo que entrará y saldrá varias veces a lo largo de la función.
Ojo, no quiero decir que el Libro de buen amor sea una obra de teatro —que no lo es— o que se escribiera
para ser representado, que tampoco. Simplemente trato de explicar su esencia, que sí es teatral en la medida en que toda
literatura anterior a la imprenta lo era. Hasta principios del siglo XVI, la literatura no se lee en soledad y en silencio,
como hacemos hoy. La literatura se escucha mientras alguien la lee el público ayudándose de los gestos y de los cambios
de voz.
Manuscrito del Libro de buen amor de la Biblioteca Nacional de España (DP).
Fijémonos en el segundo sketch, por
ejemplo, otra aventura frustrada pero
muchísimo más obscena. La partenaire
del Arcipreste en esta ocasión es una
panadera que se llama Cruz. Imaginemos
una lectura en voz alta. No es lo
mismo decir panadera con voz neutra
que panadera, así, con un tonillo insinuante
que subraye las connotaciones sexuales
que tuvo siempre este oficio consistente
en amasar y amasar y amasar.
En la siguiente aventura sexual, el
Arcipreste sale a escena disfrazado.
Ahora se llama don Melón y esta vez,
gracias a los buenos oficios de Trotaconventos,
logra casarse con una tal
doña Endrina antes de convertirse
otra vez en el Arcipreste y entregarse a
las delicias del sexo outdoor con cuatro
serranas, una de las cuales consigue violarlo
en un episodio que parodia a lo cazurro la
idealizada vida pastoril.
Vendrá luego la famosa batalla entre don
Carnal y
doña Cuaresma, y la seducción, no se sabe si culminada
o no, de la monja doña Garoza, que acaba muriendo como
muere también Trotaconventos, a quien el Arcipreste
dedica un amargo lamento, la única pieza triste de
todo el libro.
Este es, muy resumido, el argumento del Libro.
Digo argumento por llamarlo de alguna manera.
Además me dejo muchas cosas en el tintero. Casi todos estos sketches están interrumpidos
por pequeñas historias o prolongados con números musicales, que sirven de cortinilla entre los diferentes
episodiosy que añaden aún más variedad a esta especie de varieté que es el Libro de buen amor.
Ejemplo 1: la primera aventura del Arcipreste se interrumpe en dos ocasiones para ilustrar los rechazos de la dama
al Arcipreste con sendas fábulas de animales.
Ejemplo 2: entre el fracaso con la panadera Cruz y el fracaso con otra mujer a que se intenta seducir después, hay
una larga tirada de estrofas que disertan sobre la influencia de los astros en el apetito sexual.
Ejemplo 3: la experiencia bizarra con las serranas se remata, para compensar tanto sexo explícito, con un conjunto
de lírica religiosa.
Y hay más. Se nota que el Libro de buen amor está escrito por alguien que en más de una ocasión se vio en la tesitura
de tener que predicar delante de un público no demasiado culto, pero muy exigente —los feligreses—, que desviaba la
atención si algo no lo entretenía. Los desvelos del Arcipreste por captar la atención del lector a base de chistes,
chascarrillos y variedad de historias es pura deformación profesional. O, si se quiere, aplicación a la literatura
de un adiestramiento y unos trucos que los curas aprendían durante su formación.
Todas estas aventuras sexuales —algunas más cómicas y otras un poco más hardcore— están contadas en cuaderna
vía, un género poético que los clérigos medievales usaban, como veíamos el mes pasado, para asuntos más nobles. La
mezcla de estos contenidos tan gamberros con una forma tan solemne y literaria como la cuaderna vía es un flagrante
desfase entre forma y contenido. Algo así como si Nacho Vidal escribiera sus memorias pornográficas utilizando
la forma del Tractatus Logico-philosophicus de Wittgenstein.
Pero esta no es la única transgresión del Libro del Arcipreste. Hay más, y algunas de ellas han incomodado mucho a los
críticos más tradicionales, que no acaban de aceptar o de ver con buenos ojos el sustrato cómico y carnavalesco de la
tradición literaria en castellano.
Hace muchos años asistí en la Universidad del estado de Nueva York a un magnífico curso de doctorado sobre el Libro
de buen amor que impartía una profesora estadounidense de origen húngaro llamada Louise Vasvari. La profesora
Vasvari había dedicado buena parte de su trabajo crítico a demostrar que todos los elementos de este libro, incluido
el nombre de su autor —Juan Ruiz, Arcipreste de Hita—, constituyen una gigantesca gamberrada —muy bien
diseñada y escrita, eso sí— en la que cada palabra, cada referencia, cada episodio, por serio que pudiera parecer a
primera vista, era parodia de algo o tenía connotaciones grotescas en el plano sexual o ambas cosas al mismo tiempo.
Pues bien, los excelentes trabajos de la profesora Vasvari, discutibles como cualesquiera otros, pero
minuciosamente documentados gracias a su profundo conocimiento de varias lenguas europeas, han sido
menospreciados por casi todos sus colegas —varones todos ellos, por cierto—, que no han visto en sus lecturas
otra cosa que obsesión sexual.
Yo en cambio solo tengo palabras de agradecimiento para ella. Su curso me mostró la rica polisemia de este libro, tan
difícil de aprehender. El Arcipreste, o comoquiera que se llamara su autor, destacó en muchas cosas, pero sobre
todo en su capacidad para disolver los significados unívocos y para abortar cualquier intento de embridar el
sentido y de dirigirlo hacia una sola dirección.
Los que consideran este libro una obra moralista se aferran a las palabras del Arcipreste en alguna de las piezas
preliminares que he mencionado antes, en particular a un ensayo en prosa donde el Arcipreste declara su intención
de enseñar el camino de la virtud.
Y es cierto: nada en ese piadoso comienzo anuncia el cachondeo que vendrá después. Formalmente se trata de
un ensayo teológico (sermón culto o divisio intra, son los nombres técnicos), género que los clérigos
medievales (los gafapastas de la Edad Media) conocían muy bien; denso, culto y muy pesado para un lector del siglo
XXI, con mucha cita bíblica y mucha enseñanza moral.
¿Qué dice este ensayo?
Pues lo que tenían que decir los ensayos como este, lo que todos los clérigos universitarios, a los que estaba dirigida
la pieza, esperaban que se dijera en un texto semejante: que el loco amor (es decir, el sexo) es malo y que el presente
libro había sido escrito para advertir a la gente del gran pecado que era follar.
Pues bien, cuando los lectores empiezan a convencerse de que la advertencia va en serio, y que efectivamente lo
que tienen delante es un libro moralista y piadoso, el Arcipreste esboza una sonrisita pícara, y dice sí, he escrito el libro
para que las personas sepan defenderse de la lujuria, pero como pecar es humano, los que quieran caer en ella, aquí
hallarán algunas maneras de hacerlo.
Toma ya.
Con una simple frase el Arcipreste dinamita desde dentro la solemne seriedad de los ensayos teológicos y le da la vuelta
a lo que parecía ser una venerable intención moralista. Los ecos de su risa nos llegan desde la lejanía del siglo XIV:
Entiende bien mis dichos y medita su esencia,
no me pase contigo lo que al doctor de Grecia.
¿Al doctor de Grecia?
¿Qué le pasó al doctor de Grecia?
Pues lo primero que hay que decir de ese doctor de Grecia es que de haber vivido en nuestros días, él también habría
juzgado con severidad las jugosas interpretaciones de la profesora Vasvari.
Miniatura medieval (DP).
La historia viene a
continuación del ensayo
teológico, justo antes
de la primera aventura
sexual del Arcipreste.
Imaginemos otra vez el
escenario de revista donde
se representa el Libro de buen
amor. Sobre las tablas hay
ahora un grupo de sabios
griegos y un grupo de
ignorantes romanos. Los
romanos han ido en busca de la
sabiduría griega, porque quieren
que su imperio alcance el mismo
esplendor que tuvo la civilización
griega. Los griegos están dispuestos
a compartir con ellos su sabiduría,
pero antes quieren
estar seguros de que los romanos son
merecedores de ella. Y qué mejor
manera de comprobarlo que celebrar
un debate intelectual.
Como los romanos no entienden griego, piden que la
disputa se celebre con señas. Y como además se
saben más ignorantes que los griegos, le piden a un
macarrilla que sea él quien se presente, a cambio de
una recompensa si sale airoso de la prueba.
Así que comienza la disputa.
Uno de los griegos, doctor muy esmerado, se pone en pie, levanta el índice con sosiego y se vuelve a sentar.
Es el turno del macarra romano, que se levanta, estira el pulgar, el índice y el corazón, y hace un gesto muy violento,
como si los quisiera clavar en el pecho del griego. Y se sienta tan pancho.
El griego vuelve a levantarse y con la misma calma de antes, le muestra la palma de la mano, y se vuelve a sentar.
El romano no duda: se pone en pie, cierra el puño y lo agita con furia.
Y en ese momento el doctor griego da por terminado el debate. No le cabe duda: los romanos son cultos y merecen
conocer los secretos de su civilización.
Una vez en casa, los griegos le preguntan al doctor que de qué ha discutido con el romano.
—Le mostré un dedo —responde él— para afirmar que solo existe un Dios. Entonces el romano me mostró los
tres para indicarme que era un solo Dios, pero tres personas verdaderas.
En el otro bando, los romanos también le preguntan al macarra de qué ha discutido.
—Me puso el dedo así —dice estirando el índice— para amenazar con sacarme un ojo. Yo le contesté que como me
tocara, le sacaría los dos, y que con el otro dedo le rompería los dientes. Entonces él me amenazó con sacudirme en
las orejas con la palma de la mano, yo le mostré mi puño, y ahí terminó la pelea.
Para mí este sketch es una simpática —pero brutal— refutación de la sacrosanta intención del autor, a la que todos
hemos recurrido en alguna ocasión para privilegiar una interpretación sobre otras. La intención del autor —esta es la
moraleja del chistecillo— no sirve para nada: los libros no significan lo que el autor quiso, sino lo que el receptor desea;
una idea que muchos críticos actuales tacharían de posmoderna con un mohín de disgusto, pero que, fijaos, aparece
en el siglo XIV y volverá a aparecer más tarde, en El casamiento engañoso de Cervantes.
Si ni siquiera sabemos quién escribió el Libro de buen amor, cómo vamos a saber cuáles fueron sus
intenciones. Al problemático concepto intención del autor y a la propia ambigüedad del libro hay que sumar la
inseguridad que aporta la inestable transmisión de los textos medievales. La mayoría de las obras medievales que hoy
leemos como textos definitivos son en realidad conjeturas. El Libro de buen amor, por ejemplo, tiene dos versiones.
¿Cómo podemos fijar con garantías un solo significado?
La disputa entre griegos y romanos está al principio del libro, como si antes de entrar en la obra su autor nos quisiera
dar la clave para descifrarla. El sentido de este libro —parece advertirnos— es que no tiene sentido. Sentido único,
quiero decir. El Libro de buen amor carece de intención porque su autor las tuvo todas. Todas y ninguna. Porque no
hay pasaje del libro donde no se afirme algo y a continuación se asegure todo contrario.
Esta indeterminación, flacidez o relatividad del sentido —que, como digo, muchos críticos de literatura
contemporánea consideran una característica negativa de las obras posmodernas actuales— incomoda mucho a
los lectores formados en la Modernidad. De ahí sus diatribas contra ella y su resistencia a reconocer que esa
indeterminación no es una característica de esta o aquella corriente literaria. Esta indeterminación es la literatura.
¡Cuántas veces —y ahora hablo más como novelista que como maestrillo— he visto diluirse mi intención de
autor en el torrente intencional de los lectores! ¡Cuántas veces he escrito textos que han sido leídos de otra manera!
Y lo más significativo y también lo más inquietante: ¡Cuántas veces la intención de los lectores ha resultado ser más
coherente y enriquecedora que la mía!
Como dice el Arcipreste, los libros son como los instrumentos musicales: por sí mismos no dicen nada, ni bueno ni malo;
unos necesitan que el lector los lea y otros que el músico los toque.