sábado, 21 de diciembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" XX: "Literatura visceral"

Fotografía de Juan Luis López Palacios

Era el momento de los relatos íntimos, de la literatura visceral. Los ejercicios debían reflejar los hábitos y costumbres de sus experiencias más impactantes. Se les ofreció un variado surtido de títulos entre los que debían escoger: "Mi primer día en el instituto", "¿Qué hago los fines de semana?", "Un viaje al extranjero", "Mi primer beso", "Un día de Carnaval"...
El profesor, después de haber intentado el ejercicio de la doma sin éxito, había detectado que eran proclives a la narración, que gozaban contando sus experiencias y relatando los sucesos sin trascendencia de sus cortas vidas. Todos, cuando uno de ellos leía o simplemente recordaba lo ocurrido la tarde anterior en la plaza de su pueblo, escuchaban en silencio, con una atención que no se conseguía con otros medios. Les gusta oírse y ver cómo una aventura en la que son protagonistas es relatada por uno de sus compañeros. Ríen, esperan el final, se enfadan cuando falta un detalle, son unos críticos despiadados.
Pero aquel día tocaba relato escrito. Y nada menos que al estilo de Mesonero Romanos: contar los usos y costumbres de su vida cotidiana. Aunque se podía esperar de ellos, de sus doce años sin herradura, cualquier cosa, había algo seguro: la ortografía y la puntuación de los ejercicios iba a dejar mucho que desear. Pero una vez leídos los relatos, fue lo de menos. Tras corregir su forma y adecuar (poco) la gramática, os dejo dos muestras de la mejor literatura escatológica, que nada tienen que envidiar al mejor Bukowski:
"Cuando llegué al instituto, estaba muy nervioso. Yo soy muy pequeño y aquello era muy grande y no conocía a nadie. De tantos nervios, me entraron ganas de orinar. Pregunté por los baños y fui para allá a saltos. Dentro había un chico mayor. Yo me puse a mear y con los nervios y la presión se me escapó una ventosidad. El chico mayor se rio mucho y me dijo que era un marrano. Y yo, echando mano de un dicho que le oigo mucho a mi padre, le dije: "El que mee y no se pee es como el que tiene un libro y no lee". Y aquí acaba mi historia".
"Mis fines de semana son muy divertidos. Estoy esperando que llegue el viernes para dejar el instituto y comenzar mis actividades. Los sábados por la tarde me lo paso muy bien jugando a la consola sin parar, pero lo mejor es el domingo. Toda la semana estoy esperando ese día. Después de comer, me encierro en mi habitación y me hago unas "pajillas". Fin".
Como veis, por mucho que hayan avanzado las civilizaciones y aunque los intelectuales vaticinen una y otra vez el fin de la novela y de la literatura, aquí hay una muestra de que lo que más interesa a los chicos, por mucho que hayamos avanzado, es la vida, para después contarla.

viernes, 20 de diciembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" XIX: "El viaje a ninguna parte del interino viejo"

Fotografía de Juan Luis López Palacios

El viaje del interino a través de las profundidades océanas de los institutos de España es una experiencia que no tiene nada que envidiar a la de Miguel Strogoff o la de los cómicos de la legua. En un mismo año se pueden conocer tantos destinos, tantos compañeros distintos, tantos adolescentes desorientados que en junio, al final del periplo aparece una luz blanca que les indica la salida del túnel, como los moribundos que han podido contar sus experiencias sobre la proximidad de la muerte.
Les suele recibir en el centro un Jefe de Estudios estirado y con pocos escrúpulos que los arroja dentro de un aula donde los acechan 30 fieras voraces. Los muchachos esperan con avidez al nuevo, al que va a estar con ellos un breve tiempo y que no va a poder controlarlos como lo hacía el que los conoce de antiguo. Se frotan las manos, se afilan los colmillos y la baba les rebosa y cae barbilla abajo. Ni siquiera se tiene tiempo de preparar la materia ni de planificar la clase, todo es precipitado y caótico. En un mismo curso un interino puede pasar por todos los niveles educativos posibles, puede haber intentado sanar la locura de muchachos de 12 años y haber sosegado la angustia del preuniversitario de 18. Nadie tiene compasión de ellos, es más, el Jefe de Estudios que los lleva hasta el aula y los introduce en ella goza con sadismo de su indefensión.
Al cabo de 30 días o con suerte después de 4 meses se va del centro sin apenas haber conocido a sus compañeros, sin apenas haber tenido contacto humano, si no es el de las dentelladas de los alumnos que muerden sin compasión la pieza tierna. Magullados y sin ninguna caricia abandonan el instituto, la ciudad donde han vivido uno o varios meses a lo sumo y salen hacia un nuevo destino donde los tundirán como a cuero sin curtir.
El problema es que ahora, en estos tiempos de miserias, los interinos ya no son muchachos y muchachas imberbes, recién salidos de la universidad y con toda la energía paciente para aguantar estos vaivenes, no. En estos años, los interinos son gente ya granada, con años de experiencia a sus espaldas, que se ven de nuevo, como el cómico viejo, arrastrados por los caminos, de feria en feria, para que los paisanos descarguen sus frustraciones o sus pocos años sobre ellos. Y a veces, aunque el Jefe de Estudios sea un personaje estirado y con pocos escrúpulos, se le despierta una cierta misericordia al verlos partir con la cabeza gacha y la maleta reventada por el traqueteo del viaje.  

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" XVIII: "El ingeniero hidráulico Don Quijote de la Mancha"

Fotografía de Juan Luis López Palacios

"El ingeniero hidráulico Don Quijote de la Mancha" es un buen libro. Cuenta la historia de un hombre que no está muy bien de la cabeza, aunque dinero tenía bastante. Inventó los molinos de viento y eso hizo que se montara en el maravedí. ¿De qué si no iba a tener un caballo, un criado y una mujer que le hacía la comida? Bueno, a este tío, que ya estaba a punto de cascar cuando comienza la historia, no se le ocurrió otra cosa que andar de aquí para allá por las tierras de La Mancha.
Yo soy de aquí y a nadie con dos dedos de frente se le ocurre pasearse en caballo por vicio por mitad de los trigos. Yo, si tuviera posibles como tenía este hombre, me voy a Cancún o a Benidorm o a la Costa del Sol. A nadie se le ocurre, teniendo dinero, salir en caballo por estos andurriales. ¿Para qué?, si entonces tampoco había playa, ni festivales de música, ni macrofiestas, ni "na" de "na". Mi padre conocía al autor de este libro, ¡menudo pájaro! Su amante vivía cerca de la casa de mi abuelo y más de una vez lo vieron saltar por la ventana con la ropa en la mano. El marido de su amante era camionero y una noche los pilló en la cama y les dio una tunda que le dejó huella. ¿Por qué os creéis que no nombra el lugar del que salió ni algunos de los sitios que visita su personaje?, pues, coño, porque no tenía buen recuerdo del pueblo donde lo trasquilaron por goloso.
Bueno, a lo que vamos, este hombre se echa un criado, un tío campechano, borracho como él solo y al que le gustaban los chascarrillos. Vamos, como mi tío Manolo, al que en cuanto sale de casa y se va al bar se le caen los chistes de los bolsillos, ¡qué cachondo es mi tío Manolo! y ¡qué borracho también!
Al Quijote le hacen de todo, por tonto, nada más que por eso. ¿A quién se le ocurre escaparse de su casa cuando tenía hacienda sin trabajar, tenía criados y vivía como Dios, cazando y durmiendo (no hacía otra cosa el tío)? Bueno, ¿a quién se le va a ocurrir, pues a alguien que no funciona muy bien de la cholla? ¿Y por qué se volvió tarumba? Pues por leer libros. ¡Toma ya!, esto es lo mejor de la historia. A mí desde luego no me ha de pasar lo mismo. No tenía intención, pero después de leer algún resumen de Internet y ver lo que le pasó a este ingeniero hidráulico que lo tenía todo para vivir del cuento, no pienso coger un libro en mi puta vida. A mí no me engañan, yo no pienso pasar las de Caín por dármelas de listo. Mira Sancho cómo disfrutaba la vida. Y porque tenía a un cenizo
a su lado, si no, aún lo hubiera pasado mejor. Bueno, que me ha gustado mucho este libro y espero que se me ponga buena nota por el comentario.

martes, 10 de diciembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" XVII: "Mundos paralelos"

Fotografía de Juan Luis López Palacios

Nadie se atrevía a chistar en la clase. Las moscas se estampaban contra los cristales de las ventanas, angustiadas por escuchar solo su propio zumbido. En la pizarra bailaban unas letras de caligrafía con el oropel de las antiguas cornucopias. El profesor se repantigaba en el sillón de cuero amedrentando a las moscas con el disparo de sus miradas de hielo. La cabeza disecada de un lucio pescado por don Julián nos amenazaba con sus dientes de sierra. Todo era silencio y leve susurro de plumas rasgando el papel. Los tinteros habían desaparecido de los pupitres, pero aún quedaba el sabor antiguo y amargo de la escuela de posguerra. Carlitos se atrevió a pedir el plumier a su compañero y un rugido seco le quebró los oídos y lo inmovilizó en el pupitre.
Vio acercarse al inmenso don Julián, descomunal desde el pozo de la silla, y le salió un sollozo ahogado que atrapó las miradas de sus compañeros. Un murmullo de satisfacción viperina se deslizaba reptando por el suelo de la clase. Todos esperaban que la bofetada le hiciera saltar las gafas como la última vez.
Años más tarde, a Carlitos lo llamaban don Carlos y se pudo repantigar en el sillón de cuero cuyo crujido tanto tiempo había temido. Esperaba repetir las hazañas de don Julián, pero los tiempos habían cambiado. Las gafas le caían desmayadas en el puente de la nariz y observaba, como don Julián, el comportamiento de sus alumnos: Javier se acababa de levantar sin permiso, Gabriel le lanzaba una bola de papel a Manuela y Rebeca se desnucaba por hablar con Miguelín. Sus esfuerzos por poner orden no tuvieron efecto y ya hacía años que ni siquiera lo intentaba. Berta se acercó hasta su sillón, le pareció descomunal, como don Julián, y le pidió ir al baño. Don Carlos no se pudo negar. Al ver cómo se aproximaba hasta él, ahogó un sollozo de espanto (que nadie oyó en la clase) y le dio su permiso como si solicitara su perdón. Le pareció tan monstruosa como don Julián y esperó hundido en el sillón a que las gafas salieran volando hasta estamparse contra el cristal de las ventanas, como hacían las moscas, desesperadas por abandonar el aula y respirar el aire limpio de la calle. Los alumnos esperaban con deseo viperino el estrépito de los vidrios rotos.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" XVI: "El placer de corregir exámenes"

Fotografía de Juan Luis López Palacios

Recibir los exámenes de los adolescentes cuando suena el timbre al final de clase es un placer de dioses. Pocos gustos hay comparables a sentir las palabras latentes de la angustia transpirando a través de los folios aún calientes. Cuando en casa salen del sobre, vuelven a cobrar vida y relucen en la mesa como un premio sin parangón a la labor educativa. Se deshojan uno a uno con delicia, con el sentimiento del que está devorando un manjar y no quiere llegar a la última cucharada.
Todo el que se dedique a la enseñanza lo sabe, nada hay más grato, nada hay más placentero que la corrección de los ejercicios completados con denuedo por los alumnos. Sentir cómo el mamotreto de folios nunca se termina, leer con los ojos del revés, alelado ante tanta literatura de primera calidad, ver cómo han desarrollado las preguntas que con tanta precisión cuestionan los entresijos de la obra de Góngora o deleitarse con las líneas bien trazadas de un análisis sintáctico.
¿Quién no querría participar de este privilegio?, ¿quién, en las tardes de domingo, no pagaría por sumar las cifras decimales de cada una de las respuestas y colocar en rojo chillón el maravilloso 4,5 en la esquina derecha del ejercicio?, ¿quién no mataría por sentir la responsabilidad de que un simple número vaya a hacer reír o a hacer llorar a un muchacho de 12 o de 18 años?, ¿quién no dejaría cualquier trabajo por leer las diferentes reflexiones en torno a la retórica hueca del modernismo? Sí, sin duda es uno de los mayores privilegios de nuestro oficio, una de las prebendas de las que nadie habla y solo los que la gozamos conocemos su beneficio.

 ¿En qué cabeza cabe que algunos iluminados propusieran acabar con estos ejercicios que sacan la hiel de los estudiantes y nos elevan a los educadores al más elevado de los edenes?, ¿a qué cabeza loca se le pudo ocurrir que había que acabar con los exámenes para comenzar la revolución del sistema educativo?, ¿quién dijo que estos controles no hacían sino acumular ovejas al rebaño y promover la competencia insana del sistema capitalista, que solo conseguían abofetear la creatividad del individuo y someterlo al engranaje mecánico que interesa al poderoso? No sé, alguien que odiaba nuestro oficio de sencillos funcionarios y el placer consecuente de estampar sellos numerados en la frente de los adolescentes. Por suerte, la nueva ley nos promete una orgía de exámenes y reválidas con los que podremos revolcarnos a conciencia en el establo de las cifras. ¡Vivan nuestros insignes administradores y su sed por complacernos!  

domingo, 8 de diciembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" XV: "Que la lluvia es diaria. Con el viento diga ¡hey!, diga ¡oh! con el agua".

Fotografía de Juan Luis López Palacios

"Que la lluvia es diaria. Con el viento diga ¡hey!; diga ¡oh! con el agua. Que la lluvia es diaria". Se buscaba un bufón para la función de Shakespeare, pero no había ninguno disponible."Que la lluvia es diaria. Con el viento diga ¡hey!, diga ¡oh! con el agua. Que la lluvia es diaria". Se buscaban también sus palabras, pero habían desaparecido, nadie sabía ya armar los ritmos ni los conceptos que arrancan el hígado con taladros de fuego. Se buscaba con desesperación la forma de recuperarlas.
Se levantaron las alfombras de las academias, los colchones de los eruditos, la hojarasca de los novelistas, pero no se encontró otra cosa que polvo y ácaros sin residencia fija. "Que la lluvia es diaria. Con el viento diga ¡hey!, diga ¡oh! con el agua. Que la lluvia es diaria". Se pagó un anuncio en los medios de comunicación de mayor reputación con el fin de que quien hallara la osamenta de Falstaff mandara un mensaje completamente gratuito. Solo se recibieron las bromas de los habituales irresponsables. Se pidió a los profesores de Literatura que prendieran fuego a los libros de texto para liberar el espíritu de Lear y a los herbolarios se les solicitaron emplastos para hacer olvidar a los adolescentes las murgas diarias con las que se había embalsamado a Hamlet. Se situó a los escritores al lado de los poderosos con la intención de que devoraran el cuero podrido de sus sillones y así vomitaran la hiel de Lady Macbeth."Que la lluvia es diaria. Con el viento diga ¡hey!, diga ¡oh! con el agua. Que la lluvia es diaria". Nada fue suficiente, los libros salían sin dientes de la imprenta, los escenarios seguían ocupados por burgueses sin tripas y las escuelas continuaban recitando palabras de ceniza. No había esperanza para la resurrección, nadie podría encarnar al bufón ni decirle verdades sin esquinas al rey. Mejor cerrar las escuelas y los teatros y quemar las imprentas y abrasar con tormentas las radios y televisiones. "Que la lluvia es diaria. Diga ¡hey!, con el viento; diga ¡oh!, con el agua. Que la lluvia es diaria".

sábado, 7 de diciembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" XIV: "Un curso rodeado de murallas"

Fotografía de Juan Luis López Palacios
Recuerdo ese año rodeado de murallas. Había tantas estrellas que las noches sin luna no eran noches sin luna, aunque el hielo te podara los pies y te anudara las palabras con un vaho de niebla congelada. Al levantar la vista, caía sobre ti el universo, iluminado por un caprichoso funcionario del ayuntamiento que no  atendía al ahorro de las instituciones. Todas las mañanas sobrevolaban el castillo varios buitres en busca de la perdida brillantez de la noche. Y se podían contemplar sus círculos embalsamados a través de la ventana de la sala de profesores, mientras tomábamos un café familiar que unía a los nueve mochuelos que habíamos sido allí destinados. No había bullicio por los pasillos ni escándalos ensordecedores en los cambios de clase ni compañeros a punto de entrar en ebullición por la alta temperatura de las aulas. No más de 70 alumnos, instalaciones de prestado y mobiliario recién llegado de unos misteriosos almacenes donde los administradores guardan sus guadañas.
Contemplábamos el paisaje lento, recluido entre las murallas medievales, comiendo un bizcocho que había elaborado esa misma mañana la madre del Jefe de Estudios en su pueblito de 90 habitantes. Las horas pasaban tan bucólicas como placenteras: de un cobertizo al pie del castillo, salían a pastar unas cabras diminutas durante el recreo, mientras los adolescentes ataban al conserje (con su permiso) al tronco de una encina.
Por la tarde los chicos nos llevaban al río, atravesando praderas, higueras y castaños, para que viéramos su pericia en el arte de la pesca o salíamos al espeso bosque de pino negro para buscar entre sus pies los níscalos y boletus que nos ofrecía la tierra agradecida. Todo se desarrollaba con tanta placidez que nunca hubiéramos dicho que la labor educativa pone de los nervios a cualquiera.
Sin duda se trataba de un experimento. Se pretendían simular las condiciones de Finlandia, estoy seguro: el frío, los pocos alumnos por aula, la calidad humana de los compañeros, la naturaleza agradecida... Hasta el nombre de los chicos incitaba al sosiego y a la poesía: "Libertad", "Sabina", "Rubén Darío". No invento, esos eran sus nombres, y el techo de luciérnagas también sale del recuerdo, no de la imaginación. En invierno se oía al silencio pasear por la plaza empedrada y en verano celebran todavía una fiesta medieval que empezó en aquellos años.
Por allí anduvimos, escondidos en un rincón de la Edad Media, para aprender y enseñar con recursos del siglo XXI de los que ya no disponemos en estos años de "indocencia".  El experimento por lo visto no sirvió o pareció demasiado peligroso a los pedagogos por la sencillez de los medios y de la terminología.  

viernes, 6 de diciembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" XIII: "La primera vez".

Fotografía de Juan Luis López Palacios

Sabía cuándo iba a hacerlo, el día estaba marcado. Me preparé concienzudamente, con la meticulosidad de los guerreros orientales. Solo pensar en el momento de mi estreno me producía temblores, inseguridad, tenía arena en la garganta y a punto estuve de retirarme antes de empezar.
No iba a dejar nada a la improvisación, todo lo tenía secuenciado y pensado para que no hubiera sobresaltos, para que quedáramos satisfechos y la frustración no impidiera una segunda oportunidad. Los preámbulos habían sido estudiados al milímetro; los ejercicios, planteados a partir de una buena bibliografía. Eché mano también de la videoteca y de las experiencias que otros me habían descrito y de las que yo tomé buena nota.
Y a pesar de todo, la angustia me atrapaba con su garfio implacable y me impedía respirar con normalidad. Si tanta gente lo hacía, no podía ser tan difícil. Si tantos le dedicaban tantas horas, no podía ser tan traumático como a mí me lo estaba pareciendo.
Llegó el día y la hora. No había dormido la noche anterior, atrapado por las sábanas que no me dejaban en paz, envuelto en un haz de inseguridades que me exprimían hasta dejar empapada la almohada. Llegó la hora. Un momento antes di un paso atrás y rehuí la cita, pero allí estaba frente a mi angustia y mi deseo.
De todo lo que planeé, poco pude aprovechar, las palabras se atropellaban en la frontera de los dientes, los movimientos eran torpes y no respondían a ninguna de las enseñanzas recibidas, el corazón se disparó en su cabalgada y el ritmo pautado se precipitó en una acción sin ramales. A tal grado de excitación llegué que caí de espaldas sobre el suelo y llegué a oír un murmullo de risas que me atolondró aún más.
Se resolvió el apuro con demasiada rapidez, no quise conversar sobre la experiencia. Salí de allí acongojado, reclamado por el ansia de la vergüenza. Y a pesar de todo, a pesar del amargor de la precipitación y de no haber cumplido con lo planeado, salí con la sensación de que la próxima vez sería mucho mejor.
Un regusto dulce quedó impregnado entre la sal de la insatisfacción que me anunciaba un placer tan solo intuido. Al día siguiente, pude, sin espasmos y sin caídas cómicas, gozar de impartir una clase sobre Bécquer.

jueves, 5 de diciembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" XII: "Loa a la Dolores"

Cayó ella, la divina Dolores, del cielo, como una Virgen en asunción inversa. Ya lo decía Alberti, "se equivocó la paloma". También se equivocan los buitres.
Llegó recién ungida por los votos de sus adoradores, prendados de esa melena lacia y de esa naricilla de perdigón que encantaba a los pervertidos. Bajó de los cielos para salvarnos de la consciencia. Todos sus votantes esperaban el milagro de su Dolores, recién llegada a la Tierra para distribuir la riqueza de nuevo y dejar las cosas como estaban. ¿Para qué queríamos los pobres perdurar en este valle de lágrimas? ¿Para qué gozar de médicos que curaran nuestros males y de hospitales donde aliviar nuestro padecer? ¿Para que extender nuestro sufrimiento? Ella, la divina Dolores, puso un fin drástico a tanta enfermedad alargada: "Fuera hospitales, morid dignamente en casa y contemplaréis el Paraíso del que yo vengo cuanto antes, pues de los pobres es el reino de los cielos, el de la Tierra dejádnoslo a nosotros". ¡Palabra de diosa!, te alabamos Dolores y te besamos humillados los pies.
Y bajó de los cielos y comprobó que la enseñanza era una losa para nosotros y nos alivió de nuestro pesar. ¿Para qué conocer, para qué saber, para qué instruirnos?, el ignorante lleva la felicidad en el carro que arrastra y nada hace mejor a un hombre y más útil que papar moscas con la lengua. Te adoramos, oh Dolores, gracias por llevarnos a la idiotez, donde tanto gozo hallaremos.
Y nombró Dolores a sus santos e hizo de su corte divina una "troupe" de saltimbanquis, titiriteros y economistas. Ellos nos llevarían al Paraíso en la Tierra, ellos, los herederos de Tonetti, de Fofó y de Keynes. ¿Para qué necesitaban de sabiduría los que nos tenían que regir si la divinidad todo lo puede? Para despojarnos de la salud y de la educación que nos estaba haciendo tan infelices, era suficiente con el Bombero Torero y sus enanos rejoneadores. Ellos nos dirigen y nos administran, ellos procuran que haya más alumnos por clase, que haya menos profesores, que no dispongamos de dinero, que dejemos a los futuros fieles sin nada en el cerebro con que pergeñar falsas ideas propias o criterios apartados de lo establecido. ¡Qué felices serán cuando mayores!, ¡qué fortuna no tener que pensar por uno mismo, qué placer tener una sola luz a la que seguir, la de nuestra inmarcesible Dolores! Ha costado algunos puestos de trabajo, es cierto, se han lapidado esperanzas de mucha gente, todos lo sabemos, pero cómo no hacer este gran sacrificio para criar unas nuevas generaciones que serán dirigidas con mano firme por los elegidos, que ya no tendrán que cuestionarse su condición, que sabrán con seguridad a quién servir.
Para iluminarnos bajó de los cielos, con su falda de tubo y su traje chaqueta. Loemos a la Dolores y a su corte de payasos y titiriteros. Apuremos la vida sin hospitales, aspirando el aire del que sabe que va a morir en la lista de espera. Dejad que los muchachos se acerquen a ella y los unja con su dedo divino y con su facilidad de palabra. Apartad de ellos la Filosofía y recluidlos en su ignorancia para que disfruten del placer de las ovejas.
Yo la he visto con su mantilla negra y su peineta, la he visto con su luto recatado, la he visto y me ha mirado, hoy creo en Fofó.  

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" XI: "El curso de los peces de colores".

Fue el curso de los peces de colores.
Tener catorce o quince años no es un regalo, sobre todo para quien tiene que sufrir a 30 de ellos enjaulado en una clase preparada para 25. En las aulas de 3º de ESO se palpa la locura, se pueden tocar con los dedos las hebillas de las camisas de fuerza y se puede oler la química descompuesta de los cuerpos desastrados. Tener quince años supone poseer unas piernas que no te corresponden unidas a un tronco que con dificultad se domina y a unos brazos que obedecen a órdenes que tú no das. Tener quince años supone haber perdido la cabeza en el desayuno y no volver a recuperarla hasta la hora del sueño.
En la clase de Tutoría se decidió comprar unos peces de colores y dejarlos al cuidado del grupo A como ejercicio de solidaridad, responsabilidad y organización. Se habían tratado otros temas: el sexo, las drogas, el acoso escolar..., pero el aire de esa clase tenía algo que hacía morir a las palomas. Ni siquiera los alumnos más consecuentes se comportaban de forma racional, todo se despeñaba por un barranco de estrépito de cristales. Habían conseguido que el profesor sustituto les hiciera los exámenes con libro y de pie, y al de Matemáticas lo desesperaron hasta la venganza. De las paredes del aula resudaba una resina de insania colectiva como si la masa encefálica de todos ellos se hubiera estampado sobre el estuco. Fuera de clase no era mejor: se acosaban, se pegaban, se insultaban y algunos hasta se amaban.
Los peces a duras penas iban sobreviviendo. Las chicas los cuidaban, los alimentaban, les cambiaban el agua y los protegían de los ataques estratégicos de los chicos. El más agresivo, la fumigación con desodorante y espuma. Aparecieron los peces, en el cambio de clase, rígidos sobre la superficie del agua. Todos creímos que habían muerto, pero las chicas cambiaron el agua y resucitaron milagrosamente. Solo el instinto asesino y la crueldad estaba quedando patente en el ejercicio de Tutoría, frente a la vena salvadora de una pequeña minoría. Se sucedieron los castigos, las reprimendas, las broncas de padres y las reuniones moralizadoras. Pero la masa encefálica seguía resbalando por las paredes del aula.
En el último trimestre los dos pobres peces, que habían sido bautizados con el nombre de dos personajes insignes de los "realitys" televisivos del momento, no aparecían. Todos hubiéramos considerado lógico que hubieran escapado por su propia voluntad o que se hubieran suicidado, pero no. Al levantar la vista al techo, en el fondo de las placas blancas destacaban dos ojos vigilantes ya cristalizados. No pudieron soportar a animales tan sosegados, los sacaron de la pecera y los estrujaron entre sus manos ajenas hasta que los ojos salieron disparados de sus órbitas. Estamparlos luego sobre los plafones del techo no fue tarea difícil. Tener quince años te saca los ojos y te desinfla las branquias.
 

martes, 3 de diciembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" X: "Leer poesía en clase".

Leer poesía en clase es rasgarse la piel con las uñas y esperar que los alumnos acudan con algodones a curar la herida. A veces no lo creen y descubren que se trata de un artificio de magia en el que no se hiere a nadie. En ese momento, saltan las risas por las perchas y se ocultan debajo de las mesas hasta quedar pegadas a los chicles calientes. Se cierra el libro y mando tarea para el día siguiente.
Sin embargo, otras veces, se oye respirar al silencio acariciando las pizarras y se eriza el vello en un escalofrío de emoción que no se produce cuando se ha leído el mismo poema en silencio. Quedan brillando las pupilas de cuatro o cinco alumnos y se les cae la barbilla hasta que la recojo con el último verso. El silencio se suma a la expectación y cada pausa es un brillo de palabras que se puede atrapar con una red de luciérnagas. Cuando esto ocurre, cuando leo un poema y se eriza el estuco de las paredes, no hay nadie que pueda detener el hielo que recorre el espinazo. Ocurre pocas veces. Es una delicia que no se repite con demasiada frecuencia, pero cuando se levanta ese viento que desgarra la piel y hace brotar un hilo de sangre que los alumnos lamen con sorpresa, las paredes desaparecen y nos sumergimos en un estanque de voces sin camisa, con el lomo dispuesto para la cabalgada de las palabras.
Lo habitual es otra cosa. En cuanto ellos oyen el arranque del primer verso, un murmullo de risas apagadas descubre su vergüenza y el miedo al ridículo que los acecha. Se rompe la armonía y el poema se hunde en un charco de fango sin ritmo ni medida. Esperan ser llamados para la declamación y tiemblan y se sonrojan y se atropellan y derrumban el escalofrío en un abismo de arritmias. Suele acabar todo en la muerte del poeta.
Sin embargo, cuando es uno de ellos el que consigue elevarse con la cadencia del verso y se desliza por las profundidades de la poesía, la piel se rompe para dejar libres a las arterias. Ocurre muy pocas veces, pero cuando sucede, el placer es comparable al temblor que deja en la memoria la carne deseada y acariciada y mordida por primera vez.  

Lina Morgan y el Libro de buen amor de Antonio Orejudo.

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Si alguien escribiera hoy algo parecido al Libro 
de buen amor —algo tan desconcertante, 
tan ambiguo, tan variado,
tan poco preocupado por el hilo argumental y 
por la trama, tan difícil de colocar en la mesa de 
novedades (¿Lo ponemos en la sección de poesía? 
¿Lo vendemos como si fuera una antología 
poética? ¿O lo ponemos en la parte 
de novela experimental? ¿O en la de sexo? ¿Qué 
tal entre los libros de religión? ¿Y con las 
autobiografías? ¿Lo pasamos a la sección de 
memorias? ¿O lo ponemos directamente en la 
planta de música, junto a los discos de grandes 
éxitos?)—, si alguien, digo, escribiera hoy 
algo así, sería inmediatamente aclamado no 
solo como el renovador de 
la literatura española, sino como el creador de una nueva manera de concebir la novela y los libros de poesía.
Una cosa así le sucedió al escritor español Agustín Fernández Mallo cuando publicó la primera entrega de su serie 
nocillera. Aunque Nocilla Dream estaba escrito en prosa, a muchos lectores les cautivó esa arquitectura de poemario 
en el que la sucesión de imágenes, las reflexiones y las pequeñas narraciones se sucedían en un orden 
aparentemente caprichoso y al mismo tiempo coherente.
Aunque he de confesar que quien de verdad me viene a la cabeza cada vez que hojeo el libro del Arcipreste no es 
Agustín Fernández Mallo sino Lina Morgan. Como le oí decir una vez a mi maestro Francisco Rico, lo más parecido 
en nuestro tiempo al Libro de buen amor es una de esas revistas musicales protagonizada por la artista 
madrileña. Evidentemente, el Arcipreste no es una vedette, pero sí es una especie de crooner que unifica con su 
presencia —es decir, con su voz en primera persona— los diferentes sketches que vertebran la obra.
Si pudiéramos leer este libro con los ojos cerrados, veríamos pasar por delante de nosotros una sucesión de escenas 
musicales, números de baile y enredos teatrales donde abundan los sobreentendidos picantes y las referencias obscenas 
al sexo.
Como dize Aristótiles, cosa es verdadera,
el mundo por dos cosas trabaja: la primera,
por aver mantenençia; la otra cosa era
por aver juntamiento con fembra plazentera.
Así, con este tajante dictamen, comienza el primer sketch de este libro-espectáculo. Tras una serie de textos preliminares
de los que hablaré después, el Arcipreste se dispone a relatar su primer fracaso amoroso. La coprotagonista de la 
aventura es una dama que le da calabazas dos veces, a pesar de que el pobre ha buscado la mediación de 
Trotaconventos, una profesional del ramo que entrará y saldrá varias veces a lo largo de la función.
Ojo, no quiero decir que el Libro de buen amor sea una obra de teatro —que no lo es— o que se escribiera 
para ser representado, que tampoco. Simplemente trato de explicar su esencia, que sí es teatral en la medida en que toda 
literatura anterior a la imprenta lo era. Hasta principios del siglo XVI, la literatura no se lee en soledad y en silencio,
como hacemos hoy. La literatura se escucha mientras alguien la lee el público ayudándose de los gestos y de los cambios 
de voz.
Manuscrito del Libro de buen amor de la Biblioteca Nacional de España (DP).
Manuscrito del Libro de buen amor de la Biblioteca Nacional de España (DP).
Fijémonos en el segundo sketch, por 
ejemplo, otra aventura frustrada pero 
muchísimo más obscena. La partenaire 
del Arcipreste en esta ocasión es una 
panadera que se llama Cruz. Imaginemos 
una lectura en voz alta. No es lo 
mismo decir panadera con voz neutra 
que panaderaasí, con un tonillo insinuante 
que subraye las connotaciones sexuales 
que tuvo siempre este oficio consistente 
en amasar amasar y amasar.
En la siguiente aventura sexual, el 
Arcipreste sale a escena disfrazado. 
Ahora se llama don Melón y esta vez, 
gracias a los buenos oficios de Trotaconventos, 
logra casarse con una tal 
doña Endrina antes de convertirse 
otra vez en el Arcipreste y entregarse a 
las delicias del sexo outdoor con cuatro 
serranas, una de las cuales consigue violarlo 
en un episodio que parodia lo cazurro la 
idealizada vida pastoril.
Vendrá luego la famosa batalla entre don 
Carnal y 
doña Cuaresma, y la seducción, no se sabe si culminada 
o no, de la monja doña Garoza, que acaba muriendo como
 muere también Trotaconventos, a quien el Arcipreste 
dedica un amargo lamento, la única pieza triste de 
todo el libro.
Este es, muy resumido, el argumento del Libro. 
Digo argumento por llamarlo de alguna manera. 
Además me dejo muchas cosas en el tintero. Casi todos estos sketches están interrumpidos 
por pequeñas historias o prolongados con números musicales, que sirven de cortinilla entre los diferentes 
episodiosy que añaden aún más variedad a esta especie de varieté que es el Libro de buen amor.
Ejemplo 1: la primera aventura del Arcipreste se interrumpe en dos ocasiones para ilustrar los rechazos de la dama 
al Arcipreste con sendas fábulas de animales.
Ejemplo 2: entre el fracaso con la panadera Cruz y el fracaso con otra mujer a que se intenta seducir después, hay 
una larga tirada de estrofas que disertan sobre la influencia de los astros en el apetito sexual.
Ejemplo 3: la experiencia bizarra con las serranas se remata, para compensar tanto sexo explícito, con un conjunto 
de lírica religiosa.
Y hay más. Se nota que el Libro de buen amor está escrito por alguien que en más de una ocasión se vio en la tesitura 
de tener que predicar delante de un público no demasiado culto, pero muy exigente —los feligreses—, que desviaba la 
atención si algo no lo entretenía. Los desvelos del Arcipreste por captar la atención del lector a base de chistes, 
chascarrillos y variedad de historias es pura deformación profesional. O, si se quiere, aplicación a la literatura
de un adiestramiento y unos trucos que los curas aprendían durante su formación.
Todas estas aventuras sexuales —algunas más cómicas y otras un poco más hardcore— están contadas en cuaderna 
vía, un género poético que los clérigos medievales usaban, como veíamos el mes pasado, para asuntos más nobles. La 
mezcla de estos contenidos tan gamberros con una forma tan solemne y literaria como la cuaderna vía es un flagrante 
desfase entre forma y contenido. Algo así como si Nacho Vidal escribiera sus memorias pornográficas utilizando 
la forma del Tractatus Logico-philosophicus de Wittgenstein.
Pero esta no es la única transgresión del Libro del Arcipreste. Hay más, y algunas de ellas han incomodado mucho a los 
críticos más tradicionales, que no acaban de aceptar o de ver con buenos ojos el sustrato cómico y carnavalesco de la 
tradición literaria en castellano.
Hace muchos años asistí en la Universidad del estado de Nueva York a un magnífico curso de doctorado sobre el Libro 
de buen amor que impartía una profesora estadounidense de origen húngaro llamada Louise Vasvari. La profesora 
Vasvari había dedicado buena parte de su trabajo crítico a demostrar que todos los elementos de este libro, incluido 
el nombre de su autor —Juan Ruiz, Arcipreste de Hita—, constituyen una gigantesca gamberrada —muy bien 
diseñada y escrita, eso sí— en la que cada palabra, cada referencia, cada episodio, por serio que pudiera parecer a 
primera vista, era parodia de algo o tenía connotaciones grotescas en el plano sexual o ambas cosas al mismo tiempo. 
Pues bien, los excelentes trabajos de la profesora Vasvari, discutibles como cualesquiera otros, pero 
minuciosamente documentados gracias a su profundo conocimiento de varias lenguas europeas, han sido 
menospreciados por casi todos sus colegas —varones todos ellos, por cierto—, que no han visto en sus lecturas 
otra cosa que obsesión sexual.
Yo en cambio solo tengo palabras de agradecimiento para ella. Su curso me mostró la rica polisemia de este libro, tan 
difícil de aprehender. El Arcipreste, o comoquiera que se llamara su autor, destacó en muchas cosas, pero sobre 
todo en su capacidad para disolver los significados unívocos y para abortar cualquier intento de embridar el 
sentido y de dirigirlo hacia una sola dirección.
Los que consideran este libro una obra moralista se aferran a las palabras del Arcipreste en alguna de las piezas 
preliminares que he mencionado antes, en particular a un ensayo en prosa donde el Arcipreste declara su intención 
de enseñar el camino de la virtud.
Y es cierto: nada en ese piadoso comienzo anuncia el cachondeo que vendrá después. Formalmente se trata de 
un ensayo teológico (sermón culto o divisio intra, son los nombres técnicos), género que los clérigos 
medievales (los gafapastas de la Edad Media) conocían muy bien; denso, culto y muy pesado para un lector del siglo 
XXI, con mucha cita bíblica y mucha enseñanza moral.
¿Qué dice este ensayo?
Pues lo que tenían que decir los ensayos como este, lo que todos los clérigos universitarios, a los que estaba dirigida 
la pieza, esperaban que se dijera en un texto semejante: que el loco amor (es decir, el sexo) es malo y que el presente 
libro había sido escrito para advertir a la gente del gran pecado que era follar.
Pues bien, cuando los lectores empiezan a convencerse de que la advertencia va en serio, y que efectivamente lo 
que tienen delante es un libro moralista y piadoso, el Arcipreste esboza una sonrisita pícara, y dice sí, he escrito el libro 
para que las personas sepan defenderse de la lujuria, pero como pecar es humano, los que quieran caer en ella, aquí 
hallarán algunas maneras de hacerlo.
Toma ya.
Con una simple frase el Arcipreste dinamita desde dentro la solemne seriedad de los ensayos teológicos y le da la vuelta 

a lo que parecía ser una venerable intención moralista. Los ecos de su risa nos llegan desde la lejanía del siglo XIV:
Entiende bien mis dichos y medita su esencia,
no me pase contigo lo que al doctor de Grecia.
¿Al doctor de Grecia?
¿Qué le pasó al doctor de Grecia?
Pues lo primero que hay que decir de ese doctor de Grecia es que de haber vivido en nuestros días, él también habría 
juzgado con severidad las jugosas interpretaciones de la profesora Vasvari.
Miniatura medieval (DP).
Miniatura medieval (DP).
La historia viene a 
continuación del ensayo 
teológico, justo antes 
de la primera aventura 
sexual del Arcipreste. 
Imaginemos otra vez el 
escenario de revista donde 
se representa el Libro de buen 
amorSobre las tablas hay 
ahora un grupo de sabios 
griegos y un grupo de 
ignorantes romanos. Los 
romanos han ido en busca de la 
sabiduría griega, porque quieren 
que su imperio alcance el mismo 
esplendor que tuvo la civilización 
griega. Los griegos están dispuestos 
a compartir con ellos su sabiduría, 
pero antes quieren 
estar seguros de que los romanos son 
merecedores de ella. Y qué mejor 
manera de comprobarlo que celebrar 
un debate intelectual.
Como los romanos no entienden griego, piden que la 
disputa se celebre con señas. Y como además se 
saben más ignorantes que los griegos, le piden a un 
macarrilla que sea él quien se presente, a cambio de 
una recompensa si sale airoso de la prueba.
Así que comienza la disputa.
Uno de los griegos, doctor muy esmerado, se pone en pie, levanta el índice con sosiego y se vuelve a sentar.
Es el turno del macarra romano, que se levanta, estira el pulgar, el índice y el corazón, y hace un gesto muy violento, 
como si los quisiera clavar en el pecho del griego. Y se sienta tan pancho.
El griego vuelve a levantarse y con la misma calma de antes, le muestra la palma de la mano, y se vuelve a sentar.
El romano no duda: se pone en pie, cierra el puño y lo agita con furia.
Y en ese momento el doctor griego da por terminado el debate. No le cabe duda: los romanos son cultos y merecen 
conocer los secretos de su civilización.
Una vez en casa, los griegos le preguntan al doctor que de qué ha discutido con el romano.
Le mostré un dedo —responde él— para afirmar que solo existe un Dios. Entonces el romano me mostró los 
tres para indicarme que era un solo Dios, pero tres personas verdaderas.
En el otro bando, los romanos también le preguntan al macarra de qué ha discutido.
Me puso el dedo así —dice estirando el índice— para amenazar con sacarme un ojo. Yo le contesté que como me 
tocara, le sacaría los dos, y que con el otro dedo le rompería los dientes. Entonces él me amenazó con sacudirme en 
las orejas con la palma de la mano, yo le mostré mi puño, y ahí terminó la pelea.
Para mí este sketch es una simpática —pero brutal— refutación de la sacrosanta intención del autor, a la que todos 
hemos recurrido en alguna ocasión para privilegiar una interpretación sobre otras. La intención del autor —esta es la 
moraleja del chistecillo— no sirve para nada: los libros no significan lo que el autor quiso, sino lo que el receptor desea; 
una idea que muchos críticos actuales tacharían de posmoderna con un mohín de disgusto, pero que, fijaos, aparece 
en el siglo XIV y volverá a aparecer más tarde, en El casamiento engañoso de Cervantes.
Si ni siquiera sabemos quién escribió el Libro de buen amor, cómo vamos a saber cuáles fueron sus 
intenciones. Al problemático concepto intención del autor y a la propia ambigüedad del libro hay que sumar la 
inseguridad que aporta la inestable transmisión de los textos medievales. La mayoría de las obras medievales que hoy 
leemos como textos definitivos son en realidad conjeturas. El Libro de buen amor, por ejemplo, tiene dos versiones. 
¿Cómo podemos fijar con garantías un solo significado?
La disputa entre griegos y romanos está al principio del libro, como si antes de entrar en la obra su autor nos quisiera 
dar la clave para descifrarla. El sentido de este libro —parece advertirnos— es que no tiene sentido. Sentido único, 
quiero decir. El Libro de buen amor carece de intención porque su autor las tuvo todas. Todas y ninguna. Porque no 
hay pasaje del libro donde no se afirme algo y a continuación se asegure todo contrario.
Esta indeterminación, flacidez o relatividad del sentido —que, como digo, muchos críticos de literatura 
contemporánea consideran una característica negativa de las obras posmodernas actuales— incomoda mucho a 
los lectores formados en la Modernidad. De ahí sus diatribas contra ella y su resistencia a reconocer que esa 
indeterminación no es una característica de esta o aquella corriente literaria. Esta indeterminación es la literatura. 
¡Cuántas veces —y ahora hablo más como novelista que como maestrillo— he visto diluirse mi intención de 
autor en el torrente intencional de los lectores! ¡Cuántas veces he escrito textos que han sido leídos de otra manera! 
Y lo más significativo y también lo más inquietante: ¡Cuántas veces la intención de los lectores ha resultado ser más 
coherente y enriquecedora que la mía!
Como dice el Arcipreste, los libros son como los instrumentos musicales: por sí mismos no dicen nada, ni bueno ni malo; 
unos necesitan que el lector los lea y otros que el músico los toque.