Pruebe a meterse unas pinzas (lo necesariamente finas) por la
cadena de huesecillos. Llegue hasta el tímpano. Somos conscientes que esta
empresa duele, no ha de preocuparse. Apriete bien las pinzas. En este momento
conviene apretar los dientes lo más fuerte que sepa. Procure, por mucho que no
lo consiga, extraer. Choque. Adquiera. Saboree cómo el dolor desaparece.
Comprendemos que es probable del tímpano brame un pitido molesto. Cállese, su
esposa no tiene culpa de que eso duela. Su hijo tampoco. Esto ha sido cosa de
usted. Quizás no debió contratar nuestros servicios ¿Se arrepiente? ¿Cómo?
¿Mucho, poco, demasiado, en exceso? Tranquilo, puede sacar la pinza. Este es un
manual para que usted, definitivamente, sea capaz de controlar su ansiedad.
Ayer rompió un jarrón. Se cagó en la comida de su perro Burton. Amenazó a su
hijo con el cinto. Su mujer está sufriendo. Coja este martillo y esta aguja.
Pruebe a acariciar el iris de su ojo izquierdo con la aguja. Espere, se nos
ocurre algo mejor. Extraiga el mechero con el que enciende sus habanos los
domingos del bolsillo izquierdo y queme la punta. Encienda la mecha de esa
pequeña aguja. Es poco más grande que una de esas que usan en acupuntura. Es lo
suficientemente fina. ¿Se marea? ¿Usted se marea? El vendedor del producto le
dijo que era probable que, durante el ejercicio, tuviese alguna que otra
náusea. Vaya al baño. Vomite. Tenga cuidado de que toda esa bilis caiga en el
inodoro o su mujer tendrá que pasar una fregona. Sufra, es usted un auténtico
hijo de la gran puta. No obstante, hace lo que puede por cambiar y eso le
honra. Desde nuestra empresa concedemos un aplauso a todo lo que está poniendo
de su parte. Regresemos a la aguja con la punta quemada. Clave en el paladar.
No vaya demasiado aprisa. Sienta. Este es un dolor rico. Por favor, caballero,
límpiese la sangre con mejor disimulo. No es tanta. Sabe mal, es cierto. Su
esposa ha recibido órdenes de prepararle unas judías verdes, uno de sus platos
favoritos. Clave más. No, señor. Ahora queremos que se lo meta hasta dentro de
un solo golpe. Apenas tres centímetros. Bien. Si le sale una lágrima permítase
relajarse comprobando cómo acaricia el perfil de su nariz. El moflete derecho
se encuentra curándose de ira. Piense en el mar. Su boca, en este momento, es
una ola a punto de repetirse. Ande, descanse un poco. Nuestra empresa le
agradece su comportamiento. Respire. Toque su corazón. ¿Late muy aprisa? Es
buena señal. Ahora agarre sus testículos y apriete lo más fuerte que sepa. No
sabe hacer trampas. No debe. Debe apretar hasta sentir que su nuez se resiente.
No está apretando ¿Qué es lo que le impide hacer caso? ¿Acaso estamos en esto
juntos en balde? Recoja el martillo del suelo. Dígale a su mujer que le dé un
golpe en esas, sus partes. Vaya a la cocina y dígale: Por favor, Concha, esto
es una cosa de tres contando a nuestro hijo. Deja la preparación de ese plato
tan exquisito, coge este martillo y atízame en los huevos. Ella procurará hacer
caso a las órdenes de comportamiento asignadas para su rol. Bien. Da usted pena
ahora mismo ¿Sabe? Revolcándose por la cocina. ¿No puede respirar? En la medida
en que el dolor cesa puede notar cierto regusto. Decrece su mal. Dígale a
Conchi que use el aceite hirviendo de la sartén con la que acaba de freír un
huevo para usted y lo vierta sobre su cara de cerdo dolido. Lo sentimos. Es
duro. Uno de nuestros autos de fe más fieros. Contamos con que deberá observar
su cara y verá cómo prevalecen esas quemaduras. Conchi, hágalo, dígale que lo
haga. Es por amor. Debe hacerlo. Queremos que recuerde. Bien. Tranquilo.
Siéntese en la silla. Procure gritar hacia dentro. El vecino de abajo trabaja
de tres a nueve. Se llama Ramón y se encuentra disfrutando del escaso descanso
del que goza. Por favor, no grite. Nuestros servicios funcionan al 190%.
Evitará sus nervios. Se apuntará a un gimnasio. Concederá valor a las terapias
de Alcohólicos Anónimos a las que asiste cada jueves. Vaya al médico. Habrán de
coser. Serán unos cuantos puntos. Todo. Absolutamente todo es por su bien.
Mañana, caso de que le hayan dado el alta, trabajaremos la parte del iris
¿Recuerda aún dónde dejó el soplete que enviaron en persona a su domicilio tres
de nuestros mejor dotados especialistas? Coma un poco antes de ir al médico.
Conchi prepara unas judías verdes maravillosas. Estas están recién rehogadas.
Espere. Le recordamos que, en todo momento, debe cuidarse. Deje a su hijo
tranquilo. Sólo está haciendo las tareas del colegio. Sabemos todo lo demás. Lo
difícil que le es llegar a fin de mes y que, en el fondo, como bien ha
demostrado aceptando nuestra terapia, quiere lo mejor para usted y para su
familia. Enhorabuena. Vaya al médico. Su esposa le acercará en el coche de
alquiler de nuestra propia empresa. Por favor, señor ¿No cree que olvida algo?
Haga el favor de vestirse antes de salir por esa puerta. Ha sido usted muy
amable. Reiteramos la enhorabuena. Y recuerde: debe estar preparado para los
ejercicios de mañana. Le recordamos que son un poquito duros. Ninguno de ellos,
si se atiene a nuestras instrucciones, lo matará. Pulse aceptar. Es el botón
derecho de su móvil. Muy buenas tardes y mucha suerte en el hospital,
caballero.
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domingo, 20 de noviembre de 2016
"La trama" por Alberto Massa
viernes, 18 de noviembre de 2016
Recomendación de "Te negarán la luz" en Radio Adaja
Enlace del programa "Entre Culturas" de Radio Adaja en el que se recomienda Te negarán la luz, junto a "El médico" de Noah Gordon. Peor habría sido que lo hubieran emparejado con el de Sergio Ramos, bueno, no sé.
http://www.ivoox.com/en-cultura-entre-culturas-aconsejamos-algunas-novelas-historicas-audios-mp3_rf_13795532_1.html
http://www.ivoox.com/en-cultura-entre-culturas-aconsejamos-algunas-novelas-historicas-audios-mp3_rf_13795532_1.html
miércoles, 16 de noviembre de 2016
La depresión de Wert
Y Wert contempla la votación sobre la LOMCE en la pantalla curva de su apartamento de 500 metros cuadrados, con un pastís en la mano. Y sonríe con vicio, como el criminal que desde una playa paradisíaca oye noticias sobre sus fechorías. Y se relame porque acaba de degustar un foie fresco que le producirá ciertos ardores por la noche, pero que podrá aguantar con una copa de Veuve Clicquot. Y se levanta de la cama con dificultad, se le abre el batín y se descubre su miembro gastado y flácido. Y abre el cajón de la mesita y despega del plástico una Viagra para cumplir cuando llegue su pareja de pilates. Y duda si tomarla o no porque la semana pasada no le funcionó. Y notó la sonrisa de su pareja, como la del criminal que va a cometer un delito en otra sucursal bancaria. Y cambia de canal porque ha terminado la votación y sintoniza una película porno en la que una maestra de primaria se lo hace con un pitbull. Y sonríe despacio, sin ganas, porque siente el miembro muerto. Y suda con angustia y se desdibuja su sonrisa porque ya no trempa ni con el parlamento, ni con la sodomización del profesorado, como el criminal rodeado por cuatro morenos en las duchas de la cárcel.
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sábado, 12 de noviembre de 2016
"La muerte en Venecia" y un billete de tren de 1987
Al abrir La muerte en Venecia cae un billete de tren de 1987. Leí por primera vez esta historia cuando tenía 24 años. Ese billete amarillo que registra un viaje de Utiel a Valencia por 37 pesetas es el cartón de la nostalgia, el pasaje para visitar los estragos del tiempo.
¿Qué sensaciones me dejó ese libro la primera vez que lo leí? No lo sé con certeza. Solo recuerdo que al poco tiempo vi la película de Visconti y me compré el disco de la quinta sinfonía de Mahler. O la impresión que me causó fue muy intensa o el esnobismo me llevó muy lejos.
Al releerlo, no extrañé ni a Aschenbach ni a Tadzio ni a Venecia. Veintinueve años después los reconozco como a esos amigos que no ves hace tiempo y, en el reencuentro, ninguno se extraña. Todos actuamos con naturalidad. La metamorfosis de Aschenbach quedó estampada en mi memoria, así como la imagen de una Venecia esplendorosa y a la vez decadente y enferma. El viejo austrohúngaro dominado por la disciplina férrea del artista centroeuropeo ve cómo se desmorona todo su ideario cuando pasa por delante de él un adolescente polaco, Tadzio. Mann echa mano de los diálogos de Fedro para explicar la fascinación que produce la belleza, el abismo al que nos aboca cuando se introduce dentro de nuestra alma. El viejo escritor se tinta las canas, se maquilla, intenta paliar el deterioro causado por el paso de los años para no espantar la frescura magnífica de Tadzio, al que observa en la playa con el deleite del enamorado más entusiasta. Una epidemia de cólera barre silenciosamente la ciudad, la hunde en el aroma fétido y dulzón de la peste. Y a pesar de la alarma y de la imprudencia de permanecer allí, el viejo artista no abandona la ciudad. La belleza se impone a la disciplina y a la muerte por un momento. Ve por última vez al muchacho en la playa. No cruza palabra con él, ni siquiera le roza los rizos rubios de su cabeza, ni siquiera puede apartarlo de la violencia. Su cuerpo, su rostro, su cabello, provocan en el espíritu lo que el artista busca transmitir en su obra. Y, como siempre, la muerte vence. Aschenbach enferma y muere elevado por una pasión inesperada, atrapado por la despiadada condición de una ciudad que lo ha entregado al amor y a la muerte.
Viajé a Venecia este mismo año y reconocí la ciudad como si hubiera paseado por sus calles de agua, a pesar de no haber estado allí nunca. Como he reconocido a Tadzio y a Aschenbach al volver a encontrarme con ellos. El vagón en el que viajé a Valencia en 1987 posiblemente también lo reconocería si lo hubiera leído.
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viernes, 11 de noviembre de 2016
"El país de la pandilla basura" por Toni García Ramón
Decía Sherlock Holmes que uno de los grandes problemas de la
investigación era la precipitación con la que se sacaban conclusiones sin
conocer los hechos. Puede que Holmes fuera un personaje ficticio, pero su
reflexión es dolorosamente real y ciento veintinueve años después sigue siendo
relevante.
Resulta imposible no acordarse de Holmes viendo hace unos días el
circo mediático montado alrededor del caso de Diana Quer (a uno
también le viene a la cabeza El gran
carnaval, de Billy Wilder), la adolescente desaparecida hace unas
semanas en Galicia y convertida desde entonces en objetivo de todo tipo de
especulaciones de los sospechosos habituales, los detectives de pacotilla que
pueblan los programas matinales y sus no menos sospechosos/as presentadores/as.
Las dos cadenas generalistas que alimentan su papada de desechos,
preferentemente humanos, han sacado estos días el babero para absorber el
placer que les produce llenar una hora de contenido de todo tipo de
especulaciones, habladurías, rumores y paparruchas. Un día la culpable es la
madre, una maltratadora de manual (claman los expertos); dos días después el
claro sospechoso es el padre, que pasó del rol de salvador y mesías al de
miserable acosador psíquico y hasta violento. A la semana siguiente se habla
del tío, que se mandaba multitud de mensajes con la desaparecida, algo
inquietante, por supuesto. Un periódico llegó a publicar una noticia
(destacada) en la que titulaba: «Hallada una mochila sin vinculación con el
caso de Diana Quer». Cuatrocientas palabras para explicar que se había
encontrado algo que fue inmediatamente descartado por los investigadores.
El problema ya no son las señoras de la mañana televisiva, que
hablan de la prima de riesgo, el atasco político, el contrato temporal o las
infidelidades del conde no-sé-qué, pasando de un tema a otro con la misma
facilidad con la que uno pone un pie delante de otro y lo llama caminar.
Tampoco lo son sus colaboradores, famosos por dos coletillas «es mi impresión»
o «eso creo, vaya», que apuntan al final de sus frases, como el que intenta
tapar la erupción de un volcán con las dos manos y muy buena disposición. El
problema, el de verdad, es la sociedad que aguanta esta presión «informativa»
sin inmutarse.
En un paisaje hiperestimulado donde todo ha adquirido la velocidad
del Halcón Milenario, es normal que el ritmo normal de una investigación
policial nos parezca tedioso, lo que no resulta tan entendible es la obsesión
por adentrarse en el fango, sonriendo y sin botas de agua. «Diana Quer, pobre
niña rica» titulaba uno de esos programas donde todos parecen encantados de
poseer las claves de una vida plena y saludable. Luego, minutos después, una
mesa de expertos abundaba en una conversación por whatsapp (exclusiva,
naturalmente) y durante más de cincuenta minutos despedazaban a la
familia Quer por esos pecados que presuntamente han cometido. En el fondo, en
una gran pantalla, fotos de la niña en biquini, sacadas de su Twitter, porque
—obviamente— aportan mucho a la reflexión.
Esas mismas fotos, usadas en algunos artículos, dieron pie a su
vez a una avalancha de comentarios de los habituales de los foros de esos
periódicos serios: «Así vestida no me extraña que haya desaparecido»; «Eso le
pasa por ir sola a según qué horas». Cierto es que este tipo de noticias (como
la de la «presunta» violación colectiva en los sanfermines) son como esas
trampas para los roedores: basta con añadir una cantidad significativa de cebo
y no hay rata capaz de resistirse a pegar bocado.
El caso Quer es el paradigma perfecto que permite diagnosticar los
males de un país embarrancado en algún lugar del pasado. Un país que ignora o
ningunea la cultura, los libros y el arte pero que devora revistas del corazón,
idolatra al presentador que anuncia un bingo cibernético de medio pelo y va por
la decimoséptima edición de Gran
Hermano. La decimoséptima.
La pandilla basura manda en España. Un día se nutren de Marta
del Castillo o de Diana Quer, como hace unos años hacían lo propio con las
niñas de Alcàsser o cualquier caso susceptible de ser abordado con la voracidad
de un caníbal que lleva un mes sin llevarse nada a las fauces. No hay líneas
rojas, ni campos minados: todo vale, todo el tiempo.
Lo más preocupante del caso es la cantidad de personas
aparentemente sanas e inteligentes que se permiten opinar sobre este tema con
la ligereza con la que uno se come unos churros un domingo por la mañana.
P. T. Barnum (no por nada el inventor del circo moderno)
solía decir que «hablar es barato». Los que recuerden las cámaras analógicas
recordarán también que había que pensárselo antes de darle al percutor: solo
había veinticuatro oportunidades (cuarenta y ocho máximo) de hacerlo bien.
Todo cambió con la llegada del universo digital. Se pueden hacer
mil fotos, podemos incluso guardarlas todas, aunque no sirvan ni para
empapelar la pared de la consulta de un dentista. Lo mismo pasa con las
palabras: el tipo que te informa, circunspecto, de las terribles torturas
infligidas a un joven o de un brutal atentado en París, tratará, diez minutos
después y en ese mismo escenario, de venderte un colchón con la mejor de sus
sonrisas.
En un mundo barato, donde nada resulta intocable, todos seremos
tarde o temprano pasto de los buitres. El pastor luterano Martin Niemöller,
figura de la resistencia a plena vista en tiempos del tirano de bigote
recortado, hizo popular aquello de «cuando los nazis vinieron a buscar a los
comunistas, guardé silencio, porque yo no era comunista. Cuando
encarcelaron a los socialdemócratas, guardé silencio, porque yo no era socialdemócrata.
Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas, no protesté, porque yo no era
sindicalista. Cuando vinieron a por los judíos, no pronuncié palabra, porque yo
no era judío. Cuando finalmente vinieron a por mí, no había nadie más que
pudiera protestar». Quizás ahora venga a cuento recordarlo.
El alumno de 16 años que se convirtió en Sigfrido
Un aula de instituto. Quinta hora de un día señalado por los augures. Brunilda es María y Crimilda, Andrea. Sigfrido es Sergio y Günther, Mario. El dragón, Amanda y Hagen, Iván. Brunilda y Crimilda llevan pamelas de Venecia y Sigfrido, una espada de plástico. Günther se significa como rey con una corona de papel que le ha fabricado Lorena y el cofre de cartón encierra el tesoro de los Nibelungos. Todo está preparado para la representación. Ellos no saben de qué va el Cantar de los Nibelungos, pero adentrarse en una historia desconocida disfrazados y como protagonistas los convierte en alumnos receptivos, alegres y emocionados. Todo lo contrario de lo que uno suele encontrarse en las aulas. Sigfrido (Sergio) mata al dragón (Amanda) de un certero espadazo y vuelve en barco (una silla) al reino de Günther. Se le declara de rodillas a Crimilda (Andrea), como Günther (Mario) a Brunilda (María). Antes, Günther ha hecho unas flexiones a petición de la exigente Brunilda. La primera parte acaba bien. Dos bodas oficiadas por Celia en las que los novios se prometen amor eterno. La segunda parte, el lunes. La clase se entusiasma con la representación improvisada y el atrezo de los chinos. Yo también. Suena el timbre. Me llevo las pamelas, el cofre, la espada y la corona de cartón. La ilusión nos ha sacudido durante 55 minutos. Esto es la enseñanza, esto es la vida. Quien lo probó lo sabe.
"Rimbaud, un rebelde hoy" por Josep Massot
Mozart murió a los 35 años y cambió la música
para siempre. Rimbaud murió a los 37, pero a los 19 años ya había escrito
toda su poesía, una poesía que abrió el camino de la modernidad, con un
solo libro publicado en vida. Desde entonces, jóvenes inquietos de todas las
generaciones siguen siendo influidos por la obra y la vida del primer rebelde
moderno, el primer escritor maldito, pasional, imprevisible, nómada de bares,
vagabundo por los caminos de Francia, un poeta vidente, reinventor del amor,
insurrecto en la Comuna de París, para enrolarse en un barco ebrio en un viaje
hacia el infierno, blasfemo e insolente que, en la cumbre de su genio, se
hundió en el silencio para dedicarse al tráfico de armas, café y marfil en
Harar y morir pobre, como vivió.
Atalanta publica una
nueva hazaña editorial: la edición de la obra completa de Rimbaud. Toda es
toda. Poemas, variantes, borradores, obras en prosa, cartas, notas, cuadernos,
declaraciones judiciales... El editor, Jacobo Siruela, dice que “este joven
feroz revoluciona toda la poesía establecida y representa como nadie la esencia
de lo moderno, de lo nuevo. Él es un poeta del siglo XX, no del XIX. Pero su
grandeza estriba en que abomina de todos los artificios de la cultura, que el
llamaba ‘el espíritu de las cosas muertas’, para buscar la absoluta unión entre
el arte y la vida; algo que se desarrollará a lo largo del siglo XX, no siempre
con buenos resultados.
“La belleza que él perseguía –dice el editor–
trata de alcanzar a lo desconocido de la vida, que solo el vidente, como dice
en una de sus cartas, y el verdadero poeta pueden experimentar. Por todo ello,
el misterio de su poesía radica en que nunca pierde su juventud. Quizá porque
provenga de lo que él denominaba, sin saber bien de lo que estaba hablando, ‘lo
otro’”.
Mauro Armiño reconstruye una biografía que
podría tener ecos en las vidas de artistas que se rebelan contra un orden
social caduco y quieren devolver la poesía a la experiencia de vida. “Se trata
de llegar a lo desconocido mediante el desarreglo de todos los sentidos. Los
sufrimientos son enormes, pero hay que ser fuerte, haber nacido poeta… no es
culpa mía en absoluto. Es falso decir: ‘Yo pienso’, se debería decir: ‘Se me
piensa’… Yo es otro. Tanto peor para la madera que se descubre violín”. Frase
más turbadora que el Je suis l’autre,
de Nerval
Rimbaud, antes de enviar al asilo a los
poetas parnasianos, aprendió exhaustivamente las normas de la poesía clásica.
Para innovar hay que conocer la tradición: fue premio extraordinario en las
composiciones latinas. Después, un historial precoz de fugas en busca de la
experiencia de la libertad plena que acaban en la cárcel. Al poeta Teòphile
Gautier le reprocha: “No ha visto más mundo que el que se ve por la ventana, y
no ha tenido ganas de ver más”. Él, en cambio, vive la vida intensa en un país
primero en guerra (con Prusia) y después inmerso en el caos de la revolución.
En la Comuna de París la policía le ficha como uno de los francotiradores del
batallón Vengadores de Flourens, chicos de quince a diecisiete años.
Es entonces cuando une vida y obra: “Usted
–le dice a su profesor– siempre terminará como un satisfecho que no hizo nada,
porque no quiso hacer nada”, y marca el camino que seguirían después los
dadaístas, los surrealistas, los poetas beat, los punkies... la revolución
poética que convertirá en cenizas un mundo que ha quedado caduco: “La
innovación requiere formas nuevas” Cuando Verlaine, de 27 años, recién casado
con una muchacha de 17, le acoge en París, no sabe que acaba de convertir su
casa en un infierno. Las bravatas y los estallidos de violencia de Rimbaud
hacen que acaben expulsándole de todos los lugares. Incluso se lía a golpes con
el fotógrafo Carjat, que iba a inmortalizarle, y el cual, tras la pelea,
destruye los negativos: solo se han conservado ocho. Goncourt escribe en sus
diarios: “Rimbaud ha traído a París el genio de la perversidad”.
La pareja Verlaine-Rimbaud podría
protagonizar una road movie, una fuga
de alcohol y peleas, perseguidos por una legión que encabezan la madre de
Rimbaud, la mujer de Verlaine y el prefecto de policía.
Armiño resume el desenlace: tras una pelea en
Londres, Verlaine embarca rumbo a Bélgica y, desde el barco, escribe a Rimbaud,
a la madre de Rimbaud y a su mujer con la amenaza de suicidarse. El día 7 de
julio, escribe de nuevo a Rimbaud para proponerle ir a España y enrolarse en
las tropas carlistas. El día 8, Rimbaud llega a Bruselas y anuncia a Verlaine
que quiere regresar solo a París. El 10, Verlaine compra un revólver y a
mediodía vuelve borracho al hotel donde se aloja con su madre y con Rimbaud.
Hacia las dos de la tarde, dispara contra su amigo, hiriéndole en un brazo.
Rimbaud le denuncia y Verlaine es encarcelado. Desde la cárcel escribiría Crimen amoris, y Rimbaud, Una temporada en el infierno.
A partir de 1875, Rimbaud solo escribió
cartas. “Se enrola –dice Armiño– en el ejército colonial holandés, y con este
llega a Sumatra y a Batavia, recorre a pie los Vosgos, Suiza y el San Gotardo,
y en Alejandría trabaja como director de explotación de una cantera; termina en
África, contratado por una firma de importación y exportación, realiza por todo
el cuerno de África expediciones para conseguir marfil, pieles, algunas a
parajes apenas conocidos por los occidentales, como Ogadén”. También se dedica
a vender armas a los reyezuelos de Somalia, y en Adís Abeba gestiona una
factoría comercial.
Y al final, la ruina, la quiebra de la
empresa, las condiciones de vida extremas, la enfermedad. Pero no puede ni
quiere volver a Europa. En 1890 escribe a su madre. “Al hablar de matrimonio
siempre he querido decir que seguiría siendo libre para viajar, para vivir en
el extranjero e incluso para continuar viviendo en África. Estoy tan
desacostumbrado al clima de Europa que me costaría mucho readaptarme. Hasta es
probable que necesitase pasar inviernos fuera, suponiendo que algún día vuelva
a Francia... Hay, por otra parte, algo que me resulta imposible, la vida
sedentaria”.
Un cáncer en la rodilla le hace volver a
Marsella, donde le amputan la pierna. Quiere embarcar de nuevo a Adén, pero el
cáncer se extiende por todo el cuerpo. “Yo, inválido y desdichado, no puedo
averiguar nada, el primer perro de la calle se lo dirá”.
martes, 8 de noviembre de 2016
"Por qué leer a los clásicos" por Pedro G. Cuartango
Siempre he sentido inclinación a leer a los
clásicos y he pasado ratos memorables con los textos de Homero, Platón, Virgilio, Dante y Shakespeare.
He encontrado en ellos una profundidad y una compresión de la naturaleza humana
que me han ayudado a entenderme a mí mismo.
Pero aprecio a estos autores no solo por lo
que transmiten, sino también por cómo lo transmiten. Nada más placentero que la
métrica de La Eneida, un libro
que me gusta leer en voz alta. En su testamento, Virgilio ordenó que se
destruyesen sus versos, pero su protector Octavio Augusto no solo lo
prohibió sino que contrató a dos escribas para que copiasen la obra sin la más
mínima alteración.
La Eneida tiene
fragmentos maravillosos como cuando Eneas, fundador de Roma, se topa con
su madre Venus, disfrazada de ninfa, tras su llegada a las costas de Libia
después de perder parte de su flota.
Si uno lee este largo poema épico,
inevitablemente encuentra hexámetros que parecen sacados de La Ilíada o La
Odisea. El mismo Eneas, que sobrevive de la guerra de Troya, viaja por el
Mediterráneo hasta llegar a las playas de Roma, al igual que Ulises retorna
a Ítaca tras sufrir penalidades sin cuento.
Estos libros se han convertido en clásicos
porque han tocado la fibra más sensible de los lectores de diferentes
generaciones. Es imposible no conmoverse con la desesperación de Eneas al
perder sus barcos en la tormenta provocada por Eolo o por el llanto
de Príamo al pedir a Aquiles que le entregue el cadáver de
su hijo Héctor.
En ese sentido, es imposible que la obra de
Homero fuera la recopilación anónima de una serie de relatos míticos porque sus
libros tienen vida, han sido escritos por una persona con una gran empatía hacia
los sentimientos humanos hasta el punto de que cualquier lector de hoy puede
reconocerse en sus personajes. El dolor de Aquiles por la pérdida de Patroclo es
auténtico, no es una mera creación literaria, como sabe cualquier conocedor de La Ilíada.
Creo que quien no es capaz de leer a estos
autores se pierde una dimensión de la existencia humana que solo se puede
percibir en estas grandes obras, que, al fin y a la postre, transmiten una
acumulación de experiencia. Cuando uno lee a Shakespeare se puede dar cuenta de
que los sentimientos de los hombres no han cambiado en cuatro siglos y que la
tecnología es un barniz que apenas cubre una fractura interior que todos
llevamos dentro.
No podría vivir sin estos libros porque sería
como perder una parte esencial de mí mismo. En cierta forma, tengo la impresión
de que somos depositarios de ese inmenso legado cultural del que
formamos parte activa. Los clásicos no son ellos, somos nosotros. Yo soy Hamlet,
Eneas, Don Quijote, Madame Bovary y Aquiles. Todos viven en mi
interior y he sido un poco de todos ellos mientras leía estas obras.
Por eso me gusta tanto el final de Fahrenheit 451, la película de François
Truffaut, cuando los personajes pasean por el bosque y recitan en voz alta los
libros prohibidos que sobrevivirán en su memoria porque nadie podrá matar jamás
a Homero.
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lunes, 7 de noviembre de 2016
"Hic futui: pornografía pompeyana" por Josep Lapidario
Quisquis
amat valeat, pereat qui nescit amare. / Bis tanto pereat quisquis amare vetat.
(Que quien
ame prospere, que muera quien no sepa amar / Y que muera dos veces quien
prohíba el amor).
Grafiti pompeyano.
Una tórrida mañana de agosto de 2014, uno de
los vigilantes jurados que patrulla las ruinas de Pompeya oye un gemido en las
Termas Suburbanas. Tratando de no pensar en historias de fantasmas, aparta la
cortina que protege el tepidarium y
se topa con tres jóvenes desnudos, dos mujeres y un hombre, a punto de
embarcarse en un trío bajo la atenta mirada de los frescos eróticos de las
paredes. Si yo hubiera sido el guarda habría preguntado si podía unirme a la
fiesta, pero incomprensiblemente la juerga acabó en comisaría.
Es extraña esta fama pompeyana de ciudad del
pecado. No hay en realidad tantas pinturas eróticas en Pompeya como se suele
creer, aunque sus habitantes no se limitaron a decorar con pornografía los
burdeles sino también baños, villas y jardines, con variados propósitos que
iremos desentrañando en este artículo. Para ello empezaremos remontándonos al
pasado, a otra mañana de agosto mucho más trágica…
Una ciudad
congelada en el tiempo
Una estela
negra y espesa se nos venía encima, como un torrente vertido sobre la tierra
para perseguirnos.
Plinio el
Joven, carta a Tácito.
Amanecer del 24 de agosto, 79 d. C. El joven Cayo
Plinio traduce textos griegos en una villa de Miseno, a treinta kilómetros
del Vesubio. De repente se oyen dos estampidos prodigiosos y una nube
gigantesca con aspecto de árbol llena el cielo. Plinio permanece en su
habitación tomando notas; un visitante de Hispania rezuma españolidad echándole
la bronca por leer mientras arde el mundo. El almirante y naturalista Plinio
el Viejo, su tío, zarpa en un rapto de heroísmo y curiosidad científica al
frente de sus barcos de guerra, tratando de rescatar a los habitantes de las
villas costeras. Llueve piedra pómez, cenizas, pedruscos ardientes. Los barcos
deben refugiarse en la playa cerca de Estabias.
Cae una oscuridad más negra que la noche. Se
oyen gemidos, llantos, gritos. Plinio el Joven escribe: «Pensé que perecía
junto con todas las cosas, y que el inmenso mundo moría al mismo tiempo que
yo». Al amanecer del día siguiente empieza lo peor. Seis corrientes
piroclásticas, tsunamis de gases ardientes y ceniza a 300 grados de
temperatura, surgen del Vesubio a sesenta metros por segundo. Una de ellas
entierra Pompeya, otra Herculano. Plinio el Viejo, corpulento y con
dificultades respiratorias, muere mirando fijamente a la nube que se abate
sobre Estabias. Mueren unas quince mil personas. La ceniza conserva sus
cadáveres abrasados en la misma postura en que la ola volcánica les atrapa. El
tiempo se congela.
Hic futui
Arphocras
hic cum Drauca bene futuit denario.
(Aquí Harpócrates folló
muy bien con Drauca por un denario).
Grafiti pompeyano.
En 1599 una cuadrilla de obreros que cavaba
un canal topó con un muro repleto de pinturas. Se llamó al arquitecto Domenico
Fontana, que desenterró varios frescos y objetos de contenido pornográfico. No
está claro qué ocurrió entonces: parece ser que las pinturas le impactaron lo
suficiente como para ordenar que se volviera a enterrar el conjunto, sea por
haberse escandalizado, sea como acto de preservación de las obras a la espera
de tiempos menos conservadores.
Pasaron un par de siglos hasta que otra
casualidad permitió redescubrir Pompeya. En el siglo XVIII el príncipe Elbeuf mandó
cavar un pozo cerca de su casa y encontró ruinas en muy buen estado. Un
constructor español medio las hubiera tapado con hormigón antes de que se
enterase el Ayuntamiento, pero el príncipe accedió a esperar mientras el
descubrimiento era examinado. Se puso a cargo de las excavaciones al coronel
del cuerpo de ingenieros de Nápoles, un mentecato que causó un daño
incalculable hasta ser sustituido. Nada más llegar descubrió una gran
inscripción en relieve, y mandó arrancar las letras del muro sin copiar antes
las palabras. Se metieron las letras mezcladas en una cesta y así fueron
enviadas al rey de Nápoles… Nadie pudo averiguar qué significaban, aunque
durante años estuvieron expuestas y cada cual podía ordenar aquella sopa de
letras según su imaginación le dictase.
En otra decisión lamentable movida por la
pacatería, se cubrió con yeso un fresco del dios Príapo con su enorme pene
erecto: no fue redescubierto hasta 1998 y gracias a la lluvia. También se
clasificaron como pornográficos objetos inofensivos: amuletos protectores en
forma de pene o móviles de viento fálicos con campanillas llamados tintinabulum, decoración de buen
gusto en la época. En 1819 se agruparon en el Museo Arqueológico de Nápoles
ciento dos frescos, esculturas y mosaicos dentro del «Gabinete de objetos
obscenos», cambiado poco después a «Gabinete de objetos reservados» hasta que Alejandro
Dumas, ya en 1860 y comisionado por Garibaldi, se dejó de eufemismos y lo
llamó «Colección pornográfica». Solo se permitía entrar en ese gabinete a
hombres «maduros y de costumbres respetables» que se avinieran a pagar una
tarifa extra… El último intento de censura lo llevó a cabo el mismísimo Mussolini,
por suerte sin éxito, y hoy en día pueden verse todas las piezas sin problemas.
En cualquier caso, Pompeya se había ganado
una injusta fama de Sin City del Mediterráneo. Por ejemplo, los primeros
arqueólogos clasificaron como burdel todo edificio que contuviera frescos
eróticos, con lo que contabilizaron treinta y cinco burdeles para una ciudad
con poco más de tres mil hombres adultos. Una locura. Métodos posteriores algo
más sensatos usaron parámetros como la presencia de falos grabados en las aceras,
que guiaban a los transeúntes al burdel más cercano, o los grafitis en las
paredes de algunas casas. Hic ego
puellas multas futui («aquí me follé a muchas chicas»), que suena a la
típica fardada napolitana; el autoexplicativo Myrtis, bene felas («Myrtis, la chupas bien»); o mi favorito: Hic ego, cum veni, futui, deinde redei domum («Aquí
llegué, follé y me volví a casa»), una versión porno y casera del veni, vidi vici de César. Incluso
con estos criterios más restrictivos aparecen nueve o diez burdeles, más
teniendo en cuenta que varias tabernas o incluso particulares alquilaban una
habitación (cella meretricia) a
prostitutas ocasionales.
A las prostitutas, en su mayoría esclavas
griegas, se las llamaba lupas («lobas»),
pero solo un edificio de Pompeya acabó siendo conocido como el Lupanar con
mayúscula, o Lupanare Grande: un
burdel situado en el cruce de dos calles secundarias. Tenía diez habitaciones
divididas en dos pisos: una planta baja con incómodas camas de piedra
destinadas a clientes pobres; y cinco habitaciones en el primer piso con balcón
y entrada independiente. Los precios eran variables, pero sabemos por los
grafiti que solían ser baratos: entre dos ases (el coste de dos vasos de vino)
hasta varios sestercios, nunca precios exagerados porque los verdaderamente
ricos tenían concubinas en sus casas. La prostitución no era exclusivamente
femenina: en una pintada leemos Maritimus
cunnu linget a(ssibus) quattuor / virgines ammittit, es decir «Maritimus te
lame el coño por cuatro ases / se admiten vírgenes»… Aunque hay
arqueólogos que creen que esas pintadas eran más bien insultos a los hombres
mencionados, como hacen pensar grafitis ambiguos que suenan a invectiva
política cutre, como «Vota Isidoro para edil, es el mejor comiendo
coños».
Las paredes del Lupanar están cubiertas de
pinturas eróticas, empezando por un Príapo bifálico que sostiene sus dos penes
erectos sobre la entrada principal. En las entradas de las habitaciones
hallamos varios frescos literalmente pornográficos: pornographía significa «retrato de prostituta». No está
claro cuál era su objetivo, si calentar a los parroquianos o informar del tipo
de servicios que llevaba a cabo cada lupa;
en cualquier caso, la variedad de posturas representada nos permite asomarnos a
la complicada vida sexual romana.
¿Prefieres
un more ferarum o una Venus pendula?
Suspirium
puellam Celadus thraex.
Celadón hace
suspirar de placer a las mujeres.
Grafiti
pompeyano, probablemente escrito por Celadón.
Varios frescos eróticos del Lupanar muestran
parejas hombre-mujer copulando en la postura del perrito, el actual y un tanto
ridículo nombre de la posición a cuatro patas, el coito a tergo o, en
denominación romana, more ferarum,
«al modo de las bestias». Esta postura en que una parte domina y la otra se
deja hacer era muy del gusto romano, cuya moralidad consideraba infame la
pasividad sexual. Esa misma postura puede emplearse para la sodomía, y en
un fresco aparece representada con una variante en que se levantan más las
nalgas. La palabra culibonia significaba
experta en sexo anal, una especialidad habitual para evitar embarazos… Aunque
las matronas romanas usaban otro anticonceptivo, insinuado por Julia la
Mayor: nunquam enim nisi navi plena
tollo vectorem(«solo acepto pasajeros cuando la bodega está llena»). El
verbo para «penetrar analmente» es pedicare,
usado frecuentemente con ánimo amenazante o chulesco como en el famoso verso de Catulo: pedicabo ego vos et irrumabo, o en
traducción literal, «os sodomizaré y os follaré la boca».
Otros frescos muestran coitos en la postura
de la Venus pendula, también
llamada mulier equitans o equus
eroticus… Vamos, con la mujer encima, la posición favorita de la altísima
Andrómaca en Troya, apodada «la jinete de Héctor». Esta postura ha sido
interpretada de modos muy diferentes. El historiador Kenneth Dover sostiene
que representa una emancipación sexual de las mujeres romanas, al ser una
posición que les permite cierta independencia de movimientos durante el
coito. Sin embargo, Pascal Quignard en El sexo y el espanto la interpreta de otra manera: el pater familias se queda tendido en
el lecho porque es el amo y no tiene por qué esforzarse, mientras que la
matrona se sienta sobre su cuerpo desnudo como en un sillón correspondiente a
su rango. A veces incluso una esclava se coloca sobre el hombre, en ningún caso
para dominarlo (la sumisión es impúdica para el hombre libre), sino para
ofrecerle placer molestándolo lo menos posible. Es fácil considerar la
sexualidad romana como machista desde los ojos actuales, aunque nada es tan
sencillo: ahí está por ejemplo el Ars
amandi de Ovidio dando consejos sobre orgasmos femeninos… Pero
esa es otra historia y será contada en otra ocasión.
Termas,
dormitorios y clubes sexuales privados
Apollinaris,
medicus Titi imperatoris hic cacavit bene.
Apolinario,
médico del emperador Tito, cagó bien aquí.
Grafiti
pompeyano.
Los jóvenes con que abríamos este artículo no
intentaron consumar su pasión en el Lupanar, sino en las Termas Suburbanas,
cerca de la Puerta Marina. Los frescos sexuales de esas termas no tienen un
propósito claro: hay quien cree que informaban de que había prostitutas
disponibles en la primera planta, pero los actos mostrados no son realistas
como los del Lupanar, sino más bien exagerados o paródicos. Un fresco muestra
un trío de dos hombres y una mujer; otro representa un cuarteto en que una
mujer le practica un cunnilingus a otra, que a su vez está felando a un hombre
que es sodomizado por un cuarto personaje que mira directamente al
espectador con aire triunfante. Un tercer fresco muestra un cunnilingus: una
matrona lo recibe complacida, mientras el lamedor tiene una expresión furtiva y
asustada. Mi teoría favorita sobre el porqué de estas pinturas es la de la
arqueóloga Luciana Jacobelli, según la cual las pinturas son viñetas chocantes
para identificar los vestuarios («¿Dónde dejé mi toga? ¡Ah, sí, en la cesta
bajo el comecoños!»).
También encontramos frescos eróticos
decorando dormitorios de casas particulares, como en la Casa de los Vettii y
sus pinturas de mujeres semidesnudas. Pero al menos en una ocasión, en la
lujosa residencia llamada Casa del Centenario, los frescos parecen esconder
algo más. En esta mansión encontramos piscina, baños privados y hasta un nymphaeum o monumento dedicado a
las ninfas. Los frescos de sus paredes son magníficos y detallados: la
representación más antigua conservada del Vesubio, por ejemplo… Pero para el
propósito de este artículo resultan más significativas otras pinturas más
inaccesibles.
Una de las habitaciones se encuentra
extrañamente escondida en un rincón de la mansión, y en su interior se han
encontrado detallados frescos pornográficos de mayor calidad que los del
Lupanar. Ese rincón erótico-festivo fue bautizado como «habitación 43» por poco
imaginativos arqueólogos y el misterio sobre su uso aún perdura hoy en día. Se
cree que el cuarto era un club sexual privado, un cuarto oscuro en el que los
dueños de la casa entretenían a sus invitados con fiestas subidas de tono en
que los participantes daban rienda suelta a sus deseos. Una pequeña abertura de
la pared podría haberse utilizado para observar desde fuera lo que ocurría en
el interior: una invitación al voyeurismo y quién sabe si un proto-glory hole. ¿Para qué aventurarse
en el sórdido barrio de los burdeles si puedes traerte el lupanar a casa? Estos
clubes privados de lujo no eran infrecuentes en las ciudades romanas. El
historiador Valerio Máximo describe así una de esas fiestas:
«¡Cuerpos desvergonzados en total sumisión, listos para un juego de sexo
borracho! Un banquete no para honrar a cónsules y tribunos, sino para
denigrarlos». Claro que otros académicos quizá menos proclives a la fiesta
piensan que la habitación 43 era simplemente un dormitorio decorado con
pinturas eróticas para diversión de los dueños de la casa. Nada sabemos con
seguridad.
¿Qué ocurría
en la Villa de los Misterios?
Hay un
desorden inexpresable bajo la superficie del orden social.
Eurípides.
Las pinturas más intrigantes de Pompeya se
encuentran en una lujosa villa de las afueras. Sobre un fondo rojo intenso, una
pintura en friso muestra un extraño ritual formado por escenas de una iniciación
dionisíaca. A la izquierda una matrona se sienta en un sillón. Un niño desnudo
lee un antiguo ritual. Varias sacerdotisas llevan cestas con pasteles. Una
fauna amamanta a una cabrita. Una mujer de pie, con la cabeza echada hacia
atrás, retrocede con el espanto grabado en su cara. El dios Baco, completamente
borracho, se apoya en Ariadna. Una mujer arrodillada retira el velo que cubre
un objeto que no vemos, probablemente un fascinus, un pene erecto. Un
demonio femenino de grandes alas negras azota con un látigo a una joven
aterrorizada, apoyada en las rodillas de una nodriza. Una bailarina desnuda
vista de espaldas danza girando sobre sí misma mientras entrechoca los
címbalos… Es una ménade («mujer loca»), sacerdotisa del dios del extravío.
El culto mistérico de Dionisio siempre fue
visto con desconfianza por el poder político, en parte por estar dirigido por
un clero femenino fuera del control de la religión oficial. En El sexo y el espanto, Quignard
interpreta el fresco de la Villa de los Misterios como un reflejo de las
antiguas prácticas paganas del sacrificio humano: la bacchatio original consistía en castrar a un hombre, desmembrarlo (sparagmos) y comérselo crudo (omophagia). Con el tiempo se sustituyó
al hombre por una cabra, y más adelante el sacrificio devino rito sexual. Pero
bajo el velo de la sociedad civil se escondía la ferocidad de las bacantes
descuartizando a Orfeo cuando no quiso bailar con ellas… En el 186 d. C., Livio escribió
sobre las bacanales: «Cuando la bebida, las palabras lascivas, la noche y la
mezcla de los sexos habían extinguido toda modestia, empezaban los actos de
libertinaje. Toda persona encontraba a su alcance el tipo de disfrute al que
estuviera dispuesto por la pasión predominante en su naturaleza».
Nunca conoceremos los misterios de Dionisio,
los órgia de Eleusis. Aristóteles explicó
que los misterios tienen tres partes: tà
drómena (lo que hacen los personajes), tà legómena (lo que lee el niño, el fatum) y tà deiknýmena (las
revelaciones). Es decir: teatro, literatura, pintura. Sea lo que sea lo oculto
en la Villa de los Misterios de Pompeya, está relacionado con todas las artes
humanas, y en particular con la muerte y el sexo.
domingo, 6 de noviembre de 2016
"Lección de picaresca" por Javier Pérez Andújar
Cuando te llegue esta carta verás que todo sigue igual que
siempre. De tu nombre aún nada sabemos, así que te diré “tío” como Lázaro te
llamaba. Pero de Lázaro no hay noticias que darte. Te dejó tirado y solo,
sangrando, descalabrado al pie de aquel pilar en Escalona (ahora mandan los
socialistas en la villa). Creció, medró no muy por encima de sus posibilidades
y se hizo funcionario de la Administración local. Pero es que tú, el primer día
de conocerle, ya le hiciste lo mismo. La fenomenal calabazada en el puente
sobre el Tormes. Le estampaste el cráneo contra un torillo de piedra. Pura
literatura, todo simetría y simbolismo. Empezar como se acabará. Y la aventura
mágica de quien nada tiene y se echa a buscarse la vida, y nada más salir se
estrella contra los símbolos de su patria, contra el animal mitológico que la
folcloriza, que le da historia y prehistoria.
Siendo tú ciego, le abriste los ojos a Lázaro para que viese cómo
iba a ser el mundo que le esperaba, y nos los abriste a quienes os hemos leído
en los siglos. El dinero escondido en la boca, beberse el vino del otro, comer
más rápido para comer más…, ¡eso lo hacen ahora hasta los veganos! Andando a tu
lado, tío, hemos aprendido que la literatura dignifica una suerte indigna, y
que para eso se escribe, para devolver con palabras lo que la injusticia
arrebata con actos.
Ciego y mendigo, eres el principio del primer libro que tenemos, y
eres el principio de todos los libros primeros. Porque igual empieza La isla del tesoro. Un mendigo ciego que
aparece en la posada donde vive el chaval con su madre, el padre recién muerto,
y esa llegada va a cambiarle su destino.
La literatura es un mendigo ciego que nada tiene que dar a quien
la siga más que lo que se procure por su cuenta con mil artimañas. La
literatura abre los ojos y abre caminos llenos de incertidumbre, y por eso es
lo más parecido a la vida.
Lázaro, antes de arrojarte contra el poste en aquel día de lluvia,
te vomitará en la cara porque tú le metiste las narices en la boca buscando el
olor de la longaniza. La risa cruda del pobre, a quien solo han dejado el humor
de la venganza. Lázaro no era más pobre que tú, su madre tenía un mesón y tú
vivías de las limosnas de las iglesias, pero era más débil. Y lo sabías. Tú
fuiste el poder y por eso la gente se compadecía de ti y te daba la razón
cuando maltratabas al chico y les explicabas sus diabluras. Eso es lo que le
enseñaste a Lázaro: que la gente va a estar siempre de parte de quien manda.
Desde Lázaro y tu mano sobre su hombro, desde Sancho y Don
Quijote, desde que existe la Guardia Civil, los españoles hemos andado siempre
de dos en dos por los caminos. Ir solo es de pobres. Como tú, como se escribe.
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