El viernes, 10 de junio, en la FNAC de Valencia, a las 19:00 horas, presentamos mi tercera novela, Te negarán la luz. Una velada medieval en torno al erotismo y a Guillermo de Poitiers, duque de Aquitania. Os esperamos.
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sábado, 30 de abril de 2016
Presentación en Valencia de "Te negarán la luz"
"El Quijote o la manzana que nunca mordimos" por Carlos Mayoral
El fracaso ya estaba ahí el día que Cervantes decidió no
querer acordarse de aquel lugar de La Mancha. Lo había estado siempre: como
tarde o temprano termina sabiendo todo idealista, la realidad defrauda al
deseo. Esto ya lo sabía don Miguel, él mismo había conseguido tirar por la
borda todas las oportunidades que la vida le había ofrecido. Primero destrozo
mi carrera militar, no sin antes dilapidar la posibilidad que me brinda la
corte, para terminar arruinando mi prestigio poético y dramático. Ese resumen
de la vida del alcalaíno se extiende también a la hora de hablar de sexo. Cervantes,
tartamudo y lisiado, puede comprobar a través de la ventana de su casa cómo
otros poetas de renovado prestigio comparten lecho y soneto con doncellas que
no pueden evitar sucumbir a sus encantos. Lope de Vega, su gran enemigo,
le devuelve la imagen del poeta que, triunfante, maneja el sexo y el amor con
sutileza. Es el rostro que reconoce al pardillo en una partida de póquer, es el
ganador. Él, sin embargo, debe conformarse con lo que pudo ser y no fue, con
esa duda constante: «Qué habría pasado si…».
Pero en tiempo de derrota florece la mejor literatura. Con un
contexto incapaz de defraudar más de lo defraudado, nace la genial obra de
Cervantes. Y, cómo no, será un canto a esa derrota literaria, derrota amorosa,
derrota social… y, por supuesto, también derrota sexual. Porque, en el Quijote,
el erotismo está presente de manera continua. Pero no como algo explícito, no
como algo tangible. No aparece con la solvencia con la que lo exprimió Lope.
Tampoco con la viciosa terquedad de Quevedo. Ni siquiera con la elevación
de Góngora. Es más como esa manzana que colocan frente a ti, pura
sugerencia. Por eso, viajar a través del Quijote es coquetear página
a página con el deseo, con el inconveniente moral. Es difícil saber si el
caballero de la Triste Figura, como antes su creador, fue feliz con esta forma
de vida. Serán el debe y el haber, también en el caso de Miguel de Cervantes,
los encargados de dictar sentencia al final de sus vidas.
Dulcinea, Maritornes y
Leandra
Don Alonso Quijano es el más reprimido de todos los obsesos
sexuales que han habitado nuestra literatura. Lo digo así, para marcar el
terreno. Él abandona su vida por amor, como quisimos hacer todos alguna vez.
Atrás quedan la sobrina, el barbero, el cura… A todos les dice adiós por
la quijotesca empresa que supone involucrarse en un viaje de fidelidad
absoluta, una especie de promesa de cariño eterno. Pero la monogamia no
pertenece a la naturaleza del alma humana. Esta etiqueta renacentista de
«caballero fiel a su amada» se derrumba cuando el instinto sexual arrecia.
Así, solo hace falta que la asturiana Maritornes se confunda de cama y acabe
topándose con el Quijote para que este encare los favores sexuales ofrecidos
por la dama. ¿Instinto? ¿Confusión real? ¿Triquiñuela quijotesca? ¿Qué
habríamos hecho nosotros?
Porque sucumbir a Maritornes como a punto estuvo de hacerlo el
Quijote no es más que un salto a la naturaleza del sexo. Hablamos de un
personaje, la Maritornes de la venta, que se presenta ante nosotros como un
torbellino imparable. No importa que Cervantes nos la dibuje como una mujer
poco agraciada en lo físico y en lo moral, esto forma parte del juego erótico
del que el arriero de Arévalo, verdadero y principal interesado en yacer con
ella, desea formar parte. Es una relación a medio camino entre el lenocinio y
la sumisión:
Había el arriero
concertado con ella que aquella noche se refocilarían juntos, y ella le había
dado su palabra de que, en estando sosegados los huéspedes y durmiendo sus
amos, le iría a buscar y satisfacerle el gusto en cuanto le mandase. (Capítulo XVI, primera parte)
Esta relación tempestuosa acabará con Maritornes compartiendo
cama, por avatares del destino que solo pueden aparecer en la obra de
Cervantes, con Sancho. O lo que es lo mismo, con la inocencia. Con el pueblo.
Es la debilidad del Imperio hecha escena.
Pero el simbolismo de Maritornes no se acaba ahí. Pocos capítulos
más tarde, don Quijote vuelve a sucumbir a sus encantos. Esta vez, la moza
asturiana convence al caballero para que este introduzca la mano a través de
cierto agujero. Él obedece, sumiso, lo que le costará un disgusto en forma de
cruel broma. Acabará colgado de una cuerda, sufriendo los rigores que la
metáfora mano-agujero exige. Porque el hecho de introducir el dedo en la grieta
ha sido objeto de numerosas lecturas, desde la límpida cristiana hasta la más
sórdida de las paganas, y me niego a ser yo quien las siga alimentando.
Pero dejemos atrás a Maritornes para continuar con nuestro viaje a
través del deseo quijotesco. Otro de los personajes que se mueven por un plano
que roza la lujuria y la sexualidad es Leandra. Esta hermosa muchacha se deja
seducir por Vicente, el hombre que reúne todos los estándares varoniles de la
época. Es tanta la atracción que siente que no dudará en escaparse con él
dejando atrás a todos los demás pretendientes. Pero la tragedia no se acaba
aquí. Días después la joven será encontrada, desnuda y asustada, en una triste
cueva alejada de la civilización.
Todos hemos amanecido desnudos, metafórica o literalmente, dentro
de una cueva cualquiera de un mes cualquiera de cualquier año. No seré yo quien
culpe a Leandra. Ella, como nosotros, se dejó llevar. Y también como nosotros,
salió perdiendo. Es el peaje que cobra la lascivia, a menudo demasiado caro.
Pero, me temo, podrán volver a cobrárnoslo si la situación lo requiere. Y es
que esto de tropezar con la piedra tantas veces como haga falta sí pertenece,
nos guste o no, a la naturaleza humana.
Al ser encontrada, Leandra insiste en que no ha sido despojada de
su honor. Pero el deseo que por Vicente había sentido está presente en cada
renglón del capítulo. ¿Quién puede asegurar que no lo estuvo también durante el
momento del desnudo? Además, el narrador deja abierta la puerta a una posible excusa
como forma de consuelo para el desolado padre de Leandra. El narrador duda:
¿será todo tan pulcro como ella asegura?
Duro se nos hizo de creer
la continencia del mozo, pero ella lo afirmó con tantas veras, que fueron parte
para que el desconsolado padre se consolase. (Capítulo LI, primera parte)
Cervantes exhibe sus dotes narrativas a la perfección. Mantiene al
lector en un estado ambiguo, sin que sepa si debe optar por el sentido literal,
siempre atrofiado por la censura y el contexto, o por el sentido metafórico,
mucho más instintivo y natural.
Anselmo, Eugenio y
onanismo
Precisamente por desventuras con Leandra, la narración quijotesca
se encuentra poco más tarde con Anselmo y Eugenio, dos pastores que deambulan
por el monte intentando aliviar sus desdichas amorosas. Pero, ay de mí que no
todo en la vida es amor y que incluso con el corazón roto puede uno consolarse
sexualmente. Al menos eso se desprende de las palabras de Eugenio al explicar
cómo pasan allí los días.
Anselmo y yo nos
concertamos de dejar la aldea y venirnos a este valle, donde él
apacentando una gran cantidad de ovejas suyas proprias, y yo un numeroso rebaño
de cabras, también mías, pasamos la vida entre los árboles, dando vado a
nuestras pasiones o cantando juntos alabanzas o vituperios de la hermosa
Leandra o suspirando solos y a solas comunicando con el cielo nuestras
querellas. (Capítulo LI, Primera Parte)
¿Dar vado a sus pasiones? ¿Así, en la soledad del monte? Hasta el
más desapasionado de los aquí presentes piensa en el noble arte del onanismo al
leer el párrafo. Si, por el contrario, en la sala hay algún enfermo sexual, por
su cabeza rondarán ahora todo tipo de obscenidades, desde la zoofilia hasta
vaya usted a saber qué demoníacas prácticas. Pero no quiero ser yo, de nuevo, el
que las aliente.
Pero no solo de realidad vive el sexo. La masturbación goza del
mismo motor que el arte, esto es, el éxito depende de la imaginación que uno le
eche. Y me temo que en imaginación y fantasía nadie gana a nuestro querido
caballero. Por eso, cuando todavía en la primera parte se afana en evocar una
escena placentera, no duda en hacerlo en los siguientes términos:
… Tomar luego la que
parecía principal de todas por la mano al atrevido caballero que se arrojó en
el ferviente lago, y llevarle, sin hablarle palabra, dentro del rico alcázar o
castillo, y hacerle desnudar como su madre le parió, y bañarle con templadas
aguas, y luego untarle todo con olorosos ungüentos, y vestirle una camisa de
cendal delgadísimo, toda olorosa y perfumada… (Capítulo L, primera parte)
¿Es o no un acto de inalcanzable pero siempre presente deseo el
hecho de narrar así un episodio? Porque a la hora de desear también debemos
contar con el encanto de lo inaccesible, el gusto por lo prohibido. Y en este
sentido, nuestro héroe, tan sólido moralmente, tan cuidadoso en lo formal, debe
soltar las riendas en el otro plano: en el interior, en el ilusorio.
Altisidora y Antonio
Capítulo aparte merece la irrupción de Altisidora, ya en la
segunda parte de la novela. La doncella, dama de compañía de la famosa duquesa,
no dudará en someter al Quijote a la tentación de la carne, haciendo que se
enfrente por primera vez al pecado de forma real. Esta no es una cuestión
cualquiera, pues es la primera vez que nuestro caballero cuenta con la
posibilidad de abrazarse a su debilidad. Maritornes nace gracias al descuido.
Dulcinea, a la idealización. Pero Altisidora está ahí, se puede acariciar.
Y a fe de todos los lectores que nuestro caballero de la Triste
Figura duda. Tanto es así que, al presentarse la dama con un ágil romance, don
Quijote siente cómo le tiemblan las canillas. Es la manzana, límpida y
reluciente, preparada para ser mordida. Por eso, es el propio narrador el que
nos recuerda la fragilidad del hombre, consciente de que no puede poner esa
muestra de flaqueza en la boca de la moralidad quijotesca. Y lo relata con
claridad y buen porte:
Luego imaginó que alguna
doncella de la duquesa estaba dél enamorada, y que la honestidad la forzaba a
tener secreta su voluntad; temió no le rindiese, y propuso en su pensamiento el
no dejarse vencer. (Capítulo XLIV)
Quijote y Sancho huyen del palacio de los duques con la honra
renacentista intacta, pero con la sensación de arrepentirse, cada uno en su
terreno, de las cosas que no hicieron (que suele ser, por otra parte, el peor
de los arrepentimientos). Pero, quien esté libre de Altisidoras, que tire la primera
piedra.
Ya con la obra acariciando sus últimas páginas y don Quijote
hastiado después de un viaje agotador, la llegada de los dos protagonistas a
Barcelona se inicia con un capítulo que rezuma erotismo por los cuatro
costados. El caballero andante es ridiculizado, esta vez, por don Antonio.
Pero, entre ridículo y ridículo, siempre hay tiempo para jugar con el fornicio.
En un momento dado, y siempre presente el simbolismo al que se ve
obligado a recurrir un escritor en plena Contrarreforma, el Quijote disfruta de
lo que Cervantes define como «sarao de damas», un término de lo más sugerente
que da pie a todo tipo de reflexiones de las que la libido no escapa. Don
Alonso Quijano se planta frente a las cuatro amigas de la mujer de don Antonio.
Ojo a cómo la define Cervantes: «señora principal y alegre, hermosa y
discreta». ¿Señora principal? Prefiero no incitar al mal pensamiento una vez
más. Pero, títulos aparte, el Quijote acaba «molido». Y, como bien expresa el
narrador, también en lo que al alma se refiere:
Comenzóse el sarao casi a
las diez de la noche. Entre las damas había dos de gusto pícaro y burlonas, y,
con ser muy honestas, eran algo descompuestas, por dar lugar que las burlas
alegrasen sin enfado […] le molieron, no solo el cuerpo, pero el ánima. Era
cosa de ver la figura de don Quijote, largo, tendido, flaco, amarillo, estrecho
en el vestido, desairado y, sobre todo, nonada ligero. (Capítulo LXII, segunda parte)
Al acabar la escena, el Quijote sentencia: «¡Fugite, partes
adversae!». Esta fórmula viene a significar «¡Fuera, enemigos!», y era
utilizada por los religiosos para expulsar al demonio en los exorcismos. ¿Por
qué este guiño eclesiástico después de la farra? ¿Qué pecado se lleva dentro?
Al observar como, ya en el último capítulo, don Alonso Quijano se
consume entre sábanas, uno no puede evitar entristecerse mientras comprueba que
no hay sitio en el último tren. Es el triunfo de la razón. La locura ha muerto
y, con ella, todas las oportunidades que se le presentaron a «el Bueno», que
así fue llamado un día don Alonso Quijano, de arrojarse al infierno de aquel Dante que
tanto admiró el creador de la obra, don Miguel de Cervantes. Quién sabe si al
exigir la extrema unción, con Sancho llorando junto al cabecero de la cama, el
antiguo caballero andante consiguió percatarse de que allí, en la orilla de los
cuerdos, el amor ideal que había supuesto Dulcinea nunca había existido.
Hablamos del Quijote, el hombre que tuvo delante la manzana… y no
la mordió. El final ya es conocido por todos: algún día, en tu lecho de muerte,
te cruzarás con la cordura y tendrás que rendir cuentas. Y comprenderás
que el fracaso ya estaba ahí el día que Cervantes decidió no querer acordarse
de aquel lugar de La Mancha. Como lo había estado siempre.
domingo, 24 de abril de 2016
"Kafka: literatura y prostitución" por Carlos Mayoral
Kafka ya se había percatado de que el siglo XX se despertaba
convertido en un monstruoso insecto cuando el resto de mortales seguía empeñado
en sacarle brillo a las desgastadas poltronas novelísticas del XIX. Porque el
eco de estas voces encargadas, durante años, de convertir a la prosa en la
reina de todos los intelectos rebotaba ya a esas alturas en las paredes de la
«Shakespeare & co», desembocando en un nuevo modelo de novela que, por
medio de los Joyce, los Proust o los Faulkner, mezclaba en
un mismo cóctel la metafísica alemana, el monologue intérieur, la durée bergsoniana
y quién sabe cuántos recursos más a medio camino entre la distinción y la
horterada. Como por arte de magia se multiplicaban los pesados e inabordables
tomos. Los vanguardistas europeos se empeñaban en resaltar la calidad de estas
creaciones, aunque muy pocos se preocuparan por apurar hasta el último párrafo.
Mientras, el ego de los protagonistas se elevaba por encima de los tejados del
París de la época, que seguía siendo una fiesta antes de apolillarse con el
influjo de las grandes guerras. Estos egos nos legarían célebres episodios como
aquella cena entre los ya citados Joyce y Proust, donde cada uno se centró en
hablar de sí mismo sin reparar en los desconocidos argumentos del contrario.
Ante semejante panorama, era cuestión de tiempo que nuestro
querido Franz buscara algún antídoto que le permitiera escapar de aquella
claustrofóbica habitación. Pero no sería fácil encontrar la fórmula para un
chaval que exhibía nombre de emperador austro-húngaro y figura enclenque de
orejas enarboladas y que apenas contaba con un empleo que lo ahogaba y un
desamor propio sorprendentemente palpable. Todas estas características,
incluidas el nombre imperial y su orejuda genética, habían sido maceradas lentamente
por el apellido Kafka. Su padre, un judío no demasiado adepto, ejercía de
patriarca con una mano tan dura que sus golpes se pueden apreciar en cada
renglón escrito por el obediente hijo. Su madre había cogido las riendas de la
creatividad de Franz, espoleada por unos ancestros bastante bohemios (perdón
por el nefasto juego de palabras) y una mentalidad más afable. Las hermanas
habían desempeñado el papel de amigas y confidentes, ofreciéndose como apoyo
cuando Franz parecía caer, algo que, de manera literal, ocurría muy a menudo
por culpa de sus frecuentes mareos. Más tarde, el apellido se consumiría en
Auschwitz, donde las hermanas descubrirían que a veces no hay mundo más
kafkiano que este que pisamos cada día. Pero, como decíamos, en estas llegó el bueno
de Franz Kafka. Deshecho y atormentado. Áspero. Insociable.
Sobre antitodos y
antídotos
Si repasamos los prolegómenos del artículo, notaremos que se ha
puesto especial atención en colocar sobre la mesa tanto el ambiente familiar
como el ambiente literario que envolvían la figura de Kafka. Para escapar de
ambos contextos, el genial escritor elige un año: 1912. Será durante este año
cuando descubra las dos vías de escape que le hagan olvidar. Estas vías
consisten en, por un lado, poner sobre el papel toda la literatura que hasta
entonces había saboreado solo como lector y, por otro, acudir de manera más o
menos habitual a los distintos burdeles de Praga. Para comprender la situación
debemos, necesariamente, adentrarnos en el mundo kafkiano que él mismo se
empeñó en crear. La cualidad que mejor define a Kafka es la indefinición. Al
leerlo, uno se siente preso de los sentimientos del protagonista, por mucho que
este sea un bicho o un tipo que ha sido procesado sin motivo aparente. De ahí
vienen las diferentes lecturas que se han hecho de su obra. Yo he visto cómo
identificaban al bicho de la Metamorfosis con
el fascismo, con el proletariado, con el fracaso sexual, con la caída del
imperio y con el auge del gin-tonic. Porque todos y ninguno somos Kafka y
nunca se define de una manera clara la frontera entre quién es el personaje y
quién el lector. Así, todos hemos ocupado el lugar de Samsa o el de Josef K.
desde la barrera, disfrutando a la vez de su sufrimiento, que era el nuestro, y
de la escasa distancia que nos separa de ellos. Bien, pues resulta que esto
mismo me ocurre al visualizar la vida de Kafka, pues la empatía con el
protagonista es tal que ya no se sabe dónde empieza la vida de Kafka y dónde
termina la del biógrafo de turno.
¿Cómo no fundirse con nuestro orejudo protagonista cuando, con el
corazón en un puño, le escribe estas líneas a su eterno amigo Max Brod?
Ayer, de pura soledad, me
llevé a una prostituta a un hotel. Era demasiado vieja para seguir siendo
melancólica. Y solo le apenaba que los hombres no fueran tan cariñosos con las
prostitutas como lo son con sus amantes. Y no la consolé porque ella tampoco me
consoló.
Es la crónica de un ánimo desgarrado. Una mente que sufre y en la
que no resulta difícil introducirse. A estas alturas del artículo debemos
reseñar que, a medida que los años transcurrían, Kafka se iba volviendo cada
vez más antitodo. Había manifestado su interés por el socialismo por una
supuesta capacidad solidaria que más tarde rechazaría. Se había vuelto
vegetariano, en contra del sentir familiar. Cómo olvidar aquella escena en la
que, mientras observaba una pecera junto a su novia, Kafka conversaba con los
peces: «tranquilos, ya no os comeré más». Este naturismo excesivo
tendría fatales consecuencias ya que, según todos los expertos, la tuberculosis
que acabó con su vida pudo ser contraída después de beber leche sin pasteurizar.
La evolución religiosa que experimentó ya en sus años de juventud desembocaría
en un ateísmo borroso («el Mesías llegará cuando ya no sea necesario»),
tendencia que también contradice la tradición de la familia Kafka. Es, por
tanto, un espíritu empeñado en encontrar el camino opuesto al que se le ha
marcado.
Dicho esto, volvamos al año 1912. Kafka ya ha visitado algunos
burdeles durante sus viajes puntuales por Europa. Su cultura literaria se ha
forjado con las lecturas de Flaubert y Cervantes. Nos acercamos
a la fórmula de la que hablábamos párrafos atrás, ¿qué ocurre a partir de este
año que hace que Kafka escriba, probablemente, la mejor literatura del siglo XX
y se obsesione, a la par, con el extenso abanico de prostitutas praguenses? Muy
fácil. Kafka deja de creer, de un plumazo, en su capacidad literaria y en su
capacidad amatoria.
Kafka, el amor y la
prostitución
En 1912, Kafka escribe su primera obra de renombre a la vez que
comienza su primera relación sentimental seria. Se abren, por fin, los dos
caminos. No perderemos mucho tiempo en hablar de su fracaso literario, pues ya
es de sobra conocido. Solo publicará un puñado de relatos y la falta de estima
que él mismo tiene hacia su obra le lleva a formular un postrer deseo antes de
morir: sus escritos han de ser quemados hasta el último folio. Este fracaso
cierra la primera vía de escape. Pero aún le queda una última bala en la
recámara. Conoce a Felice Bauer, con la que mantendrá un romance de cinco
años. La correspondencia entre los amantes, publicada y muy recomendable, habla
por sí sola. Son cinco años de relación turbulenta, inestable. Casi siempre a
distancia. Felice va perdiendo la perspectiva kafkiana y la relación se
extingue. «Mi barca es muy frágil», sentenciaría él. Es su primer fracaso pero
no el único. Milena Jesenská o Dora Diamant sufren también
su falta de tacto con las mujeres.
¿Pero por qué se da en él esta incapacidad amatoria? Los
argumentos ya se han desarrollado a lo largo del artículo. El primero, la misma
indefinición que se manifiesta en sus textos. Kafka no se conforma con adoptar
un único papel en la obra. En las cartas con Bauer se puede observar cómo Franz
va mutando, escapando de la realidad que Felice le plantea. Ella no entiende
esta metamorfosis que lo acompaña, esta forma de huir con argumentos que
mezclan, como en su obra, la realidad con el disparate de la manera más
natural. Felice se lo confesaría a Brod: «No sé por qué, pero el caso es
que Franz me escribe bastante, pero sin embargo, sus cartas no logran tener
sentido. No sé de qué se trata». El segundo argumento no es otro que el rechazo
a lo establecido, a todo aquello que le recuerde a su familia. Sin carne, sin
sinagogas, sin núcleo familiar. Kafka ha conseguido lo que pretendía,
convertirse en un ser que representara todo lo contrario a lo que representó su
padre.
Como ya hemos comentado, Kafka había contactado con el mundo de la
prostitución durante su juventud. Con dieciséis años, su padre le había
instado a contratar los servicios de una meretriz para adquirir la educación
sexual que él no había podido darle. A la repulsa inicial le sobrevino la
inquietud que todo joven siente por lo moralmente incorrecto. Junto a su amigo
Brod, visita los prostíbulos de aquellos países por los que viajan. Es a partir
del manido 1912 cuando la inquietud se convierte en pasión. Y no hablo de una
pasión tan lasciva como pueda parecer («paso por los burdeles como quien pasa
delante de su amada», llegó a decir). Kafka encuentra en la figura de la
prostituta la espontaneidad que busca en su literatura. La novedad y el
descenso a lo tenebroso le atraen. Durante los cinco años en los que se
empareja con Felice, los vaivenes de la relación consiguen que Franz visite los
prostíbulos cada vez que el compromiso se rompe. Su casa natal en la esquina de
la Maisselgasse, curiosamente, se ubica junto a uno de ellos. Es el destino.
Recorre las calles observándolas. Observa sus rostros. Sus piernas sugerentes.
Según algunos testimonios, se pregunta si es una bajeza codiciar su cuerpo.
Después, indica que solo lo hace de manera inocente, aunque, con su
indefinición habitual, confiesa que es lo mejor que ha conocido. Como apunta Daniel
Desmarquest en su libro Kafka y las muchachas, en un fragmento
suprimido del Diario, Brod lo deja claro: «la única apta para él es la mujer
sucia, mayor, completamente desconocida, con muslos ajados».
Es su viejo vicio, ese del que solo podrá alejarse cuando la
tuberculosis se acentúe. Pero la clave está ahí, el mejor escritor del siglo XX
encuentra en estas mujeres una puerta a ese mundo tenebroso e ignoto que
también buscó en su literatura. Sus páginas se pueblan de personajes femeninos
dispuestos a utilizar su cuerpo. Personajes rudos, puntuales, difuminados. No
hay que olvidar que Kafka es un hombre apuesto. Mide 1,80 m, casi veinte
centímetros por encima de la media de la Praga de la época. Las mujeres se
acercaban a él, como demuestran las numerosas aventuras que mantuvo con la
camarera de enfrente o la dueña de la mercería de la esquina, qué más da. A él
le gusta revolcarse en el fango de la oportunidad perdida, amar a aquella
persona que ha sido apartada. Porque si de algo habla su obra es de la soledad.
O, mejor dicho, de convertir el sentimiento atroz que acompaña a la soledad en
algo natural, reconocible e incluso amable. Y la prostitución es eso, soledad.
Por eso, en la relación entre una prostituta y su cliente podemos ver reflejadas
todas las relaciones entre los personajes de Kafka y el propio Kafka. ¿Qué son
Samsa y K. sino personajes prostituidos por su propio destino?
Es el punto de encuentro entre esas dos vías de las que hablábamos
al principio. Había que escapar de ese siglo XX, de ese monstruoso insecto.
Había buscado un antídoto y, sin ser consciente de ello, lo había encontrado.
Literatura y prostitución. Prostitución y literatura. Pero dejemos que sea el
propio Kafka quien despida estos párrafos con un fragmento de su propio mundo,
esta vez de El Castillo (1926):
Se abrazaron y el pequeño
cuerpo ardía en las manos de K. Rodaron sumidos en una inconsciencia de la que
K intentó en vano liberarse; unos metros más allá chocaron con la puerta de
Klamm provocando un ruido sordo. Allí yacieron sobre un charco de cerveza y
rodeados de otra basura de la que el suelo estaba cubierto. Transcurrieron
horas, horas de un aliento común, de latidos comunes, horas en las que K tuvo
la sensación de perderse o de que estaba tan lejos en alguna tierra extraña
como ningún otro hombre antes que él, una tierra en la que el aire no tenía
nada del aire natal, en la que uno podía asfixiarse de nostalgia y ante cuyas
disparatadas tentaciones no se podía hacer otra cosa que continuar, seguir
perdiéndose. Y para él, al menos en un principio, no supuso ningún susto, sino
un consolador amanecer, cuando alguien llamó a Frieda desde la habitación de
Klamm con una voz profunda, entre indiferente y autoritaria.
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miércoles, 20 de abril de 2016
"La prostitución en el Madrid de Cervantes" por Jaime Noguera
En el siglo XVI Madrid es el mayor lupanar de Europa.
Según el libro de Néstor Luján, La
vida cotidiana en el Siglo de Oro español, existen numerosos
prostíbulos situados en la calle de Francos (curiosamente, Cervantes tuvo su
última residencia en la calle del León esquina con Francos), donde acuden a
desfogarse los hombres de clase alta; o en la calle Luzón, más visitados por
los comerciantes y los turistas de la época. Las clases más populares se
entregan al pecado en la bulliciosa Plaza del Alamillo y la peor clientela, la
más peligrosa, hacen lo propio en la calle Primavera. Al menos hasta que tanto
escándalo y tanto desenfreno hace a los alcaldes de Felipe II trasladar
buena parte de aquellos puticlubs a las más discretas barriadas de San Martín y
San Juan.
Todo está regulado y las arcas del Imperio donde no se pone el sol
son generosamente alimentadas por esta profesión a la que se ven abocadas
muchas mujeres por culpa de la pobreza y la necesidad.
Licencia para ejercer la
prostitución
Ni estas desdichadas escapaban a la alambicada burocracia
imperial. Si se quería ejercer la prostitución legalmente, debías:
-Ser mayor de doce años.
-Haber perdido la virginidad.
-Ser huérfana o de padres desconocidos o haber sido
abandonada por la familia, siempre que esta no fuese del estamento noble.
Una vez satisfecho este apartado, la desdichada candidata a
trabajadora sexual debía pasar una ceremonia ante un juez. El funcionario
de turno pronunciaba un monótono sermón en el que sugería a las postulantes que
cejasen en sus planes laborales. Una vez rechazado este punto, el juez les
hacía acto de entrega de un documento que las autorizaba a hacer la
calle. Esto, claro, cumpliendo una serie de estrictas reglas sanitarias y
aceptando someterse a las inspecciones gubernamentales de las casas de
lenocinio. Estaba prohibido mantener relaciones sexuales en caso de tener enfermedades
venéreas. De incumplirse este punto, la infractora era castigada con una pena
de cien azotes, la pérdida de todos los enseres o con el destierro de la
ciudad.
Una vez en la calle, según tu clientela, tu edad o tu forma de
vestir, podías recibir alguno de esta serie de epítetos:
Devota: Trabajaba fundamentalmente con gente de la Iglesia.
Podía tratar con sus clientes en régimen de concubinato o estar a
cargo de unos cuantos clérigos.
“Cada cual, como aquellos
diezmos de Dios, así le venían luego a registrar para que mirase yo y aquellas
sus devotas”. La Celestina (Fernando de
Rojas).
Escalfafulleros: Prostituta “de baja calidad” que obtenía a su clientela de
entre los fulleros, rufianes y valentones.
Gorrona de puchero en
cinta: Mujeres que se prostituían a
cambio de comida.
Lechuza de medio ojo: Puta callejera, tapada “a medio ojo” por el manto.
“¿Tú te comparas conmigo
que peco de mar a mar
si lechuza de medio ojo,
vas de zaguán en zaguán?” (Francisco de Quevedo)
Marca godeña: Ramera principal que vestía ropas de calidad y
ganaba hasta cinco ducados al día.
Maleta: Acompañaba a los soldados. Hacia 1640 se limitó su
presencia a un ocho por ciento de la proporción de soldados. Se les
llamaba también soldaderas.
“En la compañía éramos
cerca de cincuenta…y con cinco mozas que llevábamos en el bagaje”. Vida y Hechos de
Estebanillo González
Mujer de manto tendido: Moza joven que usaba como tapadera diversos oficios al
tiempo que se prostituía por cuenta propia.
“Violante de Navarrete:
moza de manto tendido,
la bandera de rodete,
entre hembras luminaria
y entre lacayos cohete”. (Góngora)
Pandorga: Prostituta “grande, madura y fondona”. Conocidas también
como “pandorgas de la lujuria”
“Porque sobre los
Trigueros
pandorga de la lujuria,
respeto que fue de un
tiempo
de Benito el de la Rubia”. Cancionero. (John Hill)
Piltrofera: Prostituta a domicilio que dormía en muchos piltros o
camas.
“Mira qué vieja rasposa
por vuestro mal sacáis el ajeno: puta vieja, cimitarra, piltrofera. Soislo vos
desde que nacisteis”. La lozana andaluza (Francisco Delicado)
Trin tin y batín: Así se llamaba a las que cobraban en dinero contante y
sonante. El nombre era una imitación del sonido de las monedas.
Trotona: Callejera.
Trucha: Prostituta muy joven y de cierta clase.
“Si llegamos a Alcalá, le
tengo que servir allí…con un par de truchas que no pasen de los catorce, lindas
a mil maravillas y no de mucha costa”. Quijote de Avellaneda.
Zurrapa: Prostituta “de muy baja calidad”.
“Las putas cotorreras y
zurrapas,
alquitaras de pijas y
carajos,
habiendo culeado los dos
mapas
engarzada en cueros y en
andrajos
cansadas de quitarse
capas.
llenaron esta boda de
zancajos”. La boda de la Linterna y el Tintero. (Francisco de Quevedo).
martes, 19 de abril de 2016
Cervantes y Shakespeare
Un recorrido vital y literario de Shakespeare y Cervantes: El viaje de los genios
Representaciones relacionadas con los dos genios de la literatura: Cervantes y Shakespeare en Broadway
Representaciones relacionadas con los dos genios de la literatura: Cervantes y Shakespeare en Broadway
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Bachillerato,
Literatura Universal
domingo, 17 de abril de 2016
"William Shakespeare, el inagotable" por Marcos Ordóñez
PETER ACKROYD, QUE ESCRIBIÓ una vivaz (y voluminosa) biografía de
Shakespeare, le describe como una esponja que absorbía todo lo que estaba a su
alcance. Aprendió de las reacciones del público y de los actores, de las
historias escritas hacía varios siglos (las célebres Crónicas de Inglaterra,
Escocia e Irlanda, de Holinshed, publicadas en 1577, su libro de cabecera) y de
lo que acababa de estrenarse, los diálogos cortesanos de John Lily y las tramas
sangrientas y enloquecidas de George Peele, y sobre todo de las exuberantes
tragedias de Christopher Marlowe, su primer ídolo. “Amplió y profundizó
enormemente su léxico”, cuenta Ackroyd, “a medida que experimentaba con las
diversas formas del arte dramático. Estaba en total sintonía con el lenguaje
que le rodeaba —los poemas, las funciones, los panfletos, los discursos, el
habla de la calle— y devoró cuanto se le puso por delante. Tal vez no haya
existido mayor asimilador en la historia del teatro”. Una de las grandes
preguntas: ¿de dónde sacó Shakespeare los muchos conocimientos que aparecen en
sus obras? Es cierto que no pisó la universidad, pero las escuelas isabelinas,
según T. W. Baldwin, “proporcionaban un formidable saber lingüístico y
literario: se estudiaba allí retórica y elocuencia, se interpretaban obras
clásicas, se improvisaban discursos y exposiciones orales. Shakespeare, casi
con toda seguridad, sabía leer latín, francés e italiano”. A juzgar por sus
textos, parece haber leído muchísimo, pero de manera singular. Ackroyd averiguó
que citaba “muchos comienzos” (de libros bíblicos y de Ovidio, sobre todo) pero
“escasas conclusiones”: lo que podríamos llamar “síndrome del lector vago”,
pero, desde luego, con mucho aprovechamiento.
Me gusta la imagen del joven Shakespeare llegando a Londres tras
sus “años perdidos”, todavía hoy por documentar. Una ciudad juvenil (la mitad
de la población tenía menos de 20 años), violenta y acosada por la muerte: en
1594, 15.000 londinenses cayeron víctimas de la peste. No es extraño que
escribiera a gran velocidad. Ni que eligiera el teatro, esa forma de vida
agudizada, intensificada. Y rentable, como pudo comprobar: acabó siendo
copropietario del Globe y del Blackfriars, un teatro abierto y otro cubierto;
adquirió tierras y escudo de armas, la gran obsesión de su padre, y una gran
casa en Stratford.
En Londres encontró a su nueva familia, una pandilla de cómicos,
la Lord Chamberlain’s Men, creada y protegida por Henry Carey, barón de
Hunsdon, responsable de los espectáculos palaciegos, y dirigida por Richard
Burbage, el actor (junto con Edward Alleyn) más popular de su época y el mejor
amigo de Shakespeare. La band of brothers estaba integrada, entre otros, por
Burbage, John Sinclair, Augustine Phillips, Nicholas Tooley, Henry Condell y
John Heminges (que compilarían el Primer folio de la obra shakespeariana), así
como Will Kempe, el bufón más famoso del reino, y el propio Shakespeare, por
supuesto. Lideraron, bajo el patronazgo de la reina Isabel y luego del rey
Jaime, la compañía más longeva de la historia teatral británica: de 1594 a
1642, un periodo de casi cincuenta años. Fueron, según Ackroyd, “un grupo de
compañeros con intereses y obligaciones comunes: vivieron en el mismo barrio y
se casaron con hijas, hermanas y viudas de sus respectivas familias, que a su
vez se unieron a la troupe”. Y, dato importante, formaron una cooperativa para
repartirse los ingresos y reinvertir en nuevas producciones. Se convirtieron en
una auténtica factoría: en dos o tres semanas montaban una obra y realizaban 15
estrenos por temporada.
Por lo que parece (en la vida de Shakespeare hay mucho de
especulación) fue actor y también director. Desde luego, conocía bien el oficio
y las sutilezas de la puesta en escena, como prueban las famosas Instrucciones
a los cómicos de Hamlet, quizás el
primer texto en el que vemos a un auténtico director en acción, y que aquí
resumo: “Te ruego que recites el pasaje con soltura y de manera natural. No
cortes demasiado el aire con las manos, pues en el mismo torbellino de la
pasión has de mostrar templanza y suavidad: que la acción responda a la palabra
y la palabra a la acción, poniendo especial cuidado en no traspasar los límites
de la sencillez de la naturaleza, porque todo exceso traiciona la intención del
teatro, que no es otra que colocar un espejo ante la vida: mostrar a la virtud
y al vicio sus propios rasgos, y a cada época, su forma y su sello”.
A la hora de construir un verbo poético y dramático, tomó posesión
del pentámetro yámbico y lo hizo resonar como nunca hasta entonces. Los versos
le marcan al actor, sin indicaciones, un ritmo esencial: cómo ha de
respirarlos, dónde están los galopes y los momentos de reposo. Y mucho más que
un ritmo: Jordi Balló y Xavier Pérez señalan en El mundo, un escenario de qué
modo “construye la imagen en el oyente y cómo se hace visión aunque no llegue a
visualizarse”, y cómo brota la conciencia del personaje, nunca tan claramente
plasmada hasta entonces, una conciencia que “habla mientras piensa y se escucha
a sí misma”. Parecía convencido (y así lo demostró) de que todo, absolutamente
todo, podía mostrarse en un escenario desnudo. Nadie igualó en el teatro su
ambición narrativa ni la amplitud de su mirada.
Para algunos, Shakespeare nunca existió. La controversia no
descansa: que si fue Edward de Vere, que si Marlowe (falsamente muerto, claro),
que si Bacon. Se comprende: su mera existencia puede ser una afrenta para el
resto de los mortales. En su estupendo ensayo La calidad de la misericordia,
Peter Brook desmonta las reiteraciones de los negacionistas con dos o tres
argumentos muy sensatos. Uno: Londres no era lo bastante grande (y el mundo del
teatro, “el peor ambiente para guardar un secreto”, señala), como para que la
presunta impostura de Shakespeare no hubiera salido a la luz. Dos: un hombre
que encontró su lugar en una familia de cómicos no podía ser un aristócrata. Y
tres: un genio puede brotar en el entorno más humilde, como demuestra Leonardo
da Vinci, hijo ilegítimo de un notario y una campesina. Hablar de Shakespeare,
como se ve, es asunto inagotable. Como bien escribió Borges en Everything and
Nothing, “nadie fue tantos hombres como aquel hombre que, a semejanza del
egipcio Proteo, pudo agotar todas las apariencias del ser”.
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Artículos,
Literatura Universal
"Martutene" de Ramón Saizarbitoria
Un hallazgo literario muy interesante: la novela del autor vasco Ramón Saizarbitoria, "Martutene", tan voluminosa como refrescante. De un sabor proustiano muy natural, que ya no se lleva. Un extracto en el que se define la vejez: "...un hombre que no se siente obligado a nada, que tiene ya la sensación de no deberle nada a nadie en este mundo, asustado de la creciente desafección ante sus amigos, de su creciente indiferencia ante los acontecimientos públicos, de su creciente libertad. Eso es lo que convierte a alguien en viejo y no el hecho de necesitar bastón".
sábado, 16 de abril de 2016
"Shakespeare no es Cervantes" por Alberto Manguel
NUESTRA APTITUD PARA VER constelaciones de estrellas distantes
entre sí y por lo general muertas se vuelca en otras áreas de nuestra vida
sensible. Agrupamos en una misma cartografía imaginaria hitos geográficos
disímiles, hechos históricos aislados, personas cuyo solo punto común es un
idioma o un cumpleaños compartido. Creamos así circunstancias cuya explicación
puede ser encontrada solamente en la astrología o la quiromancia, y a partir de
estos embrujos intentamos responder a viejas preguntas metafísicas sobre el
azar y la fortuna. El hecho de que las fechas de William Shakespeare y Miguel
de Cervantes casi coincidan hace que no solo asociemos a estos dos personajes
singulares en obligatorias celebraciones oficiales, sino que busquemos en estos
seres tan diferentes una identidad compartida.
Desde un punto de vista histórico, sus realidades fueron
notoriamente distintas. La Inglaterra de Shakespeare transitó entre la
autoridad de Isabel y la de Jaime, la primera de ambiciones imperiales y la
segunda de preocupaciones sobre todo internas, calidades reflejadas en obras
como Hamlet y Julio César por una parte, y en Macbeth
y El rey Lear por otra. El teatro era
un arte menoscabado en Inglaterra: cuando Shakespeare murió, después de haber
escrito algunas de las obras que ahora universalmente consideramos
imprescindibles para nuestra imaginación, no hubo ceremonias oficiales en
Stratford-upon-Avon, ninguno de sus contemporáneos europeos escribió su elegía
en su honor, y nadie en Inglaterra propuso que fuese sepultado en la abadía de
Westminster, donde yacían los escritores célebres como Spencer y Chaucer.
Shakespeare era (según cuenta su casi contemporáneo John Aubrey) hijo de un
carnicero y de adolescente le gustaba recitar poemas ante los azorados
matarifes. Fue actor, empresario teatral, recaudador de impuestos (como
Cervantes) y no sabemos con certeza si alguna vez viajó al extranjero. La
primera traducción de una de sus obras apareció en Alemania en 1762, casi siglo
y medio después de su muerte.
Cervantes vivió en una España que extendía su autoridad en la
parte del Nuevo Mundo que le había sido otorgado por el Tratado de Tordesillas,
con la cruz y la espada, degollando un “infinito número de ánimas,” dice el
padre Las Casas, para “henchirse de riquezas en muy breves días y subir a
estados muy altos y sin proporción de sus personas” con “la insaciable codicia
y ambición que han tenido, que ha sido mayor que en el mundo ser pudo”. Por
medio de sucesivas expulsiones de judíos y árabes, y luego de conversos, España
había querido inventarse una identidad cristiana pura, negando la realidad de
sus raíces entrelazadas. En tales circunstancias, el Quijote resulta un acto
subversivo, con la entrega de la autoría de lo que será la obra cumbre de la
literatura española a un moro, Cide Hamete, y con el testimonio del morisco
Ricote denunciando la infamia de las medidas de expulsión. Miguel de Cervantes
(nos dice él mismo) “fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo. Perdió
en la batalla de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque
parece fea, él la tiene por hermosa”. Tuvo comisiones en Andalucía, fue
recaudador de impuestos (como Shakespeare), padeció cárcel en Sevilla, fue
miembro de la Congregación de Esclavos del Santísimo Sacramento y más tarde
novicio de la Orden Tercera. Su Quijote lo hizo tan famoso que cuando escribió
la segunda parte pudo decir al bachiller Carrasco, y sin exageración, “que
tengo para mí que el día de hoy están impresos más de doce mil libros de tal
historia; si no, dígalo Portugal, Barcelona y Valencia, donde se han impreso; y
aún hay fama que se está imprimiendo en Amberes, y a mí se me trasluce que no
ha de haber nación ni lengua donde no se traduzca”.
La lengua de Shakespeare había llegado a su punto más alto.
Confluencia de lenguas germánicas y latinas, el riquísimo vocabulario del
inglés del siglo XVI permitió a Shakespeare una extensión sonora y una
profundidad epistemológica asombrosas. Cuando Macbeth declara que su mano
ensangrentada “teñiría de carmesí el mar multitudinario, volviendo lo verde
rojo” (“the multitudinous seas incarnadine / Making the green one red”), los
lentos epítetos multisilábicos latinos son contrapuestos a los bruscos y
contundentes monosílabos sajones, resaltando la brutalidad del acto.
Instrumento de la Reforma, la lengua inglesa fue sometida a un escrutinio
severo por los censores. En 1667, en la Historia de la Royal Society of London,
el obispo Sprat advirtió de los seductores peligros que ofrecían los
extravagantes laberintos del barroco y recomendó volver a la primitiva pureza y
brevedad del lenguaje, “cuando los hombres comunicaban un cierto número de
cosas en un número igual de palabras”. A pesar de los magníficos ejemplos de
barroco inglés —sir Thomas Browne, Robert Burton, el mismo Shakespeare, por
supuesto—, la Iglesia anglicana prescribía exactitud y concisión que permitiría
a los elegidos el entendimiento de la Verdad Revelada, tal como lo había hecho
el equipo de traductores de la Biblia por orden del rey Jaime. Shakespeare, sin
embargo, logró ser milagrosamente barroco y exacto, expansivo y escrupuloso al
mismo tiempo. La acumulación de metáforas, la profusión de adjetivos, los
cambios de vocabulario y de tono profundizan y no diluyen el sentido de sus
versos. El quizás demasiado famoso monólogo de Hamlet sería imposible en
español puesto que este exige elegir entre ser y estar. En seis monosílabos
ingleses el Príncipe de Dinamarca define la preocupación esencial de todo ser
humano consciente; Calderón, en cambio, requiere 30 versos españoles para decir
la misma cosa.
El español de Cervantes es despreocupado, generoso, derrochón. Le
importa más lo que cuenta que cómo lo cuenta, y menos cómo lo cuenta que el
puro placer de hilvanar palabras. Frase tras frase, párrafo tras párrafo, es en
fluir de las palabras que recorremos los caminos de su España polvorienta y
difícil, y seguimos las violentas aventuras del héroe justiciero, y reconocemos
a los personajes vivos de Don Quijote y Sancho. Las inspiradas y sentidas
declaraciones del primero y las vulgares y no menos sentidas palabras del
segundo cobran vigor dramático en el torrente verbal que las arrastra. De
manera esencial, la máquina literaria entera del Quijote es más verosímil, más
comprensible, más vigorosa que cualquiera de sus partes. Las citas cervantinas
extraídas de su contexto parecen casi banales; la obra completa es quizás la
mejor novela jamás escrita, y la más original.
Si queremos dejarnos llevar por nuestro impulso asociativo,
podemos considerar a estos dos escritores como opuestos o complementarios.
Podemos verlos a la luz (o a la sombra) de la Reforma uno, de la Contrarreforma
el otro. Podemos verlos el uno como maestro de un género popular de poco
prestigio y el otro como maestro de un género popular prestigioso. Podemos
verlos como iguales, artistas ambos tratando de emplear los medios a su
disposición para crear obras iluminadas y geniales, sin saber que eran
iluminadas y geniales. Shakespeare nunca reunió los textos de sus obras
teatrales (la tarea estuvo a cargo de su amigo Ben Jonson) y Cervantes estuvo
convencido de que su fama dependería de su Viaje
del Parnaso y del Persiles y
Sigismunda.
¿Se conocieron, estos dos monstruos? Podemos sospechar que
Shakespeare tuvo noticias del Quijote y que lo leyó o leyó al menos el episodio
de Cardenio que luego convirtió en una pieza hoy perdida: Roger Chartier ha
investigado detalladamente esta tentadora hipótesis. Probablemente no, pero si
lo hicieron, es posible que ni Cervantes ni Shakespeare reconociese en el otro
a una estrella de importancia universal, o que simplemente no admitiese otro
cuerpo celeste de igual intensidad y tamaño en su órbita. Cuando Joyce y Proust
se encontraron, intercambiaron tres o cuatro banalidades, Joyce quejándose de
sus dolores de cabeza y Proust de sus dolores de estómago. Quizás con Shakespeare
y Cervantes hubiese ocurrido algo similar.
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