NUESTRA APTITUD PARA VER constelaciones de estrellas distantes
entre sí y por lo general muertas se vuelca en otras áreas de nuestra vida
sensible. Agrupamos en una misma cartografía imaginaria hitos geográficos
disímiles, hechos históricos aislados, personas cuyo solo punto común es un
idioma o un cumpleaños compartido. Creamos así circunstancias cuya explicación
puede ser encontrada solamente en la astrología o la quiromancia, y a partir de
estos embrujos intentamos responder a viejas preguntas metafísicas sobre el
azar y la fortuna. El hecho de que las fechas de William Shakespeare y Miguel
de Cervantes casi coincidan hace que no solo asociemos a estos dos personajes
singulares en obligatorias celebraciones oficiales, sino que busquemos en estos
seres tan diferentes una identidad compartida.
Desde un punto de vista histórico, sus realidades fueron
notoriamente distintas. La Inglaterra de Shakespeare transitó entre la
autoridad de Isabel y la de Jaime, la primera de ambiciones imperiales y la
segunda de preocupaciones sobre todo internas, calidades reflejadas en obras
como Hamlet y Julio César por una parte, y en Macbeth
y El rey Lear por otra. El teatro era
un arte menoscabado en Inglaterra: cuando Shakespeare murió, después de haber
escrito algunas de las obras que ahora universalmente consideramos
imprescindibles para nuestra imaginación, no hubo ceremonias oficiales en
Stratford-upon-Avon, ninguno de sus contemporáneos europeos escribió su elegía
en su honor, y nadie en Inglaterra propuso que fuese sepultado en la abadía de
Westminster, donde yacían los escritores célebres como Spencer y Chaucer.
Shakespeare era (según cuenta su casi contemporáneo John Aubrey) hijo de un
carnicero y de adolescente le gustaba recitar poemas ante los azorados
matarifes. Fue actor, empresario teatral, recaudador de impuestos (como
Cervantes) y no sabemos con certeza si alguna vez viajó al extranjero. La
primera traducción de una de sus obras apareció en Alemania en 1762, casi siglo
y medio después de su muerte.
Cervantes vivió en una España que extendía su autoridad en la
parte del Nuevo Mundo que le había sido otorgado por el Tratado de Tordesillas,
con la cruz y la espada, degollando un “infinito número de ánimas,” dice el
padre Las Casas, para “henchirse de riquezas en muy breves días y subir a
estados muy altos y sin proporción de sus personas” con “la insaciable codicia
y ambición que han tenido, que ha sido mayor que en el mundo ser pudo”. Por
medio de sucesivas expulsiones de judíos y árabes, y luego de conversos, España
había querido inventarse una identidad cristiana pura, negando la realidad de
sus raíces entrelazadas. En tales circunstancias, el Quijote resulta un acto
subversivo, con la entrega de la autoría de lo que será la obra cumbre de la
literatura española a un moro, Cide Hamete, y con el testimonio del morisco
Ricote denunciando la infamia de las medidas de expulsión. Miguel de Cervantes
(nos dice él mismo) “fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo. Perdió
en la batalla de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque
parece fea, él la tiene por hermosa”. Tuvo comisiones en Andalucía, fue
recaudador de impuestos (como Shakespeare), padeció cárcel en Sevilla, fue
miembro de la Congregación de Esclavos del Santísimo Sacramento y más tarde
novicio de la Orden Tercera. Su Quijote lo hizo tan famoso que cuando escribió
la segunda parte pudo decir al bachiller Carrasco, y sin exageración, “que
tengo para mí que el día de hoy están impresos más de doce mil libros de tal
historia; si no, dígalo Portugal, Barcelona y Valencia, donde se han impreso; y
aún hay fama que se está imprimiendo en Amberes, y a mí se me trasluce que no
ha de haber nación ni lengua donde no se traduzca”.
La lengua de Shakespeare había llegado a su punto más alto.
Confluencia de lenguas germánicas y latinas, el riquísimo vocabulario del
inglés del siglo XVI permitió a Shakespeare una extensión sonora y una
profundidad epistemológica asombrosas. Cuando Macbeth declara que su mano
ensangrentada “teñiría de carmesí el mar multitudinario, volviendo lo verde
rojo” (“the multitudinous seas incarnadine / Making the green one red”), los
lentos epítetos multisilábicos latinos son contrapuestos a los bruscos y
contundentes monosílabos sajones, resaltando la brutalidad del acto.
Instrumento de la Reforma, la lengua inglesa fue sometida a un escrutinio
severo por los censores. En 1667, en la Historia de la Royal Society of London,
el obispo Sprat advirtió de los seductores peligros que ofrecían los
extravagantes laberintos del barroco y recomendó volver a la primitiva pureza y
brevedad del lenguaje, “cuando los hombres comunicaban un cierto número de
cosas en un número igual de palabras”. A pesar de los magníficos ejemplos de
barroco inglés —sir Thomas Browne, Robert Burton, el mismo Shakespeare, por
supuesto—, la Iglesia anglicana prescribía exactitud y concisión que permitiría
a los elegidos el entendimiento de la Verdad Revelada, tal como lo había hecho
el equipo de traductores de la Biblia por orden del rey Jaime. Shakespeare, sin
embargo, logró ser milagrosamente barroco y exacto, expansivo y escrupuloso al
mismo tiempo. La acumulación de metáforas, la profusión de adjetivos, los
cambios de vocabulario y de tono profundizan y no diluyen el sentido de sus
versos. El quizás demasiado famoso monólogo de Hamlet sería imposible en
español puesto que este exige elegir entre ser y estar. En seis monosílabos
ingleses el Príncipe de Dinamarca define la preocupación esencial de todo ser
humano consciente; Calderón, en cambio, requiere 30 versos españoles para decir
la misma cosa.
El español de Cervantes es despreocupado, generoso, derrochón. Le
importa más lo que cuenta que cómo lo cuenta, y menos cómo lo cuenta que el
puro placer de hilvanar palabras. Frase tras frase, párrafo tras párrafo, es en
fluir de las palabras que recorremos los caminos de su España polvorienta y
difícil, y seguimos las violentas aventuras del héroe justiciero, y reconocemos
a los personajes vivos de Don Quijote y Sancho. Las inspiradas y sentidas
declaraciones del primero y las vulgares y no menos sentidas palabras del
segundo cobran vigor dramático en el torrente verbal que las arrastra. De
manera esencial, la máquina literaria entera del Quijote es más verosímil, más
comprensible, más vigorosa que cualquiera de sus partes. Las citas cervantinas
extraídas de su contexto parecen casi banales; la obra completa es quizás la
mejor novela jamás escrita, y la más original.
Si queremos dejarnos llevar por nuestro impulso asociativo,
podemos considerar a estos dos escritores como opuestos o complementarios.
Podemos verlos a la luz (o a la sombra) de la Reforma uno, de la Contrarreforma
el otro. Podemos verlos el uno como maestro de un género popular de poco
prestigio y el otro como maestro de un género popular prestigioso. Podemos
verlos como iguales, artistas ambos tratando de emplear los medios a su
disposición para crear obras iluminadas y geniales, sin saber que eran
iluminadas y geniales. Shakespeare nunca reunió los textos de sus obras
teatrales (la tarea estuvo a cargo de su amigo Ben Jonson) y Cervantes estuvo
convencido de que su fama dependería de su Viaje
del Parnaso y del Persiles y
Sigismunda.
¿Se conocieron, estos dos monstruos? Podemos sospechar que
Shakespeare tuvo noticias del Quijote y que lo leyó o leyó al menos el episodio
de Cardenio que luego convirtió en una pieza hoy perdida: Roger Chartier ha
investigado detalladamente esta tentadora hipótesis. Probablemente no, pero si
lo hicieron, es posible que ni Cervantes ni Shakespeare reconociese en el otro
a una estrella de importancia universal, o que simplemente no admitiese otro
cuerpo celeste de igual intensidad y tamaño en su órbita. Cuando Joyce y Proust
se encontraron, intercambiaron tres o cuatro banalidades, Joyce quejándose de
sus dolores de cabeza y Proust de sus dolores de estómago. Quizás con Shakespeare
y Cervantes hubiese ocurrido algo similar.
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