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domingo, 7 de febrero de 2016
Valle-Inclán recita "Sonata de otoño"
"Una forma de leer" por Antonio Muñoz Molina
A punto de salir de viaje, compruebo que llevo conmigo, entre las
cosas necesarias que no pueden olvidárseme, mi libro de Montaigne. Es el
segundo tomo de la edición de bolsillo de Folio, espléndidamente editada y
anotada por Emmanuel Naya, Delphine Reguig-Naya y Alexandre Tarrête. Está muy
moldeado por el trato con las manos y con los bolsillos de chaquetones y
abrigos, y por las muchas idas y venidas en las que me ha acompañado. Es la
segunda vez que lo leo en el plazo de unos meses. Empecé, uno poco por azar,
una lectura seguida de los Ensayos al cabo de una temporada de inmersión en el
Quijote, y en torno a él en otras obras de Cervantes, biografías y estudios. Ir
de Cervantes a Montaigne fue quizás una deriva natural de lector, la intuición
confirmada de ciertas afinidades, dos almas templadas en tiempos de furibundas
explosiones de fanatismos religiosos, dos viajeros por Italia, dos herederos de
la corta era de apertura mental del humanismo de la primera parte del siglo
XVI. Desde hace muchos años he leído a Montaigne en rachas intermitentes, con
bastante frecuencia y con mucho desorden. Este otoño pasado me puse a leer los
Ensayos completos y en orden por primera vez. Lo que me sucedió vino por
sorpresa. Al principio los compartía con otras lecturas. Las notas a la edición
resuelven muchos arcaísmos y alusiones del vocabulario, pero me hacía falta
tener el diccionario a mano, y había pasajes fatigosos. Pero poco a poco, según
avanzaba, y según la familiaridad aliviaba las dificultades, Montaigne fue ocupándome
más y más tiempo, con una parte de exigencia y otra de recompensa gradualmente
acrecentada. El libro se me imponía como se le impone a uno a veces una
historia que está escribiendo, con una presión imaginativa muy sostenida, y
poco a poco excluyente. En trenes, en aviones, en habitaciones de hotel, en
salas de espera, en andenes de metro, en bancos soleados de parques, Montaigne
estaba conmigo, su soliloquio conversador vagabundo no se interrumpía. Salía
para una excursión en bicicleta y en la mochila llevaba el tomo conmigo,
sustancioso y liviano. Los juglares pedigüeños del metro se me volvían más
importunos porque me estropeaban la concentración de la lectura. Una obra que
creía conocer bien me revelaba hallazgos insospechados, momentos de silencioso
fervor, iluminaciones sobre mí mismo y la gente que conozco y el presente en
que vivo. Dice Montaigne que su libro lo ha hecho a él a lo largo de los años
en la misma medida en que él ha hecho el libro. Algo semejante nos ocurre a sus
lectores perseverantes. Los Ensayos nos van haciendo, se convierten en nuestro
talante y en nuestra mirada. Wallace Stevens habla en un poema de un lector que
se convierte en el libro que lee. Llegué al final del último ensayo, el
capítulo XIII del tercer volumen, ‘De la experiencia’, que es una culminación y
una larga despedida al filo de la muerte. Estaba en mitad de un viaje y me
quedó una sensación de vacío, casi de intemperie. Volví a Madrid y empecé de
nuevo la lectura del primer volumen. El mal se agravó porque justo entonces
encontré una biografía recién aparecida, Montaigne, la splendeur de la liberté,
de Christophe Bardyn. A Montaigne uno tiene la tentación de imaginarlo como un
sabio benigno y apacible, aislado en su torre, retirado de las pasiones y de
los conflictos del mundo, un maestro de una especie de autoayuda de lujo:
Bardyn le devuelve todas sus aristas, sus turbulencias de amante pasional, la
amplitud y el coraje de su activismo político. En cada lectura sucesiva, lo que
yo voy viendo cada vez más es ese lado de vulnerabilidad, de rechazo asqueado
del fanatismo religioso y político y de la crueldad inhumana que los alimenta y
a los que sirve de coartada. No hay una idea por la que los hombres no estén
dispuestos a sacrificar vidas, dice Montaigne, que está viendo con sus propios
ojos la destrucción y las matanzas que dejan tras de sí lo mismo los ejércitos
católicos que los protestantes en las guerras de religión. Bardyn ofrece muchos
datos sustanciosos y algunas hipótesis aventuradas: que Montaigne no era en
realidad hijo de su padre, por ejemplo, y que la conciencia de esa ilegitimidad
acentuó un sentimiento de estar al margen o en una posición insegura que
alimentaría su actitud crítica hacia lo aceptado y lo establecido. El indicio
en el que se basa esta suposición es un pasaje, desde luego sorprendente, en el
que Montaigne asegura que su madre tuvo con él un embarazo de 11 meses. Bardyn
especula: ¿estaba de viaje el padre en las fechas que se correspondían con el
plazo biológico? Embriagado por la mezcla de hechos ciertos y zonas de
misterio, el biógrafo se desvía hacia el territorio verosímil pero improbable
de la novela. En unas cuantas ocasiones Montaigne menciona que algunas mujeres
de familias nobles se han enredado con servidores y caballerizos. ¿No es una
manera de insinuar la infidelidad de su madre? ¿No hubo siempre entre los dos
una frialdad hostil, algo muy raro en una persona tan naturalmente afectuosa
como Montaigne? Pero él mismo dice que la rotundidad en las afirmaciones es una
prueba segura de idiotez, y celebra el valor de aceptar la duda, los límites de
lo que puede saberse de verdad, la decisión de dejar en suspenso el juicio
cuando no se poseen pruebas fiables. ¿Con qué derecho puede afirmar nadie que
actúa en obediencia de la voluntad divina? ¿En virtud de qué insensata soberbia
se erigen los hombres en reyes del mundo y señores de los animales? A ningún
tirano, dice Montaigne, le han faltado nunca súbditos que lo obedezcan y lo
adulen. Todavía estoy a la mitad de esta segunda lectura completa. Compruebo
con satisfacción que no me va a faltar este alimento en las próximas semanas o
meses, y también que quizás, después de toda una vida leyendo, he empezado a
establecer una relación distinta con algunos libros y algunos autores: la que
nos une a ellos cuando hemos llegado a conocerlos muy bien, a detenernos en
cada frase y en cada palabra y al mismo tiempo vislumbrar la forma completa de
una obra, porque identificamos cada uno de los hilos y las resonancias
interiores sobre las que se sostiene su arquitectura sin peso. Imagino que es
una lectura que puede parecerse no a la experiencia del aficionado a la música,
sino a la del intérprete, el que la ha tocado nota por nota muchas veces, y
ensayado despacio, y desmontado y vuelto a montar cuando prepara cada nueva
interpretación. No ha compuesto la música, pero la ha hecho suya. Se ha
convertido en ella, como el lector en el poema de Stevens. Una de las últimas
sonatas de piano o de los últimos cuartetos de cuerda de Beethoven, un cuarteto
de Béla Bartók, un solo de Charlie Parker o de Bill Evans no se acaban nunca.
Ahora sé que Don Quijote, En busca del tiempo perdido, Ulises, los Ensayos de
Montaigne me durarán mientras dure mi vida de lector.
domingo, 31 de enero de 2016
"Vida sin cultura" por Rafael Argullol
Quizá lleguemos a ver cómo será la vida sin cultura. De momento ya
tenemos indicios de lo que está siendo, paulatinamente, un mundo que ha optado,
al parecer, por desembarazarse de la cultura de la palabra pese a poseer
índices de alfabetización escolar sin precedentes. Hace poco un editor me
comentaba que el problema — o, más bien, el síntoma— no eran los bajos niveles
de venta de libros sino la drástica disminución del hábito de la lectura. Si el
problema fuera de ventas, decía, con esperar a la recuperación económica sería
suficiente; sin embargo, la caída de la lectura, al adquirir continuidad
estructural, se convierte en un fenómeno epocal que necesariamente marcará el
futuro. El preocupado editor —un buen editor, de buena literatura— añadía que,
además, la inmensa mayoría de los libros que se leen son de pésima calidad,
desde best sellers prefabricados que avergonzarían a los grandes autores de
best sellers tradicionales hasta panfletos de autoayuda que sacarían los
colores a los curanderos espirituales de antaño.
De querer preocupar todavía
más al editor, y a los que piensan como él, se podría analizar detenidamente la
última encuesta sobre la lectura que hace unas semanas apareció en los medios
de comunicación. No sólo un tanto por ciento muy elevado de la población jamás
leía un libro sino que se vanagloriaba de tal circunstancia. Para muchos de
nuestros contemporáneos la lectura se ha hecho agresivamente superflua e
incluso experimentan una cierta incomodidad al ser preguntados al respecto.
Dicen no tener tiempo para leer, o que prefieren dedicar su tiempo a otras
cosas más útiles y divertidas. Nos encontramos, por tanto, ante una bastante
generalizada falta de prestigio social de la lectura que probablemente oculte
una incapacidad real para leer. Dicho de otro modo: el acto de leer se ha
transformado en un acto altamente dificultoso y, para muchos, imposible. Me
refiero, claro está, a leer un texto que vaya más allá de la instrucción de
manual, del mensaje breve o del titular de noticia. Me refiero a leer un texto
de una cierta complejidad mental que requiera un cierto uso de la memoria y que
exija una cierta duración temporal para ir eligiendo en libertad, y en soledad,
los distintos caminos ofrecidos por las sucesivas encrucijadas argumentales.
El
pseudolector actual rehúye las cinco condiciones mínimas inherentes al acto de
leer: complejidad, memoria, lentitud, libertad y soledad. Él abomina de lo
complejo como algo insoportablemente pesado; desprecia la memoria, para la que
ya tenemos nuestras máquinas; no tiene tiempo que perder en vericuetos
textuales; no se atreve a elegir libremente en la soledad que, de modo
implacable, exige la lectura. En definitiva, nuestro pseudolector actual ha
sido alfabetizado en la escuela y, en muchos casos, ha acudido a la
universidad, pero no está en condiciones de confrontarse con el legado histórico de la cultura humanista e ilustrada construido a lo largo de más de dos milenios. Este
pseudolector —en el que se identifica a la mayoría de nuestros contemporáneos—
no puede leer un solo libro verdaderamente significativo de lo que hemos
llamado, durante siglos, “cultura”.
Quien escuche una opinión semejante
rápidamente alegará que hemos sustituido la cultura de la palabra por la
cultura de la imagen, el argumento favorito cuando se conversa de estas
cuestiones. De ser así, habríamos sustituido la centralidad del acto de leer
por la del acto de mirar. Surgen, como es lógico, las nuevas tecnologías,
extraordinarias productoras de imágenes, e incluso las vastas muchedumbres que
el turismo masivo ha dirigido hacia las salas de los museos de todo el mundo.
Esto probaría que el hombre actual, reacio al valor de la palabra, confía su
conocimiento al poder de la imagen. Esto es indudable, pero, ¿cuál es la
calidad de su mirada? ¿Mira auténticamente? A este respecto, puede hacerse un
experimento interesante en los museos a los que se accede con móviles y cámaras
fotográficas, que son casi todos por la presión del denominado turismo
cultural.
Les propongo tres ejemplos de obras maestras sometidas al asedio de
dicho turismo: La Gioconda en el Museo del Louvre, El nacimiento de Venus en
los Uffizi y La Pietà en la Basílica de San Pedro. No intenten acercarse a las
obras con detenimiento porque eso es imposible; apóstense, más bien, a un lado
y miren a los que tendrían que mirar. La conclusión es fácil: en su mayoría no
miran porque únicamente tienen tiempo de observar, unos segundos, a través de
su cámara: de posar para hacerse un selfie. Capturadas las imágenes, los
ajetreados cazadores vuelven en tropel a la comitiva que desfila por las
galerías. ¿Alguien tiene tiempo de pensar en la ambigua ironía de Leonardo, o
en la sensualidad de Botticelli, o en el sereno dramatismo de Miguel Ángel? Es
más: ¿alguien piensa que tiene que pensar en tales cosas?
Paradójicamente,
nuestra célebre cultura de la imagen alberga una mirada de baja calidad en la
que la velocidad del consumo parece proporcionalmente inverso a la captación
del sentido. El experimento en los museos, aun con su componente paródico,
ilustra bien la orientación presente del acto de mirar: un acto masivo,
permanente, que atraviesa fronteras e intimidades, pero, simultáneamente, un
acto superficial, amnésico, que apenas proporciona significado al que mira, si
este niega las propiedades que exigiría una mirada profunda y que, de alguna
manera, se identifican con los que requiere el acto de leer: complejidad,
memoria, lentitud, libre elección desde la libertad. Frente a estas propiedades
la mirada idolátrica es un vertiginoso consumo de imágenes que se devoran entre
sí. Al adicto a esta mirada, al ciego mirón, le ocurre lo que al pseudolector:
tampoco está en condiciones de confrontarse con las imágenes creadas a lo largo
de milenios, desde una pintura renacentista a una secuencia de Orson Welles:
las mira pero no las ve.
De ser cierto esto, la cultura de la imagen no ha
sustituido a la cultura de la palabra sino que ambas culturas han quedado
aparentemente invalidadas, a los ojos y oídos de muchos, al mismo tiempo. El
pseudolector, que ha aceptado que a su alrededor se desvanezcan las palabras,
marcha al unísono con el pseudoespectador, que naufraga, satisfecho, en el
océano de las imágenes. La casi desaparición del acto de leer y, pese a la
abundante materia prima visual, el empobrecimiento del acto de mirar llevan
consigo una creciente dificultad para la interrogación. En nuestro escenario
actual el espectáculo tiene una apariencia impactante pero las voces que
escuchamos son escasamente interrogativas. Y con bastante justificación puede
identificarse el oscurecimiento actual de la cultura humanista e ilustrada con
nuestra triple incapacidad para leer, mirar e interrogar. Cuando en la última
reforma educativa se defiende enfáticamente que la lógica filosófica va a ser
sustituida, en la enseñanza escolar, por la “lógica del emprendedor” no hace
sino sancionarse el fin de una determinada manera de entender el acceso al
conocimiento. Aunque ni siquiera quien ha acuñado esta frase sabe qué diablos
significa la “lógica del emprendedor”, aquella sustitución es perfectamente
representativa del modo de pensar dominante en la actualidad.
El mundo político
se ha adaptado sin titubeos al nuevo decorado, expulsando de su retórica
cualquier conexión cultural. Esto habría sido imposible en los últimos tres
siglos. Pero el mundo político, el que más crudamente expresa las oscilaciones
de la oferta y la demanda, no es sino la superficie especular en la que se
contemplan los otros mundos, más o menos distorsionadamente. La expulsión de la
cultura —o de una
determinada cultura: la de la palabra, la de la mirada, la de la interrogación—
es un proceso colectivo que afecta a todos los ámbitos, desde los medios de
comunicación hasta, paradójicamente, las mismas universidades. No obstante, en
ninguno de ellos es tan determinante como en el de los propios ciudadanos, que
han dejado de relacionar su libertad con aquella búsqueda de la verdad, el bien
y la belleza que caracterizaba la libertad humanista e ilustrada. La utilidad,
la apariencia y la posesión parecen, hoy, valores más sólidos en la supuesta
conquista de la felicidad.
Y puede que sea cierto. Igual la vida sin cultura es
mucho más feliz. O puede que no: puede que la vida sin cultura no sea ni
siquiera vida sino un pobre simulacro, un juego que sea aburrido jugar.
sábado, 23 de enero de 2016
Referentes de la literatura universal: el reguetón
Solo ciertas corrientes literarias (elegidas por las musas) han sabido conjugar lo popular con lo genial para marcar con su sello el porvenir. La épica griega de Homero dotó de alma a la narrativa de todos los tiempos. Los trovadores provenzales del siglo XII extendieron por Europa el arte poética de la delicadeza e inventaron el amor. Dante y Petrarca recogen sus frutos y convierten a las mujeres en seres idealizados, inalcanzables, que siembran el Renacimiento con amantes de heridas luminosas. El teatro de Lope y de Shakespeare saca de las cavernas el espectáculo popular por excelencia y recupera a los clásicos griegos y latinos para armarlos de eternidad. El Quijote, recuperado por los narradores ingleses del XVIII, es la madre de toda la novela moderna. Los románticos, los poetas malditos del XIX y los vanguardistas rompen con la tradición para someternos a un caos sorprendente en la modernidad del siglo XX...
¿Y a qué corriente literaria del siglo XXI podemos augurarle un éxito similar? Sin duda alguna al reguetón, símbolo inequívoco del posmodernismo. Esta delicada poesía que bebe de las fuentes populares y engarza con el realismo sucio del siglo XX será el referente de la literatura mundial de aquí a unos años. Así como estos versos de Homero nunca morirán:
Cuéntame, Musa, la historia del hombre de muchos caminos
que anduvo errante mucho después de asolar la sagrada Troya...
Tampoco los de Petrarca:
Aquí termine mi amoroso canto:
seca la fuente está de mi alegría,
mi lira yace convertida en llanto.
Ocurrirá lo mismo con el reguetón. Sus frases llenan ya los locales de ambiente y los saraos de cualquier rincón de Europa y América, son tan populares como lo eran las tragedias de Shakespeare, los cantos de Homero y los personajes de Cervantes. Estos que aquí escojo por su calidad -recordadlo- serán los que aparezcan en los anales de literatura y se grabarán en mármol en los monumentos de todo el orbe:
Hoy voy a beber
y sé que voy a enloquecer
y te llamaré después
para hacerte mía, mujer.
Y es que no sé por qué
cuando tomo pienso en usted.
Te quiero comer,
te quiero comer ah, ah, ah.
Te lo voy a meeee.
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Degollación de la rosa,
Literatura Universal
martes, 19 de enero de 2016
Teatro en el aula: "Romeo y Julieta" de William Shakespeare
-¿Qué me dices, le tiras ya los trastos a esta tía o qué?
- Calla, coño, que te va a oír. ¡Joder!, está buena, pero yo creo que es una estrecha.
-Te está toreando, mariconazo. Se está haciendo la dura, pues no la conozco yo a esa...
-¡Qué dices, ni de coña!, esa no ha visto un pito en su puta vida. Se acojona cuando le toca a mi lado en clase y se pone roja cuando le hablo.
-¿Te vas ya? Aún no es de día. Ha sido el ruiseñor y no la alondra el que ha traspasado tu oído medroso. Canta por la noche en aquel granado. Créeme, amor mío; ha sido el ruiseñor.
-Ha sido la alondra, que anuncia la mañana, y no el ruiseñor. Mira, amor, esas rayas hostiles que apartan las nubes allá, hacia el oriente. Se apagaron las luces de la noche y el alegre día despunta en las cimas brumosas. He de irme y vivir, o quedarme y morir.
-Te digo yo que no. Que te toma el pelo, que esa ha estado con la mitad de 1º.
-A mí no me engaña una tía. ¿Tú la has visto con alguno?
-Verla no, pero me lo han contado. ¿No ves la cara de pájara que tiene, no ves que te miente con los ojos?
-No me jodas, a ver si ahora me vas a empezar a hablar como los de la obra.
-Esa luz no es luz del día, lo sé bien; es algún meteoro que el sol ha creado para ser esta noche tu antorcha y alumbrarte el camino de Mantua. Quédate un poco, aún no tienes que irte.
-¿Que te crees, que no vale esa labia con las tías? Tú apréndete dos o tres frases y verás.
-Sí, ya, y ahora me vas a decir que te gustan estas moñeces. Venga tío...
-¡Os queréis callar!, no os vais a enterar de nada.
-Estaba comentando el diálogo, profe.
-Que me apresen, que me den muerte; lo consentiré si así lo deseas. Diré que aquella luz gris no es el alba, sino el pálido reflejo del rostro de Cintia , y que no es el canto de la alondra lo que llega hasta la bóveda del cielo. En lugar de irme, quedarme quisiera. ¡Que venga la muerte! Lo quiere Julieta. ¿Hablamos, mi alma? Aún no amanece.
-¡Si está amaneciendo! ¡Huye, corre, vete! Es la alondra la que tanto desentona con su canto tan chillón y disonante.
-Psss, psss, Julia, desde que estás a mi lado en clase, no respiro, no oigo, no veo, solo tus labios servirían de antídoto a este veneno que me inyectas día a día.
-¡Vete a cagar!
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Crónicas desde la "indocencia"
sábado, 9 de enero de 2016
"Cómo aprender a leer (literatura) en cinco lecciones" por Daniel Arjona
Tres estudiantes cotillas discuten una relación amorosa. 'A'
no ve nada excepcional: Catherine y Heatchcliff le parecen un par de mocosos
que se pasan el día riñendo. 'B' discrepa: pero es que no es una relación de
verdad, sino una especie de "unidad mística de dos egos".
¡Paparruchas!, exclama 'C', Heatchcliff, lejos de ser un místico, es más bien
una bestia. Responde B que puede ser pero que fueron "la gente de las
cumbres" las que le convirtieron en un monstruo al no dejarle casarse con
Catherine y que "al menos no es un mequetrefe como Edgar Linton". Y
'A' apostilla: "Linton no tendrá sangre en las venas pero trata a
Catherine mejor que Heatchcliff"...
¿Qué ocurre en en esa conversación imaginada por el teórico
literario inglés Terry Eagleton (Salford, Reino Unido, 1943)? Bueno,
si el que la escucha no ha oído hablar de 'Cumbres borrascosas' nunca
imaginará que los tres estudiantes están hablando de una novela.
Ocurre que no se dice nada del lenguaje de la obra, de su estilo, de su
técnica. Ocurre que cada vez es más difícil distinguir lo que dicen los
críticos literarios sobre las novelas de nuestros comentarios habituales
acerca de la vida real. Ocurre que ya sólo nos centramos en lo que dice un
libro y no en cómo lo dice.
Ocurre que nos hemos olvidado de "leer".
Para aprender de nuevo, el maestro inglés ha escrito 'Cómo leer
literatura' (Península, 2016), un modesto manual -en apariencia- que
pretende, sin embargo, una tarea ambiciosa: que volvamos a prestar
atención a lo que leemos. Y lo hace a través de cinco gozosos capítulos
que sirven otras tantas lecciones: comienzos, personajes, narrativa,
interpretación y valor de la obra.
1. Comienzos
"Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero,
poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa". ¿Quién no conoce
esa pequeña obra maestra de la ironía con la que arranca 'Orgullo y prejuicio'?
Una ironía, la de Jane Austen, que descansa en la diferencia entre lo que se
dice -todo el mundo sabe que un hombre rico necesita una esposa- y lo que se
pretende decir de verdad -que tal es la conjetura que hacen las solteronas
a la caza de un marido. "En un giro inesperado", explica Eagleton,
"el deseo que la frase atribuye a los solteros adinerados en realidad
corresponde a las solteronas necesitadas".
“Un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una
esposa“. ¿Quién no conoce esa pequeña obra maestra de la ironía que abre
'Orgullo y prejuicio'?
El de Austen es un ejemplo de perfecto comienzo y pocas cosas hay
tan marcadas, de pocas depende tanto el buen resultado de una novela o un
poema, que de un buen comienzo. Como también: "Cuándo nos
reuniremos de nuevo / ¿Bajo lluvia, relámpagos o truenos?"; "Llamadme
Ismael", "No hay nada que hacer"; "No todo el mundo sabe cómo
maté al viejo Philip Mathershundiéndole la mandíbula con mi pala";
"En el principio fue el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo
era Dios"; "Era un día luminoso y frío de abril y los relojes
daban las trece. Winston Smith, con la barbilla clavada en el pecho en su
esfuerzo por burlar el molestísimo viento, se deslizó rápidamente por entre las
puertas de cristal de las Casas de la Victoria, aunque no con la suficiente
rapidez para evitar que una ráfaga polvorienta se colara con él".
Eagleton razona que la apertura literaria es lo más parecido a
"un acto divino de creación" con muchas posibles estrategias
-extraños usos sintácticos, paradojas reveladoras, irónicas sinuosidades- y un
rasgo común: su elevada sensibilidad al lenguaje.
2. El personaje
La segunda lección literaria de Terry Eagleton se resume así:
"no trates a los personajes como si fueran personas reales".
Aunque sea inevitable, para disfrutar de verdad del sabor de una obra hay que
recordar a cada página que sus personajes no existen. No existe el rey Lear, ni
Hamlet, Hedda Galber, el mentado Heatchcliff, la pequeña Nell, Tristram
Shandy, Jane Eyre, Clarissa... No existe una Emma Bovary, tampoco un Stephen
Dedalus.
Cuando un director teatral que trabajaba en una de las obras de Harold
Pinterle pidió indicaciones de lo que hacían los personajes en el pasado
antes de entrar en escena, el dramaturgo le contestó: "¿Y a usted qué coño
le importa?" Así, explica Eagleton, al ser plenamente conscientes de que
los personajes se desvanecerán en el aire al cerrar el libro, podremos
olvidarnos la realidad yobservar el artificio con el que el lenguaje
crea un individuo, como un gólem de barro.
Cuando un director le preguntó a Pinter qué hacían los personajes
antes de entrar en escena, el dramaturgo le contestó: “¿Y a usted qué coño le
importa?“
Una advertencia más sobre la empatía y la experiencia (y aquí sale
el marxista que el profesor Eagleton lleva dentro). Empatizar con los
personajes, como dijo Brecht, puede mermar nuestra capacidad crítica,
"como quieren los poderosos". Sentir lo que siente otra persona no
nos mejora moralmente por decreto y la literatura no es más que "una forma
indirecta de experiencia". Los actos de imaginación no son valiosos por sí
mismos: "Saber lo que se siente al ser una mofeta no tiene
ningún valor pero un relato corto fascinante con una mofeta sí".
3. Narrativa
Un narrador omnisciente quizá parezca un sabelotodo pero no
intenta engañarnos. ¿Sobre qué? Podemos aceptar su autoridad sin riesgos ya que
sólo nos reclama un acto de imaginación. Aquel obispo del siglo XVIII que, tras
leer 'Los viajes de Gulliver' lo arrojó al fuego mientras exclamaba
"¡No me creo nada", erraba el tiro. "El obispo descartó la
ficción porque consideró que era ficción".
Aquel obispo del siglo XVIII que, tras leer 'Los viajes de
Gulliver' los arrojó al fuego mientras exclamaba “¡No me creo nada“, erraba el
tiro
Una narración no puede ser verdadera ni falsa, dictamina
Eagleton porque tal es la liga exclusiva de la realidad. Hay que entender
al narrador omnisciente como una suerte de voz incorpórea, como una "mente
de la obra" que no tiene por qué expresar los verdaderos pensamientos del
autor. En 'El ardor y las estrellas' su autor, Sean O'Casey se burla crudamente
de un tal Covey, unmarxista recalcitrante al que no se le cae la lucha
obrera de la boca. Pero, ay, ¡O'Casey era marxista!
Hay narradores omniscientes, narradores híbridos que mezclan la
voz principal con la de los personajes (el Henderson de Saul Bellow),
narradores que saben algunas cosas, narradores que no saben nada o fingen
no saber, narradores que no son de fiar... ¿O no está chiflada la institutiz
que inventa Henry Jamesen 'Otra vuelta de tuerca'? También hay narradores
muertos. Y tramas no más vivas. Porque las tramas son importantes,
recuerda Eagleton pero también pueden llegar a agotar una obra. Cuando te
pregunte "de qué va una obra", si se lo cuentas,
resumirás la acción pero no el discurso único que la fijó en tu cerebro.
Es mejor que se la lea.
4. Interpretación
Las novelas tienen contextos pero estos no las confinan. Un
manual para montar una lámpara de mesa vale para lo que vale pero, aunque el
telón de fondo de 'El paraíso perdido' de Milton sea la guerra civil inglesa,
su interpelación es intemporal, universal. O, con una idea más próxima a la
profesión de quien escribe: "No hay nada más viejo que
el periódico de ayer y Homero siempre es joven”. Así, afirma
Eagleton, toda obra literaria quedahuérfana al nacer, no le debe nada ni a Dios
ni al Diablo gracias a una pócima inaudita que la perderá o salvará para
siempre: el lenguaje.
Así, afirma Eagleton, toda obra literaria queda huérfana al nacer
gracias a una pócima inaudita que la perderá o salvará para siempre: el
lenguaje
Por ello, no todas las obras literarias admiten una fácil
interpretación. El 'Ulises' de Joyce concluye con una sola frase sin
puntuación a lo largo de 50 páginas repletas de obscenidades. El
último Henry James observa un estilo tan enrevesado como en ocasiones
indescifrable. No es, evidentemente, Dan Brown y lecturas así, admite nuestro
profesor, suponen un reto "para la cultura del consumo instantáneo".
Pero si el lector esforzado logra acceder a la telaraña sintáctica de James se
convertirá en lo más parecido a un cocreador de la obra. ¿Y quién puede
resistir tentación semejante?
5. Valor
¡Toquen a rebato! ¡Suelten las amarras! ¡Paren las rotativas!
Llegamos al fin a la piedra de toque de toda actividad literaria: su valor. ¿Qué
es lo que hace a una obra buena, mala o regular? ¿Lo hay siquiera? El
autor de 'Cómo leer literatura' enumera las numerosas respuestas que se han
propuesto con el fin de resolver tan insidiosa cuestión: la
verosimilitud, la profundidad, la inventiva verbal, la imaginación,
la originalidad... Samuel Johnson recelaba de esta última no sólo por
parecerle excéntrica, no, ¡es que era imposible! No podía habernuevas verdades
morales.
Samuel Johnson recelaba de la originalidad no sólo por parecerle
excéntrica, no, ¡es que era imposible! No podía haber nuevas verdades morales
Y si no lográramos ponernos de acuerdo en lo bueno, sugiere
Eagleton, tal vez sí en lo malo. ¿O tampoco? Vean el caso de William
McGonagall, rapsoda escocés del XIX "considerado unánimemente uno de los
escritores más atroces que hayan blandido una pluma sobre un papel, inolvidablemente
horrible". Pero, concluye el maestro en las líneas finales de este ensayo
suculento, cabe una última e inquietante cuestión: en una hipotética
comunidad de hablantes futuros en la que se hubiera trastocado
irremediablemente la lengua inglesa... "¿podemos descartar completamente
la posibilidad de que algún día McGonagall llegue a ser considerado uno de
los más grandes poetas de la historia"?
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Literatura Universal
viernes, 8 de enero de 2016
Mark Twain y el Coliseo
La aguda mirada de Mark Twain se detiene en el Coliseo de Roma y nos ofrece esta irónica reflexión:
"¡Cómo han cambiado los tiempos desde la Antigüedad hasta ahora! Hace diecisiete o dieciocho siglos los ignorantes romanos tenían tendencia a poner a los cristianos en la arena del Coliseo y echarles bestias salvajes para divertirse. Y para enseñar una lección. Era para enseñar a la gente a aborrecer y temer la nueva doctrina que predicaban los seguidores de Jesucristo. Las bestias desmembraban a sus víctimas y las convertían en cadáveres destrozados en un abrir y cerrar de ojos. Pero cuando los cristianos llegaron al poder, cuando la Santa Madre Iglesia se convirtió en dueña y señora de los bárbaros, les demostró lo errados que estaban utilizando medios completamente distintos. Los llevó a la agradable Inquisición y les mostró al Redentor, que era tan generoso y misericordioso hacia todos los hombres, e hicieron todo lo posible para convencer a los bárbaros de que debían amarlo y honrarlo, primero dislocándoles los pulgares con un destornillador, luego marcándoles la carne con pinzas al rojo vivo, que son las más agradables cuando hace frío; luego arrancándoles la piel a tiras y finalmente asándolos en público. Siempre convencían a los bárbaros. La verdadera religión, adecuadamente administrada, como la buena Madre Iglesia solía administrarla, es muy, muy relajante. Y también maravillosamente persuasiva. Existe una enorme diferencia entre lanzar a la gente a que sea pasto de fieras salvajes y tratar de despertar sus sentimientos más nobles en una Inquisición. El primero es un sistema de bárbaros degradados, el otro el de una gente civilizada e ilustrada. Es una auténtica lástima que la Inquisición haya desaparecido."
Extractos de "¡Llegaron!" de Fernando Vallejo
La lectura de ¡Llegaron!, la novela del escritor colombiano Fernando Vallejo, ha sido tonificante. Dejo aquí algunos extractos, clara muestra de que este hombre se calla muy poco y lo dice con prosa limpia y sardónica.
Parida mundana:
"Me pregunto tratando de entender el mundo, ¿y las ansias de poder qué? Otro espejismo, pero de la vigilia. El poder no deja vivir. Ni el dinero. Ni la fama. Ni el sexo. El hombre feliz ha de ser un eunuco pobre, humilde y desconocido."
Parida política:
"Los partidos políticos, sepan ustedes de boca del que nació en uno, son unas mafias descaradas, unas camarillas avorazadas, unos aprovechadores privados que se las dan de servidores públicos y a los que se les hace agua la boca invocando a la patria. No hay tal. No la quieren. La quiero yo que quiero que se acabe para que no sufra (...) Cada día más brutos, más ladrones, más ignorantes. Esto por cuanto se refiere a los hombres políticos. ¿Y la mujer política? La mujer es un bicho depravado, bípedo también, que quiere ser presidenta de la República. Y multípara. ¡A ponerles velo islámico a estas alzadas! Y a taponarlas..."
Parida metafísica:
"¿Y la materia, me preguntarán? No hay materia. Lo que llamamos tal es espejismo mental. Y el Big Bang o Popol Vuh, cosmogonía fantasiosa de guatemaltecos. En cambio las ondas electrónicas sí son reales. Yo las agarro muy fácil: con la mano, cerrándola como cuando agarro un chorro de agua. ¿Y Dios? Que me lo muestren que ardo en ansias teresianas de verle la cara a ese Viejo. El vacío es mucho; la nada, nada; y Dios, mucho menos que nada. Dios no llega a Nada. No es Nada. Hay que quitarle la mayúscula a ese engendro de clérigos estafadores y ponérsela a la Nada. Nuestra Señora de la Nada. Sobre los sólidos cimientos de la Unión Hipostática entre el Vacío y la Nada podremos construir entonces la moral única y verdadera que tanta falta le hace al mundo."
martes, 5 de enero de 2016
"Provincianos y cosmopolitas" por Rafael Argullol
En 1794 el escritor saboyano, aunque ruso de adopción, Xavier de
Maistre escribió un delicioso relato, Viaje
alrededor de mi habitación, en el que se describe de modo autobiográfico la
vida de un oficial que, obligado por una convalecencia a permanecer 42 días
encerrado en su cuarto, viaja con su imaginación por un territorio riquísimo en
referencias y en pensamientos. El protagonista del texto es un verdadero
cosmopolita, un ciudadano del mundo en el sentido literal, a pesar de que está
recluido entre cuatro paredes. Me acuerdo con frecuencia del libro de Xavier de
Maistre cuando escucho los balances que muchos hacen de sus travesías del
mapamundi en viajes organizados, y en los que se plantea una situación inversa
a la del argumento literario de aquél: recorren vastos espacios pero su
imaginación —o su falta de imaginación— los atrapa en un territorio pobrísimo,
tanto en referencias como en pensamientos. Consumen grandes cantidades de
kilómetros aunque, como viajeros, atesoran una escasa experiencia de sus viajes.
Son, por así decirlo, la vanguardia de los provincianos globales y, en ningún
caso, al contrario del oficial convaleciente de Xavier de Maistre, son
cosmopolitas ni aspiran a serlo. El provinciano global es una figura
representativa de una época, la nuestra, que empuja al cosmopolita hacia una
suerte de clandestinidad. El cosmopolita, personaje en extinción, o quizá
provisionalmente retirado a las catacumbas del espíritu, es alguien que desea
habitar la complejidad del mundo. Es un amante de la diferencia, ansioso
siempre de explorar lo múltiple y lo desconocido para volver a casa, si es que
vuelve, con el bagaje de los sucesivos saberes que ha adquirido. El cosmopolita
quiere saber, mientras que el provinciano global quiere acumular. La
globalización, en parte, ha supuesto una devastación cultural de grandes
proporciones. El cosmopolita, al no soportar la excesiva claustrofobia de la
identidad propia, busca en el espacio absorto de lo ajeno aquello que pueda
enriquecer su origen y sus raíces. El hijo pródigo de la parábola bíblica
encarna a la perfección ese anhelo: el conocimiento de los otros es finalmente
el conocimiento de uno mismo. El cosmopolita quiere saber. El provinciano
global quiere acumular mientras, simultáneamente, elimina o aplana las
diferencias. Hay muchos signos en nuestro tiempo que señalan en esa dirección,
sin que se adivine cómo el que todavía posee la vieja alma del cosmopolita
pueda oponerse. Por su espectacularidad y por su carácter reciente el turismo
de masas es, sin duda, uno de esos signos. Cada vez se elevan más voces
proclamando el carácter pandémico de un fenómeno que, paradójicamente, en sus
inicios se consideró liberador porque el igualitarismo del viaje parecía la
continuación lógica de la creencia ilustrada en el igualitarismo de la
educación. Sin embargo, cualquiera que se pasee por las antiguas ciudades
europeas o, con otra perspectiva, por las zonas aún consideradas exóticas del
planeta, puede percibir con facilidad el alcance de una plaga que está solo en
sus comienzos. Los centros históricos de las urbes ya son casi todos idénticos,
como idénticos son los resorts en los que se albergan los huéspedes de los
cinco continentes. La diferencia ha sido aplastada, dando lugar al horizonte
por el que se mueve con comodidad el provinciano global. Con respecto a la
información —otra de nuestras deidades, si no la principal— Heráclito, hace
2.500 años, ya dejó dicho que no proporcionaba la comprensión. No parece
probable que variara de posición, deslumbrado por nuestras tecnologías. La
misma paradoja que afecta al turismo masivo, enfermo de velocidad y
cuantificación, afecta a esa humanidad más informada que nunca pero proclive a
la amnesia. Como lo demuestran hechos recientes, tal las guerras de Siria o de
Ucrania, es imposible que la llamada opinión pública sepa tan poco de aquello
que debería saber tanto en la era de la información total. El provinciano
global quiere disponer de resortes informativos, si bien es dudoso que quiera
saber. Quizá tampoco está en condiciones de hacerlo. Aquellos que detentan el
poder, dirigentes políticos y económicos, están en la misma situación. Cuando a
menudo nos lamentamos de la falta de estatistas en la política mundial
aludimos, en realidad, al dominio del provincianismo global. La desfiguración
de la cultura cosmopolita puede ser clave a la hora de entender buena parte del
desconcierto actual. Lo que hemos denominado globalización, vinculada a las
grandes migraciones y a las nuevas tecnologías, ha sido, en parte, un fenómeno
fructífero, al poner en relación tradiciones ajenas entre sí y al facilitar
nuevas posibilidades frente a la desigualdad; no obstante, paralelamente, ha
supuesto una devastación cultural de grandes proporciones al destrozar buena
parte del sutil tejido de la diferencia. La uniformidad socava los alicientes
que alberga toda visión cosmopolita. Una de las grandes metáforas de este
proceso en nuestra época es la rápida, universal y consentida mutilación de
centenares de idiomas en favor de un idioma avasalladoramente hegemónico. Con
toda probabilidad, hace solo tres décadas, nadie se hubiese aventurado a
insinuar que para participar en un congreso en Lisboa sobre Camões —poeta
nacional portugués— había que intervenir en inglés, o que en cualquiera de
nuestras universidades se puede asistir al espectáculo de que un profesor
explique a Baudelaire o a Goethe en medio inglés a un público estudiantil que
entiende el inglés a medias. Y aún menos, desde luego, se hubiese podido
imaginar que se llegaría a la situación de que un entero país —Corea del Sur—
pretenda alcanzar a poseer el inglés, como nueva lengua propia, mediante el
ingenioso método de llevar a las embarazadas a clases en aquel idioma, de modo
que el feto pueda ya adaptarse a lo que prima en el cada vez más reducido
universo lingüístico. Obviamente no tengo nada contra lo que los cursis llaman
“lengua de Shakespeare” sino contra el reduccionismo que, al maltratar a todos
los demás idiomas, también empobrece a la propia lengua inglesa: recientemente,
un catedrático de Oxford me contaba que, mientras la mayoría de sus colegas
apenas conocen otros idiomas que no sean el suyo, los escritores británicos
contemporáneos utilizan una lengua drásticamente empobrecida. Este sería un
buen retrato del provinciano global: aquel que aspira a hablar un solo idioma,
lo más utilitario posible, sin importarle la destrucción de los mundos que
habitan en los otros idiomas; aquel que se mueve continuamente de aquí para
allá, obseso coleccionista de imágenes, al tiempo que es incapaz de fijar la
mirada, y no digamos el pensamiento, en paisaje alguno; aquel que está
permanentemente informado con aludes de noticias y mensajes que sepultan su
capacidad de comprensión. Es posible que un individuo de tal naturaleza se
considere a sí mismo un cosmopolita. Pero vive en una pequeña aldea que ha
confundido con el mundo.
miércoles, 23 de diciembre de 2015
Goytisolo y la enseñanza de la literatura
Al leer las reflexiones de Juan Goytisolo en su novela Coto vedado sobre lo que le provocaban a él las clases de literatura en el colegio religioso donde estudiaba, uno siente tristeza por la nefasta impresión que deja el sistema educativo en la enseñanza de esta materia. Los alumnos huyen de cualquier cosa que suene a literatura española y la causa es evidente: los métodos y manuales que utilizaron y seguimos utilizando en colegios e institutos. Y no es un mal actual, ni mucho menos. Goytisolo lo sufrió a mediados de los 40 y antes y después muchos otros. Solo el espíritu autodidacta ha impulsado a muchos lectores y escritores a acercarse hasta los autores españoles sin miedo a que les cayera un ladrillo de una tonelada sobre la cabeza. Si creyera en los conjuras, aseguraría que hay un contubernio intemporal para hacer aborrecer nuestras letras y alejar a los muchachos de los libros -sobre todo de los escritos en castellano- y yo soy miembro de él -. Y aquí la cita de Juan Goytisolo:
"La instrucción dispensada en el colegio no solamente me hizo aborrecer nuestra literatura -convertida en un muestrario de glosas pedantes y exégesis hueras- sino que me persuadió también de que no había cosa en ella cuyo conocimiento mereciera la pena. Mientras consumía obras de Proust, Gide, Malraux, Dos Passos o Faulkner, ignoraba olímpicamente nuestro Renacimiento y Siglo de Oro".
martes, 22 de diciembre de 2015
"Qué nos enseñan Los cuentos de Canterbury" por Javier Bilbao
«¡Que Cristo me condene!
¡Déjame! ¡Capaz serías de hacerme besar tus viejos calzones, jurando que eran
una reliquia de santo, aunque tuvieran palominos! ¡Pero, por la cruz que
encontró santa Elena, preferiría tener tus cojones en mis manos antes que tus reliquias!
¡Cortémoslos y te ayudaré a llevarlos, te los envolveré en excrementos de cerdo
a modo de relicario!», esta respuesta que le
espeta el Posadero al Bulero es uno de los pasajes que mejor definen el
espíritu de Los cuentos de Canterbury: religiosidad, humor un tanto
escatológico, la inevitable blasfemia que surge de combinar ambos, así como la
camaradería entre los peregrinos protagonistas que se sobrepone a la rivalidad
entre las profesiones y clases sociales que estaban emergiendo en la sociedad
medieval. Pero la obra de Chaucer, pese a quedar incompleta, abordó
también otros muchos elementos como la fatalidad de la fortuna, el
antisemitismo, la superstición, la avaricia y, muy especialmente, el matrimonio
y las relaciones entre hombres y mujeres.
A esta recopilación de cuentos inspirada en El Decamerón y
escrita a finales del siglo XIV se le atribuye el haber consolidado la lengua
inglesa, pero no es eso lo que ahora nos interesa. Citando la Biblia, el autor
afirma que «todo lo escrito se escribió para que nos sirviera de enseñanza, y
este fue mi único anhelo». Ahí nos detendremos, veamos entonces qué podemos
aprender o al menos qué es lo que servidor —en una lectura personal y sin
pretensiones académicas— encuentra particularmente interesante, aquellas
pepitas de sabiduría que nos hagan crecer interiormente y, en último término,
nos permitan sentarnos en el aire como un maestroshaolin. Que de eso se trata.
La excusa argumental que da inicio a a la obra se basa en un grupo
de peregrinos en dirección a la catedral de Canterbury que recalan en la posada
del Tabardo. Allí el dueño del local les propone un concurso de narraciones
—inicialmente cuatro por persona aunque solo leemos una— y al ganador le
invitará a cenar en el viaje de vuelta. Ellos aceptan y las historias van
sucediéndose en muy diversos estilos e intenciones, acordes a la personalidad
de cada uno y siendo el propio Chaucer un personaje más, que en un guiño
metaliterario incluso es abroncado por otro. Respecto a la época en la que está
ambientada, es la misma de la citada obra deBoccaccio, así que también refleja
el enorme impacto que tuvo la peste negra… aunque ni siquiera llegue a
mencionarla directamente. En torno a la mitad de la población inglesa murió en
apenas un par de años, dejando en consecuencia una gran cantidad de vacantes
disponibles en todos los ámbitos productivos para los supervivientes. Una
estructura social que había permanecido rígida durante siglos repentinamente se
volvía mucho más abierta, había muchas más oportunidades para todos. Quizá sea
eso lo que España necesite en estos tiempos, quién sabe, pues el resultado
entonces fue el de dar paso a una nueva sociedad mucho más dinámica, la del
Renacimiento. En el caso concreto de los personajes de las diversas historias y
de los propios narradores, este hecho se refleja en su interés por prosperar,
ascender y enriquecerse (con buenas o malas artes) de una manera que sus
antepasados ni se habrían planteado. Quizá el caso más paradigmático sea el de
la viuda de Bath, que en el prólogo a su cuento se muestra ufana en torno a
cómo se ha casado en cinco ocasiones, heredando las tierras y la fortuna de
cada uno de sus desdichados maridos.
Pero la revalorización de la ambición y el dinero no disminuyó sin
embargo el odio a los judíos en la sociedad tardomedieval, del que Los
cuentos de Canterbury tan buena muestra son. El origen del antisemitismo
era una combinación de intolerancia religiosa y recelo ante la prosperidad que
estaban alcanzando y la manera de hacerlo, pues los acreedores raramente
lograrán caer simpático a alguien. Y es que a los cristianos el Evangelio de Lucas les
decía «y si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito
tenéis? (…) prestad, no esperando de ello nada», mientras que a los judíos por
su parte el Deuteronomio les dictaba que «Al extranjero podrás prestarle a
interés», siendo considerado extranjero alguien de distinta fe. Así que el
préstamo con interés era algo repudiable que quedaba proscrito a los cristianos
(el rechazo visceral que hoy en día generan los bancos en tantas personas quizá
sea un lejano eco de ello) y ese espacio fue ocupado por esa diáspora de las
doce tribus que tal como comienza relatando el cuento de la Priora «practica el
sucio negocio de la usura, vicio aborrecido por Cristo y por los que practican
su fe». Por cierto un personaje este, el de la Priora, de quien en su
presentación se destaca su buena educación, pues era capaz de masticar sin que
se le cayera la comida de la boca. No valoramos hoy en día como es debido el
tener dientes.
La historia que nos cuenta, ambientada en la judería de una gran
ciudad de Asia, se centra en un inocente niño cristiano que rezaba y cantaba
con devoción camino de la escuela, para lo que debía cruzar dicho barrio. Pero
entonces «la serpiente Satanás, que tiene en el corazón del judío un nido de
avispas, se hinchó y dijo: ¡infeliz pueblo hebreo! ¿Os parece bien que un niño
vaya por ahí entonando canciones cuyas palabras son un insulto a nuestra
antigua fe?». Al oír esto los vecinos comenzaron a conspirar y el pequeño acabó
degollado y tirado a un pozo que usaban para hacer sus necesidades. La madre,
preocupada al ver que su hijo no llegaba a casa, recorrió el barrio y entonces
se produjo el milagro de que, aún degollado, cantaba con voz melodiosa desde el
fondo de aquel vertedero de inmundicias, dejando así en evidencia a sus
asesinos, que fueron prendidos y ajusticiados. ¿Qué aprendemos entonces del
cuento de la Priora? Pues que el judío usurero es de naturaleza conspiradora,
diabólica y conviene darle su merecido pero no de cualquier manera, ojo, dado
que «cada culpable fue descoyuntado, sus extremidades atadas a cuatro briosos
caballos, y después colgados según ordenaba la ley». Mmm… no, me temo que no es
una buena enseñanza. Sigamos con otra a ver.
Una de las características que dan modernidad a esta obra son los
recursos narrativos que emplea, con tramas que se entrecruzan, pistolas de Chéjov (como
los peñascos en el cuento del Terrateniente), una narración autoconsciente que
recurre a las elipsis y a acotaciones («dejémoslos por un momento en su
felicidad para volver con este otro personaje») e, incluso, a cuentos dentro de
cuentos que a su vez forman parte de la historia central, como si de la película Origen se
tratase. Esto lo vemos por ejemplo en el peculiar cuento del Capellán de
monjas, una fábula sobre unas gallinas y un zorro que narran a su vez otras
anécdotas protagonizadas por humanos, y también en como cada uno de los
peregrinos explica su historia buscando a veces provocar a los otros
ridiculizando su profesión, que a su vez replican con otra en sentido
contrario, dándole así un hilo conductor al conjunto. Es el caso del cuento del
Molinero.
En él se cuenta como un carpintero más ambicioso que espabilado es
engañado por el estudiante que vive de alquiler en su casa, quien le hace creer
que un inminente diluvio acabará con todo. Atemorizado, el carpintero se mete
en un tonel colgado del techo por la noche, a lo que el estudiante aprovecha
para ir a su cama y retozar con su esposa. Mientras tanto, otro aspirante a
gozar de los favores de esa solicitada mujer canta junto a su ventana y ella,
para espantarle, le ofrece un beso en la oscuridad. Él acepta y al aproximar
los labios lo que asoma es el culo de ella (muy áspero y peludo, se describe).
Ávido de venganza el amante frustrado vuelve con un tizón al rojo vivo y
reclama otro beso, siendo esta vez el estudiante quien hace la broma de mostrar
su trasero. Entonces le arrea con el tizón y el estudiante grita desesperado
«¡Agua, agua!», lo que despierta al carpintero y lo agita al creer que ese
grito es el aviso del inminente diluvio, haciéndole caer con gran estrépito y
atrayendo así a todos los vecinos, que al ver la situación estallan en risas.
En definitiva, por sus detalles y extensión es básicamente un chiste contado
por Chiquito de la Calzada y aquí la moraleja está muy clara: no
duermas en un tonel ni asomes el trasero por la ventana. Tal vez no sea la
mayor perla de sabiduría de la historia de la literatura, pero nunca se sabe
cuándo puede servir.
El siguiente cuento, narrado por un carpintero, tiene
evidentemente como objetivo de sus dardos a un avaricioso molinero, cuyas
esposa e hija son mancilladas por dos estudiantes a los que intentó estafar.
Como vemos la infidelidad es un tema recurrente, presente también en otras
historias y que contribuye a hacer de Los cuentos de Canterbury en su
conjunto todo un tratado sobre el amor y el matrimonio. De hecho se suele
atribuir a Chaucer el haber sido el primero en atribuir al día de San Valentin
el significado que actualmente le otorgamos de celebración de los enamorados
(aunque no por estos cuentos sino por su obra anterior, El parlamento de
las aves). El cuento de Melibeo nos muestra por ejemplo a un hombre poderoso
que se plantea iniciar una guerra contra sus vecinos como desagravio, pero su
esposa Prudencia con gran elocuencia le termina persuadiendo para que opte por
el perdón y la convivencia pacífica. La relación entre ambos es una estrecha
alianza frente al mundo, en la que ella con una actitud aparentemente
suplicante termina logrando que él haga todas y cada una de las cosas que le va
pidiendo, como si fuera una marioneta en sus manos, aunque eso sí «Dios sabe que en mi propósito lo digo como
lo mejor para ti, por tu honor y también para tu provecho». Algo similar a
lo que encontramos en el cuento de la viuda de Bath y en el del Terrateniente,
en el que se describe el amor como una entrega mutua en la que una parte es
sierva y dueña simultáneamente de la otra:
El amor no debe ser forzado ni limitado por el dominio, ya que
cuando este aparece, el dios encoge sus alas y emprende la retirada. Al amor no
se le pueden señalar fronteras. Las mujeres, por propia naturaleza desean la
libertad, no quieren ser tratadas como esclavas, y lo mismo sucede con los hombres.
Por su parte el cuento del Mercader, sobre un hombre rico que ya
tiene cierta edad y se muestra ansioso por adquirir una joven esposa, va aún
más allá al poner en boca de su protagonista que «un hombre que no esté casado
es una basura». Aunque su hermano se ve obligado a refrenar tanto entusiasmo
haciéndole ver que «solo Dios sabe las lágrimas que derramé desde que me casé.
Que cuente las satisfacciones del matrimonio el que quiera o el que haya tenido
suerte, yo solo puedo hablar de disgustos y obligaciones». Lo que entronca con
otra de las ideas recurrentes que nos muestra Chaucer, la de que, por así
decirlo, la hierba siempre nos parece más verde al otro lado del prado. Cada
uno desea la suerte del vecino aunque el vecino envidie la nuestra, un sesgo
psicológico recurrente y muy estudiado hoy día. Por cierto, al final del cuento
del Mercader el protagonista acaba siendo un cornudo ante sus propios ojos,
aunque ella termina convenciéndole de que no es lo que parece y siguen felices.
Para ir concluyendo no podemos dejar de mencionar la adaptación al
cine que dirigió el cineasta italiano Pier Paolo Pasolini y que le
valió el Oso de Oro en el Festival de Berlín de 1972. No ponemos el enlace no
vayan a cerrarnos el chiringuito, pero pueden encontrarla en YouTube en
castellano. Es una versión muy similar en muchos aspectos a la que hizo
previamente de El Decamerón, que conforma con la posterior de Las mil
y una noches su llamada «Trilogía de la vida». Hay que decir que ha
envejecido bastante mal, parece rodada con cuatro duros, tiene unas actuaciones
pésimas y un hilo argumental un tanto inconexo, como si se hubiera reunido con
un grupo de amigos un fin de semana y esto es todo lo que les hubiera dado
tiempo a rodar. Eso sí, aparece mucha gente desnuda y follando, lo que provocó
un considerable escándalo en su época, también en el Partido Comunista Italiano
(al que el cineasta era tan afín) que lo tildó de «capitalista, reaccionario y
lleno de concesiones con la sociedad de consumo». Visto hoy en día resulta
bastante curioso que un partido político haga crítica cinematográfica,
pretendiendo extender en ese ámbito también sus tentáculos como si de una
iglesia o secta se tratase. El aludido por su parte tuvo una respuesta para
todos ellos. «Mi película es casta», comenzaba diciendo, y no le
malinterpreten, no se refería a que fuera bipartidista y corrupta, sino a que
«no hay en ella escenas vulgares ni pornográficas. La pornografía es un vicio
como otro cualquiera porque comercializa el erotismo, que es una de las cosas
más bellas del mundo».
En cualquier caso, si no quieren verla completa sí que les
recomiendo efusivamente los dos últimos minutos (a partir del 1:43:50) que
recogen el prólogo del cuento del Alguacil. Pura poesía en imágenes en las que
se plasma cómo un fraile soñó con que iba al infierno y allí, al no encontrar
ningún otro de su condición preguntó al ángel que le guiaba si acaso estaban
todos en el cielo, a lo que este le llevó ante Satanás y le gritó:
—Levanta el rabo Satanás! ¡Enséñanos tu culo y deja que veamos
dónde está el nido de frailes en este lugar!
Y como un enjambre de abejas por el culo del
demonio salieron veinte mil frailes en tropel, que pulularon por todo el
infierno.
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