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sábado, 14 de enero de 2017

"La risa de Eça de Queiroz" por Antonio Muñoz Molina


Hay paraísos practicables, paraísos inesperados y accesibles, paraísos terrenales al alcance casi de cualquiera, espacios y habitaciones de tiempo que se abren de golpe y que no necesitan durar mucho para colmar las horas o los días que ocupan. Cuando era joven, me intrigaba mucho eso que dice Borges no recuerdo dónde, que no hay día en que no pasemos al menos unos momentos en el paraíso. De joven, uno tiene una predilección literaria y a veces insensatamente literal por los infiernos. Ahora, cada vez que me encuentro en ese estado de serenidad, de júbilo contenido y muchas veces secreto, me acuerdo de aquellas palabras sabias de la vejez de Borges, y me doy cuenta de que las aficiones contemplativas favorecen mucho esas epifanías. (Procuro eludir la palabra “experiencia” porque los publicitarios la han vuelto al mismo tiempo omnipresente y a estas alturas ya casi deleznable).
Un contemplativo no es un místico. Es alguien que se queda extasiado de pura atención ante una maravilla cualquiera del mundo exterior: un río, la gente que pasa tras las ventana de un café, un cuadro, un árbol, una pieza de música, la belleza de alguien, el extrarradio de una ciudad desplegándose en la ventanilla de un tren, la tipografía de un cartel, el reflejo de la calle en un escaparate, un libro. La afición por la lectura favorece más todavía el descubrimiento de los paraísos accesibles. Dice Don DeLillo que la literatura es un oficio muy conveniente, porque se puede ejercer en cualquier sitio y con los materiales más usuales y más baratos, una hoja de papel y un lápiz. En este mundo de complicados paraísos tecnológicos, la lectura es más llevadera todavía. En cualquier ciudad civilizada hay no solo bibliotecas públicas y librerías abundantes, sino también puestos callejeros en los que por uno o dos euros o dólares se pueden conseguir las obras más raras, las mejores ediciones de toda la literatura universal. Con un libro que puede haberte costado menos que una cerveza tienes la posibilidad de horas extraordinarias de inmersión en un mundo que será todavía más deslumbrante y más saludable para ti porque te forzará a prestar atención a historias que no tienen nada que ver contigo, ni con tus amigos en las redes sociales, ni con tu época, ni con nada que te halague y te confirme en tus prejuicios y tu narcisismo y te convenza de que vives en el centro del mundo y en la cima del tiempo, y que desde esa posición puedes mirar con condescendencia, con lástima, incluso con desprecio, a todos los que han nacido antes que tú, lo mismo tus padres que los romanos del tiempo de Augusto. Otro rasgo fundamental de estos paraísos es que solo se encuentran por azar. En eso se diferencian también de los paraísos de las agencias de viajes. Uno tiende a organizar demasiado sus lecturas, o a dejarse guiar por lo que parece urgente leer en un momento dado: el azar impone correctivos saludables, porque te saca de tus obsesiones y de tus inercias, y te hace perderte por un inesperado camino lateral que resulta ser mucho más estimulante que el de lo premeditado.
He tenido un paraíso inesperado de lector volviendo por puro azar a las novelas de Eça de Queiroz
Cuando Stendhal era un niño de luto porque acababa de morir su madre y su padre era un sombrío integrista que lo llevó a vivir con él en una casa lóbrega, descubrió por casualidad, entre los tomos severos de la biblioteca paterna, una edición ilustrada de Don Quijote. Sin saber lo que era aquel libro, guiado solo por las ilustraciones, se puso a leerlo. Toda su vida recordó con gratitud que la primera vez que soltó una carcajada después de la muerte de su madre fue leyendo Don Quijote.
Me he acordado de esas carcajada de Stendhal imaginando, escuchando, la que suena en un momento de La ciudad y las sierras, la gran novela póstuma de Eça de Queiroz. El protagonista, un aristócrata portugués que vive en París ensombrecido por la depresión y la hartura de tenerlo todo, de poseer y manejar todas las novedades del lujo y la tecnología de entonces, se ríe a carcajadas por primera vez hacia la mitad de la novela leyendo un Don Quijote que ha encontrado también por casualidad, porque un contratiempo de viaje lo ha privado de todos los libros que traía preparados consigo.
Yo he tenido un paraíso inesperado de lector volviendo por puro azar a las novelas de Eça de Queiroz, que me han gustado siempre tanto, y a las que hacía mucho que no regresaba. Estaba en otras lecturas muy lejanas. Pero una tarde, en el invierno suave de Lisboa, en la biblioteca de un hotel muy recogido, lo bastante anacrónico para tener una biblioteca y no tener música ambiental, he encontrado una hilera con las obras de Eça, en volúmenes de bolsillo, de tapa dura, antiguos, con las tapas de tela azul, con páginas de tipografía clara y anchos márgenes. La biblioteca tenía una terraza que daba al río y a los muelles de Alcántara. También tenía unos sillones de cuero perfectos para la lectura, con los brazos muy rozados por generaciones de huéspedes lectores. Algunas mañanas, el río y los tejados de la ciudad y el horizonte desaparecían en la niebla. Otras, el aire limpio y el sol lo volvían todo transparente y exacto, como recién lavado. Yo pasaba horas leyendo La ciudad y las sierras, estremecido por esa maestría a la vez jubilosa y ácida de Eça de Queiroz, un novelista que tiene la alegría del joven Dickens de los Pickwick Papers, la desmesura cómica de Cervantes, la agudeza quirúrgica en la observación social de Flaubert y Zola; y además una desvergüenza erótica y una irreverencia religiosa que no tiene equivalencia en el siglo XIX, y que viene más bien de los enciclopedistas y los libertinos del XVIII, de Diderot y Choderlos de Laclos, con un amor idéntico por los placeres terrenales y por la libertad de espíritu.
Vuelvo en el avión para Madrid, acordándome del paraíso lector que he dejado en esa biblioteca de Lisboa, donde terminé de leer La ciudad y las sierras con esa rara melancolía de despedida de un mundo con la que se cierran las mejores novelas. Pero una parte del paraíso la traigo conmigo, porque vengo leyendo La reliquia. No hay un novelista que se haya reído tan libremente como Eça de Queiroz del beaterío católico y de las ridiculeces de una religiosidad mezquina y milagrera. 

viernes, 23 de diciembre de 2016

"Melville o la maldición de Ahab" por Marta Fernández


Desde su ventana no veía el mar. Pero podía oírlo en su cabeza. Las olas no habían dejado de batir. Le acompañaba aquel rugido y la sensación de que la tinta resbalaba sucia sobre los papeles como un día lo había hecho su cuerpo sobre la cubierta del Acushnet. Arrastrado por la galerna. Golpeado por las palabras. Herman Melville se ha vuelto loco, pero no lo sabe todavía. Se ha entregado a un libro que lo pide todo. Un libro que le obsesiona hasta el desvarío. Navega a barlovento desde la buhardilla de esa granja a la que ha bautizado con nombre de barco, Arrowhead. «Mi habitación parece un camarote y por las noches, cuando me despierto y oigo cómo chilla el viento, casi se me antoja que la casa tiene demasiada vela y que debiera subirme al tejado y aparejar la chimenea». Aunque hace semanas que ya no duerme. Ni tiene ojos para otra cosa que no sean sus propios párrafos. Su historia. Su Leviatán: Moby Dick.
Había llegado a Pittsfield buscando tranquilidad, pero encontró el vértigo. El campo tenía algo de la vastedad asfixiante del océano. Le recordaba al mar. Salió huyendo de Nueva York con la esperanza de que lejos de la ciudad recuperaría su ritmo de trabajo. Esa fuerza titánica que le había llevado a acabar Redburn y Chaqueta blanca en solo cuatro meses.
«Escribo una novela sobre mi experiencia en la caza de ballenas». Cuando lo dice todavía no ha llegado al momento inevitable en el que todo autor miente a su editor. O, al menos, no en lo sustancial. Porque lo que Melville no contaba es que nunca se alistó como arponero. Si alguna vez llegó a serlo, tuvo que ser por fuerza a bordo del Charles & Henry, en el que pasó menos de seis meses. Y aunque no era demasiado para presentarse como cazador de monstruos marinos, sí que lo fue para su inspiración. O para su desesperación.
Herman Melville, en su océano de ficción, en ese lugar que no aparece en los mapas, está a punto de descubrir que lo que late ante sus ojos, en las páginas emborronadas, es un libro distinto al que había planeado. No es un relato de aventuras. Es una caza que le va a cambiar la vida. La que va a terminar de arruinar su mente dividida entre la melancolía y la vehemencia. Entre la tierra y el mar.
No deja que le interrumpan. No quiere comer. Tiene en la nariz el olor del aceite de ballena. Siente el Atlántico arrogante bajo los pies. Le lleva. Le eleva. Le hunde. Le arrastra. Herman Melville ha caído en una locura monomaníaca. Está obsesionado por acabar este libro. En algún momento, en aquella mesa frente al monte Greylock, el libro abrió sus fauces y se tragó su razón.
Melville ha comenzado su historia sin sospechar dónde se embarca. Como todas las travesías. Como las que acaban en tragedia. Como la que ha encendido su imaginación. La vieja odisea que los balleneros cuentan de New Bedford a Nantucket. La tragedia del Essex hundido por una ballena. Un cachalote demoniaco había atacado al barco. Con la determinación de un asesino. Lo había embestido y había esperado a que la tripulación se agotara achicando el agua para volver y rematar el trabajo. Aquel mastodonte sabía lo que hacía. Sabía que el golpe sería fatal. Y, sin embargo, lo peor estaba todavía por llegar. Se atrevería a escribirlo en 1821 Owen Chase, el segundo de a bordo del desgraciado Essex: evitaron las islas más cercanas porque estaban habitadas por salvajes caníbales, pero en su viaje desesperado en las precarias balsas que pudieron salvar terminaron comiéndose los unos a los otros. Porque la justicia poética, la mayoría de las veces, funciona al revés.
«La lectura de esta historia asombrosa, aquí en el mar sin tierra, tan cerca de la verdadera latitud del naufragio, ha tenido un efecto sorprendente en mí». Herman Melville descubre el suceso a bordo del Acushnet. Acaban de cruzarse con otro ballenero, el Lima, no lejos de las islas Marquesas y, como es costumbre, las tripulaciones comparten unas jornadas. Y charla. Y alcohol. Y miedos. Así conoce Melville al hijo de Owen Chase, que le dejaría una copia del libro de su padre. Nunca nada le había impresionado tanto. Tenía veintidós años. La historia se quedó con él.
Casi una década después, el relato del naufragio del infortunado Essex aleteaba todavía en su cabeza. Con la fuerza de una ballena de esperma. Como el coletazo definitivo que ya no se salva con un golpe de timón. Y, sin embargo, o quizá por la obsesión con la que le golpea, Melville no consigue avanzar. Varado frente a la página en blanco, necesita un viento que no encuentra. Y el viento llegará. En forma de tormenta. Un huracán llamado Nathaniel Hawthorne.
Se conocieron el verano en el que Melville llegó a Pittsfield. Eran los primeros días luminosos lejos de su nostalgia ya casi cotidiana. Le gustaba el lugar y la compañía. Aquel pedazo de Massachusetts se había convertido en un refugio de poetas y literatos. Y no dudó en sumarse a ellos para compartir un día de campo, una excursión que había preparado un abogado de la zona fascinado por aquella tribu ilustrada. Melville esperó el lunes 5 de agosto de 1850 con ansiedad. Amaneció el día con una bruma impropia del verano. Pero los caminantes no iban a renunciar a su pequeña conquista de Monument Mountain. ¿Qué podía pasar? Pasó que la tormenta descargó con la furia de latitudes que Melville recordaba muy bien. Y mientras los otros reían y gritaban, lo que quedaba en él del joven marinero le llevó al borde de un precipicio para retar al viento. Como si navegara en popa cerrada en medio del temporal. Y como si el gesto fuera una provocación, la tempestad arreció. Herman Melville y Nathaniel Hawthorne buscaron refugio en una hendidura entre las rocas de la montaña. Pasaron dos horas allí. Y la historia de la literatura cambió. Porque aquel día de agosto, Herman y Nathaniel se hicieron amigos. Descubrieron que compartían ideas, sentimientos, dudas, aspiraciones. Hablaron de las letras y de la vida. Y lo que no suele pasar, pasó. Se encontraron dos seres que solo podían comprenderse. Herman empezó, por fin, a ser Herman. Y la ballena comenzó a ser Moby Dick.
A los pocos días, Melville había destripado su pobre manuscrito. Decía que era una revisión, pero lo había reventado desde el mismo corazón del texto. Como quien busca el aceite en la profundidad de la cabeza de un cachalote. En algún lugar, entre aquellos párrafos que se le habían resistido durante meses, entre los recuerdos difusos de las noches en cubierta, escondido en las palabras que tan trabajosamente había encadenado, estaba el libro que siempre quiso escribir. Lo iba a lograr pasara lo que pasara. «Como búho me muevo en el ocaso, debido al ocaso de mis ojos». Se atrevía a confesárselo a su fiel amigo Evert Duyckinck, editor de Literary World. Pero el ocaso de sus ojos era el de un visionario. Algo en él había cambiado. En su mesa, en la buhardilla de una granja de Massachusetts, tierra adentro, Herman Melville se había convertido en Ahab.
¿Es eso que avista más allá del horizonte de sus balleneros la verdadera historia que desea contar? ¿Es esta la epifanía que esperaba? ¿El viento que lo impulsaría? ¿Es este monstruo el que tendrá que vencer? Este es.
Misiva a misiva, Melville comparte con Hawthorne la inevitable tortura en la que se estaba convirtiendo Moby Dick. Lo habían hablado los dos en una de esas largas noches de confesiones. Herman quería arrancarse un libro del cerebro, que la idea se hiciera palabra sin tener que atravesar su cuerpo, ni su recuerdo, ni su dolor. Pero para eso había que atreverse a algo peor: a arrancar el pensamiento de la mente. «Es comparable a la delicada y peligrosa empresa de separar la pintura de su panel: hay que raspar todo el cerebro para que la operación pueda hacerse con seguridad».
Melville sabía lo que le estaba pasando. Sabía que había libros de dos clases: los que exigen la tinta y «los que se beben la sangre». Y su ballena es un vampiro. Aquí está la paradoja: había evitado contar el episodio de canibalismo de los supervivientes del Essex y, por una extraña ley de la compensación, la novela le estaba devorando a él. Leviatán comiendo a su padre. El único destino posible cuando se firma un pacto con el diablo. La única salida: sucumbir, sumergirse, perder pie. Caer en la maldición de Ahab.
Por eso el Pequod es un manicomio. Un barco conducido por un iluminado, cargado de marineros que han dejado en tierra la razón. Sabe Melville, porque lo ha vivido, que solo con una dosis de locura se pueden afrontar esas travesías. Así eran los hombres que había conocido cuando, adolescente, huérfano y arruinado, él también se tuvo que hacer a la mar. Quizá entonces ya estaba allí el germen del delirio. El mal bicho que poseería su cabeza. La monomanía. La sombra de la ballena mitológica que nunca llegó a ver. Esa pieza inalcanzable que uno nunca se termina de cobrar. El final que nunca se alcanza porque para eso es el final. El éxito quizá. El dinero que no había vuelto a ganar desde sus primeras novelas. Aquellas que no pasarían a la historia pero que le habían dado el aplauso popular. Y que ahora parecían tan lejanas. «Aunque escribiera los Evangelios de este siglo moriría en la pobreza», se había lamentado en una carta a Hawthorne. Tenía razón.
Lo sabía bien Melville, que había trajinado la Biblia de los Salmos al Eclesiastés. Había paseado por el otro Paraíso, el de Milton. Se había admirado al ver al doctor Frankenstein fabricando a su criatura. Se había dejado seducir por la reina Mab. Había caído rendido ante los versos de Shakespeare. Había envidiado a Hawthorne. Y como un Alonso Quijano, poseído por las lecturas y las letras que le laceraban, había perdido la cordura.
«Los Harper consideran que Melville se ha vuelto un poco loco». Lo escribe un primo de Hawthorne. Ha acabado Moby Dick y su enajenación es una evidencia. Habría bastado con leer cuidadosamente el primer párrafo del libro para comprender que el estado de ánimo de su autor era, en el mejor de los casos, tan turbio como el de Ismael, «con un noviembre húmedo y lluvioso sobre su alma».
Si un sub-subbibliotecario hubiera recopilado los extractos de su declive en la prensa de aquellos días no habría quedado duda: «Herman Melville, loco». «Su fantasía está enferma». «Debe sospecharse que Melville ha salido de un manicomio». «Lo mejor sería que a corto plazo encerraran a este autor». Apenas recaudaría quinientos cincuenta y seis dólares con Moby Dick. Y la sorpresa espantada de la crítica, que se confirmaría en su siguiente novela, Pierre o las ambigüedades, terminó de sepultarlo. Melville no se iba a recuperar. Confinado en la galera de los malditos, comprendió que la ballena le había hundido.
«No lo compre», le escribió a su amada Sarah Morewood. «No lo lea cuando salga, porque este no es libro para usted. No es un pedazo de fina seda de Spitalfields, sino que tiene el horrible tacto de una tela tejida con los cables y las amarras de los barcos. Sopla a través de él un viento polar, y lo sobrevuelan aves de presa».
Las mismas aves de presa que cercaban su mente. Esas que impresionarían a su amigo Nathaniel Hawthorne cuando, años después, se reencontraban en Inglaterra. Más viejo, más triste. Derrotado. Vagando por el mundo. Sin dar con Moby Dick.
«Hay ciertos momentos únicos, ciertas ocasiones, en este extraño asunto al que llamamos vida, en los que un hombre toma todo el universo por una tremenda broma, y a pesar de que no llega a percibirlo con claridad, queda la sospecha de que la burla no es a expensas de nadie más que de él mismo».
Lo sospechó Melville en el capítulo cuarenta y nueve de su novela. Que en el centro mismo del océano de la locura, ante las fauces de la ballena que nunca habrá de existir, estaba él: demente y desesperado, Ahab sin barco y sin presa, incapaz de dar caza a su obsesión. Incapaz de escapar de su propio Leviatán. Devorado por la pálida ilusión de Moby Dick. 

sábado, 17 de diciembre de 2016

"Todos los cuentos del mejor cuentista" por José Andrés Rojo


El 22 de marzo de 1897 Chéjov cenó en el restaurante L’Érmitage de Moscú con su viejo gran amigo, el editor de Tiempo Nuevo. “Acababa de sentarse a la mesa, frente a Suvorin, cuando repentinamente, sin el menor aviso previo, empezó a brotarle sangre de la boca”, cuenta Raymond Carver en Tres rosas amarillas, el cuento donde reconstruye la última época del escritor ruso.
Lo ingresaron, estaba francamente mal, así que ya no podría seguir desentendiéndose de la tuberculosis que lo estaba matando poco a poco. Su producción literaria empezó a dilatarse. A finales de 1899 publicó, tras casi un año de silencio, La dama del perrito, seguramente uno de los mejores relatos de la literatura universal. Paul Viejo, el responsable de la edición de los cuatro volúmenes de los Cuentos completos que acaba de terminar de publicar Páginas de Espuma, contó hace poco en la presentación de la última entrega que no entendió las sutilezas de aquella pieza la primera vez que la leyó. Tampoco lo tuvo fácil la segunda, pero el veneno le corría ya por las venas. Y así, hasta hoy. Aprendió ruso, terminó comprendiendo la hondura de cuanto ocurría en ese puñado de páginas que escribió con tanta maestría aquel médico que había nacido en 1860 en Taganrog y que murió el 2 de julio de 1904 en el balneario de Badenweiler. Y lleva ahora unos años entregado por completo a Chéjov.
El cuarto volumen recoge los cuentos que escribió entre 1894 y 1903, donde están algunos de los que elaboró con mayor parsimonia. El primero reunió los que Chéjov publicó entre 1880 y 1885, acaso los más juguetones y humorísticos; los del segundo, de 1885 a 1886, muestran ya a un autor dueño de sus recursos; el tercero, de 1887 a 1893, recoge piezas que lo confirman como un referente indiscutible de la distancia corta. Son más de 600 relatos, cada volumen tiene más de mil páginas. A Paul Viejo le gusta insistir en que también se trata de una antología de los traductores del escritor ruso al español: hay versiones de autores diversos y épocas muy diferentes. Y prólogos, ilustraciones, fotografías y un aparato de notas para situar el contexto e historia de cada relato. Un trabajo imponente.

Los vómitos de sangre, la época final: de un lado a otro, buscando climas propicios para aliviar el mal. Chéjov estuvo varias veces durante esa temporada en lugares diferentes de Europa: en Italia, en Francia. Se interesó por el caso Dreyfus. En septiembre de 1898 acudió a uno de los ensayos del Teatro de Arte de Moscú, que habían fundado Dánchenko y Stanislavski, y se enamoró de una actriz de 28 años, Olga Knipper. Son años en los que vende su casa de Mélijovo, cerca de Moscú, y se compra otra en Yalta, Crimea. Firmó un contrato leonino con el editor Adolf Marx para publicar sus obras completas, recaudó fondos para construir un sanatorio de tuberculosos, lo eligieron miembro de la Sección de Letras de la Academia de la Ciencia. Visitó a Tolstói, viajó con Gorki por el Cáucaso. El 25 de mayo de 1900 se casó por fin con Olga Knipper, aunque no llegaran a vivir mucho tiempo juntos. En 1903 escribió La novia, su último relato, y a finales de año se pasaba por los ensayos de El jardín de los cerezos, su última pieza teatral.
Se estrenó el 17 de enero de 1904. Stanislavski, que dirigió la obra, cuenta en Mi vida en el arte que consiguieron que Chéjov fuera al estreno. “Cuando, después del tercer acto, se hallaba en el escenario, delgado y mortalmente pálido, sin poder reprimir la tos mientras lo saludaban con pergaminos y obsequios, se nos estremecía el corazón de dolor”. Unas semanas después, le contó el argumento de su próxima obra. Stanislavski lo resume así: “Dos amigos, ambos jóvenes, aman a la misma mujer. El amor común y los celos crean relaciones sumamente complicadas, que culminan con la partida de ambos hacia el Polo Norte. Los decorados del último acto muestran un enorme navío aprisionado entre los hielos. Al final de la pieza, ambos amigos ven a un fantasma blanco que se desliza por la superficie de la nieve. Evidentemente, la sombra, o el alma de la mujer amada que había fallecido allá lejos en el rincón de la patria”.
Cuando Chéjov agonizaba al empezar julio en el hotel Sommer de Badenweiler, tenía delirios en los que aparecía un marinero. Estaba con Olga Knipper. “Ella le colocó una bolsa de hielo sobre el pecho”, cuenta Natalia Ginzburg en su librito sobre el autor de El tío Vania. Cuando Chéjov recuperó la lucidez le preguntó: “¿Para qué poner hielo sobre un corazón vacío?”.

“El doctor Schwörer llegó a las dos de la mañana. ‘Ich sterbe’ —le dijo Chéjov—. Me muero”, continúa Ginzburg. El médico le puso una inyección de alcanfor y, al rato, encargó que les subieran una botella de champán. “Chéjov aceptó la copa que le ofrecieron y dijo: ‘Hace tiempo que no bebía champán’. Vació la copa y se acostó de lado. Poco después dejó de respirar. Era el 2 de julio de 1904”.

jueves, 8 de diciembre de 2016

"Lisabeta y la maceta de albahaca", variación sobre un cuento de Boccaccio


Lisabeta lloraba con desconsuelo todas las tardes sobre una planta de albahaca. La acariciaba como si se tratara del rostro de su amado, con una melancolía sin fondo. Vertía sus lágrimas durante horas y horas. Los vecinos contemplaban con curiosidad la intensa tristeza de Lisabeta. La muchacha había perdido la belleza y la lozanía en menos de dos meses. El descuido de su cabello y la hondura de sus ojos eran reflejo de una enfermedad del alma que le estaba robando la vida a manos llenas. A pesar de las luminosas tardes del sur de Italia. A pesar de la algarabía y la felicidad de la primavera. A pesar de que nada le faltaba: ni comida, ni joyas, ni vestidos, ni sol, ni juventud. A pesar de todo eso, un mal muy hondo corroía a Lisabeta. Lloraba sin consuelo en el alféizar de la ventana. Acariciaba las hojas de la albahaca y prestaba su vitalidad a esa planta que crecía con la desproporción de una pasión adolescente. Aspiraba Lisabeta su aroma. Aspiraba hasta marearse de perfume. Un perfume que con cada lágrima se volvía más fresco, más sólido. La vitalidad que se iba segundo a segundo del rostro de Lisabeta la recogía la albahaca para enriquecer su aroma y su verdura. Los pájaros gustaban de acercarse hasta la ventana y arrullar con su canto aquella tristeza de loba moribunda.
Los vecinos, heridos por la nostalgia de la belleza perdida, avisaron a los hermanos de Lisabeta -algunos por conmiseración, los más por malicia-. Al comprobar las locuras que su hermana dedicaba a un tiesto de albahaca, decidieron arrancárselo de entre las manos. Lisabeta se arrojó al suelo, suplicó, derramó sus últimas lágrimas para que no le arrebataran su consuelo, pero los hermanos, aún más animados por la desesperación de la muchacha, no consintieron en devolvérselo. Ella tenía que mejorar su aspecto para casarse cuanto antes con un mercader al que sacar el mayor beneficio posible del enlace. Había que alejarla de esa planta que estaba causando su desgracia y la de la familia. Sus padres habían muerto y eran ellos los que cuidaban de su hermana y de la buena herencia que les dejaron.
Abandonaron a Lisabeta en su habitación. Estaba en el suelo, agotada por el sufrimiento. La tumbaron sobre la cama y ordenaron a la sirvienta que le preparara una tisana. Cuando volvieron de su negocio, encontraron a muchos vecinos en la puerta de su casa. Lisabeta había muerto esa misma mañana, consumida por la pena. Su muerte había acercado a los curiosos hasta la rica mansión de los hermanos huérfanos y todos lamentaban la pérdida de una muchacha tan bella y joven -algunos con verdadera conmiseración, los más por malicia.
Los dos hermanos, después de haber enterrado el cuerpo decrépito de Lisabeta, se acercaron hasta la albahaca. Estrellaron el tiesto contra el suelo y de la tierra vieron brotar los rizos y luego la calavera de Lorenzo, el empleado de su almacén. Ellos mismos habían enterrado su cuerpo en un descampado, a las afueras de la ciudad.    

"Clásicos que deberías leer aunque te digan que deberías leerlos: el Decamerón" por Ernesto Filardi


Cada uno de nosotros tiene una lista de libros pendientes, del mismo modo que cada uno tiene su lista de libros que desearía no haber leído. Sobre todo una a la que podríamos llamar Libros Clásicos Que De Algún Modo No Consciente Sabes Que Deberías Haber Leído Pero Te Resistes A Ello Porque No Tienes Muy Claro Por Dónde Empezar. ¿Acaso no tenemos todos nuestra lista de clásicos por leer? Algunos no los hemos leído por pereza, otros porque ya sabemos cómo acaban, y otros, sencillamente, porque hemos tenido cosas mejores que hacer. No es que debamos avergonzarnos por ello, pues tres mil años de tradición literaria (solo en Occidente) hacen que sea bastante lógico el tener algún libro pendiente. En este tema, de todos modos, es necesario tener cuidado con la semántica: ¿acaso clásico es sinónimo de antiguo cuando hablamos de literatura? Sí, pero no. Todos los libros clásicos son antiguos; pero el DRAE (Diccionario de la Real Academia Española), en su tercera acepción, nos ayuda a comprender por qué no todos los libros antiguos son clásicos:
Dicho de un autor o de una obra: Que se tiene por modelo digno de imitación en cualquier arte o ciencia.
Lo que no aclara el DRAE es quién decide lo que es digno de imitación. O lo que es lo mismo: ¿quién decide lo que es bueno y lo que no? ¿Usted? ¿Yo? ¿Mi tía María la que vive en Leganés? ¿En quién podemos confiar para tener un criterio objetivo sobre un libro? Buena pregunta, ¿verdad? Dense un tiempo para buscar una posible respuesta.
Tic.
Tac.
Tic.
Tac.
¿Qué juez es lo suficientemente sincero e imparcial como para sentenciar si un texto literario es modelo digno de imitación?
Tic.
Tac.
Tic.
Tac.
En efecto. La respuesta es el tiempo. Un clásico es una obra a la que el tiempo no solo no ha olvidado sino que le ha dado una suerte de denominación de origen. Un texto que siglos después de su creación sigue vivo porque su contenido sigue vigente. Su mensaje. Su discurso. Quizás un poco oxidado si algunos aspectos tan importantes como el lenguaje o el estilo no se corresponden del todo con los que usamos hoy, pero vivo a fin de cuentas. O, si lo prefieren, que aún no ha muerto. Es decir, un libro inmortal.
Esto no tiene nada que ver con el éxito comercial. To have and to hold, de Mary Johnston, fue el libro más vendido en Estados Unidos en 1900. No les suena demasiado, ¿verdad? Claro que no. Es un libro antiguo, otro más, que el tiempo ha decidido olvidar. Tanto la Celestina como el Quijote fueron también grandes éxitos desde el primer día de su publicación. Pero no han pasado a la posteridad por ello, sino por ser buenas obras. ¿Pero qué significa «bueno» cuando hablamos de literatura? ¿O, más concretamente, «ser bueno»? Estamos tan acostumbrados a pontificar sobre lo bueno y lo malo desde nuestros minúsculos púlpitos unipersonales que solemos olvidar la diferencia entre que algo sea bueno (o malo) y que ese algo nos parezca bueno (o malo). Quizás deberíamos, en nombre de nuestro amor a la lectura, desarrollar un doble criterio: el de saber si ese libro es bueno o no, y el de si nos lo parece. A fin de cuentas, tenemos todo el derecho a que algo bueno no nos guste. Otra cosa es ser conscientes de que esa opinión subjetiva no merma su calidad, por muy subjetiva que también sea la calidad literaria. A mí, por ejemplo, Azorín y Kerouac me aburren soberanamente, aunque jamás podría decir de ellos que son malos autores.
Otro problema al abordar la lectura de los clásicos es que a muchos les entra el canguelo recordando aquellas terribles clases de Literatura en las que se tenía que memorizar la fecha de nacimiento de Jorge Manrique, las características de la épica medieval y eso tan arcaico de contar sílabas con los dedos, amén de esa palabreja tan graciosa que es la sinalefa. ¿Cómo no vamos a tener miedo a los clásicos si, en muchos casos, sus principales defensores han sido siempre filólogos armados con sesudos ensayos y profesores parapetados tras comentarios de texto con miles de apartados donde analizar la estructura externa, la estructura interna y el uso de las herramientas literarias? Filólogos y maestros que suelen olvidar que, además del estudioso de la forma y el contenido, hay un tipo de lector claramente mayoritario: el que lee por el simple placer de leer. No podemos acercarnos a los clásicos como si estuvieran en una mesa de taxidermista: los clásicos están vivos, y merecen ser tratados como tal. Hay que sacarlos de paseo, tomar un café con ellos, escuchar lo que tienen que contarnos, contarles nuestras cosas y quedar de vez en cuando para ponerse al día. «No es verdad», dirán algunos, «los clásicos son aburridos. No se entienden. Hablan raro». Bueno, unos sí y otros no. Pero lo mismo pensarán, yo qué sé, los gallegos de los de Badajoz o los mexicanos de los españoles, y no por eso vamos a dejar de hablarnos unos con otros si nos apetece entablar amistad. En el caso de la literatura, contamos además con la inestimable ayuda de las notas a pie de página, que vienen a ser algo así como ver algo en versión original subtitulada.
Anímense. Saquen un rato para abordar su lista personal de clásicos por leer. Argumentos a favor hay mil, como estosesteeste o incluso este. Pero ninguno es tan poderoso como que los clásicos son, por definición, buenos libros. No lo digo yo: lo dice el tiempo, no se me ha de tachar. Y si no saben por dónde empezar, qué más da. Cojan uno y comiencen a leer. Háganlo por orden alfabético, por el color de la portada, por el que más rabia les dé. Y si aun así siguen sin decidirse, quizás les pueda ayudar esta nueva serie de artículos de Jot Down que comienza hoy con una de las mejores colecciones de cuentos de la literatura universal.
1348. La epidemia de peste que recorre Europa se está cebando con la orgullosa ciudad de Florencia. Nadie sabía qué hacer ante una enfermedad «que en su comienzo nacían a los varones y a las hembras semejantemente en las ingles o bajo las axilas, ciertas hinchazones que algunas crecían hasta el tamaño de una manzana y otras de un huevo». Así que un grupo de mozos (siete chicas y tres chicos) deciden marcharse a una quinta a las afueras de la ciudad para evitar el contagio y esperar a que este Apocalipsis en forma de plaga acabe cuanto antes. Qué planteamiento, ¿verdad? Si cambiásemos la fecha por una de dentro de unas décadas y la palabra peste por ataque nuclear, epidemia zombi o invasión alienígena nos encontraríamos con un blockbuster distópico próximamente en todas sus pantallas. Solo que el Decamerón no es un thriller ni sus personajes viven aterrorizados, pues es más una exaltación luminosa del beatus ille y del collige, virgo, rosas. O lo que es lo mismo, un canto a la esperanza del que huye del mundanal ruido. ¿A quién no le apetecería, por ejemplo, marcharse a una villa en la Toscana con unos amigos hasta que se acabe la crisis de una vez? A eso se dedican estos jóvenes: a disfrutar de la belleza de la vida. Que parece que no, pero existir existe. Oigo desde aquí los comentarios jocosos de algún lector más jocoso aún: «Si son jóvenes, lo que harán es retozar todo el día entre ellos». Muy gracioso esto, sí. Pero todos sabemos que esa no es la verdad. A lo que dedican —y no todos— la mayor parte del tiempo es a intentar retozar. Que es lo que les pasa a estos florentinos veinteañeros. Sobre todo, cómo no, a los varones. Sería más fácil emplear un verbo más directo en lugar de retozar, sí, pero estaríamos traicionando la delicadeza con la que Bocaccio describe el despertar a la sensualidad de estos muchachos y muchachas. «¿Me está usted diciendo que el Decamerón, esa joya del Renacimiento escrita por Giovanni Bocaccio, que está considerada como la primera obra en prosa escrita en lengua italiana, es un libro de jóvenes en celo?». Pues sí, caballero, es justamente eso lo que estoy diciendo. Me alegro de que usted tenga más comprensión lectora de lo que dice el informe PISA. Lo que no estoy diciendo en absoluto es que el Decamerón sea un libro que merezca la pena leer porque trate de jóvenes en celo. Pero vayamos a lo importante: ¿qué es lo que hacen estos jovencitos para intentar retozar? Pues lo que hemos hecho todos: hacernos los simpáticos, tontear compulsivamente y, sobre todo, contar historias. Da igual que nosotros comiéramos pipas y echáramos nuestros primeros cigarros en un banco del parque o que los protagonistas del Decamerón canten y rían en ese lugar paradisíaco (locus amoenus para los puristas) en el que están confinados: tanto ellos como nosotros nos desenvolvemos en sociedad contando y escuchando historias; el mayor descubrimiento del ser humano desde la época de las cavernas, cuando hombres y mujeres se sentaban en torno a la hoguera para compartir 
sus experiencias, sus temores y sus fantasías.
Dicho y hecho: cada uno de ellos contará una historia al día durante el tiempo que durará su estancia en la finca. Pero como en este reality show florentino son todos muy renacentistas (y por tanto amantes del orden y la simetría), los jovencitos deciden amablemente entre ellos que tanto cachondeo tiene que estar regido por unas normas. Así que cada noche uno de ellos será nombrado rey o reina para que, entre otras responsabilidades, decida el tema sobre el que tratarán las historias que se narren el día siguiente. Tan solo a Dioneo, el más ingenioso de todos, se le permite salirse del tema propuesto cada día. Hasta aquí el contexto en el que se sitúa el Decamerón. Muchos lectores prefieren saltarse esta introducción para ir directamente a los cuentos. Puede hacerse, pues estos son completamente independientes. Desde aquí recomendamos que no lo hagan, pues, aunque sutil, la relación que se establece entre los jóvenes es un bello estudio de usos amorosos del Trecento, por no hablar del moderno componente metaliterario: las reacciones, halagos y críticas a cada uno de los relatos por parte de los otros nueve narradores. Pero aún hay algo más: una de las características de la literatura es que nos enseña que otros mundos son posibles. Mundos ficticios como Utopía, Lilliput o Macondo,  pero también versiones mejoradas del nuestro. Si releen el párrafo anterior verán que tras esa pátina de happy hippy love, Bocaccio nos plantea la posibilidad real de que en nuestro mundo hombres y mujeres sean iguales y felices por ello; que el poderoso sea elegido en armonía, que este comprenda que su labor es promover la felicidad de sus súbditos para que esa armonía no se rompa. Y, de paso, recordarnos que la libertad individual (incluso rozando la anarquía) debe ser un elemento sine qua non para alcanzar la estabilidad social. Aún así, esto no deja de ser un marco para el desarrollo de los cuentos. Aquí cabría decir aquello de marco incomparable, pero como esto no es un lugar común sino un locus amoenus, diremos que es un marco literario que potencia la unidad de la historia (Florencia, la peste, jóvenes en celo) frente a las obras de arte individuales que son cada uno de los cien relatos (diez días, diez narradores). Bocaccio, siguiendo el gusto medieval por las colecciones de cuentos como el Sendebar, el Calila e Dimna y otros tantos, recopila aquí un microcosmos  en el que todos los lectores u oyentes puedan quedar satisfechos ante el despliegue de cuentos trágicos, cómicos, satíricos, religiosos, sensuales, de aventuras, exóticos, dramáticos, reflexivos, heroicos… Algunos son simples chistes populares y otros, novelas cortas. Muchos están anclados irremisiblemente en la época en que fueron escritos, pero otros nos aportan un punto de vista que incluso hoy nos parece, digamos, no mainstream. La claridad de su estructura, la multiplicidad de temas, la brevedad de la mayoría de los relatos y la sencillez del lenguaje convierten al Decamerón en una lectura muy recomendable para todos aquellos que todavía sienten por los clásicos ese respeto reverencial de se-mira-pero-no-se-toca. Sería impensable hablar aquí de todos y cada uno de los relatos. Ni siquiera en Jot Down nos atrevemos a escribir algo tan largo. Así que nos conformaremos con detenernos en un relato que resume las principales características del libro. Se trata del cuento 32, en boca de Pampinea.
El rey Agilulfo vive feliz en Pavía sin saber que uno de los palafreneros está enamorado de la reina Teudelinga. El palafrenero piensa que eso de la fidelidad está muy bien para los demás; y que si la reina quiere serlo, por él no hay problema siempre que él también pueda conseguir lo que pretende. Así que el buen mozo aprovecha que los reyes duermen en habitaciones separadas para colarse por la noche en la de ella, que, debido a la oscuridad y al silencio del palafrenero, piensa que es su marido y pasa su buen rato con él. Poco después, cuando el supuesto marido ya se ha marchado, al auténtico rey le apetece darse un revolcón con su esposa. Al llegar a la habitación y comenzar a hacerle arrumacos, la reina, juguetona, le pregunta el motivo de tanto fervor. Que si lo de antes le ha sabido a poco.
Llegados a este punto, los contemporáneos de Bocaccio habrían asesinado sin piedad a la adúltera y al vil palafrenero. Garcilaso hubiera compuesto una dolorosísima égloga en la que el rey, años después, seguiría lamentando su dolor. En manos de Shakespeare, el rey decidiría desterrarse tras un extenso monólogo en el que examinaría profundamente el comportamiento del alma humana. Calderón también le daría al monólogo, aunque lo llenaría de antítesis y paralelismos complejos antes de enviar a la reina al convento o, en última instancia, rebanarle el cuello con dolorosísimo pesar. Cualquier autor ilustrado aprovecharía la situación para valorar la necesidad de educar a los criados y así infundir en ellos el deseo de manifestar una actitud ejemplar. En un drama romántico vendría ahora una escena en la que, por este orden, el rey se habría tirado de los pelos, de los cabellos, exclamado «¡oh, ah!» una docena de veces, puesto los ojos en blanco, proferido juramentos espantosos en los que poder incluir aleatoriamente los términos horror, pavor y justo cielo, habría saltado por la ventana, caído encima del criado matándolo por accidente y salido de escena tras soltar una carcajada diabólica con los ojos otra vez en blanco. Galdós habría situado la escena en Madrid y se escucharían a lo lejos los buhoneros del Rastro. La Pardo Bazán argumentaría que nada de esto habría pasado si la mujer tuviera permitido socialmente iniciar ella el acercamiento sexual. Chéjov susurraría algo sobre la lentitud con la que cae la lluvia esta tarde mientras se calienta el samovar, Unamuno haría que el rey se replanteara la existencia de un dios tan inmisericorde, Lorca lo llenaría todo de lunas verdes con hormigas y Juan Ramón Jiménez hablaría de lo maravilloso que es ser Juan Ramón Jiménez. Pero Bocaccio no hace nada de esto. El rey Agilulfo es el más humano, el más cabal y, paradójicamente, el que más nos hace sonreír por lo inesperado de su reacción. Tan solo Cervantes, admirador del florentino, habría podido escribir un final tan redondo. Final que, por supuesto, no vamos a desvelar ya que pueden leer el relato completo aquí y así solo les quedarán noventa y nueve cuentos para terminar esta joya de la literatura universal.
Ayuda para vagos y maleantes: Si, a pesar de todo, la idea de leer cien cuentos escritos en el siglo XIV se hace un poco cuesta arriba, existen varias opciones para acercarse a este clásico: el Decamerón ha sido llevado al cine varias veces, aunque nunca de forma completa. Dado el alto componente erótico de muchos de los cuentos, casi todas las adaptaciones cinematográficas son de la época del destape. La mejor de todas es sin duda la dirigida por Pasolini en 1971. Al igual que Bocaccio crea un marco para unificar los cien cuentos, el director italiano lleva a la pantalla nueve cuentos engarzados gracias a una pequeña trama en la que un alumno de Giotto, interpretado por el propio Pasolini, pinta un fresco en el que incluye a personajes de diversos cuentos. El lirismo de algunas escenas se mezcla con el marcado erotismo de otras, difuminando un tanto la delicadeza característica de Bocaccio. Porque, a pesar de ser un libro de jóvenes en celo, no hay que entrar en el Decamerón con la idea de que vamos a encontrarnos cien cuentos picantes. Es mucho más que eso, igual que los clásicos son mucho más que libros antiguos que hablan raro: ¿por qué no pensar en ellos como en un locus amoenus donde disfrutar de todo tipo de historias mientras esperamos a que la peste pase de largo? 
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sábado, 26 de noviembre de 2016

"Absenta, la reina de los bulevares" por Enrique Redondo de Lope


Hizo a Hemingway saltar al ruedo e intentar lidiar un toro bravo. Empujó a Van Gogh a cortarse una oreja para ofrecerla como presente. Inspiró a Pablo Picasso en alguna de sus mejores pinturas. El Drácula de Stoker lo consideraba su afrodisíaco. Es la Fée Verte; el Hada Verde, el Diablo Verde. La musa de los artistas. La absenta.
¿Pero qué es la absenta? Esta pócima, como otras muchas bebidas, inicia su comercialización como un elixir medicinal, un digestivo capaz de curar todos los males. Basándose en la rica botánica de los valles alpinos suizos, parece ser que la madre Henriod, una destiladora de Neuchâtel, perfuma alcohol de gran pureza con una suma de hierbas más o menos secretas, con alrededor de un 80% de alcohol. Pero en todos los éxitos hay un visionario; en ese caso el antes y el después de esta bebida no se producirá hasta 1797, cuando el mayor Dubiedcreó su propia marca bajo el nombre «Dubied Père et Fils». Había nacido la absenta, tal y como la conocemos. Cierto que el uso del ajenjo (una planta amarga y muy aromática) para la creación de bebidas ha sido constante desde la antigüedad, pero no es hasta finales del XVIII cuando se comienza a destilar, en vez de macerar.
Suiza, 1905; Jean Lanfray, borracho y alterado, asesina a su esposa embarazada y a sus dos hijas, actuando bajo el influjo de la absenta. Una ola de indignación recorre Suiza, recogiéndose más de ochenta mil firmas exigiendo la prohibición de la bebida. En 1908, y tras un referéndum a nivel nacional, el Parlamento aprueba una ley que entró en vigor en la medianoche del 7 de octubre de 1910. Así, la producción y venta de absenta quedaban prohibidas en Suiza hasta su rehabilitación en 2005, extendiéndose esta prohibición por diversos países europeos y Estados Unidos. Más tarde se hará público que aparte de dos copas de absenta, Lanfray había consumido grandes cantidades de vino, coñac, brandy y crema de menta. Pero la absenta, como desde hace más de un siglo, era la estrella de la fiesta. ¿Pero por qué se prohibió realmente la absenta en Suiza? La realidad parece menos cinematográfica que esos terribles crímenes. Según varios historiadores, una de las razones para prohibir la absenta fue que contribuyó a una excesiva liberación de las mujeres. Por razones culturales, en Suiza (y en el resto de Europa) la absenta cautivó a las mujeres, como se puede observar en la publicidad de la época, que casi en exclusiva se dirigía a ellas. Otra importante razón que se maneja es la durísima competencia que representaba esta bebida para los productores de vino y cerveza. La absenta era una bebida muy barata de producir, incluso más barata que la cerveza, y con más efecto sobre quienes la consumían. Con todo ello en el país helvético se produjo una extraña alianza entre los productores de cerveza y vino, a los que se sumaron las ligas antialcohol, los médicos y la Iglesia. La absenta siempre ha creado extraños compañeros de cama.
Pero si Suiza fue el comienzo, su mayoría de edad se produjo en la vecina Francia. Año 1830. Francia comienza la colonización de Argelia, que sería su protectorado por más de cien años. Las tropas francesas no solo sufren los rigores de un clima duro y desértico, sino también el azote de enfermedades típicas de la región, como las temidas fiebres palúdicas. El Estado Mayor toma una determinación. La tropa recibirá cantimploras llenas de absenta, la cual, convenientemente rebajada en agua, garantizará la inmunidad contra las terribles fiebres y las infecciones estomacales. Esas enfermedades no se sabe si se evitaron (aunque tiene toda la pinta de que no: «La absenta ha matado a más soldados franceses en el norte de África que las balas árabes» llegó a escribir Alejandro Dumas) pero sí que hizo que la campaña africana fuera menos dura para los soldados. Si la marihuana fue el bálsamo en Vietnam para las tropas americanas, los destacamentos franceses hicieron su campaña en Argelia un poco más llevadera gracias al hada verde. Estos soldados regresaron a casa, con sus recuerdos, sus historias y, por supuesto, su gusto por la absenta… Poco a poco empieza a hacerse habitual en bares y bistrós, en cabarés y comercios. Se inicia una popularización que lleva a que el consumo de absenta supere largamente el de vino. Hay que señalar que las cosechas de vino habían sido diezmadas en años anteriores por la filoxera —un parásito de la vid—, con lo que la absenta comienza a ocupar su lugar. Era barata, era un alcohol industrial y era muy fácil de comprar. Todo encajaba. En Francia durante el año 1910 se consumen treinta y cinco millones de litros. Estamos en plena Belle Époque, Francia es la cuna cultural y París el referente en el arte y la creación. Y el mundo artístico adopta esta bebida, glamurosa, de referencias malevas, origen turbio y con un pasado atractivo. La absenta empieza a convertirse en mito.
Los rumores de prohibición no hicieron sino acrecentar el atractivo de la absenta, pero los millones de francos que ingresaba el Tesoro de la República por medio de los impuestos a la bebida actúan como un importante contrapeso. Como el destilado de absenta es amargo, precisaba para su aceptación de un toque dulce indispensable para hacer agradable su consumo. La forma de endulzarlo es básica en los rituales de invocación de las muchas musas que despierta la absenta. Se trata de colocar en el fondo del vaso la cantidad exacta de alcohol (muchas veces el vaso tiene una talla que da la medida exacta), colocándose sobre el borde una cuchara con una porción de azúcar. Luego, con mucha lentitud, se vierte agua helada sobre el azúcar que, al disolverse lentamente cae sobre la absenta, iniciándose un proceso de coloración en el que pronto aparece el verde pálido de la musa. El juego de colores que va apareciendo en la copa forma parte del ritual inspirador. Se comparan los tonos logrados. Las cucharas que lo contienen han dejado de ser las de café, sustituidas por espátulas y palas pequeñas, perforadas con filigranas, realizadas en metal, acero, plata y oro. Con la Exposición Universal de 1899 de París muchos visitantes regresan a su país de origen con el hábito adquirido del consumo de absenta. Con su colorido ritual, es un indispensable en tertulias, y se convierte en la bebida por antonomasia de escritores y artistas, es el «catalizador» de las musas, su reclamo, su alimento. Se crean poemas elogiosos y aparece en novelas. Rubén Darío y Victor Hugo la idolatran. Degas y Picasso la hacen protagonista de sus cuadros. Charles Cros, mientras desarrollaba el telégrafo y el primer fonógrafo, llegó a beber veinte vasos diarios. Paul Verlaine empezó a beber ajenjo en compañía de Arthur Rimbaud. Alfred Jarry solo la consumía en puro y se paseaba en bicicleta pintado de verde. Para muchos críticos de arte los colores que utilizan Van Gogh comienzan a ser relacionados al consumo de absenta. Pero paralelamente a su implantación en medios artísticos, millones de trabajadores se convierten en adictos a estas copas que llevan al delirio, la alucinación y la locura, sobre todo cuando en la elaboración de la absenta se han utilizado alcoholes de mala calidad o el temido metanol, causante de intoxicaciones y ceguera. Hasta se inventaban artilugios para poder servirla más rápido y con más eficiencia: pequeños depósitos de agua con hielo y varios grifos.
1914; se desencadena la Primera Guerra Mundial, «la Gran Guerra». El recuerdo de la humillante y bochornosa derrota de la guerra franco-prusiana de 1870 estaba en la cabeza de todos los políticos y mandos militares franceses. El comienzo de la contienda no puede ser más desesperanzador. La pérdida de Alsacia y Lorena fue achacada a un ejército mal liderado y débil, y algunos analistas empiezan a apuntar al consumo de absenta como una de sus causas. En el subconsciente se ve al soldado francés como adicto a la bebida verde. Se empieza a extender la idea de que las tempranas victorias alemanes son el triunfo de lo natural y sano (la cerveza) contra lo artificial y dañino (la absenta). En Francia sería prohibida en 1915, como en casi la mayoría de los países europea (con las excepciones de España, Portugal y Reino Unido, países en las que este elixir nunca llegaría a ser verdaderamente popular). Es sorprendente que los fabricantes de absenta no hicieran ningún comunicado ni llevaran ninguna forma de presión al Gobierno para evitar su prohibición. Siempre se rumoreó que fueron silenciados mediante una suculenta indemnización, pagada en parte por los fabricantes de cerveza y las grandes bodegas de vino.
Para 1920, la máxima graduación tolerada en Francia era de 30 grados. En 1922 se autorizaron los aperitivos de hasta 40 grados: Berger y Tomysette salen al mercado. Ricard lanzó el «pastís marsellés». Pero de los sucedáneos, ninguno gozó de la fama del Pernod, aunque su filiación con la absenta es apenas sentimental.Poco a poco en Francia la prohibición fue relajada y se permitió que la bebida fuera vendida siempre y cuando la etiqueta dijera «una bebida a base de extractos de la planta de ajenjo». El ajenjo fue legalizado en la Unión Europea en 1988, siempre que la cantidad de tujona permaneciera dentro del límite acordado de 10 mg/kg, o 35mg/kg de ajenjo amargo. En 2010, esta absenta modernizada, rebajada y versionada, volvió a ser legal en Francia. En la actualidad, España, Reino Unido y República Checa son los mayores productores de esta bebida.
¿Pero cómo de dañina era la absenta? ¿Qué había de cierto en su mito? El ajenjo, o Artemisia absinthium, pertenece a la familia de las margaritas, y desde la antigüedad se le atribuye un gran valor medicinal. Antes de la aparición de la absenta, el ajenjo ya era un ingrediente popular para dar sabor a las bebidas alcohólicas. El vermut se inventó en Italia a finales del siglo XVIII y debe su nombre al alemán wermut (ajenjo). El principio activo del ajenjo es la tuyona, y su estructura química se parece a la del mentol, que puede ser peligroso en dosis elevadas y es cierto que tiene un efecto psicoactivo, pero no con la concentración de diez miligramos por litro que parece ser que contenían la mayoría de absentas. Hay que señalar que la salvia o el estragón tienen niveles parecidos de tuyona, pero curiosamente nunca se han asociado a conductas enfermas como en el caso de la absenta. Los legendarios efectos de esta mítica bebida se deben, casi con toda certeza, a su elevada graduación alcohólica, que a un 75-80% supera con mucho a la mayoría del resto de alcoholes destilados, que suelen estar a un 40%. Además, el consumo de absenta nunca se hacía de manera exclusiva y solía ir mezclado con hachís, opio, y todo tipo de licores, de ahí que los resultados fueran totalmente imprevistos. 
Pero sea como sea, la absenta ocupará ya siempre un lugar en el imaginario de la cultura europea, fundamentalmente en Francia, donde siempre estará ligada al impresionismo, a las vanguardias, a la Belle Époque y a una manera de entender el arte y la vida que quizás desapareció con la Primera Guerra Mundial. Y es que, como dijo Oscar Wilde, «tras el primer vaso, uno ve las cosas como le agradaría que fueran. Tras el segundo, uno ve las cosas que no existen. Por último, uno termina viendo las cosas como son y eso es lo más terrible que puede acontecer».