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viernes, 26 de julio de 2019

LAS MIL Y UNA NOCHES EN LA CÁRCEL (Capítulo XII)



De la estancia de Ricardo en la cárcel Modelo de Valencia, del encuentro con sus cuatro hermanos, de los 69 presos que sacaron para fusilar y de su noche con cuatro condenados a muerte.


Cuando llegamos a la prisión Celular de Valencia, nos hicieron la ficha los propios presos y les pregunté si había algún hermano mío allí, porque me habían llegado noticias de que estaba detenido alguno de ellos. En concreto no sabía cuántos ni dónde. El muchacho solo supo decirme que había algunos con los mismos apellidos, nada más. Al día siguiente, me encontré en el patio a Gonzalo. Apenas lo conocí por la transformación que había sufrido en el pelo. Después de conversar con él, me entero de que estamos cuatro hermanos y yo, cinco hermanos en la misma cárcel.
El primer día por la tarde, sacaron a 69 de allí, denunciados por un chivato. Por suerte no conocía a ninguno. Durante los cinco días que permanecí en dicha prisión, me entrevisté con una gran cantidad de conocidos. Por ellos me enteré de lo que pasaba en la provincia y, sobre todo, en el pueblo.
Después de pasar por tal cantidad de cárceles, entre ellas el penal de Burgos, me causaron mucha impresión los pocos días que estuve en la Modelo, posiblemente debido a la “saca” que vi. Por eso me alegré mucho cuando salí de allí y deseé no volver más mientras estuviera detenido. Para postre, la última noche de mi estancia, tuve que dormir junto a los cuatro que habían condenado a pena de muerte. Cuando charlé con ellos, me informaron de lo triste que era estar en esas condiciones.

sábado, 20 de julio de 2019

LAS MIL Y UNA NOCHES EN LA CÁRCEL (Capítulo XI)


                                            Presos en el convento de San Miguel de los Reyes (Valencia)

Donde se cuenta el traslado del campo de la Santa Espina al de San Miguel de los Reyes en Valencia. Del paso por las cárceles de Medina del Campo, Segovia, Ávila, Madrid, Alcázar de San Juan, Albacete, y Valencia con mucha hambre y pocos víveres.

La noche del 2 de mayo de 1940 estaba tranquilamente acostado cuando apareció un escribiente de oficinas dando voces. Me despertó y me dijo lo siguiente: “Estate preparado para salir mañana a las seis en traslado hacia Requena”. Según él había podido comprobar, el traslado obedecía a una denuncia que me habían puesto en dicho pueblo. Esto me agradó muy poco. Le agradecí al escribiente el interés que se había tomado. 
A las seis del día tres salgo con ocho más, acompañados de dos guardias civiles, a coger el tren. Íbamos sueltos y fuimos bien tratados. Al llegar a Medina del Campo, nos apearon y nos llevaron al gran castillo de dicho pueblo, donde estuvimos un día. Al día siguiente, marchamos para Segovia, donde estuvimos dos días en la cárcel, luego continuamos hasta Ávila (también dos días) y continuamos hacia Madrid. Allí permanecimos diez días en la prisión de Yeserías. Continuamos el viaje hasta Alcázar de San Juan. En la cárcel de partido, un corral sin cubierta, permanecimos dos noches al raso. A la tercera noche, partimos hacia Albacete, donde estuvimos dos días más. Dos noches de reposo en un departamento donde estábamos unos encima de otros. De mañanita salimos para Valencia. Llegamos a la estación a las cuatro de la tarde. Éramos 69. Se los llevaron a todos menos a mí en camiones. A mí me conducen a prisiones militares: al cuartel de Ingenieros de Monte Olivete y de allí a San Miguel de los Reyes en Valencia. Como estaba sin juzgar, me tiran a la Modelo a la una de la mañana del día 20 de mayo, y el 26 me trasladaron a la prisión que fijó mi residencia.
De forma que he pasado detenido por el campamento de la Santa Espina y por el de Villagarzo; por las cárceles de Valdesillas, Zamora, Burgos, Valladolid, Medina del Campo, Segovia, Ávila, Madrid, Alcázar de San Juan, Albacete, Monte Olivete, San Miguel, Modelo y el Puig.
Los primeros días del traslado no los pasé muy mal, pero en Madrid se me acabó la comida que llevaba para el viaje y se puso aquello negro porque solo nos daban las sobras de los que allí había. En Alcázar no nos dieron ni agua en dos días. Mi compañero Palomares de Sinarcas, al que conocí en el traslado, llevaba dinero y le dio cinco duros a una recadera para que nos pasara comida. No volvió por allí, así que perdimos los cinco duros y nos quedamos sin comer. En Albacete nos dieron un cazo de lentejas cada día. Cuando llegamos a la Modelo de Valencia nos hartamos a comer arroz. No dejé ni las sobras de los seis cazos que me comí. No nos habían dado de comer en ninguna parte porque veníamos suministrados desde el punto de salida y así constaba en el pasaporte. El suministro era de 1,40 cada día y para dos días, son dos pesetas y dos sellos de cuarenta y con eso estuve desde el día 3 que salí hasta el 26 que llegué al punto de destino. ¡Vaya suministro!

viernes, 19 de julio de 2019

LAS MIL Y UNA NOCHES EN LA CÁRCEL (Capítulo X)


Del traslado a la prisión de Cocheras en Valladolid, donde se sufría frío y el asedio de piojos y chinches, que terminaron con un viejo preso de Almería. Del decreto titulado "La magnanimidad del Caudillo" y de las esperanzas frustradas de libertad.

El 8 de agosto de 1939 me incorporé a la prisión Cocheras de Valladolid. Los nueve meses que permanecí aquí, los pasé relativamente bien. Nos daban de comer regular, pero se podía ir tirando porque tenía la ventaja de que vendían de todo en el economato, en particular pan. Con poco dinero se podía solucionar la vida. Por lo menos no se pasaba hambre. En cuanto a la disciplina, sí que era bastante fuerte, aunque, si no te extralimitabas en tu puesto y obedecías siempre al mando, no se metían con nadie. Ahora bien, contra el que se estiraba un poco o chorizaba algo, lo solucionaban enseguida. Nada de arrestos ni calabozo, solo una pasada de vergajo más o menos dura.
Esta prisión era un poco más llevadera, aunque "arrepretados", se estaba bien. Cada uno tenía su manta y su colchoneta para dormir, claro que la miseria abundaba por ser todos de lejos y tenernos que lavar todos la ropa. Por lo menos había facilidad de lavarse. Sin embargo, cuando llegaba el invierno y los fríos arreciaban, sufríamos unos hielos tan enormes que se cuajaba hasta el agua de las tuberías. Padecíamos un frío terrible en el dormitorio porque la cubierta era de uralita y muy alta. Pasábamos el día liados en una manta y tirados en el petate. Daba pereza hasta lavarse la cara y aún más lavar la ropa, en particular los viejos. Cuando se me ocurría ponerme a lavar, se me quedaban las manos agarrotadas y lo tenía que dejar estar. Al comenzar el invierno trajeron una gran cantidad de viejos de Almería, poco acostumbrados al frío. Con las tempestades de hielo y nieve no se movían del petate ni de día ni de noche, salvo cuando era a la fuerza, para comer o para recoger el rancho.
Durante este invierno hubo muchas infecciones porque no había medios para ir limpios. Había tíos que no se mudaban en cuatro meses, lo que provocaba que hasta el que se lavaba se infectara. Hasta los lavaderos estaban llenos de chinches y pulgas. Cuando se ponía la ropa a secar, te tenías que estar un par de horas quitando bichos. No era raro que le quitaras más de doscientos bichos a la ropa después de lavada, lo que era el cuento de nunca acabar. Se dio el caso de un viejo (al que llamábamos don Pedro porque tenía sarna), al que se le empoderaron los piojos y se lo comieron. Murió a consecuencia de tanto piojo. No había quien se acercara a él porque hasta las mantas se movían solas de plenas que estaban.
Yo lo pasé bastante bien en esta prisión, porque, aunque pegaban muchas palizas, a mí no me tocó más que un coletazo de vergajo de un oficial muy viejo que apenas me hizo daño, por descuidarme un día al salir al patio de los últimos cuando tocaron diana. Muy pocos podrán decir esto.
Mis amigos eran Descalzo, Sebastián de Alpera, Aranega y Formentera, natural de aquella capital. Aún no hemos dejado de cruzarnos correspondencia. Una noche, por estar hablando los cuatro, llegó un oficial y les pegó a ellos. A mí me dejó porque me tenían bien considerado y nunca se metían conmigo.
Durante estos meses, teníamos la esperanza de salir pronto. El Director nos dijo un día que para las navidades próximas estaríamos en casa más del ochenta por ciento. Se publicó por entonces el decreto titulado “La magnanimidad del Caudillo”. Después pudimos comprobar que la magnanimidad fue la “bufa la gamba”.
A los pocos días, cuando Francia declara la guerra a Alemania, con las primeras ofensivas, continúa la esperanza de salir. Pero cuando Francia claudica, entonces decae por completo, por la rendición francesa y por el pacto de Rusia con Alemania y la propaganda que hacen de la hermana Rusia. Parecía que ya tenían el triunfo total y esto hizo que decayera todavía más la moral. Yo, desde el principio, calculaba que este régimen no podía durar más de dos años, pero menos tampoco. En todo momento estuve contenido. Mi dicho era: continúo en las mías. Aunque esto va a ser más largo de lo que me había figurado.
Tengo que decir que desde el día primero de agosto que comparecí ante aquel consejo en la Santa Espina no se me requirió para nada hasta el 20 de febrero de 1940. Estando en Cocheras, fui llamado ante el teniente auditor de la séptima región, un señor bastante campechano. Se me interrogó con buenos modos y con excelente trato. Me manifestaban que no tuviera miedo, que no estaba en la Espina. Querían que contara la verdad de los hechos y que rectificara, si había algo que rectificar, de lo declarado en aquella otra declaración. Después de un largo interrogatorio, se me ordenó que me retirara, como así lo hice.

jueves, 18 de julio de 2019

LAS MIL Y UNA NOCHES EN LA CÁRCEL (Capítulo IX)


De cómo llaman a Ricardo García a las oficinas para ser interrogado. De las torturas que allí le infligieron al que lo precedió y de cómo se inculpó de asesinatos que no había cometido para dejar de sufrir. De la tortura que el propio Ricardo padeció a manos de la comisión formada por un cura, un teniente, un sargento y varios guardiaciviles.

Hasta el uno de agosto de 1939, unas veces estaba muy mal y otras muy bien. Comía bien y el trato también mejoró para mí porque convivía con los oficiales y esto evitaba estar en las condiciones de los demás: no tenía que formar nunca y dormía en una colchoneta y con las mantas que necesitaba porque podía cogerlas del almacén. También le daba alguna a los amigos para que las vendieran y se compraran pan.
El día 1 de agosto vino a hablarme el voceador de las oficinas. Estas estaban en la calle de la Marquesa, al lado del convento. Allí tomaba declaración la guardia civil, según los informes que les mandaban del puesto. Cuando nombraban a alguien para ir a las oficinas causaba bastante temor. Las tenían ocultas con toda la intención.
El voceador, llamado Naranjo, que solía llamar a dos o tres cada medio día, me dijo: “Amigo, te llevo en la lista el primero, pero con el fin de que puedas ir tomando ánimos o alguna medida, te dejaré el último. Mucho cuidado con decir nada a nadie, que la cosa está negra.” Esto me lo dijo sobre las nueve de la mañana.
Me fui haciendo el ánimo porque sabía lo que allí ocurría por los que por allí habían pasado. Para poder aguantar mejor lo que me esperaba, me comí cosa de un kilo de carne de ternera asada y un litro de vino. Cuando estaba terminando, vi llegar al tal Naranjo, “vaya, ya te llegó”. En fin, pensé, bueno ha sido el almuerzo pero el postre que me espera va a ser de a chavo.
Me custodiaban Naranjo y un soldado. Cuando el primero me dejó, me deseó suerte. El soldado y yo pasamos a una sala, y luego, más adentro, a una alcoba sin rejas, muy encerrada, donde se encontraban los señores de la comisión. Según luego pude comprobar, la componían: el cura con su vergajo, un teniente cojo con el garrote, otro más cojo todavía con un trozo de cubierta de coche, un sargento con una estaca de carrasca como una pica de picayeso (estos eran los asesores); además estaban el cabo de la guardia civil, que era quien interrogaba, un guardia que escribía y otro con las esposas, alfileres, cuerda, etc., etc.
Cuando llegamos el soldado y yo a la antesala, nos tuvimos que esperar porque estaban haciendo el atestado de uno que tenían dentro. Nos hacían esperar con toda la intención, para que tomáramos miedo, y no era el caso para menos.
Oí que le preguntaban a cuántos había matado. Él contestó que ninguno, pero nada más contestar, se conoce que le pegaban dos a la vez de una forma extraña, porque cuando menos ruido se oía, los lamentos de aquel pobre eran más lastimosos. Lo tenían colgado de los pies y le metían alfileres pequeñitos entre las uñas, por eso no se oían golpes, aunque era peor el martirio que le estaban dando. Duró esto más de una hora. Cuando ya dijo que había matado a cuatro, insistieron para que dijera a cuántos más. Dijo que no podía decirlo porque habían sido muchos. Estaba en una máquina y le ponían a muchos y a todos los volcaba. No los conocía, salvo a aquellos cuatro de los que sí podía dar los nombres, como así lo hizo.
A los pocos días, después de haber estado incomunicado y de darle tres palizas diarias, sin perdonarle una, llegaron informes y avales de aquellos mismos que él había manifestado haber matado, pidiendo su libertad por ser afecto a la Falange, e inmediatamente lo llevaron a las mismas oficinas para darle la libertad. Cuando le preguntaron que por qué había manifestado haber matado a esa gente siendo mentira, contestó que para que lo mataran y no lo hicieran padecer tanto. Le dieron otra paliza por no haber dicho la verdad y lo mandaron a su casa más negro que una uva.
Mientras yo esperaba mi turno, andando el caso tan serio, el soldado que me custodiaba no cesaba de hablar, diciendo palabras groseras contra los señores de la comisión. Yo, que no tenía por qué escucharlo, le dije que se callase. Tuve que llamarle la atención diciéndole que si tanto tenía que decir de aquella cuadrilla, que pasase y se lo dijese a ellos, que ya le contestarían, que no hacían más que cumplir con su misión. El soldado me contestó: “¿Aún está usted tan tonto? Pues ahí lo van a espabilar, a ver si cumplen con su deber.” Le dije que no pensaba lo que decía, sino que no me fiaba un pelo de ninguno.
Momentos después, salió el apaleado tirando sangre por todo su cuerpo y más serio que un zapato. Yo tampoco me reía y menos cuando oí la voz de decía: “Que pase ese, que estará ya impaciente de esperar.” Con todos mis ánimos fui hacia adentro como aquel que entra en el ruedo. Una vez dentro vi el cuadro que allí había: sangre por el suelo y las paredes. Entonces me dije que lo más acertado sería no decir nada y a resistir todo lo que viniera.
Empezó a interrogarme el cabo, el guardia me esposó y preparó todos sus aparejos de tortura y empezaron la feria. De lo que a mí me pasó no cabe decir nada. Os lo podéis figurar, poco más o menos lo mismo que al anterior. La verdad es que no sé lo que pasó conmigo ni quiero recordar aquel cuadro. Lo que sí sé es que al cabo de dos horas ya estaba en el calabozo sin saber por dónde había llegado. Allí, a oscuras, había otros conmigo, que no dejaban de animarme y de darme agua. 
En el calabozo estuve ocho días, hasta el ocho de agosto, cuando partí hacia Valladolid, ya repuesto de la paliza gracias a que no la repitieron, como sí les pasó a otros a los que les tocaba todos los días y hasta tres veces al día.
En el calabozo me visitó el comandante jefe, a pesar de que ya no estaba allí mi paisano el médico. Se tomó interés por mí y me mandó cuanto antes a Valladolid para mi tranquilidad y para mejorar en cuanto a prisión, porque aquella era poco agradable.