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sábado, 24 de octubre de 2015

De San Clemente a la playa de Barcelona I: la partida


¿Cómo conseguir en el mundo moderno, en el mundo de los viajes instantáneos, que un trayecto entre Cuenca y Barcelona se convierta en una odisea digna de Ulises? Tomen nota:
1. La emoción de lo imprevisto. Miguel (nuestro alumno aventajado) se ha dejado el DNI en casa. El autobús ya ha salido de la dársena (nunca había utilizado esta palabra). ¿Llegará su padre a Mota del Cuervo antes de que lo haga el autobús?, ¿conseguirá darle el carné a tiempo?, y lo que es más importante, ¿es verdad que los negros tienen las ingles blancas?
2. Ruta del Quijote en autobús de línea. Pese a la intempestiva hora de salida (5:45), vale la pena recorrer las ventas por donde don Quijote y Sancho deambularon. Eso sí, hay que imaginarlas desde el asiento del autobús, a través de la ventanilla oscura, porque es de noche y solo se ve la difusa luz de las farolas y la de los clubs de carretera.
3. Atasco urbano. Después de tres horas y media de aventura en bus, nada mejor que introducirse de lleno en la locura del tráfico madrileño. Solo los elegidos pueden saborear este singular canto a la estridencia y a la desesperación. Una hora y pico de embotellamientos, ambulancias del SAMU y un peculiar taxista de entrecejo poblado. Su aspecto enfermizo muestra falta de sueño y de estupefacientes.
4. Delicias de aeropuerto. El paraíso del paciente y del exhibicionista. Convertirse en carne de matadero y experimentar la sensación de un ternero a punto de ser descabellado es una delicia masoquista que se completa en la cabina del avión: sensación de claustrofobia, apiñamiento, sauna gratis sin toalla, ni partes pudendas a la vista. Las azafatas y un personaje de Telecinco surcan el pasillo mientras Miguel (nuestro alumno aventajado) busca el restaurante.
5. El placer de la llegada y el "ikeísmo". Once horas después llegamos a nuestro destino. A pesar de las esteladas, de la herrumbre nacionalista que alimenta los prejuicios de todos, la gente en Calaf sigue siendo gente. En Calaf, en Estambul y en Teatinos. Nos recibe en Barcelona una profesora jubilada que se desvive por nuestra comodidad. En Calaf nos acogen unos profesores que se desviven para que sobrebebamos y sobrecomamos (escalivada, butifarras y pan de pueblo con tomate; esto sí que es delicia nacionalista). Se desvive por nosotros la corporación municipal en un salón desangelado que más parece un cuarto trastero que un salón de plenos. En la pared, el retrato del ínclito Mas y una bandera estelada. El alcalde habla de la intención de la comarca de Calaf de independizarse de Igualada. Este proceso no tiene fin: la evolución llevará el independentismo hasta el cantonalismo y este podría derivar en el "ikeísmo" (cada uno como rey de su casa), lo que significaría que el último estadio (el más avanzado) de este proceso es el que ya ha alcanzado nuestro alumno aventajado (Miguel), de 16 años, al que su padre le lleva la leche a la cama. Sería pues el máximo exponente del "ikeísmo", un independentista de última generación.
Pero la gente sigue siendo gente, se muestran amables y se desviven por nuestra confortabilidad. De Lorca, de Sevilla, de Alcoy, de Barcelona, de Cuenca, todos bebemos vino, todos nos atropellamos en el primer contacto, todos mostramos nuestra naturaleza, todos gozamos al ver la fascinación de un pequeño pueblo por el teatro. Los vecinos de Calaf ha levantado un auditorio espectacular para disfrutar de la fiesta de los escenarios. Más teatro y menos televisión. Más vida y menos banderas.

lunes, 5 de octubre de 2015

Reliquias paganas: el santo prepucio de Artur Mas

Año 2050, 11 de septiembre. La Plaza de Cataluña esperma de emoción. Las masas se congregan en la procesión de la Diada para celebrar el traslado del prepucio de Artur Mas desde la catedral de Barcelona al monasterio de Montserrat. Por fin la iglesia ha dado su beneplácito y ha reconocido la reliquia como un verdadero resto de adoración que se conserva incorrupto desde que el estadista y santo muriera el 25 de agosto de 2030. Una urna de vidrio guarda los restos, que son conducidos por el arzobispo de la ciudad hasta el centro de la plaza. Allí, sobre una peana rojigualda, una virgen de la más rancia estirpe catalana, sin mácula charnega, ni rastros de sucio castellanismo, saca el pellejo de la urna y lo alza ante el griterío enfervorizado de la masa. Las mujeres lloran, los niños se comen los mocos y los hombres se rasgan el pecho con las uñas cuando ven iluminarse a la muchacha virgen al acercarse el prepucio a los labios.
 Se rememora el milagro ocurrido otro 11 de septiembre, el del año 2016, cuando Empar Ramírez, santa mártir catalana, acuciada por las hordas españolas encabezadas por el sabio Rajoy, se tuvo que inmolar delante de los ejércitos castellanos congregados para liberar a la patria. El prepucio de Artur Mas le devolvió la vida, la trajo de una muerte segura. Aún lo recuerdan los más viejos del lugar: Empar era carnicera y hacía pocos ascos a los hombres. Salió de mañana buscando un varón que la satisficiera, pero se encontró con que ese día se celebraba el día grande de Cataluña y no era un jornada propicia para la pasión carnal. Artur Mas había ofrecido su prepucio el día anterior a los santos de la ciudad como promesa de que no pasaría un año más como ciudadano español. El sabio y omnipotente Rajoy, alarmado por la ofensa de Mas, se prestó para encabezar él mismo los ejércitos que garantizaran la unidad y la decencia de España. Al llegar a la Plaza de Cataluña, Rajoy se dio de bruces con Empar. Ella, confiada en la buena impresión que su físico causaba en la muchachada hombruna, calibró que Rajoy se le rendiría en menos de cinco minutos. Le rebañó la baba que le caía del belfo y se la llevó a los labios. El casto y sabio español no advirtió el gesto de lujuria y, creyéndola la cabecilla de la Independencia, le atravesó el pecho con la Tizona del Cid. El arzobispo de Cataluña recogió a Empar del suelo casi sin vida y la colocó en el centro de la plaza, junto a la fuente donde Mas arengaba a la masa independentista. Todos, hasta los soldados españoles, enmudecieron al ver la estampa del obispo llevando en brazos a la carnicera con el pecho abierto por el espadazo de Rajoy y el dedo pringado con la baba de Rajoy. El estadista y santo catalán, ni corto ni perezoso, sabiendo de las propiedades milagrosas de los prepucios de los elegidos, se sacó la chorra, cortó el pellejo sobrante y lo colocó en los labios de Empar. Al notar el sabor espeso de la carne recién aireada, la carnicera mostró un gesto de desagrado, pero, al instante, todos pudieron comprobar cómo la hemorragia del pecho se detenía, cómo el pecho se le cerraba y cómo la santa del independentismo catalán, Empar Ramírez, clamaba: "¡Un hombre!, ¿es que no hay un hombre en toda Barcelona?". Algunas cadenas de televisión interpretaron que el milagro lo produjo el pellejo; otras, estaban seguras de que fue obra de la saliva del español.
Hoy, 11 de septiembre de 2050, algunos catalanes añoran su pasado español como el que pierde un uñero en una excursión de montaña. La mayoría adora el pellejo incorrupto de San Mas y saborea el calor del establo que proporciona la patria.Otra mayoría venera las babas del español.
En Madrid, mientras tanto, perdidas Euskadi, Galicia, Comunidad Valenciana y Andalucía, se discute la independencia de la Comunidad Murciana y piden a lingüistas alemanes que no reconozcan el panocho como lengua franca de los pueblos mediterráneos. El sabio Rajoy es invocado como Pelayo en ayuda de los menguados reinos castellanos. Unas gotas espesas y blanquecinas se veneran en la Almudena y confían en su efecto milagroso. Algunos ya aspiran la "s" y otros dicen "chacho" en vez de "muchacho".
   

viernes, 26 de junio de 2015

Verano


La furia del sol
vuelve a asolar los campos,
los tejados,
el fondo de las arcas y los balnearios.
Nada queda del agua,
se perdió entre la calima,
entre los furores del fuego.
Nunca ha habido un verano como este,
ni nunca hubo un verano como el pasado.
Todos los veranos renuevan su manta de polvo
y la extienden sobre la arena calcinada
para que nadie pueda tumbarse sobre la tierra,
para que nadie pueda sujetar el tiempo por las crines.
Los veranos nunca son iguales, 
pasan, como los días, como las minifaldas,
sin dejar aliento en el pecho,
apresando a los incautos
que miran al cielo
con la esperanza de detener las horas,
de eternizar el agua de la primavera.
Todo es sopor y brasas,
todo murria y esporas,
nada se detiene,
ni siquiera este bochorno de lanas
que parece anidar para siempre en el sudor de los muslos,
en el fin de los ventiladores.
Pasará, 
como pasó la lluvia,
como pasaron los años de la infancia,
veloces, 
ya casi inexistentes.

jueves, 25 de junio de 2015

Glorias olvidadas: "Soy bellísimo" de Gonzalo


Soy bellísimo, soy bellísimo,
A la mierda mi cuerpo
si mi alma está sola.
Soy bellísimo, soy bellísimo
nana nana nanana nanana na naaaaaa

Ahora en las sombras de mi cuerpo,
donde se ahogan mis palabras,
me siento el ser más feo de la Tierra.
Eso me siento.

Seguro que pocos recordáis ya a Gonzalo, un cantante de finales de los 70 cuya trayectoria musical ha sido injustamente olvidada. Solo tenéis que releer esta estrofa extraída al azar de su canción más conocida para comprobar el gran vate que se escondía tras esa melena de escultura griega. El estribillo es de una originalidad que roza las mejores creaciones de un Ronsard o de un Baudelaire. Es el nuevo poeta maldito del siglo XX, aún sin reconocimiento. La concesión a las vanguardias: "nana nana nanana...", se engasta en un tema tradicional como es el de la renuncia a la propia belleza física que malogra el espíritu, a la manera del mejor Cernuda. La canción, además, es un homenaje a Wilde, una vuelta de tuerca al retrato de Dorian Gray. Oídla, deleitaos y cantadla por las calles, en el autobús, en los museos, en las piscinas. Colaborad en la recuperación de esta gloria olvidada.

miércoles, 10 de junio de 2015

La placidez de la bestia


Rumiamos los necios bajo el balcón de quien nos arroja los desperdicios y agradecemos su gesto. Nos sometemos al dominio del amo que nos da de comer las sobras, mientras a ellos les crece el vientre como un tumor maligno. No somos capaces de diferenciar la porquería de los manjares, nos basta con no pensar demasiado para seguir respirando. Si ellos nos proporcionan lo necesario por qué ir a buscarlo, por qué cuestionarnos la calidad de la comida, por qué buscar una independencia que solo nos traería problemas y la venganza de los que velan por nosotros. Es mejor así: la placidez de la bestia. La ignorancia da sosiego, adocena, pero permite contemplar la vida como la oveja que ve subir a sus corderos en el camión del matarife, sin ninguna alteración, con idiotez, con la idiotez de la inconsciencia. Rumiamos los necios, comemos los desperdicios del amo y le damos las gracias por cuidar de nosotros, almas sin piernas, de balido largo y hueco.  

domingo, 7 de junio de 2015

Mitos y logos


Calypso ve alejarse a Ulises desde la playa. Llora sin consuelo, sus lágrimas de diosa vuelven la arena en piedra. La soledad no perdona a los dioses, es tan angustiosa como el mar. Ulises, el hombre, su amado, con el que yació más de cinco años, vuelve a Ítaca. La melancolía del mortal no resiste más, sus ansias de ser hombre, de hablar con hombres, de saber de su mujer, de su hijo, de su tierra... Su curiosidad y su amor le impulsan a partir. No acepta ninguno de los regalos de Calypso, ni la inmortalidad, ni el placer eterno que le brinda la diosa. Quiere antes ser hombre mortal que dios eterno, acepta su condición y prefiere la aventura efímera que los placeres sin fin de la isla. Sabe que el dolor lo rondará en cada golpe de ola, que las tormentas del mar pueden ser terribles y, a pesar de todo, sube a la nave para enfrentarse a la muerte. Ni siquiera ella, su dulce Calypso, una diosa comprensiva y amorosa, ha sido capaz de frenar su condición humana.
Pasan dos mil años. Frente al templo, un tumulto de gente adora a su ídolo. No son herederos de Ulises, no son astutos, ni aventureros, ni intrépidos, ni valerosos, ni siquiera hombres en su concepto racional. Se entregan no ya a Calypso, sino a dioses más groseros, vengativos, todopoderosos, sin diálogo. No se rebelan a su suerte de esclavos, ni claman por su condición de hombres, porque no lo son. Salen del templo, después de rendirse al mito. No se da opción al logos: quien ose ofender a los dioses, será sepultado bajo la ceguera del fanatismo. El diálogo está muerto, todo sea por una eternidad prometida a golpe de miedo y paraísos. Ulises, para ellos, es un infeliz.    

sábado, 6 de junio de 2015

El olvido


La suavidad del olvido
es de lluvia limpia.
Cuando la sientes,
su tacto es de aire
sin aristas,
un leve morir 
que rejuvenece.
Olvidar es lavar
los trapos de la memoria
y afeitar el rencor
para amanecer nuevo 
en la acera,
sin hedores rancios,
sin barba de dos días,
con la piel suave,
limpia,
agradecida al aire que la refresca.
El olvido es tan liviano
como una gota de sangre
transparente. 

sábado, 23 de mayo de 2015

Glorias olvidadas


La posteridad es ingrata. Y como ejemplo sirva este edicto del año 1937. Su autor, el alcalde de Sa Pobla, no ha quedado registrado que yo sepa en ninguno de los libros de historia de la literatura, ni se le menciona siquiera en ninguna antología poética. Solo la redacción de este bando podría incluirlo en lo más granado del Olimpo lírico español si alguien se hubiera fijado en él. Intentaré enderezar el tuerto.
Como se puede ver, el bando recoge una serie de prohibiciones bajo la amenaza de sanción contra todas aquellas parejas que hicieran uso de su amor en público:
-"Con la mano en el muslo, 1000 pesetas".
-"Con la mano en aquello, 1500 pesetas".
-"Con aquello en la mano, 2000 pesetas".
-"Con la boca en aquello, 2500 pesetas".
-"Con aquello en aquella, 3000 pesetas".
-"Con aquello fuera de aquella, 4000 pesetas".
-"Con aquello detrás de aquella, 5000 pesetas".
Al margen de que las sanciones sean o no adecuadas al delito cometido, hay que observar ya en esta primera parte del texto, el lirismo con que se definen cada una de las situaciones eróticas. La inspiración de los maestros árabes y de los relatos de las Mil y una noches subyacen bajo la habilidad poética del alcalde Vicente. Y si esto nos pareciera poca cosa, no tenemos más que leer la continuación. Un prodigio del dominio de la condensación y la metáfora como pocas veces se puede apreciar en la poesía española de todos los tiempos:

"¿QUÉ ES AQUELLO?"
"No es un murciélago, pero vive colgando".
"No es un acordeón, pero se estira y se encoge".
"No piensa, pero tiene cabeza".
"No pertenece a ningún club, pero lo llaman miembro".
"No produce música, pero lo llaman órgano".
"No es un caballero, pero se levanta ante las damas".
"¿QUÉ ES AQUELLA?"
"Tiene labios, pero sin dientes".
"Es un conejo que no corre, pero se corre".
"No es un abanico, pero se abre".
"No muerde, pero traga".
"No es vegetariano, pero come nabos".
"No es un aspirador, pero traga polvos".

Después de este alarde de altísima poesía, quién no estará conmigo en que se ha relegado al anonimato a un gran poeta, a un místico sufí que habla del erotismo como lo hicieron san Juan de la Cruz o el mismo Ibn Hazm de Córdoba. ¿Dónde podríamos encontrar tanta sutileza, tan delicado tratamiento del amor, tantas suaves metáforas para nombrar lo femenino y lo masculino? Solo en lo más escogido de nuestra lírica, en nuestros más afamados poetas hay algo similar. Recuperemos del anonimato a este alcalde, a D. Vicente Soler, que, en plena guerra civil supo regenerar a la poesía en un humilde bando de ayuntamiento.

lunes, 11 de mayo de 2015

Estampas VI



Televisión Iberia, años 60: retransmiten una corrida de toros; los vecinos vienen a verla porque es el único aparato de la calle. Además de los morlacos en blanco y negro, los Monster, Valentina y Locomotoro, el Superagente 86, la Casa de los Martínez, el Santo, el Virginiano, los Vengadores, Massiel serena... Todo sin color y con la inocencia de la infancia: la practicante aparece amenazante en casa y corro a esconderme debajo del lavabo.
Televisión Philips, adolescencia, Argentina, 78: televisión en color, los escaparates llenos de gente pasmada por ver el verde de la Bombonera, las calles todavía en blanco y negro con hombreras y pantalones de pernera ancha, Calpe, Un dos, tres, granos de adolescente y caracolas de recuerdo.
Mundial 82: mili, Irlanda del Norte, whisky y una cantina de cuartel arrasada por el calimocho. La Edad de Oro nos revoluciona, Retorno a Bridshead y Yo Claudio nos confunden.
Televisión Telefunken: La ebriedad de la juventud: movida de los 80, Soldado Swejk antes de los primeros cubalitros, Studs Lonigan, The Smiths, el Renault 8 cargado con tuberías de hormigón y manchado de vómito, un radiocasete al ritmo del acelerador.
Televisión Philips, negra, los 90: La Mancha, en Río de Janeiro los Papá Noel se asan de calor, una olimpiada vista desde Cancún, el crimen de Miguel Ángel Blanco padecido desde la distancia de La Habana, Twin Peaks, Doctor en Alaska, Seinfeld y Frasier, la vanguardia y el humor.
Dos Sony y una televisión curva, los 2000: la rehostia, el mundo a través de la pantalla, las series te impiden salir a la calle porque no hay nada tan interesante (mentiras de la edad). Los Simpson, Mad Men, Breaking Bad, Borgen, The Wire. El Intermedio y Jordi Évole y lo demás es filfa.Y siempre, desde la altura del tiempo, Jordi Hurtado observándonos desde el cielo de lo intemporal.

sábado, 9 de mayo de 2015

Estampas V


Le gustaba fumar cigarrillos sin filtro, a caladas nerviosas, como si los masticara. Le gustaba fumar y pasear compulsivamente, arriba y abajo, como los gorriones que recogían migas en la puerta del café decimonónico. Le gustaba fumar y dirigir la banda en la procesión, detrás de los músicos; a veces dirigía solo, sin ellos, cuando el calor apretaba. Tenía la habilidad de las lenguas, hablaba todos los idiomas del mundo, concentrados en muy pocas sílabas que le servían para comunicarse con cualquiera: "Ipló, ichipló; ipló, ichipló". Le gustaba fumar, echar humo por cualquier orificios, sin pausa, para calmar unos nervios que, a veces lo encalabrinaban y lo volvían violento. Solo a veces, cuando le tocábamos mucho los cojones, se revolvía amenazante, se sacaba la pija e intentaba mearnos mientras corría detrás de nosotros. Los viejos nos lo recriminaban, pero no teníamos otra cosa que hacer, nos gustaba sacarlo de quicio y salir corriendo. Le gustaba fumar y, a veces, se convertía en profeta. Nos anunció el cambio climático muchas décadas antes de que se oyera nombrarlo: "El mar llegará hasta Requena; en Denia quitarán las playas y, como en Requena no hay arena, pondrán cojines para tomar el sol a gusto. Dame un cigarrito". Vestía camisa blanca con lamparones y chaqueta de lana en invierno, con remiendos de antes de la guerra. Los pantalones se los sujetaba muy arriba, con un cinturón que le ahogaba la respiración y le subía el tiro para mostrar la roña de los tobillos. Cuando entraba en el bar decimonónico, el dueño solía echarlo al poco porque intimidaba a las muchachas y molestaba a los que jugaban al "hijoputa". A veces, cuando contaba la historia del sargento Fuli, se le hinchaban las venas del cuello, le lagrimeaba el ojo, se le salían los mocos, parecía recuperar la cordura, pero enseguida salía detrás de nosotros con la pija fuera.

jueves, 7 de mayo de 2015

Estampas IV


Hacía calor en verano, casi tanto como ahora. Sus ocho años los protegía un braguero de goma rosa. Era molesto, pero hasta en bañador se sentía seguro con él. Notaba las tripas recogidas en las ingles y, por lo menos, sabía que no se le saldrían delante de todo el mundo si no se rompían las cintas que recorrían las nalgas. Ya le había ocurrido más de una vez: el roce de la goma con la piel provocaba que el tirante se desgastara, se rajara y saliera por la pernera del bañador, asomando como un pingajo rosa de difícil catalogación. La suerte es que tenía ocho años y la vergüenza todavía no le impedía pensar en el ridículo de llevar colgando una tira de silicona en la parte alta del muslo.
Su cuerpo de anemia soportaba una cabeza desmesurada, las costillas pugnaban por reventarle la piel y era inverosímil que unas canillas tan delgadas soportaran el peso sin tronzarse. Al subir las escaleras que llevaban al sol, contempló al bañista con bigote y bañador de cuerpo entero pintado en la pared que señalaba el vestuario masculino. 
No se atrevió a tirarse en la piscina grande sin salvavidas, todavía no sabía nadar y sintió pánico al comprobar la profundidad del agua. Hasta entonces, solo se había bañado en el abrevadero de las ovejas que pastoreaba su abuelo. Vio a su padre y a sus amigos lanzándose desde la palanca. Encogían las piernas en el aire y nadaban con la cabeza fuera, ladeada, alargando el brazo derecho una y otra vez con la inseguridad de la gente de secano. La piscina no parecía, como le habían asegurado, una diversión, sino un padecimiento. Resoplaban los hombres con furia hasta alcanzar la escalerilla que les llevara de nuevo a la seguridad de las baldosas ardientes. Salían aliviados, se peinaban con el rastrillo de los dedos, y los bañadores de lana, deformados por el agua, dejaban una holgura indecente en las perneras.
Su padre lo instó a tirarse a la piscina, le caló el flotador y le dijo que los hombres se tiraban de cabeza. No quería hacerlo, pero no podía defraudarlo. Se armó de todo el valor que pudo y se lanzó. Cuando se vio bajo el agua con las piernas atrapadas en la trampa del flotador, sufrió una angustia atroz. Notó que una de las cintas del braguero se le había salido de los botones, intentó respirar, a bocanadas, pero solo entraba agua por su boca. Braceó sin sentido, con pánico, se intentó zafar, pero el peso de la cabeza y las piernas en el flotador no le permitían volver a la superficie.Cuando el amigo de su padre lo sacó de allí, respiró con ansia, desconcertado. Recuperó el resuello, vio el rostro impasible de su padre, esperó un reproche, una reprimenda por no haber mostrado suficiente valor o pericia o qué sabía él. No le dijo nada, se dio la vuelta, le mostró su espalda imponente de hombre curtido y lo dejó solo con el braguero colgando y un moco líquido que notaba entre los labios.Ya no hacía calor, el frío le caló el pellejo y los huesos.            

martes, 5 de mayo de 2015

Estampas III



Cuando el cura le dijo que debía leer más, que no sabía lo que decía, comenzó a devorar todos los libros que cayeron en sus manos. Se aficionó a la literatura por despecho, por reacción contra el que lo había humillado públicamente. Él no habría elegido Religión como materia optativa, pero el profesor de Ética lo ponía muy difícil y hubiera sido incapaz de soportar en silencio su cara de chivo muerto durante dos horas a la semana.Con 15 años, la elección era sencilla: el cura no exigía nada y los amigos se lo habían recomendado porque era un hombre muy afable, nunca lo habían visto tirar de las orejas a ningún alumno. Sin embargo, en la segunda clase, ya se había arrepentido de la elección. No pudo callarse. "No debéis atentar contra las leyes de Dios, el Señor os ama y os premiará con la vida eterna si no os tocáis". "¿Y si lo hacemos qué nos pasará?". "Sufriréis los castigos que se reservan a los sucios de corazón, esos granos que tienes en la cara son un aviso del Señor". Lo dijo delante de las dos chicas que más le gustaban y a él le pareció que se reían de él, que se burlaban de sus vicios y que se mofaban de su aspecto. "Pues usted debe hacerlo a menudo porque esa barriga no se consigue por tirar piedras al río". El cura se aproximó a él con la ira contenida. Todos creían que iba a perder su talante, pero no. "Debes leer más, hijo mío. Cuando se debate sobre asuntos del alma uno debe estar más informado". Le habría sabido mejor que le soltara una colleja o que le tirara de los pelos del cogote o que lo echara de clase. Aquellas palabras se le fijaron en la memoria para siempre, sobre todo en cuanto vio a las dos chicas reírse de él sin ninguna piedad.Se fue del aula y no volvió a pisar la clase de Religión, sin embargo, recordaría a ese cura durante toda su vida. Fue el único alumno que suspendió la asignatura en muchos años.
El día que escribió su segundo tratado sobre el disfrute de la masturbación apoyándose en los más ilustres sabios griegos y latinos, se acordó de aquel cura y le dio gracias por impulsar su carrera y su placer.  

domingo, 3 de mayo de 2015

Estampas II


El lateral izquierdo corría la banda con ímpetu, había cruzado ya el medio campo y solo se interponía ante él un defensa de cien kilos con cintura de plomo.
¿Cómo había llegado hasta esa posición? Siempre jugó como central y nunca se había enfrentado a jugadores con barriga de preñada. ¿Cómo se había torcido su futuro de futbolista hasta los campos de segunda regional? Había sido un central de físico imponente, recio, sin demasiada técnica, pero con la suficiente pegada y sentido de la estrategia como para triunfar en el primer equipo. Cuando jugaba en el juvenil, disfrutaba con la pelota, gozaba de la solidaridad de pertenecer a un grupo que se divertía en común, que reía tanto en el campo como fuera de él cuando se reunían para tomar la cerveza de después. El juego era lo importante. Al acostarse, pensaba en el partido de la semana, en subir al área contraria y cabecear a gol en el último minuto. Celebraba cualquier jugada con sus amigos, con los camaradas del instituto, con los que lo arropaban en sus fechorías y en sus calaveradas. La responsabilidad solo pasaba por disfrutar de los 90 minutos trenzando jugadas vistosas, por culminar los pases al hueco con acierto.
No era muy hábil con el regate, pero evitó con facilidad la entrada mastodóntica del central de cien kilos. Evitó la patada en mitad de la rodilla y siguió en su incursión hasta la línea de fondo. De reojo vio en la banda a un abuelo sentado en una silla de anea, con la barbilla apoyada en un cayado de pastor. Había dejado a su propio portero bebiendo de una bota de vino que un aficionado del equipo contrario le obligó a no rechazar. Tras la portería, un muro servía de límite entre el campo de fútbol y el cementerio.
Su progresión fue premiada con la subida al primer equipo. Llegó a jugar en algún campo importante, pero ya no era igual. No estaba cómodo, ya no era un juego. Debía competir por su puesto y empezó a pensar demasiado. Cuando le llegaba la pelota, sus movimientos dejaron de ser espontáneos, los nervios lo atenazaban, solía pifiar cada uno de los pases y llegaba siempre tarde al balón. La sociedad con el libre ya no era mecánica, lo oía gruñir en cada una de sus acciones. "Las chicas te están sorbiendo el tuétano", "otro que se echa a perder", "les gusta demasiado la juerga", "ya no disfrutan entrenando como antes", "no tienen voluntad ni capacidad de esfuerzo", "en cuanto se les pone dura, se les reblandecen las piernas"... El fútbol se convirtió en angustia. Los partidos ya no eran una fiesta, el momento más esperado de la semana, sino un trago amargo que había que endulzar como se pudiera. A mitad de temporada era reserva fijo y dos partidos después lo bajaron al equipo de segunda regional.
Cuando se aproximaba a la línea de fondo, pensó, "¿qué voy a hacer ahora?, yo no le doy a un bote con la zurda, ¿cómo había que poner la pierna?, no sé si pararme o centrar al paso..." En ese momento notó el garrote del abuelo enganchando su pierna izquierda. La zancadilla le hizo caer de bruces sobre la tierra prensada. Fue un alivio. La tangana la contempló desde el suelo.

sábado, 2 de mayo de 2015

Estampas I


Las abarcas de su abuelo se hunden en el barro. El frescor del agua del pozo. La sintonía de "Elena Francis" (nana, nananaranana, nanananana, nana, nan...) sale de la radio, a los pies de la abuela, mientras ella remienda un pantalón de pana. El rosal silvestre crece y alumbra la entrada de la casa de campo. Un cristal en forma de huso se incrusta en un muro encalado. El abuelo, con la primera luz, se afeita con navaja barbera y se muerde la costra del labio cuando la cuchilla le muerde la piel. El baño en el abrevadero de las ovejas. La barriga raspada por la poca profundidad del agua. El miedo a la hondura de la balsa y a los monstruos que esconde el agua densa y verde. El miedo a la oscuridad, al aullido del lobo en las noches de verano. La algarabía de la cosecha del trigo en la era, durante una noche tan clara que no parece noche. Las estufas de humo ahuyentan las tormentas de granizo. El parte del tiempo se escucha con atención, en silencio, el mismo silencio que rompen las cucharas golpeando la cerámica durante las comidas y las cenas. La piedra de cal hierve en el agua del carburo y la llama surge silbando para crear perfiles monstruosos. Las servilletas blancas rezuman suero, se huele la leche de oveja y chorrea en los estantes de madera la blancura de los quesos. Los silos en la cámara guardan el trigo y la cebada, dunas de grano que arañan los roedores. El miedo de la noche, la amistad de la luna acompaña al muchacho entre las cepas. Se limpia con una pámpana verde o con una piedra pulida. El miedo de la noche, el aullido del lobo. La voz balsámica de la abuela sonando entre los consejos de Elena Francis y el zumbido de las abejas y las moscas. Las rosas silvestres coloreando la cal de la fachada. Un tebeo de Agamenón ahuyenta las sombras. El agua de la balsa se vacía en los surcos del riego, ríos por donde compiten los barcos de choza. Las abarcas hundidas en el barro y el azadón abriendo nuevo curso al agua liberada. Las gallinas nos han robado las palabras, cloquean sin descanso y el gallo avisa al abuelo para que sangre delante del espejo en forma de huso. Los hombres no hablan, clavan las abarcas en la tierra, se envuelven de polvo y conducen a las ovejas hasta los pastos más lejanos. Entre los silos, en lo más alto de la casa, dormita el muchacho muerto de miedo arrullado por los roedores que arañan las dunas de trigo. Agamenón no es un príncipe griego, valeroso, capitán de la victoria contra los troyanos, sino un labriego con boina que hace reír y alumbra las noches y apaga las voces de los lobos y se yergue en medio de los silos y pisa con su 54 de pie a los ratones que enturbian el silencio. "Igualico, igualico que el defunto de su agüelico", ríe el muchacho y se acaricia la barriga, arañada durante el baño en el abrevadero. Ríe y se duerme en u sueño profundo. El suelo de la cámara cede y el muchacho vuela sobre su cama hasta el establo, allí lo espera una mula torda que, asustada, da coces sobre el pesebre. El muchacho, a pesar del estruendo, no quiere despertar.

domingo, 26 de abril de 2015

Dublineses V


Al final ha aparecido la lluvia y el viento del Ártico para anunciarnos que debemos marchar. Dejamos Dublín con la barriga más hinchada, la garganta enrojecida y la sensación de que me dejo algo (no, no, eso siempre me pasa), de que nos dejamos a alguien encerrado y dando tumbos en los urinarios de un pub de Temple Bar. Seguro que mientras despega el avión, los muertos siguen oyendo caer la lluvia sobre las lápidas de musgo de Glasnevin, donde "Popeye" se engulló en honor a los héroes de la patria una tarta de arándanos. Seguro que mientras despega el avión, los gardas irlandeses siguen cotejando las nalgas de "Cobete" en el fichero de la policía para dar con el culo que se asomó por la ventana del hotel más amable en el que uno pueda reposar. Seguro que a Shaw, a Wilde, a Joyce y hasta a Swift, esta escena les hubiera inspirado para confeccionar un tratado satírico sobre los astros celestes y los culos españoles tomando el fresco a las dos de la mañana bajo la luna de Dublín.
Somos más amables que cuando partimos de Madrid. El contacto con los dublineses nos ha transformado el talante, el problema es que en cuanto nos topemos con el primer funcionario de aduanas o con un espejo es posible que la transformación se deshaga como por ensalmo.

sábado, 18 de abril de 2015

Dublineses IV


Las atracciones de Dublín no las busquéis en las visitas al castillo, ni en el Trinity College, ni en el ayuntamiento, sino en los urinarios de los pubs. En esos lugares se localiza el gran atractivo turístico de la ciudad. Y no es moco de pavo. Ni Roma, ni París, ni siquiera Londres ofrecen paisajes tan atrayentes como las empinadas escaleras de los retretes de esta ciudad. No hay otros sitios en Dublín que el viajero visite tanto. Después de disfrutar de uno de los mayores placeres de los que puede gozar un hombre (y cito a un cura casto), aprende uno a lavarse y secarse las manos con rapidez y pericia. Todo se dispone con eficacia para volver a la barra, atraído por las sirenas que se apostan en todos los pubs de la ciudad, desafiando a los tapones de los oídos con que suelen protegerse los navegantes. Nos recreamos con el refrescante sabor de 1000 cervezas distintas que apenas se suben a la cabeza, con la esperanza de que en las pantallas de televisión dejen de emitir el Máster de Augusta de 1991.
La música celta puede entusiasmar tanto como empalagar, según el intérprete. El violín y el acordeón invitan a ahogarse en pintas por placer, la cantinela del cantautor nacionalista invita a ahogarse en pintas por desesperación. Todo es algarabía y urinarios. Conozco las porcelanas del retrete del O´Neals con más detalle que las de mi casa y solo llevamos aquí cuatro días.
Mientras, los chicos se entretienen: "Cobete" enseña el culo por una ventana. "Popeye" reta a un combate de boxeo al campeón de Cuenca de los pesos ligeros (la ignorancia es muy atrevida). Suerte tiene de que el guarda del Trinity College impide la pelea (el campeón venció en la final a su propio hermano). Al llegar al hotel, el "Ganadero" traiciona a sus amigos con fotos poco decentes. Es el ritmo de los 17 años. Y yo sigo en los urinarios charlando con alemanes, con dublineses, con españoles y con un señor de Finlandia que se balancea y amenaza con su chorro disperso, mientras desalojamos las pintas en el paredón de cerámica blanca. En las pantallas de televisión, un irlandés vuelve a ganar el Máster de Augusta. Lo bueno de Dublín es que a los borrachos nunca se les ve desamparados.

miércoles, 15 de abril de 2015

Dublineses III


Durante el Bloomsday, los dublineses se visten de época para homenajear al escritor que renegó de los irlandeses y huyó de ellos para no sufrir los aromas de la patria. Sería impensable que aquí toda una ciudad se volcara en agasajos por una obra literaria. No puedo imaginar a todos los madrileños con gorguera celebrando el 23 de abril para celebrar la pluma de Cervantes. A los actos con que se conmemora de manera parecida la figura de Valle-Inclán asisten cuatro indocumentados. Aquí nos reunimos para cosas más serias: pasear a hombros a ídolos de madera o lanzarnos en masa a las fuentes de nuestras plazas para celebrar que un niñato ha colado una pelota en una red.
El sol en Dublín es cerveza rubia, y hemos tenido la potra de disfrutarla durante tres días seguidos, los únicos en todo el invierno según nos comenta una camarera croata contagiada por la cháchara dublinesa.
El gran parque de la ciudad, San Stephen Green no es Hyde Park. Los troncos de sus árboles sí se pueden abrazar, pero está plagado de irlandeses: tomando el sol con el torso desnudo, dando el pecho a un bebé, comiendo, jugando al fútbol, hablando y hablando. Las gaviotas sobrevuelan el parque y se dejan caer al estanque. Los escritores muertos jalonan los pasillos entre los setos. Visitamos de nuevo los pubs para calmar la sed de un día de picnic. Nos reciben, aquí también, los escritores muertos. Por suerte no se permite la entrada a las gaviotas. Solo la música celta, las pintas, los escritores muertos y los vivos celebrando no estar impresos en las paredes.      

lunes, 13 de abril de 2015

Dublineses II


El viajero necesita de unos días para aclimatarse al nuevo destino, para asentarse con confianza en los taburetes de los bares, para afianzar su paso sobre el asfalto. Los dublineses hacen este tránsito más breve. Al segundo día, el viajero es capaz de sentirse tan a gusto como en el salón comedor de su casa: el sofá es el pub; y la pinta, el mando de la televisión.
Las visitas turísticas en Dublín son una mera excusa para contactar con los conserjes del ayuntamiento y los empleados del Trinity College. Su buena disposición ayuda a no dar demasiada importancia al sentido de la visita. A falta de grandes descubrimientos arqueológicos, podemos indagar en la transparencia sincera de su piel, capaz de apaciguar al más airado de los visitantes. Su sonrisa suena tan cristalina como el chorro de alivio sobre la porcelana de los urinarios. Ni el City Hall, ni el Trinity College, ni la catedral de San Patrick cortan el aliento, pero no hace falta. Las profesiones en los que uno solo suele encontrar hiel y cuero gastado: camareros, recepcionistas de hotel, policías..., aquí se identifican con las buenas maneras. No les hace falta ningún museo de cadáveres para atraer al viajero. Dublín es tan sabroso como el pan con aceite, tan aromático como un salmón ahumado, tan mullido como la espuma de una pinta. En el barrio de Temple Bar, incluso más allá, las taberneras saben a labios de cebada, a piel de café y a banderas sin colores. No se debería comer en los pubs, en estos templos del alcohol, como no se debe jugar al mus en la casa del Señor. Entretanto, el músico de la guitarra acústica se desgañita entre gritos de españoles que han invadido las tabernas sin que cunda la alarma (no somos ingleses).
Las calles de Dublín han sido tomadas por los escritores muertos y por las gaviotas. Cuando uno espera en la habitación del hotel a que suene el despertador, oye los gañidos de estos pajarracos. Se ríen por su victoria. Al salir a la avenida, una de ellas, soberbia, se muestra sobre el monumento de O´Connell, héroe de la independencia irlandesa. La cabeza del "libertador" es su retrete. Se caga en la patria como James Joyce, en un hermanamiento de escritores muertos y aves estridentes que no acaba aquí. Decía el autor del Ulises que Irlanda era una vieja cerda que devora sin piedad a su lechigada, sin duda, Joyce ha enviado a las gaviotas para que se venguen del crimen, de las hambrunas que quedan reflejadas en unas esculturas de bronce en la margen del río. "Famine", reza el conjunto escultórico. Escalofriante el padre famélico que carga en sus hombros al hijo muerto, como el pastor a la cría de la oveja recién nacida. El pasado terrible queda congelado en el paseo, justo donde el día anterior se lanzaban a las aguas dos borrachos desafiando al aire afilado de la tarde.
Y mientras las gaviotas profanan la memoria de los héroes, los escritores muertos aparecen por todos lados: en los pubs, en las calles, en los parques, en las franquicias italianas, en los retretes... Becket, Bernard Shaw, Wilde, Joyce, Swift, Emmet y las gaviotas enseñan sus picos curvos en cualquier esquina, en cualquier urinario. Tan hirientes son las cagadas del ave sobre el busto del héroe de la independencia como las voces de los poetas muertos. Todos ellos también defecaron sobre las cabezas de bronce de sus próceres y de su patria. Dublín los ha convertido en una franquicia más de la literatura y pasea sus rostros dormidos hasta en los locales de tatuajes.

domingo, 12 de abril de 2015

Dublineses I



Que los aeropuertos se han convertido en algo muy parecido a los corredores de un matadero de reses es algo innegable. Aún más si uno se embarca en un viaje con 41 muchachos de 16 años. El tenso pánico que envuelve el ambiente desde las últimas catástrofes y las colas dirigidas con cintas de tela aumentan la angustia y la desesperación. Los viajeros aceptan sumisos el destino al que los abocan los túneles de metacrilato y los techos altos.
Todo cambia al llegar a Dublín. Se despeja la incógnita de vivir para contarlo y, para compensarnos, contemplamos una ciudad de andar por casa, sin soberbia. Apenas se la oye destacar en sus construcciones: no abruman las descomunales iglesias, ni los mastodónticos edificios, ni los arcos apabullantes. Nos planteamos la primera pregunta trascendental en un viaje, "¿qué vamos a ver aquí?", y una respuesta concluyente, "gente, pelirrojos con sonrisa confortable y con ganas de pegar la hebra". Todos los oficios susceptibles de engendrar tipos con mal gesto, se transforman en Dublín en traficantes de amabilidad: recepcionistas de hotel, policías, camareros, funcionarios... Nos pasan la "papela" y a las pocas horas viajamos en el cuelgue que a ellos les lleva al buen rollo. El mismo que se aprecia al entrar por primera vez en uno de los pubs de Temple Bar: música celta en directo, ambiente propicio para el jolgorio, pintas, niños bailando y mucho trapicheo de turistas embaucados por la droga de los dublineses. La risa roja de una tabernera vikinga farfulla comentarios jocosos mientras nos sirve las bebidas, sin otra preocupación que la sed de esa noche.
Al salir, en las márgenes del río, dos muchachos ebrios se despojan de las camisas y apurando una botella de whyskie se lanzan al agua desafiando el afilado viento de la tarde.
Para cenar, una sorpresa de charanga y pandereta. Solo a unos patriotas de pro como a nosotros se nos ocurre visitar un restaurante español en pleno Dublín con este menú: "Chiken chilindrón, estofado de rape con chorizo, salmón con jamón, tortilla española al horno con paprika y flan de arroz con leche". Infame comida e inmejorable trato. Los banderines y las bufandas del Málaga, los anuncios de Torremolinos, el Betis, el toro y la flamenca nos trasladan a los años 60 de un país no del todo real. En la puerta de los urinarios la página de un periódico de Dublín informa de un atentado de separatistas vascos contra el restaurante "La Paloma". Lo intentaron quemar, pero no lo consiguieron. Casi lo lamentamos.
Este es un primer día en Dublín. Esperemos que "la vieja cerda" (como llamaba Joyce a su Irlanda) nos ofrezca más sorpresas rojas y no nos devore como a su lechigada.