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miércoles, 24 de agosto de 2016

"Juan de Mairena, maestro apócrifo" por Rafael Narbona


Juan de Mairena nos aconseja huir del dogmatismo. La adhesión a un credo es un yugo que oscurece el juicio. “Tomar partido –señala Mairena, con la sabiduría de los sofistas- es no sólo renunciar a las razones de vuestros adversarios, sino también a las vuestras; abolir el diálogo, renunciar, en suma, a la razón humana”. Se ha dicho que Antonio Machado quizás habría actuado como su hermano Manuel, si la rebelión militar lo hubiera sorprendido en la zona donde triunfó el pronunciamiento, pero no parece probable. Los valores laicos y republicanos impregnan toda su obra, revelando que Antonio Machado siempre tomó partido por el proyecto de una España democrática y popular. Lejos de cualquier forma de fanatismo, su adhesión a la Segunda República obedece a un imperativo de la razón. El diálogo, la tolerancia y la duda sólo son posibles en el marco de la libertad, nunca en una plaza dominada por tribunos, terratenientes y curas aficionados a sentarse en la mesa del rico, ignorando la parábola bíblica del pobre Lázaro y el avariento Epulón. Manuel Machado se mostró servil con Franco, el dictador que aniquiló brutalmente a sus adversarios, invocando una idea de España opuesta a la voluntad de clarificación del racionalismo ilustrado. El jacobino Antonio Machado prefirió ejercer la resistencia hasta que los bárbaros lanzaron su última ofensiva sobre Madrid. El valiente rompeolas no pudo soportar la rabia de la España negra y tridentina, que acabó con la Edad de Plata de nuestra cultura.
Juan de Mairena describió el infierno como “la espeluznante mansión del tiempo, en cuyo círculo más hondo está Satanás dando cuerda a un reloj gigantesco”. El reloj de arena que acompaña a la guadaña nunca deja de girar. El ser humano contempla con angustia ese movimiento, pues sabe que la clepsidra que escancia la arena lo aproxima a la muerte. La eternidad es un misterio, tal vez una simple ensoñación de una mente hostigada por el imparable devenir. Sólo el instante parece real y quizás la única forma de permanencia que podamos imaginar. El instante no es una vivencia, sino un don de la palabra. La poesía no es un simple tributo a la belleza. La poesía es la forma más alta de trascendencia. Admirador de Henri Bergson, Antonio Machado asimiló gran parte de sus enseñanzas. Al igual que el filósofo francés, pensaba que el tiempo es duración, una vivencia que retiene el pasado y anticipa el futuro. Si el instante se reduce a un punto en el espacio, el tiempo se fractura en una sucesión de compartimentos estancos. Es la visión de la mecánica, que interpreta el universo como materia inerte y divisible. Por el contrario, Bergson describe el cosmos como el hilo de un ovillo, que se ondula y comunica en todos sus momentos. El tiempo es algo vivo, que fluye en todos los sentidos. Los instantes se penetran mutuamente, manteniendo una comunicación permanente entre lo vivido y el porvenir. No hay dos instantes idénticos. El tiempo es irreversible porque cada momento es diferente y nunca deja de transformarse. El pasado que se reescribe incesantemente. La memoria es la fuerza creativa que imprime al tiempo una estructura abierta y narrativa. El ser se dice. No es algo fijo y permanente. La palabra es la flecha que vivifica el tiempo. Mairena apunta que la palabra poética sólo manifiesta su poder transformador en la voz de “los niños de las escuelas populares”, cuya dicción siempre es más precisa y auténtica que la declamación huera de los recitadores. Sólo la inocencia puede captar el latido de la palabra, recreando el mundo y recogiendo la cosecha de los días pretéritos.
La poesía no es una cifra que mide los versos o un espejo situado en la orilla del tiempo, sino un acto creador que ensancha lo real: “Todo amor es fantasía/ […] No prueba nada / contra el amor que la amada / no haya existido jamás…”. La comprensión de la poesía no depende de la intuición, sino del pensamiento. “No es lo mismo pensar –advierte Mairena- que haber leído”. Pensar no es urdir filigranas, sino actualizar la sabiduría popular, que nunca ha tolerado un formalismo vacuo y preciosista: “Huid del preciosismo literario, que es el mayor enemigo de la originalidad. Pensad que escribís en una lengua madura, repleta de folklore, de saber popular, y que ése fue el barro santo de donde sacó Cervantes la creación literaria más original de todos los tiempos”. El saber popular reconoce a los maestros como Abel Martín, cuya modestia se parece a la de Platón, dispuesto a atribuir sus reflexiones a Sócrates, su mentor. El saber popular entiende que el folklore es “cultura viva y creadora de un pueblo”. El folklore es el alma de las naciones. El pueblo griego no habría existido sin Homero, que sintetizó los relatos recitados por poetas ambulantes o aedos en las distintas polis. El genio de Atenas llamea en los hexámetros de la Ilíada, alumbrando retrospectivamente una unidad cultural que sólo se hizo realidad en el terreno de la poesía, pues la rivalidad entre las diferentes ciudades impidió la unidad política.

La conciencia republicana de Machado se refleja en un patriotismo autocrítico: “Yo siempre os aconsejaré que procuréis ser mejores de lo que sois: de ningún modo que dejéis de ser españoles. Porque nadie más amante que yo ni más convencido de las virtudes de nuestra raza. Entre ellas debemos contar la de ser muy severos para juzgarnos a nosotros mismos”. Un buen español lidia con nuestras imperfecciones, sin ocultarlas o minimizarlas: “La posición es honrada, sincera y profundamente humana. Yo os invito a perseverar en ella hasta la muerte”. Antonio Machado continúa la estela de Cervantes, mostrando que el amor a España sólo puede concebirse desde el inconformismo. No podría ser de otro modo en un maestro del optimismo trágico. Utópico, Mairena pide lo imposible: “Que nuestro propósito sea más o menos irrealizable, en nada amengua la dignidad de nuestro propósito”. Alonso Quijano fracasa una y otra vez, pero su idealismo es la única brújula que puede orientarnos. Los españoles son aficionados a denigrarse, sin dedicar demasiado tiempo a conocerse: “Una pérdida total de simpatía hacia lo nuestro va construyendo poco a poco en nuestras almas un espíritu crítico que necesariamente ha de funcionar en falso y que algún día tendremos que arrumbar en el desván de los trastos inútiles”. La grandeza de España no está en sus hazañas de ultramar, sino en las clases populares: “En España lo mejor es el pueblo –escribe Antonio Machado en las últimas semanas de la guerra-. Por eso la heroica y abnegada defensa de Madrid, que ha asombrado al mundo, a mí me conmueve, pero no me sorprende. Siempre ha sido lo mismo. En los trances duros, los señoritos invaden la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre”. Juan de Mairena no es un señorito, sino un maestro que dialoga y cuestiona sus enseñanzas. Su sentido crítico no implica menosprecio o escasa autoestima. Su palabra es tiempo que discurre como un río caudaloso, sembrando plenitudes y claridades. Su poesía es duración, memoria que preserva y revive lo anterior, sin dejar de apuntar a un futuro que se hace con barro, ilusión y alguna brizna de desengaño. Aún es pronto para despedirse de él.

martes, 23 de agosto de 2016

"La casa" poema en prosa de Luis Cernuda


Desde siempre tuviste el deseo de la casa, tu casa, envolviéndote para el ocio y la tarea en una atmósfera amiga. Mas primero no supiste (porque eso lo aprenderías luego, a fuerza de vivir entre extraños) que tras de tu deseo, mezclado con él, estaba otro: el de un refugio con la amistad de las cosas. Afuera aguardaría lo demás, pero adentro estarías tú y lo tuyo.
Un día, cuando ya habías comenzado a rodar por el mundo, soñando tu casa, pero sin ella, un acontecer inesperado te deparó al fin la ocasión de tenerla. Y la fuiste levantando en torno de ti, sencilla, clara, propicia: la mesa, el diván, los libros, la lámpara –atmósfera que llenaban con su olor algunas flores de la temporada.
Pero era demasiado ligera, y tu vida demasiado azarosa, para durar mucho. Un día, otro día, desapareció tan inesperada como vino. Y seguiste rodando por tantas tierras, alguna que ni hubieras querido conocer. Cuántos proyectos de casa has tenido después, casi realizados en otra ocasión para de nuevo perderlos más tarde.
Sólo cuatro paredes, espacio reducido como la cabina de un barco, pero tuyo y con lo tuyo, aun a sabiendas de que su abrigo pudiera resultar transitorio; ligera, silenciosa, sola, sin la presencia y el ruido ofensivos de esos extraños con los que tantas veces ha sido tu castigo compartir la vivienda y la vida; alta, con sus ventanas abiertas al cielo y a las nubes, sobre las copas de unos árboles.

Pero es un sueño al que ya por imposible renuncias, aunque sea realidad de todos a la que no puedes aspirar. Tu existir es demasiado pobre y cambiante –te dices, escribiendo estas líneas de pie, porque ni una mesa tienes; tus libros (los que has salvado) por cualquier rincón, igual que tus papeles. Después de todo, el tiempo que te queda es poco, y quién sabe si no vale más vivir así, desnudo de toda posesión, dispuesto siempre para la partida.

lunes, 22 de agosto de 2016

"La muerte de un signo ortográfico" por Carlos Mayoral


Como Aureliano frente al pelotón de fusilamiento, siempre habré de recordar el día en que mi profesora de Lengua, una anciana de nombre antediluviano y estricta preceptiva ortográfica, me llevó a conocer el signo de apertura de interrogación (Teodosia, no te olvidaré). ¿Qué hemos hecho con esa elegante manera de abrirle nuestra duda al texto? No culparé a nadie, a menudo hay en estos soportes que ahora utilizamos ciertas restricciones que amenazan con exterminar esta noble raza tipográfica. Ciento cuarenta caracteres por aquí, deja espacio para un vídeo por allá. Mientras, mi querida profesora burgalesa, que nos azotaba con historias sobre cómo el Cid había jurado en Santa Gadea gracias al primer castellano, se revuelve allí donde esté viendo cómo el símbolo de apertura de interrogación ya no le importa a nadie.
Probablemente algún lector esté preguntándose quién es este tipo que cuestiona mi pulcra utilización de las comas y mi generosa conducta con los puntos. Si pertenecéis a este grupo, el texto también va con vosotros. ¿No os dais cuenta de que ahí afuera se está acabando, por ejemplo, con ese modo de expresar a la vez una pregunta y una exclamación mezclando, como en esta interminable frase, ambos signos!
Estamos exterminando los signos ortográficos. Y hay algo todavía peor: somos reincidentes. No es la primera vez que nuestra inercia destructiva acaba con estos tesoros. En el desierto de imagen, vídeo, GIFstreaming y quién sabe cuántas demoníacas plataformas más, este pequeño oasis gráfico amenaza con secarse. Pronto contaremos con un emoticono para cada emoción. Incluso contaremos con un emoticono para bailar sobre la tumba en la que enterramos las comillas, otro para ciscarnos en los corchetes. Nosotros, los de entonces, no sé si seremos los mismos, pero sí sé que recordaremos a nuestras profesoras de nombre antediluviano explicando la diferencia entre el punto final y el punto y seguido.
Apocalíptico, dirán algunos. Líneas atrás comentaba que no es la primera vez que ocurre. Que varios signos ortográficos cayeron para dar paso a estos que ahora desfallecen. A continuación enumeraremos unos cuantos que sucumbieron a la moda tipológica del momento. Como el Aureliano de principios del texto, estamos condenados a perder todas las guerras.

Los siete puntos
La primera ortografía, allá por 1741, recoge el uso de esta especie de puntos suspensivos con la intención de omitir una expresión o término. Antes de la aparición de esta norma, solían utilizarse tantos puntos como longitud se considerase que ocupaba el conjunto omitido. Finalmente, la Academia fijó en siete el número de puntos que habrían de utilizarse para este tipo de marcas. Varios siglos después, nuestra natural inclinación por la pereza nos ha privado de esta maravilla ortográfica.
Ejemplo: «No me seas ……….» (cosecha propia).

Apóstrofos garcilasistas
Este signo, aunque todavía figura en la RAE, corre tanto peligro de extinción que ni siquiera el influjo del omnipresente inglés podrá salvarlo. En castellano fue utilizado con frecuencia en los siglos XVI y XVII. De aquella hermosa manera de omitir apenas nos quedan algunos topónimos de lenguas cooficiales y algún que otro valiente de cuyas licencias narrativas es mejor no acordarse. Su uso se extendió con fuerza a través de la poesía renacentista (Garcilaso, Boscán, etc.).
Ejemplo: «Tierras d’Alcañiz negras las va parando» (Cantar de Mio Cid).

Licor suäve
Todo el que haya leído el célebre soneto de Lope se habrá extrañado al ver cómo el autor le coloca una diéresis sobre la letra «a». Este signo se utilizaba como recurso métrico para separar los diptongos en dos sílabas. Como tantas otras preceptivas poéticas en este siglo XXI, la diéresis métrica huyó el rostro al claro desengaño. La diéresis resiste de manera numantina sobre la letra «u». Quién sabe, si todo sigue así, cuánto tardará en desfallecer.
Ejemplo: «Convertido en vïola, / llora su desventura» (Garcilaso de la Vega).

Alçad los braços
Otro de los símbolos extinguidos o en vías de extinción es la cedilla. Desapareció de nuestra ortografía en el siglo XVIII. Hasta entonces se utilizaba para darle a la «c» el mismo uso ante «a», «o» y «u» que ante «e», «i». Lo curioso en este caso es, además, su origen, mucho más hermoso que su desaparición. La cedilla nació como un adorno visigótico, una floritura caligráfica llamada «copete». No solo en este siglo se cuida la imagen.
Ejemplo: «Porque ves allí, amigo Sancho Pança, donde se descubren treinta o poco más desaforados gigantes» (El Quijote, primera parte).

Virgulilla abreviadora
La célebre virgulilla, que aún hoy sirve como sombrero para la españolísima letra «ñ», tuvo en los albores del castellano un uso heredado del latín que poco a poco hemos ido perdiendo: abreviaba una palabra cuando esta no entraba en el renglón. De esta manera, era muy común ver cómo palabras repetitivas e intuitivamente reconocibles se difuminaban. Parece q esta moda d abreviar n es nueva.
Ejemplo: «que» sustituido por «q [con virgulilla]».

Antilambda o diplé
La antilambda o diplé (>) es el símbolo que hoy utilizamos para, por ejemplo, reflejar en matemáticas una comparación en la que uno de los dos términos es mayor que el otro: 9 > 8. En este caso, el origen del símbolo define perfectamente la naturaleza de la Edad Media en la península. Se utilizaba, en el momento en el que la línea que separaba el latín y la lengua romance castellana se iba perfilando y acentuando cada vez más, para introducir citas literales de la Biblia. Como curiosidad: es el origen de las actuales comillas latinas o españolas.

Asterismo ilustrado
El asterismo es un carácter tipográfico representado mediante tres asteriscos que forman un triángulo equilátero (). Además del hermoso origen etimológico del término (conjunto de estrellas) también es curioso el uso que al símbolo se le da, pues era utilizado para marcar el final de un capítulo dentro de una obra. Hoy podrá encontrárselo el lector en forma de pléyade alargada, en lugar del clásico triángulo medieval.

Párrafos calderonianos
El calderón (¶) es un símbolo que fue utilizado durante muchos siglos para establecer el comienzo de un párrafo. Normalmente se trazaba en un color diferente al resto del texto, por lo que a menudo se dejaba el espacio en blanco para, con otra tinta, insertarlo. Este es el comienzo de lo que hoy, pereza mediante, es el sangrado habitual antes de cada nuevo párrafo.

Arroba, el origen
Este símbolo, bandera de una generación a un ciberespacio enganchada, sello de todas las direcciones que hoy utilizamos, origen de canciones que habrán de pasar a la historia, fue ya utilizado en la Edad Media para expresar una medida de peso. El historiador Jorge Romance encontró en un documento de 1448 el famoso signo (@) para dar cuenta de un registro de trigo en la aduana entre Castilla y Aragón. Es el testimonio más antiguo que conocemos del célebre símbolo.
Ejemplo: «Una @ de vino, que es 1/13 de un barril, vale 70 u 80 ducados» (Carta de Francesco Lapiun, 1536).

La falsa cruz
El óbelo (†) es un signo prácticamente en desuso, del que la tipografía tira en muy contadas ocasiones como, por ejemplo, para especificar una fecha de defunción. Sin embargo, también en esa franja en la que el latín comenzaba a oscurecer en favor de sus resplandecientes dialectos se utilizaba para hacer referencia a falsedades o dudas.
Ejemplo: «El símbolo arroba aparece por primera vez en Aragón †».


Desaparecieron o están a punto de hacerlo estos y otros signos, como desaparecerán los que nos enseñó Teo. Quedarán reflejados en nuestra lengua como las cicatrices de una cultura que empezó a ser tal, precisamente, cuando pudo dar testimonio escrito de lo ocurrido. Detrás vendrán otros. Quién sabe cómo influirá en nuestro acervo la retahíla de caras sonrientes, interrogaciones irónicas o hashtags locos que fluye por nuestro día a día cada vez más asimilada. Otros nos recordarán como nosotros recordamos a los que en cierta ocasión nos mostraron la apertura de la interrogación. Y las cicatrices, como dijo Machado, seguirán iluminando.

domingo, 14 de agosto de 2016

"Se quedó el agua desnuda" por Clara Janés


Creo que pocos poetas de mi generación y de generaciones inmediatas podrían negar la presencia de Lorca como el paisaje preponderante que acompañó sus orígenes. Algunos lo han confesado, otros no, pero lo cierto es que para los que nos lanzamos a partir de los 60 del siglo pasado, sus poemas fueron una de las primeras cartillas. Inolvidables para mí son las reuniones en cafés con mis compañeros de la Universidad de Barcelona, donde se trataba ante todo de leer a Lorca en voz alta. Yo llegué a más: escribí en mis zapatos blancos de verano unos versos de Federico, en uno "¡Ay que trabajo me cuesta quererte como te quiero!"; en el otro, "¡Por tu amor me duele el aire, el corazón y el sombrero!".
También fui protagonista de un proyecto del entonces estudiante, hoy reconocido pintor, Julián Grau Santos, que consistía en una exposición entera sobre el Romancero gitano. Hizo el boceto completo, con guache, página a página, en mi libro -un tesoro por su belleza-, y en él yo soy Soledad Montoya y la Virgen que acompaña al romance de San Gabriel...
Años más tarde, esta presencia viva de Lorca se produjo a través de dos de sus amigos, que fueron grandes amigos míos: Rafael Martínez Nadal y Marcelle Auclair. Conocí a la segunda cuando buscaba datos para su Enfances et mort de Federico Garcia Lorca, que empieza con una Introduction a la mort donde habla del Llanto por Ignacio Sánchez Mejías y da muchas claves: detalles de aquella corrida última, sucesos posteriores, recuerdos de Ignacio de sus primeras tentativas, cuando, contando 16 años, se iba a torear vaquillas sin testigos, pero con el aplauso de los olivos agitados por el viento que le hacía levantar la mano y saludar, lo que explica el último verso del poema: "y recuerdo una brisa triste por los olivos".
A cada pregunta concreta que hacía yo a Marcelle sobre Lorca, me contestaba: "Llama a Rafael". Así fue como un día, sin más, marqué el número de Rafael Martínez Nadal de Londres. Desde aquel momento, cuando venía a Madrid, cenar en el Olivar de Castillejo con él y su mujer, Jacinta, y muchas veces los hermanos de ésta, David y Leonardo, Rosa Chacel, Jeannine Mestre, José Luis Gómez o el escultor Juan Haro se hizo habitual. Rafael recitaba a Federico, y sus imágenes volaban por encima de las jaras y las retamas... Todo tenía un sentido secreto. Era un poeta tan universal y fuerte que en cualquier lengua caía de pie... Bien comprobé yo esto cuando me lo recitó en farsi el gran Ahmad Shamlu, que, a través de Lorca, llevó a cabo la modernidad de la lírica en su país.
Aún los veo a todos, atentos a la palabra. Y la sonrisa destella en cada hoja tocada por la noche luminosa mientras la llama de una vela oscila sobre la mesa junto a la fruta y una ráfaga de viento mece las sombras del ramaje. Y es la felicidad esa armonía, siempre bajo el ala del poema, mientras Rafael recita:

Eran tres
(vino el día con sus hachas.)
Eran dos
(alas rastreras de plata.)
Era uno.
Era ninguno
(se quedó desnuda el agua).

miércoles, 10 de agosto de 2016

"Lo que Lorca leía" por Jesús Ruiz Mantilla


El alimento del poeta, la vitamina, el hidrato, la proteína, es la lectura. Muchos han intentado explicarnos el misterio del autor telúrico que era Federico García Lorca como a un genio iluminado por la gracia divina. Sostenían que el hecho de que fuera mal estudiante, un pupilo corriente y moliente sin grandes notas en sus devaneos universitarios, demostraba su falta de formación. Pero más allá de la atención a los expedientes académicos de sus días entre tratados de Derecho o manuales de Filosofía y Letras, fue formándose un lector anárquico, impulsivo y voraz. Con muy buen gusto. Que hurgaba sin parar en la biblioteca familiar y acudía a los ultramarinos de las librerías, donde su padre había abierto cuentas familiares. Así fue como, según Luis García Montero, poeta granadino también, catedrático de Literatura en la universidad de la ciudad que les alumbró a ambos, ha ido demostrando cómo sus lecturas fueron determinantes en la infancia, adolescencia y a lo largo de toda su vida. “Pudo parecer para algunos que estuvo mal preparado desde joven, pero no hizo otra cosa, con todo lo que leyó, que saber utilizarlo en su provecho como autor e ir así negociando su propia identidad, gracias a los libros que elegía”.
En Un lector llamado Federico García Lorca, García Montero traza el retrato de un aspirante a creador deslumbrado por Victor Hugo, tocado por Metamorfosis de Ovidio, seducido por El sueño de una noche de verano, de Shakespeare… Un genio que deglutía páginas a su conveniencia e iba encontrando en muchos otros los caminos de la sombría ambigüedad necesaria para expresar sus fantasmas íntimos gracias a una poderosa semilla de sugerencia. Hay una frase del poeta que Luis García Montero utiliza para la portada de su libro Un lector llamado Federico García Lorca: “Si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle, no pediría un pan: pediría medio pan y un libro”. Esa era la clave de su dieta. Si tan solo, según él, se conservan alrededor de 500 ejemplares de su biblioteca, más allá de extravíos en mitad del exilio de su familia, García Montero contempla el hecho de que al autor de Poeta en Nueva York le apasionara regalar libros por encima de acumularlos. Además, para él, la lectura iba unida al poder del aire volatilizado en palabras, como la misma música. “Se formó escuchando a doña Vicenta, su madre, leer en alto a los campesinos de la Vega de Granada. Eso, unido a las conversaciones que escuchaba sin cesar en su casa, conforman la raíz de su literatura, descendiente, en gran parte, de la pura oralidad”. Se alió para ello con los simbolistas. Selló pactos con la tradición para conducirla hacia una modernidad sin vuelta atrás y disfrazó sus tabúes hasta convertirlos en arte gracias a Platón, Maeterlinck y a Oscar Wilde, pero también a Machado, Unamuno, Juan Ramón Jiménez... “Cuando abres los ejemplares que se conservan de su biblioteca en la Fundación García Lorca, ves que son libros habitados, subrayados, llenos de anotaciones muy reveladoras, como una que aparece en El tesoro de los humildes de Maeterlinck a un lado donde escribe: “Hablar plata y callar oro”. En tiempos donde la homosexualidad no podía exhibirse bajo pena de cárcel o cosas peores, debió impactarle hasta lo más hondo De profundis, el testimonio abiertamente identitario de Oscar Wilde, que le costó pena de prisión. Si comulgaba con la búsqueda espiritual de Unamuno, había algo innegociable que a la vez le separaba de él: “Su abierta enemistad con todo rastro de lo sensual”, asegura García Montero. “Comulgaba con una traslación de la intrahistoria a Andalucía, pero necesitaba construir dentro del universo propio una sensualidad para su tierra”. El romanticismo fue uno de sus troncos principales. “Lo defendía como culto, no hallaba mejor ataque al sistema, ni manera de solidarizarse con los oprimidos”. Pero también los clásicos de Grecia y Roma, que lo acercaban a la mitología. “Desde El banquete de Platón, a la Teogonía de Hesíodo o Metamorfosis de Ovidio —un libro en el que según le dijo a una amiga íntima, lo encontraría todo—, Lorca exprimió a los oráculos del Mediterráneo. En ellos hallaba amores y fusiones extrañas tanto como transformaciones radicales, fuera de norma, que lo consolaban en su miedo al rechazo”. Hurgaba sin parar en la biblioteca familiar y acudía a las librerías De ahí, nada le impedía viajar a la modernidad que además le servían Rubén Darío o Ibsen y a los referentes de robustez poética que encontraba en Machado y Juan Ramón Jiménez. “Este le acogió desde el principio, aunque si algún defecto —corregible— veía en él, era que escribía poemas demasiado largos para su gusto”. Todos ellos le permitieron a menudo rescatar lo que Lorca llamaba la mariposa ahogada en el tintero. Pero también las lecturas de T. S. Eliot o Walt Whitman, de Bécquer, Zorrilla, Baudelaire o Ramón Gómez de la Serna, “pese al daño que le debían producir sus prejuicios contra los homosexuales”, anota García Montero. Daba igual, en cada texto intuía pistas, mordía yugulares para extraer transfusiones de sangre útil a su propia voz. “Era un vampiro, si te acercabas a él, te absorbía”. 

martes, 26 de julio de 2016

"Antonio Machado, la espina de una pasión" por Rafael Narbona


¿Se puede añadir una nueva página al caudaloso río de interpretaciones, comentarios y análisis que ha inspirado la obra de Antonio Machado? Quizás no. Por eso, sólo escribiré un apunte, sin otro criterio que reflejar mi experiencia personal como lector. Me limitaré a los poemas de Soledades aparecidos en 1903, sin explorar los textos añadidos hasta completar la versión de 1907, titulada Soledades. Galerías. Otros poemas. He envejecido leyendo a Antonio Machado y sería una temeridad pensar que con la edad he avanzado hacia una comprensión más atinada y profunda. El joven que leía bajo la sombra de un álamo blanco del Parque del Oeste se ha desvanecido con el tiempo y en su lugar ha aparecido un crítico literario de mediana edad que pasea por la estepa castellana, sobrecogido por un paisaje con la belleza de lo elemental, humilde y sencillo. Podría rescatar algún ensayo sobre Antonio Machado, pero prefiero adentrarme en sus primeros poemas con una mirada ferozmente subjetiva, dialogando con el autor. No se escribe para la historia, sino para apropiarse de la realidad y sentir cada árbol –o cada verso- como algo cercano, elocuente y humano. La aventura de leer siempre representa el encuentro de dos sensibilidades. No es un contacto fugaz, sino una vivencia que transfigura el texto. Los libros fluyen como el río de Heráclito. Nadie se baña dos veces en sus palabras. Antonio Machado era consciente de ese fenómeno y no se conformó con arrojar metáforas e intuiciones a la corriente. Su intención era convertir el poema en duración, eco, huella, vibración. Ser hombre significa ver volver, sí, pero también contemplar el mundo con la perspectiva de un aciago demiurgo que soporta el devenir, garantizando la pervivencia de las cosas, aunque sólo sea como lejana rememoración.
Antonio Machado goza de la consideración de escritor nacional y ciudadano ejemplar, pero esos laureles desdibujan su fecunda síntesis del nihilismo y fe utópica. No hablo de utopías políticas, sino de un estado del alma que sólo es posible en un horizonte de perfección estética, con hojas otoñales, rosales, ramas de eucalipto y encinas negras. El paraíso no es una hipotética eternidad, sino: “¡Alegría infantil en los rincones / de las ciudades muertas!… / ¡Y algo de nuestro ayer, que todavía / vemos vagar por estas calles viejas!” (“El viajero, III”). La poesía celebra la vida y preserva el ayer, quizás como un débil latido, pero ese sonido es la imagen de nuestra esperanza. Conviene recordar que el joven Antonio Machado es un poeta simbolista y advierte en la sinestesia la clave oculta del cosmos. El sonido puede transfundirse en materia y la imagen en sonido. El ser acontece como analogía. La palabra poética no puede derrotar a la muerte, pero se incorpora a los signos en rotación que tejen la trama de lo real. El nihilismo de Machado se manifiesta en una dolorosa melancolía. La vida se parece a una canción infantil: “un algo que pasa / y que nunca llega; la historia confusa / y clara la pena” (“Recuerdo infantil”, VIII). Sin embargo, el paisaje es espíritu que vivifica y renueva: “El Duero corre, terso y mudo, mansamente. / El campo parece, más que joven, adolescente. / […] Belleza del campo apenas florido, / y mística primavera!”. Esta vez no es el fatal río de Jorge Manrique, que también circula por las páginas de Machado, sino una fuerza que prodiga vida y florece como una epifanía. El paisaje es inseparable de una tradición cultural, pero la conciencia nacional, de raigambre romántica y liberal, aflora con versos depurados, sin afectación política o retórica: “¡Chopos del camino blanco, álamos de la ribera, / espuma de la montaña / ante la azul lejanía, / sol del día, claro día! / ¡Hermosa tierra de España!” (“Orillas del Duero” IX).
Para Machado, la poesía no es una emoción recreada desde la serenidad, sino creación, génesis: “Yo voy soñando caminos / de la tarde. / ¡Las colinas / doradas, los verdes pinos, / las polvorientas encinas!…”. / ¿Adónde el camino irá?”. El poeta no inventa el mundo, pero el mundo se ordena y revela gracias a sus palabras. Eso sí, las palabras desconocen la finalidad de la vida, si es que existe. Machado busca un sentido al mundo, pero no lo encuentra. Se dirige a Dios y no obtiene respuesta. Invoca el amor y sólo cosecha dolor: “En el corazón tenía / la espina de una pasión; / logré arrancármela un día: / ya no siento el corazón”. El dolor nos hace daño, pero nos recuerda que estamos vivos. No debemos rehuir sus zarpazos: “Aguda espina dorada, / quién te pudiera sentir / en el corazón clavada” (“Orillas del Duero”, XI). Machado se mantiene fiel a su pesimismo existencial: “Bajo los ojos del puente pasa el agua sombría. / (Yo pensaba: ¡el alma mía!”)” (“Orillas del Duero”, XIII). El Amor es una llama que devora a los amantes, la Muerte es un soplo que reduce todo a barro y ceniza, la Angustia se pasea por las calles en sombra, la Belleza se muestra esquiva, amarga, hermética, el Mañana sólo es una promesa de hastío, la Melancolía crece en el alma como el musgo, invadiendo y enmoheciendo hasta la última estancia. Sin embargo, una “linda doncellita” llena su cántaro con agua transparente. La vida está hecha de “sed y dolor”, pero unos ojos despiertos alivian cualquier penar, paseándose por una huerta, regocijándose con la rutina de una “noria soñolienta” o expandiéndose con una tarde de julio animada por “la sempiterna tijera de la cigarra cantora”.
Antonio Machado esboza un primer autorretrato: “Y otra noche / sintió la mala tristeza / que enturbia la pura llama, / y el corazón que bosteza, / y el histrión que declama” (“El poeta”, XVIII). El destino del poeta no es la felicidad, sino arder en las cosas, como un cohete que incendia el cielo antes de apagarse y perderse en el olvido. No obstante, su vuelo apunta hacia la única utopía posible: “La tierra de un sueño no encontrada”.

Para escribir esta nota, he manejado la primera edición de las obras completas de Manuel y Antonio Machado. Apareció en Madrid en 1947. Se lanzaron 3.000 ejemplares numerados a mano. Desgraciadamente, mi ejemplar omite la numeración. El papel fue fabricado expresamente por Papeleras Reunidas, S. A., de Alcoy. Lo ornamentó Fernando Marco y lo encuadernó Carrascosa en piel roja, con un cartón flexible y una guía de cortesía. Una hermosa edición es una utopía posible. Quizás no para Antonio Machado, que maltrataba los libros a conciencia, pero sí para sus lectores, que rastrean en sus poemas “historias viejas de melancolía”.