sábado, 29 de noviembre de 2025

El destino



Da igual lo que hubieras planificado hace 5 años, el destino es caprichoso y estamos vendidos a sus melindres y crueldades. Nunca me habría imaginado solo, en Albacete, lejos de todos los vínculos, fraguados a lo largo de 59 años. Las abominables tragedias te condenan a penas del todo inesperadas. Si hace cinco años me cuentan lo que iba a ser mi vida actual, me habría muerto no sé si de risa o de sorpresa. Y habría despedido al profeta por descabellado. No, Edipo, cuando buscaba al culpable de la muerte de Layo, nunca imaginó que él mismo era el asesino. El destino siempre te despeña por terraplenes insospechados, por mucho que uno crea tenerlo todo bien amarrado. Si la muerte va a buscarte a Isfaján, al final, terminarás en Isfaján. Si los descendientes de Banquo están destinados a ser reyes, da igual que te empeñes en exterminar a su familia. Serán reyes. Si está escrito que mueras de cirrosis en Albacete, da igual que te esmeres en hacer deporte y proyectes la vuelta al pueblo en breve. Ni Tiresias, ni las brujas de Macbeth, ni el personaje de las Mil y una noches, ni los pájaros del parque Abelardo Sánchez se pueden equivocar. Acabo de consultarles.

lunes, 24 de noviembre de 2025

El mundo de ayer



Cumplir años provoca una triste conclusión: el mundo es un lugar inhabitable. Por eso no son fiables esas opiniones en las que el tiempo actual siempre sale perdiendo al compararlo con un tiempo anterior. He oído a muchachos de 17 años (2º de bachillerato) quejarse amargamente de la degeneración de la raza al ver el comportamiento de sus compañeros de 2º de ESO (13 años). “Nosotros no éramos así “. Y ese “así” es demoledor. Si en el lapso de tan solo 4 años nos vemos abocados a contemplar la degeneración absoluta de las nuevas generaciones, qué no ocurrirá cuando llegamos a los 50 o a los 60. El mundo se convierte en un lodazal irrespirable, en un albañal de donde no se puede sacar nada limpio.
Con el paso de las décadas, nuestra juventud se convierte en un edén, rodeados de entornos inteligentísimos y educadísimos, que hacían de nuestro pasar un idilio constante. “Nuestras bromas eran muy sanas, no como las de ahora” (por ejemplo pintar un perro a rayas).
El mundo de ayer (cito a Zweig) en Viena era una nueva Atenas. Con la 1ª Guerra Mundial todo se fue al traste. Kierkegaard (ahora cito a Faemino y Cansado) cree que la decadencia de Occidente viene de antes (era un hombre del XIX), y todo lo ve muy negro, casi más que Zweig. Podríamos ir hacia atrás hasta Sócrates y comprobar cómo todos juzgan su presente de viejos como la degeneración absoluta de las mocedades felices que vivieron en su juventud.
Yo también creo que la generación actual está perdida, son salvajes sin cencerro ni solución posible. Pero no me fío de mi criterio ni de mi juicio. Porque un boxeador sonado por la edad, zarandeado por los años y vapuleado por los golpes de la vida (casi en la lona) no es fiable. Un tarado mediatizado por su tristeza no tiene fiabilidad para enjuiciar el comportamiento de nadie. Los deseos han menguado, la curiosidad se ha reducido a la mínima expresión, el sexo no existe, todo (la música, la literatura, el teatro, el cine) ha perdido interés. No, no me fío de mi juicio en absoluto. Y menos para analizar la involución del paso del tiempo, algo en lo que hasta los más sabios han patinado vergonzosamente.

La sangre helada



Me he rodeado de plantas, no sé por qué. Esta tarde, una luz otoñal se filtra a través de las cortinas. Una luz mortecina, machadiana. En la televisión, imágenes magníficas de un galeón inglés hundiéndose entre las placas de hielo de los mares del Norte. Añoro escribir. Lo he intentado dejar y no puedo, es droga dura. Echo de menos comunicarme con mi pasado. 
“Los hombres como usted hacen preguntas para sentirse más listos”, lo dice un delincuente que acaba de matar a un grumete y al capitán del barco de un porrazo en la cabeza. La serie tiene diálogos literarios, las imágenes son potentes y a veces repulsivas. El barco se hunde. Los balleneros quedan expuestos a la impiedad del hielo y al viento recio. Son hombres duros, salvajes. A la inhóspita naturaleza le tiene sin cuidado. Un blanco despiadado les rodea, un blanco hermoso. En el horizonte, el azul sobrio del invierno, la amenaza de la muerte. Esa, todos la tenemos: actores, espectadores, figurantes… el hielo es un puzzle abandonado, sin posibilidad de recomposición. Todo es recuerdo. Melancolía. 
El güisqui me sigue sentando bien. La luz de la tarde, esa luz machadiana, mortecina. La esperanza de un barco que nos rescate del hielo. Nadie aguanta el invierno en el Norte. Un barco, un barco, un barco. Estoy rodeado de plantas, están rodeados de hielo. Entre el hielo, si uno no se mueve, la sangre se coagula y el cuerpo se entrega a una muerte despiadada. Hay que moverse en busca de comida, de la vida. Quedarse parado es morir. Nadie quiere morir. Hígados de foca, ojos de foca, cualquier víscera es un manjar cuando el invierno aprieta. Ellos, lo esquimales, los seres puros, inocentes, de la tierra, nos salvan de la inanición. 
Plano general: el hombre sobre la nieve y el hielo. Un oso blanco se pone en el punto de mira. Supervivencia. Alucinaciones. Locura. El güisqui sigue alumbrando. El oso cae abatido por el disparo del médico desesperado. Late aún su corazón. Los estertores. Es la salvación, la comida. La cuchilla saja la piel del oso. Un festín las vísceras; un festín, el corazón, la sangre, el hígado, los riñones… El médico ve un refugio en las entrañas del oso, un calor maternal que lo salva de la muerte. Lo rescata un hombre de Iglesia (hasta en el Norte hay hombres de Dios, qué pereza). El asesino sigue suelto y ha acabado con la vida de dos esquimales. La intriga de la serie se vuelve cada vez más tensa. Los diálogos no decaen. La luz, en el salón (casi zulo), ya no es dorada. Empieza a anochecer. Las plantas se muestran firmes. Renacer desde el vientre de un oso no te enseña nada. No hay nada que contar. Sí lo hay. Se queja el hombre de Iglesia de que los esquimales solo creen en supersticiones y está empeñado en traducir una Biblia para ellos, porque, como todo el mundo sabe, en la Biblia no se cuenta ninguna patraña. Cazan focas, duermen en iglús, viven. Contemplan el sol decadente del invierno y se pierden en la planicie inmensa del hielo azul. En el mango de marfil de un cuchillo han tallado la imagen de un oso blanco. Se la regalan al médico, todavía alienado por su experiencia. Cuando el religioso le recrimina su connivencia con los ritos supersticiosos, él le dice: “No tengo ninguna verdad que decirles”, sublime. Va a ser un invierno largo y oscuro. La civilización, el carnaval, un plato de ostras, unas salchichas, una lengua de ternera.