Maiakovski, Turguéniev, Pushkin, Gógol, Gorki, Pásternak, Bulgákov, Ajmatova... son autores rusos con los que he mantenido relaciones literarias de calado, todos ellos apasionados, azorados por una suerte de maldición que ha rondado siempre sobre su pueblo, asolado por regímenes sanguinarios y sufridor como pocos en Europa. A partir de la lectura de todos estos autores y, sobre todo, a partir de la lectura de Chéjov, se ha imprimido en mi imaginario un estereotipo del pueblo ruso: triste, abrumado por sus gerifaltes, de espíritu profundo y de ojos tan transparentes como enigmáticos. Como todos los estereotipos, seguro que es falso y seguro también que si hubiera olido de cerca su realidad borraría este dibujo inmediatamente.
En Guerra y paz, Pierre Bezújov me provoca una lástima intensísima, la misma lástima que me provoca ese pueblo ruso, apaleado, zarandeado, señalado por el mal fario. Los pueblos, por supuesto, no son sus dirigentes, es más, hay algunos pueblos que han sufrido especialmente a sus gobernantes, todos los padecemos. Los artistas, los escritores (sobre todo los rusos) han sabido plasmar en sus obras el producto de ese individuo golpeado y machacado por la realidad, por la consciencia y por el poder. Raskólnikov padece el fuego interno del arrepentimiento; los Karámazov, la maldición del padre enfermo; los personajes de Chéjov, una insatisfacción nihilista no exenta de bondad. Una tristeza pavorosa, indiscernible, ronda constantemente a los personajes de la literatura rusa. Se entregan al alcohol, al sexo, a la muerte porque la vida no les ofrece escapatoria. Chéjov veraneaba en Crimea, murió de tuberculosis, era un hombre bueno, solidario, que sintió de cerca la pobreza del campesino e intentó aliviarla. Chéjov, para mí, siempre será Rusia. Otra cosa es todo esto.
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