jueves, 27 de mayo de 2021

El síndrome de Estocolmo en la ESO


Los grupos de la ESO suelen ser muy propensos a idolatrar al profesor, sobre todo los más pequeños. He sido testigo de adoraciones increíbles hacia personajes abominables y faltos de toda vocación profesional. Nosotros, los profesores, nos sentimos dioses dentro del aula y con demasiada frecuencia crece nuestra vanidad cuando nos vemos adulados por el alumnado al que impartimos materia. La entrega emocional de muchachos de doce, trece, catorce y quince años genera una efervescencia del ego que a menudo deforma la percepción de nosotros mismos y de nuestro cometido. Ellos suelen ser espontáneos, desean verse abrazados (a veces con síntomas del síndrome de Estocolmo) por los mayores que les educan, a pesar de los roces y las tensiones propias de la adolescencia. Y ese abrazo, esa demostración de afecto superlativo, a menudo lo interpretamos como que nuestra labor ha sido excelsa, insuperable. Es muy frecuente ver en las redes sociales y en los pasillos de los institutos al profesor ensoberbecido, entusiasmado, por ese amor incondicional del alumnado. Alardeamos de su cariño, de sus muestras de afecto, del poder de atracción de nuestra labor profesional. Un panorama idílico y digno de evocar una y otra vez si no hubiera visto cómo elementos de catadura bastante cuestionable gozan de un aprecio similar, superlativo, por parte de los chicos a los que imparten clase. El ansia de amor y de veneración es tan excesiva a esas edades que pocas veces tienen en cuenta la idoneidad de sus idolatrías. He visto adorar e incluso venerar a profesores a los que yo no confiaría ni la custodia de mis tortugas. Por eso, desde hace años, intento aquilatar esas desmesuradas muestras de apego. 

Hay que desnudar el ego, despojarlo del efecto que produce la adulación. En esta sociedad de la exposición permanente debemos templar gaitas y no dar una importancia extrema (animados por la vanidad) a lo que es un sencillo impulso espontáneo de generosidad adolescente. 

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