miércoles, 10 de marzo de 2021

"Cuando Chéjov salió a buscar el infierno" por Andrea Calamari



Antón Chéjov tenía treinta años, una credencial de periodista, popularidad como escritor y los pulmones destruidos por la tuberculosis cuando emprendió un viaje a la isla Sajalín, una colonia penitenciaria en el lugar más inhóspito y hostil de Rusia.

«Hacía tanto tiempo que no bebía champaña». Las últimas palabras de Antón Chéjov son famosas, su penúltima frase la había dicho en alemán: Ich sterbe, «me muero». Cada biógrafo cuenta la escena de manera diferente, también lo hace Olga Knipper en sus memorias, la actriz con la que se casó hace tres años, y la cuenta también el médico que llegó sin chances a la habitación de un hotel alemán. A mí la versión que más me gusta es la de Carver, porque no es verdad. Raymond Carver era admirador de Chéjov y, en un libro de cuentos, escribió uno —«Tres rosas amarillas»— que tiene al ruso como protagonista y cuenta esa noche. Con la literatura pasan esas cosas y ahora hay biografías que incluyen detalles sobre Chéjov muriendo por la tuberculosis que solo están en ese cuento. Tiene la evidencia que le da la ficción.

Una vez, cuando estaba en Niza, un editor le pidió que escribiera un relato «sobre un tema tomado de la vida en el extranjero»; quería una crónica de viaje, unas apostillas o comentarios del gran escritor ruso, pero él rechazó la propuesta con un argumento que define su escritura: «Solo soy capaz de escribir de memoria, nunca escribo directamente de la vida observada». La esposa y el médico estaban en ese cuarto y vieron los hechos, Carver escribió de memoria.

Antón Pávlovich Chéjov había nacido hace cuarenta y cuatro años en el Imperio ruso, hace veinte que escupe sangre y ahora acaba de morir en una habitación de un hotel en el Imperio alemán adonde había llegado con la esperanza de superar los ataques de tos con baños termales. Todos sabían que tenía los días contados.

Siempre fue un personaje chejoviano: se pueden ver sus acciones, ahí están sus relatos y todas las cartas que escribió, pero no sabemos nada más, eso es todo; en los cuentos de Chéjov no conocemos las motivaciones de los personajes, hizo de la concisión un estilo. Cuando ya era un escritor de renombre, el editor V. A. Tijónov le pidió que redactara una autobiografía para su revista y la respuesta de Chéjov se condensó en unas doscientas palabras donde muestra algunas cosas: su título de médico, los relatos que escribió y no mucho más; porque lo importante, como en cualquier relato de Chéjov, es lo que no se dice. En otras ocasiones resumía aún más su autobiografía: decía que su vida se dividía en dos etapas, entre el tiempo en que su padre lo golpeaba y el tiempo en que había dejado de hacerlo.

Decía que, para escribir, no hay que tener miedo de parecer tonto. Los biógrafos buscan en sus notas y en sus cartas las motivaciones del escritor (por qué se mantuvo soltero casi toda su vida, cuál fue la verdadera relación que mantuvo con su esposa, por qué vivían separados, cómo se llevaba con sus amigos, cuánto admiraba o no la escritura de Tolstói), algo que Chéjov retacea en cada uno de sus personajes. Como si fuera uno de ellos, cuando tenía treinta años, fama como escritor y una tuberculosis que lo volteaba en la cama por días enteros, Antón Chéjov, sin motivo aparente, decidió atravesar el continente y recorrer más de seis mil kilómetros en un viaje incómodo, inútil, inverosímil, hasta la isla Sajalín.

En un relato, la vida de un hombre puede resumirse en un par de escenas; las de Chéjov podrían ser la de su muerte y aquel viaje a Sajalín.

Sajalín es una isla grande y alargada que se extiende sobre Japón, parece su continuación hacia el norte, interrumpida por el mar. Perteneció a China, perteneció a Japón, fue disputada y compartida, pero ahora es de los rusos, aunque en los mapas japoneses sigue figurando como «tierra de nadie». Lo cierto es que desde 1875 el Imperio ruso está a cargo y ha convertido el territorio en una gran colonia penitenciaria: el clima y la geografía son los barrotes. «En una isla separada del continente por un mar tormentoso no parecía difícil fundar una gran prisión». Sajalín es un lugar imposible; ya lo dice la leyenda: cuando los rusos ocuparon la isla y empezaron a maltratar a sus habitantes nativos —los guilakos—, un chamán la maldijo, sentenciando que ningún provecho saldría de ella.

De Chéjov siempre se dijo que le gustaba andar solo, las mujeres lo codiciaban pero él, en caso de casarse, solo lo haría si tenía la garantía de que cada uno de los dos podría seguir haciendo su vida como hasta entonces. Con Olga lo va a lograr, pero faltan años para conocerla, ahora está alistándose para ir a los confines de un imperio extenuado pero persistente. Necesita una excusa y usa su título de médico para conseguir una autorización de la Dirección General de Cárceles para viajar por intereses científicos y literarios: observará las condiciones de vida, va a hacer un censo, va a hablar con la gente del lugar y después va a escribir un libro. Nadie sabe por qué decidió hacer ese viaje, no es lógico: tiene fama, buena posición económica y está enfermo desde hace años, ese clima lo va a matar. Dijo que lo hacía porque quería moverse.

Los preparativos del viaje le habían llevado más de un año: consultó obras y documentos, leyó códigos, reglamentos, artículos periodísticos, memorias de viajeros; leyó historia y geografía de la isla, también se compró un mapa. «Paso todo el día sentado, leo y tomo apuntes. En la cabeza y el papel no hay nada, solo Sajalín». Cuentan que, mientras estaba preparando su viaje, un artista (N. es el modo en que se lo nombra) quiso acompañarlo, pero a Chéjov le gusta viajar solo, dice que ese el único modo concebible de viajar y le pide ayuda a un amigo para sacárselo de encima: «No he tenido el valor de negarle mi compañía, pero viajar con él sería una auténtica desgracia. Sea mi benefactor, dígale a N. que soy un borracho, un timador, un nihilista, un pendenciero, que es imposible viajar conmigo, que un viaje en mi compañía sólo conseguiría disgustarlo».

El 21 de abril de 1890 Antón Chéjov se sube a un tren en Moscú con un equipaje que incluye ropa de abrigo, mapas y notas de la isla y su maletín de médico. Después del tren vendrán tramos en carruajes, barcos y a pie. Lo que en el Sahara es el desierto o en la Antártida es la nieve, en Siberia es la taiga: un revoltijo enmarañado de ramas, agua y frío que no deja avanzar.

—¿Por qué en esta Siberia de ustedes hace tanto frío?—, pregunta. —Así lo quiere Dios—, le responde el cochero.

«La medida humana común no tiene valor en la taiga», dice Chéjov con el barro hasta el cuello.

En unos meses llegará a Sajalín y se convertirá en la única persona en ir ahí por voluntad propia. El lugar es digno de la maldición del chamán: los pasos de los condenados arrastrando las cadenas, los carros con caballos, los presos encadenados a carretillas, los trabajos forzados en el bosque, los intentos de fuga a ningún lugar, niños engrillados, mujeres libres que se encierran con sus hombres, niñas prostituidas, desterrados, funcionarios; más el hambre, las chinches, las pestes, la miseria y el clima.

Pero en Sajalín no hay ningún clima, solo mal tiempo. Dice Chéjov que cuando Dios creó ese lugar «lo que menos tenía en mente era al ser humano». Los poblados no parecen tales, los habitantes no están ahí reunidos por su propia voluntad, es como si todos fueran «náufragos de un barco»; quedaron así, amontonados. Es toda gente que parece innecesaria, como si hubieran sobrado de algún otro lugar.

Dos años antes del viaje, en 1888, había publicado su primer gran éxito, una novela corta: La estepa, historia de un viaje, un relato que transcurre en una época de extremado calor y sequía. Mientras lo escribía reflexionaba sobre su propia escritura —lo hizo toda su vida en sus notas y en sus cartas— porque no encontraba el tono y se lamentaba por no decir todo lo que debería decir, sin embargo siente que no puede escribir de otra manera. Chéjov va a descubrir que la condensación es su modo de escribir: eso que llaman estilo. Tiene miedo de no ser tomado en serio como escritor aunque ya es un profesional que vive de lo que le pagan por sus relatos. Siempre decía que la medicina era su esposa y la literatura era su amante, sin embargo se dedicó profesionalmente a escribir y atendía enfermos en sus momentos libres. Cuentan que, cuando llegaba a su casa de campo —pasaba mucho tiempo en Moscú y en San Petersburgo— hacía izar una bandera para que todos supieran que el doctor había vuelto y atendía gratis a los pacientes que llegaban a su casa.

Cuando fue a Sajalín, sin embargo, prefirió llevar con él a la esposa y no a la amante; aunque tenía la intención de escribir un libro sobre el viaje, no iba a hacer literatura con él, va a primar su formación científica. Por eso no elige la ficción: la contundencia del lugar le va a impedir hacer literatura.

Entre julio y octubre de 1890 recorre y conoce la isla que es también una cárcel; habla con presos, funcionarios, colonos, soldados, aborígenes; escribe sobre geografía, clima, flora, fauna, historia, higiene, alimentación, instrucción, religión. También hace un censo que nadie le pidió: completa unas ciento cincuenta fichas por día en jornadas de catorce horas.

Habla con todos: va descubriendo los modos de organización del lugar en medio, aprende que cuando los presos terminan su condena pasan a ser colonos, años después podrán ser propietarios y luego campesinos; también que todos sueñan con volver al continente y que solo podrán hacerlo si tuvieron una conducta intachable y no tienen deudas con el Estado (pero nadie logra no deberle algo a un Estado omnipresente): casi nadie consigue el permiso. Las mujeres que llegan «son mujeres de temperamento, condenadas por delitos de carácter novelesco» y son distribuidas entre los hombres teniendo en cuenta juventud y belleza. Las muestran como mercancía: «la mujer es asignada al colono tal, en la colonia tal, y el matrimonio civil está cumplido».

En Sajalín hay dos instituciones subsidiarias: la cárcel y la colonia. Rusia necesita de los presos para colonizar y poblar ese lugar, entonces «la cárcel cede todas las mujeres a la colonia» para que les den hijos a los funcionarios. Chéjov dice que en la isla las mujeres tienen un lugar «por debajo incluso que un animal doméstico» y que el peor castigo que tienen (peor que el hambre, peor que la tisis, peor que las chinches) son sus concubinos. «A causa de la enorme demanda, no obstaculizan el ejercicio de la prostitución ni la vejez, ni la fealdad, ni la sífilis en su tercera fase».

La prisión de Sajalín es muchas prisiones. Está, por ejemplo, la de Due: la más vieja, la más sucia, la más pobre, la más peligrosa. Ahí, cuando reina el silencio, se puede escuchar el canto del «loco de Due», un prisionero que, desde su llegada, se niega a trabajar en las minas de una empresa con sede en San Petersburgo y no hay celda de castigo o azote que lo haya doblegado «¡Igual no voy a trabajar!», se le escuchaba decir y al final los guardias lo dejaron en paz. Ahora, el loco de Due, camina por las calles y canta. De todo va a tomar nota para después escribir su libro porque Chéjov quiere que todos en el continente sepan lo que Rusia hace con los desterrados en este lugar «donde una fuga solo puede ser soñada».

De los obstáculos que hay que vencer para una fuga, el más terrible no es el mar, antes están la taiga, la niebla, los osos, el hambre, los mosquitos, el invierno: un hombre mal alimentado y agotado por la vida carcelaria no podrá recorrer más de cinco kilómetros por día sin saber a dónde ir. La mayoría de los fugados mueren unas semanas después, agotados. Otros vuelven con sus últimas fuerzas y ruegan ser encontrados por un vigilante. ¿Por qué siguen escapando? Porque «su conciencia de vida aún no se ha colmado». Si uno es un hombre no puede no tener deseos de escapar, dice Chéjov. El preso Altújov tiene unos sesenta años y su procedimiento de fuga es conocido: toma un pedazo de pan y se aleja unos quinientos metros del puesto de vigilancia. Cuando llega a una colina, se sienta a mirar el horizonte y vuelve después de unos días. Hace años lo azotaban cada vez que volvía, pero ya no. No es el único que se escapa sin escaparse: algunos disfrutan una libertad de un mes, de una semana, a otros les alcanza con un solo día. Peor no puede ser, parecen decirse, y entonces se fugan porque nadie puede quitarles eso. «Me parece que, si yo fuese un preso, necesariamente huiría de aquí, sea como fuere», escribe Chéjov.

En la isla la autoridad policial administra tanto la justicia como los castigos, que son ejecutados tras un breve examen médico que determina cuántos latigazos puede soportar el reo en cuestión. Chéjov pide ver un castigo: serán noventa latigazos; cuando van por el número cuarenta y tres siente que no puede seguir viendo, sale a recuperar el aire, vuelve a entrar, vuelve a salir y otra vez dentro. «Por fin noventa», escribe. «Eso fue por el asesinato, por la fuga recibirá aparte, me explican cuando estamos regresando».
Después de tres meses en la isla emprende un regreso que le tomará ocho meses: va a volver en barco dando la vuelta por el Índico. Antón Chéjov recorrió en pocos meses una distancia equivalente a la mitad del círculo terrestre en todo tipo de transportes en dudosas condiciones para un intelectual tuberculoso que se movía como un héroe de acción. Aunque todos en su entorno le habían alertado sobre los riesgos de un proyecto suicida, él dijo que ese «viaje al infierno» le había mejorado la salud. «Es algo extraño. Tanto en el viaje de ida a Sajalín como en el de vuelta me sentí perfectamente bien, pero ahora, en casa, el diablo sabe lo que me está pasando».

Volvió a su vida entre el campo y la ciudad, a los ataques de tos y a la escritura. El libro de viaje tardó en aparecer: entre 1893 y 1894 fue publicando crónicas breves en un periódico y al año siguiente publicó el libro La isla Sajalín (De mis apuntes de viaje) sobre el que no tenía ninguna clase de expectativas literarias: lo veía como un tratado de ciencias naturales y sociales. Lo cierto es que darle forma le llevó más de cinco años de escritura a un hombre que resolvía sus relatos en cuestión de días.

La explicación es que era el libro de un científico y no de un literato. No hizo arte con él: le dejó paso a la contundencia de la realidad y se convirtió en un sirviente de las cosas del mundo que, para Chéjov, no son las que se usan para hacer literatura. Eso es raro, porque el desprecio por la lírica en sus relatos puede hacernos creer que la materia prima de su obra es la realidad, pero el meollo de sus textos está en la elipsis, en esas historias que, como él quería, no tienen trama ni final y parecen empezar en la segunda página.

La escritura de los relatos le llevaba unas semanas, las obras de teatro le llevaban meses, («¡ay! por qué habré escrito teatro», se lamentaba), con Sajalín quiere contarlo todo y la escritura le demanda años. Lo que en sus ficciones muestra con unas pocas pinceladas muy precisas, en su reportaje sobre la isla le lleva páginas y páginas porque está pensando en lectores específicos: aquellos que no quieren —y deberían— ver lo que el Estado ruso está haciendo con esos condenados que envía cada año a Sajalín, ese infierno.

Este es su único libro de no ficción y definitivamente no es la más célebre de sus obras, tampoco sabremos cuánto influyó el viaje en su vida porque el cronista se limitó a contar los hechos. El año en que lo publicó fue también el de su capitulación ante la idea del matrimonio. Había resuelto casarse, todavía no sabe con quién pero sí cómo debe ser la mujer para él. Tiene treinta y cinco años, faltan tres para conocer a la que será su esposa y le escribe a un amigo:

Muy bien, me casaré si usted quiere. Pero con las siguientes condiciones: todo debe quedar como antes, es decir, ella tendrá que vivir en Moscú y yo en el campo; yo me encargaré de visitarla. No puedo soportar esa clase de felicidad que dura día tras día, de una mañana a otra. Cuando alguien me habla un día y otro de las mismas cosas y en el mismo tono de voz, me enfurezco… Prometo ser un marido maravilloso, pero deme una mujer que, como la luna, no aparezca todos los días en mi cielo.

Como si fuera una biografía por encargo, lo que sabemos de la vida de Chéjov podría ser resumida en unas doscientas palabras:
El padre le daba unas palizas descomunales y dejó de hacerlo cuando él se convirtió en jefe de familia gracias a su trabajo de médico y escribiendo relatos humorísticos con seudónimo. Su letra era pequeña. Confiaba en el progreso, decía que el problema de Rusia es que es un país sin hechos pero repleto de opiniones. Dejaba a sus personajes en paz, dándoles voz propia. No los juzgaba. Nunca escribió moralejas. Tosió y escupió sangre durante más de veinte años, viajó a la isla Sajalín y le contó al mundo lo que vio en un libro que le costó más trabajo que cualquier otra línea que escribió en su vida (tenía la obligación de la verdad). Tolstói lo admiraba y también decía que caminaba como una muchacha, las mujeres lo seguían, se casó en secreto con una actriz y la mayor parte del tiempo había miles de kilómetros entre ambos.

Olga está con él en una habitación de hotel, el médico que lo atiende lo conoce por sus relatos y ahora está al pie de su cama, escuchándolo delirar: dice algo de unos marineros y de los japoneses (tal vez se acuerda de las disputas por Sajalín). Unos minutos después dice que se está muriendo, el hilo de voz es tenue, no sabemos si escucha y entiende cuando el médico toma el teléfono para pedir una botella de champaña y tres copas. Antes de morir, antes del último aliento, antes de tenderse de lado, antes de beber un sorbo, antes de llevarse la copa a los labios, dice: «Hacía tanto tiempo que no bebía champaña».

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