martes, 30 de marzo de 2021

"¿Qué es un clásico?" por Rafael Narbona



Las definiciones casi nunca están a la altura de lo que pretenden explicar. Los clásicos desafían a los dioses, intentando apropiarse de esa inmortalidad que tanto anhelan los humanos. Son el producto de la estricta selección que opera la posteridad sobre los textos. La mayoría de las obras quedan olvidadas en las cunetas de la historia, pero unas pocas adquieren el carácter de milagros imperecederos. No se las considera perfectas, sino necesarias. El Quijote se despeña por las digresiones y carece de una estructura sólida, pero una generación tras otra reconoce en sus páginas una comprensión profunda del ser humano y sus pasiones. No importa que las épocas alteren las prioridades y las convenciones. El Quijote conserva su capacidad de pulsar las cuerdas más íntimas de nuestro ser. ¿Quién no se ha sentido derrotado por la realidad? ¿Quién no ha soñado con un ideal que guíe sus actos? El Quijote siempre simbolizará el doloroso contraste entre la realidad y nuestros sueños. Aparentemente, el viejo hidalgo castellano fracasa, pero lo cierto es que en su derrota hay una indudable grandeza. Los molinos de viento dejan maltrecho al presunto orate que los ha confundido con gigantes, pero sus aspas, tan poderosas como los brazos de cualquier titán mitológico, carecen de su sed de absoluto. La historia de Alonso Quijano nos enseña que el ser humano no busca tanto la gloria -frágil, banal y efímera- como un sentido que justifique su existir.

¿Qué obras merecen la calificación de necesarias? Las que han crecido con el tiempo, las que nos siguen convocando pese a los cambios sociales e históricos, las que nos tocan el corazón y la mente, conmoviéndonos y obligándonos a reflexionar, las que abordan lo esencial sin necesidad de contar con nuestra complicidad previa. El “previo fervor” del que hablaba Borges es un dato objetivo, pero la “misteriosa lealtad” se tambalea con el paso de los años. ¿Quién lee hoy en día a Campoamor? En cambio, Bécquer, que solo fue un periodista para sus contemporáneos, no cesa de cosechar nuevos lectores, atraídos por un lirismo desnudo trufado de emociones universales. Algunos han acusado al poeta sevillano de afectación, pero yo solo aprecio la sencillez de una poesía que huye de la grandilocuencia.

¿Por qué la Ilíada, escrita entre el siglo VIII y el VI a.C., nos sigue arrastrando a sus cantos? ¿Quizás por la exaltación de la guerra? No es probable, pues hoy en día todas las personas sensatas estiman que la guerra, lejos de ser un espectáculo heroico, constituye una calamidad. La Ilíada continúa seduciéndonos por su agónica lucha contra la finitud. En la Grecia homérica, la idea de la inmortalidad no había echado raíces. Después de la muerte solo cabía una existencia espectral, un reflejo imperfecto, pálido e insuficiente de la vida. Todos los personajes de la Ilíada luchan contra el tiempo, convencidos de que la fama es la única forma de inmortalidad asequible. El campo de batalla es el escenario donde se dirime el porvenir que aguarda a los difuntos. El hombre libre acepta la confrontación con la muerte, arriesgando su existencia para dejar un ejemplo imperecedero. En cambio, el esclavo huye de la muerte, prefiriendo la vida al honor. Dos mil setecientos años después, el ser humano ya no confía la pervivencia de su nombre a la espada, pero sigue abrumado por la perspectiva de un futuro que ignore su paso por el mundo. La Ilíada prefigura el drama del héroe existencialista que no soporta su destino mortal. Ser-para-la-nada es más intolerable que no haber nacido. La única alternativa que mitiga esa angustia es ser-para-la-gloria. Patroclo muere, pero su nombre sobrevive. Le sucederá lo mismo a Aquiles, que -según obras posteriores a la Ilíada- muere a causa de una flecha de Paris, hermano pequeño de Héctor. Su peripecia dejará una huella imborrable en la memoria de los hombres. Sus restos y los de Patroclo, reunidos en la misma tumba, serán honrados en un funeral con solemnes y floridos juegos. Es el primer tributo de la posteridad.


La Ilíada evoca el asedio de Troya, pero en sus hexámetros no brillan tan solo los escudos y las espadas. Las historias de amor y amistad nos deslumbran con tanta intensidad como las tumultuosas batallas. En la Odisea, el amor, el placer y la venganza desplazan al heroísmo. En la Ilíada, el verdadero protagonista es la sangre, el pueblo, el linaje. Lo individual no pesa tanto como lo colectivo. En la Odisea, lo individual acapara el protagonismo. Ulises no piensa en sus responsabilidades como rey de Ítaca, sino en su felicidad. Por un lado, desea regresar al hogar, no tanto para restablecer el orden como para disfrutar de sus privilegios, pero, por otra parte, no quiere desperdiciar las experiencias que le depara el largo viaje de vuelta. Ulises es un héroe casi de nuestro tiempo, con su hedonismo, su desarraigo y su ambigüedad moral. A veces se siente perdido, pero en otras ocasiones celebra la libertad de vivir sin raíces. Esa indefinición tal vez explica la fascinación de James Joyce por el personaje. El viejo soldado del cerco de Troya encarna simultáneamente la sabiduría y la farsa, la prudencia y la presunción, el ingenio y la negligencia, la voluntad y la molicie. Al igual que Leopold Bloom, es polifónico, caótico, sentimental, fútil, anárquico, solemne, grotesco. Aunque la Ilíada y la Odisea se inscriben en el género de la poesía épica, el viaje de Ulises prefigura la novela moderna, con un héroe demasiado humano. No es una novedad absoluta, pues el Aquiles de la Ilíada también es más humano que los héroes de las leyendas prehoméricas. Se conmueve con las lágrimas de Príamo, que bañan sus manos para convencerle de que devuelva el cadáver de su hijo Héctor y permita celebrar su funeral. Y muestra un afecto por Patroclo que apenas difiere del amor.

Demos un salto en el tiempo. La Comedia de Dante se escribió en el siglo XIII. ¿Por qué seguimos leyéndola? ¿Solo por la belleza de sus tercetos encadenados elaborados en lengua toscana? En una Europa cada vez más alejada del cristianismo, no dejan de brotar lectores que acompañan a Dante por los círculos del Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. Ya no creemos en el Infierno y el Purgatorio, pero menos aún en ese Paraíso basado en la astronomía de Ptolomeo, con sus estrellas fijas y la Tierra en el centro, pero continuamos transitando por esa región, que el poeta imaginó conforme a las enseñanzas de Aristóteles y el edificio teológico de santo Tomas de Aquino. ¿Qué nos atrae de ese lugar imaginario? Una vez más la lucha agónica contra la finitud. Saber que nos aguarda la muerte es lo que nos separa de los animales. Una catástrofe que se ha simbolizado mediante el mito del pecado original. Nuestro anhelo de saber y ser como dioses nos han arrojado al Tiempo, un río que acaba ahogándonos a todos. Dante huye de la muerte. Aparentemente, busca a Dios, implorando su misericordia, pero en realidad espera la salvación del Amor, que adquiere un rostro con Beatriz. Mientras deambula por el Infierno, se cobija en la amistad de Virgilio, su maestro. Al poeta lo humano le parece más real que lo teológico. Aunque la Comedia es una especie de epopeya cristiana, se parece extraordinariamente a la galería de tipos humanos que podemos contemplar en proezas narrativas como La Comedia Humana de Balzac o En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. En la Comedia de Dante, que solo se convirtió en “divina” a partir de Boccaccio, reconocemos sentimientos que aún nos incumben: miedo a lo desconocido, hambre de plenitud, anhelo de amor, búsqueda de sentido, estupor ante el espectáculo de la vida. En Dante, pese a los siglos transcurridos, vemos un hombre como nosotros, con las mismas incertidumbres y flaquezas, ilusiones y temores, vacilaciones y necesidad de certezas. Gracias a la literatura, es nuestro contemporáneo.

¿Qué es, en definitiva, un clásico literario? Una obra donde las grandes preguntas conservan su capacidad de interpelarnos. En Shakespeare, quizás el escritor más completo de todos los tiempos, hallamos los mismos conflictos que siguen palpitando en nuestras vidas. Hamlet se pregunta qué podemos conocer, planteándose si la vida solo es un sueño, una ficción, o algo dolorosamente real. Macbeth intenta averiguar qué debe hacer, si su ambición de ser rey, aunque sea a costa de un crimen, es legítima o un deseo impuro que bulle en la fatídica caldera de unas brujas. El bufón del rey Lear se pregunta qué nos cabe esperar. ¿Existen los dioses? ¿Son compasivos o crueles? A veces parece que se divierten contemplando nuestras desgracias. Toda la obra de Shakespeare se condensa en una interrogación: ¿Qué es el hombre? Casi dos siglos después, Kant se hace la misma pregunta. Su respuesta es meramente moral: un fin, nunca un medio. Su educación pietista inhibe sus emociones. Shakespeare asentiría, pero –además- añadiría: una criatura que sufre, sueña y vive en la incertidumbre.

Borges, siempre escéptico y aristocrático, asegura que el concepto de clásico literario nace de una superstición: “Clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término”. Esa valoración cambia de una época a otra. En último término, “la gloria de un poeta depende, en suma, de la excitación o de la apatía de las generaciones de hombres anónimos que la ponen a prueba, en la soledad de sus bibliotecas”. Yo me atrevo a formular una tesis muy humilde: clásica es una obra que nos conmueve hasta el extremo de transformar nuestras vidas. Después de leer Crimen y castigo a los dieciséis años, decidí que el mundo, con todas sus imperfecciones, era un lugar prodigioso, pues albergaba la literatura. Aunque la fatalidad se cebe con nosotros, siempre hay un libro reclamando nuestra atención, esperando con paciencia que lo saquemos de su letargo. Cuarenta años después, sigo pensando lo mismo. Un mundo sin libros sería un lugar infinitamente peor que el noveno círculo del Infierno de la Divina Comedia, un inmenso lago de hielo donde las lágrimas se congelan.

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