El historiador romano Cayo Suetonio atribuye al emperador Calígula toda clase de crímenes y perversiones en su célebre Vida de los doce césares: “Ordenaba a los verdugos que mataran lentamente a sus víctimas para que sintieran cómo se les arrebataba la vida”. Fue el primer emperador que proclamó ser un dios, asegurando que su poder no conocía límites. Dispuso que las estatuas de Júpiter fueran decapitadas para colocar en su lugar su propia cabeza, cuidadosamente esculpida. En una ocasión, hizo ejecutar a un poeta porque cometió un error al recitar un verso. Otra vez, mandó descuartizar a un senador y no quedó satisfecho hasta que depositaron sus restos a sus pies. “Obligaba a los padres a que presenciaran el suplicio de sus hijos”, escribe Suetonio, horrorizado. Su vida privada era tan escandalosa como su arbitraria y cruel forma de gobierno: “Tuvo comercio incestuoso y continuo con todas sus hermanas”. No era un loco, sino un monstruo que aplicó su ingenio a explorar el lado más oscuro de la mente humana, ignorando cualquier precepto moral o divino. El placer que obtenía infringiendo los tabúes recuerda al marqués de Sade, cuyos actos parecían un desafío diabólico, pero muy humano, pues escondían la ambición de un poder sin límites. Suetonio escribió su biografía de Calígula ochenta años después de su muerte. Se ha cuestionado su objetividad. No es improbable que transigiera con la hipérbole o diera crédito a hechos no contrastados. En cualquier caso, no hay absolución posible para Calígula. Todos los testimonios que se conservan formulan un juicio adverso. Para algunos, solo es un tirano perverso; para otros, un demente. Muchos opinan que ambas cosas. ¿Por qué Albert Camus lo escogió como protagonista de una de sus piezas dramáticas más elaboradas? ¿Quizá porque simboliza los estragos del poder absoluto? O, ¿porque encarna la forma más exasperada de nihilismo?
Conviene recordar que Camus compuso la pieza entre 1938 y 1942, aunque no se estrenó hasta 1945. Se corresponde con el período más trágico en la historia de Europa, cuando el vendaval nazi parecía invencible. La rendición de Francia ante la Alemania de Hitler el 22 de junio de 1940 marca la mitad del itinerario recorrido por Camus para finalizar su obra. Dos años más tarde, el III Reich se hallaba en la cúspide de su expansión militar y política. Casi todos los países de la Europa continental y del Báltico habían sido ocupados, y la Wehrmacht preparaba el asalto de Moscú, tras situarse a solo ciento veinte kilómetros de sus suburbios. Cuando Camus concluye el manuscrito, la esperanza se perfila como un sentimiento temerario e insensato. El triunfo de las potencias del Eje parece asegurado. Hitler será el nuevo amo del mundo e impondrá un régimen de terror, un nuevo césar que se arroga la infalibilidad de los dioses. ¿Se puede aventurar que el Calígula de Camus es una recreación de Hitler? Solo en cierto modo, pues el nihilismo del político alemán únicamente se manifestaba ante el fracaso, cuando sus planes se desmoronaban y su ambición de poder quedaba insatisfecha. En cambio, en el emperador romano –al menos en la versión de Camus– el nihilismo constituye una filosofía vital que guía todos sus actos. Para Hitler, la historia posee un sentido: el dominio del más fuerte. Desde su punto de vista, no se trata de un principio ideológico, sino de la ley más elemental de la naturaleza y el hombre debe plegarse a ella, salvo que acepte poner en peligro el futuro de su especie. Para Calígula, el cosmos simplemente carece de sentido. Es ridículo hablar de leyes naturales o morales. Solo hay una certeza incontrovertible: “los hombres mueren y no son felices”. Hitler creía en la superioridad de la cultura alemana y en su derecho a someter al resto de las naciones. Calígula no cree en nada. La grandeza de Roma le parece irrisoria. No aprecia diferencias entre el éxito y el fracaso. Las conquistas son tan irrelevantes como las derrotas. La vida carece de valor. Todo es efímero y absurdo.
En la obra de Camus, el nihilismo de Calígula no es fruto de la especulación filosófica, sino de la prematura e inesperada muerte de Drusila, su hermana y amante. En la primera escena, dos patricios se muestran sorprendidos por su reacción, pues les parece desmedida y enfermiza. De hecho, uno se ha quedado viudo hace un año y admite que ya no siente casi nada por la esposa perdida, salvo una leve y ocasional tristeza. Por el contrario, Calígula exhibe su dolor y desprecia la resignación. Perder a Drusila ha desatado en su interior una rebelión metafísica contra el orden de las cosas: “No soporto este mundo. No me gusta tal como es. Por lo tanto necesito la luna, o la felicidad, o la inmortalidad, algo que, por demencial que parezca, no sea de este mundo”. Pero si no es posible cambiar el mundo, habrá que destruirlo, mostrando que “lo imposible” es la única alternativa razonable para una conciencia infeliz. Hasta entonces, Calígula había sido compasivo y sensible. Amaba el arte, la religión, y afirmaba que “hacer sufrir a los demás” era el error más grave del ser humano. Así se lo recuerda el joven Escipión a Cesonia, cuarta y última esposa de Calígula. Cesonia objeta que Calígula “era un niño”, una mente inmadura que no conocía el dolor, la frustración o el fracaso. La muerte de Drusila ha puesto fin a su infancia. Ahora es un adulto y ha descubierto la crudeza de la vida o, lo que es lo mismo, el imperio de la muerte, que se extiende hasta el último confín del universo, con un poder indestructible. Calígula corrobora la opinión de su hermana, exclamando: “¡Qué duro y amargo es hacerse hombre!”.
Calígula decide cambiar su forma de gobernar. Si el universo es absurdo y aleatorio, un imperio no puede seguir los dictados de la razón. Bajo su mandato, no habrá compasión, ni lógica. Todo será cruento e irracional: “Este mundo carece de importancia y quien reconoce eso conquista su libertad”. Calígula admite que odia al que no comprende y comparte su filosofía. Los hombres intentan engañarse, exaltando el bien y la belleza, inventando mundos imaginarios, hablando de dioses amables y paraísos perdidos, pero sus delirios no pueden esconder la imperfección de la vida, fatalmente abocada al envejecimiento, la enfermedad y la muerte. Solo los niños ignoran esa tragedia. Cuando la mente al fin acepta que todo será reducido a polvo, ceniza y olvido, el cuerpo y la mente experimentan terribles sensaciones: “…Lo más horrible es este sabor en la boca. Algo que no sabe a sangre, ni a muerte, ni a fiebre, sino a todo eso a la vez. Con solo mover la lengua, lo veo todo negro y la gente me da náuseas”. El poder no sirve de consuelo, pues se revela impotente ante la muerte. Es posible ordenar la ocupación de un vasto territorio, utilizando la fuerza de las legiones, pero no hay forma de cambiar el ciclo de la vida y la muerte, que destruye tarde o temprano a todos los individuos: “¿…De qué me sirve tan tremendo poder si no puedo cambiar el orden de las cosas, si no puedo hacer que el sol se ponga por el este, si no puedo evitar que haya tanto sufrimiento y que los seres mueran? No, Cesonia, si no puedo cambiar el orden de este mundo, lo mismo me da morir que estar despierto”. Ser arbitrario, actuar como un tirano, robar y asesinar impunemente, no es locura, sino una forma de recordar al ser humano su fragilidad, su irremediable inconsistencia, su triste futilidad.
A pesar de su ferocidad, Calígula fantasea con un mundo más humano: “…Cuando tenga la luna en mis manos, entonces tal vez yo mismo me transforme, y el mundo conmigo; entonces por fin los hombres no morirán y serán felices”. Saber que no es posible solo exaspera su cólera. Cuando se contempla en un espejo, repite su nombre triunfante, posando el dedo en la superficie. Jugar a ser dios es una manera de huir de la angustia. La atmósfera de terror que crea con sus crímenes y excesos no obedece a un capricho, sino al deseo de evidenciar la sinrazón de la existencia. Por eso resulta tan perturbadora su política. Quereas, tribuno de la Guardia Pretoriana, comienza a conspirar contra el emperador, afirmando que es necesario frenar su propósito de propagar el caos hasta borrar cualquier ilusión o esperanza: “…Lo que me resulta insoportable es ver desvanecerse el sentido de esta vida, ver desaparecer nuestra razón de existir. No se puede vivir sin una razón”. En la violencia de Calígula hay “un lirismo inhumano”. Su nihilismo se muestra implacable incluso con sus propios sentimientos. No quiere estar atado a nada. No acepta ninguna servidumbre, ni siquiera la del amor o la amistad. Para aniquilar su estima hacia un hombre, ordena la ejecución de su hijo más joven. No es simple barbarie, sino una espeluznante manifestación de desesperanza. En un universo donde nada perdura, hay que extirpar de raíz los sentimientos, si no se está dispuesto a vivir oprimido por el dolor.
Calígula ha comprendido que “la única manera de igualarse a los dioses es ser tan cruel como ellos”. Para un dios o un césar, si es que hay alguna diferencia entre uno y otro, no existe la inocencia. Todas sus criaturas –o súbditos– son culpables y acreedoras de los castigos más atroces. La libertad no es un derecho, sino un atributo del poder. Solo un dios o un césar conocen la libertad, pues únicamente ellos pueden hacer lo que se les antoje, determinando qué es el bien y qué es el mal. Eso no significa que sean felices o dichosos. Los dioses son tan miserables y cobardes como el corazón humano. Poseen la vida, pero no la disfrutan. Calígula solo conoce una experiencia verdaderamente grata y reconfortante: el desprecio. Se ha erigido en destino y el destino es estúpido, absurdo, cruel. A pesar de todo, Calígula sigue soñando con la luna. Si pudiera tenerla entre las manos, la vida podría cambiar. Lo imposible –es decir, la dicha– tal vez sería realizable. Quereas no quiere vivir en el mundo de Calígula, trágico y sin esperanza. Anhela la seguridad, el orden, la lógica. Matar a Calígula significará restablecer la razón, el equilibrio, la seguridad. Calígula está contagiando su pesimismo a los más jóvenes y no hay peor delito, pues convierte una vida incipiente en una conciencia desdichada. Quereas no niega el genio filosófico del emperador: “Obliga a pensar. Obliga a todo el mundo a pensar. La inseguridad hace pensar. Y por eso le odia la gente”.
Calígula se compara con la peste. Las calamidades que ha precipitado han forzado al ser humano a reconocer su intolerable precariedad. No actúa así por maldad, sino por clarividencia. Cesonia entiende perfectamente sus motivaciones y afirma que sus adversarios le odian porque tienen un corazón mezquino: “…Como todos los que no tienen alma, no podéis soportar a los que tienen demasiada. ¡Demasiada alma!”. Calígula presume de lucidez, pero considera que esa cualidad no es un privilegio, sino una maldición: “¡Sé que nada dura! ¡Saber eso! Solo dos o tres en la historia hemos vivido de verdad esa experiencia, hemos llevado a cabo esa dicha demente”. Poco antes de morir apuñalado por Quereas y sus cómplices, Calígula se mira al espejo y se pregunta si tal vez no ha seguido el camino equivocado. Tal vez solo ha añadido más espanto al universo. La imagen que se refleja en el espejo no parece la suya, sino la de un doble. Cada hombre camina con su sombra, desdoblado, paradójico, trágicamente dividido. Perplejo, Calígula arroja una banqueta contra el espejo, que estalla en mil pedazos. “¡A la historia, Calígula, a la historia!”, chilla. Unos segundos después aparecen los conjurados. Herido de muerte, aún tiene tiempo de gritar entre hipidos, risas y estertores: “¡Todavía estoy vivo!”.
Breve, minimalista, intensa, la pieza teatral de Camus ha soportado inmejorablemente el paso del tiempo. Su visión de Calígula se basa en el retrato de Suetonio. Quizás no es rigurosa, ni exacta, pero en este caso la objetividad histórica no es importante. La figura del emperador loco y furioso encarna la angustia existencial de la conciencia europea tras la caída de las certezas tradicionales y el fracaso de las utopías. Aunque Camus escribió la obra en el período más aciago de la Segunda Guerra Mundial, su reflexión trasciende las circunstancias históricas. Su mensaje es muy claro: el hombre no cesa de inventar consuelos para mitigar la desolación que le produce la expectativa de la muerte, pero es inútil. Al menos en la civilización occidental, ya casi nadie cree en las promesas de eternidad. Calígula es un héroe existencialista: observa la vida y le parece absurda. Varias décadas después, el panorama no ha cambiado demasiado. En términos globales, podríamos decir que crece la angustia y mengua la esperanza. La conciencia se enfrenta con la muerte desnuda y abrumada. Al igual que su Calígula, Camus nos obliga a pensar, pero no le odiamos por eso. Pensar es lo que nos hace humanos y sufrir nos recuerda que aún estamos vivos. Quizá no haya nada más. Nunca lo sabremos. El destino del hombre es vivir en la incertidumbre.
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