Me gustan los escritores desastrosos y poco metódicos porque suelen tener una teoría para todo distinta al resto del mundo, que además con frecuencia es la más acertada. La explicación a esta aparente infalibilidad de las mentes más desordenadas se encuentra en el hecho de que elegir en el mundo del arte el camino imposible es normalmente lo más adecuado para llegar a la verdad. En estos tiempos de talleres de escritura, cursos y cursillos de habilidades literarias y manuales que te enseñan cómo ganar un premio Planeta en un par de meses, me gusta recordar la frase de William S. Burroughs, aquel autor adicto a un buen número de sustancias que escribió esa joya llamada El almuerzo desnudo, que decía que intentar enseñar a escribir era una tarea tan imposible como la de intentar enseñar a alguien a soñar.
La frase de Burroughs me ha llevado de manera inmediata al tema de los sueños y la relación de los escritores con ellos. Siendo estudiante universitario, me sedujo de una manera irresistible aquella vieja historia del poeta Samuel Taylor Coleridge y el origen de su inolvidable poema «Kubla Khan». Coleridge subtituló el poema con la expresión «Una visión en un sueño», un segundo nombre que en mi opinión ya constituye un poema en sí mismo. Según la leyenda, el poema fue fabricado y dictado a su mente por una voz mientras soñaba. El poeta también cuenta que despertó del sueño conociendo de una manera mágica el poema en su totalidad, de modo que para obtenerlo no tuvo más que tomar papel y tinta y comenzar a escribir, aunque más bien deberíamos decir transcribir. Todas las historias mágicas deben incluir un final sorprendente, y esta no iba a ser menos: cuando Coleridge transcribía al papel a una velocidad febril el poema soñado, alguien llamó insistentemente a la puerta de su casa. El poeta no tuvo más remedio que abrir y atender al visitante, un vecino de una localidad llamada Porlock. El final del cuento, habrán imaginado, es que, cuando el individuo que había interrumpido la transcripción de Coleridge se hubo marchado, el poeta ya no podía recordar más versos del poema, de manera que quedó interrumpido para siempre en el verso cincuenta y cuatro, desde ese momento un número mágico para la relación de los autores con los sueños. El último verso de «Kubla Khan» dice «and drunk the milk of Paradise» («y bebieron la leche del Paraíso»), y ahí se detiene el poema que creó en sueños. He conocido personas que afirman que cuando leen el poema y llegan a ese último verso, no pueden menos que oír los nudillos del vecino de Porlock golpeando la puerta de Coleridge.
El carácter fragmentario e interrumpido del poema no ha impedido que este sueño en verso de Coleridge sea un imprescindible de la poesía inglesa y como tal figure en cualquier antología decente. Por su parte, la historia del poeta y el vecino inoportuno ha llegado a ser tan popular en las letras inglesas que constituye una frase común en este idioma hablar de «una persona de Porlock» para referirse al individuo que interrumpe abruptamente el proceso creativo de un artista. Siendo Coleridge en aquella época un consumidor habitual de opio, la tradición añadida a la historia es que el sueño creador del poeta inglés muy probablemente se encontraba inducido y alimentado por el poder de la droga en su organismo.
Una de las cuestiones más sugestivas —por misteriosas— de los sueños es que no parece afectarles el tiempo. Me refiero a la época en que vivimos, nuestro entorno cultural. Narrativamente hablando, es muy probable que soñemos exactamente igual que lo hacía un humano del siglo XII o de la Edad de Piedra. Resulta maravilloso notar que a los sueños no parece afectarles la ficción dominante. Tienen el mismo lenguaje antes y después del descubrimiento del cine o los efectos especiales. No incorporan flashbacks o juegos de enfoque, ni añaden alguno de los métodos de contar historias que el hombre ha producido a lo largo de su historia. Antes al contrario, parecen tener su propia sintaxis y lenguaje, y no parecen dejarse afectar por ninguna de las narrativas que les rodean en las distintas épocas y culturas. Constituyen por tanto un género literario privado, de manera que no parece exagerado afirmar que son la ficción más pura —por sincera— que existe.
Esa idea de ficción pura y rotundamente personal es la que ha llevado a tantos escritores a sentirse atraídos por el poder creativo de los sueños. Se ha dicho muchas veces —y a mí me encanta repetirlo— que Sigmund Freud debe considerarse más un buen escritor (uno realmente bueno) que un verdadero científico. Su La interpretación de los sueños es, por encima de todo, un precioso ejercicio literario. Al austriaco le maravillaba la idea del sueño como nuestra resistencia a dormir, una teoría que convertiría cada uno de nuestros sueños en un intento por seguir conectados, y continuar reproduciendo una realidad que nos provoca adicción hasta el punto de que intentamos tenerla delante incluso cuando cerramos los ojos. Soñamos porque queremos seguir despiertos, se podría decir, y producimos sueños porque nuestra mente desea continuar viviendo esas historias del mundo real que le fascinan. No soñaríamos si nuestro inconsciente realmente descansara. En ese trabajo permanente del inconsciente se forjan las imágenes artificiales con las que decoramos nuestro descanso.
A los escritores les atrae especialmente el hecho porque crea un mundo ficticio desde la manipulación de nuestros recuerdos, algo que se parece mucho al trabajo del autor literario. La luz de los sueños no es real, ni los paisajes que se ofrecen en ella. Todas las voces de un sueño, todas las personas que aparecen en él son orquestadas por una sola mente, capaz de mostrar una luz igual que la del sol sin ser la del sol, y un agua igual de cristalina y bella pero que no puede mojar por la sencilla razón de que no existe. Exactamente igual en un sueño que en un libro. Forzando un poco la interpretación de una colección de relatos tan antigua como Las mil y una noches, lo que hace Sherezade es impedir con sus historias (¡literatura!) que el sultán duerma y caiga en esa muerte de unas horas que es el sueño.
Volviendo a Freud, el intelectual austriaco estaba convencido de que las imágenes de nuestros sueños representan palabras, y que cualquier soñador de alguna forma está ejercitando una capacidad de escritura que todos, hasta el menos literario de los seres, poseemos dentro. Otra curiosidad que ha ejercido una fascinación sobre escritores y psicólogos/escritores como Freud es que uno puede elegir no escribir, literariamente hablando (la mayor parte de la humanidad elige eso y en ocasiones les envidio), como se puede ignorar cualquier otro arte, pero el individuo no puede elegir no soñar. El sueño es maravillosamente involuntario e imposible de manipular. Se sueña cuando nuestro inconsciente quiere y sobre lo que él quiere, y no hay más forma de mediatizarlo que con nuestras vivencias anteriores a soñar, y aun así de manera involuntaria. No podemos compartir los sueños más que si los verbalizamos (y de alguna manera les damos forma literaria, de cuento o relato de nuestro sueño). No hay por tanto forma alguna de reproducirlos como eran verdaderamente, tal y como se nos han reproducido mientras dormíamos, sino como los recordamos. Simplificando mucho algo bastante más complejo, para Freud la interpretación de los sueños contiene el desafío de transcribir las imágenes que recordamos en palabras, y después tratar de desentrañarlos a partir del descifrado de los símbolos que contienen, en un proceso deliciosamente similar al que se sigue para comentar un poema. Para interpretar los sueños antes hay que convertirlos en literatura, definitivamente.
El poema de «Kubla Khan» que mencionaba al principio, de ocurrir realmente como el testimonio de Coleridge transmite, equivaldría sin embargo a un tipo de sueño muy distinto de los descritos anteriormente, que de ser cierto desafía las normas de esa sintaxis de los sueños a que nos referíamos. Podríamos llamar a este tipo de experiencias sueños productivos, pues tienen la peculiaridad de que se rigen por las reglas de la literatura, y no por las del universo onírico.
Se pueden rastrear ejemplos de estos sueños productivos más populares y cercanos en el tiempo que el del poema de Coleridge. Stephen King ha declarado más de una vez que la historia de Misery, el best seller que ha aterrorizado a generaciones, se fraguó en su mente mientras dormía en un vuelo a Londres. Por suerte para los seguidores de Stephen King, en esa ocasión no hubo hombre de Porlock, y el autor tuvo una imagen completa de la obra al despertarse sin que nadie apartara la idea de su mente. Tan pronto hubo aterrizado buscó un lugar apropiado en el aeropuerto y escribió de un tirón las primeras cincuenta páginas de la obra.
Edgar Allan Poe, escritor torturado donde los haya, sufrió durante toda su vida de pesadillas y sueños agitados que después utilizó hábilmente para sus obras, especialmente su poesía. La rentabilidad artística que el escritor norteamericano supo sacar de su desgracia es digna de admiración. Para leer interpretaciones extrañas y rotundamente originales de nuestra relación con los sueños, no dejen de acudir a poemas de Poe como «A dream within a dream» o «Dream-land», dedicados a representar esa intangible tierra de los sueños, descrita desde la experiencia negra del poeta de Baltimore como una especie de larga ruta oscura y solitaria.
La leyenda también atribuye al poder de los sueños para crear universos literarios la aparición de clásicos de terror decimonónicos como el Frankenstein de Mary Shelley o el inefable juego de dobles que es Dr. Jekyll y Mr. Hyde. R. L. Stevenson también confesó haber imaginado la historia del doctor con doble personalidad en el transcurso de un sueño agitado, y dijo tener el argumento prácticamente completo cuando despertó, listo para ser escrito. Después aumentó el mito de la creación de Dr. Jekyll y Mr. Hyde con algunos detalles más, como el que cuenta que el genio escocés no tardó más de diez días en tener el manuscrito listo, y que unos días más tarde tuvo que reconstruirlo de la nada porque en un momento de furia lo arrojó al fuego, al parecer porque su mujer le intentó hacer alguna crítica al primer manuscrito.
Shakespeare tomó los sueños como un pivote de movimiento fundamental en sus obras. Cuesta encontrar un dramaturgo de la época en el que la conexión entre realidad y sueño tenga más correspondencias, y al respecto no solamente hay que tener en cuenta la obra que ya ofrece esta clave en su título: El sueño de una noche de verano. Julio César mantiene juegos constantes entre sueño y realidad, a través de los abundantes sueños premonitorios que invaden a sus personajes. Calpurnia, mujer de César, sueña con una estatua de la que emana sangre como aviso de la muerte de su marido, en un episodio de fantasía onírica que se encuentra al nivel de los grandes surrealistas del siglo XX.
Jack Kerouac mantuvo un libro de los sueños entre 1952 y 1960, que reescribió en forma de novela experimental, jugando a presentar al lector un interesante diálogo entre los personajes de sus obras y los motivos de sus sueños. La obra de Kerouac me remite a lo que decía al principio: los autores estrafalarios —y Kerouac podría ser el rey de todos ellos— muestran caminos que jamás hubiera imaginado un autor modelo. Me gusta este tipo de libros que nadan entre la biografía, la ficción y los paisajes oníricos, porque constituyen una especie de biografía paralela del autor, la que atañe a su mente y alma antes que a las peripecias vitales. Este Libro de los sueños contiene imágenes muy poderosas, como todo Kerouac, y también paisajes erráticos y difíciles de leer, de nuevo como todo Kerouac, a quien siempre he visto como el escritor del exceso para bien y para mal.
Leí hace unos días que también Stephenie Meyer, la creadora de la saga Crepúsculo, reconocía que la idea de la saga le surgió mientras dormía. Sin embargo, en este caso tengo mis dudas acerca de si más de uno hubiera preferido que no hubiera recordado nada al despertarse.
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