A doña Emilia Pardo Bazán le ha
dado por fumar en estas últimas tardes del siglo XIX. No lo hace tanto por
gusto, pues el aroma no le resulta demasiado agradable. Es más una cuestión de
rebeldía. El tabaco, ese vicio reservado al hombre, es visto entre sus manos
como una frivolidad de cuya imperfección no tiene derecho a jactarse. Pero ella
había venido a provocar, a despertar en la moral española la justicia que había
podido palpar durante sus distintos viajes por Europa. El tacto de la hierba
liada sobre sus labios le permite concentrarse en los momentos finales de,
probablemente, la época más agitada de la historia política española.
En torno a esa agitación puede apreciar cómo
se arremolinan una serie de personajes que tienden a hacer suyo el cortijo de
la literatura decimonónica. Todos son hombres y todos desprecian a la Gertrudis
Avellaneda o a la Concha Arenal de turno. Ella los observa con el
colmillo afilado. No ha dejado que nadie marque su camino, así que no hará lo
propio con aquella jauría. El último que lo había intentado había sido su
marido, quien al leer uno de sus textos naturalistas le había exigido una
rectificación inmediata. Ella rectificó, sí. Pero en lugar de renegar de la
obra renegó de él. Resultado: una obra maestra a la luz y una separación
conyugal a la sombra.
Pero a la España literaria del XIX le falta
muy poco para pasar del incendio controlado a la catástrofe desbocada. En
concreto, la chispa sale de aquel cigarro que la condesa sostiene sobre la
comisura de su boca. De la mera observación pasa a la acción: lleva la voz
cantante en las tertulias, ocupa el primer plano en los estrenos teatrales y
publica las críticas literarias más mordaces. Es un terremoto. Una mujer con un
temperamento inigualable, algo que le valdrá una enemistad enconada con
aquellos que le afeaban su actitud fumadora. Pero ella continúa y, ya con
alguna obra maestra a sus espaldas, busca ese reconocimiento reservado para
hombres («cómo habría cambiado mi vida de haberme llamado Emilio»). No hay
Academia tampoco para ella, como no la hubo para Concha o para Gertrudis, pero
esta vez no hay silencio ante la injusticia. En una reunión a cargo de la docta
institución, alguien le ofrece una silla: «No, gracias. Ya conseguiremos que
una mujer se siente por méritos propios».
Los dueños del cortijo, por supuesto, no
pueden permitir esta intromisión. Entre los que desfilan por las tripas de esta
enemistad encontramos, por ejemplo, a José María de Pereda, maestro del
realismo: «Padece la comezón de meterse en todo, de entender de todo y de
fallar de todo». También quiso lapidar a gusto el ínclito Juan Valera: «Así,
lastrada por la lactancia y el embarazo, no puede entrar en la Academia».
Incluso algunos apuntaron a su físico a la hora de arrojar la piedra. Fue el
caso de Baroja: «Es de una obesidad desagradable». El epílogo a esta
triste retahíla lo puso Clarín: «El día que se muera, habrá fiesta
nacional».
Sin embargo, uno de los personajes que
también puebla los pasillos del recinto deambula ajeno al glamur y al codazo, a
la piedra y al insulto. Es un tipo solitario e introvertido. Cuentan algunos
que compra billetes de tren sin importarle el destino, solo pone como condición
que el asiento pertenezca al vagón de tercera. En él se mezcla con la capa baja
de la sociedad española: ladrones, usureros, maleantes y toda clase de seres
marginales. Conversa con ellos y de ahí extrae algunos de los personajes que más
tarde poblaran sus novelas. Se deja ver por el ambiente literario, a veces
incluso formando parte de la seductora escena, pero su corazón está en otro
sitio. Algunos buscan la confrontación, pero él escapa de ella a lomos de ese
vagón de tercera que no le lleva a ninguna parte. Su nombre es Benito
Pérez Galdós, y está a punto de toparse con la condesa de Pardo Bazán.
Un encuentro
epistolar
Las pupilas de Benito y Emilia chocan en el
momento en el que ambas estrellas brillan con más fuerza. Él ya ha publicado
varios títulos que le han convertido en la referencia novelística del país y
ella ha introducido el citado naturalismo en la península a través de La
cuestión palpitante. El mejor reflejo de su relación se percibe a través de la
correspondencia que mantuvieron entre ellos. Correspondencia que aún hoy, siglo
y pico más tarde, sigue escandalizando a más de uno. Pero vayamos por partes.
Ella es una mujer rebelde y ambiciosa. Él, un tipo tímido y desdeñoso. Ambos
tienen una opinión, digamos, abierta de lo que suponen las relaciones sexuales.
Todo aquel que ha agitado estos ingredientes en la coctelera sabe que la mezcla
puede pasar de una delicia a una bomba en cuestión de segundos. Y algo de todo
esto se aprecia en la evolución que la relación entre Pardo Bazán y Galdós
habría de mostrarnos.
En un primer momento, la relación se torna
amistosa, con una admiración patente en las primeras fórmulas con las que la
condesa recibe a Galdós. Ella lo ve como un maestro, término que utiliza en
algunas de las misivas. También se adivina un cierto coqueteo previo al
estallido del amor, como si ella lo hubiera deseado de una manera maternal. Él
era un hombre enfermo y triste, que siempre transmitía la necesidad de ser
ayudado. Ella, por el contrario, es la gran dama aristócrata que no necesitó a
ningún hombre para fortalecer su posición. Con un erotismo que se puede
masticar detrás de cada párrafo, intenta aprovechar su indefensión como así
demuestran algunas cartas.
Antes de que me conocieses, cuando no nos
unía sino ensoñadora amistad, ya me figuraba yo (con pureza absoluta, que ahí
está lo más sabroso de la figuración) las delicias de un paseíto ensemble por
Alemania. Los que habíamos dado al través de Madrid me tenían engolosinada, y
pensaba yo para mí: «Qué bonito será emigrar con este individuo. […]
Parece delicado de salud: le cuidaré yo que soy robusta; me lo agradecerá: me
cobrará mucho afecto, y ya siempre seremos amigos». […] En otras cosas no
pensaba, palabra de honor. Tu aparente frialdad, el respeto que te tenía,
tu aspecto formal y reservado, me quitaron esa idea enteramente.
Pero pronto empieza a calentarse el tono. Ya
hemos dicho que Galdós era un hombre bastante mujeriego, puede que algo
sapiosexual a juzgar por los nombres que le acompañaron en su periplo erótico,
y quizás por esto vio en Pardo Bazán una presa perfecta con la que saciar su
hambre. Algo parecido pasa con doña Emilia. Siente que el hombre que tiene al
otro lado de la correspondencia le estimula no solo carnalmente, sino que
gracias a él también resulta trasladada a un punto intelectual nunca antes
visitado, y esto le resulta más tentador si cabe.
Es así como empiezan a intercambiar
información literaria con el único afán de impresionar a la persona que hay al
otro lado de la carta. Galdós le explica los argumentos de sus novelas,
información que no comparte con nadie más que con su condesa («¿y a quién vas a
contar sino a mí los argumentos de tus novelas?», pregunta ella en una de las
cartas). Pero la gallega también hace partícipe a su amante de los quehaceres
literarios que le atormentan, buscando afianzar un camino que, hasta entonces,
estuvo plagado de bandazos. Ella es lo que hoy etiquetaríamos como una
intelectual: publica artículos políticos, ensayos, críticas literarias… pero no
goza del talento narrativo que exhibe don Benito. Se retroalimentan, se
desmenuzan y se critican. Es una relación que acaricia con una mano la
literatura mientras, con la otra, disfruta del sexo.
Por el camino he pensado una novela, pero no
se titula El hombre; se tiene que titular (a ver si te gusta) Tili
Carmen. Es la historia de una señora virtuosa e intachable; hay que variar la
nota, no se canse el público de tanta cascabelera […] ¿Qué opinas?
Pero, apenas dos renglones más tarde, la
conversación literaria da paso al cariño:
No me destierres al fin de ese corazón mío.
Eternamente
acostados
Los encabezados de las páginas van cambiando
poco a poco. El «maestro» va dando paso a «miquiño», y en cada palabra que
doña Emilia le escribe al ilustre canario se puede percibir el erotismo al que
ya se habían abrazado con fuerza. No obstante, ambos siguen ocultando el
romance quizás por miedo a lo que la opinión pública pueda pensar al respecto.
Ellos, pioneros en el uso del lenguaje, utilizan un término para referirse a
esta forma de vivir el amor: «maquiavelístiquidisimuliforme».
Él declara en el homenaje a Jacinto
Benavente: «Sin mujeres no hay arte, son el encanto de la vida». Ella ya se ha
acostumbrado a vivir con sus hijos reclutados a medio camino entre
A Coruña y Sanxenxo, así que prepara el viaje que habrá de reforzar sus
pasiones. El destino elegido es Alemania, cuna del Romanticismo que les hubo
precedido. Y allí estallan. El amor y el sexo les persiguen, pero ellos
prefieren dejarse alcanzar solo por el segundo. Así son felices. Doña Emilia,
siempre fogosa, refleja su deseo de sexo eterno así:
Sí, yo me acuesto contigo y me acostaré
siempre, y si es para algo execrable, bien, muy bien, sabe a gloria… porque
tienes la gracia del mundo y me gustas más que ningún libro.
Pero a pesar de haber intentado ocultar el
amor detrás de la actividad sexual, el sentimiento de pertenencia estaba ahí.
No tanto por parte de la condesa, que aceptó con cierta elegancia los escarceos
de Galdós con Lorenza, una joven inculta pero de físico imponente a la que
Galdós veía como complemento perfecto a la docta capacidad de Emilia. Ese lujo
que el canario ya no ocultaba, necesitando del amor hoy lujuria, mañana
conversación y pasado quién sabe, fue aceptado por ella a través de la triste
resignación que el machismo del XIX inculcaba.
Sin embargo, todo cambia cuando, en Barcelona,
la Pardo Bazán decide cerrar la Exposición Universal del 88 arropándose con la
misma sábana que Lázaro Galdiano. Don Benito no puede tolerar esta infidelidad,
pues alimenta los estómagos hambrientos de aquellos que tachaban a la condesa
de mujer obscena y libertina. Se lo hace saber a su amante, y esta contesta con
unos párrafos que tanto tienen de arrepentimiento como de moral intacta.
Nada diré para excusarme, y solo a título de
explicación te diré que no me resolví a perder tu cariño confesando un error
momentáneo de los sentidos […] Deseo pedirte de viva voz que me perdones, pues
aunque ya lo has hecho, y repetidas veces, a mí me sirve de alivio el reconocer
que te he faltado y sin disculpa ni razón.
Aquella traición espontánea y aquel perdón
templado desembocaron en algún personaje infiel que pasó a poblar la obra
galdosiana (las mayores pruebas se pueden palpar en los títulos La
incógnita y Realidad) pero, sobre todo, en el ocaso de una pasión
que, meses atrás, parecía no tener fin. Las patadas que Galdós notó en el
vientre de Lorenza hicieron el resto. Para cuando quiso disfrutar de su
paternidad en Santander, Emilia ya lloraba la muerte de su padre, probablemente
el hombre más importante de su vida. Se acerca el fin.
De la mano
hasta el final
Ya con el siglo XX entrado en años, Galdós
espera tranquilo a que la tertulia que ha de celebrarse en su casa comience. A
sus setenta y dos años hay tres situaciones que ya no tienen vuelta atrás. La
primera, su ceguera, que ya es total y, además, amenaza con destruir el poco
ánimo que le queda. La segunda, su capacidad creativa. Apenas le queda espacio
literario por abarcar y, para colmo, su viejo bastón ya no es capaz de mantener
en pie aquel cuerpo ajado en sus largos paseos por el suburbio (principal fuente
argumental de su obra). Y, tercero, es consciente de que morirá soltero, sin un
corazón al que agarrarse cuando la muerte se le aparezca una mañana cualquiera.
En dicha tertulia, Margarita Xirgu, la
veinteañera que cumple con el papel de estrella teatral del momento, le habla
de una condesa gallega, robusta, indestructible. Él disfruta escuchándolo. Le
cuenta cómo de aquella mujer han salido algunas de las voces más insistentes a
la hora de exigir un Nobel para el escritor canario. Le relata, a su vez, la
importancia que el voto de aquella condesa tuvo a la hora de cumplir con el
reconocimiento más emocionante a la carrera de don Benito: la estatua que poco
antes había podido acariciar entre tinieblas.
Él asiente con orgullo. Sabe que la ceguera
nunca podrá borrar la forma de aquella caligrafía que, carta a carta, se fue
grabando con fuerza en su memoria. Tampoco, por mucho que lo intente, la
enfermedad podrá acabar con el sonido de algunos párrafos inolvidables que
ahora escucha claramente.
Triste, muy triste […] me quedé al separarme
de ti, amado compañero, dulce vidiña […]. Hemos realizado un sueño, miquiño
adorado, un sueño bonito, un sueño fantástico que a los treinta años yo no
creía posible.
Al otro lado de la península, en
A Coruña, doña Emilia agota sus últimas horas antes de volver a Madrid
para ocupar su cátedra de Románicas en la Universidad Central. Ya se ha
convertido en un símbolo del feminismo en España, con hitos como, precisamente,
convertirse en la primera catedrática del país. Su reconocimiento literario ha
llegado, aunque no ha sido capaz de ocupar el ansiado sillón académico por su
condición de mujer. No le preocupa, ha sido feliz.
A pesar de encontrarse fuerte y sana, pocos
meses después de la muerte de Galdós se verá obligada a acompañarlo tras una
extraña complicación gripal. No hubo fiesta nacional, como auguró Clarín, pero
sí la sospecha de que dos almas tan unidas no podían alejarse tanto. Quizás
doña Emilia, en su lecho de muerte, todavía escuchara los ecos de una
correspondencia inolvidable, de unos renglones geniales. Al fin y al cabo, el
testimonio de su amor no podría haber permanecido entre nosotros de otra manera
que no fuese bajo su propia prosa. Y es que ellos, maestros en la materia, lo
supieron mejor que nadie: una palabra vale, a veces, más que mil imágenes.
Pues bien: yo no quiero que me dejes. No; tú
eres para mí. Para mí tus besos todos, todos.
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