Estaba en el anaquel superior de la librería, el de las obras poco
frecuentadas, y lo rescaté del polvo. Un ejemplar que había sobrevivido
milagrosamente a todos los cambios de domicilio y llevaba, con mi firma, la
fecha de su lectura: junio 1950. ¡Un lapsus de sesenta y seis años desde que me
sumergí con pasión en su lectura! Tenía yo 19 años y el libro era El artista adolescente, la novela de Joyce traducida
por Alfonso Donado y con un prólogo de Antonio Marichalar.
Decir que mi antigua lectura juvenil me conmovió es quedarme
corto. Fue un verdadero terremoto. El protagonista de la obra, Stephen
Dedalus, había vivido antes que yo mis propias experiencias en un
marco similar a los míos —familia tradicionalista, estudios en un colegio
religioso, adoctrinamiento severo por los padres jesuitas—. Las páginas
consagradas a los ejercicios espirituales ignacianos se corresponden con
exactitud a lo que yo había vivido: escenografía dramática; enumeración
minuciosa de los tormentos infernales a los que condenaba un acto o pensamiento
impuros; evocación terrorífica de la eternidad del castigo. Todo coincidía
hasta en los menores detalles (el avecilla que cada mil años extrae un grano de
arena de una playa inmensa y que cuando la vacía al fin descubre que hay mil
millones más que no logrará vaciar y la voz implacable del padre: “¿Por qué
pecaste? ¿Por qué no evitaste la ocasión de pecar? ¿Por qué después de haber
caído la primera vez, o la segunda, o la tercera, o la enésima, por qué no te
apartaste del mal camino y no volviste a Dios? Ahora ha pasado el tiempo del
arrepentimiento. ¡Tiempo hay, tiempo hubo, pero ya no habrá más! ¡Estás en el
infierno!”).
Releyendo hoy a Joyce con las vivencias de hace sesenta y seis
años (entre tanto había accedido a las prédicas del padre Vega evocadas por Blanco
White en su Autobiografía y
a la de Manuel Azaña en El jardín de
los frailes) revivo las dudas que me asaltaron cuando, quinceañero, perdía
gradualmente la fe en el credo que tan cuidadosamente me fue inculcado, primero
por los padres jesuitas del colegio de Sarriá, luego por los hermanos de la
Doctrina Cristiana de la Bonanova y empezaba a plantearme preguntas sin
respuesta posible en complicidad con mi condiscípulo José Vilarasau, futuro
director de la Caixa, en nuestras maliciosas consultas al infeliz hermano Pedro
(si Dios es Todopoderoso ¿puede hacer que cuantos estamos ahora en el aula no
hayamos existido?). El arte, la literatura, brindaban alternativas al dogma
delicuescente y me entregué a ellos con ardor de neófito. Lecturas y más
lecturas (Kafka, Gide, Hesse) que ayudaron a enderezarme y avanzar a tientas,
pero avanzar, por la senda de mi liberación personal. En palabras de Stephen
Dedalus: “No sobreviviré por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese
hogar, ni patria o ni religión. Y trataré de expresarme en vida y arte tan
libremente como sea posible, usando para mi defensa la única arma que me
permito usar: silencio, destierro y astucia”.
¿Puede resumirse mejor lo que será después la vida de Joyce, y de
rebote, la de un modesto y esforzado lector de Ulises, esto es, mi
propia vida?
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