domingo, 1 de mayo de 2016

"Juventud, divino tesoro" por Juan Goytisolo


Estaba en el anaquel superior de la librería, el de las obras poco frecuentadas, y lo rescaté del polvo. Un ejemplar que había sobrevivido milagrosamente a todos los cambios de domicilio y llevaba, con mi firma, la fecha de su lectura: junio 1950. ¡Un lapsus de sesenta y seis años desde que me sumergí con pasión en su lectura! Tenía yo 19 años y el libro era El artista adolescente, la novela de Joyce traducida por Alfonso Donado y con un prólogo de Antonio Marichalar.
Decir que mi antigua lectura juvenil me conmovió es quedarme corto. Fue un verdadero terremoto. El protagonista de la obra, Stephen Dedalus, había vivido antes que yo mis propias experiencias en un marco similar a los míos —familia tradicionalista, estudios en un colegio religioso, adoctrinamiento severo por los padres jesuitas—. Las páginas consagradas a los ejercicios espirituales ignacianos se corresponden con exactitud a lo que yo había vivido: escenografía dramática; enumeración minuciosa de los tormentos infernales a los que condenaba un acto o pensamiento impuros; evocación terrorífica de la eternidad del castigo. Todo coincidía hasta en los menores detalles (el avecilla que cada mil años extrae un grano de arena de una playa inmensa y que cuando la vacía al fin descubre que hay mil millones más que no logrará vaciar y la voz implacable del padre: “¿Por qué pecaste? ¿Por qué no evitaste la ocasión de pecar? ¿Por qué después de haber caído la primera vez, o la segunda, o la tercera, o la enésima, por qué no te apartaste del mal camino y no volviste a Dios? Ahora ha pasado el tiempo del arrepentimiento. ¡Tiempo hay, tiempo hubo, pero ya no habrá más! ¡Estás en el infierno!”).
Releyendo hoy a Joyce con las vivencias de hace sesenta y seis años (entre tanto había accedido a las prédicas del padre Vega evocadas por Blanco White en su Autobiografía y a la de Manuel Azaña en El jardín de los frailes) revivo las dudas que me asaltaron cuando, quinceañero, perdía gradualmente la fe en el credo que tan cuidadosamente me fue inculcado, primero por los padres jesuitas del colegio de Sarriá, luego por los hermanos de la Doctrina Cristiana de la Bonanova y empezaba a plantearme preguntas sin respuesta posible en complicidad con mi condiscípulo José Vilarasau, futuro director de la Caixa, en nuestras maliciosas consultas al infeliz hermano Pedro (si Dios es Todopoderoso ¿puede hacer que cuantos estamos ahora en el aula no hayamos existido?). El arte, la literatura, brindaban alternativas al dogma delicuescente y me entregué a ellos con ardor de neófito. Lecturas y más lecturas (Kafka, Gide, Hesse) que ayudaron a enderezarme y avanzar a tientas, pero avanzar, por la senda de mi liberación personal. En palabras de Stephen Dedalus: “No sobreviviré por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese hogar, ni patria o ni religión. Y trataré de expresarme en vida y arte tan libremente como sea posible, usando para mi defensa la única arma que me permito usar: silencio, destierro y astucia”.

¿Puede resumirse mejor lo que será después la vida de Joyce, y de rebote, la de un modesto y esforzado lector de Ulises, esto es, mi propia vida?

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